
4 minute read
AFGHAN POLANCO
from Ágora número 31
by Ágora Colmex
Sebastián Hérnandez Díaz
eL cieLo es rosa, LLueVe. Samir fuma en el porche del hotel. Nos habla de Kabul. Vas caminando… Truena una ráfaga gutural que simula a los talibanes. Apunta a un charco. Not ra-in: blut. Forty people. In ten seconds. La ráfaga de nuevo. Limpia sus lentes de las chispas. If this is life, then what is death?
Advertisement
La mirada de los musulmanes que vivieron cuarenta años en guerra es como el Pozo de Yusuf. Es la mirada de una sabiduría oscura, turbia, tácita e inconfesable. Tras ella, su hija se resbala nuevamente a punto de abordar el avión militar. Su esposa galopa, el pequeño tropieza. En el piso, Samir les protege. Saca su teléfono. Nos muestra las marcas del látigo talibán en sus espaldas. Como a todos, les arrebatan su equipaje. Se preparan para tres días de vuelo casi ininterrumpidos. Aterrizan y comen algo en países que ni siquiera recuerdan. Jamil se nos une. Aquí, los hombres rondan el hotel entre las doce y las cuatro de la madrugada. Por unos días, para los migrantes, no existe la noche ni el día.
Les gusta el clima. Aparte de eso, todo les recuerda que no están en casa. Nadir pregunta en un McDonald’s si tienen hamburguesas jalal. Sus habitaciones están repletas de comida. Casi todo se desperdicia.
El pan árabe no les gustó. Les brotó moho. Dejamos de comprarlo. Por algunos días, aceptaron pan Bimbo. Recorrí los Superama, luego las panaderías artesanales de Polanco. Chapata con especias, focaccia, pan trenzado, baguettes con semillas, pan vienés, otra vez blanco. Todo se fue acumulando en el departamento de Mateen, el único que ha vivido en Estados Unidos: viste polos Hilfger y su hermana no utiliza hiyab sino una hoodie de Friends. Volví una noche con pitas Libanius. “No hay nada más, lo siento”. Era el mismo pan que rechazaron antes que los otros diez tipos, pero esta vez “les encantó”.
Para sobrevivir, los refugiados están obligados a realizar este tipo de recortes en sus vidas. Gustos, preferencias y deseos. Toda decisión es secundaria porque es interina. Fahruk está tranquilo porque esta aún no es su nueva vida. “México es un limbo”. Todo migrante se ha acostumbrado al limbo antes de partir.
Cuando parten, los departamentos son campos minados por carritos, cuadernos coloreados, legos, listones, zapatillas sin par, hiyabs sobre las toallas, ghars tendidos en la cama, cápsulas de miel y mermelada afgana en que basaron su alimentación durante una semana. Lo más cercano a la comida jalal es el cordero y el pollo kosher que conseguimos frente a Antara. Aunque descubrimos a uno que otro joven recibiendo pizzas Domino’s en la entrada del hotel. Hasta que los llevamos a un pequeño supermercado hindú donde se sintieron como en yanna entre costales de arroz Basmati de los Himalayas, harina Aashirvaad y especias Shan.
El rooftop también fue su paraíso la tarde que Mehdi, el músico persa, vino. Las canciones sonaban a pradera y guerra, lamento y convocatoria. Era 15 de septiembre. Los niños probaron sopes y quesadillas. Los regresaron mordidos a la mesa: manana! Sólo se acabaron los pambazos porque tienen papa, kochalo.
Para celebrar, las jóvenes usaron velos blancos, casi transparentes. Se pintaron la boca con agua de jamaica. El señor Ahmani preparó una revuelta: “Nuestras esposas no se sentirán cómodas aquí con todos. Es mejor que escuchemos música mientras jugamos cartas y luego suban ellas cuando ya no estemos. El Corán dice que la convivencia corrompe la esencia de cada género.”
En realidad, este es un discurso minoritario. Hay una revolución entre las mujeres con la cual los jóvenes no tienen el mínimo problema. ¡Sólo están saliendo los hombres! ¡Queremos cultura, arte, ver la ciudad, conocer lo que bordan las mujeres aquí! ¡Queremos usar el gimnasio! Las abayas no impiden que jueguen fútbol, Twister o salerito en el parque. Exigieron una escuela de diez a una para descansar de sus hijos. Organizaron su propio ladies club para leer poesía con Ghazal. Cuando se quedan solas con Diana y Valeria —a quienes ahora consideran abuela y hermana—, las afganas hacen más estruendo que las mexicanas. Su alboroto es jovial y es inocente. Han incorporado Los Ángeles Azules a sus playlists en Spotify. Porque ¡sí, señor! las mujeres afganas utilizan Spotify como usted.
Sólo en estas conversaciones más cálidas hemos descubierto quiénes están detrás de los nombres en la lista. Los Sultan descienden del fundador del país. Tenían prohibido trabajar. El gobierno les mantenía como a una nobleza. Cuando Abbas me contó que trabajaba en un banco, fue tan modesto para no decir que su puesto era propietario. Tenemos a Mansur, el Chicharito Hernández afgano. No comprende la etiqueta de fútbol en el parque mexicano. Cada vez que tiene la pelota, suelta trallazos que su hijo tiene que ir a buscar al otro lado de la calle. Aaqila viene cada tarde a mostrarnos fotos de las cirugías que solía dirigir. Quiere estudiar ultrasonido y regresar a su país para ayudar a mujeres del campo sin cobrar.
Hadeeqa, Hamasa, Husna, Guizar. Los primeros días, las hermanas cubrían su pelo y agachaban la cabeza. Qadir detenía la puerta y pedía a su madre esconderlas en una habitación cuando llevábamos comida. Ahora, se han quitado el velo, nos sientan para comer y beber té, para aprender español y enseñarnos pashto. Si he aprendido a distinguir étnicamente a las familias, ha sido por las diferencias en la belleza de sus hijas.
Por las noches, sobre una preciosa sejjadah, Ubaidallah nos instruye en los 99 nombres de Dios y los surahs del Corán. Bebemos jarras de chai afgano con kajoor, un pan dulce que aprendieron a hornear sobre el comal.
Qué poco puedo decir sobre ellos y ellas todavía. No hay razón para que este texto sea trágico. Todos conocemos su tragedia. Nos dicen que el problema de Occidente es que cargamos el estrés en nuestra mente. Ellos lo liberan hacia el cielo con plegarias.
Lo tienen más claro que nadie: son los salvados por Allah.