Jugo de pecas

Judy Blume Ilustraciones de

Cristina Navarro

9 781682 922941

Jugo de pecas

ISBN 978-1-68292-294-1

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Jugo de pecas Judy Blume Ilustraciones de

Cristina Navarro

Jugo de pecas

Andrés quería tener pecas y Sara, su compañera de clase, le ofreció su fórmula secreta para conseguirlas. La verdad es que la fórmula de Sara no resultó ser tan buena como ella había asegurado que era, así que…

«Un humor espontáneo que con seguridad cautivará a los lectores más pequeños».

REVISTA THE BOOK HORN

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Judy Blume

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JUGO DE PECAS Título original: Freckle Juice © 1972, Judy Blume © De esta edición: 2016, Santillana USA Publishing Company, Inc. 2023 NW 84th Avenue Doral, FL 33122, USA www.santillanausa.com Dirección editorial: Isabel C. Mendoza Cuidado de esta edición: Ana I. Antón Montaje de esta edición: Grafi(k)a LLC Ilustraciones: Cristina Navarro Traducción: María Puncel ISBN: 978-1-68292-294-1 Loqueleo es un sello editorial del Grupo Santillana. Estas son sus sedes: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, España, Estados Unidos, Guatemala, México, Panamá, Paraguay, Perú, Portugal, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

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Andrés Márquez quería tener pecas. Nicolás Calleja tenía pecas. Tenía lo menos un millón. Las tenía por la cara, por las orejas y por el cuello. Andrés no tenía ni una. Tenía, eso sí, dos verrugas en un dedo; pero las verrugas no sirven para nada. Si él tuviera pecas, como Nicolás, su madre

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no podría darse cuenta cuando tuviera el cuello sucio y no tendría que estarse la­ vando continuamente, y no llegaría tarde a la escuela.

Andrés tenía mucho tiempo para con­ templar las pecas del cogote de Nicolás. Se sentaba en clase justo detrás de él. En una ocasión intentó contarle las pecas, pero cuando llegaba a la número ochenta y seis la señorita Laura dijo: —Andrés, ¿estás atendiendo?

—Sí, señorita —contestó Andrés.

—Muy bien. Entonces, ¿quieres hacer el favor de tomar tu silla y unirte a tu grupo de lectura? Estamos esperándote.

Andrés se levantó a toda prisa. Sus com­ pa­ ñeros del grupo de lectura se estaban riendo. Especialmente Sara. Andrés no po­ día aguantar a la tonta de Sara. ¡Se creía, la boba de ella, que lo sabía todo! Andrés

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levantó su silla y la llevó hasta el rincón en que estaba su grupo de lectura.

—Empieza, Andrés —dijo la señorita Laura—, página sesenta y cuatro.

Andrés empezó a volver las páginas de su libro. Sesenta y cuatro... sesenta y cuatro.

No podía encontrarla. Las páginas se pega­ ban unas a otras. ¿Por qué había tenido la profesora que elegirle precisamente a él?

Todos los demás tenían ya sus libros abiertos por la página sesenta y cuatro.

Sara seguía riéndose, pero no con una risa abierta y normal, no, sino con risitas estúpidas, y se tapaba la boca con la mano, pero Andrés la oía muy bien. Por fin en­ contró la página sesenta y cuatro. Justo donde tenía que estar, claro, entre la página sesenta y tres y la página sesenta y cinco.

Si hubiera tenido sus propias pecas no se habría distraído contando las pecas de

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Nicolás Calleja. Hubiera oído a la señorita Laura cuando dijo que se formasen los grupos de lectura, y nadie se hubiera reído de él.

Luego, cuando sonó la campana, Andrés alcanzó a Nicolás.

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Aquella noche Andrés no se podía dormir.

Pensaba y pensaba... en el jugo de pecas. En su familia nadie tenía pecas; quizás porque nadie conocía la fórmula secreta. Él no había oído jamás eso del jugo de pecas. Y así, claro, ¿cómo iba a tener pecas?

No le hacía ninguna gracia lo de tener que pagar a Sara. Cincuenta centavos eran un montón de dinero: ¡la paga de cinco semanas! Claro que si el jugo de pecas no funcionaba, podría pedirle a Sara que le devolviese el dinero. Eso sería fácil.

A la mañana siguiente, Andrés sacó su hucha y giró la combinación del cierre. Cua­ tro arriba y cero abajo. Tomó cinco monedas

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de diez centavos. Las envolvió en un pe­ da­cito de papel y se metió el envoltorio en el bolsillo. No le quedaba tiempo para la­var­ se las orejas ni el cuello ni nada. Quería ver a Sara antes de que sonase la campana para entrar en clase.

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—¡Adiós, mamá!

—¡Andrés, ven aquí! —su madre fue hacia él tan deprisa que por poco se cae, al pi­sarse la bata. Los rulos que llevaba puestos en el pelo rozaron la cara de Andrés cuando se inclinó para examinarle las ore­ jas y el cuello.

—Por favor, mamá. ¿No puedo dejar de lavarme solo por un día? —pidió Andrés.

Su madre dio un paso atrás y levantó un dedo.

—Por hoy, pase, pero mañana volveré a mirarte bien. ¡Y súbete la cremallera del pantalón!

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Andrés se miró, ¡las cremalleras eran un fastidio!

Su madre hablaba otra vez.

—Esta tarde, cuando vuelvas de la es­cue­ la, ve a buscarme a la casa de al lado. Estaré allí jugando a las cartas. Te daré la llave para que entres en casa; ¿te has enterado bien?

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Sara sacó una pierna de debajo del pupitre y puso su pie sobre el envoltorio. Después lo fue arrastrando, poquito a poco, hasta que lo tuvo a su lado.

Se agachó rápidamente y recogió el pape­ lito que envolvía los cincuenta centavos. La señorita Laura no se dio cuenta de nada.

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Sara abrió el envoltorio y contó el dinero.

Luego sacó de su bolsillo un papel doblado en cuatro y lo tiró hacia Andrés.

El papel voló por el aire y cayó en el cen­­ tro del pasillo.

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Andrés se inclinó para atraparlo, pero per­d ió el equilibrio y se fue al suelo de cabeza.

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Todos se rieron, todos... menos Andrés y la señorita Laura.

La profesora dijo: —Andrés, ¿qué estás haciendo? Tráeme ese papel.

Andrés recogió la notita con la fórmula secreta. Ni siquiera había tenido la oportu­ nidad de verla. No era justo. Había pagado cincuenta centavos para nada. Le entregó el papel a la señorita Laura. Ella desdobló el papel, y lo leyó. Luego levantó la vista y lo miró: —Te daré este papel a la salida —lo do­ bló de nuevo y lo puso sobre su mesa—.

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Y no quiero que esto vuelva a ocurrir, ¿en­ tendido?

—Sí, señorita —murmuró Andrés.

—Bien, y ahora empecemos con los pro­ blemas de aritmética.

«La señorita Laura no es mala», se dijo Andrés. «Ha podido romper la fórmula se­ creta o mandarme al despacho del director o echarme de clase».

Le pareció que la hora de la salida no lle­ gaba nunca. No se molestó en contar las pecas del cuello de Nicolás. Pronto él tam­ bién tendría sus propias pecas. Por fin, sonó la campana; los niños se levantaron y fueron hacia la puerta. Andrés se acercó a la señorita Laura, que tomó el papel y lo balanceó delante de sus ojos.

—Aquí tienes tu nota, Andrés. Tengo la sensación de que es muy importante para ti.

Pero te advierto que, de ahora en adelante, tendrás que atender mejor en clase.

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Andrés tomó la fórmula secreta de manos de la señorita Laura.

—Desde mañana podré atender estupen­ damente —aseguró—. Ya verá, señorita, no tendré ningún problema.

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Judy Blume Autora

Judy Blume pasó su infancia en Elizabeth, Nueva Jersey, imaginando historias. De adul­ta, ha seguido imaginando historias en diferentes lugares, solo que ahora las escribe y las publica. Sus libros se han traducido a más de 30 idiomas y han vendido más de 85 millones de ejemplares. Entre otros re­co­ nocimientos, recibió la medalla de National Book Foundation por su “distinguida contribución a la literatura estadounidense” en 2004.

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Aquí acaba este libro escrito, ilustrado, diseñado, editado, impreso por personas que aman los libros.

Aquí acaba este libro que tú has leído,

el libro que ya eres.

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