ROSA RIO & ANDRÉS
ROSA R IO & A NDR ÉS
© 2016 Autor: Alba González Donado Texto, diseño, maquetación y fotografía: Alba González Donado Impresión: Reprografía Madrid S.A. Encuadernación: Pilar Rubiales
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A lba Gonzรก lez Donado
Por las palabras claras y sinceras que han salido de vuestra boca. Por educar e inculcar con buenos consejos. Por apoyar las decisiones de cada miembro de la familia sabiendo que, en muchas ocasiones, no era el camino adecuado. Por atender a cuatro padres en sus últimos momentos, criar a tres hijos, y cuidar a cuatro traviesos nietos. Por cada llamada, beso y abrazo dados durante 50 años. Por vuestros 53 años de amor. Por 50 años más. Por mis abuelos, los protagonistas de esta historia. Su historia. Por y para ellos.
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PRÓLOGO
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INTRODUCCIÓN BESO
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Un aniversario es la fecha en que se cumple un número de años exacto desde un suceso importante. Este libro relata todo lo vivido hasta el momento entre dos personas gracias a una de esas fechas, su matrimonio. Dicho suceso ocurrió hace exactamente 50 años y hoy es el momento de coger un ordenador, un lápiz y un papel y descubrir todas las vivencias ocurridas durante el trascurso de su matrimonio. 50 años. 50 años pasados y 50 más que pasarán. Tiempo en el que la unión de dos personas se ha ido transformando en una familia de hijos y nietos. Tiempo en el que esa fusión se ha ido convirtiendo en los pilares de una familia de borregos, cuyas fuerzas nunca han aflojado.
Hace medio siglo que de sus bocas salió: Sí quiero. Un sí quiero lleno de amor, cuyo momento da lo que hoy en día da nombre a unas bodas de oro llenas de celebración y de memorias, donde los recuerdos vienen y van trayendo consigo bonitas anécdotas. 50 años de matrimonio, amor y respeto dan forma a todo lo que envuelve este libro.
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Quizás su vitalidad y energía no sea la misma que antes. Es posible que sus piernas no respondan del todo bien y que su vista no sea ya tan aguda. El pelo se les ha vuelto canoso y la piel no es tan tersa ni suave como solía ser. Pero ahí siguen, porque como bien dice el refrán: Solo es viejo aquel que tiene más recuerdos que ilusiones. Todavía tienen consigo a la persona que un día decidió aceptar ser su mitad y compartir 50 años de vida a su lado. Siendo su acompañante, disfrutando de su presencia y agradeciéndose mutuamente las sonrisas y miradas habidas y por haber en su compromiso.
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Puede que las palabras amor y tiempo sean el resumen de este tipo de relatos. Puede que todo aquel que comience leyendo esta historia tenga una ligera idea de lo sucedido. Pero no. Se equivocan. Porque 50 años de amor dan para mucho. Y puede que lo esperado sea que una historia de amor comience de esta manera. Tal vez debería empezar como empiezan los cuentos clásicos: Érase una vez, había una vez,… pero ni todos los amores son iguales, ni todos los comienzos fáciles. Y esta historia y su comienzo no se asemejan al resto.
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Tiempo. Tiempo y amor. Sí, eso es. De eso trata esta historia. Un amor basado en 50 años. 50 años pasados y 50 más que pasarán. El inicio de esta historia es diferente porque el amor que hay en ella también lo es. El amor de mis abuelos. Un amor cargado de aventuras y vivencias, pasado por la pobreza y la censura. Un amor que ha dado lugar a una pequeña familia zamorana y que a partir de ahora será inmortal, pues perdurará en el papel y perdurará en la fotografía.
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Eran los años 60. Época de cambios en España en la que la Guerra Civil, el hambre y la represión de posguerra eran agua pasada. Era el momento de cambiar y buscar una vida mejor. Las zonas más rurales comenzaron a desvanecerse. Los valientes emigramos a los lugares más ricos del país, buscando sobrevivir. Incluso algunos cruzaron la frontera y se adentraron en territorios extranjeros. Sin embargo, nuestra historia comienza en San Sebastián. San Sebastián,
¡quién lo iba decir! Un ciudad bella e industrializada que tenía todo aquello que no poseíamos, calidad de vida. Éramos dos jóvenes que vivíamos en distintos pueblos de la Castilla profunda, Alberguería de Argañán y Pobladura del Valle. Lugares donde apenas había trabajo y alimento que llevarse a la boca. Teníamos que partir y, quizá fuera algo que estaba predestinado a suceder, pero ambos escogimos, sin saberlo, la misma ciudad.
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Pasó el tiempo, los días, los meses y los años. Crecimos. Nos obligaron a crecer. Los veranos se disfrutaban en las playas de Zarautz y en los largos inviernos se vivía en la ciudad. A pesar del continuo trabajo, del poco tiempo libre del que disponíamos y de la pobreza, los domingos solíamos salir a bailar a un bonito lugar de Rentería, la Alameda. Se trataba de un espacio al aire libre y gratuito al que podía acudir todo el mundo. Esas noches se disfrutaban bailando y riendo en compañía. Era habitual que las chicas acudieran juntas a este lugar. Mientras movían las caderas, era el momento de que los chicos las observaran y decidieran con quién podrían pasar un rato divertido. Se podía dar el caso de que el chico sacara a bailar a alguien que no le atrajera del todo, pero no importaba. Solo había un fin, bailar y pasar momentos divertidos al son de la música.
Beso
Fue una de esas noches en las que nos vestimos con nuestras mejores galas. Se trataba de un domingo de Octubre en que las noches ya refrescaban y ninguno de los dos sabíamos lo que iba a suceder.
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En esa época yo vivía en Rentería. Era un chico de pueblo al que la ciudad le había vestido con ropa cada vez más moderna. Yo era un chuleta, iba de chulo por la vida, había de todo en mí. Eso en el asunto de presumir. En el asunto de trabajar, era un trabajador nato. Trabajaba tantas horas que apenas tenía tiempo libre que disfrutar. Ocho horas las empleaba en una fábrica y tras las salida, acudía a otro trabajo para dedicar cuatro horas más. ¡Qué cansancio! Pero esos ratos de domingo, no me los quitaba nadie. Me puse lo más guapo posible. Raya al lado, el pantalón de los festivos y cigarrillo en mano. Esa noche acudí a ese baile con un compañero de trabajo andaluz y, de repente, os vimos. Eráis tu y una amiga bailando al ritmo de la música. Mi compañero y yo nos miramos. Estábamos decididos, no lo dudamos en ningún momento y nos lanzamos hacía vosotras en busca de un buen baile. Lo conseguí. Conseguí bailar contigo. Pero no fue suficiente. Fue agarrarte por la cintura y pararse la música.
¡Ésta po vale, hay que bailar otra!
-dije.
No recuerdo bien si ese día hacía calor o no, o a lo mejor teníamos calor nosotros. Fueron dos bailes lo que disfrutamos, pero te tuviste que ir. Era la hora. Tenías que regresar a San Sebastián.
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¡Hay que ver! Yo que vengo a echarme un baile y acabo conociéndote -pensé.
¡Qué guapo y majo eras!
Pasaron dos meses para volver a reencontrarnos. Se acababa el año. Era el final del 62 y había que celebrar la entrada de los nuevos 365 días que nos deparaban. La noche de Año Nuevo acudimos por separado con amigos a una gran sala para celebrar que 1963 había comenzado. El Fantasio, una sala de fiestas de Irún, situada junto a la estación de tren, fue el lugar de reencuentro entre los dos.
Beso
Tuve una gran impresión cuando decidiste bailar conmigo. ¡Y no lo hacías nada mal! Eras todo un galán y un chuleta. De pueblo, sí, pero chulo. ¡Y un ligón! Pero no me importó porque desde ese momento me demostraste lo buena persona que eres.
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He de admitir que no me había fijado mucho en ti la primera vez que te vi. Pero al volver a verte en esa sala pensé:
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¡Coño, esta chica me gusta! ¡Quiero copocerla! En ese momento, es cuando de verdad empecé a conquistarte. Eso sí, pasaron unos días hasta que mis ojos se fijaron en esa falda un poco subidas por la rodilla y mostraban unas piernas firmes y delgadas.
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Beso
Esa noche, la noche del 1 de Enero de 1963, fue cuando nuestros nombres dejaron de ser uno solo, para empezar a sonar como un dĂşo:
Rosario y AndrĂŠs
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Durante esa época, trabajaba como sirvienta en una casa de ricachones en pleno centro de San Sebastián, situada en la calle Hernani. A pesar de ser mis jefes, me cuidaban como a una más de la familia. El día de Reyes, tuve como regalo un reloj de joyería de su parte, y al ser un día de festivo, tuve la noche libre. Juntos y tras el primer reencuentro cuatro días antes, acudimos al mismo sitio de fiesta, la sala el Fantasio. Bailamos, nos reímos y disfrutamos de la noche, pero me di cuenta que había perdido en esa sala el preciado regalo que me habían dado mis jefes ese mismo día. Al hablar por teléfono y contarte lo sucedido, me dijiste:
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ÂĄNo hay problema! Beso
En aquel entonces ganabas bastante dinero. El suficiente para poder acudir juntos a la joyerĂa donde habĂan adquirido mis jefes ese valioso reloj y poder comprarme uno exacto para que nadie de la casa se diera cuenta.
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Después de ese descuido, la relación iba viento en popa. Los primeros días de noviazgo solo nos veíamos los domingos, pues era el día del Señor, no trabajábamos y así disfrutábamos el uno del otro.
¡Mañana si!, ¡hoy no puedo! Eran muchas las horas empleadas en el trabajo y, aunque fuéramos jóvenes, también necesitábamos un respiro de alegría y diversión. ¿Qué íbamos a hacer los jóvenes sin los domingos y los días de fiesta? Merecíamos un descanso. Intentábamos pasar ratos divertidos y a la vez tranquilos, paseando y charlando por las bellas calles de San Sebastián. En muchas ocasiones acudíamos al cine y a la salida no podía faltar visitar la parte vieja de la ciudad para comer un rico bocadillo. No siempre era así, ya que en muchos momentos nuestro bolsillo no se lo podía permitir. También los bailes en las plazas durante toda la tarde resultaban atractivos. ¿Dónde nos toca ahora?, ¿Al baile de la plaza de Hernani, Rentería o Lasarte? Salir de noche o salir después de cenar, no es que no se hiciera, es que ni siquiera se planteaba. Sin embargo, todos esos planes solían ser comunes en nuestras quedadas y a la par aburridos. Habían sido muchas las veces que los habíamos vivido y había que matar un poco esa rutina. Teníamos un plan B a todas esas salidas.
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En aquella época se celebraban de manera habitual los guateques dentro del País Vasco. Acudíamos a la celebración de estos eventos junto con los amigos que poco a poco fuimos teniendo en común. Todo empezaba el jueves, cuando se acordaba celebrar un guateque el domingo. ¿A tu casa?, ¿a la mía?, ¿Alquilamos un local? Con los preparativos acabados, los amigos acordados y llegadas las cinco de la tarde del domingo acudíamos a la meta concertada
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¡Al guateque! En nuestro caso siempre nos reuníamos en el mismo lugar. Un pequeño bar situado en el barrio donostiarra de Herrera. Era el lugar de reunión idóneo. Disponía de sitio para bailar, resultaba económico y las bebidas sin alcohol y el tocadiscos sonando de fondo hacían de esos momentos los perfectos para despejar el cuerpo de la rutina diaria. Disfrutábamos todo lo que podíamos ya que no eran tantas horas las que pasábamos juntos. Pero toda diversión llega a su fin y las 10 de la noche era la hora de llegada a casa. La hora de volver a la rutina semanal, hasta el siguiente festivo.
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Tras un tiempo, nuestro noviazgo fue asentándose poco a poco, conociéndonos y conociendo a la gente del entorno, hasta que pasó a ser también el nuestro. Gracias a ello, comenzamos a vernos también las tardes de los jueves. Pero no todo era diversión, siempre estábamos vigilados.
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El jefe de la casa, que también hacía de padre, nos seguía por todos los lugares por los que paseábamos, el vigilante lo llamábamos. Siempre se encontraba a las 10 de la noche en la puerta de la casa para comprobar que la hora de llegada era la correcta. Incluso a veces, cuando era invierno, venía detrás de nosotros. Era una vigilancia constante. Hacíamos que no lo veíamos pero si nos dábamos cuenta. Éramos más listos que él y la diversión y las ganas de estar juntos se apoderaban de nosotros, así que nos escondíamos para que nuestro amor y los besos fluyeran.
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La confianza era fundamental en nuestra relación. Ambos teníamos claro lo que queríamos y estábamos seguros el uno del otro. ¿Cómo sino hubiera acabado nuestro noviazgo si alguno de los dos no confiase en la otra persona? En eso consistía una pareja. Respeto, amor y confianza. Nuestro noviazgo iba como la seda, hasta que llegó el instante de conocer algún secreto sobre nosotros guardado años atrás. Otros ligues.
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He de reconocerlo, en mi juventud era todo un ligón en el pueblo. Tampoco éramos tantos chavales los que vivíamos en aquellos años en Pobladura y cualquier roce con alguna de las muchachas ya se traducía como un ligue. Pero con una de ellas llegué a tener algo más puntual. No era nada serio, pero si duró un tiempo, hasta que puse fin a aquello. Necesitaba partir de allí y emprender una nueva vida en una de las zonas más industrializadas y que mejores trabajos me podía aportar, el País Vasco. Aquella pequeña relación se quedó ahí, en el olvido. No le llegué a dar mayor importancia. Tuvo que transcurrir un tiempo hasta que decidí contarlo. Como era de esperar, esa noticia no llevó a nada malo. Eran vivencias antiguas y yo ya había conocido al amor de mi vida. Sin embargo, algún que otro celo y enfado surgió cuando realicé un viaje a Zamora, junto a mis hermanos, para visitar a la familia.
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Yo sabía que en algo me había mentido. Sí, visitaría a sus padres y familiares. Sí, estaría junto a todos sus hermanos. Pero alguien más había que esperaba su visita y no llegó a contármelo. Era su viejo ligue. No llegué a desconfiar de él, sabía todo lo que me quería, pero si me hubiera gustado que me lo hubiera contado. De eso trataba nuestra historia, de contarnos las cosas mutuamente ya fueran buenas o malas. A su vuelta a San Sebastián recibí un regalo de su parte. Eran unos preciosos pendientes. Los primeros que me había regalado de lo que llevábamos de relación. Los he comprado en Benavente -me dijo. Le creí. Pero esos pendientes tenían algo de trampa. Sabía que me los había regalado como motivo de disculpas. De este modo conseguiría que no me llegara a enfadar por esa pequeña mentirijilla y, así, calmar los celos que se habían provocado en mí durante ese viaje. Esos preciosos pendientes nunca llegué a ponérmelos. No por el hecho de saber el porqué de este regalo, sino por la simple razón de que me hacían daño.
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Después de 3 años de noviazgo llegó la hora. Era el momento de sellar nuestro amor tomando una decisión mutua, casarnos. El escaso dinero que teníamos no impidió que celebráramos la boda que queríamos.
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Fue un caluroso y húmedo 28 de Mayo de 1966. El sol por fin se asomó a través de esa intensa manta de nubes constantes que cubría el cielo de Guipúzcoa casi todos los días del año. No hubo mucho tiempo para preparativos. Pero salió perfecto. Fue la parroquia de Fátima, situada en Rentería, la que dio paso a formar nuestro matrimonio.
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Acudieron los familiares más cercanos. Comimos, bailamos y vivimos un día de lo más emocionante. Tan emocionante que al final del día solo teníamos ganas de más. Queríamos azúcar, diversión y empezar nuestro matrimonio de la manera que quisiéramos. Así que no nos lo pensamos dos veces. Compramos un kilo de plátanos. Si, ¡Plátanos! Con esa cantidad de fruta pusimos punto y final a ese magnífico 28 de Mayo.
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Nuestro día.
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El día que dijimos los Sí quiero que habíamos esperado. El día en que esos Sí quiero dieron nombre a esta historia:
Rosario y Andrés, Andrés y Rosario. A ojos de Dios: marido y mujer. En nuestros ojos, ahora: vejez.
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A falta de uno, tuvimos dos estupendos viajes de novios. Madrid y Salamanca. No sabemos bien el porqué de esta elección. Pero si estábamos seguros de que serían los lugares idóneos para dar la bienvenida a nuestro recién estrenado matrimonio. Madrid fue la primera ciudad en visitar y la primera vez que cogíamos un tren juntos hacía esa intensa aventura. No se hizo muy largo. Tampoco pesado. Pero si estábamos algo nerviosos. Más que nerviosos, emocionados. Ya habíamos visitado la capital anteriormente. Tan solo serían 7 días de celebración pero íbamos con las ganas de disfrutarlos como dos chiquillos.
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Hacer turismo era lo nuestro y recorrimos todo aquello que estaba en nuestras manos. El Escorial, el Valle de Los Caídos, las fabulosas calles del centro de la ciudad. Eso era un no parar hasta que una de las noches tropezamos con un llamativo restaurante. Se encontraba cerca del edificio de Correos.
¡Qué luces y qué glamour! ¿Cómo íbamos a entrar nosotros ahí? ¿Cuánto podrán cobrarnos?-pensamos.
¡Qué narices, si es nuestro viaje de novios! Hay que entrar. Y así fue. No tuvimos ninguna queja, solo que al finalizar, llegó la cuenta y con un miedo en el cuerpo la miramos. 300 pesetas por persona tuvieron la culpa. Fue un viaje que no tendría porqué acabar, pero el trabajo nos esperaba y tuvimos que hacer una pausa durante unos días.
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Se notaba el lujo y las grandes cantidades de dinero que corrían en su interior. Al principio si nos achantamos un poco.
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Nuestra segunda parada sería la bella Salamanca. Esa hermosa ciudad con un patrimonio históricoarquitectónico que llega al corazón. Para llegar hasta allí, fuimos un poco más valientes y recorrimos medio país con un Citroën 2 caballos alquilado. No podíamos tener nuestro propio coche con el poco dinero que nos daba el trabajo, pero ése sí que fue nuestro durante esos viajes. No esperamos que fuera un viaje tan confortable como nuestra escapada a Madrid. Salamanca ya era conocida por ambos. Por eso, el viaje trató de ser más familiar, más cercano, lleno de visitas y reencuentros cariñosos.
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Poco tardamos en vivir juntos. Nuestro matrimonio era todo un hecho y era la hora de compartir casa y hacer vida de pareja como tal. Rentería nos había visto darnos el Sí quiero, por ello era el lugar idóneo para vivir uno junto al otro. Antes de nuestro matrimonio era impensable vivir en la misma casa. Eran otros tiempos, otras costumbres y, a pesar de ser unos jóvenes un poco alocados, nos respetamos hasta el último minuto. Vivíamos por separado hasta el día de nuestro enlace, con familiares o en la propia casa que trabajábamos.
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Una de las mayores empresas que se encontraban situadas y fundadas en Rentería era la fábrica electro-técnica de Guillermo Niessen. Se dedicada a la fabricación de piezas de material eléctrico. En un abrir y cerrar de ojos, esta empresa pronto se convirtió en una de las industrias más activas y prósperas de la ciudad. Tenía tanto poder adquisitivo que hacía de su antojo todo aquello que se proponía. Entre ello, unos extensos terrenos que acabaron siendo grandes bloques de viviendas para personas como nosotros. Algunos se encontraban en venta, otros en alquiler. Nosotros nos decantamos por la segunda opción. Todo el mundo estaba al tanto de a quién pertenecían esas propiedades, por eso pasaron a llamarse y conocerse Las casas de Niessen en toda la ciudad.
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A raíz de esa fecha, decidimos buscar un sitio donde comenzar aquella bonita historia. No tardamos mucho, ya que en aquellos tiempos Rentería estaba en pleno apogeo con la inmensa industria que la ciudad poseía y, con ella, la constante edificación de bloques de viviendas. La zona elegida para vivir fue en el barrio de Iztieta-Ondartxo, un barrio tranquilo situado frente al río Oiartzun. Vivíamos en un bloque de pisos recién estrenados ubicado en la calle Fuenterrabía, en el número 3. Poco duró nuestra estancia allí. La hija de la casera se iba a casar en pocos meses y ese piso sería para ella. Teníamos que irnos y buscar otro sitio para vivir.
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Allí, en ese piso, es cuando realmente comenzó a nacer la familia que hoy tenemos. Esa casa vio nacer Maria Luisa, nuestra primera hija. Una niña regordeta a la que hoy todo el mundo conoce y llama Marisa. La esperábamos como agua de mayo, con los brazos abiertos. Llevábamos un año y medio casados, no había pasado mucho tiempo pero si el necesario para estar seguros de dar el paso de ser padres. Qué mejor día de su llegada que un lluvioso 19 de Marzo, el día de San José, el día del padre. Su llegada había provocado una doble celebración y el mayor regalo que todo hombre hubiera querido, ver nacer a su primer hijo.
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Los meses pasaban y nosotros, poco a poco, íbamos formando la familia que habíamos querido con nuestra pequeña hija. El trabajo seguía siendo duro, y más con el cuidado de un bebé en casa. Así que yo como madre, decidí dejar mi trabajo para centrarme en el cuidado de mi hija y el trabajo que conllevaba una casa. Papel
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El reloj volvía a sonar pocos meses después entre nosotros. No esperamos mucho para ir a por el segundo, queríamos volver a ser padres. Solo había pasado año y medio desde el nacimiento de Marisa y ya se encontraba en camino un nuevo bebé. Esta vez sería niño. El invierno del 69 estaba acabando y el inicio de la navidad había comenzado. Era 25 de diciembre y celebrábamos la comida típica que hacíamos desde hacía unos años atrás con toda la familia que vivía junto a nosotros en Rentería. Sabíamos que nuestro segundo hijo llegaría en cualquier momento y no nos equivocábamos. Un día después y tras pasar un comida navideña movida, llegó al mundo nuestro segundo hijo, Marcelino. Un bebé enorme de 4 kilos de peso que se veía que tenía la genética de nuestros padres, grande y robusto.
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Seguíamos viviendo en el piso de Las casas de Nienssen pero no por mucho tiempo. Habíamos vivido en ella apenas 5 años y nuestra estancia allí estaba por finalizar. Con la llegada un nuevo bebé en casa, ya formábamos cuatro en la familia y poco faltaría para que mis suegros, Paco y Luisa, vinieran a vivir con nosotros por su delicada salud. Cada vez íbamos a más y esa casa no tenía el espacio que queríamos.
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Severiano, uno de mis hermanos, también vivía con su esposa Eve e hijos en Rentería. Llevaban tantos años en el País Vasco como nosotros. Éramos uña y carne. Ellos ya tenían cuatro hijos y su estado económico no era del todo bueno. Necesitaban un buen hogar, por lo que le cedimos la casa que esos últimos años nos había dado cobijo.
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Nuestra experiencia en ese hogar no fue nada mal. Vivimos una época de muchos cambios y alegrías. También existían pequeños problemas, pero ya se sabe, los buenos momentos pueden a los malos, y nosotros ya teníamos la familia que queríamos. En ese bloque, tuvimos la suerte de habernos topado con buenos vecinos. Eran buenas las relaciones que teníamos con todos ellos, pero sobre todo teníamos un cariño especial a un matrimonio del tercero. Juli y Mariano.
¡Qué encantadores y buena gente eran! Sobre todo unos amantes del monte. Solían hacer alguna escapada que otra por los montes que rodeaban San Sebastián. Siempre sabíamos cuando se fugaban y hacían sus pinitos de senderismo ya que siempre nos traían un regalo. Un bolsa de setas y caracoles.
Y viniendo de ellos mucho más.
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¡Qué deliciosos estaban!
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Estábamos algo cansados de pagar alquileres y no tener nada a nuestro nombre. Teníamos ganas de comprar una casa. Y qué mejor motivo que la mudanza del piso de Las casas de Niessen para atrevernos a hacerlo. Buscamos, rebuscamos y volvimos a buscar. Queríamos encontrar un piso que valiese la pena invertir en él nuestro dinero. Tras unos días, lo localizamos. Se encontraba en el barrio de Iztieta-Ondartxo, justamente en la calle Fuenterrabía, lugar donde años atrás nuestros primeros días de matrimonio habían empezado. Nuestra vivencia ese lugar nos había dejado buen sabor de boca. Se trataba de un barrio tranquilo y cerca del centro, con todo lo necesario a nuestro alrededor. Así que no nos lo pensamos dos veces. Compramos un estupendo piso en la calle Fuenterrabía, en el bloque número 5. Íbamos a ser nuestros propios vecinos del piso en el que habíamos vivido 6 años antes.
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Esta sería la última casa que llamaríamos hogar en Rentería. Al poco de mudarnos allí, se decidió que mis padres, Paco y Luisa, vinieran a vivir con nosotros. La edad ya hacía hincapié en ellos, su salud no era la mejor y en muchas ocasiones no podían valerse por sí mismos. Además, mi madre tenía párkinson, algo que no le favorecía en su bienestar.
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Este piso nuevo tenía todo el espacio que queríamos y con su llegada, esto no sería ningún inconveniente. En cambio, mis suegros Marcelino y Engracia vivían en el pueblo, en Pobladura. Todavía eran jóvenes y podían cuidarse solos.
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Pasaron los aĂąos y nuestra familia seguĂa avanzando. El trabajo, el cuidado de los abuelos y de los hijos era una rutina diaria. Incluso dura en muchas ocasiones.
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Desde que llegué muy joven a San Sebastián había pasado por muchos tipos de trabajos. Como albañil en varias obras de construcción, en un fábrica de coches llamada Millán en la que se fabricaban carritos de bebé, en otra de plásticos llamada Praisa, etc. Tuve tantos trabajos que estaba cansado de no conseguir ninguno fijo, así que decidí sacar el carnet de chófer y trabajar de ello.
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En aquella época era un buen trabajo, económicamente hablando. Lo malo que me traía era la distancia continua que tenía que tener con mi familia. Hacía viajes por toda España, transportando todo que se podía. Por ello, los ratos en casa junto a mis dos hijos, mi mujer y mis suegros eran escasos. Rosario, era la encargada de cuidar de todos ellos. No quedaba otra. Yo era el sustento que mantenía la familia y gracias a mí, entraba todo el dinero necesario en casa.
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A pesar de tener pocos momentos de descanso en los que la familia se encontrara al completo, había fechas que no se perdonaban. Eran cruciales para vivirlas y, sobre todo, disfrutarlas en familia. Año tras año, las navidades las celebrábamos en casa, junto al resto de los familiares que vivían en Rentería. En el salón de nuestra casa, teníamos un mueble zapatero alargado en el que cada año se mostraba un divertido belén. Poco a poco y con la ayuda de los más pequeños el portal, el río fabricado con papel albal, la arena y las figuritas iban tomando forma. No había mucho con lo que celebrar pero la compañía de la familia, los brindis con champán y algún que otro chiste divertido, hacían que la navidad fuera nuestra, agradable y sencilla.
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Durante la llegada del verano, dichos descansos regresaban. Siempre que podíamos y estuvieran al alcance esas merecidas vacaciones, cogíamos el coche, una enorme tienda de campaña de color naranja que acaparaba la mayoría del espacio, las maletas con la ropa necesaria y partíamos. No había ningún minuto que perder, se trataban de nuestras vacaciones en familia para descansar bajos los calurosos rayos del sol. El pueblo era nuestro lugar preferido para esos momentos. Todos los veranos, pasábamos una gran cantidad de días en él, visitando y cuidando de la familia que allí teníamos. Incluso, de vez en cuando, hacíamos una escapada al lago de Sanabria. Viajábamos por todos los lugares de España, pero nuestro lugar favorito por excelencia era ese. Es un lago que se encuentra en la provincia de Zamora, casi en la frontera con Portugal y Galicia y que apenas son 40 minutos los que lo distancian de Pobladura. Así que allí que íbamos. Es el lago natural más grande del país y sus playas de arena y piedra entremezcladas con árboles y naturaleza era todo lo que necesitábamos. En él, hay multitud de campings que tienen accesos a sus recodos más bonitos para poder disfrutar de baños, el resplandor del sol y ricos helados que venden en los chiringuitos típicos de la zona. Papel
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No todas nuestras vacaciones acababan ahí, habían muchos lugares que descubrir y nosotros teníamos poco tiempo que perder. El camping era nuestro hotel y con la tienda a cuestas nos movíamos por aquellos lugares que nos llamaban la atención. Nos vieron veranear los campings de Santander, Comillas y Tarragona. En este último fueron dos las veces que acampamos sobre él y sus húmedos días veraniegos. No todo eran risas, ratos chistosos y alegrías para nuestros cuerpos. En alguna de esos viajes no tuvimos la suerte que esperábamos y, lo que en aquel momento eran puñetas, ahora las podemos contar como anécdotas. Nuestro viaje a Comillas era el primero en el que poníamos pie en un camping. Todo iba como la seda. Distancia corta para viajar con dos niños pequeños, playa y el calor necesario en esos días tan cálidos que acechaban el verano. Pero justo poner y anclar la tienda al césped de la zona deseada, se puso a llover. Parece que chispea -decíamos al principio. Pero no. No supimos bien cómo era aquello y que tal estaba el pueblo. Lo único que salimos de la tienda fue para hacer compras. Tres días fueron los necesarios para que la lluvia cesara y pudiésemos salir del interior de la tienda ya que no paraba de llover. Fue el primero de muchos viajes en lo que acamparíamos pero, sin lugar a duda, fue la mayor experiencia veraniega pasada por agua que habíamos vivido en familia.
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No solo quedaban en eso nuestros viajes, había muchos lugares que visitar y nosotros ya llevábamos el hotel encima.
¡Qué bien nos venía esa fantástica tienda! En un abrir y cerrar de ojos, ya estábamos viviendo el verano del 75 y este año el lugar de vacaciones iba a ser diferente. Marce ya tenía 6 años y Marisa 8. Todavía eran unos niños, pero no por ello nos impedía a viajar y disfrutar de un merecido descanso. La segunda quincena de agosto había empezado y mi cumpleaños, el día 22, estaba casi por llegar. Durante esos días, a Andrés le habían cedido unos días libres en el trabajo. Tenía que descansar y qué mejor que esas fechas para hacer uno de nuestros viajes y partir a un nuevo rincón de España. Tosas de Mar, era una buena opción, así que para allí que partimos. Al llegar, acampamos en uno de los campings que tenía el pueblo, como no, con nuestra inseparable tienda de campaña. No eran muchos días los que teníamos por delante, por lo que había que aprovechar cada momento al máximo. Visitamos el pueblo, sus playas y probamos las aguas calientes que nada tenían que ver con las heladoras del cantábrico que teníamos en San Sebastián. Disfrutar de la fabulosa ciudad de Barcelona era otro plan que no podía faltar. Se encontraba a pocos kilómetros de Tosas y en sus alrededores tenía un estupendo zoo ideal para los niños. Se trataba de la ocasión idónea para que los niños conocieran esta pintoresca ciudad.
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Había llegado el día de mi cumpleaños y no había dinero para grandes celebraciones pero la compañía de los cuatro era suficiente regalo. Para celebrarlo, esa noche preparé un cena algo especial a la del resto de noches. Y como postre, teníamos varios pasteles con una pinta exquisita. Estaban tan ricos que no dejamos ninguno en la bandeja.
¡Menuda mala suerte tuvimos! Papel
Como remate a un gran día, los dichosos pasteles nos sentaron indigestos, pasando toda la noche con un malestar horrible. Todos menos Andrés, que dios sabe por qué, pero no corrió la misma suerte que los niños y yo.
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Poco a poco iban pasando los años. La familia seguía la misma rutina que siempre. Los niños crecían, los abuelos envejecían y el trabajo en casa o en la carretera perduraba como rutina diaria. De vez en cuando, los descansos llamaban a la puerta y podíamos pasar junto al resto de la familia ratos divertidos. Fuera de lo común. Marcelino ya tenía 9 años y se había convertido en todo un torbellino. El aburrimiento y las travesuras podían con la inteligencia que nuestro hijo tenía. Cada poco sonaba el teléfono en casa. Era del colegio.
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¿Qué había hecho esta vez?-nos preguntábamos. En cambio, Marisa, a pesar del año y medio que se llevaba con su hermano, era otra persona diferente, era todo lo contrario. Un niña tranquila y responsable que hacía de segunda madre en muchos casos. Todas las riñas y los disgustos iban para el niño de la casa
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En muchas ocasiones, trabajaba transportando mercancía al extranjero. A veces, al norte, otras al sur. Pero esta vez me tocaba el sur y Marruecos era el destino concretado. Junto con mi camión, tenía que llevar nueva mercancía al país africano. Primero la transportaba por las carreteras nacionales que recorrían este país hasta llegar a Algeciras. Una vez allí, tocaba esperar. Tenían que subir mi camión y el de muchos otros chóferes a un barco mercantil. Los camioneros no nos quedábamos atrás. Hacíamos también de carga e íbamos subidos en él. El trayecto era breve pero también pesado. Había que cruzar el Estrecho de Gibraltar. Tras 20 días de viaje, transporte, cargas y descargas, me tocaba regresar y pasar unos días en casa con mi familia. Tal fueron mi ganas y mi alegría de vuelta que ocurrió lo inesperado. La compañía de mi mujer y mis dos hijos deleitaban esos días libres que tanto merecía en esos momentos. Se trataba de algo común y rutinario que hacía siempre en mis regresos a casa tras pasar largos viajes que me obligaba mi trabajo de camionero a realizar continuamente.
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Un par de meses después, me llega la noticia que venía otro en camino.
¿Otro?, ¿otro bebé? pero, ¿cómo? No era lo esperado. No era la noticia que más nos hubiese gustado escuchar en ese momento. Casi 12 años antes, nos habíamos convertido en marido y mujer. 3 años después habíamos sido padres de dos niños y, si, ya estaba. Era la familia que deseábamos. Tener un tercer hijo 10 años después era toda una locura inesperada. No había otra explicación más que la de un descuido. Sabíamos que había sido de rebote. Se trataba de un despiste de uno, de la otra, o de los dos, ¡quién sabe! Pero así ocurrió. Rosario estaba embarazada y 9 meses después de mi viaje a Marruecos, volvimos a ser padres. Papel
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Fue un frío y helador 16 de Febrero de 1978 en el que teníamos en brazos a un nuevo bebé que se llamaría Gorka.
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Aunque hubiera llegado un nuevo miembro a la familia y estuviéramos al cuidado de los abuelos, la casa que habíamos comprado años atrás seguía siendo la idónea. Gorka era como un juguete entre todos. Nació de forma repentina, siendo una sorpresa, ya no entre nosotros, sino también en el vecindario.
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Desde el momento que pusimos un pie en esa finca comenzamos a tener una estupenda relación con ellos. Iban pasando los años y no nos tratábamos solo para pedirnos sal y azúcar. No. Teníamos una relación muy estrecha con esta pareja. Pero esta relación fue a mejor cuando Gorka nació. Paca tenía una gran pasión por nuestro hijo. Se desvivía por él. Lo llevaba de paseo, le compraba de vez en cuando algo de ropa, lo iba a buscar al colegio… No necesitábamos pedir ayuda a nadie en los momentos que no pudiéramos cuidarlo. Ahí estaba ella para hacerse cargo de él y quererlo a base de besos y carantoñas. Con este encantador matrimonio no podríamos decir que fueran grandes amigos con los que las confianzas sobraban. Eran simplemente vecinos. Eso sí, lo buenas personas que eran hacía que nuestro cariño nunca decayera. Se podía confiar en ellos y a pesar de la cantidad de años que han pasado sin llegar a verlos siempre, siempre, siempre, los hemos recordado.
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El bloque en el que vivíamos, los vecinos eran prácticamente matrimonios mayores que teniendo o no hijos, éstos ya estaban crecidos. El nuevo niño que habíamos traído al mundo había dado mucha alegría y vida en todo el edificio. Sobre todo a Paca y Pedro, los vecinos del piso de abajo.
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Años atrás no habíamos tenido la oportunidad de tener un coche propio a nuestro nombre. Junto a mi hermano Severiano, habíamos comprado dos coches hasta el momento, un Seat 1400 y un Citröen 2CV. Los habíamos compartido durante todos esos años las dos familias a causa de nuestros bajos sueldos. Una vez le tocaba a mi hermano, otra a mí. No quedaba otra. Pocos años después de nacer Gorka, España se encontraba algo revolucionada. Era el año 1981 y acababa de darse un golpe de Estado en el Congreso de los Diputados. Todos los que vivíamos en el país nos temíamos que volviera a repetirse una situación parecida a la de años antes, una dictadura en el gobierno. Sin embargo, este acontecimiento no había provocado grandes cambios en nuestras vidas. La rutina seguía constante en la familia y, con ella, el trabajo. Gracias a lo que llegaba a casa de dinero por mi trabajo durante un tiempo atrás, poco a poco íbamos ahorrando. Llegado ese año, habíamos conseguido todo lo necesario para que la familia tuviera su propio coche. Compramos un Talvo que, nada más y nada menos, había costado 600.000 pesetas de aquella época. Papel
¡Cuaptos viajes extra tuve que hacer para copseguir aquel vehículo! Pero había valido la pena. Sudor, trabajo y esfuerzo durante una larga temporada habían dado su fruto.
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Talvo, el nuevo coche de la familia había traído una gran comodidad para todos. No había por qué preocuparse si Severiano y Eve lo necesitaban. Lo cogíamos sabiendo que era sólo nuestro. Por otro lado, el trabajo seguía siendo duro, muchas horas de viaje y pocos momentos de descanso. Pero esos descansos no nos paraban los pies para disfrutarlos en compañía, a pesar de que Gorka fuese todavía algo pequeño. No teníamos mucho que pensar, preparamos maletas y partíamos. Ese verano, sería diferente al resto. Gorka tenía ya 2 años y, esta vez, viajaríamos con uno más en el coche. Vigo y las Islas Cíes fueron los destinos elegidos. No obstante, durante ese verano, la idea de instalar nuestra casa provisional en un camping cambiaría. Teníamos unos conocidos de la zona que nos dejarían pasar esos días de respiro en un apartamento que tenían en aquellas tierras gallegas.
¡Menudo lujo! ¡Qué cambio al resto de veranos!
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Aquel lugar no era muy diferente a lo que vivíamos día a día en el País Vasco. La humedad, las continuas lluvias y el agua heladora del mar Cantábrico eran también comunes en Vigo. No esperábamos que el tiempo estuviera de nuestro lado, es más, ya estábamos acostumbrados a él a causa de nuestros viajes anteriores. Esas vacaciones fueron algo cortas pero intensas. La ciudad de Vigo y las Islas Cíes tenían mucho que mostrar a turistas como nosotros. No todo era mar y playa.
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No hubo grandes incidentes, pero si una pequeña anécdota que hemos recordado todos estos años. Una de aquellas noches húmedas de verano, donde la brisa del mar y la temperatura alegraban nuestra estancia, tuvimos que cenar dos veces. Nos encontrábamos cenando en el restaurante de los caseros pasajeros que teníamos esos días, aquellos nos habían prestado uno de sus apartamentos para alojarnos. De repente, por casualidades de la vida, nos topamos con uno de los tantos compañeros que he tenido a lo largo de mi vida. Había trabajado conmigo, y también vivía en Rentería, pero pasados unos años decidió trabajar como taxista por toda la zona de San Sebastián. No le iba nada mal, la verdad. Esa noche, tras nuestro encuentro, la alegría corrió por su cuerpo. Tanto que se había empeñado en que dejáramos la cena que teníamos encima de la mesa para cenar con él.
¡Mira que era cabezota! Qué teníamos que cenar con él, sí o sí - decía. Por empeño y cabezonería, al final tuvimos que dejar a medias aquella cena para disfrutar de la velada que tanta perseverancia había puesto mi compañero en su casa.
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Tratábamos de ser un matrimonio donde las discusiones y los malos entendidos no eran lo nuestro. Ya nos veíamos poco como para que los pocos ratos que disfrutábamos de la compañía mutua se basaran en ello. Todo el mundo estaba al tanto nuestra pareja, de la familia que éramos y lo que habíamos conseguido.
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Como muestra de todo ello, era normal llevar siempre con nosotros la alianzas de nuestra boda. Pero no era así. En ambas estaba tallado en su interior el nombre del otro como muestra de amor y respeto, pero por un motivo u otro, nuestros dedos apenas las han llevado consigo.
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A lo largo de mi vida he llegado a tener dos alianzas de mi matrimonio. La primera de ellas la llevaba conmigo hasta el momento que me la robaron.
A partir de ese momento no ha habido más. Dos alianzas en mis manos han sido suficientes.
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Era 1 de Enero y un nuevo año había entrado sin saber bien que nos depararía. Como era habitual, ese día no trabajaba y junto a Rosario y mis hijos hacíamos una pequeña visita a mis hermanos y al resto de la familia como motivo de celebración. Esa vez, había dejado mi alianza dentro del pequeño joyero que tenía Rosario junto al resto de joyas. Las cuales no eran muchas pero si valiosas. A la vuelta de nuestra salida, esa misma tarde nos encontramos la sorpresa. Habían entrado a robar en casa por una de las ventanas que daban al patio interior. No supimos bien quién llegó a ser pero si teníamos ciertas dudas. A su paso, arrasaron con todo. Se habían llevado todo el dinero que teníamos escondido y las joyas de mi mujer, entre ellas, mi alianza. Con la pérdida de ésta, decidí hacerme otra muy parecida a la anterior. Sabía que no era lo mismo pero yo quería tener la alianza de mi matrimonio en el dedo. Poco tiempo duré con esta nueva. Tuve que romperla y quitármela ya que una de las veces que bajaba de la cabina camión que conducía en aquel momento, ésta se me enganchó. Tal fue la situación, que quedé por un momento suspendido en ella y pensaba que me cortaría el dedo.
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En mi caso, no han existido motivos de robo ni cortes para no llevar mi alianza. Con el paso de los años, ésta se ha ido desgastando poco a poco provocando continuos roces y daños en el dedo en la que la llevaba. Por eso, a pesar de acomodarme un poco al daño que me hacía, decidí quitármela de una vez por todas y guardarla en mi joyero particular con el resto de joyas que tenía.
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Los años pasaban. Nuestros hijos iban creciendo y nosotros con ellos. Marisa y Marce ya no eran tan niños. La adolescencia había llamado a su puerta y los berrinches a cuenta de nada eran comunes en casa. No quiero estudiar, deja de controlarme, no voy a comer esto, eran las frases que se salían a menudo de sus bocas. Sin embargo, por parte de los abuelos vivíamos todo lo contrario. No se trataban de voces sin motivo alguno. Sus quejas venían dadas por su empeoramiento físico. Ya se encontraban en un punto de no valerse por si mismos. Sus cuidados eran cada vez más estrictos y el trabajo en casa a cargos de dos adolescentes, dos padres y un niño, a veces, se hacía más duro de lo normal. Desde pequeño, Marce apuntaba maneras de no querer estudiar, pero fue en esa época en la que se dio por vencido. Daba igual lo que le dijeras, los gritos o amenazas que soltaras que su respuesta era rotunda. No quería estudiar. Y no es que fuera por la inteligencia que tenía consigo. Siempre fue un niño muy inteligente en el que el aburrimiento y la vaguería de hacer y aprender cosas nuevas eran más fuertes que él. En cambio, Marisa aspiraba a todo lo contrario. Los estudios siempre se le habían dado bien pero aquello que quería estudiar no se encontraba en aquel momento en el País Vasco. Estaba en León. A lo mejor era el momento de cambiar, cambiar de aires -nos planteábamos.
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No existía ningún motivo que nos anclara en esa casa. Si, era ya nuestra. La habíamos pagado por completo y teníamos un hogar a nuestro nombre. Pero empezaron a surgir ciertos motivos y dudas que nos planteásemos vivir en otro lugar. Nuestro hijo, Marce, ya había cumplido 14 años. No solía ponerse malo a menudo. Lo suyo eran más las caídas y lo golpes que llevaban a roturas. En cambio, si tenía cierto problemas de asma que, en muchas ocasiones, le impedía respirar con normalidad. Podíamos entender que fuera normal para un chico como él al que los nervios le recorrían continuamente y no podía mantenerse quieto ni por un segundo. Rentería era un lugar con un alto nivel de humedad. Las frecuentes lluvias y las condiciones que ello provocaba no favorecían su mejora. Todo ello daba pie a un nuevo cambio en nuestra vida.
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Teníamos muchas cosas en contra del lugar donde vivíamos para ofrecerle a nuestros hijos y, sin embargo, muchas a favor por cambiar de ciudad y encontrar un sitio mejor para vivir todos.
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Cada vez que visitábamos el pueblo y pasábamos largas temporadas en él, la casa de barro llena de ganado iba cobrando forma. En ella, vivían los otros abuelos, Marcelino y Engracia. Poco a poco, con la ayuda de amigos en esporádicos momentos, la íbamos restaurando y convirtiendo en una casa actual para los años en los que estábamos. Era un trabajo duro que no se realizó de la noche a la mañana. Nuestro tiempo libre era escaso, pero de vez en cuando, sacábamos un rato entre todos para mejorar un parte de la casa. Cachito a cachito. Así es como fue. Al fin, la planta superior ya no era un espacio abierto, ya tenía construidos en ella varios tabiques formando tres amplias habitaciones y un pequeño desván donde ir dejando viejos recuerdos. Por otro lado, en la parte de abajo se había dado forma a un gran baño y una espaciosa cocina con todo lo necesario. Nuevas habitaciones, un salón y un estupendo hall como recibidor tampoco podían faltar.
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Fueron muchos años lo que esa casa vieja iba convirtiéndose en lo que hoy en día llamamos hogar. No estaba del todo acabada, pero si era el lugar perfecto para mudarnos y seguir con nuestra vida en tierras castellanas. Eran muchas las razones de ese cambio tan brusco, pero los motivos principales eran nuestros hijos. Por un motivo u otro, necesitábamos darle algo mejor de lo que teníamos.
¡Y qué mejor manera que esa!
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Sin embargo, el tema político también afectó en la decisión de aquella mudanza. En aquellos años, el País Vasco se encontraba un poco revuelto y, más aún, en la zona de Guipúzcoa. Los bombardeos y los atentados de manos de E.T.A. llevaban un tiempo provocando daños en lugares cercanos a donde vivíamos. Los momentos de miedo a que algo malo pasara cerca de nosotros habían surgido desde sus inicios. No queríamos eso. Queríamos serenidad, calma. Y Rentería en esa etapa no era precisamente lo que nos ofrecía. No teníamos grandes motivos que nos convencieran de la decisión que habíamos tomado. Además, la profesión q ue traía dinero a casa, era la de ser chófer. Profesión que no importaba donde se encontrase el hogar familiar, si en Guipúzcoa o en Zamora, ya que ésta hacía moverse de un lugar para otro transportando carga.
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Algunos de nuestros familiares como Severiano, Eve y sus hijos también se mudaron con nosotros al pueblo. Cada familia en una casa distinta.
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Habíamos dejado atrás la vida de ciudad llena de ruidos, vecinos e industria por un casa particular, amplia y grande ubicada en aquel pequeño pueblo zamorano. Marisa se encontraría más cerca de León, ciudad donde quería empezar a estudiar. A Marce le vendría bien para centrarse más en sus estudios. Si esto no ocurría, todas las faenas de la casa o las horas de trabajo en el campo serían su rutina diaria. Y Gorka, todavía era un niño de casi 6 años que un sitio u otro donde educarlo le vendría bien. Los abuelos Paco y Luisa no se quedaron atrás. Eran una parte importante de nuestra familia y también se mudaron junto a nosotros a vivir al pueblo. Estaban ya acostumbrados. Habían nacido en unos pequeños pueblos de la provincia de Salamanca y ese estilo de vida lo habían vivido durante toda su existencia. La ciudad no era lo suyo, estarían más tranquilos allí.
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Fue pisar esa casa durante una larga temporada y nuestra forma de vivir había cambiado por completo. Las costumbres rutinarias que conllevaban el estar en una ciudad no tenían nada que ver con las que en ese momento nos deparaban. Se trataba de una vida rural basada en el cultivo de tierras y el cuidado de ganado en la parte trasera de la casa. Teníamos cerdas, conejos y gallinas a nuestro cargo. El ganado formaba parte del dinero que entraba en ese hogar y en él, no había un buen lugar para su cuidado.
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Por eso, ya que no cumplía con su obligación, le teníamos que dar algo que hacer para haber si de esta manera se centraba un poco. Le obligamos a cuidar de ese ganado, de fabricarle cuadras a la cerdas y acomodar un buen sitio a todos los animales de la casa. El trabajo en el campo tampoco se quedaba atrás. Con la venta de nuestro piso de la calle Fuenterrabía, llegamos a conseguir bastante dinero que nos haría pasar un buena racha. Parte de él, decidimos destinarlo a nuestro hijo. Compramos unas 10 o 12 hectáreas de terreno para que pudiera trabajar en ellas. Ese terreno no se iba a cultivar y cuidar solo, por lo que también le compramos un pequeño tractor para que labrara esas tierras. A pesar de todo, con tantos remedios puestos de por medio para que su cabeza loca fuera por el buen camino, no hubo manera. Seguía en su línea.
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Pasaba el tiempo y Marce seguía sin querer estudiar. No había forma de meterle la idea en la cabeza. Todavía no tenía la edad para que alguien le contratase y así poder trabajar. Sin embargo, de brazos cruzados no iba a estar.
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Antes de la mudanza al pueblo, trabajaba en una empresa de camiones llamada San José. Era una de las grandes del país, muy conocida por todo el mundo. Pasé muchos años en ella, empleando una gran cantidad de horas conduciendo mi propio camión. Pero tuve que dejarlo. El cambiar de residencia no me resultaba del todo cómodo.
Al poco, un conocido vino en mi búsqueda para saber si me interesaría trabajar como chófer en Fraile, una distinguida empresa de la zona. Dije que sí, pero mi estancia allí no fue tan larga como esperaba. Pocos días después, acabaría en la empresa Transportes Novoa e Hijos. Se trataba de una compañía de transportes, especialmente de camiones situada la zona más industrial de Benavente. Dentro de ella, los años y largas temporadas transcurrían siendo uno de sus empleados. Se había convertido en la última empresa para la que trabajaría y la que me daría la jubilación definitiva.
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Por la situación en la que estaba pasando mi hijo Marce, y ya en su mayoría de edad, le propuse mi puesto de trabajo en aquella empresa. No quiso. Por lo que no me lo pensé dos veces. Si él no lo quería ese camión tendría que venderlo. Tras su venta, tenía que buscarme un nuevo trabajo cerca de Pobladura para estar más cerca de mi familia. Habían sido muchos los años alejado de ellos, pasando largas horas fuera de casa y este era un buen motivo para encontrar algo mejor.
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No habían transcurrido muchos años de nuestra llegada, pero nuestros hijos ya se encontraban en la barrera de pasar a ser unos locos adolescentes para convertirse en adultos. Marisa y Marce eran mayores de edad. Sin embargo, la diferencia con el pequeño hacía que Gorka siguiera bajo nuestro cargo y cuidado.
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Los años ya les pesaban y poco tiempo después de asentarnos en aquella casa los abuelos Paco, Marcelino y Luisa habían fallecido. La abuela Luisa tenía párkinson desde hacía muchísimos años. Sus fuerzas habían decaído pero no fue ésta ni ninguna otra enfermedad las culpables de sus muertes. Simplemente la edad se acechó de ellos y fue la culpable de sus partidas.
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Paso a paso, con el transcurso de los años, esa casa y ese pueblo habían tomado forma en nuestra familia ofreciéndonos una nueva rutina muy distinta a la vivida anteriormente. Habíamos creado una familia en el País Vasco y Pobladura del Valle se había convertido en nuestro verdadero hogar el resto de años.
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¡Quién lo diría! En un abrir y cerrar de ojos la vida había pasado por delante de nosotros y nos había dejado 25 años de matrimonio y de familia. Habíamos vivido casi media vida juntos.
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No fue suficiente. No fue suficiente todo lo que nos habían preparado que tras poner fin a esa fabulosa celebración tuvimos un inesperado regalo. Un viaje a Tenerife, al puerto de la Cruz.
¡Qué emoción y qué agradecidos nos sentíamos!
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No todos los días subíamos a un avión rumbo al comienzo de unas vacaciones que pasarían a ser el comienzo de otro cuarto de siglo más como marido y mujer. Eso había que celebrarlo. Pero se nos adelantó la familia. Entre todos nos tenían preparada una gran fiesta digna de unas bodas de plata. Eso sí, organizada en secreto. Tan secreto fue, que un simple domingo de mayo, nuestra gente más cercana nos tocaron al timbre de casa. Abrimos la puerta, y ahí estaban. ¡Qué había que ir a misa para luego darnos un buen festín! -decían. No nos los pensamos dos veces. Disfrutamos de una gran fiesta con todos los nuestros. Recuerdos, sonrisas y unos ricos canapés festejaban que habíamos estado unidos durante 25 años de nuestras vidas.
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Al poco, ahí estábamos. Montados en un avión dirección a las islas Canarias, donde el calor, los bailes y ricos mojitos nos esperaban. Fueron 8 días de viaje donde aquello era un sin parar. Turismo, fiestas, paseos por la playa, descansos bajo el sol y, sobre todo, nuestra compañía y nuestro amor. Visitamos todo lo que estaba a nuestro alcance, pero lo que más nos fascinó fue el Teide, y el inmenso árbol milenario que se encontraba en la isla. Las fotografías no paraban de cesar. Había que inmortalizar cada lugar y cada momento vivido. Y los resultados junto a ese árbol fueron de lo más divertidos. Parecíamos pequeñas hormigas caminando alrededor de un inmenso tronco. Llegó la última noche. El hotel que nos vio disfrutar de esa gran aventura durante el día y descansar en esas calurosas noches de verano, organizaba una fiesta despedida. Era una cena especial para toda la gente alojada en el hotel. Fue ahí, cuando nos dimos cuenta de que ese estupendo viaje llegaba a su fin. Era la hora de partir. Era la hora de las despedidas de toda la gente que habíamos conocido. Y sobre todo, de esa pareja encantadora con la que habíamos pasado tantas horas. Un matrimonio de Alicante que también celebraban sus bodas de plata. Con ellos, las charlas, los paseos y las vivencias también habían formado parte de nuestro tercer viaje de novios.
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Ahí viene. Llegó la hora de escuchar esa noticia que alarma, alegra, encoge el estómago y te saca una sonrisa todo al mismo tiempo. Ser abuelos. Como no, nos pilló por sorpresa. Pero no se trataba de una de esas sorpresas que te la hueles. No era una noticia que ya te la esperas, no. Nuestro hijo, Marce, ya tenía 22 años. Era un guapo joven que seguía sin querer ir por el camino correcto que le habíamos ofrecido años atrás. Estudiar, formarse y conseguir un buen trabajo. Era todo un cabezota, seguía en su línea. A pesar de ello, era un gran trabajador. Trabajaba como albañil arreglando la casa, agricultor cultivando las hectáreas que le habíamos comprado y ganadero, cuidando del ganado que teníamos en la parte trasera de la vivienda.
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La primavera estaba en pleno apogeo. Los brotes del lilo plantado en el patio empezaban a notarse. Y los abundantes rosales que teníamos plantados comenzaban a desprender ese olor tan rico que alegraba al olfato. El tejado de la casa necesitaba un cambio. Estaba viejo y roñoso. Y tenía tan poco sustento que en cualquier momento entrarían las grandes goteras que deparaba un otoño bien cercano. Llevaba tanto tiempo aguantando los fríos temporales del invierno, las lluvias de la primera y el bochornoso calor de las tardes de verano que había llegado su hora. Arreglarlo y cambiarlo por completo.
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Todos los días de ese verano, Marce subía a la cubierta de la casa para quitar y poner nuevas tejas. Había que dejarlo como nuevo. De vez en cuando, los ratos que pasaba en casa tras varios días de viaje, subía con él para ayudarle. Una de esas veces me dijo: Papá, quiero un coche. No fue de mi asombro que me pidiera tal cosa. Era normal. Todos los chavales de su edad lo deseaban. Querían un vehículo que les llevara a sitios perdidos sin que nadie lo supiera y, mucho menos, sin dar explicaciones en casa. ¡Cómo le iba a decir que no! Tras un breve silencio, le contesté: Cuando acabes la obra del tejado te lo compraré.
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Pasaron varias semanas hasta que se volvió a hablar del tema. Íbamos de viaje a Ciudad Rodrigo. No desperdiciábamos ningún momento que tuviéramos libre. Eran muchas las horas que empleábamos trabajando y muy pocas las que la familia disfrutábamos en compañía. Allí teníamos parte de la familia, no habían muchos kilómetros que nos separaban de este pueblo salmantino. Hicimos maletas y los 5 de la familia junto a Javier, el novio de Marisa, pusimos rumbo a ese viaje.
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Paramos a mitad de camino. No había mucha distancia, pero tampoco nos vendría mal un café de media mañana. Charlamos tranquilamente mientras los cafés con leche y los cortados cargados de café acompañaban el breve descanso. Nosotros seguíamos sin saber lo que se nos venía encima.
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Antes de retomar el viaje, Marisa y Javier propusieron un cambio de asientos. Gorka viajaba hasta el momento con nosotros en el coche y decidieron que el pequeño de la familia fuera con ellos, mientras Marce se cambiará y viajara con nosotros.
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A mí, que todo la vida de Dios me ha gustado conducir sin radio y sin música, empecé a dar conversación. Le pregunté a mi hijo que si seguía queriendo el Peugeot 605 que tanto había deseado. Era el coche de moda de esos años. Los noventa habían dejado atrás esos vehículos que tanto duraban pero tan poco espacio tenían. Había llegado la época de cambiar el coche familiar y después del esfuerzo y del trabajo conseguido, Marce necesitaba un obsequio como ese. Fue tal la sorpresa que me llevé, que su contestación hizo que frenara la velocidad. Me da que el coche habrá que dejarlo para más adelante, vais a ser abuelos —me dijo.
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¿Cómo? ¿Pero de quién?
¡Si no sabíamos que Marce tuviera ni tan siquiera novia!
Así fue. Respuesta brusca y directa.
¡Normal que casi paráramos el coche en medio de la carretera!
Estábamos tan sorprendidos por la noticia que al terminar el viaje, decidimos ir a conocer la chica secreta que tenía Marce y que nos haría abuelos. No esperamos ni un día para conocerla. Acudimos hasta Burganes de Valverde, un pequeño pueblo zamorano, cuyas dimensiones no eran más grandes que Pobladura. Tenía el mismo número de habitantes y trabajar en la agricultura y en la ganadería era habitual. Lo vimos tan común que intuimos que su familia se dedicaría a ello. No nos equivocamos. Así era. Clara, era hija de dos ganaderos cuyos hábitos diarios eran labrar tierras y cuidar varias vacas que tenían a su cargo. Eran su herramienta de trabajo y con lo que se llevaban comida a la boca.
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Es verdad. Si. Yo sabía que algún ligue tenía. De vez en cuando, solía llamar una chica preguntando por él. Yo le contestaba que no estaba, que se encontraba de viaje con su padre. Algo si que llegué a sospechar. Pero de eso, a saber que iba a ser abuela había un largo trecho.
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La noticia llegó a nuestros oídos con apenas meses de antelación. Poco faltaba para que un bebé naciera y uniera en tan poco a dos familias. No había tiempo que perder. Hablamos, discutimos, volvimos hablar y llegamos entre todos llegamos a la conclusión de que Marce y Clara se casaran. Eran los años 90, y no era muy común ni bien visto todavía que una pareja fueran a ser padres sin haber pasado antes por el altar.
¡Menudo disgusto se llevarían Julián y Emilia -padres de Clara- si su hija no se casaba! No había tiempo. Únicamente disponíamos de apenas dos meses para organizar todo. Sin embargo, no hizo falta más. Con los pocos ahorros que teníamos entre todos, logramos celebrar esa inesperada boda.
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Septiembre había comenzado. Apenas habían pasados 7 días del mes y, de repente, ahí estábamos, celebrando una boda. Un 7 de Septiembre de 1991. Se nos casaba. Uno de nuestro hijos se nos casaba y en pocos meses iba a ser padre. Iba llegar un nuevo miembro a la familia. Y esta vez sería niña. Se llamaría Alba.
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Habían transcurrido cuatro meses de la boda y los primeros días de 1992 habían comenzado. El invierno ya se encontraba en su totalidad. El viento, los bancos de niebla y las bajas temperaturas ya se metían entre la piel. Enero estaba finalizando y en breves llegaría Febrero con más frío intenso. No importaba, era el momento de que nuestra primera nieta llegará al mundo. Nació el 25 de enero a las 14:30 del mediodía. No pudimos estar durante el parto, pero media hora justo después de su nacimiento ahí estábamos nosotros. Era una bonita niña, morena, con pelo fuerte y oscuro. Desde el momento que la vimos sabíamos que iba a ser la reina de la casa.
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Se me daba muy bien el trabajo de costurera. De vez en cuando hacía mis pinitos. Incluso gran parte de la ropa que teníamos la familia estaba cosida o tejida por mí. Con la llegada de Alba, nuevos vestidos, jersey, patucos y todo lo necesario para el bebé, salían de mis manos.
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Alba era el tesorillo de la casa. Todos estaban pendientes de ella. Y nosotros no íbamos a ser menos. Pasó junto a nosotros gran parte de sus primeros años. Marce trabajaba como camionero y apenas estaba días en casa y Clara, echaba tantas horas trabajando en un supermercado que sus pocas horas libres eran de descanso y para el cuidado de su hija. Nos hicimos cargo de ella. Transcurrió poco tiempo para que sus problemas de anginas, asma y oídos dieran su fruto. Las horas en pediatría, visitando médico tras médico se hacían interminables. No recordamos bien, pero fueron casi siete años los que la niña tuvo que luchar contra esos ataques de tos y varias operaciones de anginas. Pero como todo en esta vida, todo tiene solución y, Alba, se fue recuperando de todos sus problemas con el paso de los años y el apoyo de la familia.
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Tres años después del nacimiento de nuestra primera nieta, llegarían dos nuevos bebés. Esto sería ya un no parar y la costumbre de tener niños iba a ser común entre nosotros. Marce y Clara, iban a ser de nuevo padres. Como no, habían sufrido otro penalti y nos iban hacer de nuevo abuelos. En esta ocasión de un niño. Javier. Nació el 19 de febrero de 1995. Marce no pudo estar durante el parto, se encontraba viajando a París. Dos días más tarde del nacimiento de su segundo hijo pudo llegar a conocerlo.
¡Qué grandote era! Por el peso, la altura y los rasgos, Javier si parecía un verdadero González Lorenzo. Sabíamos que era e iba a ser igual que su padre. Misma altura, mismos gestos, misma voz.
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No pasaron muchos meses para ser por tercera vez abuelos. En este caso le tocaba ser madre a nuestra hija mayor. Marisa y Javier llevaban muchos años juntos. Javier, era de Paladinos del Valle un pueblo con apenas tres calles asfaltadas que se encontraba a 4 kilómetros de distancia de Pobladura. Era el pequeño de los tres hijos de Mesías y Noemi. Siempre que aparecía por el pueblo tenía a todas las chicas locas con su encanto. Todas menos a Marisa. Era todo un galán y las jóvenes del pueblo no tenían más que buenas palabras y piropos para él. Sin embargo, con Marisa no fue así. Ella era distinta el resto. No quería tener nada que ver con esas cursiladas de chicos y, menos aún, con el guaperas del pueblo del al lado por el que todas sus amigas perdían un poco la cabeza. No estaba por la labor de jugar a ese juego. Como era de esperar, en el caso de Javier ocurrió lo contrario. No se fijaba en ninguna nada más que en ella. Eso parecía que iba a ser un guerra. Uno que si, otra que no. Pero tras un tiempo nuestra hija empezó a ceder un poco para que Javier la conquistara. No tardó mucho. Estaba loquito por su huesos y, gracias a ello, comenzaron a tener una bonita relación. Estuvieron como novios durante un largo tiempo. Javier comenzó a ser uno más de la familia. Pero tuvo que partir. Zamora no era un buen lugar para emprendedores y, junto a uno de sus hermanos, Luqui, se fue a Zaragoza para montar un negocio de peletería. Marisa tardó poco en ceder e irse con él.
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Transcurrieron los años y esa relación ya se encontraba asentada. El negocio que tenía Javier como peletero iba viento en popa y nuestra hija, trabajaba en todo aquello que le fuera posible. Esa relación estaba más que sellada y los dos lo tenían claro. Era el momento de casarse. Sabían las dificultades que supondría la distancia que había entre ellos y el resto de la familia. Por ello, decidieron que la celebración se trasladara a tierras castellanas. Era normal. Nos encontrábamos aquí prácticamente toda la familia. El pueblo de Paladinos fue el encargado de verlos convertirse en marido y mujer.
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Dos años después de la boda, era la hora de tener su primer hijo. El mismo año del nacimiento de nuestro nieto Javier, llegó Carlos. Nos encontrábamos en los últimos días de un frío Octubre y decidimos viajar a Zaragoza. Marisa se encontraba en el final de su primer embarazo y viajamos hasta allí para cuidar de ella. No pasaron más de 24 horas y ya teníamos en nuestros brazos a nuestro tercer nieto.
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Fue el 28 de Octubre de 1995 cuando un rechoncho y sano bebé llegó a este mundo. Era redondete y chinchote y con su llegada había llenado esa casa de alegría. Nuestra hija necesitaba ciertos cuidados y quien mejor que nosotros para ofrecérselos. Pasamos junta a ella 15 días más mimándola y cuidando a nuestro nieto.
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Pasados dos años de la llegada de Carlos, Marisa se volvió a quedar embarazada. Esta vez no fue como esperábamos. Comenzó a tener varios problemas provocándole un embarazo peligroso. Tenía que permanecer tumbada la mayoría del tiempo y nos necesitaba. Por ello, no lo dudamos, volvimos a viajar y a pasar unos días a la capital aragonesa. Teníamos que cuidar del pequeño Carlos y ofrecerle los cuidados necesarios a nuestra hija para el tiempo que le quedara de embarazo, lo viviera de la mejor manera posible. Fueron pocos los días que estuvimos allí.
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Con nuestra vuelta al pueblo, decidimos traer a Carlos y cuidar de él mientras nuestro cuarto nieto llegaba al mundo. No tardó mucho. Sabíamos que llegaría lo antes posible. Y así fue. La madrugada del 3 de Enero de 1997 nació el pequeño David. Tras conocer la noticia, a primera hora de la mañana mientras los rayos del sol apenas se habían asomado, partimos hacía Zaragoza. Queríamos ser de los primeros en conocer al cuarto y último nieto que íbamos a tener.
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En nuestra vida, hemos pasado todas las etapas habidas y por haber. Hemos tenido hijos, primos, hermanos, padres y, de repente, el destino nos ha dado a cuatro maravillosos nietos. Y el sentimiento hacia ellos es diferente al del resto. Diferente en todos los sentidos. Un sentimiento que no se iguala al que puedes tener hacia ninguna de las personas que han formado tu vida. Para nosotros, nuestros nietos han sido una ilusiĂłn distinta, un cariĂąo diferente. El de la pareja es una cosa, el de los hijos es otra y el de los nietos, pues, es otra. El amor y el cariĂąo a cada uno es dispar.
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Lo que sientes por la pareja que eliges para compartir tu vida se trata de un amor, es una pasión lo que sientes por esa persona. En cambio, cuando tienes hijos, ese amor se transforma. Los hijos son tuyos, han salido de ti y de tu pareja. Son parte del amor entre los dos. Y el fruto de todo ello no podrá cambiarlo nadie porque los has creado tú, nadie más. Pasa el tiempo, pasan los años, y la ilusión que tienes hacia ellos va decayendo. No desaparece. No. Pero se hacen mayores y cada uno comienza a crear su camino y a andar por él a lo largo de su vida. Sin embargo, esa ilusión que se ha ido ausentando regresa de nuevo gracias a la llegada de los nietos.
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Sí, nos han dado mucho trabajo, pero también mucha vida. Cada verano, hemos pasado largas temporadas con los cuatro viviendo con nosotros. Venían al pueblo para alejarse un poco de la rutina que tenían día a día. Ellos y sus padres, ¡claro está! La casa era un desastre, siempre estaba patas arriba. El orden y la limpieza que había en ella a lo largo del año, se esfumada con su llegada. Pero era normal. Tenían que jugar, manchar, correr y saltar.
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Por distancia, los que más nos han visitado han sido Javier y Alba. Apenas han vivido a 12 kilómetros de distancia de nosotros. En cambio, Carlos y David al encontrarse en Zaragoza, las visitas se reducían únicamente en fechas señaladas.
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Aun así, no todo han sido visitas, comidas y cenas. Siempre hemos viajado. Cada excursión que se nos ofrecía, hemos ido. Y qué mejores compañeros de viaje que nuestros propios nietos. La que más ha disfrutado de estas escapadas ha sido Alba. La única niña de la casa, nos acompañó a tantos lugares que apenas los recordamos. Las cuevas de Águila, Burgos, Santiago de Compostela, Ávila, San Sebastián… Cogíamos el coche y con ella detrás jugando a la muñecas, nos embarcábamos en nuevos viajes.
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Hace simplemente 2 años y medio, sucedió la mayor desgracia que le puede pasar a una familia tan pequeña como la nuestra. Una desgracia que deja el corazón vacío y lleno de pena a su vez. Una desgracia que te atemoriza y que te invita a la rabia. La vida consiste en nacer, crecer, evolucionar, encontrar la persona adecuada para casarte con ella, tener hijos, tener nietos y, transcurridos muchísimos años, morirte. Llegas a este mundo para partir en cualquier momento. Nunca se sabe cuándo, cómo ni dónde pero si sabemos que sucederá tarde o temprano. Es cierto que a lo largo de la vida que nos toca vivir tropezarás con grandes problemas, unos más graves que otros. Pero todos tienen solución. Porque como siempre se ha dicho en esta casa, en esta vida todo tiene solución, menos la muerte. Y así es. Para esa dichosa no existe ningún remedio que la evite más que los recuerdos que te deja la persona que se lleva consigo. Esa maldita entró en nuestra casa sin aviso previo, llevándose a uno de nosotros, al más pequeño. David.
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Cuando hemos ido creciendo, nos hemos dado cuenta de lo puñetera que es la vida que nos ha tocado vivir. Más aún en la época que nacimos a causa de las condiciones de vida de aquellos años en este país. Era duro salir con nuestros pies y manos adelante. Se hacían duras las zancadillas que hemos tenido que evitar con el transcurso de los años. Enfermedades, lloros, problemas económicos… No todo ha sido paz y gloria. Y sí, es cierto, con todo ello hemos podido. Pero con esta pérdida no sabíamos lo que eran el verdadero dolor. No es sano, natural ni lógico que como abuelos que somos hayamos tenido que vivir la muerte de uno de nuestros nietos de la noche a la mañana. Sin previo aviso.
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¡NO! No y otra vez no.
¿Qué había pasado? ¿Por qué a él?
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No hubo tiempo de despedidas, ni de abrazos, ni de besos, ni de un hasta pronto. No hubo tiempo de nada. En una horas se alejó sin saber cómo reaccionar. Solo salían llantos, gritos y lágrimas de dolor de cada uno de nosotros. Se nos rompió el alma en millones de trozos y no hemos sido capaces de recomponerlo.
AndrĂŠs y Rosario
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Nuestros nietos han sido Ăşnicos. No hemos tenido nada mĂĄs que cuatro, pero no necesitamos mĂĄs. Gracias al conocernos aquella noche de octubre, gracias a nuestro amor, gracias a nuestro matrimonio y, sobre todo, gracias a nuestros hijos y sus respectivas parejas cuando han sido padres, hemos tenido la suerte de vivir la experiencia de ser abuelos. Para nosotros, los nietos son lo mejor que hay. Y tras los nietos, nunca se sabe, puede que lleguen los bisnietos.
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David, el pequeño. El pequeño de los cuatro nietos, el pequeño de la familia. El que la vida nos lo ha arrebatado sin pena ni gloria. ¡Qué nervioso era! Era el niño más inquieto habido y por haber. Las trastadas sin maldad han sido siempre su punto fuerte. Pero la ternura y el cariño que transmitía compensaba todo aquello. Siempre mostraba lo que sentía, ya fuera bueno o malo. Tanto que su sinceridad le delataba en muchas ocasiones. Era un niño que a pesar de la poca edad que tenía quería mucho a la gente, era muy dado a ayudar y, sobre todo, a su familia. Cumplía tantos requisitos de ser un chiquillo fácil de querer y buena persona, que por muchos años que pasen y vivencias que nos queden por vivir, se encuentra junto a nosotros día a día. Carlos, el hermano mayor. El mañico por excelencia ha sido todo lo contrario a su hermano. La bondad que transmite y lo generoso que es hacen que se le quiera cada día. Y su inteligencia no se queda atrás. Le hace aún más especial. Pero a diferencia de David, ha sido un chico mucha más independiente y despegado de su familia. No ha necesitado de ese cariño constante que pedía su hermano cada momento.
Javi, es y ha sido el más callado de los cuatro. Apenas se deja conocer ni muestra en muchos momentos lo que siente. Sin embargo, se nota que tiene nuestra sangre. Su genética, su carácter y las expresiones calcadas a su padre hacen que sea todo un borrego, propio de nuestra familia. Desde pequeño ha apuntado maneras de ser todo un terremoto, pero esa energía se le ha calmado con el paso de los años. A pesar de sus pocas palabras respecto a sus sentimientos, siempre a sido muy detallista. Poco a poco, con el paso del tiempo, se ha ido abriendo, mostrando su lado más familiar. Y Alba... es todo un cascabel. Nuestra primera nieta es esa chica que siempre pregunta, investiga, quiere saber, quiere enterarse de lo que ocurre a su alrededor. La creatividad abunda en su presencia, pero lo que más le caracteriza es su expresividad.
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Cada uno de ellos, es de una manera. Siempre con sus cosas buenas y sus cosas malas, como todo el mundo. Hemos pasado todo el tiempo habido y por haber con ellos. Siempre hemos estado ahĂ. Nunca ha faltado en cada visita que nos han hecho el plato y la servilleta particular de cada uno. Y, como no, lo seguirĂĄ estando.
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¿Qué define estos 50 años juntos?
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No todo ha sido un camino de color de rosa en el que la suerte siempre ha corrido de nuestro lado. Ahora somos viejos. Viejos y arrugados. Las canas y el poco pelo hacen notar que los setenta están sobre nosotros. Nuestra única preocupación es estar lo más sanos posible, viviendo tranquilos uno con el otro. Pero si echamos la vista atrás, y analizamos todas las cosas buenas que hemos vivido, tenemos que reconocerlo. Hemos sido muy felices a lo largo de todo este tiempo, hemos estado muy a gusto y hemos conseguido todo aquello que queríamos y que se encontraba a nuestro alcance.
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Orgullo. Esa es la palabra. Orgullosos de habernos conocido. Orgullosos del matrimonio que hemos formado. Orgullosos de crear una familia. Orgullosos de ser quien somos. Orgullosos de conseguir todo lo que hasta el momento hemos tenido. Porque sí.
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Tras los obstáculos que nos ha puesto la vida y la gravedad de los hechos que hemos tenido que vivir, la lucha constante contra ello ha hecho que nuestra familia haya salido adelante. Cuando nuestros hijos eran pequeños todo se veía de otra manera. Todo era más fácil. También venían malos ratos. Las gripes, las discusiones, algún grito que otro y un par de azotes eran comunes en casa. Pero pasados los 5 minutos todo se veía de otra forma. En cambio, comienza a pasar el tiempo y empiezan a crecer. Todo llega, y a ellos les llegó el momento de convertirse en adultos. Entonces, es cuando de verdad los problemas se agravan. Comienzan a tomar sus propias decisiones y no siempre son las correctas. Han sido tantas las veces que se han equivocado y tantas las cabezonerías, que en muchas ocasiones no han hecho caso de lo que se les ha dicho.
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Es cierto que siempre hemos puesto una línea en medio evitando entrar en su vida privada. Son mayores, saben lo que tienen que hacer y nosotros, por mucho que nos duela, no tenemos que meternos. De todos modos, esto es así. Eran y son nuestros hijos y hemos luchado por esta familia todo lo que hemos podido. Por unos más que otros, es verdad.
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Pasados los años, el tiempo y el trabajo ha hecho estragos en nosotros debilitándonos poco a poco. La energía con nuestra edad ya no es la que era. No obstante, seguiremos ahí, al pie del cañón. Hasta la último aliento que nos quede.
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No obstante, nosotros nunca hemos discutido. Nunca ha habido grandes conflictos entre los dos. Ese ha sido el antídoto para mantener vivo nuestro matrimonio y el amor entre ambos durante tantos años.
La fórmula para evitar malos ratos es sencilla. Todo es cuestión de que entre dos personas, en algunos casos, alguien tiene que ceder. No va a ser siempre lo que tu quieres sino lo que se acuerde entre los dos. Porque si los dos quieren tener razón, el asunto va mal. Algunas veces tendrás la razón de verdad y, por el contrario, en otras muchas no. Hay que saber comprender que te has confundido. Porque si tu piensas que tienes la razón siempre, vas por mal camino. Hay que saber escuchar a la parte contraria. Ese es el sistema de llevarse bien dos personas. Esa es la forma de vivir.
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Sí, hemos tenido alguna bronca que otra pero nada más. Es lógico y normal que haya habido algún roce a lo largo de tantos años juntos. Pero todo es más fácil de lo que uno se piensa.
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¿Por qué? Por la simple razón de que los dos tuvimos la suerte de haber elegido a la persona correcta para vivir a su lado más de 50 años.
Y, ¡ qué narices! Para pasar 50 años más.
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Hemos sido muy felices. A lo mejor no todo lo esperado, pero ya se sabe, nada en esta vida es fácil. Sin embargo, lo que conocemos como felicidad siempre ha estado con nosotros en un momento u otro. Puede que no todo lo que merecíamos, pero la hemos tenido. Comenzó a coger forma desde el instante que bailamos juntos la noche del 63 en la Alameda.
Este libro se ha terminado de imprimir el día viernes, 6 de Mayo del año 2016 en la imprenta Reprografía Madrid S.A. sobre papel couché mate de 90 grs. Escrito y creado por Alba González Donado para el Proyecto de Final de Carrera de la EASD Vitoria-Gasteiz.
ANDRÉS & ROSARIO