Fernando Sorrentino
Etgar Keret
Fernando Sorrentino
Etgar Keret
Diseño de portada: Ane Larrañaga Textos: Fernando Sorrentino y Etgar Keret Ilustraciones: Darrel Anderson Fotocomposición: Ane Larrañaga Maquetado por: Ane Larrañaga Printed in Spain - Impreso en España
Índice 1. El espíritu de emulación 2. Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza 3. La cruzada psicológica 4. El truco del sombrero 5. El gordito 6. Romper el cerdito
EL ESPÍRITU DE EMULACIÓN Fernando Sorrentino
«Contemplaba fascinado a Gertrudis, y en su mirada había algo que me hizo estremecer: era el espíritu de emulación»
Es bastante intenso el espíritu de emulación que existe entre los habitantes del edificio de la calle Paraguay en que vivo.
Es cierto que durante mucho tiempo todos ellos se limitaron a rivalizar en perros, gatos, canarios o loros. El más exótico de ellos nunca fue más allá de las ardillitas o de una tortuga.
Yo mismo tenía un hermoso perro de policía, que era un poco
más chico que el departamento y se llamaba Josecito. Pero,
además de Josecito —y esto se ignoraba—, vivía con mi mujer
y conmigo una bella araña de la especie Lycosa pampeana.
Una mañana, a las nueve, cuando le estaba dando de comer
a mi mascota, el vecino del 7º C —a quien ni siquiera había
visto nunca— vino, no sé por qué confusa razón, a pedirme
el diario por un instante. Después, sin atinar a irse, se quedó
un buen rato con el periódico en la mano. Contemplaba fas-
cinado a Gertrudis, y en su mirada había algo que me hizo
estremecer: era el espíritu de emulación.
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Al día siguiente me llamó para mostrarme el escorpión que
acababa de comprar. En el pasillo, la mucama de los del 7º D sorprendió nuestro diálogo sobre la vida, los hábitos y la
alimentación de arañas, alacranes y garrapatas. Esa misma tarde sus patrones adquirieron un cangrejo.
Luego, durante una semana, no hubo novedad alguna. Hasta una noche en que coincidí en el ascensor con una de las ve-
cinas del tercer piso: una joven lánguida, rubia y de mirada
perdida. Llevaba un gran bolso amarillo cuyo cierre relám-
pago estaba parcialmente fallado: por una de las roturas se
asomaba cada tanto la cabecita de un lagarto overo.
Al mediodía siguiente, cuando regresaba del almacén, por
poco no se me caen las bolsas de la mano al toparme a boca
de jarro con el oso hormiguero que bajaban de un camión
con destino a la portería. Uno de los tantos mirones que se habían congregado murmuró –en voz lo suficientemente
alta para ser oída– que un oso hormiguero no era, en reali-
dad, un verdadero oso. La mujer del abogado tuvo un sobre-
salto y corrió, trémula, a refugiarse en su departamento: sólo
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la vi reaparecer unos días más tarde cuando, con desdén y con la faz radiante, salió a firmar el recibo a los fleteros que acababan de traerle el oso pardo americano.
La situación ya se me hacía insostenible. Los vecinos me ne-
garon el saludo, el carnicero ya no me quiso fiar, todos los días recibía anónimos insultantes. Al fin, cuando mi mujer me amenazó con la separación, comprendí que no podría sobrellevar un solo día más una insignificante Lycosa pam-
peana. Desarrollé entonces una actividad sin precedentes. Pedí dinero prestado a varios amigos, hice economías indes-
criptibles, dejé de fumar... Así pude comprar el leopardo más
maravilloso que pueda concebirse. De inmediato, el del 7º
C, que no me perdía pisada, pretendió abrumarme con un jaguar. Y, aunque parezca ilógico, lo consiguió.
Lo que más me lastima es tratar con gente que carece de sen-
sibilidad estética, gente que no percibe la cualidad, gente meramente cuantitativa. No hubo un solo vecino que se
inclinase ante la superior belleza de mi leopardo; el mayor
tamaño del jaguar les había cegado el entendimiento. Ense-
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guida, todos los vecinos, azuzados por el aire jactancioso del
propietario del jaguar, se dieron a la tarea de renovar sus animales. Yo debí reconocer que mi humilde leopardo ya no me
proporcionaba el status de otrora.
Ante sigilosas conversaciones que mi mujer sostenía por te-
léfono con un caballero anónimo, advertí que la disyuntiva era de hierro. Sin ningún remordimiento, vendí los muebles,
la heladera, el lavarropas, la enceradora. Hasta vendí el tele-
visor. Vendí, en fin, todo lo que se podía vender y compré
una descomunal boa anaconda.
Es dura la vida del pobre: sólo durante tres días fui el héroe
del edificio.
Mi anaconda rebasó todos los diques, destruyó toda mesura,
echó por tierra las convenciones más respetables. En todos los departamentos fueron multiplicándose leones, tigres, go-
rilas, cocodrilos... Algunos hasta tenían panteras negras, esas panteras que ni siquiera posee el Jardín Zoológico. La casa
entera resonaba en rugidos, aullidos, parloteos. Pasábamos
las noches en vela, resultaba imposible dormir. Los olores en-
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treverados de felinos, cuadrumanos, reptiles y rumiantes tor-
naban irrespirable la atmósfera. Grandes camiones traían toneladas de carne, de pescado, de vegetales. La vida en el edificio de la calle Paraguay se hizo un poco peligrosa.
Fue una experiencia inquietante la que tuve cuando volví,
después de tanto tiempo, a compartir el ascensor con la joven y lánguida vecina del tercer piso, que ahora sacaba a su tigre
de Bengala a dar una vuelta a la manzana para hacer pis. Recordé el lagarto que había asomado la cabecita por la aber-
tura del cierre relámpago. Me enternecí. ¡Qué lejos habían
quedado aquellos primeros, difíciles y quijotescos tiempos
de los escorpiones y de los cangrejos!
Finalmente llegó un momento en que no se pudo confiar en nadie. El portero, ante la tensa mirada de varios copropietarios,
lavó en la vereda con agua y jabón a su rinoceronte de dos cuer-
nos, y luego —como si allí no hubiera pasado nada— lo hizo pe-
netrar en su departamento. Esto era más de lo que estaba
acostumbrado a soportar el del 5º A: unas horas más tarde subió
triunfalmente las escaleras llevando de la brida a su hipopótamo.
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El edificio se halla ahora inundado y semidestruido. Me en-
cuentro redactando este informe en la azotea, en condiciones
desfavorables. Cada tanto me sobresaltan los plañideros barritos del elefante que vive con los del 7º A. Escribo con el
reloj a la vista, pues, a intervalos de ocho minutos, debo gua-
recerme entre las ruinas de la escalera para que no estropee estas páginas el chorro de vapor que lanza la ballena azul
del 7º C. Y escribo con cierta inquietud, estando, como estoy,
bajo la suplicante mirada de la jirafa del 7º D, que, asomando la cabeza por sobre la tapia, no cesa ni por un segundo de
pedirme galletitas.
EXISTE UN HOMBRE QUE TIENE LA COSTUMBRE DE PEGARME CON UN PARAGUAS EN LA CABEZA Fernando Sorrentino
«Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánicamente e indiferentemente pegándome paraguazos»
Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un
paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje
gris, levemente canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace
cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el
diario, a la sombra de un árbol, sentado pacíficamente en un
banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mien-
tras estoy escribiendo, continúa mecánicamente e indiferen-
temente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación (me da mucha rabia que me molesten cuando leo el diario):
él siguió tranquilamente aplicándome golpes. Le pregunté si
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estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé
con llamar a un vigilante: e imperturbable y sereno, continuó
con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di
un terrible puñetazo en el rostro. Sin duda, es un hombre
débil: sé que, pese al ímpetu que me dictó mi rabia, yo no pego tan fuerte. Pero el hombre, exhalando un tenue quejido,
cayó al suelo. En seguida, y haciendo al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el
paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese mo-
mento, no sé por qué, tuve lástima de ese hombre y sentí re-
mordimientos por haberle pegado de esa manera. Porque, en
realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paragua-
zos; más bien me aplicaba unos leves golpes, totalmente in-
doloros. Claro está que esos golpes son infinitamente
molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos
posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio.
Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a
intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza. O, si se quiere, una mosca del tamaño de un murciélago.
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De manera que yo no podía soportar ese murciélago. Con-
vencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme.
Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme.
Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay
pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución
mía, tratando infructuosamente de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su
rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el
paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría,
decir: «Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza». Sería un caso sin precedentes. El ofi-
cial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, co-
menzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez
terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin
dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer
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asiento. Él se ubicó, de piel, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implaca-
blemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el
espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la ver-
güenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé —bajamos— en el puente del Pacífico. Íbamos por la ave-
nida Santa Fe. Todos se daban vuelta estúpidamente para mi-
rarnos. Pensé en decirles: «¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca
vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en
la cabeza?». Pero también pensé que nunca habrían visto tal
espectáculo. Cinco o seis chicos nos empezaron a seguir, gri-
tando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle precipitadamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano
firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y
entró conmigo.
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Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Sim-
plemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis
actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los
golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas.
Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía
golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas oca-
siones le he propinado puñetazos, patadas y —Dios me per-
done— hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes mansamente,
los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa
suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de
odio. Esa, en fin, certeza de estar cumpliendo con una misión
secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo
golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé tam-
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bién que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si, cuando
los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. Tampoco sé si el tiro debe matarlo a él
o matarme a mí. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, últimamente he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia,
tengo un presentimiento horrible. Una profunda angustia me
corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando
más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos
suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.
UNA CRUZADA PSICOLÓGICA Fernando Sorrentino
«Lo mejor será, entonces, provocar las reacciones imprevisibles del hombre: éstas nos pueden enseñar muchas cosas»
Para conocer facetas ignoradas del hombre, un buen sistema
consiste en colocar al examinando frente a situaciones inéditas y observar sus reacciones. Quiero decir: si yo llamo por telé-
fono y del otro lado de la línea me llega una voz que dice
«Hola», esta experiencia carece de todo valor científico e in-
formativo, pues el sujeto no ha hecho más que reaccionar de
una manera rutinaria ante una situación igualmente rutinaria.
De modo que no me sirve para averiguar aspectos ocultos de
su personalidad.
¿Cómo saber, por ejemplo, si tal comerciante —todo amabilidad y sonrisas en el momento de mis compras— no sería capaz de
estrangularme por una cuestión de moneditas? Lo mejor será,
entonces, provocar las reacciones imprevisibles del hombre: éstas nos pueden enseñar muchas cosas.
Yo propongo unos pocos ejemplos.
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1. Pago el exiguo importe de medio kilo de pan con el billete
de mayor valor que haya en circulación, y me niego de plano
a recibir el vuelto. Observo con atención la codicia del pana-
dero, dispuesto a sacar ventaja de mi presunta demencia. Me retiro. Cinco minutos después vuelvo a presentarme en el co-
mercio, ahora acompañado por un agente de policía, y acuso al panadero de no haber querido entregarme el vuelto. Estudio su ira ante mi mala fe: su desilusión ante el hurto frustrado. Te-
meroso, perplejo, balbucea incomprensibles excusas ante la mirada suspicaz del policía, quien, desde luego, descree que
alguien se niegue a recibir tan cuantioso vuelto. Me entrega hu-
mildemente el dinero faltante y yo declaro con magnanimidad
que prefiero dar por concluido el desagradable episodio. El
agente, un poco defraudado, dice «Como usted guste». Contemplo con fruición el inmenso alivio que gana el rostro del pa-
nadero...*
2. Invito a cenar en casa a un amigo mío. Cuando se presenta,
le impido la entrada, con la acusación de haberme quitado —
doce o catorce años atrás— una novia de la que yo, por su-
puesto, estaba perdidamente enamorado. Observo su asombro
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(sólo hace unos pocos meses que nos conocemos), sus dudas (¿acaso yo no sería aquel que...?), su escarnio, su cólera...
3. Subo al colectivo, digo «A tal parte». Cuando el chofer —que sólo tiene ojos para el tránsito— abre la mano para recibir el di-
nero, deposito entre sus dedos una torre de ajedrez y un ramito de perejil. La pregunta es: ¿cómo interpretará el colectivero —
persona de nervios habitualmente inestables— esta enigmática ofrenda?
4. Viajo a Mar del Plata, me hospedo en uno de los más lujosos
hoteles. Apenas me dejan solo, saco la cama al pasillo y
duermo allí una siesta reparadora, especialmente merecida des-
pués de tan cansador viaje.
5. Entro, ganzúa mediante, en una casa cualquiera, cuando sus dueños se hallan ausentes. Los espero: plácidamente sentado,
fumando, bebiendo whisky, mirando televisión. Llegan los su-
jetos y entonces los increpo con dureza, los amenazo con el puño, les digo «Señores, ¿cómo han osado ustedes entrar en mi
casa?», desatiendo sus explicaciones, o las atiendo (es lo
mismo), les exijo me muestren el título de propiedad de la casa,
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no les permito abrir el cajón donde ridículamente afirman que el título se encuentra, ya que tal cajón es parte inalienable de
tal mueble, que, a su vez, es parte inalienable de mi casa y, en consecuencia, mal podría contener el título de propiedad de una casa de personas desconocidas, sospechosas y acaso de-
lincuentes y miembros conspicuos del hampa, etcétera, etcétera.
6. Conozco a una muchacha remilgada, más bien tonta y su-
pongamos que bastante bonita. La invito a salir, le declaro mi
amor, me convierto en su novio y llega la fecha de nuestro com-
promiso, cuya fiesta tiene lugar en su casa. Hay un brindis. Hay otro brindis. Sobreviene, por fin, el esperado momento en que
el novio —muchacho modosito, si lo hay— ofrecerá a su prome-
tida el hermoso regalo sorpresa de que tanto se ha venido ha-
blando. Con una sonrisa de amor y de felicidad le entrego un paquete de dimensiones considerables. La novia tantea su peso,
que le parece grande. La curiosidad más viva se apodera de los presentes. Todos hacen ronda y las mujeres se apretujan en
torno de la novia dichosa. Vuela el elegante papel de envolver,
vuela el moño con que está adornado. Surge ahora una fina
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caja forrada en gamuza negra. «¡Una joya valiosa!», piensa mi
novia, y ese destello de codicia que advierto en sus ojos me
justifica por anticipado. Sus dedos se precipitan a accionar el
cierre automático. La tapa se alza con un brusco pero afelpado sonido, y, entre los ebúrneos brazos de mi novia, se desliza sinuosamente, en busca de su libertad, una bella, multicolor, alegre, venenosísima víbora de coral.
7. Espero que el gerente de la empresa donde trabajo se halle
en su alfombrado e impresionante despacho conversando con
un nuevo cliente, quien está a punto de concertar una compra
por cifras siderales. Golpeo tímidamente con los nudillos en la
puerta; oigo «Adelante»; entro con paso discreto y pudoroso;
digo, con una sonrisita recatada, «Permiso, señor»; me dirijo al
imponente armario, lo abro y orino torrencialmente sobre car-
petas, libros, útiles, contratos, documentos y papeles que se juzgan importantes o no.
Claro que hay también algunas variantes más sencillas, que
lego a quienes aún carezcan de la suficiente práctica y quieran
iniciarse en esta cruzada psicológica. He aquí unas cuantas:
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Decirles piropos apasionados y aun eróticos a miembros del
Ejército de Salvación, sin distinción de edad ni de sexo. Ocupar
la balanza de la farmacia y quedarse todo el día allí, sin con-
sentir que nadie se pese. Comprar doscientos gramos de sa-
lame, cortado bien pero bien finito; abrir el paquete y, con las rodajas hermosamente rojas, dibujar un corazón y escribir TE AMO en el mostrador de la fiambrería. Viajar, en el colectivo,
sentado del lado del pasillo; esperar que el vecino, o la vecina, que necesita descender, diga «¿Me permite?»; contestarle, ro-
tundamente, «No», y, en efecto, no permitirle pasar.
La cruzada psicológica causa ciertos desvelos (como toda cru-
zada), exige duros sacrificios (como toda cruzada), implica
verse envuelto en serias dificultades (como toda cruzada). Pero,
¿qué significan estos inconvenientes, comparados con la delei-
tosa observación de las reacciones que la cruzada psicológica suscita?
Esto, al menos, es lo que yo imagino, pues —lo confieso— no soy más que un mero teorizador y es probable que nunca ponga
en práctica mis ideas. Pero ustedes pueden —y deben— hacerlo.
EL TRUCO DEL SOMBRERO Etgar Keret
«Y entonces, de repente, esa sensación de humedad en la muñeca y la niña gorda de los lentes que se pone a gritar»
Al final de la función saco un conejo del sombrero. Siempre lo dejo para el final, porque a los niños les encantan los ani-
males. A mí, por lo menos, me encantaban cuando era pe-
queño. Así se puede poner fin a la representación en su momento cumbre, que es cuando paseo al conejo por entre los niños y estos pueden acariciarlo y darle de comer. Antes,
las cosas, realmente eran así; hoy en día a los niños les im-
presiona menos pero de todos modos dejo lo del conejo para
el final. Ese es el truco que, por mucho, más me gusta, es decir, el que más me gustaba. Mantengo todo el rato los ojos
fijos en el público, la mano entra en el sombrero y tantea en
sus profundidades hasta que encuentra las orejas de Kasam, mi conejo. Y entonces:
–¡Alabím alabám, Kasam va!– Y lo saco.
Siempre nos vuelve a sorprender, al público y a mí. Cada vez
que mi mano roza esas orejas tan cómicas dentro del som-
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brero me siento como un mago. Y a pesar de que sé cómo
funciona, de que hay un hueco oculto en la mesa y todo eso, lo vivo como si se tratara de verdadera magia.
También aquel sábado en L. deje el truco del sombrero para el último. Los niños del cumpleaños se mostraban especial-
mente apáticos. Algunos de ellos estaban sentados de espal-
das a mí mirando una película de Schwarzenegger en la
televisión por cable. El anfitrión de la fiesta incluso se encon-
traba en otra habitación jugando ante la pantalla un juego nuevo que le habían regalado. Mi público se reducía a unos
cuantos niños. Era un día especialmente caluroso y yo, em-
papado como estaba bajo el traje, lo único que deseaba era terminar de una vez y marcharme a casa. Me salté tres nú-
meros de malabarismo con cuerdas y pasé directamente a lo
del sombrero. La mano desapareció en sus profundidades y
clavé los ojos en los de una niña gorda y con lentes. El agra-
dable contacto de las orejas de Kasam volvió a sorprenderme
como siempre:
–¡Alabím alabám, Kasam va!
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Un minuto más en el despacho del padre, y me largo con un cheque de trescientos shekels. Tiré de Kasam de las orejas y noté algo un poco diferente, más ligero. Y entonces, de re-
pente, esa sensación de humedad en la muñeca y la niña
gorda de los lentes que se pone a gritar. Mi mano derecha
sostenía la cabeza de Kasam, con sus largas orejas y sus ojos
de conejo muy abiertos. Sólo la cabeza, sin ningún cuerpo.
La cabeza, y mucha, muchísima sangre. La gorda seguía gri-
tando. Los niños sentados de espaldas a mí que miraban la
tele se dieron vuelta y se pusieron a aplaudir. De la otra ha-
bitación vino el niño del videojuego. Al ver la cabeza deca-
pitada dio un silbido de entusiasmo. Noté cómo la comida
del mediodía me subía a la garganta. Vomité en mi sombrero
de mago y el vomito desapareció. Los niños me rodearon en-
loquecido de felicidad.
La noche que siguió a la función no logré conciliar el sueño. Revisé todo el equipo cientos de veces. No conseguía encon-
trarle explicación alguna a lo que había sucedido. Tampoco
pude encontrar el cuerpo de Kasam. Por la mañana me en-
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caminé a la tienda de magia. Tampoco ahí supieron explicár-
selo. Compré un conejo. El dependiente intentó convencerme de que me llevara una tortuga.
–Lo de los conejos está pasado de moda –me dijo–, ahora
lo que se usa son las tortugas. Dígales que es una tortuga Ninja y se caerán de la silla.
A pesar de todo me quedé con el conejo. A él también le puse Kasam. En casa me esperaban cinco mensajes en el contesta-
dor automático. Todos eran ofertas de trabajo. Todas de niños
que habían visto la función. En uno de ellos el niño incluso me proponía que le dejará luego en su casa la cabeza decapi-
tada tal y como lo había hecho en la fiesta de él. Sólo entonces me di cuenta de que no me había llevado la cabeza de Kasam. Mi siguiente función tenía que representarla el miércoles.
Para el décimo cumpleaños de un niño de Ramat, Aviv Gui-
mel. Estuve muy nervioso durante toda la función. En abso-
luto concentrado. El truco de las reinas me salió mal. No
hacía más que pensar en el sombrero. Finalmente llegó el
momento:
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–¡Alabím alabám, Kasam va!
La mirada fija en el público, la mano dentro del sombrero.
No conseguía encontrar las orejas, pero el cuerpo tenía exac-
tamente el peso que debía. Estaba pelón, pero con el peso
correcto. Y entonces volvió a producirse el griterío. Gritos
mezclados con aplausos. No era un conejo lo que tenía en
la mano, sino un bebé muerto.
Ya no soy capaz de hacer ese truco. Hubo un tiempo en que
me gustaba, pero hoy, sólo con pensar en él me tiemblan las manos. Sigo imaginándome las terribles cosas que voy a
sacar y que me están esperando dentro. Ayer soñé que metía
la mano y que la mandíbula de un monstruo me la atrapaba.
Me cuesta entender que antes tuviera el valor de introducir
la mano en ese lugar tan tenebroso. Que antes tuviera el valor de cerrar los ojos y dormirme.
He dejado por completo de hacer magia, pero la verdad es
que no me importa. No gano dinero, me parece bien. A veces
todavía me pongo el traje así, sin más, en casa, o examino el
hueco secreto de la mesa del sombrero, y me basta. Aparte
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de eso no toco la magia y, por lo demás, no hago nada de
nada. Me limito a quedarme tendido en la cama pensando en la cabeza del conejo y en el cadáver del bebé. Como si
fueran una especie de pistas para un acertijo, como si alguien
intentara decirme algo, quizá que no corren buenos tiempos
para los conejos ni tampoco para los bebés. Que no corren tiempos nada buenos para los magos.
EL GORDITO Etgar Keret
ÂŤY en menos de cinco minutos te encuentras con que a tu lado, en la cama, tienes a un hombre bajito y regordeteÂť
¿Sorprendido? Pues claro que estaba sorprendido. Sales con una chica. Una primera cita, una segunda cita, un restaurante por aquí, una película por allá, siempre en sesiones matina-
les, exclusivamente. Empiezan a acostarse, el sexo es espec-
tacular y después llega también el sentimiento. Cuando de
pronto, un buen día, viene a ti llorando, tú la abrazas y le dices que se tranquilice, que no pasa nada, y ella te contesta
que ya no puede más, que tiene un secreto, pero no un se-
creto cualquiera, que se trata de algo tenebroso, de una mal-
dición, un asunto que ha querido revelarte todo este tiempo
pero no ha tenido valor para hacerlo. Porque se trata de algo
que la oprime constantemente como si de un par de tonela-
das de ladrillos se tratara. Algo que te tiene que contar, por-
que tiene que hacerlo, aunque también sabe que desde el momento en que te lo revele la vas a dejar, y con razón. Y al
momento vuelve a ponerse llorar.
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–No te voy a dejar–le dices–, yo no, yo te quiero.
Puede que parezca que estés algo emocionado, pero no, y aunque lo estés es porque ella sigue llorando, no por el se-
creto en sí. La experiencia te ha enseñado que esos secretos que repetidamente llevan a las mujeres a hacerse trizas son la mayoría de las veces algo de la importancia de haberse
echado un palo con un animal, con un familiar o con alguien
que les dio dinero a cambio. –Soy una puta –acaban di-
ciendo siempre.
–No, que no –insistes tú abrazándolas, o–Shshshsh –si siguen llorando.
–De verdad que es algo muy gordo –insiste ella, como si
hubiera descubierto esa despreocupación tuya que tanto has intentado ocultar.
–Puede que dentro de ti suene espantoso –le dices–, pero
es por la acústica. Ya verás cómo, en cuanto lo saques, de repente te parecerá mucho menos grave.
Ella casi se lo cree y tras dudar un instante dice:
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–¿Si te dijera que por las noches me convierto en un hombre
peludo y enano, sin cuello y con un anillo de oro en el me-
ñique, entonces también seguirías queriéndome? Y tú le dices
que por supuesto, porque qué vas a decirle, ¿que no? Lo único que está intentando es ponerte a prueba para ver si la
quieres incondicionalmente, y tú siempre has estado soberbio
ante cualquier prueba. Además, la verdad es que en cuanto
se lo dices ella se derrite y ya están cogiendo, así, en el salón.
Después se quedan abrazados y ella llora, porque se siente
aliviada, y tú también lloras, sin saber por qué.
Pero a diferencia de otras veces ella no se marcha. Se
queda a dormir contigo. Y tú te quedas despierto en la
cama, mirando su hermoso cuerpo, el sol que se está po-
niendo ahí afuera, la luna, que aparece de repente como
de la nada, la luz plateada que le toca el cuerpo acariciándole el vello de la espalda. Y en menos de cinco minutos te encuentras con que a tu lado, en la cama, tienes a un
hombre bajito y regordete. El hombre en cuestión se levanta, te sonríe y se viste algo turbado. Sale del dormitorio,
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y tú tras él, hipnotizado. Ahora ya está en el salón, pul-
sando con sus rollizos dedos los botones del control de la
tele, dispuesto a ver los deportes. Futbol, un partido de la
Liga de Campeones. Cuando fallan el tiro maldice y con los goles se levanta y hace la ola. Después del partido te
dice que tiene la garganta seca y el estómago vacío. Que
se le antojan unos bocadillos, de ser posible de pollo aunque también podrían ser de res. Así que te subes con él en
el coche y lo llevas a un restaurante cercano que conoce.
La nueva situación te tiene preocupado, muy preocupado,
pero no sabes muy bien qué hacer porque la central neuronal de la decisión está paralizada. La mano cambia las
marchas mientras bajas hacia Ayalon, como la de un robot,
y él, en el asiento de al lado, tamborilea en el tablero con
el anillo de oro que lleva en el meñique; cuando en el semáforo que hay junto al cruce de Beit Dagon baja la ven-
tanilla electrónica, te guiña un ojo y le grita a una soldado
que está haciendo autoestop:
–Chata, ¿quieres que te subamos atrás como una cabra?
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Después, en Azor, te pones a comer carne con él hasta re-
ventar mientras lo ves disfrutar de cada bocado y reírse como
un niño. Y todo el rato te dices a ti mismo que no es más que
un sueño, un sueño extraño, es verdad, pero de esos de los que enseguida te vas a despertar.
A la vuelta le preguntas dónde se quiere bajar, pero él se hace
el sordo y pone cara de pobrecito. Así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi las tres de la mañana.
–Me voy a dormir –le comunicas, y él te dice adiós con la
mano desde el puf y sigue con la mirada clavada en el canal
de la moda.
Por la mañana te despiertas cansado, con un poco de dolor
de estómago y la encuentras en el salón, todavía dormitando.
Pero en cuanto has terminado de bañarte se levanta, te
abraza con cierto aire de culpabilidad y tú te sientes dema-
siado confuso como para decirle nada. El tiempo pasa y siguen juntos.
El sexo no hace más que mejorar día con día, ella ya no es
tan joven, ni tú tampoco, así que un buen día te encuentras
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hablando de tener un hijo. Por la noche tu gordito y tú se la pasan en grande cuando salen, como nunca te la habías pa-
sado en la vida. Te lleva a restaurantes y a bares de los que
antes no te sonaba ni el nombre, bailan juntos encima de las
mesas y rompen platos y más platos como si el mañana no existiera. El gordito es un poco grosero, sobre todo con las
mujeres. A veces tú no sabes dónde esconderte por las maja-
derías que hace. Pero, aparte de eso, la verdad es que está muy bien estar con él.
Cuando se conocieron, a ti el futbol no te interesaba dema-
siado, mientras que ahora ya conoces a todos los equipos y
cada vez que el equipo del que son hinchas gana te sientes
como si hubieras pedido un deseo y éste se hubiera cum-
plido, un sentimiento tan poco frecuente, especialmente en
alguien como tú, que normalmente no sabes ni lo que quie-
res. Y así, todas las noches, te duermes con él cansado viendo los partidos de la liga argentina y por la mañana vuelves a
despertarte al lado de una mujer guapa y comprensiva a la
que también amas a rabiar.
ROMPER EL CERDITO Etgar Keret
«Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de cerámica que sabe que ha llegado su fin»
Mi padre no accedió a comprarme un muñeco de Bart Simp-
son. Y eso que mi madre sí quería, pero mi padre no cedió y dijo que soy un caprichoso.
–¿Por qué se lo vamos a tener que comprar, eh? –le dijo a mi madre–. No tiene más que abrir la boca y tú ya te pones
firme a sus órdenes.
Mi padre añadió que no tengo ningún respeto por el dinero, que si no aprendo a tenérselo ahora que soy pequeño,
¿cuándo voy a hacerlo? Los niños a los que les compran sin
más muñecos de Bart Simpson se convierten en mayores en
unos maleantes que roban en las tiendas porque se han acos-
tumbrado a conseguir todo lo que se les antoja de la forma
más fácil. Así es que en vez de un muñeco de Bart Simpson
me compró un cerdito feísimo de cerámica con una ranura
en el lomo, y ahora sí que me voy a criar siendo una persona
de bien, ahora ya no me voy a convertir en un maleante.
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Lo que tengo que hacer a partir de hoy, todas las mañanas,
es tomarme una taza de cacao, aunque lo odio. El cacao con nata es un shekel; sin nata, medio shekel, pero si después de
tomármelo voy directamente a vomitar, entonces no me dan nada. Las monedas se las voy echando al cerdito por el lomo,
de manera que si lo sacudo hace ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas que al sacudirlo no se oiga nada, entonces me regalarán un muñeco de Bart Simpson en patineta.
Porque como dice mi padre, eso sí que es educar.
El caso es que el cerdito es muy lindo, tiene el hocico frío
cuando uno se lo toca y, además, sonríe al meterle el shekel
por el lomo, lo mismo que cuando sólo se le echa medio shekel, aunque lo mejor es que también sonríe cuando no se le
echa nada. Además le he buscado un nombre, le he puesto
Pesajson, como el hombre que tuvo nuestro buzón antes que
nosotros, un buzón del que mi padre no consiguió arrancar
la etiqueta. Pesajson no es como mis otros juguetes, es
mucho más tranquilo, sin luces ni resortes, y sin pilas que le
derramen su líquido por la cara. Lo único que hay que hacer
es tenerlo vigilado para que no salte de la mesa.
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–¡Pesajson, cuidado que eres de cerámica! –le digo cuando me doy cuenta de que se ha agachado un poco y mira al suelo,
y entonces él me sonríe y espera pacientemente a que yo lo baje. Me encanta cuando sonríe; es sólo por él que me tomo el
cacao con la nata todas las mañanas, para poderle echar el shekel por el lomo y ver que su sonrisa no cambia ni una pizca.
–Te quiero, Pesajson –le digo después–, y para ser sincero te diré que te quiero más que a papá y a mamá. Además siem-
pre te querré, pase lo que pase, aunque atraque tiendas. ¡Pero
si llegas a saltar de la mesa, pobre de ti!
Ayer vino mi padre, agarró a Pesajson y empezó a sacudirlo salvajemente boca abajo.
–Cuidado, papá –le dije–, a Pesajson le va a doler la panza
—pero mi padre siguió como si nada.
–No hace ruido, ¿sabes lo que quiere decir eso, Yoavi? Que mañana vas a tener un Bart Simpson en patineta.
–¡Qué bien, papá! –le dije–. Un Bart Simpson en patineta,
genial. Pero deja de sacudirlo, porque haces que se sienta mal.
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Papá dejó a Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi madre.
Volvió al cabo de un minuto arrastrándola con una mano y agarrando un martillo con la otra.
–¿Ves cómo yo tenía razón? –le dijo a mi madre–, ahora sabrá valorar las cosas, ¿a que sí, Yoavi?
–Pues claro –le respondí –le respondí, porque la verdad es que así era, pero a los pocos minutos mi padre se impacientó y me espetó:
–¡Venga, rompe el cerdito de una vez!
–¿Qué —exclamé yo–. ¿Romper a Pesajson?
–Sí, sí, a Pesajson –insistió mi padre–. Anda, venga, róm-
pelo. Te mereces ese Bart Simpson, te lo has ganado a pulso.
Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de
cerámica que sabe que ha llegado su fin. Al diablo con el
Bart Simpson, ¿cómo iba a darle un martillazo en la cabeza
a un amigo?
–No quiero un Simpson –dije, y le devolví el martillo a mi
padre–, me basta con Pesajson.
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–No lo has entendido –me aclaró entonces mi padre–, no
pasa nada, así es como se aprende, ven, lo voy a romper yo. Alzó el martillo mientras yo miraba los ojos desesperados de mi madre
y luego la sonrisa fatigada de Pesajson, y entonces supe que todo dependía de mí, que si no hacía algo, Pesajson iba a morir.
–Papá –le dije sujetándolo de la pernera.
–¿Qué pasa, Yoavi? –me respondió con el martillo todavía
en alto.
–Quiero un shekel más, por favor –le supliqué–, deja que
le eche otro shekel, mañana, después del cacao, y entonces
lo rompemos, mañana, lo prometo.
–¿Otro shekel? –sonrió mi padre, dejando el martillo sobre
la mesa–. ¿Ves, mujer?, he conseguido que el niño tome
conciencia.
–Eso, sí, conciencia –le dije–, mañana–. Y eso que las
lágrimas ya me ahogaban la garganta.
Cuando ellos ya habían salido de la habitación abracé con mucha fuerza a Pesajson y di rienda suelta a mi llanto. Pe-
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sajson no decía nada, sino que muy calladito temblaba entre mis brazos.
–No te preocupes –le susurré al oído–, te voy a salvar.
Por la noche me quedé esperando a que mi padre terminara de ver la tele en la sala y se fuera a dormir. Entonces me le-
vanté sin hacer ruido y me escabullí con Pesajson por la ga-
lería. Caminamos juntos muchísimo rato en medio de la oscuridad, hasta que llegamos a un campo lleno de ortigas.
–A los cerdos les encantan los campos –le dije a Pesajson
mientras lo dejaba en el suelo–, especialmente los campos
de ortigas. Vas a estar muy bien aquí.
Me quedé esperando una respuesta, pero Pesajson no dijo nada, y cuando le rocé el morro como gesto de despedida,
se limitó a clavar en mí su melancólica mirada. Sabía que nunca más volvería a verme.
«Una hipnótica mezcla de seis relatos con surrealismo, mágia y sentimiento que te cautivan.»