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WAQRAPUKU

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ágora

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Leonardo Hernández Baumer

se cuMpLían tres seManas de Mi estancia en aquel remoto pueblo andino. No había podido conciliar el sueño durante el tiempo que había transcurrido allí. ¿Se debía a la diferencia de altitud? Francamente no me importaba, los motivos que tenía para estar en esa aldea trascendían mis necesidades fsiológicas. Solamente había escuchado rumores, palabras y frases que en la mayoría de los casos carecían de sentido o de coherencia entre ellas. Pero no podía descartar esa corazonada, especialmente porque estos chismes y cotilleos tenían una constante muy clara: la insólita desaparición de personas en este insignifcante poblado.

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Como todo gran reportero, no puedo evitar sentir una atracción casi magnética hacia buenas historias y percibí que esos relatos que había escuchado en la ciudad tenían material para serlo; sin embargo, consideré que lo mejor era ir e indagar por mí mismo. Así que contraté a un piloto de un pequeño avión biplaza para que me llevara hasta este pueblo situado en la cordillera de Los Andes, no muy lejos de la ciudad en donde vivo. Llegué y comencé a hacer las entrevistas pertinentes con el fn de obtener más información, pero todas y cada una de las personas a las que les hacía preguntas sobre aquel vidrioso tema parecían desconocer por completo de lo que les hablaba. Y así transcurrió casi un mes. Decepción tras decepción, mi estado de ánimo decaía y mi cansancio aumentaba conforme las personas a entrevistar se acababan, puesto que la población total no sobrepasaba los ciento cincuenta habitantes.

Mi esperanza volvió cuando, fnalmente, una amable señora, tras invitarme a tomar una taza caliente de mate de coca bebida que hasta ese momento desconocía , comenzó, angustiada, a platicarme su testimonio. Su hijo, de tan solo nueve años, fguraba entre los desaparecidos. Habían transcurrido dos meses desde la última vez que se le vio. Pude notar cómo esa cálida sonrisa con la que fui recibido se borró del rostro de mi anftriona, como si el fuerte viento que azotaba la cordillera se la hubiese arrebatado, reemplazándola con una mueca de incontenible tristeza. Antes de que se desvaneciera su hijo, a todas horas balbuceaba: “¡mamá, mamá!

¿No escuchas los cuernos? ¡Es taki kapchiy! ¡Viene del volcán!”. No paraba de parlotear acerca de la melodía proveniente de… ¿Unos cuernos? ¿Taki kapchiy? Al ver mi expresión de total incertidumbre, me explicó que ese par de palabras es la forma de explicar el concepto de música en quechua, idioma de la región. Agregó que ella creía que cuando su pequeño hablaba de “cuernos”, se refería a los instrumentos musicales hechos con los cuernos de los vacunos de nombre waqrapuku. Pero ella en ningún momento había escuchado nada. Ni siquiera cuando su hijo frenéticamente le imploraba al mundo entero que pararan esa melodía. Que en tus oídos resuene sin cesar algo que no quieres escuchar y que nadie más oye puede poner fúrico a cualquiera. Relató que sentía una impotente rabia hacia la comunidad por ignorar las desapariciones. Su hijo se había esfumado de noche sin hacer ruido alguno, por lo que la señora no se percató sino hasta la mañana siguiente. Comenzó entonces a llorar.

Después de consolarla, me dijo que su hijo no fue la primera persona desaparecida, ni tampoco ha sido la última. No obstante, el niño había sido el único habitante en decir que escuchaba los cuernos. Seguramente esto lo expresaba sin miedo alguno debido a la inocencia que un niño posee; no temía a ser acusado de loco por nadie por tener alucinaciones auditivas. Pero los adultos sí tenían ese gran temor. Lo más probable es que esa era la razón por la cual ningún desaparecido dijo nada sobre esto antes de desvanecerse, refexioné.

Agradecí a la señora por la confanza y la hospitalidad mientras partía hacia la casa en donde me hospedaba. Ya era de noche, y no podía ver nada a cinco metros al frente de mí debido a la densa neblina. La luz de la luna me estaba ayudando, gracias a que penetraba en aquella densa masa nubosa, alumbrando el sendero que tenía que recorrer. A pesar de que era una noche pacífca, mi mente no paraba de pensar en todo lo que la señora me contó. ¿Cómo era posible que su hijo haya escuchado cosas que su madre no? ¿Cómo es posible que personas se esfumen sin dejar rastro y sin la existencia de algún testimonio en una comunidad tan unida? ¿Si alguien escuchaba la melodía signifcaba que esa persona desaparecería? ¿Por qué nadie quería hablar de eso? Las dudas taladraban mi cabeza, clavándose en ella sin intenciones de salir porque no tenían respuesta. No podía entender la situación, no podía entenderla… hasta que escuché.

A lo lejos, resonaba una intrigante canción. Eran instrumentos de viento, sí. Ese conjunto de sonidos provocó en mí una desenfrenada curiosidad, cual pez atrapado en un anzuelo, ignorante de lo que le depara. Giré mi cuerpo ansiosamente para que mis oídos ubicaran de dónde provenían esos hermosos sonidos, y me percaté de que venían de un sendero adyacente al que me encontraba. Caminé entonces hacia allá. Con cada paso que daba, la intensidad de esa atrapante melodía aumentaba, colándose en mi mente, drenando los pensamientos que albergaban en ella, dejando únicamente la sofocante necesidad de llegar al origen de tan bellos sonidos. ¿Qué me estaba pasando? Crecía en mí un deseo tan animal que mi capacidad de razonar lo que sucedía a mi alrededor fue superada abismalmente por esas viscerales ganas de ver quién —o qué— generaba la canción. La neblina aún seguía bloqueándome la vista, por lo que deposité enteramente mi confanza en mis oídos.

Seguí moviéndome hacia donde yo pensé que se originaba la música, pero no me sentía cerca de mi destino. ¿Cuánto tiempo llevaba caminando?

La luz de la luna ya no era sufciente para saber en dónde pisaba, por lo que no tenía manera de saber si caminaba hacia un barranco. Cada paso que daba era el ejemplo perfecto de un salto de fe.

Mis piernas estaban ensangrentadas y adoloridas por los múltiples golpes que me daba con las rocas. Me sentía borracho; la música estaba nublando demasiado mi cabeza. Mis párpados se sentían pesados. El sudor frío recorría mi espalda y sentía cómo mis huesos crujían. Pero no podía dejar de moverme. Algo más grande, más imponente que mi insignifcante cuerpo me esperaba. Dentro de mí, mi alma era lo que me mantenía desplazándome. Tristemente estaba encasillada en este saco de huesos que no le permitía llegar más rápido al origen de la melodía. Era una batalla de mente y alma contra carne y hueso.

Tras tropezarme con lo que mi tobillo sintió como una raíz de árbol, me di cuenta de que, en la cima de un montículo de tierra, aproximadamente a unos trescientos metros de mí, se encontraba la fuente de lo que estaba buscando con tanta desesperación. Jadeante, aumenté la velocidad con la que me desplazaba. De la punta emanaba una luz rojiza, y con ella, calor.

Comencé a trepar. La canción comenzaba a tomar un tono más siniestro, más tétrico. Aun así, parecía ser interpretada por un ser divino debido a la preciosidad con la que cada nota era ejecutada. Conforme subía, el sutil claro de la luna se veía eclipsado por la intensidad del rojo vivo proveniente de la cima de la montaña. Podía sentir mi sangre borbotear y mis músculos acalambrarse por el esfuerzo, por el aumento de temperatura y la falta de agua en el aire. Cuando faltaban menos de cincuenta metros, mis ojos comenzaron a ponerse llorosos. El camino hacia arriba solamente era guiado por aquella luz y por la hermosa melodía. Las palabras para describir lo que escuchaba en ese momento no existen en cualquier idioma. Estoy casi seguro de que perdí un dedo por una piedra muy aflada al trepar. Mi percepción de la realidad estaba tan distorsionada que no sentí dolor, como si un cabello se hubiera desprendido de mi cabeza. No entendía qué me pasaba. Me estaba comportando como un vil perro siguiendo un rastro. No podía controlar más mi quijada, estaba casi totalmente abierta. Mi boca comenzó a salivar intensamente, escurriendo gotas gordas de saliva espesa hacia cada roca que escalaba, evaporándose demasiado rápido por el calor infernal. Mi cuerpo se quemaba. Mi cuerpo deseaba quemarse.

Al llegar a la cima, me encontré con la sorpresa de que la fuente de luz era en realidad magma borboteando en la chimenea del volcán en donde me encontraba. Pero eso no era importante. Nada del mundo natural era importante. La etérea canción se había apoderado de mí. A pesar de sentir cómo mi alma deseaba abandonar su prisión carnal y ascender, mi conciencia aún no estaba satisfecha. Necesitaba conocer la procedencia de la tonada que estaba volviéndome loco. Asomé mi cabeza hacia el cráter y, tras batallar un par de segundos con la cegadora luz y el abrumante calor, vi a los desaparecidos brillando como el sol, invitándome a acompañarlos, invitándome a resplandecer. Sentí la perfección recorriendo mi cuerpo.

De todas nuestras bocas enteramente abiertas salió, en forma de magma amarillo, con ojos más negros que el espacio, una deidad olvidada de nombre Tunupa. Se materializó en el centro del volcán, ascendió y se quedó fotando majestuosamente frente a mí. Mi boca y la de los seres de luz que en su momento fueron humanos permanecían abiertas, conectándose al cuerpo de esa presencia divina por medio de un haz de fuego, como cables alimentando a un aparato. Entendí que yo había sido elegido por él, y él me había honrado con su canción. Su fulgurante boca se abrió, dándome la bienvenida. Salté, viendo cómo mi fresco cadáver caía hacia el hambriento volcán, mientras que yo me convertí en un ser de luz, sirviendo eternamente a Tunupa; tocando en un waqrapuku La Melodía que el próximo elegido escuchará.

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