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LA GRAN BELLEZA
from Ágora número 31
by Ágora Colmex
Ingrid Halí Tokún Haga Álvarez
aMaba eL arte, la belleza de lo inesperado, el dolor agridulce que sacudía su alma cada vez que se topaba con algo extraordinario. Adoraba cómo los colores se complementaban sin fundirse en los grandes lienzos de Rothko, la simplicidad impecable de Warhol, la feminidad transgresora de las Guerrilla Girls. Disfrutaba tanto el sencillo placer de mirar un buen cuadro que, antes de cumplir los veinte años, ya había cruzado los siete mares y atravesado los cinco continentes con el propósito de encontrar la gran belleza en uno de ellos.
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En su búsqueda de la gran belleza, aquel hombre de cabellos ahora cada vez más ralos había recorrido palacios venecianos, catedrales renacentistas, galerías británicas y un par de tugurios de escasa reputación en Argentina. Había sido asaltado en Praga e investigado por las autoridades en Bolivia. Violó la ley en tres ocasiones y pisó la cárcel en dos. La primera de ellas fue en 1992, cuando, fngiendo ser parte del cortejo de una rica heredera norteamericana, se coló a su festa de compromiso en el Upper West Side; fue detenido mientras allanaba el despacho de su padre, donde se encontraba Woman III de Willem de Kooning. Los detalles de su segundo arresto son imposibles de rastrear. Sobornó a dos pequeños diarios para que no publicaran información al respecto. Los detalles son desconocidos, pero se rumora que involucró a una pareja de ancianos, una caja de chocolates y un chalet en la campiña francesa.
Su obsesión por encontrar la gran belleza lo llevó en 1984 a abandonar la Universidad de Bologna y recorrer Europa. Vislumbró un destello de ella en el autorretrato de Rembrandt de 1669 y acarició la esquina de su manto multicolor en el Musée de l’Orangerie. Encontró el eco de su sonrisa en el Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central de Rivera y la comisura de sus labios en el Hombre de Vitruvio de Leonardo. Halló retazos de su cuerpo y su alma en las obras maestras del mundo. Sin embargo, la totalidad de su fgura siempre se desvanecía antes de que pudiera alcanzarla.
Con la esperanza de conocerla, en 1996 volvió a las andadas y se coló en la festa de cumpleaños de una duquesa. Esa fue su primera aparición en los periódicos: Jean Andrea, uno de los hombres más acaudalados del mundo, descendiente de un armador norteamericano y una aristócrata argentina, fue confundido con un simple ladrón de arte. Pasó diez días en prisión antes de ser liberado. Sin embargo, la experiencia no lo curó de hacer otro intento desesperado. Veintitrés días después se encontraba en el bautizo del tataranieto de Winston Churchill. Juró llevar a la tumba el secreto de cómo entró al Palacio de Blenheim sin invitación.
Aunque es difícil rastrear sus huellas, entre 1992 y 2001 fue visto en la subasta de tres condes venidos a menos y trabajó como comprador personal de dos mafosos italianos. También usó sus conocimientos del proceso de decaimiento de carbono catorce para laborar en el departamento de curaduría del Victoria and Albert Museum. En 1994, durante tres semanas fue restaurador del magnate francés Francois Pinault. No obstante, todo ello fue en vano. En su cumpleaños número treinta y siete comprobó que la gran belleza no habitaba en los principales museos del mundo ni en las colecciones privadas más ostentosas del orbe.
Desesperado por hallarla, en 2007 lloró de felicidad al recibir una llamada de Grégoire Breñislao, uno de los más prestigiosos expertos en arte contemporáneo del mundo. Se compró un nuevo traje de lino, se alisó el cabello y reservó el primer billete de avión que encontró a Australia. Viajó durante más de veinte horas ininterrumpidas. En medio de la emoción del momento, olvidó revisar la ubicación de su asiento. Primera clase no era lo mismo entre los cuatro hijos llorones de un millonario saudí y las innumerables peleas entre sus tres esposas.
Al llegar, contempló el cuadro durante quince segundos. Fue sufciente. No solamente era un Modigliani falso, sino una imitación muy pobremente ejecutada. A la frma con el nombre del pintor le sobraba una ene. Nada lo consoló de esa pena. Envió a Breñislao a la cárcel y terminó con su carrera, pero no obtuvo ninguna satisfacción. En vano leyó los detalles de su truculento suicidio. Nada fue sufciente. Ni siquiera las tres becas que fundó, ni el taller de grabado que organizó meses después. La gran belleza tampoco se encontraba en la mente de los más jóvenes y prometedores artistas. Ni siquiera toda su fortuna podía pagar para que otros la produjeran.
Después de unos cuantos millones menos y un par de decepciones adicionales en Grecia y Sudáfrica, decidió darse por vencido. Las arrugas comenzaban a aparecer y la papada a colgar. Ya no tenía la fuerza necesaria para correr por el planeta, ni el valor sufciente para sobrevivir a otro desengaño. Fue en una fría mañana del otoño del 2016, mientras pasaba cuenta por cada una de sus correrías, cuando se permitió, por primera y última vez en la vida, sentir algo de lástima por sí mismo.
Él, Jean Andrea Ellison, descendiente de aristócratas y arribistas, había nacido para ser uno de los más extraordinarios empresarios del mundo, para destruir a sus enemigos y dar golpes espectaculares en la bolsa. En balde había hecho una licenciatura en Oxford y aprendido a tocar el piano. Inútilmente hablaba griego, tengwar y latín. Había desperdiciado los privilegios de su cuna, dilapidado de paso una de las mayores fortunas de la historia. Ni siquiera había disfrutado de los placeres del hombre común. Nunca se casó o tuvo hijos. Tampoco pasó sufciente tiempo con su único hermano, quien había muerto quince años atrás de cáncer. Había gastado su vida en un anhelo estúpido e imposible, y ahora, cuando su tiempo en esta tierra tocaba a su fn, por primera vez se daba cuenta. Así es que, amargado y desengañado, gastó los últimos millones de su otrora principesca fortuna y se dispuso a esperar la muerte.
En ese contexto de desolación, una mañana solitaria de la última primavera, por fn se produjo el milagro. Irritado por el clima y el exceso de mosquitos, Jean Andrea se adentró en una de las tantas paleterías de Matoyianni y pidió un sencillo cono de vainilla. Estaba lamiendo la esquina inferior derecha cuando, de repente, la miró. Una risa iluminó su rostro. Ahí estaba, frente a él, casi retándolo con esas cejas interrogadoras. Era una mujer voluptuosa, de labios carnosos y ojos grandes. Una hermosa mulata de ojos verdes. «Desde luego es una mujer de sangre caliente», pensó, «sólo una mujer tan temperamental podría haberme hecho esperar tanto».
Qué pasó después es objeto de especulaciones. Nadie volvió a ver jamás a Jean Andrea. Algunos dicen que compró el cuadro y en un ataque de celos lo destruyó para que nadie volviese a mirarlo nunca más; otros que vive recluido con él en su villa blanca junto al mar. Sin embargo, los románticos como yo, aquellos que aman hasta en el silencio más insoportable, aún albergan la esperanza de que ella haya salido del cuadro para tomarlo de la mano y llevarlo a recorrer su mundo.