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3. tEatro y cinE
TEATRO Y CINE
¿El cine es el sucesor, el rival o el revitalizador del teatro?
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susan sontag La carreta se rompió en mil pedazos, y su conductor fue a dar al cine.
seRgei eisenstein El cine devolverá al teatro sin avaricia lo que antes le había tomado.
andRé Bazin
Nuevamente se suscitan las mismas preguntas y temores que aparecieron en los albores de la fotografía: ¿Se puede concebir un arte industrial? ¿La máquina puede reemplazar en sus funciones al artista? Un nuevo producto realizado mediante una máquina y reproducido industrialmente amenaza robar las funciones que por milenios ha tenido el teatro y, desde el Renacimiento, el libro impreso. El cine parece amenazar mortalmente la representación teatral y el libro de novela, aparece como una copia insuficiente de éstos, producida por un colectivo de hombres y un aparato mecánico. Las reacciones fueron muchas y opuestas, desde las de Theodor Adorno y Berthold Brecht, que no aceptan que la reproducción mecánica y la mercancía puedan producir o ser obras de arte, hasta las de Abel Gance y Béla Balázs, que anuncian una nueva época de nuestra civilización, en donde terminará por imponerse la “cultura de la imagen” a costa de la hegemonía que la palabra venía gozando por siglos. De las polémicas surgidas ante el desplazamiento de tradiciones que significa la aparición de la industrialización, la máquina y la modernización, se decantan respuestas modernistas que darán una auténtica forma y función al cine, tanto como al teatro y a la literatura modernos.
Sin proponérselo, la máquina logró transformar violentamente los conceptos de belleza que tenían el arte y la estética clásicos. Los nuevos medios tecnológicos revelaron la belleza moderna que tal vez buscaba Baudelaire e hicieron sospechosa la importancia dada a los oficios tradicionales de las “Bellas Artes” como únicos medios de producción de lo bello. Gracias al uso que artistas auténticos le dieron a la máquina como medio de expresión, hoy, el arte desempeña nuevas funciones sociales, comerciales, políticas, religiosas, éticas y por supuesto, estéticas. Se ha desacralizado el valor conferido al objeto físico como obra de arte en favor de otorgarle su valor real al momento en que la obra cobra su sentido: el momento que entabla contacto con su público, suscitando en él emociones, revelaciones e interpretaciones insospechadas. El arte moderno ha protestado por el culto que se le hace al “objeto artístico” en el recinto elitista del Museo, para lanzarse a la calle y a la vida en busca de nuevos sentidos sociales y estéticos. Trátese de una pintura al óleo, de una fotografía o de un cartel; de un happening callejero o de una película; importa más su poder en cuanto productor de sentido, que su forma de producción. Ni la pintura, ni el teatro, ni la literatura son arte en sí mismos, son sólo medios que pueden alcanzar la belleza y la poesía en un momento dado, como también puede alcanzarse a través de herramientas tecnológicamente más sofisticadas como la fotografía y el cine. Los resultados transformadores de la aparición de la máquina sobre el arte y la estética han revelado que no hay Bellas Artes y nuevos medios, como se creyó en algún momento; el artista hoy se vale de cualquier medio e incluso los conjuga y conjura para revelarnos la belleza moderna. La máquina puede casi alcanzar un “perfección realista”, tanto en la fotografía como en el cine, por eso medios más artesanales reaccionan contra este naturalismo, que ha terminado por identificarse con la reproducción mecánica. Los intentos vanguardistas por destruir el naturalismo y dirigirse al simbolismo, el formalismo, la abstracción, etc., han sido propiciados en parte por una reacción ante el producto industrial. Pero si la máquina se ha convertido en monstruo desestabilizador de un orden clásico para unos, para otros ha sido un objeto de belleza ideal, como para unos terceros ha sido el motivo de reflexión sobre el rol del artista moderno y sus obras. Mucha de la arquitectura, teatro, música, danza, escultura, pintura o novela modernas, han introducido la máquina como herramienta o como elemento inspirador en su propia obra o realización. También muchos cineastas y fotógrafos, preocupados por una estética moderna, han buscado el antinaturalismo pese a la máquina.
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Estas son propuestas que nunca conducirían a leyes universales, ni se podrá a través de sus resultados exitosos deducir preceptos artísticos: sólo son respuestas logradas o fallidas en cada caso particular, en cada obra. Cada película debe encontrar su propuesta estética en su propia “especificidad fílmica”, distinguiéndose del “teatro filmado”. También cada obra de teatro se ha visto obligada a buscar su propuesta “modernista” que la distinga de la función estética y cultural que logra el cine. Sólo los mediocres se apoyan en la máquina para realizar “exactamente” lo mismo que antes se hacía sin ella y sólo la mediocridad se atemoriza ante la posibilidad de verse reemplazada por la máquina. Sucede con el teatro y el cine lo mismo que sucedió con la pintura y la fotografía: primero los temores de un teatro que busca el naturalismo y ve en el cine un reemplazo que lo amenaza, al tiempo que el cine se afana en buscar un reconocimiento adoptando los cánones teatrales; luego, la aceptación de su rival con el reto de realizar un teatro moderno, alejado de ciertos cánones realistas, a la vez que el cine encuentra sus propias características estéticas y técnicas, como también su función social. Tal como aún sucede con la pintura y la fotografía, no se trata de procesos históricos ya consumados, sino de procesos permanentes y singulares con los que se encuentra constantemente el pintor, el fotógrafo, el dramaturgo y el cineasta, al dar forma a su obra.
El cine busca su propio espacio
Como la fotografía imitó por analogía los cánones de la pintura, también el cine emula tempranamente al teatro por obvias similitudes en cuanto a la representación de acciones. El cinematógrafo, es decir, la presentación del invento científico de los hermanos Lumiere en las principales ciudades del mundo, dará paso al cine, definido como el espectáculo cinematográfico donde el público termina olvidándose del asombroso invento, para comprometer sus sentidos y sus afectos con los personajes e historias que éste empieza a contar. Después del reconocer el mundo como su propio objeto, en La llegada del tren a la estación, el cine empieza a buscar los lugares de la representación tradicional de acciones, tanto en sus escenografías como en sus historias: las del teatro, la comedia, el vodevil, el music hall, el circo, los deportes y también los argumentos de la literatura. Algunas de las primeras presentaciones del cinematógrafo ya incluían tomas documentales de diferentes espectáculos o representaciones: las divas Eleanora Duce o Sarah Bernhardt, escenas de vodevil como el baile de Anabelle, peleas de boxeo o la coronación del zar Nicolás II.
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Se ha aceptado que el cinematógrafo empezó como documental y que luego se institucionalizó como espectáculo, en su función de representación o narración de historias de ficción. Se reconocen en estas dos corrientes, como fundadores, a los hermanos Lumiere del documental y a George Melies del espectáculo. Recordemos que la invención técnica del cine fue una larga y acelerada reacción en cadena impulsada por un deseo arcaico del hombre: recrear la vida. Pero no olvidemos las innumerables funciones proto-cinematográficas de sombras chinescas, linternas mágicas, zootropos, fantasmagorías y kinetoscopios donde ya se preparaba el público para la función del espectáculo, que finalmente instauran personalidades como Edison o Melies. Georges Melies, caricaturista, mago y empresario del popular “Teatro Robert Houdin”, es invitado personalmente por los hermanos Lumiere a la primera presentación en sociedad del cinematógrafo el 28 de diciembre de 1895. Esa misma noche Melies les ofrece comprar la patente a los hermanos que obstinados se niegan ante esta y otras ofertas. Louis Lumiere le confiesa al dueño del Teatro Houdin que su invento no será ningún buen negocio y que a lo sumo robará la atención del público durante unos cinco o diez años como atracción científica exhibida en ferias. Pero lo que alcanzó a ver Melies en esta exhibición en el Salón Indú no fue la atracción científica, sino las posibilidades de un nuevo espectáculo recreado a través de este invento. Su visión de mago y empresario de espectáculos vislumbró entre las tinieblas de la proyección, al moderno espectáculo del mundo industrial, el más popular y comercial, el más emocionante y fantástico. Pero como no pudo comprar la patente, mandó fabricar una cámara y con ella empezó a trabajar desde principios de 1896. Dice haber descubierto la magia del cine cuando observaba una de sus películas, que mostraba un bulevar de Paris con su cotidiano desfile de transeúntes y carrozas que de pronto se transformaba en desfile mortuorio, entonces recordó que su cámara se había trabado y que, sin mover el encuadre, pocos minutos después había continuado filmando. Había descubierto azarosamente el truco de la metamorfosis por montaje. A propósito de esta feliz coincidencia que unía el desfile de la vida con el de la muerte, Jean Cocteau diría años más tarde, que “el cinematógrafo muestra a la muerte trazando surcos de tiempo en el rostro humano”. La muerte se hace presente de la manera más familiar en el cine; con el transcurrir del tiempo las imágenes quedan para recordar lo que ya no está, pero también el cine nos libera del tiempo real, o mejor, solar. Con esta experiencia, Melies inicia este mismo año su larga producción de películas, donde él mismo actúa como mago que hace aparecer, transformar
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y desaparecer objetos y personas, gracias a las posibilidades mecánicas y químicas de esta máquina. Construyó en Montreuil un hangar donde realizó las escenografías mecánicas de sus películas que cada vez pedían un mayor desarrollo de acciones, viajes, fantasías, anticipaciones del mundo futuro, etc. Aunque realizó algunos dramas importantes, el éxito popular de sus películas fue dado por sus espectáculos mágico-diabólicos y por sus adaptaciones o inspiraciones del mundo literario de Julio Verne: Le cabinet de Méphistofeles, Faust et Marguerite, Magie diabolique de 1897; El hombre de las mil cabezas (“L’homme de tete”) y El hombre de la cabeza de caucho (“L’homme a la tete de cautchouc”), de 1898 y 1901; El Viaje la luna (“Le Voyage dans la lune”), Viaje a través de lo imposible (“Le voyage a travers l’imposible”), 20.000 leguas de viaje submarino (“20.000 lieues sous les mers”), El túnel bajo el canal de la Mancha (“Le tunnel sous la Manche”) y La conquista del Polo Norte (“La Conquete du Pole”) realizadas entre 1902 y 1912. Pero si Melies es pionero al concebir el cine como un espectáculo donde se representan historias fantásticas y asombrosas, su espectáculo aún se resuelve de una manera teatral. La cámara se sitúa detrás de esa “cuarta pared” invisible de la escenografía teatral y reemplaza con su ángulo de visión la mirada del espectador inmóvil y centrado en la platea. Así, la pantalla cinematográfica equivale ahora al proscenio teatral, el encuadre incluye todo el escenario, los actores entran y salen por derecha e izquierda moviéndose perpendicularmente al eje de la cámara, se ven sus cuerpos completos y la toma no tiene ningún corte de la acción y tiempo hasta tanto no se termine la escena. La secuencia cinematográfica de Melies equivale en tiempo y espacio al acto teatral, no se da un tiempo y un espacio propios del cine. La sucesión de una secuencia a otra sólo se da cuando ha terminado la acción de la primera; no hay anticipaciones ni montajes paralelos entre diferentes situaciones, cada secuencia es un episodio en un escenario diferente. Las posibilidades del montaje y del trucaje cinematográficos sólo son explotadas como trucos de bambalinas –de gran guiñol como en el teatro “Houdin”–, no como creación de un nuevo espacio-tiempo. Sí hay montaje dentro de una secuencia es sólo para producir un efecto de aparición-desaparición o para pasar de un escenario a su maqueta a escala. Si hay acercamientos sólo son para mostrar con efectos el crecimiento real de un rostro, como cuando la cabeza de caucho se infla o aparece el inmenso rostro de la luna. Se podría decir que Melies usa el cinematógrafo para que su teatro alcance el mayor grado de fantasía e ilusionismo; algo que ya venía buscando mediante trucos que hicieran posible la ilusión de viajes, de vendavales o
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incendios, a través de efectos visuales, mecánicos, luminotécnicos, heredados del drama barroco. En las dos primeras décadas del siglo XX, se concibieron y produjeron los más populares géneros de la historia del cine: el melodrama, la comedia o las series de aventuras. Aprovechando la aceptación popular de conocidos melodramas teatrales, de hilarantes burlescos o de folletines de aventuras, se realizan las primeras dramatizaciones de Edwin S. Porter y David W. Griffith en escenarios naturales, las primitivas comedias mudas de Max Linder en Francia y Mack Sennet en los Estados Unidos, o los seriales de Fantomas, Los vampiros (“Les vampires”) o Judex realizados por Louis Feuillade entre 1913 y 1916. Estas breves, simples y centellantes historias emocionaban al público hasta producirle lágrimas, carcajadas, sudor y adrenalina, emociones a las que se volvió adicto desde este momento. Tal parece que para la industria no pasaran inadvertidas las investigaciones de su contemporáneo Pavlov para ponerlas en funcionamiento en los laboratorios de los multitudinarios lugares de exhibición cinematográfica. La respuesta del público a los estímulos que le ofrece el cine, demuestra haber sido una de las más eficaces aplicaciones de los efectos descubiertos por el fisiólogo conductista ruso. Este cine ilusionista y extravagante, con sus historias de acciones rápidas y situaciones estimulantes para el sistema nervioso, es a su vez el producto ideal para la gran población de estas nuevas ciudades industriales. Un público que desea este tipo de esparcimientos breves y vertiginosos, para hacerlo olvidar rápidamente y al menor costo, de sus largas y agotadoras jornadas en fábricas con infrahumanas condiciones laborales. La revolución industrial y su consecuente revolución urbana generaron a la vez el espectáculo moderno y el gran público moderno. Tanto demanda la costosa industria cinematográfica de un público masivo, como este público demanda el tipo de películas que produce la industria. Como anota Arnold Hauser, el cine es también la consecuente evolución de un producto teatral que cada vez necesita más público:
El montaje de una opereta podía sostenerse con un teatro de tamaño mediano; el de una revista o un gran ballet tiene que pasar de una gran ciudad a otra; para amortizar el capital invertido, los asistentes al cine del mundo entero tienen que contribuir a la financiación de una gran película.36
36. Hauser, Arnold. Historia social de la literatura y el arte. Editorial Labor, Barcelona, 1979, Vol 3, p. 293.
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Esta moderna forma de espectáculo está obligada por sus costos a ser una industria y un mercado mundial, debiendo buscar las fórmulas que satisfagan a un enorme y heterogéneo público. La industria y el espectáculo cinematográfico crecen y se desarrollan en los Estados Unidos, precisamente gracias a las características de su público, debido a la creciente población de las nuevas ciudades y a la heterogeneidad de sus nacionalidades, idiomas, oficios y sectores sociales, que permite conformar espectáculos como el teatro de vodevil, donde como en un “ómnibus” caben una cantidad y diversidad de gustos posibles: Antes de 1850, la mayor parte de los teatros de América del Norte se esfuerza en conseguir un espectáculo-ómnibus susceptible de agradar a todos los gustos. Además, se obliga a compartir la misma sala a espectadores y números de escena a quienes todo les opone. Como si fuera un globo, el espectáculo escénico es hinchado a base de estiramientos.37 Ya se prefigura en estos espectáculos el poder integrador del cine y su variada oferta de diversiones para todos los gustos. Precisamente en este tipo de espectáculos debuta el cinematógrafo haciendo parte de otras atracciones como números de magia, bailarinas y cantantes, cómicos y acróbatas. Esta diversidad de público y gustos sólo se identifica en su común rechazo a los desplantes de una cultura elitista proveniente de Europa, como sucedió en el sintomático caso del motín del Astor Palace. Frente a este teatro de Nueva York protestó en 1849 una pequeña burguesía por la presentación de un shakesperiano actor inglés, que dos años antes había hecho críticas al norteamericano Edwin Forest por las libertades que se tomaba con el “divino Shakespeare” para ponerlo al alcance de las masas. En este momento se hacían evidentes estas dos actitudes rivales: una que defiende la pureza del “arte clásico” y otra la democratización y comercialización de este mismo, actitudes que se suelen adjudicar geográficamente a los dos extremos del Océano Atlántico. El “arte clásico” como una institución europea y los “mass media” como la pragmática respuesta norteamericana:
Mac Ready representaba la tradición cultivada, snob, aristocrática, cuya fuente era la odiada antigua metrópoli, Inglaterra, y que era mantenida por la gran burguesía urbana y terrateniente autóctona; por el contrario, Forest representaba el gusto de las “gentes sencillas”, comerciantes, artesanos, granjeros y trabajadores.38
37. Teller, R. “On whit the show”, citado en Burch, Noël. El tragaluz del infinito. Ediciones
Cátedra, Madrid, 1987, p. 122. 38. Burch, Noël. Op. cit., p. 122.
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Son estas numerosas pero singulares “gentes sencillas” las que, sin ningún complejo de inferioridad, empiezan a ser parte del público de las diferentes formas de exhibición de películas en sus primeros años. Este público hace que en Norteamerica la evolución del espectáculo cinematográfico se realice paulatinamente y sin grandes conflictos, adecuándose a las necesidades del producto y el consumidor. Sus primeras exhibiciones se hicieron en teatros de vodevil, parques de atracciones y circos, como un número más. Luego se especializa en penny arcades para maquinas de kinetoscopios, en los “Hale’s Tours”39 y después de 1906 la industria juzga oportuno realizar un espectáculo más confortable junto con películas de mayor duración y calidad, para lo cual empiezan a inaugurar los grandes Nickelodeon donde termina imponiéndose el formato de películas de largometraje después de 1918.
El teatro filmado y el film d’art
Muy diferente a la amalgamada pero heterogénea población norteamericana, es el público de las grandes capitales europeas, donde la vieja rivalidad y fraccionamiento de clases se hace evidente. En estas ciudades la opinión que tiene el público obrero estimulado en sus fibras nerviosas por la industria cinematográfica, difiere completamente de la que tiene la alta burguesía o la vieja aristocracia de este primitivo espectáculo del cine. El público burgués que presenció orgulloso el invento del cinematógrafo a finales del siglo XIX, no dudó luego en alejarse de las ferias y espectáculos populares donde terminaron por proyectarse las películas de Melies, Linder o Porter. Del periódico parisino Fascinateur de 1904, Noel Burch cita el siguiente párrafo:
Por la noche en nuestros grandes bulevares, la circulación queda interrumpida por una estúpida cohorte de papanatas que permanecen en el mismo sitio durante horas enteras, con los pies en el barro, la nariz alzada, los ojos tensos en el aire, empujados, pisoteados, sin preocuparse de sus asuntos ni de su ridiculez, hipnotizados por la tela maravillosa en la que resplandecen en lo alto de un quinto piso mediocres figuras o un anuncio cualquiera. Frente a estas apariciones luminosas, la multitud cae en éxtasis y los parisinos adoptan un aire iluminado. No nos extrañemos por esta primitiva pasión. ¡Es tan natural en los hombres!40
39. Ver supra el capítulo “hombres y máquinas”. 40. Burch, Noël. Op. cit., p. 79.
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También de la obra de Georges Duhamel Scénes de la vie future de 1930, Benjamin cita el siguiente:
...Pasatiempos para parias, disipación para iletrados, para criaturas miserables aturdidas por sus trajines y sus preocupaciones..., un espectáculo que no reclama esfuerzo alguno, que no supone continuidad en las ideas, que no plantea ninguna pregunta, que no aborda con seriedad ningún problema, que no enciende ninguna pasión, que no alumbra ninguna luz en el fondo de los corazones, que no excita ninguna esperanza a no ser la esperanza ridícula de convertirse un día en “stars” en Los Ángeles.41
Tanto el tono de estos dos escritos al hablar del cinematógrafo y su público, como el fondo de su elitista discurso en contra de ciertas modernizaciones, nos recuerdan el ensayo de Baudelaire sobre El público moderno y la fotografía. La idiotez de la masa “hipnotizada por la tela maravillosa”, de los “disipados iletrados” no difiere de la “sociedad inmunda” que medio siglo antes “se abalanzó como un Narciso a contemplar su imagen trivial en el metal” del daguerrotipo. Pero además, estos comentarios evidencian el temor y el punto de vista burgués ante el nuevo medio: lo incómodo que resulta el espectáculo, la improvisación, especulación y hacinamiento del lugar de exhibición. Deben recordarse también el incómodo efecto del centelleo de estas primeras proyecciones –menos de 18 fotogramas por segundo–, y el peligro de incendio que representaban las primeras lámparas y películas –altamente combustibles–, para comprender el natural alejamiento que las clases “acomodadas” ante estas aventuradas diversiones. Pero también los productos exhibidos en estas improvisadas instalaciones, son blanco de una crítica que pretende determinar cuál es el buen y el mal gusto. Un testigo como Felix Mesguich se pregunta sobre el gusto del público y la calidad de las películas en estos primeros años: “Estas abracadabrantes historias me exasperan. Si el público las aplaude, supongo que aprecia sobre todo el efecto de sorpresa y que le divierte su extravagancia. Esto no es acrobacia, sino trucaje”.42 Estas historias son juzgadas de abracadabrantes, extravagantes y truculentas, por un espectador que no está familiarizado con el vértigo, el hacinamiento y el aturdimiento, en que vive la clase proletaria. Para este cultivado espectador de la ópera y el teatro burgués, estas películas representan el “mal gusto” de los analfabetas, para evidenciar las distancias sociales y culturales.
41. Benjamin, Walter. Op. cit., p. 53. 42. Burch, Noël. Op. cit., p. 67.
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Para un buen burgués, sería completamente vergonzoso que lo encontraran en una de estas populosas y torturantes exhibiciones, inmerso en una multitud, inculta, maloliente y peligrosa. Sólo los pequeños hijos de la burguesía, con sus madres y nodrizas que los acompañan, podrían justificar su asistencia cuando el establecimiento brindaba un lugar cómodo y decente para ellos. Este tipo de espectáculo no se adecúa a las costumbres culturales, sociales y hasta de salud, de una clase social que durante el siglo XIX se ha impuesto edificar su cultura. No podríamos imaginarnos a los asistentes de la gran opera, el ballet, la opereta y el derby, retratados por los impresionistas con sus levitas, guantes y catalejos, en una de estas exhibiciones cinematográficas de 1905. Para algunos burgueses con pretensiones de crear una novela o un teatro de compromiso social, como el escritor Máximo Gorki, el cine no es más que un triste remedo de la naturaleza: recrea “una vida carente de palabras y despojada del espectro de los colores vitales: una vida gris, muda, desolada y lúgubre”.43 De acuerdo con el perfeccionado naturalismo del drama burgués de final del siglo XIX, el cine en su estado primitivo sólo podría esbozar una torpe ilusión de realidad a quien haya presenciado las obras de Ibsen, Chejov, Wagner o Verdi. Este espectáculo al lado de las grandes pretensiones y realizaciones de la ópera, donde se conjugaban la música con el drama, el canto con la danza, la poesía con la arquitectura, brillaba por su total ausencia de color y su inexpresiva mudez. El rechazo del ciudadano burgués al cine hace que la producción europea, francesa en particular, empiece a preocuparse en 1907 por este público culto y adinerado, al que se decide a ofrecer un espectáculo más seguro y confortable, un producto digno de su gusto, argumentando la posibilidad que tiene el cine de ser un Arte. De nuevo el afán de reconocimiento hace aflorar la culpa de un “pecado original” en la conciencia de “bastardaje industrial”, que tiene este producto. Como había pasado con la fotografía, ahora el cine se avergüenza ante las depuradas formas del espectáculo burgués: el gran teatro de Chejov, Ibsen o Strindberg o las monumentales óperas de Wagner o Verdi. Este “complejo de bastardo” se evidencia en las ideas expuestas por Ricciotto Canudo en su Manifiesto de las Siete Artes de 1911, como en el primer intento de un cine en busca un público más “culto”, realizado en 1908 por la sociedad “Les Films d’Art” para, L’Assassinat du Duc de Guise.
43. Gorki, M. “El reino de las sombras”, en la recopilación de AA. VV. Los escritores frente al cine. Editorial Fundamentos, Madrid, 1981, p. 18.
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El objetivo público de “Les Films d’Art” es el de “mejorar la calidad” del cine francés a través de grandes actores y grandes temas; sin embargo su resultado fue un regreso al teatro filmado: los telones de fondo pintados, la inmovilidad de la cámara, la toma cinematográfica respetando la unidad espacio temporal del acto, las actuaciones teatrales. Resultó ser un paso atrás, no sólo en cuanto a lenguaje sino también en cuanto a público, ya que el espectador de este tipo de dramas preferirá siempre la representación en vivo, a las “luces y sombras mudas” de este teatro reproducido mecánicamente. Canudo no difiere mucho de las intenciones del “Films d’Art”: “Necesitamos al cine para crear el arte total al que, desde siempre, han tendido todas las artes”.44 Es decir, el intento decimonónico de integrar las artes del espacio y las artes del tiempo: la arquitectura con la música, el Arte Total que buscaba Wagner en el Drama Musical. De otra manera, resulta del deseo nietzscheano de asociar lo Apolíneo y lo Dionisiaco en un justo equilibrio, como en la tragedia griega o en la opera wagneriana. Canudo ve entonces en este “recién nacido de la Máquina y el Sentimiento” la posibilidad de integrar las Siete Artes: arquitectura, música, pintura, escultura, drama, danza y poesía. Anuncia un nuevo arte que resulta de la suma de las viejas tradiciones artísticas: “Nos ha tocado vivir las primeras horas de la nueva Danza de las Musas en torno a la nueva juventud de Apolo. La ronda de las luces y de los sonidos en torno a una incomparable hoguera: nuestro nuevo espíritu moderno”.45 Este manifiesto reconoce así la importancia para el Arte, del cinematógrafo como caja receptora del teatro, la pintura, la ópera o la literatura, pero solamente en su facultad tecnológica para contenerlas y reproducirlas mecánicamente, no como una forma de expresión independiente. Sin embargo, aunque la adopción de un modo de representación en el cine haya descartado las posibilidades del teatro filmado o del cine como mecanismo reproductor de las demás artes, las posibilidades expresivas de este nuevo medio siempre se intensifican cuando se acerca y se conjuga con otras disciplinas. La estimulante relación del cine con la representación teatral se mantiene viva hasta nuestros días, desde las escenografías y actuaciones expresionistas de El Gabinete del Dr. Caligari (“Das Kabinet des Dr. Caligari”, 1919) de Robert Wiene y la exploración del tiempo real del drama en La Pasión de Juana de Arco (“La passión de Jeanne D’Arc”, 1928) de Carl Dreyer,
44. Del Manifiesto de las siete artes de Canudo, en Romaguera, J. y Alsina Thevenet, H.
Fuentes y documentos del cine, p. 17. Editorial Fontamara, Barcelona, 1985. 45. Ibídem, p. 20.
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hasta ciertas producciones de Jean Luc Godard, Hans Jurgen Syberberg, Derek Jarkman o Lars Von Triers. También en las relaciones del teatro y el cine, tan cercanas en la vida y obra de Lawrence Olivier, Jean Cocteau y Orson Welles, se ha verificado las amplias posibilidades del medio y el arte cinematográfico. Eisenstein en su ensayo Dickens, Griffith y el cine actual ya advierte el error de un cine puro, que no se deba a las demás artes: Sólo la gente muy insensata y presuntuosa puede erigir leyes y una estética para el cine partiendo de las premisas de algún nacimiento virgen inverosímil de este arte. Permitámonos que Dickens y toda la fila ancestral, yendo hasta los griegos y Shakespeare, nos recuerden que tanto Griffith como nuestro cine provienen no sólo de Edison y sus colegas inventores, sino también de un enorme y culto pasado; cada parte de este pasado es un momento en la historia mundial que ha hecho avanzar el gran arte de la cinematografía.46
Teatro de máquinas y teatro total
Las tablas del teatro también son sacudidas y removidas por esta máquina que amenaza calcar de la manera más realista los dramas del teatro naturalista. Algunos dramaturgos y directores teatrales fueron a dar al cine: Griffith, Lubitsch o Eisenstein; otros se quedaron en el teatro para revolucionarlo: Meyerhold, Piscator o Brecht. Para el teatro naturalista de origen burgués, así como para el melodrama ilusionista de la clase media y baja, el cine en la medida de su perfeccionamiento técnico –sonido, color, 3D–, representa su fin. La escena teatral del siglo XX se ve obligada a buscar otras formas, funciones y contenidos que no puedan realizar el cine, o ser reemplazada por el nuevo espectáculo. El teatro popular, que no difiere mucho de otros espectáculos como el music hall, el vodevil o el teatro de variedades, prefiere la acción al diálogo, la emoción a la reflexión, los efectos ilusionistas a la representación de caracteres, la diversidad de espacios y aventuras a las tres unidades (acción, tiempo y espacio) del teatro clásico. Tiene además la utilidad de ser una diversión aleccionante para su público, cuando éste logra identificarse con personajes de su entorno social, que sufren innumerables visicitudes de todo tipo, pero se superan y triunfan sobre toda calamidad o mal. Este teatro se desarrolla principalmente en Norteamérica, conociéndose como “melodrama americano”, perfeccionándose con la autoría de David Belasco y alcanzando al cine gracias a su discípulo David W. Griffith. Se trata de un género que conjuga trucos de otros
46. Eisenstein, S. La forma del cine, Siglo XXI Editores, Madrid, 1986, p. 214.
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espectáculos y argumentos de novelas exitosas o folletines, para complacer a un público de variado origen y aún analfabeta:
El melodrama es un híbrido: destinado al público popular, tiene algo de desfile, de feria –mediante la presencia de la danza y la música–, del drama burgués –mediante el sentimentalismo–; pero su carácter particular y nuevo procede de la representación de acciones violentas, de peripecias palpitantes. Es una especie de “western”, un espectáculo que la burguesía le ofrece al pueblo para satisfacer y canalizar sus presuntos instintos de violencia.47
El desarrollo del “melodrama americano” durante el siglo XIX, consistió básicamente en lograr rápidos cambios de escena y retratar con perfecto realismo las espectaculares escenas de persecuciones, incendios o vendavales, aptitudes para las que el cine demostraría ser el mejor medio, pocos años después. Así, todas estas creaciones, historias y público, fueron rápidamente usurpadas por la industria cinematográfica que terminó llevando a la pantalla sus grandes éxitos basados en novelas: La cabaña del tío Tom (“Uncle Tom’s Cabin”, 1904 de E. S. Porter) y El Nacimiento de una nación (“The Birth of a Nation”, 1915 de D. W. Griffith) basado en la obra The Clashman, o Way Down East realizada por Griffith 192O. Sobre la producción teatral de Way Down East relata su primer productor teatral, William Brady, en 1895:
...Pusimos manos a la obra y optamos por una producción enorme, introduciendo caballos, ganado, ovejas y toda una serie de vehículos agrícolas, un trineo monstruo tirado por cuatro caballos para un paseo en trineo, una tormenta de nieve eléctrica, un cuarteto doble que cantaba a cada momento las canciones que aman las madres –y todo ello formaba un auténtico circo agrícola.48
Se trata pues de la ilusión naturalista evocada gracias a todo tipo de artificios mecánicos y eléctricos, para conmover la nostalgia de un público de origen rural. Toda una tradición que aprovechará la naciente industria cinematográfica y que continúa hasta el presente en el ilusionismo de los shows en los parques temáticos de Disney o la Universal Estudios, atrayendo hoy a millares de personas en un solo día. Pero ya desde 1902, un melodrama teatral norteamericano, The ninety and nine, se anunciaba así en su cartel publicitario: “Una aldea está rodeada por una pradera en llamas y sus habitantes están amenazados. En la estación, a treinta millas de distancia, grupos de gente muy alterada esperan a medida que el telégrafo teclea la historia del peligro. Un tren especial
47. D’Uberfeld, A., en “Le melodrame”, citado por Burch, N. Op. cit. 48. Eisenstein, S. Op. cit., p. 211.
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está listo para salir al rescate”.49 El efecto del incendio era logrado gracias a maquinarias como ventiladores eléctricos que hacían ondear banderolas de papel chino iluminadas con lámparas de luces rojas y amarillas, el movimiento de la locomotora se simula con el movimiento del telón de fondo donde está la imagen del bosque en llamas. No es casual tampoco que un año más tarde Edwin S. Porter realice su famosa El Gran robo y asalto al tren, ni que David Griffith desde 1908 empiece a utilizar estos recursos de emotiva tensión en el público para películas que incluyen la dinámica intervención del tren, como en: La operadora de Lonedale (“The Lonedale Operator”, 1911) o La Chica y su confianza (“A Girl and Her Trust”, 1912). Pero más que un plagio cinematográfico al teatro se trata aquí de obras teatrales que ya eran cine. “Preferí escribir más para el ojo que para el oído” dice el autor de melodramas Owen Davis, en parte obligado por el público mismo.50 Autores como Belasco participan de esta idea y en The Girl of the Golden West inventan la panorámica antes del cine: “Enrolló todo un telón de fondo pintado para una gran panorámica mostrando el descenso desde un pico en las Sierras, desde la ladera de una cabaña, por un estrecho sendero de montaña hasta un campamento de mineros, y luego una escena típica frente al Polka Saloon”.51 Estas son la evidencia de la escena teatral invadida y tomada por las máquinas; ya desde el barroco se había planteado un teatro de máquinas con sorprendentes mecanismos para mover escenografías e ilusionar a su público, ahora éste termina donando su público a la máquina cinematográfica. El gusto popular por la escena ilusionista, proviene de la misma estética realista y naturalista que desde el Renacimiento hasta Millet y Zolá vienen consolidando la ciencia moderna y la nueva clase en ascenso. Esta tradición inaugurada con la perspectiva y la imprenta, se ha encargado de la trasmisión de su cultura en dos medios diferentes: la imagen y la palabra impresa. Ya se ha mostrado la injerencia que tiene en las artes plásticas el afán científico y tecnológico del hombre moderno, hasta el punto de canonizar el realismo como el objetivo final de la pintura desde el Renacimiento hasta poco antes del impresionismo. Pero mientras que el saber científico, debido en parte al desarrollo del dibujo, se ha trasmitido celosamente por medio del libro, una poderosa y cautivante cultura visual ha servido para educar masivamente a las
49. Ibídem, p. 211. 50. Fell, J. L. El film y la tradición narrativa, Ediciones Tres Tiempos, Buenos Aires, 1977, p. 37. 51. Ibídem, p. 42.
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clases populares. La palabra impresa gracias a Gutenberg, es el vehículo de un saber culto reservado a las clases poderosas, mientras que la imagen ha quedado relegada a las clases populares e iletradas. Esta misma diferencia entre un “saber culto” fundamentado en los discursos de la palabra impresa y un adoctrinamiento popular apoyada en la rápida fascinación de la imagen, ya se daba entre el teatro culto burgués y los espectáculos populares. Sólo hasta la llegada del siglo XX con el cine y luego el cine parlante, con la producción industrial de libros ilustrados, comics y foto impresiones, con la televisión, no parecen conciliarse estos medios de información. Para algunos esto significa el triunfo de la “cultura visual” tanto tiempo marginada por la palabra impresa, mientras que para otros este hecho evidencia la crisis y decadencia de una civilización. La escena naturalista del teatro burgués del siglo XIX se diferencia del ilusionismo visual y de las rápidas acciones del melodrama y del vodevil, precisamente porque se fundamenta en los diálogos y discursos de sus personajes. Este realismo más psicológico que visual se preocupa por retratar lo no visible del drama: habla de las acciones a través de las palabras. Sus personajes, su pensar, sus diálogos y sus conflictos muestran su propia realidad psicológica, afectiva y moral. Retoma los principios aristotélicos del drama clásico para la creación de sus personajes y para componer una unidad de acción, tiempo y espacio a sus escenas. Esta tradición teatral ha sido trasmitida entre otras, gracias al libro manuscrito o impreso, mediante las lecturas de Esquilo, Shakespeare, Calderón y Moliére. La literatura dramática termina opacando a su representación escénica hasta desdibujarse la esencia del teatro clásico: el actor Moliére queda oculto tras el autor Moliére. Se trata de un teatro “escrito para el oído más que para los ojos”, en donde los diálogos clásicos son leídos, memorizados y ritualizados tanto por los actores como por el público culto. Este culto ha hecho que dentro del edificio teatral se ponga en escena un doble ritual burgués que ha sido retratado por los pintores impresionistas: una representación en el escenario y otra representación y exhibición en los palcos y en la platea. En este teatro se representa también la toma del “poder” y del “saber” por parte de la burguesía. El motín frente al Astor Palace de New York en 1849 fue la respuesta de las “gentes sencillas”, a las críticas que el “público culto” de Londres había hecho al actor norteamericano Forest, por sus libertades con la obra del “divino Shakespeare”. De la misma manera, en la fidelidad al diálogo la burguesía exige la purga de un público más popular que no ha podido acceder a la cultura impresa. Pero con esta institucionalización
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del Teatro, la burguesía sólo logra cultivar un arte muerto, tal vez contagiado por la endémica enfermedad de sus otras instituciones. La señora Alving en Spectros de Henrik Ibsen lo presiente: “No sólo existe en nosotros lo que hemos heredado de nuestros padres y madres, sino todo tipo de viejas ideas muertas y toda clase de creencias muertas y cosas semejantes...”.52 Sin lugar a dudas entre estos espectros está el mismo teatro burgués, y también el teatro filmado por el “Film D’Art”, que terminó exagerando aún más su “falta de vida” en la manera como lo reflejó en la pantalla hacia 1908. Sin embargo, a partir de esta tradición algunos autores de finales de siglo harán del teatro burgués un espejo que devuelva el rostro de la burguesía decadente, acomodada, hipócrita, aburrida, utilitaria y egoísta. Para Anton Chejov la escena debe mostrar al hombre sin heroísmos, tal como es: “Se debería escribir una obra con gente que vaya y venga, coma, hable del tiempo y juegue a las cartas, no porque al autor le guste que así sea, sino porque eso es lo que sucede en la vida real”.53 Se pretende un teatro de la reflexión que muestre la vida y los hombres tal como son, que los refleje encerrados en sus cuatro paredes profiriendo discursos banales y sin sentido, que renuncie a los efectos dramáticos y casi también a la representación y a la acción. Con la autocrítica de dramaturgos como Ibsen, Chejov o Strindberg, el teatro se revitaliza y pone en evidencia la crisis moral y ética de su sociedad. Inspirados en la filosofía de Kierkegaard y Nietzsche, estos dramaturgos logran una revolución en los contenidos del teatro, debatiendo en el escenario sobre la muerte de Dios y de las instituciones burguesas. Pero se apoyan aún en las tradiciones técnicas y formales de la escena naturalista, de la construcción de sus personajes a través del diálogo. Con la vieja técnica los nuevos autores realizan ahora una intensa disección al interior del drama burgués, a través de sus personajes, conflictos y discursos se deja ver su mundo interior, su sicología, su moral, su ideología. En sus enfrentamientos saltan a la vista la crisis de fe, de valores, de afectos o de ideales, que hay al interior de sus personajes: la escena se vuelve el alma de éstos. El enemigo que antes se encontraba en el Olimpo o en un país vecino, ahora ha pasado a poblar el vecindario, la familia, el otro sexo o la conciencia de los hombres. August Strindberg retrata esta desarraigada alma moderna en Infierno: “Nacido con nostalgias por el cielo lloro como un niño por la inmundicia de la existencia, hallándome sin hogar en medio de mis padres y
52. Brustein, R. De Ibsen a Genet: la rebelión en el teatro, Editorial Troquel, Buenos Aires, 1970, p. 82. 53. Ibídem, p. 161.
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la sociedad”.54 Dentro de la construcción familiar del mundo burgués que ha perdido su calor se suceden los dramas familiares, sentimentales, maritales, espirituales y existenciales de esta clase, para reflejar la crisis en el “seno de la sociedad”. Este teatro termina así convirtiéndose en el fiel espejo que amplifica el origen de la decadencia del mundo burgués, el derrumbamiento de sus más importantes instituciones y el descubrimiento de su único valor real: el dinero. La tradición de este teatro de la palabra y de la reflexión se continúa en nuestro siglo en la escena nihilista de Strindberg, existencialista de Sartre, absurda de Beckett, donde el mismo discurso refleja su sin sentido. El desmonte de la escena naturalista, es decir, la revolución no solamente temática sino también formal y técnica del teatro moderno, se desarrolla a principios del siglo XX. En plena Rusia revolucionaria se enfrentaban el Teatro de Arte de Moscú liderado por Konstantin Stanislavski y el Teatro-estudio de Petersburgo dirigido por su alumno Vsevolod Meyerhold. Mientras que Stanislavski monta las obras de Chejov con la técnica actoral del “sistema” que busca en el actor la interiorización del personaje como una máxima expresión realista, Meyerhold propone que tanto el actor como la puesta en escena sean un ensamblaje de máquinas donde quepan toda clase de espectáculos y atracciones: circo, music hall, deportes o cine. Es el enfrentamiento de dos conceptos del quehacer y de la función del teatro: el naturalismo en la actuación que borra los límites entre personaje y actor o el anti ilusionismo del teatro moderno que busca una participación activa del público. Para Stanislavski, el director se vale de toda clase de estímulos para crear su personaje en el actor: el actor debe aprender todo de nuevo, como un niño, debe llegar a ser y sentir el personaje. Posteriormente esta técnica llega gracias al Actor Studio de Lee Strasberg y Elia Kazan, al teatro y cine norteamericanos de los años cuarentas y cincuentas. Contrario a esta ilusión total que borra toda representación, Meyerhold busca evidenciarla y eliminar la identificación pasiva que se pueda dar entre público y drama. Con su montaje biomecánico integrador de toda clase de trucos y atracciones que exageran el drama y acentúan la representación, provoca en el público finalmente la reflexión sobre el mismo teatro. Meyerhold deja de ser el fiel intérprete de las obras escritas por Vladimir Maiakovski, para convertirse en autor a través de la puesta en escena. En el caso de Meyerhold y Mayakovski, la obra se construye en conjunto desde la escritura y las tablas, el mismo escritor lo permite: “el teatro no es espejo que refleja sino lente que aumenta”, deforma, caricaturiza, expresa la realidad. La representación escénica
54. Ibídem, p. 106.
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vuelve a ser más importante que la literatura dramática, como probablemente lo fue en tiempos de Sófocles, Shakespeare o Moliére. Con esta y otras experiencias teatrales contemporáneas el teatro moderno recupera lo visual que había perdido durante la tiranía de la palabra. Tal vez impulsado por los rápidos movimientos y cambios de escena cinematográficos, como por la atracción de las imágenes del nuevo medio, el teatro se proyecta ahora como arte visual y cinético. Este impulso que le da el cine al teatro ya lo pedía Tolstoi a principios del siglo XX:
El maldito teatro se parecía a la soga que aprieta el cuello del dramaturgo; y me veía obligado a limitar la vida y ajustar la obra a las dimensiones y exigencias del escenario. Recuerdo que en una ocasión me dijeron que alguien muy listo había ideado un proyecto de escenario giratorio en el que podían prepararse de antemano diversas escenas. Me regocijé igual que un niño, y me permití escribir diez escenas en mi obra. Pero aún entonces tenía miedo de que la obra muriese. Pero ¡las películas! ¡Son maravillosas! ¡Brrr! Y ¡ya está la escena preparada! ¡Brrr! Y aquí tenemos otra! El mar, la costa, la ciudad, el palacio, y en el palacio habrá tragedias (siempre ocurren tragedias en los palacios, como nos enseña Shakespeare). Estoy pensando seriamente en escribir un guión para la pantalla.55
Veinte años después el teatro trata de recuperar los espacios perdidos, realizando lo que no puede hacer el cine, quiebra la tradicional pared de cristal que separa el escenario del público para unir de nuevo el teatro con la vida. El teatro moderno ejecuta la revolución espacial que ya demandaban las ideas de Tolstoi y los proyectos wagnerianos de la Obra de Arte Total. Supera la modernización ilusionista de las “luces y sombras” eléctricas con que Max Reinhardt cambia velozmente el escenario, para desmontar la escena naturalista y revolucionar no sólo el escenario y su mecánica, sino ante todo el mismo espacio social del teatro. Desde el teatro del Renacimiento que provoca la tradición tanto de la escena realista como del edificio arquitectónico y social, no se conocía una transformación tan violenta de todos sus oficios internos y sus roles sociales. “El teatro podrá perder la palabra, los trajes elegantes, su mismo edificio”,56 dice Meyerhold al realizar la limpieza necesaria que revelará la propia esencia del teatro moderno. Este nuevo espacio permite entonces la inclusión de todo lo que sucede en la vida: los murs mobiles de la ciudad teatro
55. Tolstoi, L. en “Algo que puede tener un gran poder”, en la selección de AA. VV.,
Los escritores frente al cine. Op. cit., pp. 24-25. 56. Picciolo, G. La cultura del 900. Siglo XXI Editores, Madrid, 1985, vol. 2, p. 193.
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de Craig, la “rebelión de los objetos” promovida por Maiakovski, la abstracción de la escena de Appia, el “teatro de variedades” a que invita Marinetti, las “excentricidades” de los FEKS, los proyectores y nuevos medios que introduce Piscator, la “máscara social” del actor de Brecht, la crueldad y la grosería para el público en los cabarets Dadá, la pintura, el music hall, los payasos y todo tipo de máquinas como el cine mismo. Surge la utopía del “Total Teather” de la Bauhaus ideada por Erwin Piscator y el arquitecto Walter Gropius, un edificio teatral tan versátil y dinámico como la ciudad moderna. De este teatro con escenario giratorio y proyectores, que recoge la esencia de su metrópoli circundante, el director y sus actores saltan a la calle de la ciudad. Esta es la experiencia del constructivista Natan Altman cuando pone en escena la historia real de la toma del palacio de invierno sucedida el año anterior, en las mismas calles de Petersburgo y con los ciudadanos como actores y espectadores a la vez. Pero es también la experiencia por la cual el joven director teatral Serguei Eisenstein termina siendo el cineasta Eisenstein, cuando influenciado por su maestro Meyerhold termina montando la obra de Tretiakov Máscaras contra gases en una fábrica de gas donde lleva al público. Eisenstein deja con esta producción teatral la mise-en-scéne y se dedica a la mise-en-cadre de sus próximas películas: La Huelga (“Statchka” de 1924), El Acorazado Potemkim (“Bronenosets Potemkine” de 1925) y Octubre (“Octjabre” de 1927). Los procedimientos del cine de Eisenstein son frecuentemente comparados con los realizados por Bertold Brecht en su teatro épico. Ambos buscan efectos de desdramatización que distancien al espectador del drama y provoquen una reflexión activa de él en vez de una catarsis pasiva. Se trata, en palabras de Brecht, de descubrir los mecanismos del teatro ilusionista burgués: “el teatro épico no reproduce, por tanto, situaciones, más bien las descubre… por medio de la interrupción del proceso de la acción”.57 Como otras tantas formas del arte moderno, ambos autores destruyen todo naturalismo para que el espectador deje de ser sujeto pasivo y empiece a participar como “co-jugador” en las reglas propuestas internamente por la misma obra; en la recuperación del significado y sentido de la obra.58 Para los dos existe también una clara función de compromiso social y de eficacia política del arte: se debe educar al público mientras se le divierte. El “montaje de atracciones” o el “montaje intelectual”
57. Benjamin, Walter. Tentativas sobre Brecht. Taurus, Madrid, 1999, p. 20. 58. Gadamer, Hans-Georg. La actualidad de lo bello. Ediciones Paidós Ibérica, Barcelona, 1991. En este breve ensayo el filósofo alemán ilustra la continuidad entre arte antiguo y moderno en sus funciones de juego, símbolo y fiesta. p. 70.
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en Eisenstein; como también el extrañamiento de los “cuadros”, la utilización de máscaras, el divorcio entre actor y personaje, en fin, la puesta al desnudo de los mecanismos ilusionistas del teatro de Brecht, son distintas técnicas para una representación antinaturalista que pretenden el mismo fin en el público. Según Barthes, en la “escena épica” de Brecht se da la identificación entre teatro y pintura que proponía Diderot: son como “cuadros vivientes” o “instantes preñados”, recortes de tiempo que “hunden en la nada todo lo que les rodea”, produciendo en el espectador el mismo asombro estético y semántico que las “tomas” cinematográficas de Eisenstein.59 Sin embargo, el sentido final de la obra sólo es alcanzado a través del conjunto de la sucesión de estos momentos privilegiados, sean “escenas” o “tomas”, es decir a través del montaje. Tanto esta técnica del extrañamiento de Brecht como la del montaje intelectual de Eisenstein, han sido retomadas por cineastas que como Godard o Rocha, buscando nuevamente un cine políticamente cuestionador y distanciado del espectador. En sus estudios sobre el teatro épico de Brecht, Benjamin encuentra una importante correspondencia con las formas de recepción que generan los nuevos medios técnicos: “la forma del teatro épico corresponde a las nuevas técnicas, al cine y a la radio. Está en la cumbre de la técnica”.60 El mismo Brecht reconoce la deuda que el teatro moderno tiene con el cine:
El teatro alemán (de los años veinte) debía no poco al cine. La salida de los actores del proscenio e incluso meterse entre los espectadores. Hizo uso de elementos épicos, de expresión y montaje afines a este último, y llegó a utilizar al propio cine, empleando material de documentales.61
Pero esta participación de la técnica cinematográfica en el espectáculo teatral es tal vez el ejemplo más obvio de lo que el teatro debe al cine: la utopía del “Total Teather” de Piscator y Gropius, el cortometraje que realiza Eisenstein para la puesta en escena de Un sabio en 1923 o las indicaciones de Alban Berg, para proyectar una película muda en la mitad del segundo acto de su ópera Lulú.
59. Roland Barthes se dedica a comparar las técnicas del teatro lírico de Brecht con las del montaje cinematográfico de Eisenstein regresándose a su origen común en los ensayos sobre pintura y teatro de Diderot. R. Barthes, Lo obvio y lo obtuso. Paidós, Barcelona, pp. 93-101. 60. Benjamin, Walter. Tentativas sobre Brecht. Taurus, Madrid, 1999, p. 22. 61. Brecht, Bertold, “La música en el cine”, en la colección de AA. VV. Los escritores frente al cine. Op. cit., p. 150.
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El teatro también reflexiona sobre el mismo cine y la nueva percepción que induce, donde realidad y fantasía se confunden en un mismo lugar, como sucede en dos guiones del dramaturgo Maiakovski: Encadenada por la pantalla y El corazón del cine. En los idilios platónicos del protagonista masculino con una amada y fantasmal imagen de celuloide se anticipa el fetichismo del público del cine, como lo mostrarán años más tarde Sherlock Junior (1924) de Keaton, Los carabineros (“Les Carabiniers”, 1963) de Godard o La rosa púrpura del Cairo (“Purple Rose of Cairo”, 1985) de Woody Allen. Pero más que estos hechos tácitos, es mucho más importante cómo el cine obliga al teatro a buscar su propia especificidad, evidencian lo que le pertenece y lo que pertenece al cine. De un texto de Maiakovski escrito en 1913 destacamos la lucidez de su juicio sobre esta compleja relación entre teatro y cine, una mirada anticipatoria: “El teatro se dirige hacia su destrucción. Debe entregar su herencia al cine. Y, entonces, la industria cinematográfica, al tirar por la borda el ingenuo y artificial realismo de Chejov y Gorki, abrirá la puerta al teatro del futuro, que es el arte del actor”.62 Es precisamente el actor el que hace conciencia de esta diferencia de estar ante una máquina o ante el público, pero es también la conciencia del espectador que distingue entre las dos actuaciones. Mientras que el teatro moderno logró quebrar la pared de cristal que separaba al espectador del actor y hacía posible la ilusión naturalista, el cine en cambio está necesariamente “encadenado a esta pared”, pues todo lo que se realice fuera de la pantalla se vuelve teatro. Esta diferencia está dada en la misma psicología del espectador, su comportamiento es distinto cuando presencia un striptease a cuando ve una película “pornográfica”. Estas dos reacciones son confrontadas por André Bazin: “el cine calma al espectador; el teatro le excita”.63 Esta emoción en el espectador conseguida sólo gracias a la presencialidad de la representación teatral, es explotada por el teatro de Brecht, Meyerhold, Artaud y Pirandello. Estos dramaturgos conciben un espectáculo que demanda al espectador atreverse a presenciarlo, más que verlo cómodamente. El espectador es cuestionado en su rol al revelársele los mecanismos de la ilusión, es asombrado con las atracciones circenses y tensionado por los riesgos que toma el actor, es confrontado e insultado en su intimidad, es invadido en su espacio por los actores que se salen del escenario a la platea. Es esta experiencia en el espectador, generada
62. En Fernández Santos, A. Maiakovski y el cine. Tusquets, Barcelona, 1974, pp. 33-34. 63. En “Teatro y cine”, Bazin expone las distancias entre estas artes escénicas, tanto en la representación como en la sicología del espectador: Bazin, André ¿Qué es el cine?,
Ediciones Rialp, Madrid, 1966. p. 238
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por la presencia del otro o por la imagen del otro en su ausencia, la que separa finalmente ambas representaciones. Consciente de esta distinción, el cine busca emparentarse con la novela, ya no por la afinidad en la forma de representación sino por la psicología de su espectador. Bazin recoge estas diferencias entre los placeres que procuran el teatro y el cine: “El teatro y el cine no estarían ya separados por una fosa estética infranqueable; tenderían tan sólo a suscitar dos actitudes mentales sobre las cuales los directores tienen un amplio control”.64 En este mismo ensayo Bazin muestra las afinidades de los placeres solitarios del lector de novela y del espectador de cine: “Existe incontestablemente en el placer de la novela, como en el cine, una complacencia en uno mismo, una concesión a la soledad, una especie de traición de la acción al rechazar una responsabilidad social”.65 Esta afinidad psicológica entre el lector de novelas y el espectador de películas terminará imponiendo las intrincadas relaciones que hoy perduran entre el cine y la literatura.
64. Ibídem, p. 238. 65. Ibídem, p. 239.
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