CUENTO
LOS CAZADORES DEL RÍO TIGRE Joseph Zárate
C
uando sus mujeres comenzaron a darles la espalda en la cama y dejarlos sin sexo por no traer suficiente comida a casa, los kichwas del río Tigre descubrieron el cambio climático. No era que se hubieran vuelto menos hábiles con la escopeta. Sucedía que la selva que los rodeaba, la misma que creían entender, se había vuelto incomprensible. Ya no podían predecir la lluvia como antes, usando la sabiduría heredada de sus padres y abuelos, quienes sabían leer el modo en que los insectos se ocultaban entre las hojas caídas cuando estaba por estallar el cielo. Ventarrones fríos y tormentas de tres días ocurrían cuando no debían suceder. Algunos animales morían ahogados por las inundaciones. Los que escapaban del agua no podían conseguir alimento y huían cada vez más lejos, hacia las zonas más altas del monte. Selva adentro, en la frontera entre Perú y Ecuador, el clima imprevisible obligaba a los cazadores kichwas a refugiarse y esperar. A veces para muy poco. En varias de sus incursiones sólo conseguían una lastimosa cantidad de carne para traer bajo el brazo. No estaban ni cerca de cumplir con la pascana, esos ocho kilos de cuota extra que su cultura les obliga a traer de regalo a sus esposas después de cada cacería. Silverio Isampa —un abuelo flaco, de talla mediana, bigote entrecano y ojos achinados— ya ni recuerda la cantidad de veces que debió volver a su casa sin poder entregar a su esposa la ofrenda que prescribía la ley no escrita. Lo que sí recuerda Silverio, el mejor cazador de la comunidad nativa 28 de Julio, es el día en que su mujer lo regañó: “Si no traes nada, dormirás afuera”. No era algo menor. El ritual de los kichwas exige que una semana antes de cada cacería deban cumplir con un estricto ayuno sexual y cuando se internan en el monte pueden pasar hasta un mes sin regresar. A otros cazadores les pasó lo mismo. Las mujeres kichwas, que llevan la casa y mantienen los cultivos en las chacras, no estaban dispuestas a conformarse con la excusa de mala suerte. Silverio Isampa ya era un hombre entrado en años, pero la obligada abstinencia había cambiado el humor de los más jóvenes. Sin carne y
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