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Carretera de sierra

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El primer día

El primer día

Las serpenteantes carreteras de sierra siempre me han gustado más que las rectas autovías. Cada curva incierta es un paisaje nuevo. Cuando puedo elegir y el tiempo no me limita siempre elijo estos caminos. Quizás sea más aventurado ir por una carretera estrecha, con precipicios a los lados, con cambios de rasante y pendientes pronunciadas, pero esa peligrosidad me mantiene alerta, me da mayor control sobre las decisiones que tomo; un breve descuido y mi coche puede salir volando, caer por un terraplén o estrellarse contra un árbol.

Aquella mañana había que extremar las precauciones, la lluvia no era intensa pero había una neblina que se espesaba en cada vaguada. Fuera, la temperatura era de ocho grados; sin embargo, dentro del coche me sentía confortable, escuchando en ese momento un compact de Shakira; sus juegos de voces y los cambios de ritmo me recordaban sus enloquecidas caderas.

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Bajaba hacia el río y la niebla era cada vez más densa. Si hubiera sacado la mano por la ventanilla seguro que habría podido atrapar un pedazo de nube. La música dejó de sonar y el silencio era húmedo. Ni siquiera con las antiniebla podía distinguir los límites de la carretera. Me concentré en la línea blanca dibujada en su borde derecho y reduje la velocidad al paso de un tractor.

Pasado el estrecho puente comencé el ascenso que definía el angosto valle y la niebla, poco a poco, se fue disipando. Primero un atisbo de sol que se iba abriendo entre las nubes me despertó la esperanza de que el día finalmente se despejase y al

Aduánate, 1(2021) llegar a la cumbre de una colina el paisaje ya era radiante. Atrás quedaba un mar de nubes reposando sobre el río. Ante mí se abría un lienzo verde salpicado de árboles con el tronco rojo que me recordaban los alcornocales de mi infancia. Ya sin necesidad de luces avanzaba por la carretera que, sin embargo, estaba en mal estado, con tramos sin asfaltar. Se veían algunas casas y, a lo lejos, algún cortijo; también se veía a alguna que otra persona haciendo labores del campo en pequeñas huertas. Bajé la ventanilla y escuché el canto de los pájaros, la temperatura era algo más alta. Caminando por el arcén iba un hombre mayor que parecía cansado. Me detuve junto a él y le pregunté si quería que le llevase a algún sitio. Su cara me resultó familiar.

Solo cuando se sentó en el coche supe que era mi abuelo, pero él no me reconoció. Me acordé entonces de cuando era niño e iba con él al campo los fines de semana —ese mismo campo de alcornoques por el que ahora pasábamos—, de la chimenea con el fuego que crispaba la madera y era testigo de cuentos e historias que, a duras penas, retengo en mi cabeza, de sus remedios de medicina natural, de sus manos grandes y cálidas que calmaban el dolor de mi vientre, de su confianza en la suerte y en el destino, de su manera franca de afrontar la vida.

Pero él no me reconocía. Han pasado muchos años. Solo se refería a cosas banales: al viento que se había levantado, a la lluvia que había regado la madrugada, a los zorzales que se agrupaban en aquellos árboles, a cosas que en ese momento no me importaban. No me hablaba de los ancianos días, de las historias de la guerra, de cómo un obús acabó con la vida de su mujer y de su pequeña hija, de cómo fue al frente llevándose de la mano tibia a mi padre cuando tenía sólo dos años; no me hablaba de cómo, con rabia, llegó a ser campeón de boxeo, de la ingenua esperanza que tenía en que algún día le tocase la lotería, de la importancia de cumplir los sueños, de buscar la felicidad perdida entre las cosas cotidianas que siempre olvidamos; no me hablaba de la dureza de su enfermedad, de lo que me prometió poco antes de morir: que vendría a verme, que no me asustase si en mis sueños se aparecía y me seguía contando aquellas historias.

Atravesé un pequeño túnel justo en el momento en el que por arriba pasaba un tren veloz. El cielo volvía a estar cubierto, la niebla era tenue, la voz envolvente de Shakira regresaba y yo me encontraba de nuevo solo en un invierno frío. Ricardo Reques

Ricardo Reques es Doctor en Ciencias Biológicas (Premio Extraordinario de Doctorado). En el ámbito literario, ha recibido diferentes premios en certámenes literarios y ha publicado los libros de relatos Fuera de lugar (depapel, 2011), El enmendador de corazones (Alhulia, 2011) y Piernas fantásticas (Adeshoras, 2015), así como la novela La rana de Shakespeare (Baile del Sol, 2018).

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