KANADA
FRAGMENTO Juan Gómez Bárcena
D
esaparece. Y sin embargo aún está frente a ti, todavía de pie y todavía desnuda en el baño vacío. Es joven de nuevo. Cinco, diez, puede que incluso quince años atrás. La ves tal y como era en el momento en que llegaste a la casa —aunque sientes como si no hubiera pasado el tiempo; como si ese primer día no hubiera acabado nunca—. Sigue desnuda, pero ya no está parada en la puerta del aseo. Ni siquiera está ya la puerta. Sólo persiste el vaho de la bañera o algo que parece el vaho de la bañera, penachos de bruma que ascienden de la tierra helada. Y ella está tendida sobre la nieve. Está desnuda y está también, seguramente, muerta. La imaginas así, eternizada en el gesto de abrir la boca, fosilizada por el frío. No está sola. Por todas partes hay otros cuerpos, mujeres desnudas y muertas como ella, apiladas sobre la nieve. De pronto, un ruido. Se acerca un carro, bamboleándose: dos hombres con ropa de presidiario lo empujan con esfuerzo. Se detienen, se miran un instante y caminan hasta el primero de los cuerpos, apoyándose en sus bastones. De sus bocas asciende el calor de la respiración, en vaharadas rápidas que se disipan en el aire. Luego se inclinan y comienzan a cargar los cadáveres. Sólo que no son cadáveres: eso se lo han enseñado. Hay que llamarlos mierda, muñecos, basura, espantapájaros. Cuando alguien se equivoca y pronuncia la palabra “muerto”, la palabra “víctima”, los soldados lo azotan con sus fustas. Así que eso hacen ahora: recogen espantapájaros. Más tarde beberán un pocillo de fango y lo llamarán agua: masticarán una torta de arcilla negra y la
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