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AGÜERO DE TAPATILANDIA

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AFGHAN POLANCO

AFGHAN POLANCO

Irenic Vázquez Evangelista

hueLe a tierra MoJada. Se nos hace agua la boca por un café, un chocolate o ya de plano un tequila para agarrar calor y valor por lo demás. Es de esa lluvia que juega con los nervios y anuncia desgracias que ella misma no cree. Algunos andan con paraguas y otros se cubren la cabeza con el suéter que traían en la mochila desde aquel invierno surreal de 1997. Hay quienes enfrentan y desafían al chubasco vigilante actuando como si nada sucediera. La tierra de las obras en construcción, desde 2014, ahora es lodo y mancha los zapatos de trabajadores uniformados para sentarse frente a un monitor durante la jornada diaria de 12 horas ––la esclavitud del siglo XXI.

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El transporte público se sofoca de sudores vaporosos por andar aprisa con un ojo en los baches del pavimento y otro en nuestras pertenencias.

La ciudad ya no es lo mismo, caminamos en un estado permanente de alerta y si no nos asaltan, la lluvia nos empapa y obliga a ducharnos con agua gélida al llegar a casa porque el sueldo ya no alcanza ni para el gas. Los vendedores ambulantes se aferran a sus sitios y las donas se han humedecido bajo el plástico improvisado que se utiliza únicamente en casos de tormenta tropical.

En otro terreno, los ambientalistas se empeñan en viajar sobre bicicletas de alquiler, muy a pesar de que sus trajes de ofcinistas se apesten. Los valientes continúan moviéndose sobre las aceras, amenazados por cualquier coche que les lance una gran ola en medio de la marea que inunda las calles de la notable y superior infraestructura del occidente. Quienes se refugian bajo los árboles del Parque Rojo, lo hacen junto al monumento a Morelos a causa de razones apegadas o deslindadas de toda historicidad, a saber… Habría que decir que la ilusión también se personifca en los viandantes, al menos en aquellos que consideran prudente esperar a que pase la tormenta. Decenas se adentran en la estación Juárez donde el perímetro termina en los torniquetes; esa zona se metamorfosea por varios minutos en el búnker y asilo gratuito de asalariados en viernes de quincena. En el lugar, las mentes emprendedoras realizan transacciones comerciales de bolsas plásticas, impermeables y modelo 2020 primavera-verano para cualquiera que desee brillar en la pasarela de Calzada Federalismo: incluye un distinto lazarillo pulgoso cada cincuenta metros y pit stop en tiendas de abarrotes. Un verdadero desfle, digno de luces tuertas, intermitentes y sirenas, es el que principia apenas cae la primera gota en la Avenida López Mateos Sur. En cuanto Tláloc inaugura la lluvia, sin importar la hora del día ni la posición de los planetas, la deidad lanza una maldición al azar sobre un centenar de tapatíos que cuenten con seguro de auto o tengan un compromiso importante e intransferible. Accidentes viales, corrupción y mordidas de porcinos cuasi-evolucionados al por mayor, con la única fnalidad de retomar el sosiego y la calma de nuestra queridísima perla porque, después de todo, es fn de semana. No hace falta que lo digan, lo sabemos, el engaño nubla nuestra ambición y la inteligencia nos dicta que vivimos por ello y nada más. El tren eléctrico, más o menos urbano, encarna la función de un submarino improvisado en la estación Norte e introduce el nuevo deporte acuático extremo; en sueños, registrado como Patrimonio Cultural de la Humanidad. En la otra punta de la metrópoli, el estacionamiento de Plaza del Sol ofrece piscinas y yacusis como un pasatiempo en lo que bajan los niveles pluviales. Aunque no sean del agrado de muchos ciudadanos, además de que se vean en la obligación de usar por zapatos cualquier envoltorio antiderrapante, nunca faltan nuevas experiencias dentro de este gran depósito remotamente natural. Una justa demanda de la región colonizada.

Los puentes simbolizan bellísimos hogares con cascadas que ejecutan el performance más arriesgado del momento. Por su parte, el alcantarillado dirige una imitación de las danzas de géiseres hechos con aguas cloacales; la pringa de lluvia inaugura su lavandería trimestral. La ropa tendida en las azoteas y jardines pasa su vida temerosa por reiniciar el ciclo apenas concluido. Los que somos olvidadizos corremos tardíamente a su rescate y echamos al hombro costales de prendas no preciadas, pero de buen aroma. Consideramos seriamente la posibilidad de abrir un bazar de vestidos ahorcados en una condena de raudal; además de otro almacén de telas inmundas que hacen huelga en un cesto porque se pospuso su limpieza a causa del mal tiempo. Incluso, se piensa en la inauguración de una empresa implantadora de mangueras cuyo alcance no rebase la zona de jardines plutócratas con el benefcio ser ser llanos y prósperos. Es decir, el resto de vergeles bien pueden marchitarse o asfxiarse al calor del mediodía.

En el temporal de junio es común que los árboles pierdan el equilibrio y tropiecen con más de un inocente automóvil dormido o con algún transeúnte de mala fortuna. Se aplasta como a una lata de reciclaje al primero y se degolla en el nuevo tribunal eclesiástico, dentro del Estado laico, al segundo. Pareciera que cualquier diluvio jalisquillo implicara exponerse a las desventuras de una precipitación ligera que nuble la semana entera.

La urbe cambia y nos adaptamos. Las bancas de cualquier paseo están listas para bañar nuestros distraídos cuerpos al sentarse. Las hojas que nadie podó en marzo ahora son goteras permanentes. Pasear perros es fácil siempre y cuando utilicen unas botitas que los humanicen lo sufciente como para desear huir de casa.

Es el momento en que modelamos cúpulas dispares, con varillas gordas o de plastilina, que el viento y su brisa logran invertir hacia otro horizonte en que toda sombrilla imita la Fontana della città di Guadalajara. Quizá se trate de un México paralelo, uno en el que llueve en sentido opuesto como si ––literalmente–– escupiéramos hacia el cielo.

Ya huele a tierra mojada en Tapatilandia.

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