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Buscando sentido en medio del dolor

Roberto Bademas Sangüesa

Licenciado en Filosofía y Letras (UV). Doctor en Teología Bíblica (Andrews University, Michigan, USA). Profesor de la Facultad Adventista de Teología (Sagunto, València), de la Andrews University (Michigan, USA) y otras. Autor de diversos libros y artículos.

Reflexiones sobre un texto de Viktor Frankl: El Hombre Doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia

Contrariamente a lo que sostuvo Sigmund Freud, para dispuestos a vivir solo por sus mecanismos de defensa ni a morir Viktor Frankl, lo más profundo en el hombre no es el deseo por sus formaciones reactivas. de poder ni el deseo de placer, sino la voluntad de enconPretender que «el hombre no es más que una computadora», trar sentido a la existencia. Todos nos preguntamos: ¿Por qué pretender reducirlo a unos cuantos procesos bioquímicos, es sufrimos? ¿Por qué me pasa esto? Yo creo que esta necesidad como pretender que el Quijote de Cervantes es reductible a las de sentido es todavía más verdad para el cristiano. El sentido letras del alfabeto que se usaron para imprimirlo. Esta forma de de la existencia lo encuentra en su integración personal en lo pensamiento unidimensional nos priva de la posibilidad de hallar que hemos dado en llamar “el plan de la salvación”. un sentido a la existencia. Porque el sentido no es reductible

Viktor Frankl entiende la neurosis como una forma obsesiva a los elementos materiales (las letras del alfabeto empleadas de buscar poder o placer, como si fueran fines en sí y no meros para redactar un libro o los procesos de combustión que tienen medios de acción de la voluntad de sentido. Para él la búsqueda lugar en la vida orgánica) sino que pertenece a una dimensión del placer como motor de la vida psíquica, es una desviación pamás elevada: la dimensión espiritual. tológica. Para el cristiano eso es lo propio del pecado: perseguir El sentido de los acontecimientos no es algo que nosotros el placer o el poder dejando de lado el sentido. proyectamos en ellos, sino algo que está por encima de los

Una de las preocupaciones obsesivas del ser humano hoy es acontecimientos, aunque solo lo entendamos como un enigma. la realización personal, que se suele buscar a través del poder o El mundo esta inmerso en un misterio, cuyo sentido los credel placer. Pero el ser humano solo se realiza al trascenderse a yentes intentamos detectar, descubrir y explicar. Una hormiga sí mismo y encontrar un sentido satisfactorio para su vida. Vivique se pasease sobre un cuadro de Velázquez no vería más mos en una época en la que abunda la “frustración existencial”. que manchas y sombras sin sentido. Pero no porque el cuadro Muchos jóvenes se sienten frustrados en su voluntad de sentido, no lo tenga, sino porque a la hormiga le falta la perspectiva sobre todo en tiempos de crisis, en los que abundan los ninis, es necesaria para ver su sentido. La razón de ser del cuadro no decir, jóvenes que, por las razones que sean, viven vidas vacías, tiene que inventársela ella, porque ya está. Ella solo tendría ya que les falta lo que les daría sentido: el estudio, el trabajo o que descubrirla. –desde una perspectiva cristiana– la fe, es decir, el integrar su Los seres humanos no somos como la hormiga, porque con la vida en un gran proyecto transcendente. La sensación de “vacío debida perspectiva somos capaces de vislumbrar el sentido. Pero existencial” no es más que la experiencia de la falta de contenido para ello necesitamos aceptar, tanto por fe como por lógica, que en sus vidas –causa de tantas neurosis–, fruto de una vida sin lo que nos parece caótico y absurdo tiene sentido. propósitos, sin dirección o pobre de metas. Por eso se sienten tan desgraciados. Porque «la puerta de la felicidad –nos dice La voluntad Kierkegaard– se abre hacia fuera; quienes intentan empujarla Los seres humanos, dotados de inteligencia por nuestro Creahacia dentro, se la cierran más todavía». dor, no somos como esas ratas que, al insertarles electrodos que

El materialismo reduccionista, resultado del evolucionismo estimulaban sus zonas de placer sexual y saciedad alimentaria, –somos fruto del caos– está detrás de la pérdida de sentido de pueden dejar de comer y de buscar pareja. Podemos dejar de un gran número de personas que piensan que la ciencia tiene comer y de buscar pareja por voluntad propia, sin necesidad de la última palabra sobre la existencia. Si «la vida no es más que electrodos. Porque estamos dotados de voluntad. un proceso de combustión», si «los valores no son más que meCon la generalización de una cosmovisión materialista, tras la canismos de defensa y formaciones reactivas», pocos estarán caída de las ideologías y el descrédito incluso de las religiones

Roberto Badenas Sangüesa

como transmisoras del sentido de la existencia, la educación hoy debería ser ante todo educación de la voluntad para la responsabilidad y la elección. La educación tendría que ayudar a encontrar sentido, y no partir ya del a priori de que el sentido no existe.

No se trata como dicen los neofreudianos de realizar nuestras posibilidades, sino de realizar «las posibilidades que hagan falta». Si tenemos en cuenta la responsabilidad moral del ser humano, la pregunta a plantearse no es solo: ¿qué posibilidades tengo?, sino también: ¿cuáles de mis posibilidades son dignas de ser realizadas? Para el creyente: ¿cuáles son las que responden a la voluntad de Dios? Es decir, cuáles responden al ideal divino o a los valores que Dios nos propone.

Hoy se sostiene el mito de que el educador, el psicólogo, el terapeuta buen profesional «no deben transferir sus valores o ideales». Pero esto es imposible, y por eso ocurre todo el tiempo, inconcientemente. Por ejemplo, un experimento ha demostrado que hasta los “hummm...” y los silencios del terapeuta refuerzan la incidencia de ciertos pensamientos y orientaciones en el discurso del paciente. El educador, el psicólogo y el terapeuta transfieren inconcientemente al paciente o al educando, su propia cosmovisión, la imagen que tienen del hombre y de la realidad. Y hoy vemos que la mayoría están transfiriendo la imagen de un hombre rebajado al nivel de un animal movido por instintos, que reacciona con el único fin de apaciguar las tensiones de su “aparato psíquico”.

Pero Frankl, al igual que en la Biblia, entiende que el hombre, sufriente o no, es libre y responsable de realizar sus posibilidades pasajeras, de ser coherente con el sentido de su vida personal y de integrar en él sus situaciones concretas. Realizar algo, es salvarlo de la caducidad, integrar lo perecedero en «mi historia», guardarlo y protegerlo. Una de las tareas terapéuticas con personas que sufren o han sufrido mucho es la de dar significado a los acontecimientos vividos como un fracaso, a través del reencuentro con una «historia con sentido».

El creyente ve en todas sus vivencias, incluidas sus reacciones a la desgracia, al sufrimiento y al dolor, tanto propio como ajeno, oportunidades para el cumplimiento de una misión. Cada momento comporta una ocasión de construir algo que vaya en la dirección de una vida plena, en lugar de dejar que las circunstancias lo arrastren hacia una vida vacía... El creyente sabe, a diferencia de los que se guían por el llamado “pensamiento unidimensional”, que más importante que labrarse una vida placentera, que evita cualquier situación penosa, más importante que una vida de éxito –y no fracasada, a los ojos de los materialistas,– es construir una vida que tenga sentido, es decir, una vida que encaje dentro del plan divino. Para el creyente la mayor o menor duración de una vida pierde relevancia ante la cuestión de su contenido y de su dirección.

Desde esta antropología bíblica, multidimensional, la vida puede conservar su sentido aun en medio del dolor y en medio de la tragedia. La vida de Jesús sigue teniendo plenamente sentido, e incluso cobra mayor sentido, en medio de su proceso, y en el suplicio de la cruz. Porque mediante la voluntad –y sobre todo, la sumisión a la voluntad divina– hasta de los aspectos más negativos podemos extraer lecciones y conseguir algo positivo. Así, como Jesús, el creyente, gracias a la ayuda divina, es capaz de transformar el sufrimiento en servicio, la situación de culpa en ocasión de progreso, de cambio y de crecimiento personal, y la expectativa de la muerte en incentivo para actuar con mayor responsabilidad.

El sufrimiento del homo patiens puede beneficiar a otros, al poner en marcha lo que Frankl llama un “reciclaje existencial”. Quien solo piensa en sí mismo, se encierra en sus cosas, o es victima de la reflexión obsesiva, difícilmente encontrará razones para hacer de su existencia una vida digna de ser vivida.

Quien no se interesa exclusivamente por sus “estados internos” (el no neurótico), está volcado hacia las cosas y hacia sus semejantes en el mundo, y no los ve como simples medios para un fin, para satisfacer su sexualidad o descargar su agresividad, por ejemplo. Es falsa la teoría freudiana que dice que el ser humano solo busca descargar su tensión en todo lo que emprende. Esa es una visión materialista muy reduccionista. El cristiano en cambio, sabe que todo ser humano necesita de una tensión cualificada en su vida, que su vida tienda hacia algo superior, sumamente valioso, que dé sentido a todas sus acciones (Romanos 12: 1-2). La conversión le lleva a no conformarse a los esquemas mecanicistas del mundo, y a cambiar de manera de pensar, intentando descubrir la voluntad de Dios para su vida.

Frankl observó en Auschwitz, que la posibilidad de supervivencia aumentaba exponencialmente en aquellas personas que deseaban profundamente volver a encontrarse con alguien fuera del campo de concentración, o tenían una meta, un futuro digno por el cual luchar o sufrir. En cambio, aquellas personas cuya vida carecía de aliciente por no tener a nadie que esperar o ningún plan que realizar, caían –según su temperamento- en alguna de las tres grandes derivas de las vidas sin sentido: la depresión, la agresión (violencia) o la adicción (formas de evasión).

Los adictos a las drogas y al alcohol, se suelen quejar de que su existencia carece de sentido. Su recuperación es mucho menos difícil cuando aceptan plantearse la cuestión del sentido de sus vidas, y aceptan buscarlo en aquellas áreas en las que los seres humanos lo encontramos: a) en el trabajo, entendido como una realización personal o una vocación: «Dios puso a Adán en el huerto del Edén para que lo trabajara y lo guardase» (Génesis 2: 15);

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b) en el amor, entendido como motor de nuestros actos: «Puedo ser un gran científico, un gran teólogo, un gran filántropo… si no actúo por amor, de nada me sirve» (1 Corintios 13: 1-3); c) en la fuerza espiritual que da la comunión con Dios: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4: 13).

El ser humano es capaz de encontrar un sentido independientemente de su sexo, su cociente intelectual, su formación, su carácter, su medioambiente, e incluso de sus creencias religiosas. Pero es evidente que estas pueden ayudarle de modo significativo. No importa cuán dura sea la situación que vivan, muchos más de los que así lo creen son capaces de transmutar su tragedia personal en triunfo. Porque nuestra serenidad proviene del equilibrio y de la paz que surge del diálogo que sostiene nuestra dimensión espiritual con lo corporal y lo psíquico.

La logoterapia

Según Frankl, la eficacia de la logoterapia, que es su método de tratamiento, está precisamente en hacer comprender a sus pacientes que son libres frentes a sus mismos “determinantes” fisiológicos, ambientales o psicológicos, ya que su libertad es ante todo de naturaleza espiritual. En cuanto seres dotados de capacidad espiritual, todos somos capaces de entrar en diálogo, en cualquier momento, incluso en los más duros, con nosotros mismos, con nuestro cuerpo y nuestra mente. Nuestra realidad es multidimensional, y sería un error fatal pretender reducir sus dimensiones a una sola.

El error del nihilismo materialista es creer que el ser humano no es “nada más que...” un animal. Cuando la ciencia rechaza de entrada el mundo espiritual, se vuelve desconocedora de sus límites: la biología degenera en biologismo, la psicología en psicologismo, la antropología en antropologismo. Pero si intentamos resolver nuestro sufrimiento moral, o nuestra angustia ante los grandes problemas de la vida solo con química, o con psicofármacos, lo que hacemos es alejarnos de nuestro yo más profundo, de nuestro fondo espiritual. En el lenguaje freudiano diríamos que con la solución química «el yo sigue como estaba, solo que el ello lo deja de momento en paz.»

Es cierto que el hombre es cuerpo, que el soporte corporal esta ahí, y hay que atenderlo. Pero los cromosomas, los factores hereditarios, los factores psicofísicos, son mera dotación, algo que uno recibe, simple material para la realización de la existencia. Como constructores de nuestra persona, dependemos del material de que disponemos, pero podemos usar libremente de él. Ni la psicología ni la fisiología son capaces de explicar ni de reconocer plenamente la realidad de la libertad. El científico, como tal, cree que no puede ser más que determinista. El cristiano sabe que lo psicofísico condiciona al espíritu humano, pero no lo produce ni determina.

La libertad radica en nuestra posibilidad de tomar posición frente al entorno natural (el universo), el entorno social y nuestras propias reacciones psicofisiológicas. La libertad es la posibilidad de decirles “no” a estos condicionantes. El yo posee una capacidad incondicional para decir NO a los instintos. El ser humano no siempre es conciente de su libertad y su sabiduría para decirles no a los instintos, pero nuestro deber como educadores cristianos es ayudar a tomar conciencia de ellas y de sus enormes posibilidades de decisión. La logoterapia que propone Viktor Frankl apela a esta libertad una vez que logra hacerla conciente.

La libertad se vuelve así en nuestra capacidad de no sucumbir a ninguna situación o predisposición, por negativa que sea, de estar por encima de ellas, o de sobreponernos a nuestros problemas para actuar libremente en cualquier circunstancia. La libertad es el motor de nuestra resiliencia, es decir, de nuestra capacidad de hace frente al dolor y a la adversidad.

En este sentido, los creyentes podemos entender al ello de Freud como un “ya no yo”, como un yo superado, como el ser resultante de un conjunto de decisiones convertidas en hábitos y posturas. El ideal del yo en cambio, sería el “aún no yo”, mis metas, el yo en el que me quiero convertir. Como dice Pablo: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2: 20).

Roberto Badenas Sangüesa

Frankl llama “fatalismo neurótico” al estado de ciertos pacientes que tienden a hablar de su persona, de su modo de ser, como si se tratase de algo inamovible, y a actuar como si este modo de ser implicase un “no poder ser de otra manera”. El primer paso para su curación es que aprendan a decir: «Hasta ahora, fui de este modo. Pero no necesito seguir así. Me he propuesto cambiar.» A esta actitud mental la Biblia la llama “conversión” (metanoia significa “cambio de manera de pensar”).

Esto significa que nuestra persona (o personalidad) es libre, incluso frente a nuestro carácter o temperamento. Podemos calcular o predecir el temperamento (por ejemplo, calculando «cómo se comportaría un melancólico en esta situación»), pero jamás podemos predecir lo que una persona determinada es capaz de hacer con su carácter en esa situación. Porque podemos, en última instancia, optar por decidir en contra de nuestro carácter o al margen de nuestro temperamento a la hora de afrontar un determinado problema.

Cuando uno actúa contra sus disposiciones naturales en miras a un objetivo elevado, o utiliza su libertad para ser de otro modo, eso supone que pone por encima de sí mismo una escala de valores, que en el caso del creyente, son las directrices divinas. La logoterapia que propone Frankl funciona en esa dirección, como modo de lucha contra el fatalismo neurótico. Los neuróticos apelan a su carácter para descargarse de sus responsabilidades: «¿Qué quieres que haga, si yo soy así?» «Yo es que me deprimo enseguida, no hago nada bien...», etcétera. Usan su temperamento y su carácter como “chivo expiatorio” o excusa para no ejercer su libertad en la dirección del cambio que necesitarían. Otras veces los inmaduros se excusan de su irresponsabilidad, con pretextos parecidos al «y tú más», apelando a casos similares: «Pues el Dr. X es médico y también fuma»; o presuntas “estadísticas”: «todo el mundo lo hace», etcétera.

La dimensión espiritual como fuerza transformadora

Aquí llamamos “dimensión espiritual” a la capacidad de guiarnos por criterios superiores a nosotros mismos, a nuestra capacidad de distanciarnos en nuestro comportamiento de los determinismos psicofísicos. Aunque no lo reconozcan muchos científicos, esta dimensión es la más humana de todas, la que más nos distingue de los animales. La logoterapia de Frankl recurre precisamente a la “capacidad de resistencia” que tiene esta facultad del espíritu de contraponerse a nuestras propias disposiciones, para hacerles frente y superarlas. La puesta en marcha de esta capacidad de distanciamiento y resistencia, es lo que puede llevarnos a una esfera de comportamiento superior. Esto, que hace efectiva a la logoterapia, se puede conseguir también a través de la ayuda divina, mediante la oración y siguiendo las pautas de la Biblia.

Cuando hablamos de lo psicofísico nos referimos a un conjunto de facultades humanas que incluye: los instintos, el temperamento, el carácter, la capacidad de sufrimiento moral, los sentimientos (placer, angustia, ira, tristeza, etcétera). El hombre “tiene” instintos, pero no es solo instinto, “tiene” un dolor, pero no es solo dolor. Sufrir con sentido significa tomar posición frente al propio dolor, lo que equivale a estar “por encima” de él. Los condicionamientos humanos en general, y el dolor o el sufrimiento en particular, no son un mero dato fáctico, sino un reto al espíritu. Todo lo humano está condicionado, pero es propiamente humano solo aquello que es capaz de superar sus propios condicionamientos, trascendiéndolos.

Frankl califica de “neuróticas” a muchas reacciones o tomas de posición ante el sufrimiento, del tipo: «no lo puedo hacer porque me pone muy nervioso»; «no puedo porque estoy deprimido»; «no puedo porque me da miedo»; «no puedo porque no me siento capaz»; «no lo hago porque me va a doler»... Estas reacciones al final acaban en desesperación por la tristeza, angustia por la propia angustia, y dolor por el dolor. Estas actitudes van de la pasividad malsana del que se deja arrastrar por sus neurosis, a la actividad desacertada del que en su empeño por luchar contra sus síntomas solo consigue que estos acaparen su atención o incluso se agraven.

Frente a estas actitudes, nuestra libertad interior nos da la posibilidad de escoger actos de resistencia, profundamente espirituales, por ejemplo, los del prisionero que es torturado horrendamente y que, sin embargo, no delata a sus compañeros. El poder de resistencia del espíritu es increíble, el cuerpo puede caer desmayado o muerto, pero la tortura no logra quebrar al espíritu.

La persona que se enfrenta con su dolor de modo espiritual nunca se deja aplastar por las circunstancias; siempre es capaz de “distanciarse” de su situación, de tomar posición –y de rebelarse o someterse, según los casos– frente a la realidad dolorosa. La persona espiritual se plantea su libertad partiendo de esta distancia, y solo desde su libertad espiritual puede decidirse en favor o en contra de una reacción o actitud, dejando rienda suelta a algún rasgo de su carácter o reprimiendo una predisposición instintiva, porque solo desde esta libertad espiritual se puede afirmar o negar un instinto.

Solo en virtud de su libertad espiritual, es capaz el que sufre de no “sucumbir” a su situación, de “estar por encima” de ella, y actuar, comprometerse o, eventualmente, adaptarse a la situación en aras de algo que tiene por más valioso que su propio bienestar o su propia vida. La predisposición psicofísica (amputaciones, invalidez, vejez, ansiedades, miedos, ira, tristeza...),

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juntamente con el factor social (ser pobre, rico, expresidiario, negro, diferente al resto...), condicionan la actitud natural de una persona; pero no son el factor decisivo. El factor decisivo es la libertad espiritual, la actitud personal frente a las circunstancias.

La cuestión decisiva ya no es el miedo o cualquier otro sentimiento ante el dolor, sino la postura que adoptamos frente a tales sentimientos. Esa postura podemos elegirla nosotros libremente. En eso reside nuestra libertad espiritual. Aunque no nos demos cuenta, el sentido que le damos a la vida y nuestros valores son las razones por las que adoptamos nuestro comportamiento. La psicología cerrada a lo espiritual sigue ciega ante esta realidad. Por eso no consigue entenderla ni explicarla. No reconoce que es de acuerdo con nuestras convicciones que somos capaces de decidir resistir o ceder a las presiones.

Para el creyente, tomar posición frente al dolor significa más o menos de esto: «tengo esta enfermedad, pero yo no soy mi enfermedad». No sirve para nada buscar un culpable de mi patrimonio genético, porque yo soy a fin de cuentas el responsable de afrontarlo con nobleza y realismo. Al igual que con mis talentos heredados, el mérito no está en tenerlos sino en lo que yo haga con ellos. «El hombre puede disponer de sus disposiciones».

Frente a la psiquiatría y las psicologías que presentan al hombre como un títere de sus instintos, de su ambiente, de su química, de su complejo de Edipo, de su carácter o de sus complejos de inferioridad, la logoterapia valora lo incondicionado en el hombre. Recuerda que este es libre de lo psicofísico para actuar según los valores que dan sentido a su vida. Mientras que los instintos me empujan, mis convicciones espirituales y los valores que se desprenden de ellas me atraen. El psicologismo ignora lo espiritual, lo reduce a síntomas neuróticos.

Frankl reconoce que su concepto de la logoterapia surgió de ciertos condicionantes históricos: 1. El sufrimiento de una generación judía en los campos de concentración, reorientó la terapia a la tarea de «enseñar a sufrir y a asumir el dolor». 2. La mayor cosificación del ser humano de todos los tiempos, el campo de concentración, reorientó la crítica contra la manipulación del hombre por la psicoterapia. Oponiéndose a reducir al hombre a la dimensión de objeto de estudio, la logoterapia rescata la libertad, la dignidad y responsabilidad humana. 3. Frankl ve el poder psiquiátrico sobre todo como el poder de reducir al ser humano al nivel de mero “caso”: de paranoia (pa), de trastorno obsesivo compulsivo (toc) o de parálisis progresiva (pp). El hombre desaparece detrás de los complejos, como mero juguete de estos, o soporte de síntomas. Tal poder descalificador, denota una voluntad inconsciente (o inconfesada) de devaluar al ser humano. ¡Qué contraste con la actitud de Dios «que tanto amó al mundo que le ha dado su hijo…para que nadie se pierda sino que tenga vida eterna» (Juan 3: 16)!

El rechazo de lo espiritual por parte del psicologismo, hace que se concentre en lo patológico. Así, llegamos a oír cosas tales como que: Jesús sufría de una crisis hebefrénica juvenil o de una psicosis megalomaníaca. Para explicar a Kierkegaard se invoca su grave neurosis de angustia y su odio reprimido a la figura paterna... Cuando se ignora la trascendencia que da al ser humano su dimensión espiritual, la realidad del que sufre pierde su carácter personal, y se deshumaniza.

La terapia de la biografía

La toma de conciencia de la responsabilidad que cada uno tenemos de nuestra propia situación, requiere una aceptación del carácter histórico de la existencia humana, y rompe con la noción estática que todo lo reduce a determinantes psicofísicos, o a un determinismo social. Para conseguir esta toma de conciencia Frankl solía pedir a sus pacientes que imaginasen estar al final de su vida, hojeando su biografía y abriendo el capítulo que trata del momento presente. Se trata de imaginar que, milagrosamente, tienen ahora la posibilidad de decidir cual será el próximo capítulo, es decir, la posibilidad de introducir cambios en un capítulo decisivo de su historia personal aún no escrita. Esto responde a la máxima de la logoterapia: «Vive como si vivieras ya por segunda vez, y como si la primera hubieras hecho las cosas tan mal como estás a punto de hacerlas ahora.»

Cuando asumo el sufrimiento que me sobreviene, cuando lo hago mío, crezco, me hago más fuerte. La enfermedad o la desgracia las vivo como una tarea, no solo como una fatalidad: yo debo decidir qué hago con ellas. Al descubrirme a mí mismo como homo patiens aprendo a utilizar mi sufrimiento como una ocasión de crecer, de obrar y de madurar, como una ocasión de enriquecimiento de mi propia personalidad.

Mi última libertad inalienable es la de asumir la actitud que yo decida ante mi sufrimiento. Pero para afrontar cualquier adversidad, debo trascenderla, porque se puede soportar cualquier penalidad más fácilmente si tiene un sentido nuestra resistencia, es decir, si lo hacemos por algo o por alguien. Por eso el sufrimiento con plenitud de sentido se presenta a menudo como un sacrificio. Esto es lo que ocurre, aunque de modo supremo, en la pasión de Cristo. La logoterapia de Frankl busca convertir, en la medida de lo posible, el sufrimiento en sacrificio, asociándolo a una buena causa que lo transforma en algo elevador, algo que da sentido a la experiencia, por terrible que esta sea. Una posibilidad única y suprema, que puede hacer de cada vida, aun de las más duras, una aventura digna de ser vivida. [Bibliografía: FRANKL, Viktor. El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia. Barcelona: Herder, 1990.]

:: Sufrimiento y espiritualidad

Santiago Gómez Hernández

Doctor en Física (Universidad de Valencia). Profesor del Colegio Adventista de Sagunto (Sagunto, Valencia) y de la Universidad Jaume I (Castellón).

Todo ser humano, en mayor o menor medida, conoce lo que es el dolor por experiencia propia. Y sin embargo, paradójicamente, el conocimiento empírico del mismo no garantiza –ni siquiera facilita– su comprensión. Vivimos en un mundo en el que, por desgracia, el sufrimiento nos puede sorprender en cualquier momento y, a veces, se trata solo del principio de una cadena de desgracias de la que no conseguimos otear el último eslabón… y nos vemos abocados a soportarlo sin poder encontrar una explicación que dé un significado coherente a la realidad que nos oprime y destruye.

Es cierto que, a veces, nosotros mismos labramos nuestro propio dolor como consecuencia de decisiones erróneas personales. En estos casos, la persona puede llegar a asumir su responsabilidad y aceptar su condición de sufriente, reconociendo su situación como el resultado de su propia siembra. Pero muchas, muchas veces, nos topamos con el dolor sin haberlo buscado, sin ser responsables –directos o indirectos– del mismo, teniendo que soportar las consecuencias de la necedad de otros; incluso puede ocurrir que no sea posible achacar a ningún ser humano la responsabilidad de lo que nos esté aconteciendo...

En este artículo vamos a intentar encontrar respuesta a dos preguntas: ¿Hasta qué punto nuestro grado de relación con Dios, nuestra experiencia espiritual cotidiana, puede influir a la hora de afrontar el sufrimiento? Y, a la inversa, ¿hasta qué punto el sufrimiento puede influir en nuestro desarrollo espiritual?

En un primer acercamiento al tema, lo abordaremos desde un punto de vista general. Luego, tras clasificar los distintos tipos de dolor, analizaremos cada caso particular.

1. Relación entre sufrimiento y espiritualidad: planteamientos generales

Aunque la desgracia golpee cruelmente, hay creyentes que consiguen conservar su confianza en Dios. Pero también se observa, en determinadas circunstancias adversas, que el creyente llega a vaciarse de su fe. Incluso puede llegar a blasfemar su Nombre, manifestando abiertamente su rebeldía a la supuesta “voluntad divina”. Por otra parte, si se trata de un no creyente, lo más probable es que reafirme fríamente su posición agnóstica, pretendiendo dejar por sentado, “ante lo evidente”, la inexistencia de un Dios todopoderoso y bondadoso.

Víktor Frankl (psicólogo) y Pinchas Lapide (teólogo), ambos judíos, razón por la cual fueron internados en campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Años después de su liberación tuvieron una serie de encuentros donde disertaban sobre este y otros temas. Como resultado de dichas conversaciones, se publicó el libro Búsqueda de Dios y sentido de la vida; diálogo entre un teólogo y un psicólogo, del que he extraído el siguiente párrafo: «[…] hay ateos que se han hecho tales “después de Auschwitz”, como Rubinstein y otros. […]. Pero también puede uno conservar su fe […]. Son muchos los que dicen que en Auschwitz la mayoría de la gente perdió la fe. Eso no es cierto. No dispongo de estadísticas, pero mis experiencias me permiten afirmar que, en Auschwitz, recuperó su fe más gente y la fortalecieron más personas […] que cuantos allí la perdieron. Por tanto, habría que dejar definitivamente de recurrir con ligereza a la fórmula “después de Auschwitz” en el contexto de la posibilidad de creer, y comenzar a hablar de una fe “a pesar de

Auschwitz”.» (Frankl y Lapide, op. cit. págs. 81-82).

Frente al sufrimiento, por tanto, parece que hay dos resultados posibles: rebelarse contra Dios y dejar de creer, o creer con mayor intensidad. Darle la espalda a Dios, o acudir a sus brazos en busca de consuelo… ¿Qué es lo que puede determinar que un ser humano reaccione de una u otra forma? El mismo Víktor Frankl –que perdió a todos sus seres queridos en los campos de exterminio en los que vivió durante tres largos años– parece tenerlo claro: «Creo poder decir que, en Auschwitz, la fe débil se apagó, pero la fe fuerte, la verdadera fe, sin duda se volvió más fuerte.» (Frankl y Lapide, op. cit. pág. 110).

¿Será que nuestro grado de relación con Dios, nuestra experiencia espiritual cotidiana, puede influir a la hora de

afrontar el sufrimiento? Parece lógico que una experiencia espiritual profunda con Dios, basada en la adquisición del conocimiento que de Él dan las Santas Escrituras y en la interacción con Él mediante la oración frecuente, puede ser clave en la pre-

Sufrimiento y espiritualidad

servación de la fe cuando el dolor nos sacude. Por otra parte, nuestros conceptos erróneos acerca de Dios, bien recibidos de otros o bien generados por nuestra mente finita e imperfecta, pueden poner en peligro nuestra fe. Incluso muchos teólogos han tenido que replantearse sus concepciones acerca de Dios, tal como expresa el citado teólogo Pinchas Lapide:

«[…] preguntas cómo, ¿por qué tolera Dios esto, por qué permite esto o lo otro? Son antropomorfismos no menores que los de toda la teodicea. En el fondo, Dios sería así el supremo gendarme del cielo que puede tolerar y prohibir, permitir y aprobar. Considero que estas imágenes de Dios, propias más bien de la infancia de la humanidad, han muerto en Auschwitz, y no sé si he de guardar luto por ello. […] Considero que Auschwitz nos ha ayudado a purificar nuestras imágenes de Dios.» (Frankl y Lapide, op. cit. págs. 85-86).

«[…] un Dios de amor que quiere lo bueno y me da libertad también para lo malo es un Dios que puedo aceptar y en el que puedo creer. […] Dios es suficientemente grande para hacerse pequeño, suficientemente omnipotente para anonadarse, suficientemente libre para ligarse a nosotros y compadecerse de sus criaturas. Así, sufrió en Auschwitz al lado de sus judíos […] no solo puedo reconocer a Dios como Creador, sino también como un Dios que camina a mi lado, […] por el valle de la muerte, para hacerse en mí más humano que el hombre. Quizás sea esta una imagen de Dios que, después de Auschwitz, podría llevarnos más lejos en la línea de nuestra maduración de las imágenes de Dios.» (Frankl y Lapide, op. cit. págs. 94-95).

De manera que un concepto adecuado del carácter de Dios –obtenido a través de la Revelación y experimentado a partir de una estrecha e intensa relación con Él– puede ser la garantía para preservar nuestra fe en medio del sufrimiento.

A la inversa, ¿hasta qué punto el dolor puede influir en

nuestro desarrollo espiritual? La historia de los campos de exterminio revela que muchos presos se lanzaban a las alambradas para electrocutarse y dejar así de sufrir; otros decidían no tomarse tal molestia, y simplemente se abandonaban esperando que los llevaran pronto a la cámara de gas… A la luz de estos hechos, es obvio que no podemos concluir que el dolor, en sí mismo, pueda ser algo bueno y positivo. Sin embargo, hay muchos que sostienen que Dios lo permite –algunos, incluso, podrán manifestar que lo provoca– con el fin de purificarnos, para facilitar nuestro crecimiento espiritual y fortalecer nuestra fe. ¿Qué hay de todo esto?

En su libro El enigma del Sufrimiento, Georges Stéveny escribe:

«¿Habría inventado Dios el sufrimiento para mejorar a su criatura? No puedo admitirlo. [...] Al leer los Evangelios impresiona la solicitud de Jesús para aliviar siempre todas las penas. Sanar a los enfermos era uno de sus objetivos. Si Dios hubiera deseado el sufrimiento para conducir al hombre a la santificación, Jesús no hubiera tenido que combatirlo, sino aceptarlo y justificarlo. […] ¿Cómo admirar y amar a un creador todopoderoso que habría elegido deliberadamente recurrir a la enfermedad, las guerras y la muerte, a menudo cruel, para modelar al hombre a su imagen? ¿Sería el mal la condición del bien?» (Stéveny; op. cit., pág 40)

El fin no justifica los medios, y estoy convencido de que Dios respeta este principio. Dios no induce a nadie al pecado. Las Escrituras lo dicen muy claro: «Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios, porque Dios no [...] tienta a nadie.» (Santiago 1: 13).

No puedo creer en un Dios que induzca a otras personas a hacerme daño con el objetivo de que, con ello, yo pueda crecer. Es más, no puedo creer en un Dios que provoque el sufrimiento. Simplemente, sería contrario a su carácter.

Ellen G. White, en su libro El camino a Cristo escribe todo un capítulo para desvelar cuál es «El secreto del crecimiento». Ahí se insiste una y otra vez en que el secreto del crecimiento

cristiano estriba en estar unido a Cristo como el pámpano

está unido a la vid. No menciona, en ningún momento, que el dolor forme parte de ese proceso. Es más; parece expresar justo todo lo contrario, cuando refiere: «...Satanás se esfuerza constantemente por mantener la atención apartada del Salvador [...] valiéndose de los placeres del mundo, los cuidados, perplejidades y tristezas de la vida [...]» (White, El Camino a Cristo, pág. 71).

Es decir, Satanás provoca nuestro sufrimiento con la intención clara de alejarnos de Dios e impedir que crezcamos espiritualmente. Si fuera verdad que el dolor produce de forma automática nuestro acercamiento a Dios, Satanás trataría por todos los medios de evitar que sufriéramos, y no es eso, precisamente, lo que parece que ocurre... Si una y otra vez Satanás nos sumerge en el dolor, debe ser porque, por desgracia, con frecuencia consigue que las personas se rebelen contra Dios en esas circunstancias.

Santiago Gómez Hernández

Siguiendo esta línea de pensamiento, Dios no puede ser el provocador del dolor, pues se arriesgaría a perder a la persona, y estoy seguro de que Dios no toma riesgos inútilmente. Afirmar que Dios provoca el dolor, es hacerle responsable de la pérdida de la fe en muchas personas, que luego se expresan como en cierta ocasión pude contemplar en una pintada en la universidad: «Soy ateo gracias a Dios». Estoy convencido de que el dolor surge contra la voluntad de Dios. Pero si la persona se aferra a Dios, Él le llenará de consuelo, paz y esperanza, y la persona se sentirá más dependiente del Cielo y dejará que Él llene su vida y transforme su carácter.

Así pues, a tenor de lo tratado hasta ahora, podemos entender que, en función del grado de desarrollo espiritual que tenga la persona afectada por el dolor, esta podrá reaccionar de dos formas: 1. Un grado débil de fe previo a una experiencia dolorosa puede llevar a la rebelión contra Dios, llegando incluso a negar su existencia, y la separación completa de Él, generando la muerte espiritual de la persona. 2. De forma opuesta, un alto grado de fe previa a una experiencia dolorosa llevaría al creyente a aferrarse más aún a Dios, como el pámpano a la vid, y de esa forma poder seguir experimentando crecimiento espiritual.

Concluimos, entonces, que la causa de nuestro fracaso o desarrollo espiritual no estaría en el sufrimiento, sino en nuestro grado de fe previo al mismo. No es gracias al sufrimiento que crecemos espiritualmente, sino que a pesar del sufrimiento, existe la posibilidad de seguir creciendo. Esta idea me conmueve, al darme cuenta de cómo Dios ha previsto que, a pesar de una situación dolorosa –que Él nunca hubiera querido para nosotros–, podamos seguir afirmando nuestra fe. Esa es la forma en que, en mi opinión, debe ser entendida la muchas veces referida expresión bíblica: «A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan para bien» (Romanos 8: 28).

2. Descendiendo a lo particular: Una clasificación necesaria

Hasta aquí hemos estado tratando de forma general el problema del dolor y su relación con el desarrollo espiritual del individuo. Ahora bien, llegados a este punto, es necesario darse cuenta de que no todos los tipos de sufrimiento tienen el mismo origen, y por tanto no podemos tratarlos a todos de forma conjunta. Es necesario pasar de lo general a lo particular. Para ello precisamos establecer una taxonomía del dolor, a partir de la cual podremos analizar las características de cada tipo de sufrimiento y sus implicaciones sobre el creyente. 2.1. Dolor de 1ª especie: Es el dolor que yo provoco en mí mismo o en quienes me rodean, derivado de mis decisiones erróneas.

Es el dolor más fácil de comprender. Se trata, sencillamente, del resultado de una relación causa-efecto. Es la ley de la siembra y la cosecha. Es de sentido común explicar que el sufrimiento que me afecta o afecta a los que están próximos a mí, es el resultado de mi necedad, mi torpeza, mi negligencia o mi egoísmo.

En el libre ejercicio de su voluntad, el ser humano puede decidir hacerse daño a sí mismo o hacer daño a sus prójimos. Dios no nos lo impide, en aras de respetar nuestra libertad. Pero confía en que aprendamos –puro empirismo– al experimentar las consecuencias de nuestros errores. Los seres humanos somos tan cerriles que, a veces, la única forma en que logramos descubrir la falacia del mal es experimentando sus consecuencias. Visto de esta manera, el dolor de primera especie puede ser un feed-back, un test mediante el cual el pecador puede recapacitar y volverse a Dios.

«Cuando los hombres deciden seguir su propio sendero sin buscar el consejo de Dios, o en oposición a su voluntad revelada, les otorga con frecuencia lo que desean, para que por medio de la amarga experiencia subsiguiente sean llevados a darse cuenta de su insensatez, y a arrepentirse de su pecado.» (White. Patriarcas y profetas, pág. 656).

De esta forma la persona tendrá la oportunidad de razonar: «si elimino la causa (el pecado) eliminaré la consecuencia (el dolor)», y con ello, libremente, pueda rectificar su conducta, pedir perdón a Dios y a quien haya podido perjudicar, y así progresar en su experiencia espiritual.

Por otra parte, si yo soy la causa del dolor generado, me corresponde a mí la responsabilidad de tratar de restituir el daño causado. La reflexión que debo realizar es: ¿Soy suficientemente humilde como para dar esos pasos que Dios me solicita, reconociendo mi error y asumiendo todas sus consecuencias, o me dejo llevar por el orgullo y la autojustificación? ¿Mantengo una actitud humilde y conciliadora ante aquellos a los que he perjudicado, aunque no hayan sido capaces de perdonarme? ¿Soy consciente de que el alma a quien he ofendido necesita tiempo para curar sus heridas y le ofrezco una y otra vez mi mano tendida ofreciéndole amistad, o pienso que, después de haberle pedido disculpas, el problema es suyo y entonces me desentiendo?

2.2. Dolor de 2ª especie: El provocado en mí por decisiones erróneas ajenas a mí.

Sin duda alguna, este tipo de dolor es más difícil de aceptar y de comprender que el anterior. Fácilmente hacemos responsable

Sufrimiento y espiritualidad

a Dios: «Señor: ¿por qué has permitido…?» Pero Dios no ha dado permiso a nadie para que nos hiciera daño, sino que, en el libre ejercicio de su voluntad, los seres humanos a veces siembran el dolor por donde pasan. Con frecuencia, incluso, podemos encontrarnos con personas que, aunque se den cuenta de que nos han hecho daño, no serán capaces de reconocerlo ni moverán un dedo para compensarnos por el sufrimiento generado en nosotros.

Entonces, ¿en qué sentido este tipo de dolor, no provocado ni deseado por Dios, puede redundar positivamente en nuestra vida espiritual? Personalmente pienso que podemos tomárnoslo como un test mediante el cual analizar nuestro nivel de comprensión del plan de Dios para las relaciones humanas. Porque la reacción natural, humana –indudablemente inspirada por Satanás–, ante el sufrimiento que nos provocan otros, es la de odio, resentimiento y venganza. Obviamente, si diéramos lugar a la venganza, podríamos estar multiplicando el dolor indefinidamente, y nunca lo resolveríamos. Los principios de conducta que Dios nos aconseja en su palabra, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, tienden a resolver de una forma mucho más sabia el problema del dolor de segundo ámbito:

«Si encontrares el buey de tu enemigo o su asno extraviado, vuelve a llevárselo. Si vieres el asno del que te aborrece caído debajo de su carga, ¿le dejarás entonces desamparado? Sin falta le ayudarás con él a levantarla.» (Éxo. 23:4-5)

«Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber.» (Prov. 25:21; Rom. 12:20)

«...Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian.» (Lucas 6:27-28)

Sorprendente, ¿verdad? Dios va mucho más allá de la no-venganza. Desea que nuestra mente acepte que la persona que nos está haciendo daño también es un hijo de Dios, a quien Dios ama, y a quien quiere salvar, y desea que colaboremos con una actitud adecuada que facilite el arrepentimiento de nuestro enemigo: siendo bondadoso con él, ayudándole, si está en nuestra mano, y orando para que el Espíritu Santo logre derretir su corazón y su vida cambie drásticamente.

No hay otra receta mejor para combatir el mal que el facilitar el desarrollo espiritual de la persona que nos está dañando. Porque la estrategia de Dios no solo tiene como objetivo liberarnos del resentimiento –inútil y perjudicial para nosotros–, sino también lograr la redención de aquel que ha provocado nuestra desgracia.

Así pues, este tipo de sufrimiento nos puede servir de test para evaluar el grado de desarrollo espiritual que hemos alcanzado, analizando los sentimientos que invaden nuestro corazón cuando otros seres humanos nos hacen daño: ¿Siento amor en lugar de odio? ¿Perdón en lugar de rencor? ¿Piedad en lugar de venganza?

2.3. Dolor de 3ª especie: Dolor provocado por “causas naturales” difícilmente achacables a la voluntad humana (desastres naturales, enfermedades congénitas…)

En este caso aún es más fácil hacer responsable directo a Dios de nuestra situación, ya que no encontramos ningún culpable humano. Sin duda es el tipo de sufrimiento más difícil de entender y de aceptar. Solo a la luz de la visión bíblica del gran conflicto entre el bien y el mal podemos llegar a vislumbrar una respuesta: Vivimos en un gran paréntesis en la eternidad, una circunstancia excepcional, durante la cual el mal tiene que ser desenmascarado por sus resultados; El príncipe de este mundo controla las fuerzas de la naturaleza y las leyes de la genética y de la enfermedad, e intenta hacer el mayor daño posible, porque –tal como hemos dicho antes– sabe que con ello puede alejarnos de Dios. Pero, al final, el mal será erradicado y con él todo tipo de dolor.

Podemos considerar el sufrimiento de este tercer tipo como un test que nos permite analizar nuestro nivel de comprensión y aceptación de la realidad espiritual que trasciende a la realidad humana. ¿Comprendo que lo que me ocurre es consecuencia de una lucha titánica entre el bien y el mal? ¿Poseo la segura esperanza de que un día Dios erradicará el dolor para sieme? ¿En qué medida tengo la certeza de que Dios comparte mi desgracia?

Por otra parte, una situación así puede constituir una ocasión para mi testimonio, provocando la reflexión en otras personas: «Mediante el sufrimiento, nuestras virtudes y nuestra fe son probadas. [...] se nos dan las oportunidades para confesar nuestra fe ante el peligro y en medio del pesar, la enfermedad, el dolor y la muerte...» (White, Mensajes selectos, t.1 págs. 137-138).

Y no podemos olvidar que en este tipo de sufrimiento corresponde –aún más que en los dos anteriores– a la acción solidaria hacia aquellos que están pasándolo mal. Debemos ayudar al que está experimentando sufrimiento de primera especie, aunque se lo haya provocado él mismo. Debemos ayudar al que es víctima del sufrimiento de segunda especie, aunque no hayamos sido nosotros quienes se lo hayamos provocado. Pero, sin duda, estamos moralmente más obligados ante el sufrimiento de tercera especie, pues en ese caso no hay ningún ser humano que tenga la responsabilidad directa de restituir al afectado. ¿Siento compasión por quien está sufriendo, o pienso que «cada cual aguante su vela»? ¿Comprendo la intención de Dios de que paliemos al máximo el sufrimiento de nuestros próximos, al enseñarnos que dar un vaso de agua a un sediento es como si se lo diéramos a Él mismo (Mat. 25: 34-40)? ¿Estoy dispuesto a desprenderme de

Santiago Gómez Hernández

lo que me sobra –¡al menos!– poniendo en práctica la religión «pura y sin mancha» (Sant. 1:27)?

3.4. Dolor de 4ª especie: Dolor provocado por el prejuicio y el fanatismo religiosos.

En este caso, el objeto del dolor ya no es cualquier ser humano: está restringido a los hijos de Dios. Es la consecuencia de pretender servir fielmente a Dios. Si yo quiero ser fiel a mi conciencia, y vivir de acuerdo con lo que mi Padre celestial pretende de mí, corro el riesgo de padecerlo. Sin duda alguna, es la estrategia más cruel de Satanás en el gran conflicto entre el bien y el mal, porque, incluso, la persecución se realiza muchas veces, y paradójicamente, en nombre de Dios.

De nuevo, solo a la luz del gran conflicto entre el bien y el mal podemos llegar a vislumbrar una respuesta. Satanás es capaz de manipular las mentes de los seres humanos, incitándoles a hacer el mal, haciéndoles creer que están haciendo el bien. «...Satanás recurre constantemente a la violencia para dominar a aquellos a quienes no puede seducir de otro modo. [...] obra por medio de las autoridades religiosas y civiles y les induce a que impongan leyes humanas contrarias a la ley de Dios.» (White, El conflicto de los siglos, pág. 649).

De manera que este tipo de sufrimiento constituye un test mediante el cual podemos confirmar nuestra fe. A través de él podemos percibir en nosotros mismos que esa lucha encarnizada entre Dios y Satanás es real, y que ¡estamos en el bando vencedor! Para quienes llevan una vida de comunión íntima con Dios, el sufrimiento derivado de la intolerancia religiosa será una confirmación de que están peleando la «buena batalla» entre el bien y el mal, sabiendo que tienen garantizada la victoria. Por ello sentirán gozo en esa situación. Las Escrituras lo anticipan de forma clara:

«En el mundo tendréis aflicción; mas confiad: yo he vencido al mundo.» (Juan 16: 33).

«Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos.» (Mateo 5: 11-12).

«Carísimos, no os maravilléis cuando sois examinados por fuego [...] antes bien, gozaos en que sois participantes de las aflicciones de Cristo [...]. Si sois vituperados en nombre de Cristo, sois bienaventurados.» (1 Pedro 4: 12-14).

Es en el contexto del sufrimiento por causa de la fe como tenemos que entender muchos pasajes bíblicos como este último. Por supuesto, una experiencia de estas características también puede constituir una ocasión para el testimonio, provocando la reflexión en quienes nos observan y quizá su conversión. La pluma inspirada declara: «Por el oprobio y la persecución que sufren sus hijos, el nombre de Cristo es engrandecido y se redimen las almas. Grande es la recompensa en los cielos para quienes testifican por Cristo en medio de la persecución y el vituperio.» (White, El discurso maestro de Jesucristo, pág. 32).

Pero en lo que al creyente respecta, es una ocasión para plantearse: ¿Soy capaz de percibir la lucha cósmica que hay detrás de esta situación por la que atravieso? ¿Puedo ver con los ojos de la fe el fin de este conflicto? ¿Sé distinguir entre dar mi vida por Cristo o vender mi alma al príncipe del mal?

Tengamos siempre presente que este último tipo de sufrimiento proviene más allá de «carne y sangre». Proviene de las «fuerzas espirituales malignas que hay en las regiones celestes. Por lo tanto, poneos toda la armadura de Dios, para que cuando llegue el día malo, podáis resistir hasta el fin con firmeza.» (Filip. 6: 12-13, NVI).

Conclusión

Ojalá sepamos vivir cada día aferrados firmemente a Cristo, creciendo constantemente en la fe. Es la mejor forma de poder encajar cualquier tipo de sufrimiento que, sin previo aviso, puede llegar a sacudir con fuerza nuestra vida. Solo así podrá hacerse realidad el pensamiento del apóstol Pablo:

«¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? [...] Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquél que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades [...] ni ninguna otra cosa creada podrá separarnos del amor de Dios...» (Romanos 8:35, 37-39).

FRANKL, V., LAPIDE, P. Búsqueda de Dios y sentido de la vida. Diálogo entre un teólogo y un psicólogo. Barcelona: Herder, 2005. STÉVENY, G. El enigma del Sufrimiento. Barcelona: Aula7activ@-AEGUAE, 2004. WHITE, E. El Camino a Cristo. Academy Enterprises, Inc. Harrah, U.S.A., 1995. WHITE. E. Patriarcas y Profetas. Academy Enterprises, Inc. Harrah, U.S.A., 1995. WHITE, E. Mensajes Selectos. Tomo 1. Academy Enterprises, Inc. Harrah,

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U.S.A., 1995. WHITE, E. El Discurso Maestro de Jesucristo. Academy Enterprises, Inc.

Harrah, U.S.A., 1995.

:: Si tú sufres, sufrimos todos

La tristeza profunda de no haber llevado una vida auténtica, sino la vida que otros querían fue el lamento que más oyó Bronnie Ware durante los ocho años que cuidó y acompañó a cientos de personas en el camino de la muerte dedicándose a aquello que los profesionales llaman “cuidados paliativos”. Esa afirmación, que al principio fue tan solo un párrafo en su blog Regrets of the dying (<http://www.inspirationandchai.com/ Regrets-of-the-Dying.html> [Consulta: 19 noviembre 2012]), se convirtió en el pilar de su libro The top five regrets of the dying.

La segunda tristeza común entre los pacientes de Ware fue la frustración de haber trabajado mucho y haber compartido poco. Esa tristeza, dice en su libro, fue casi exclusiva de los hombres. Todos ellos lamentaban haber pasado demasiado tiempo en su lugar de trabajo y haberse perdido la infancia de sus hijos y la compañía de sus esposas. El tercer lamento de las personas a las que acompañó en sus últimos días fue no haber sido capaces de expresar sus sentimientos. Quizás por no herir a otras personas, o quizás por no empeorar la situación, pero todos ellos referían haber enfermado por la amargura y dolor arrinconados en su interior.

Y ese punto tiene mucho que ver con los dos que le siguen, «ojalá hubiera mantenido el contacto con mis amigos» y «ojalá me hubiese permitido ser más feliz». Un punto en común en todas las personas con las que contactó fue la sensación de echar de menos a sus amigos, a la gente que habían ido perdiendo por el camino.

Bronnie nos invita, por medio de los pesares que la gente compartió con ella, a ser valientes para asegurarnos de que no llegaremos al final de la vida cargando esos mismos lamentos.

Y la pregunta es: ¿cómo podemos establecer una relación de ayuda ante el sufrimiento, la enfermedad y la muerte?

Para comenzar tendríamos que conceptualizar el término ayuda. Podría consistir en ofrecer recursos a una persona para superar o afrontar sanamente una situación difícil o para dar un paso al frente en su camino de crecimiento humano. La relación de ayuda se basa en la aceptación incondicional desde el no juicio con los pensamientos y sentimientos del otro.

Todos sabemos que la vida y la muerte son interdependientes, es decir, existen simultáneamente y no consecutivamente. Pero

Ana Llorca Cardeñosa

Licenciada en Medicina y Cirugía (Universitat de València)

al enfrentar al ser humano a la muerte, este huye, escapa, niega esa realidad. Esto es debido a la inaceptabilidad de la no-vida a nivel inconsciente, a la falsa percepción humana de invulnerabilidad y al tradicional alejamiento de la muerte de la familia –lo habitual es que el paciente acabe los últimos días de su vida en un hospital o en una institución alejada del ambiente familiar o del hogar–.

La medicina paliativa tiene como objetivo la atención integral del ser enfermo (física, emocional, social y espiritualmente), incorporando a la familia su estudio y estrategia, promocionando el principio de la autonomía y dignidad de la persona enferma y promoviendo una atención individualizada y continuada.

El sufrimiento puede definirse como un estado de malestar inducido por la amenaza de la pérdida de integridad o desintegración de la persona, con independencia de su causa. Los profesionales sanitarios, nos enfrentamos día a día al sufrimiento y la muerte. Pero como seres humanos que establecemos relaciones con otros seres humanos, nos vemos obligados a intervenir ante el sufrimiento. Pero, ¿cómo hacerlo?, ¿cómo podemos establecer una relación de ayuda con el que sufre?

Jesús Madrid Soriano, en su obra Relación de ayuda y comunicación nos regala las siguientes palabras:

«La idea fundamental que subyace en todo proceso de relación de ayuda, especialmente dentro de la corriente humanista, es la de facilitar el crecimiento de las capacidades secuestradas de la persona en conflicto. El fundamento que sustenta toda relación de ayuda debe ser una visión positiva de las capacidades de la persona para crecer y afrontar positivamente sus conflictos. […] La relación de ayuda, pues, es una experiencia humana privilegiada que ofrece el marco adecuado para facilitar el desarrollo de las capacidades bloqueadas.»

En el libro Relación de ayuda: En el ministerio del dolor de José Carlos Bermejo (religioso camilo, doctor en Teología Pastoral Sanitaria, profesor del Instituto Internacional de Teología Pastoral Sanitaria de Roma y director del Centro de Humanización de la Salud y de la Escuela Pastoral de Salud de Madrid) se nos facilitan una serie de recursos mediante los cuales podremos ayudar a

Ana Llorca Cardeñosa

una persona que está viviendo una situación de sufrimiento de manera más eficaz y gratificante. Los parafraseo a continuación:

1. El silencio en la relación de ayuda: «Escucha lo que no digo»

Un silencio de calidad es tan complicado de conseguir como un discurso de calidad. Es un arma compleja pero poderosa; compleja porque ni siquiera somos capaces de manejar nuestro silencio interior y porque es difícil leer el discurso mudo que alguien que sufre nos transmite con su silencio. Pero no debemos olvidar que ya en Eclesiastés se nos avisa de que hay tiempo para hablar y también tiempo para callar.

Demasiado a menudo violamos el silencio empachándolo de palabras vacías cargadas de buenas intenciones que se nos escurren entre los labios producto de nuestra voluntad de aliviar al que sufre. En la Biblia, Job, que vive una serie de catástrofes y desgracias encadenadas, recibe la visita de amigos que tratan de consolarlo con sus palabras. El pobre, agotado más por sus amigos que por el sufrimiento de las pruebas, llega a tener que decirles: «¿Hasta cuándo atormentaréis el alma mía y con palabras me acribillaréis?» (Job 19:2).

De nuevo en las páginas del libro de Bermejo encontramos que «escuchar lo que el otro no dice es el arte de leer el mundo interior sin juzgar, sin interpretar más de lo debido y en humilde y sencilla actitud de acogida y observación atenta de la elocuencia del lenguaje no verbal».

2. Deseos inconfesables: Personalizar en la escucha

Desde que somos pequeños cuando aprendemos a relacionarnos con los demás diferenciamos claramente qué tipo de cosas de las que nos pasan o sentimos se pueden contar y cuáles es mejor mantener encerradas dentro de nosotros por miedo a que, cayendo en manos de alguien desalmado, sean usadas en nuestra contra. Aprendemos también que las personas fuertes o duras, son las que resuelven sus propios problemas, las que no muestran su debilidad. Es por eso que a veces, aun cuando nos sentimos a morir porque esas cosas que nunca nos hemos atrevido a contar nos van estrangulando, no encontramos la manera de vencer al yo fuerte que hemos construido para mostrar al otro nuestra fragilidad, la desnudez de nuestros sentimientos en carne viva. Resulta imprescindible crear un clima de confianza para que la persona que sufre sienta que puede abrir sus pensamientos más íntimos a nosotros y casi tan importante ser capaces de personalizar en la conversación. Lo lograremos si somos capaces de abstenernos de juzgar el contenido y la forma de todo lo que oímos y vemos. Debemos preocuparnos de la persona, no usar frases que generalicen, ocuparnos del significado único que lo que oímos tiene para quien lo pronuncia. El que personaliza, que escucha verdaderamente, inspira confianza para que la otra persona abra el lugar interior en el que encadenados se apelotonan los pensamientos que nunca se atrevió a contar por miedo a ser juzgado. Cuando logramos que el otro se vacíe, lo ayudamos realmente porque hay veces en que al contarnos, nos curamos a nosotros mismos, porque hacemos el esfuerzo de poner orden, de poner palabras a cuanto nos habita. Además, añade Bermejo,

«Abrir la puerta del propio espíritu, airear aquellos rincones donde menos ha dado la luz, aquellas heridas o pequeños tumores que se nos van haciendo por incomprensiones, conflictos, roces, malos entendidos, agresividades no controladas, miedo a la verdad, aquellos agujeros vacíos que nos hacen experimentar algunas encendidas carencias, puede ser un buen gesto de coraje, un buen signo de salud.»

3. Las manos pueden hacer milagros: Tocar en la fragilidad

Tocar es en ocasiones algo incómodo. Podemos acoger tocando y también descargar de la misma manera. Acoger la fragilidad del que sufre y descargar afecto, amor, comprensión, etcétera.

La incomodidad que conlleva el contacto en el ser humano es algo que casi viene de serie. Cuando tocamos nos sentimos vulnerables porque el contacto nos acerca con otro ser humano, nos obliga a comunicar, nos deja desprotegidos. A veces incluso, como si de magia se tratara, al tocar a alguien que sufre, parte de su angustia y la impotencia ante el sufrimiento, pasan a nosotros.

A veces, las palabras se quedan cortas para mostrarle a una persona enferma o que sufre, que le acompañamos en su dolor. Nada mejor en estas ocasiones que cogerle de la mano, quizás acariciársela incluso. El silencio y la profundidad de este gesto tan sencillo podría equivaler a un «aunque no sé cómo decirte lo que siento, porque no tengo palabras, estoy cerca de ti, comparto tu dolor».

4. Mirar y no mirar: Cómo usar la mirada en el encuentro

Hay ocasiones en que demostramos el amor que sentimos por otra persona no mirándola, porque de este modo le liberamos de la tensión que supone saberse observada, sentirse ridícula.

Sin embargo una mirada bien dirigida, en su justa medida, bien combinada con el resto de gestos de la cara y del cuerpo puede provocar un efecto reconstructor en la persona hundida.

Si tú sufres, sufrimos todos

Es necesario entrenar nuestra mirada. Liberarla de su carácter curioso y con tendencia al juicio; es duro, pero debemos aprender a mirar.

Debemos usar nuestra mirada en la conversación utilizando los ojos en actitud de escucha y comprensión a la persona con la que nos relacionamos, dirigiendo nuestra mirada a los ojos del otro, relajar la musculatura que rodea los ojos, evitar la impresión de que miramos para investigar o interpretar lo que el otro cuenta, evitar gesticular como consecuencia del juicio que emitimos a lo que oímos, saber desviar la mirada del otro cuando este hace lo mismo o cuando percibimos que hemos llegado a un punto en la conversación en que se ha mostrado algo con lo que el otro puede sentirse incómodo.

5. Dime que me entiendes: La respuesta empática

Ponerse en la situación existencial del otro, captar sus emociones, sus sentimientos, meterse en su experiencia y comprenderlo desde su punto de vista. Eso es empatía.

Más que aconsejar a veces, se trata de trata de conseguir que el otro se sienta sostenido por nuestra comprensión libre de juicio, lo que le facilitará en la búsqueda de sus propios recursos para superar las dificultades o manejar sanamente sus emociones. ¿Cómo podemos comunicar comprensión en el diálogo? Primero intentar captar realmente la experiencia del otro, escucharlo atentamente, intentar expresar con nuestras propias palabras lo que hemos entendido que el otro vive (reformular), abundar en el uso de palabras que se refieran a sentimientos que nosotros captamos y que reflejan bien lo que el otro está experimentando, etc.

6. El coraje de hablar: La confrontación en la relación de ayuda

Tanto la escucha como la palabra dada en su justa medida, tienen poder terapéutico. La palabra sana es aquella que comprende y nace de la escucha atenta, pero también la que es capaz de poner al otro frente a sus propias contradicciones, debilidades y recursos para que los reconozca y pueda permanecer en ellos o movilizarlos. «Confrontar es hacer ver a quien se desea ayudar las posibles incoherencias entre lo que dice y lo que hace, entre lo que quiere y lo que vive, entre sus valores y sus comportamientos, entre sus sentimientos y su comunicación, entre la realidad y la percepción que de ella tiene.» Nuestra motivación al confrontar siempre debe ser nuestro deseo de ayudar, nunca reprochar.

7. Acoger al extraño: La aceptación incondicional

Acoger incondicionalmente significa abrirse a otra persona y permitirle, sin juzgarla, que sea ella misma, impactando en nuestro ser de manera única y exclusiva. Esto requiere de madurez personal, porque hay que superar el deseo interno de que todos sean como nosotros mismos.

En la Biblia se nos repite incansablemente que debemos amar a los demás como a nosotros mismos. No se nos dice simplemente que les amemos, no nos dice que les tengamos pena, no nos dice que les ayudemos como podamos ni tampoco que sea una labor exclusivamente de un pastor, un psicólogo o de un profesional sanitario… Dice exactamente que derramemos sobre ellos los sentimientos del mismo modo que fluyen en nosotros. Todos nosotros sentiríamos dolor si muere un ser querido; todos nosotros sentiríamos pánico si nos diagnosticaran un cáncer, al menos en un primer momento; todos nosotros nos sentiríamos solos al ver que la vida de la gente que nos rodea continua cuando la nuestra acaba de ser sentenciada a un fin doloroso al que una enfermedad nos conducirá irremediablemente. De nuevo en la Biblia se nos pide que suframos con el que sufre, que lloremos con el que llora, que nos riamos con el que es feliz, que nos preocupemos cuando el que está próximo a nosotros se preocupa.

Sin embargo, la vida nos ha enseñado que para no sufrir es mejor protegerse, es mejor ver el sufrimiento ajeno desde la distancia. De este modo nos parece que podemos mantener nuestra integridad y estado de bienestar pase lo que pase.

Ya preocupado por este problema Jesús una vez dijo: «Un nuevo mandamiento os doy, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado.» (Juan 13: 34). Yo quiero cumplir los mandamientos y por eso repito que Si tú sufres, sufrimos todos. Y mientras nos sostenemos unos a otros, quiero agradecer a los que a lo largo de mi vida han sufrido cerca de mí porque van a evitar que llegue al final del camino con sus mismos lamentos. Es por eso que quiero vivir una vida auténtica, y no la que otros han querido y planeado para mí. Quiero compartir mucho y trabajar lo suficiente. Quiero expresar mis sentimientos. Quiero mantener siempre la relación con la gente a la que quiero y, sobre todo y con ayuda de Dios, permitirme ser feliz. ¿Y tú, qué quieres tú?

Regrets of the dying [en línea]. <http://www.inspirationandchai.com/

Regrets-of-the-Dying.html> [Consulta: 19 noviembre 2012]. BERMEJO, José Carlos. Relación de ayuda: En el ministerio del dolor. Madrid: Editorial San Pablo, 1996. MADRID SORIANO, Jesús. Relación de ayuda y comunicación. En AA.VV.

Hombre en crisis y relación de ayuda. Madrid: Editorial Asetes, 1986, pp. 195-196.

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