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enfermedades emergentes
from Revista Aduanate
by alfonsogomea
Ricardo Reques
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La pandemia de la Covid 19 nos ha servido de ejemplo de lo que sucede cuando se ignora a la ciencia al advertirnos sobre la necesidad de preservar la biodiversidad del planeta. Desde hace más de diez años conocemos el papel protector de los ecosistemas naturales bien conservados ante virus que pueden ser mucho más letales que el coronavirus. De hecho, un gran número de enfermedades infecciosas que se han desarrollado en las últimas décadas como el Ébola, el SARS, el Virus del Nilo occidental (West Nile Virus), el Nipah, el Hendra, la enfermedad de Lyme o incluso el SIDA, entre otras, tienen su origen en alteraciones que el hombre provoca sobre los ecosistemas (Robbins, 2012) y se estima que irán en aumento debido principalmente a la destrucción de hábitats naturales y al efecto del calentamiento global del planeta.
Todas las especies tienden a explotar los recursos disponibles que necesitan para su continuo crecimiento. Cada especie, con sus limitaciones fisiológicas, intenta aprovechar lo que encuentra en su entorno para poder alimentarse, crecer y reproducirse. Esa es una ley ecológica básica que vale tanto para una bacteria como para un elefante y el hombre no es una excepción a esa regla. En la naturaleza hay mecanismos de regulación del tamaño de las poblaciones interaccionando unas especies con otras en un equilibrio fluctuante. El ser humano, en un momento de su trayectoria evolutiva, consiguió alcanzar una situación ecológica privilegiada al convertirse en el principal depredador y en el principal consumidor de todos los hábitats disponibles en el planeta de modo que la limitación de su crecimiento venía impuesto por grandes hambrunas, guerras y grandes pandemias. En el siglo XXI, aunque las tres amenazas siguen presentes, su impacto sobre nuestra especie se ha reducido a porcentajes inéditos en nuestra historia, pero eso no evita que necesariamente sigamos sometidos a los mecanismos de regulación de la biosfera. Hay dos factores clave en ecología de los que depende nuestra especie y que podemos regular. Además, desde no hace muchos años estamos empezando a comprender la estrecha relación que hay entre ambos factores. El primer factor es el agotamiento de recursos en el planeta; el segundo la respuesta de la biosfera a nuestras actividades. El primero es muy obvio: si la población humana sigue creciendo del mismo modo que lo ha hecho en los últimos 150 años, en pocas décadas habremos acabado con recursos
Selva de Misiones. Las selvas tropicales son puntos calientes de biodiversidad y ecosistemas prioritarios de conservación.
esenciales para nuestra supervivencia y, mucho antes de que eso ocurra, es fácil adivinar que se generarán conflictos por controlar esos recursos cada vez más escasos (las guerras y las hambrunas volverán a ejercer su papel). El segundo factor está lleno de incógnitas. Entre los efectos que ya estamos padeciendo por estas alteraciones y cuyas consecuencias ambientales son previsiblemente desastrosas está el cambio climático o la pérdida acelerada de biodiversidad. Estos cambios previsiblemente también alterarán los mapas geopolíticos, lo que nos lleva a la misma situación de la falta de recursos. Pero hay un elemento que
hace imprevisible cualquier escenario de futuro y son las sinergias entre estos factores. Hay una relación entre crecimiento de población, cambio climático, alteración de ecosistemas y aparición de nuevas enfermedades. La pandemia que estamos padeciendo es un ejemplo de ello. Hace algunos años los microbiólogos ya alertaban sobre la gran capacidad de los coronavirus para sufrir recombinación genética y sobre la alta probabilidad de que surjan nuevos genotipos y brotes con mayor o menor virulencia que afecten al hombre (Cheng, et al. 2007). Aunque el número de víctimas mortales de la Covid-19 nos pueda parecer elevado no es equiparable al de otras pandemias del pasado o algunas actuales como el Ébola —perteneciente a una familia de virus diferente— con una tasa de letalidad superior al 50% pero que, por fortuna, tiene una limitada capacidad de propagación si la comparamos con los coronavirus.
Aunque los avances en biomedicina son inmensos respecto a los que había, por ejemplo, en la última gran pandemia global llamada gripe española que se padeció en 1918, no podemos confiar en una respuesta rápida para resolver enfermedades emergentes y a escala planetaria que puedan amenazarnos. Incluso, en uno de los mejores escenarios posibles en el que la mayor parte de la población salga indemne de cualquiera de estas amenazas, el coste económico que puede tener podría desestabilizar gravemente a muchos países. Sabemos que el actual modelo de crecimiento económico, basado en la explotación de los recursos y, por tanto, en la pérdida continuada de diversidad biológica, es actualmente, insostenible porque explotamos la naturaleza muy por encima de la capacidad que tiene para regenerarse. El crecimiento económico aumenta la explotación de recursos e incrementa el comercio y ambas acciones impactan sobre los ecosistemas por cambio de usos de suelo, contaminación química, proliferación de
Aduánate, 1(2021) especies invasoras y alteración climática. Este planteamiento permite la posibilidad de estimar el valor económico de la biodiversidad, conocer el precio de lo que los economistas llaman servicios de los ecosistemas y que se refiere a los bienes que la naturaleza nos proporciona directa o indirectamente —por ejemplo los insectos y aves polinizadores de los cultivos, los bosques que filtran el agua que bebemos o que actúan como sumideros de carbono, etc.— y saber cuánto costaría mantener grandes superficies naturales bien conservadas en el planeta.
Con la crisis mundial provocada por la pandemia del coronavirus se pone en evidencia un importante servicio proporcionado por los ecosistemas a la humanidad. Sabemos que muchas enfermedades infecciosas que han aparecido en las últimas décadas como el SIDA, el Ébola, el SARS, y otras muchas se deben al daño que infringimos sobre los ecosistemas (Kilpatrick & Altizer. 2010). De hecho, se calcula que el 70 % de las enfermedades infecciosas emergentes que afectan a los humanos son zoonóticas, es decir, tienen un origen animal y la mayoría provienen de especies silvestres, entre ellas los murciélagos. En un estudio reciente realizado en islas del Océano Índico occidental se ha visto que casi un 9% de los murciélagos estudiados eran portadores de algún tipo de coronavirus. Por supuesto el problema no está en los murciélagos que, por otro lado, también aportan servicios clave en los ecosistemas, como son la regulación de plagas de cultivos, la polinización, la dispersión de semillas o la fertilización del suelo. Estas especies han convivido y evolucionado con estos virus durante millones de años, y debido a esta coevolución, cuando se infectan lo padecen como el equivalente a un resfriado. Sin embargo, cuando el virus pasa
Ejemplar de tritón jaspeado pigmeo (Triturus pygmaeus). Entre los vertebrados los anfibios son los más amenezados por ser especialmente sensibles a las alteraciones del medio y al cambio climático.
a especies con las que antes no había estado en contacto las consecuencias pueden ser muy graves. La forma de pasar a otra especie es diversa, no solo por la ingesta directa del animal infectado, sino a través de otras especies intermedias. Por ejemplo, en muchos lugares las granjas cada vez se adentran más en zonas selváticas invadiendo y alterando hábitats en los que los animales domésticos entran en contacto con especies silvestres. En esas condiciones incluso el azar puede hacer que los virus encuentren nuevos hospedadores y que,
Vista aérea de la selva amazónica.
finalmente, lleguen al hombre. A partir de ahí, en un mundo tan globalizado en el que se hacen multitud de movimientos de personas y objetos entre países muy alejados, la posibilidad de dispersarlo por todo el planeta en muy poco tiempo es muy elevada como hemos visto con la Covid-19.
Hay ya muchos estudios que muestran relaciones entre la deforestación de selvas y el incremento de enfermedades (Jones et al. 2008). La tala de árboles en la Amazonía, por ejemplo, ha hecho aumentar la incidencia de la malaria porque los mosquitos que la transmiten encuentran nuevos hábitats en zonas abiertas encharcadizas a las que llega la luz solar directa (Barros & Honório, 2015). Es esencial, por tanto, comprender estas relaciones ecológicas, valorar los efectos protectores de los ecosistemas bien conservados y tomar medidas para preservar los grandes espacios naturales que aún nos quedan. Cuando alteramos o fragmentamos estos ecosistemas estamos rompiendo complejas conexiones entre diversas especies incluyendo aquellas que pueden tener una función protectora.
Para conseguir esto es necesario llegar a acuerdos internacionales y que algunas regiones del mundo reciban importantes compensaciones por conservar grandes espacios naturales. ¿Cómo se hace? ¿Cómo de grandes tienen que ser? ¿Cuánto se tardaría? ¿Cuánto nos va a costar? A algunas de estas preguntas ya las podemos responder o, al menos, acercarnos a dar una solución. Lo que sí hemos podido aprender con esta
pandemia es que ignorar el daño que producimos en los ecosistemas trae consecuencias medibles. El impacto de la Covid-19 parece que va a suponer una caída del 8-10% del PIB a nivel mundial. Quizá ahora nos parezca una buena idea lo de poner en valor la biodiversidad, y pagar una tasa anual por su funcionamiento óptimo. Nos saldría mucho más barato y, en términos económicos —que parecen ser los argumentos que tienen más atención—, no sería un gasto, sino una inversión para nuestro futuro como especie.
Referencias Barros, F. S., & Honório, N. A. 2015. Deforestation and Malaria on the Amazon Frontier: Larval Clustering of Anopheles darlingi (Diptera: Culicidae) Determines Focal
Distribution of Malaria. The American journal of tropical medicine and hygiene, 93(5), 939–953. https://doi.org/10.4269/ajtmh.15-0042 Cheng, V.C.C. Lau, S.K.P., Woo, P.C.Y. & Yuen, K.Y. 2007. Severe Acute Respiratory
Syndrome Coronavirus as an Agent of Emerging and Reemerging Infection. Clinical
Microbiology Reviews 20(4): 660-694. DOI: 10.1128/CMR.00023-07. https://cmr.asm. org/content/20/4/660.short Jones, K.E., Patel, N.G., Levy M.A., Storeygard, A. Balk, D. Gittleman, J.L. & Daszak,
P. 2008. Global trends in emerging infectious diseases. Nature 451. doi:10.1038/ nature06536 Kilpatrick, A. M. & Altizer, S. 2010. Disease Ecology. Nature Education Knowledge 3(10):55). Robbins, Jim. 2012. The Ecology of Disease. The New York Times: https://www.nytimes. com/2012/07/15/sunday-review/the-ecology-of-disease.html
Ricardo Reques es Doctor en Ciencias Biológicas (Premio Extraordinario de Doctorado). Ha trabajado en centros como el Biology Department of The Open University (Milton Keynes, Reino Unido), la Estación Biológica de Doñana (CSIC) y como docente en la Universidad de Córdoba. Es autor de los libros Anfibios, ecología y conservación (2000), Conservación de la Biodiversidad en los Humedales de Andalucía, (2005) y Ecología, estudio y conservación de los anfibios (2020). Ha publicado cerca de un centenar de trabajos científicos y técnicos en capítulos de libros y en artículos de revistas especializadas internacionales y nacionales.