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CARTA DEL DIRECTOR

l amor de juventud es el verdadero, el más mentiroso. Eso lo hace indestructible. Uno le entrega todo: los sueños, las esperanzas, lo que los demás esperan de él. El joven que es egoísta se complace en quererse a través de cualquiera, hace como que ama a otro, pero se ama a sí, que es lo que toca, nunca querrá más que entonces, prendado de su reflejo. Yo, que amaba a Conchita como no sabía que se pudiera, me amaba a mí el doble. Y ella, que me lo debía todo, a veces no me lo daba”. Es un extracto de Los años extraordinarios, de Rodrigo Cortés en su faceta de novelista.

Seguramente Cortés, que escribía así de bien, le mandaba largas cartas a la joven en aquellos años de despertar sexual, pero los más torpes o los que no sabíamos encajar en palabras nuestras propias emociones utilizábamos los versos de otros para enamorar a nuestras correspondientes Conchitas; generalmente canciones. Las canciones son como el horóscopo, te crees que hablan de ti, pero son una mezcla 50% de sugestión, 50% de que seguramente la paleta de emociones románticas no es tan amplia como únicos nos creemos.

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Yo dediqué cientos a amigas y novias en los noventa, y siempre iban dirigidas a esa única destinataria. Había algunas que grababas porque querías que supieran que la profundidad de tus emociones era capaz de asimilar esos versos. Que quizá no se te habían ocurrido a ti y que tus deficiencias psicomotrices solo te daban para tocar la pandereta un poco mal —con lo que montar un grupo quedaba descartado— pero, hey, es que erais justo vosotros. Eran casi todas canciones de amor no demasiado conocidas ni demasiado obvias. De hecho eran el código de barras de lo que pretendías que fuera vuestra relación: excéntrica y especial, nada mainstream, y por eso nunca incluías Estopa ni La oreja de Van Gogh. Cuantos menos temas de ese disco conociera ella, cuantos más le descubrieras, más dictarían la pauta de lo que sería “lo vuestro”. Querías ser un Pigmalión del amor, como Rob en Alta fidelidad, aprendiz de nada, maestro de todo y un poco mamarracho.

ELa música nos recuerda que estamos vivos y que alguna vez Ahora ya no quemamos cedés porque casi no tenemos donde reproducirlos. En su lugar, hacemos playlists de Spotify o de Apple Music y las mandamos en forma de url esperando que el destinatario saque un rato en su imposible agenda para servirse un vino a la luz de una vela y pondere la valía de nuestros sentimientos, pero, cuidado, aquí va un chivatazo gratis: sin la liturgia del equipo de música y la atención que nos quita Instagram —compatible con cualquier otra fuimos felices actividad que estemos desempeñando— ya no nos concentramos tanto como antes en recibir el mensaje. ¿Será por eso que las relaciones de ahora fracasan más que las de nuestros padres? ¿Porque nos distraemos antes de llegar a la última canción de Taylor Swift que serviría de lacre a “lo nuestro”? Pero aunque ya no sea “como antes”, creo que sigue “siendo”. La música nos hace bailar, nos hace mover la cabeza y, en cualquier caso, nos recuerda que estamos vivos y que alguna vez fuimos felices. Hay versos que se fijan con una escena y algunas de ellas que lo hacen con un estado anímico, pequeñas cápsulas del tiempo que sirven de magdalenas de Proust bailables. Cada verano recordamos todos los veranos anteriores y cuando evoquemos el de 2021, el primero después de la pandemia, optimistamente bautizado como “el verano en que recobramos el amor —y el sexo—”, lo haremos al son del Madrileño, el artista antes conocido como C. Tangana, un genio del marketing absolutamente obsesionado con “el concepto” y su desarrollo, con la idea detrás de cada imagen, cantante de voz justita —lo reconoce— pero sobrado de personalidad, letrista magnífico y trovador de amores y desamores, que no es lo mismo, pero es igual. También recordaremos que se fue Raffaella Carrà a los 78 años. En el julio que más libertades civiles pedimos en las calles, tuvimos un recuerdo para la grandísima diva que quiso adoptar a todos los desamparados de la tierra. Una mujer de sonrisa perenne y amabilidad inspiradora. Cantaba a la felicidad y era la felicidad. Si hubiera Alberto querido grabarle una canción a Raffaella Carrà para exMoreno plicarle lo que casi todos sentíamos por ella, habría sido Director una canción de Raffaella Carrà.

El verano del AMOR“

RRÀ) CA ( /MONDADORI NO ETROSI P NO RI

LOS TRES JUDOCAS

Uno nunca sabe cuándo puede entrar en escena la crueldad. Porque siempre está ahí, agazapada en los lugares más insospechados. En mi caso, una actividad en una clase de infantil me enseñó que a veces es mejor no seguir las normas a rajatabla.

POR JAVIER AZNAR

TIEMPO DE LECTURA:3’

n mi clase hubo

Euna chica a la que se le cogió manía. Fue antes de que existiera el bullying y el acoso escolar. Cuando ciertos temas todavía no tenían nombre. Nadie sabe con exactitud qué pudo hacer aquella chica para caer en desgracia. O en qué momento preciso cavó su tumba social en el colegio.

Pero fue así desde el principio de los tiempos. En ocasiones el odio recae en ti del mismo modo inesperado que la admiración. Porque te toca lguien reparte los papeles de esa gran ópera bufa que es la vida y crees que hay que apechugar sin rechistar con el guion que te han dado porque no todos pueden ser quarterbacks y reinas del baile de promoción.

Recuerdo con claridad un día en el que María Luisa, nuestra profesora de preescolar, mandó a toda la clase a colorear un dibujo. Eran tres judocas, cada uno ataviado con su correspondiente kimono. Nuestra tarea consistía en colorear los cinturones de los tres judocas. Sin salirnos demasiado. Porque eso era lo más importante: no salirse. No manchar los impoluto imonos blancos de los tres judocas con las plastidecor (algunos tenían bastante con no comérselas).

El mejor dibujo fue el de Marta. Que así se llamaba aquella chica. Y cuando la profesora puso a sus tres judocas como ejemplo ante el resto de la clase, el aula rompió en un sonoro abucheo. Recuerdo los silbidos. Recuerdo los golpes sobre las mesas. Recuerdo a la profesora mandando callar. Y recuerdo su cara.

Uno nunca sabe cuándo puede entrar en escena la crueldad. Siempre está ahí, agazapada en los lugares más insospechados. Alimentándose de todas las pequeñas cosas que se caen al suelo y a las que no damos importancia. Éramos una clase de buenos chicos. Nunca se cruzó ninguna línea roja. Fuera lo que fuera eso. Pero se mantuvo aquel desprecio continuo, sordo y sostenido hacia esa chica durante años. Y nadie se merece que sus domingos sean más deprimentes de lo que ya son de por sí.

Recuerdo también cómo a veces los alumnos menos populares eran los más crueles con ella. Porque así es la vida en ocasiones. Para que tú puedas vivir bien, otros tienen que pasarlo mal. Es la historia más vieja del mundo. Como esas personas que, en cuanto triunfan mínimamente en la vida, se comportan como déspotas con el camarero. Para recordarse a ellos mismos algo. O como el per-

sonaje de Samuel L. Jackson en Django desencadenado, de Tarantino, el más cruel y racista de toda la plantación con la gente de su propio color. Para marcar con tiza en el suelo la diferencia. Tu sufrimiento garantiza mi bienestar.

El judo es un deporte noble. Me gusta la limpieza de sus kimonos. Esa tersa pulcritud judocas. Cuando soy cobarde y opto por mirar a otro lado, me acuerdo de los tres judocas. Cuando no me alegro por un éxito ajeno, me acuerdo de los tres judocas.

Hace unos días le encargué una acuarela a un pintor que conozco. Le he pedido que me haga un pequeño dibujo de tres judocas. Intento, con

de anuncio de detergente con jabón de Marsella. El sonido seco que hace la ropa mullida cuando no se rasga. La elegancia con la que se levantan tras ser tumbados una y otra vez.

Pienso a menudo en ello. Cuando actúo sin personalidad, me acuerdo de los tres judocas. Cuando formo parte del rebaño, me acuerdo de los tres mis torpes explicaciones, que se parezca lo más posible al de mi recuerdo. Me gustaría que los colores desbordaran un poco los cinturones de los kimonos. Pero tampoco tanto. Esa es la clave en todo.

Y lo tendré siempre cerca. Para no olvidar jamás que a veces es bueno salirse de las líneas marcadas.

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