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Ernesto Hernández Doblas Silabas

36 Por fin era lo que siempre soñó: pu-ta. Esa palabra era su corona y cetro, la clara señal de su llegada a la meta. Cada que podía, se llenaba la boca con ella para referirse a su propia persona. Era una garza divina en el fango. Cuando sus amantes le arrojaban el vocablo, presuntamente maldito, ya sea con enojo en la despedida y la decepción o con placer en los encuentros cuerpo a cuerpo, recogía con delicadeza la ofensa y la guardaba en su corazón como un tesoro. En alguna parte, había leído que entregarse al oficio más antiguo del mundo, ya sea por necesidad o gusto, era una de las más frecuentes fantasías de las mujeres, aunque no todas tuvieran la suficiente cantidad de cinismo y libertad para llevarla al terreno de la realidad. No todas tenían el valor de admitirla en sus vidas. Siempre ha resultado difícil aceptar con plenitud los deseos de la carne, especialmente los que rompen alguna de las normas impuestas por la cultura y vigiladas y sancionadas por los policías de lo correcto. Ella bien sabía de ello, ella que luchó en su adolescencia por manifestar su individualidad sin restricciones, ella que tuvo que salir del pequeño pueblo michoacano en donde había nacido, porque los chismes, amenazaban ya con irrumpir en su estabilidad emocional y quien sabe, más adelante podrían ser causantes del final de sus días, ella que se instaló en la capital del país para iniciar una nueva vida y dedicarse de lleno a ser lo que siempre había soñado, ella que miraba con ternura y nostalgia su antiguo nombre, ése que apenas instalada en la gran ciudad había cambiado por otro, ése que de vez en cuando le gustaba musitar en el espejo, con ironía y placer: Ro-ber-to.

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