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El buro de la ñublina Alberto Tapia Landeros Serie Cultura Cinegética Número 1, 2017

Esta historia fue publicada originalmente en el diario La Voz de la Frontera de la ciudad de Mexicali, B.C., el domingo 16 de diciembre de 1984. Pertenece a un archivo construido a lo largo de varias décadas de practicar la caza, y tiene por objeto dejar constancia de cómo se desarrollaba en la segunda mitad del siglo XX, esta práctica cultural reconocida globalmente como caza deportiva.

En el invierno del año de 1976 tuve la suerte de conseguir un permiso para cazar un venado bura en el gran Desierto Sonorense. El señor Eliseo Araujo, a la sazón jefe del Programa Federal de Borrego Cimarrón, realizó los trámites necesarios para obtener mi permiso y de los amigos José González Jiménez, Miguel Valencia Gastélum, Víctor Novoa y otros cazadores, pero por exigencias de mi trabajo en el Gobierno del Estado de Baja California no pude partir con ellos. Ya me había resignado a perder el codiciado permiso pues sólo faltaban tres días para que se venciera, cuando llamó mi buen amigo Javier Jiménez Esquivel, invitándome a cazar venado cola blanca en Sonora. Como esta cacería era sólo de un fin de semana, acepté con gusto, ya que además ofrecía la oportunidad de compartir la aventura con muy buenos amigos y excelentes cazadores. El grupo lo completaban los hermanos Julián y Ricardo Ávalos Altamirano, dos de los más experimentados cazadores de venado de la región, el hijo de Ricardo del mismo nombre, el notario público Gonzálo Gonzáles Álvarez, Manuel Villapudúa y don Domingo Estrada. Partimos un viernes al popular rancho La Manteca, ubicado al pie de una sierra baja que es hábitat de venado cola blanca y pécari. Sierra y rancho están rodeados de planicies que son el hábitat del venado bura sonorense, Odocoileus hemionus eremicus. Los apellidos tienen que ver con algunas semejanzas con la mula, en sus orejas y con el asno debido a que a los machos de edad avanzada se les arquea la nariz (nariz romana) y se les cuelga la trompa como en los jumentos.

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El traicionero llano burero. En el horizonte, una sierra baja que es hábitat del venado cola blanca y el borrego cimarrón. Foto del autor. El maestro de la narrativa cinegética del siglo pasado, Jack O’Connor, contaba que cazadores de Arizona llegaban a Sonora preguntando por el venado burro (burro deer), como lo conocen al norte de la frontera geopolítica, pero al no poder pronunciar la doble “rr”, decían “buro” y de ahí se popularizó el vocablo en la cultura norteña. La mañana del sábado todos los cazadores partieron a la sierra, solamente yo me interné en el “traicionero” llano burero pues era el único con permiso para cazar esa especie. El calificativo de “traicionero” le viene de su proclividad a extraviar cazadores foráneos. Cuando el monte crece alto, desde dentro de él no pueden verse puntos de referencia para orientarse y un foráneo se pierde con facilidad, y ello puede significar la muerte. Por lo tanto se recomienda saber orientarse por la posición del Sol y/o utilizar una brújula, ahora un GPS y hasta un teléfono satelital. Cuando el llano burero ha sido muy visitado por cazadores, el buro1 es difícil de sorprender, sobre todo los buenos trofeos de 10 o más puntas. Y por el contrario, en ranchos en dónde no se le caza, les disparan hasta de arriba del carro. Anduve toda la mañana del sábado entre huellas frescas que se entre cruzaban de un lado para otro, pero sólo en una ocasión, alcancé a ver muy lejos a través del telescopio del rifle a un macho de cuernos altos y pocas puntas que se perdió al cruzar un monte sin darme oportunidad de disparo. Regresé al rancho casi a la puesta del Sol y los compañeros ya me 1

En Sonora, se le conoce como buro, en el resto del norte mexicano como venado bura.

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andaban buscando, al pensar que quizá me hubiera extraviado. A la luz de la lámpara de petróleo y escuchando relatos de cacería de mis amigos, pensé en el día siguiente, último de la temporada y de la excursión. Me dormí con la firme convicción de aprovechar desde la primera, y hasta la última luz del día, con tal de ejercer el codiciado permiso.

Este macho no dio oportunidad de disparo. Tampoco se enteró que le apuntaba. Foto del autor. Al aclarar el día domingo me sorprendió una densa neblina que cubría el plan, sobresaliendo de ella los picos de la sierra. La visibilidad era de cuando mucho 20 metros, situación que no imaginé la noche anterior. Ante este panorama, los compañeros me advirtieron que no fuera a internarme en el monte en esas condiciones. Y en grupo todos ellos partieron a la sierra donde sus faldas ya tenían mejor visibilidad y podían ayudarse entre si en caso de extravío. Pero yo no pude quedarme en el rancho viendo pasar mi última oportunidad de aquella temporada de caza. Tomé mi rifle Winchester modelo 70 fabricado a mano antes de 1964 (pre 64), en la versión ligera featherweight y calibre .308 Win. y partí al monte. Cuando crucé el cerco del rancho un vaquero que salía a campear me dijo: “Con esta ñublina no va a ver nada, vale”. ¿Con ésta qué?, respondí. “La ÑUBLINA”, gritó, señalando con un ademán al cielo neblinoso. “Esperaré a que levante”, expliqué, y el jinete movió su cabeza de lado a lado y siguió su camino. Llegué al borde de la planicie y me senté sobre un promontorio rocoso. Estuve dos horas esperando impaciente que la niebla se disipara. Fue como a las diez de la mañana que el techo empezó a subir y pude ver más lejos entre el monte. 4


Pronto encontré huellas de buro de todos tamaños. Caminé despacio en forma paralela a 100 metros de un cerco que no perdía de vista para orientarme en el retorno si la niebla regresara. Continué observando huellas que al examinarlas detenidamente mostraban el rocío de la mañana encima de ellas, indicando que eran del día anterior o de la noche recién pasada. Luego me topé con otro cerco que topaba perpendicularmente con el que traía como referencia, lo crucé hacia el Sur y lo seguí con la misma técnica paralela del anterior. Como a las 11 de la mañana encontré una “huellota” de buro, “planchadita” sin rocío encima. ¡Qué fácil es huellar en el suelo arenoso del desierto después de una neblina densa o una lluvia! Para entonces la visibilidad era ya de unos 100 metros, aunque el monte no permitía ver venados a esa distancia. Durante media hora seguí esta pisada ungulada2 sin importarme ya los cercos de referencia. De pronto, la huella se metió en una convención de huellas de todo tamaño tan frescas como ella misma. Era una partida grande de venados que iban comiendo la fruta de la biznaga barril. Ahí se acabó mi habilidad de huellero.

¡Qué fácil es huellar en suelo arenoso y húmedo! Foto del autor. 2

Ungulado: Animal de pezuña. En este caso, dividida en dos partes, de un artiodáctilo.

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Elegí la más grande y la seguí durante un buen rato y ésta regresó al lugar desde donde inicié el seguimiento, ¡mis propias huellas así lo decían! El buro cuando se siente perseguido hace esto para captar con la brisa a su favor el olor de su perseguidor. Hice una pausa para meditar y ordenar mis ideas. Esto me sirvió porque ya con mayor visibilidad pude distinguir hacia el Norte, el cerro mayor a cuyo pie estaba el rancho. Sentí tranquilidad. Me comí una barra de chocolate y bebí agua de la cantimplora que traía en la mochila. Había tantas huellas frescas y grandes que ya no importó seguir a una en particular, lo verdaderamente crucial era caminar lo más silenciosamente posible, y percibir el entorno con todos los sentidos, listo para disparar en cualquier momento, pues me encontraba en medio de “un charco de buros”, como dice el sonorense rural a una manada de ciervos . Caminar en suelo húmedo amortigua los ruidos que hacemos y era una gran ventaja a mi favor que debía aprovechar. El medio día me encontró en un monte de mezquite, palo verde, palo fierro, biznaga, sahuaro (también saguaro), cholla y ocotillo. A la sombra de un “huacaporo” (palo verde en Sonora), distinguí a dos siluetas de venado echados. ¡Los había sorprendido¡ Inmediatamente una hembra se paró a verme. Quité el seguro del rifle y el leve “click” hizo levantarse al macho. En cuanto le vi dos horquetas a cada lado encaré el arma y al ver la cruz de la retícula del telescopio al centro de su silueta, disparé. El animal que estaba a escasos 50 metros casi de frente se desplomó al momento que yo escuchaba el impacto de la bala. La venada dio tres “botidos” y se detuvo a verme. Me acerqué lentamente preparado para un segundo disparo que no fue necesario. Era un buro de enorme tamaño de cuerpo, pero de astas medianas de 10 puntas. Dos horquetas por lado más los picos de la base de sus cuernos llamados “guarda ojos”. En aquella situación, si lo hubiese dejado pasar en busca de uno con astas más grandes, de seguro hubiera desaprovechado aquel permiso. Con este trofeo completé el trío de las diez puntas típicas de estos ciervos, ya que en el mes anterior había cobrado en los montes del Sásabe, Sonora, el primer cola blanca de diez puntas y ya tenía el venado bura cola prieta de Baja California de diez puntas también.

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El buro de astas medianas pero típicas de 10 puntas. Conmigo el .308 Winchester modelo 70. Una autofoto. ¿Y ahora qué hago?, me pregunté. Un buro de este tamaño fácilmente rebasa los 100 kilogramos de peso. Apenas pude sacarlo de la sombra del palo verde para retratarlo. Ahí mismo me tomé varias fotos con él con la cámara en el suelo y mediante el auto disparador, como lo hice siempre que cacé solo. Me dispuse a extraer sus órganos cuando escuché ladridos de perro, imposible en esta soledad me dije. Luego escuché cascos de bestia acercarse. Continué mi trabajo y coloqué el rifle a la mano hasta que llegó frente a mí un jinete. Era un indio pápago anciano con dos perros y un rifle calibre .22 que cazaba pecaríes. Después de saludarle, una breve plática y al ver que no había cazado nada aún, le ofrecí un cuarto del venado si me ayudaba con su caballo a llevar hasta el cerco más próximo al resto del animal, y el indígena aceptó gustoso. De no haber aceptado, hubiese tenido que regresar con mis amigos por el resto del animal. Corté la pierna con todo y piel y desarticulé el fémur de la pelvis. “Parece hombre de campo”, dijo el indígena al ver como lo hice. Dejamos su pierna colgada de un palo verde, separe la “copina” (piel que se usa para disecar la cabeza) y la amarré a la mochila y a duras penas entre ambos subimos a la bestia el saldo del buro. 7


Así llegamos hasta el cerco en donde descargamos al animal sobre uno de sus postes. Le di las gracias y nos despedimos deseándonos suerte ambos. Uno de esos afortunados encuentros de una sola vez en la vida, pero de grato recuerdo para los dos solitarios seres en medio del gran Desierto Sonorense. A 25 metros del cerco pasaba una brecha que conducía al rancho. Puse una vara atravesada en el camino para señalar el lugar en donde más tarde mis compañeros con el carro, vendrían por la carne fresca, y caminé hasta la casa de La Manteca. Mis compañeros se alegraron al verme y además con el trofeo en la espalda que si bien no era excepcional, si representativo de la especie y digna para cancelar el codiciado permiso. Mayor gusto mostraron cuando les dije y pedí que fueran por el resto del animal que dejé sobre un poste del cerco para compartirlo. Mi amigo Javier Jiménez me tomó la foto de espalda con la cabeza del trofeo. Gracias a su invitación y la solidaridad de mis compañeros concluí felizmente la temporada 1976‐1977. Los amigos a quienes no pude acompañar, cobraron también buenos trofeos en el rancho La Candelaria de Martín León, al pie de la Sierra del Viejo, al Sur de Caborca, Sonora.

Esta es la foto que Javier Jiménez me tomó al llegar a La Manteca. Foto Javier Jiménez. 8


En estos días (diciembre de 1984) mi hermano Armando anda también tras su buro en Sonora. Él salió sorteado con el permiso número 131 y mañana voy por él. Espero encontrarlo con un buen buro. Otros mexicalenses agraciados en el sorteo de aquella lejana temporada fueron Héctor Sánchez Limón y Fabio Rivera. Hasta aquí lo publicado en 1984. Reflexión Después de haber pasado más de 40 años, hago la siguiente reflexión comparativa: Destaca en esta narrativa la dificultad para obtener un permiso para cazar esta sub especie en particular. Esto fue consecuencia de un largo período de sobre caza debido a una regulación liberal y una vigilancia ausente de parte de la autoridad. El buro nunca llegó al estado crítico de tener que protegerlo, pero los permisos para cazarlo si no se restringieron, si escasearon al aumentar su demanda, sobre todo por cazadores del centro del País, así como del extranjero, en virtud de que esta sub especie crece astas de mayor tamaño que en el resto del País en donde todavía habita. Destaca también el apego al estado de derecho. Valorar el privilegio de cazar legalmente, lo cual se remata al final, al anunciar públicamente que mi hermano obtuvo el permiso número 131 en el “sorteo” ocho años después, por tanto la restricción permanecía. En esos tiempos pre UMA3, al ser mayor la demanda que la oferta de permisos para este animal, la Dirección General de Vida Silvestre realizaba sorteos para asignar los derechos de caza a los participantes. También evidencia el poder de la influencia entre funcionarios federales que podían conseguir los codiciados permisos. La narrativa deja constancia de la necesaria habilidad o “saber campirano” para seguir las pisadas de un animal, conocida como “huellar”. En este siglo XXI la mayoría de los cazadores urbanos utilizan los servicios de guías locales que hacen esa función eliminando ese saber de sus habilidades. Otra habilidad necesaria es la de saber orientarse, la cual inicialmente dictaba a toda la partida de caza y hasta al mismo vaquero local, el mandato lógico y sensato de no adentrase en solitario al “traicionero llano burero”. Pero también demuestra la decisión personal de correr un riesgo con tal de no perder el derecho legal obtenido. En mi caso esto era vital, ya que publicaba todas mis cacerías a la vez que luchaba en contra del Gobierno Federal para detener la sobre caza del borrego cimarrón. Yo estaba constantemente vigilado. Otro valor de la cultura cinegética que está desapareciendo es el concepto de “hombre de campo”, aquí identificado por el indígena pápago. Otra vez, la comodidad de cazar en UMA deja ese conocimiento y habilidad al guía local. También destaca la necesidad de tomar decisiones inmediatas y correctas ante una situación inesperada y asumir los riesgos. Finalmente, expone algunos valores que caracterizan a esta sub cultura: amistad, solidaridad, y el compañerismo al compartir lo cazado con todos, incluso con un extraño como el indígena pápago. 3

UMA: Unidad de Manejo de Fauna Silvestre. Ley General de Vida Silvestre, 2000.

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