Nº 823 / CRÓNICA / 13
EL MUNDO / DOMINGO / 24 / JULIO / 2011
( DESPEDIDA ) UN HECHO HISTÓRICO G Por primera y última vez en su historia, el mejor restaurante del mundo permite a un reportero vivir la intimidad de sus fogones. G «Infiltrado» como pinche forma parte de la preparación de sus exquisitos platos. Despedida. El próximo fin de semana cierra. Reabrirá en 2014 con el concepto de fundación.
REPORTAJE GRÁFICO: EDDY KELELE
LA HONESTIDAD DE FERRAN ADRIÀ
«Permitimos que retrates nuestro mundo porque no hay nada que esconder», afirma el chef.
DEPERIODISTA APINCHE EN“ELBULLI”
MARTÍN MUCHA
Cañas: Mojito-Caipirinha. El primer plato del menú es una buena forma de contar el viaje a realizar. Inédito. ¿A quién se le ocurre que una caña de azúcar macerada en licores diversos pueda ser el primer plato? ¿A quién se le ocurre que un tipo que no sabe preparar ni arroz pueda cocinar en el mejor restaurante del planeta y, muy probablemente, de la Historia? Ferran Adrià coloca su mano en mi hombro. Da un gesto de aprobación. He cumplido con la primera regla de su factoría: ser puntual. El Bulli tiene medio siglo de historia, más de 20 con Ferran Adrià al mando, y no se admite llegar tarde. A cinco minutos para las dos de la tarde, me pongo la chaqueta de aprendiz, me la da Oriol Castro, jefe de cocina. Cinco minutos después, el hombre que revolucionó la gastronomía global me presenta. «Nunca en
todo este tiempo, con los años que llevamos, con la cantidad de reportajes que hemos hecho, un periodista ha estado en los fogones». A punto de cerrar, el 30 de julio, no se repetirá. Los jóvenes aprendices de alquimista parecen soldados uniformados de blanco y morado. Todos vestidos igual, excepto el recién llegado. Primer fallo, no llevo el delantal. La silueta de Adrià se refleja, deforme, en la impecable barra de aluminio. Flauta de mojito y manzana. Otro cóctel de conocimiento para continuar. Oriol no tiene tiempo para guiarme en la ruta. Adrià, un día antes ya me había contado lo que sería. Un microcosmos nuevo, pero no tan complejo como la gente piensa: «Te darás cuenta de que cualquiera puede formar parte de nuestro mundo. Esto es más sencillo de lo que la gente imagina». Quizás por ello, nadie me preguntó si ha- / PASA A LA PÁGINA 14
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( DESPEDIDA ) EN PLENA PREPARACIÓN
El Bulli tiene 75 personas, 50 cocineros y 25 de personal de servicio. El redactor de «Crónica» se pone a preparar un plato del menú llamado «Espardeñas-Espardeñas».
producto químico que tiene una temperatura de ebullición de –195,8 grados. Siento el índice y el anular petrificados. No me inmuto, nadie se entera. Sigo, aunque duela. Ahora debo recoger la fruta con una cucharita. Ceviche de Bogabante. A separar hojas de cilantro del tallo. Se utilizarán para una variante exquisita de un plato típico de Perú. Esto sé hacerlo a la perfección. Flashback. Cuando era niño, en la casa de la mansión donde mi madre trabajaba limpiando y guisando, a veces, la ayudaba a esto mismo. Aprendí a discernir las hojas que servían de las que no. Y que lo más importante en el microcosmos de una cocina es la solidaridad. «De esto sabes más que yo», comenta Jorge. Llevamos manojos y manojos. Como diría Ferran, esto puede ser un viaje de ida y vuelta por recuerdos, para el que prepara y para el que ingiere. «Como la película de una vida».
RALENTIZANDO EL PROCESO
«DENTRO TE DARÁS CUENTADE QUE CUALQUIERAPUEDE FORMAR PARTE DE NUESTRO MUNDO»
FERRAN ADRIÀ:
LA PALABRA QUE SE REPITE SIEMPRE AL PASAR ENTRE LOS PASILLOS ES «¡QUEMA! ¡QUEMA! ¡QUEMA!»
GRITO DE GUERRA.
SE DEBE TENER CUIDADO CON ESTE ADMINÍCULO DE 300 GRADOS QUE PUEDE «TATUARTE» LA PIEL
LA SALAMANDRA.
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cocinado alguna vez. Lo respondo ahora, nunca en mi vida. No ya algo sofisticado. Nada en lo absoluto. Y eso que, por mi condición de peruano, como un brasileño sobre el fútbol, se dice que nacemos con alma de vivir entre ollas y sartenes. Los precedentes familiares me deberían ayudar. Mi madre fue sirvienta y una buena cocinera [ella siempre lo negaba, pero era así]. Me presentan a mi cicerone: Jorge Martín, uno de tantos niños prodigio, un canterano de 27 años que ha pasado por Arzak, Calima, Mandarin Oriental de Nueva York... Virgen en estas lides, me lavo las manos. Me pongo guantes de látex. Segunda insensatez, rompo uno al colocármelo con excesiva fuerza. Gin fizz frozen caliente. Así podría describirse mi sensación ante el reto. Cruce de sabores y temperaturas. Sudar gélido y ser descubierto en mi ineptitud. Jorge va describiendo el espacio, mi lugar de trabajo. Al fondo, la pastelería y el cuarto frío que juntos parecen un laboratorio farmacéutico. Faltan los tubos de ensayo. A cada paso los científicos de El
Bulli van creando geles, hielos. Da candor al escenario una maquina de algodón de azúcar encendida. Quizás por mi desconcierto o por gentileza, mi guía mete la mano y suelta: «Es algodón de azúcar». Esta rico. A veces, las cosas son tan simples como parecen. Aceitunas verdes esféricas. Solo separado por un muro, se muta de lo frígido a lo cálido, de lo tradicional al experimento. En la primera mesa está la salamandra, un adminículo para calentar los platos, que alcanza los 300 grados. Me fijo en los antebrazos de los compañeros. Quemaduras por doquier, marcas de batalla, de oficio. Las torpezas se tatúan en la piel. Por eso, el grito de guerra cuando se cruza los pasillos abarrotados de gente del universo Adrià es «¡Quema! ¡Quema! ¡Quema!». Cacahuetes miméticos. Tres mesas más. Dos para preparar los entrantes, una para pescados y carnes. Y la mesa de producción. Nos situamos allí. Las explicaciones son rápidas y precisas. No hay tiempo que perder. Mi instructor y yo debemos comenzar. Todos los cocineros miran atentos sus manos, los pro-
ductos que elaboran. Solo vi ese nivel de concentración en un desactivador de explosivos. Espardeñas-Espardeñas. Mi primera misión es domar un pepino de mar cortado en tiritas. Es una de las joyas de la alta cocina, por el sabor de su carne y por su escasez; se pesca casi artesanalmente. Sobre un plástico, debo alinearlas hasta crear un rectángulo perfecto formado por filamentos. Tardo 15 minutos en hacer el primero. No puede quedar ningún agujero. Una vez cerrado debe lucir plano, como si fuera una loncha de queso gouda. Ese es su aspecto. Aprobado. Completo unas cuatro piezas iguales. Son las tres de la tarde, esto recién empieza. Es el plato número 31 de una carta con 41 ítems. Se cruza Oriol, supervisando. «¿¡Qué haces!?», espeta a mi lado. Cuando iba a responder, excusándome, a punto de confesar, me doy cuenta que no es a mí. Un vecino había colocado una pieza con una apenas perceptible mancha rojiza. La estética aquí no se pervierte nunca. Risotto de moras con jugo de caza. Segunda misión, pelar grosellas que formarán parte de este manjar de dioses. Nos alineamos. Chicos que han estudiado en las mejores escuelas de cocina del orbe, que han trabajado con los mejores, se disponen a pelar bayas, quitarles la piel y mantenerlas en su estructura: redondas, sin fisuras. Para conseguirlo de modo más rápido se semicongelan con nitrógeno líquido. Se sumergen cinco segundos y se sacan. «Si pasa más tiempo se vuelven hielo». Lanzo el fruto rojo al cuenco, cuento mentalmente y, como todos, retiro con rapidez la grosella del congelante con la mano. A pesar de la ayuda química, es complicado. Cruza el jefe de cocina. Se escandaliza. «¡Si te viera Ferran!». Llama a Jorge y le reprende por permitirme meter los dedos en un
Won-ton de rosas con jamón y agua de melón. Esto es artesanía. Instrucciones. Abrir pétalos de rosas amarillas sin romperlas. Colocarlas sobre un papel de horno. Poner la cantidad justa de gelatina de jamón. Cerrar por los bordes hasta formar una suerte de bella empanadilla. Sin romperla y conseguir que esté correctamente cerrada, compacta. Supervisa, Vishal Khulbe, de origen indio, quien duplica en velocidad a cualquiera. A mí me cuadriplica, o más. Fracaso una y otra vez, hasta que consigo hacer uno. «Es demasiado difícil», comenta en inglés. Le pregunta a Jorge si es necesario que esté aquí. «No lo hace tan mal, alguno se podrá comer», argumenta. La discusión realizada entre susurros tiene un significado. Ralentizo el proceso de La Fábrica. Asumo la culpa. Felizmente, al final, sólo descartan uno de mis won-ton. Claro he cometido el delito de romper varios. Es política de la casa y así lo explica el propio Ferran: «Aquí no se desperdicia nada, se cuida mucho el producto. Lo que no sirve para una cosa sirve para otra, reciclamos». Mis manos tienen un dulce perfume a flores y melón. Porra líquida de avellana. Comienza a haber pelea por el espacio. No cabemos. A defender el lugar. Piernas abiertas, quejas. Es el sino. Se comienza a notar que esto es también una competición. Por aprender más, por ser reconocido, por ser el más rápido, por alcanzar la excelencia. Es el discurso de Ferran. Es el pope que todos sueñan con ser. Junto a nosotros están Sandra Fortes, mexicana, y Rita Soler Sala, catalana, hija del socio del restaurante, Juli Soler. Exprimen leche de avellanas. Hay comedia también en este mundo de tres estrellas Michelin y alimentos deconstruidos. Estamos tan cerca que nos salpican. Ellas mismas se manchan de arriba abajo con la mezcla. Continúan. Cinco de la tarde. Caviar de avellana. Me dan una jeringa gigante rellena de una crema marrón oscuro. Hace un mes, cuando llegué aquí por primera vez, como comensal, fue uno de las creaciones que me impactó. Huevas de esturión en estado líquido y unos clones de caviar hechos con una suerte de chocolate encima; al lado, una mezcla inversa, crema de chocolate y huevas reales. Me toca preparar el falso caviar. Debo apretar para formar las esferas del mismo tamaño. Salen como hijos de la aguja hueca. Se echan en agua enfriada con hielo y se cuelan después. Las piezas no simétricas o muy grandes se descartan. Otra reprimenda. No sujeto bien la jeringuilla, podría haber salpicado a todos y arruinado el trabajo del grupo. No sucede. Pero, de haberle pasado a un aprendiz auténtico hubiera sido una catástrofe. Seis y 15. Pausa para cenar.
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( DESPEDIDA ) FORMAR ESFERAS PERFECTAS, CLONES DE LOS HUEVOS DE ESTURIÓN, ES UNA DE LAS MISIONES
FALSO CAVIAR.
ES MÁS DIFÍCIL COMER AQUÍ, CON LOS COCINEROS, QUE OBTENER UNA RESERVA EN EL BULLI» PRIVILEGIO. «
UN CAMARERO HA MEDIDO CUANTOS PASOS RECORRE AL DÍA: 22.700, 11 KILÓMETROS EN TOTAL SERVICIO.
Pasta con salsa de pesto / Dorada a la japonesa. No es parte del menú, es un lujo sólo para privilegiados. «Es más difícil comer aquí que en El Bulli», en el restaurante del millón de reservas, dice Adrià mientras me brinda una buena ración de espaguetis. «¿Cómo va todo?», indaga. «Es una cadena de producción», comento. «Pero en el sentido de un equipo de Fórmula 1. Todos con una misión que afecta al otro». El pescado es soberbio. «¿Sabes cuánto cuesta? Unos cuatro euros. Esta es nuestra respuesta a quienes dicen que no hacemos comida tradicional. ¡¿Qué mejor prueba?!». Hasta en estos clásicos, se nota el toque del genio. La sencillez llevada al virtuosismo. Caigo en la cuenta de que tengo excesiva hambre. Que el ritmo es atroz y te extenúa. No ha habido tiempos muertos. Repito ración. «Pronto habrá un libro que cuente cómo preparar esto. Es parte de nuestro legado». En 15 minutos, el grupo ha terminado de comer. «Sube», me indica Ferran. Él no va a la planta superior. Es el momento en que el grupo está a solas. Las parejas se miran, se miman. Los cocineros y los camareros que abajo apenas tienen contacto charlan entre bombonas. Siete se cepillan los dientes al mismo tiempo en un solo lavabo. Uno apura cigarrillo tras cigarrillo hasta llegar a los cuatro. Termina. Apaga la colilla contra el suelo. En la cocina, Ferran supervisa. Va a comenzar la función: el servicio. Los clientes llegan. Aparecen las contingencias. No hay tiempo para más pausas: 75 obreros al unísono, 50 comensales, 41 platos [más de 2.000 en total]. «Ayer fue espeluznante», comentan entre susurros. ¿Y hoy? «Nunca se sabe». Canapé de jamón y jengibre. Espeluznante y desesperante. «No te olvides de decir “quemo” cada vez que cruces», me advierten. Llega un momento que parece un eco infinito. Decenas de cocineros recorriendo pasillos con piezas únicas. Creaciones frágiles. Mi misión es echar la salsa a una bella construcción gastronómica que, vista en contrapicado, parece trazada por Pollock. Supervisa Oriol. Enseña a sujetar la cuchara. Me manda practicar hasta que aprenda a pintar bien el recipiente plano. Lo consigo en tiempo récord. Coca de vidre. El nexo entre el servicio y la cocina es Eugeni de Castro. Sereno ante cualquier contingencia, a pesar de que ha surgido un serio problema con la mesa 13: un diabético no avisó. «Hay que cambiar 18 platos», dice. Coma la coca cristalina y el blini de yogurt. «Otro cliente no quiere frutas»... Papel de flores. Descubro el sentido de la máquina de algodón de azúcar. Con ella se prepara un dulce que parece extraído de un cuento de Hans Christian Andersen. En la cadena de producción, me toca pillar los hilos finos enredados y colocarles distintos tipos de flores encima. El aspecto final, después de que se prensa manualmente con una simple hoja de papel, es el de un colorido papel reciclado oriental. A cada mordisco tiene un sabor distinto que va de lo ácido a lo eléctrico. Cerillas de soja. Es lo que toca servir. «Poner dos en una bandeja». La palabra rápido ya ni se menciona; es tácita. Ya no se susurra. Se grita. Los jefes piden silencio. La intensidad del volumen baja, pero es imposible contener el sonido de los pasos constantes.
Ravioli de liebre con su bolognesa y su sangre. Cojo una servilleta y la rocío con ginebra. La vajilla debe estar incólume. Sin manchas de grasa, sin salsas fuera de sitio que alteren su presentación. A mi vera, esquivo un plato con agilidad matrix. Romper parte de la vajilla es la crucifixión. La deshonra del soldado. Gambas dos cocciones. Lluis García, jefe de sala, permite que lleve la bandeja y cruce el umbral de la cocina. Es necesario, el personal no da abasto. Manel, un camarero de Cadaqués, se puso un día un contador de pasos: en cada servicio recorre 22.700, 11 kilómetros. No protagonizo más incidentes. Capuccino de caza. Es el plato 33 de 41. Son las 10 de la noche. Lo veo aparecer por primera vez. Las mesas están escalonadas, avanzan a buen ritmo. No permiten pausa, pero no se acumulan... Ferran mira de reojo. Se acerca. «Antes estaba en medio, ahora solo converso y reprendo a mis jefes. Así no los desautorizo». Ahora no podemos intercambiar más frases. Imposible en este maremagnum. Charlamos distendidos un día antes, cuando era un simple observador.
OBRAS DE ARTE EFÍMERAS «No hay descanso: 12 horas seguidas para un plato que dura segundos. Muchos critican lo efímero y lo minimizan. Yo he visto las Señoritas de Avignon una vez. Solo una. Y se recuerdan toda la vida». El trabajo para conseguir un menú entero, por experiencia propia, implica más de mil horas/hombre, sin incluir el proceso creativo. Muchas obras maestras del arte no han tardado tanto. —¿Con el proyecto Fundación El Bulli deja de ser cocinero? —No. Es un think tank. Haremos lo mismo, con más financiación y libertad. Cuesta entender el concepto. —¿Qué pasará con su gente? —Los chicos han venido a aprender y tienen futuro. Los otros, los que forman parte de esto desde el principio, aunque nada nos obligue, tendrán dos años sabáticos en que seguirán cobrando sus sueldos. —¿El caso del gourmet suizo Pascal Henry, que desapareció tras cenar, le afectó? —Se fue a por su cartera y no volvió. Aún lo esperamos. Una locura propia de la historia de El Bulli. Ese año lo recuerdo porque nos acusaron de envenenar a la gente, sin pruebas. Nos preguntamos qué más podría pasar y eso sucedió. —¿El presidente Zapatero vino a comer? —Lo invité pero nunca lo hizo. —¿La política ha pisado esta cala? —El pacto entre el Partido Popular y CiU de hace unos años se cerró en una cena aquí [el acuerdo fue gestado por Aznar y Pujol]. —¿Por qué no tiene hijos? —No lo puedo tener todo. Si tienes hijos es para estar con ellos. A mí me resulta imposible. Mi mujer lo entendió. Eso es amor. Rosa de Manzana. Último postre que se prepara en vivo. Mi misión es echar un gel en el centro y espolvorearlo con un polvo azucarado. Cierra el servicio. Comienzan a limpiar los futuros chef , quienes serán el legado auténtico de Adrià. Como Najat Kaanache Amghiraf, que saca la basura. A sus 33 años, también ha pasado por Noma, el nuevo nú-
LA CLAUSURA
Ferran Adrià señala el día del cierre. En 2014, pasará a ser una fundación que, impulsando la creatividad gastronómica, buscará generar más ideas y captar financiación. No hay nada parecido en España.
Berenjena con vinagreta Ingredientes: 2 berenjenas medianas; 1 cucharada de dashi en polvo, miso rojo y salsa de soja; 1/2 de aceite de sésamo tostado; 3 de girasol y de sésamo blanco tostado; 50 gr de agua. 1. Póngalas en la bandeja de horno y cueza a 220 ºC unos 45 min. 2. Para la vinagreta de miso, mezcle en un bol por este orden, con un túrmix, el agua, el dashi, el miso, la soja, el aceite de sésamo y el de girasol. 3. Pasado este tiempo sáquelas, pélelas y córtelas en tiras de 1 cm de grosor. Disponga las berenjenas en una fuente y alíñelas con la vinagreta de miso. 4. Déjelas atemperar y sírvalas tras espolvorear sésamo blanco tostado por encima. [Receta extraída de «La comida de La Familia», cocina casera de El Bulli, de próxima aparición / Ed. Phaidom]
mero uno desde que se anunció el fin del local de la Cala Montjoi. Española, de origen marroquí, con una hija, graduada en teatro. «Yo nací frente a Arzak, en San Sebastián, en una casa que no tenia tejas, la lluvia nos mataba de frío, éramos los primeros inmigrantes en el país después de la muerte de Franco. Comíamos el pan duro si teníamos suerte...». Soñaba con llegar a El Bulli. Está en sus últimos días. Ferran es su norte. El aprendiz de cocinero, el periodista pinche [o viceversa], termina su labor a la una de la mañana. Adrià sigue atendiendo a los últimos comensales. Les firma libros. Cada una de las cartas. Ha perdido pelo y peso. Algo encorvado, en el claroscuro, frente a la Costa Brava, parece un alquimista de cuento. Sus alumnos se visten, pasan a looks rockeros, grunge o de playa. Son otros sin la chaquetilla que también me acabo de quitar. Da melancolía desprenderse de ella. «Ferran es el gran mago», comenta su discípula. «Sólo él ha podido crear el método para que almas como yo puedan tocar la nota que quieran con ese gran instrumento que es la creatividad unida a la libertad». La puerta de salida se cierra por el viento. Mis bolsillos huelen a manzana, a fruta fresca. Los guantes de látex permanecen allí, agazapados.