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Víctor Rodríguez Méndez Viñetas: Somos Ballenas Tristes

Víctor Rodríguez Méndez

Descubro casualmente en internet un meme que capta mi atención y, más aún, logra conmoverme. Es la historia de una ballena a la que se llama «la ballena más triste» o «la ballena de 52 Hertz». Despierta mi curiosidad, busco más información en la red y encuentro que la historia es verídica: grupos de científicos han estudiado el caso y recopilado datos importantes para el estudio de esos grandes mamíferos; al parecer existe un documental al respecto y se cuenta que Leonardo Di Caprio hizo una donación para las labores de búsqueda de la «famosa» ballena.

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Me entero entonces que para cantar las ballenas utilizan una frecuencia que va desde los 15 hasta los 25 Hertz, nunca los 52, que es la frecuencia que utiliza esta ballena en particular para cantar, lo cual significa que su canto no es escuchado por las demás ballenas. El canto, según leo en un sitio especializado en el tema, sirve a las ballenas para buscar pareja, mantenerse conectadas y unirse en grandes grupos; también para mantener cerca a sus crías, para orientarse en el mar e, incluso, para «llorar» a sus muertos.

46 Simple y terrible el drama de nuestra ballena triste: habla una «lengua» que nadie entiende; ella entona ♠o desentona♠ sus melodías en busca de atención por el mundo acuático sin tener respuesta a sus llamadas, lo que la condena a la soledad más restringida en el inmenso océano. Lo curioso es lo que señala la bióloga marina Mary Ann Daher, de la Institución Oceanográfica Woods Hole en Massachusetts, co-autora de la investigación original sobre el descubrimiento de esta ballena: «Yo recibo cartas, correos electrónicos y poemas casi cada día ♠sobre todo de mujeres♠ y es desgarrador leer algunas de las cosas que dicen. Se identifican con este animal que no parece encajar en ninguna parte, no hace amigos con facilidad, se siente solo y se siente diferente a todos». He aquí el punto que me lleva a reflexionar sobre la ballena y la comunicación en nuestros días. El tema es cómo una alteración en el lenguaje comunicativo de un ser vivo, el más comparable al del ser humano, se convierte de facto en un problema de compatibilidad social; es decir, una peculiaridad congénita que aleja a un ser de sus semejantes y lo condena a la exclusión, al ostracismo, y, por ende, a la soledad más terrible que pueda uno imaginar en una inmensidad tan atroz como la del mar. Pienso inevitablemente en las capacidades de comunicación que las redes sociales como Facebook o Twitter han ido modelando actualmente sobre nuestras interrelaciones «personales». ¿Qué tipo de «cantos» emitimos los internautas en el uso y abuso que hacemos de estos nuevos artilugios? ¿Se trata de una frecuencia alterada que afecta cada vez más a la frecuencia común con la que solíamos entender nuestra comunicación hablada y escrita? ¿Estamos propensos a convertirnos en ballenas solitarias por modificar nuestros niveles habituales de comprensión humana? El premio Nobel de Literatura Hermann Hesse lo anticipaba desde 1905 en un ensayo: «Mucha gente vive hoy en un estupor aburrido y falto de amor». La alusión, pues, a la llamada «ballena más triste del mundo» es obvia respecto a los efectos de las nuevas tecnologías en muchísima gente: gente que se resguarda, sobre todo, en las redes sociales para descubrir su vida ante los demás con repetidas selfies de su vida cotidiana y frívola, interlocuciones vanas, memes o frases inspiradoras que durante el día dan cuenta en sus espacios de lo que piensan o sienten, aunque más bien pareciera que lo que muestran es como quisieran sentirse; gente que se apoltrona y rehúye el contacto físico, el sonido de las palabras, la presencia física del otro: que se priva de ver, sentir y escuchar a quien le da real sentido a su humanidad.

¿Acaso la urgencia y promiscuidad con que exhibimos virtualmente nuestros pensamientos ♠lo que quiera que signifique eso- no son otra cosa que la muestra de ese estupor aburrido y falta de amor del que hablaba Hesse? El escritor alemán decía también que la prisa como el objetivo último de la vida es, sin duda, el enemigo más peligroso de la felicidad.

Así las cosas, llego a la conclusión de que la necesidad de postear constantemente nuestro estado de ánimo cotidiano, la frase motivacional del día de quiénsabequién o la foto del cómo me veo hoy o qué hice hace unos momentos son quizá ♠ terriblemente una botella tirada al mar de la incomprensión de la vida real. ¿O será que en eso estriba la «libertad de publicar lo que uno quiera» en estas redes cibernéticas?

Para esta interrogante, el filósofo Slavoj ラiリek tiene una respuesta más que contundente: «Nos sentimos libres porque carecemos del lenguaje para articular nuestro cautiverio». No tengo respuesta, sin embargo, a tal confusión humana, a la degradación de nuestro instinto más básico que es hablar, compartir pensamientos a través del diálogo directo, personal. No sé si alguna vez los humanos tecnologizados llegaremos a ser una especie de ballenas tristes y solitarias, dispersas en el gran océano de la realidad virtual que ha endurecido nuestra capacidad de asombro y comprensión, de compartirnos unos a otros como los seres calamitosos que somos pero dueños de una gran humanidad. Sólo sé que hay mucha simulación en mostrarnos virtualmente ♠estas palabras son tal vez un triste ejemplo♠ en demérito de nuestras presencias físicas.

Decía Adolfo Bioy Casares que la vida es difícil, porque «para estar en paz con uno mismo hay que decir la verdad», pero «para estar en paz con el prójimo hay que mentir» ♠como aquella canción: «Miénteme más, que me hace tu maldad feliz»♠. Con eso me quedo por ahora. Somos ballenas tristes, ¿qué más?

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