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El primer día

El destartalado autocar emitió un fuerte bufido y aminoró su marcha en cuanto traspasó los hitos que marcaban la entrada a la zona escolar. La larga fachada fue dilatándose ante nosotros hasta abarcar todo el campo visual. Nunca había conocido una construcción semejante. Era más grande, incluso, que el hospital al que me llevó mi madre para que me hiciesen un electroencefalograma cuando desperté gritando después de una violenta pesadilla nocturna que terminó aterrorizando a toda la familia.

Comenzamos a bajar del vehículo mientras que otro, mucho más nuevo que el que nos había traído, hacía su aparición y comenzaba a maniobrar para aparcar al otro lado de la explanada asfaltada frente a la entrada.

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La bandera ondeaba suave, como saludando a los recién llegados, bañada por el inocente sol de septiembre de 1972. Mark Spitz acababa de sorprender al mundo con siete récords mundiales de natación en las Olimpiadas de Múnich, obteniendo sus correspondientes siete medallas de oro; éxito que se vio eclipsado por la acción terrorista de una facción de la Organización para la Liberación de Palestina, conocida como Septiembre Negro, que terminó con la vida de diecisiete personas y fue la culpable de sumirme, durante mucho tiempo, en mis particulares terrores nocturnos.

—¡Atención! ¡Atención! Id formando filas desde este punto hacia aquellos árboles, dos para los de quinto y dos para sexto —dijo el mismo profesor de patillas canosas que meses antes había tenido una reunión con nuestra madre para explicarle el traslado.

Tras el primer conato de hacer filas separadas de niños y niñas, los maestros intervinieron en aquel caos y nos dijeron que no, que todos juntos, que ya estaba bien con las distinciones entre sexos, que allí no habría segregación.

Me sorprendí al escuchar una de mis palabras últimamente adquiridas y, por tanto, preferidas. Fue Juanito Gámez «el jarambel» el que se colocó detrás de mí y con una sorna que no podía disimular, me dijo perdigoneándome la nuca con su saliva: —¡Anda, listillo, tú que sabes tanto! ¿Qué ha querido decir el maestro con eso de la sege... segegración o lo que sea que ha dicho?

Le dediqué una sonrisa tan inquietante como la del muñeco del NETOL. Me limité a limpiarme sus salivazos con la manga de mi cazadora y me volví sin contestarle. No

El edificio de La Aduana fue proyectado en el año 1958 por Carlos Sáenz de Santamaría, para la Congregación de Jesuitas. El edificio y su entorno fueron adquiridos por el Ministerio de Educación y Ciencia, y desde el curso escolar 1971/72. fue utilizado como centro escolar. Durante 20 años, aproximadamente, en un ala del edificio (hoy desocupada) estuvo ubicada la Residencia Escolar La Aduana (actualmente se localiza en los Colegios de la Diputación – Parque Figueroa).

sé por qué no lo hice, pero el simple hecho de conocer la respuesta y no decírsela al iletrado bravucón, me inyectó la dosis exacta de seguridad en mí mismo que necesitaba en esos momentos, y a él lo dejó desconcertado al pairo de su propia ignorancia.

Qué más daba que mis notas no hubiesen sido hasta entonces todo sobresalientes o notables. Aquellos pequeños triunfos valían para mí mucho más que una cartulina rellena de símbolos positivos. Desgraciadamente mi padre no opinaba de la misma manera; y… ay. —Bien, niños y niñas, atended. Mi nombre es don José Manuel Espinosa de los Monteros y soy el director del colegio. En cuanto pasemos lista vais a acompañar en fila y en silencio hasta vuestras aulas al profesor que se os ha asignado. Allí tomaréis nota de los libros que debéis traer lo antes posible, y se os facilitará una lista con las actividades y normas del colegio para que se la entreguéis a vuestros padres ¿Entendido?

Aduánate, 1(2021)

El silencio fue absoluto, nadie sabía si decir ¡sí!, o ¡entendido! —tal como parecía requerir el director—, aunque, quizás, simplemente con mover la cabeza bastaba, como hicimos la mayoría. —Pero antes del recuento quiero daros la bienvenida a este colegio —continuó el director—, que como ya sabéis se llama «Centro Piloto La Aduana». Todos somos nuevos aquí, y solo espero que obedezcáis en todo a vuestros profesores. Nuestra misión es que aprendáis de la mejor forma posible, y descuidad que haremos todo lo que esté en nuestras manos para que así sea. Otra cosa que debéis saber es que este enorme edificio no se va a usar en su totalidad. Hace unos años se construyó como noviciado de la Compañía de Jesús, una especie de convento para que me entendáis, pero el Ministerio de Educación y Ciencia lo ha adquirido para paliar las necesidades de escolarización. Os quiero decir con esto que os mantengáis, sobre todo en los recreos, dentro de los límites del colegio, y en caso de que surja algún problema del tipo que sea, que rápidamente lo pongáis en conocimiento del profesor más cercano. Y dicho esto ya podéis pasar dentro a ocupar las que desde hoy serán vuestras aulas.

Las largas filas se removieron inquietas y en cuanto la profesora que se había colocado a la cabeza de la que yo ocupaba, dio la señal, nos pusimos en movimiento tras ella.

«¿Pero tiene límites el colegio?» me pregunté, dirigiendo una rápida mirada a mi alrededor, concentrándome en el denso bosque exento de vallas que nos rodeaba. Y con aquella duda, quizás compartida con el resto de alumnos, fuimos siendo engullidos por aquel soberbio edificio, que hasta ese día había permanecido tranquilo en estado de reposo y que —en vista de lo que sucedió después— no sabía lo que le esperaba.

Alfonso Cost

Alfonso Cost: Crónica de los días azules (Adeshoras, 2016). La novela Crónica de los días azules, del escritor cordobés Alfonso Cost, narra la historia de cómo un trágico acontecimiento lleva al protagonista a rememorar unas vivencias que creía ya olvidadas: el paso por el colegio de La Aduana, pionero a comienzos de los años setenta del pasado siglo en la integración en el aula de niñas y niños, y en la aplicación de nuevos métodos de enseñanza. Entre estos recuerdos saldrán también a la luz aquellos años que supusieron la entrada en la adolescencia y el descubrimiento del amor.

Alfonso Cost Ortiz (Córdoba, 1963), es autor de las novelas El Oro de los Dioses (Almuzara, 2012); Crónica de los días azules (Adeshoras, 2015); y del libro de relatos Demasiados ríos por cruzar (Dauro, 2012).

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