Haití 2010: dos miradas
Introducción
Además de la atención a sus necesidades básicas, era tanto o más necesario proporcionarles un apoyo emocional que les permitiera afrontar un suceso tan dramático para ellos.
Se han cumplido diez años de la que ha sido considerada una de las catástrofes naturales más devastadoras de la historia reciente: el terremoto de Haití de 2010. Según fuentes oficiales, esta tragedia dejó tras de sí más de 300.000 fallecidos, una cantidad aún mayor de heridos y la gran mayoría de la población del país sin hogar. En definitiva, un país devastado y sumido en un trauma colectivo e individual del que, a pesar del tiempo transcurrido y la ayuda internacional, no ha podido recuperarse. Una vez se conoció la magnitud de la catástrofe, la ayuda humanitaria no se hizo esperar. Países y organizaciones públicas y privadas de todo el mundo, entre las que estaba ADRA (Agencia Adventista para el Desarrollo y Recursos Asistenciales), ofrecieron su colaboración para la asistencia a los damnificados. Los niños, la parte de la población más vulnerable y afectada en esta tragedia, fueron uno de los colectivos principales a los que se ofreció auxilio. Además de la atención a sus necesidades básicas, era tanto o más necesario proporcionarles un apoyo emocional que les permitiera afrontar un suceso tan dramático para ellos. El terremoto de Haití produjo un impacto de tal magnitud en sus vidas que, sumado a la fragilidad y vulnerabilidad características de esas edades, causó una fractura en su equilibrio psicológico y emocional. Un trauma psíquico de esta envergadura afecta al desarrollo madurativo de sus procesos de cognición, afectos y conducta en distintas medidas. Podía llegar a imposibilitar el adecuado desarrollo de sus tareas evolutivas, reducir drásticamente su capacidad para autorregularse y adaptarse emocionalmente a su entorno, así como bloquear su capacidad expresiva y comunicativa dejándolos, literalmente, «congelados» en su fuero interno.
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