EN CAMINO
LA HIPOCRESÍA GLOBALIZADA Leticia Calderón Chelius
Cuando se piensa en migración hay dos ideas que suelen repetirse. Una, la que subraya la condición migratoria del tiempo que vivimos: “Estamos en la era de la mayor movilidad humana del planeta.” La otra, la celebración de la diversidad como rasgo de la humanidad: “Todos somos migrantes, llegamos, fuimos, volvimos o algún día, potencialmente, podríamos vivir en tierras lejanas.” Sin embargo, a la hora de hablar de los migrantes resulta que siempre son los otros, son ellos, nunca nosotros. La migración en esta época es uno de los rasgos más contundentes de la desigualdad de nuestro sistema económico global. La forma en que se da este proceso hace aún más evidente esta desigualdad que nos agobia y de la que buscamos inútilmente escapar. Las imágenes de migración que circulan en periódicos, revistas, televisión y redes sociales suelen mostrarnos a los desheredados del mundo que huyen de condiciones insoportables, mientras que las sociedades por las que transitan o en las que buscan establecerse los rechazan como si su sola presencia fuera una sentencia. Estos grupos —que cruzan mares, caminan desiertos, atraviesan fronteras— son la evidencia de la distribución absolutamente desigual de los recursos porque, vaya paradoja, la mayoría suele venir de países donde las élites son inmensamente ricas. A ellos, los que deciden migrar, sólo llegan algunas sobras de esa riqueza Irene Dubrovsky, Planeta Azul. Apuntes de la migración, 2019. Colección del Museo de Arte Moderno. Cortesía de la artista
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