


Naia nació una noche fría y estrellada; puede que por este motivo su rostro estuviera adornado por graciosas pecas desperdigadas por doquier. Su papá, Fabián, de origen francés, solía contar constelaciones sobre su carita redondeada y, desde muy pequeña, comenzaron a llamarla cariñosamente Étoile, que significa «estrella». Étoile disfrutaba sintiendo cómo las yemas de los dedos de su padre trazaban líneas entre sus pecas para hablarle de la Osa Mayor, de Orión o Casiopea, y le contaba historias maravillosas hasta caer rendida en un sueño profundo.
Una noche, antes de cerrar los ojos, le preguntó:
—Papá, ¿por qué ni mamá ni tú tenéis pecas?
—¿Qué te hace pensar que no tenemos? —le preguntó su papá.
Naia se incorporó y, con sus dos manitas, atrajo el rostro de su padre hasta rozar nariz con nariz y buscó con interés alguna peca, pero no la encontró.
—Pues que no tienes o, al menos, yo no las veo —dijo, indignada, Étoile.

Fabián se quitó la camiseta y le dio la espalda a su hija.
—¿Y ahora?
Étoile abrió los ojos con sorpresa al observar infinidad de pecas en la espalda de su papá.
—¿Sabes por qué están ahí?
—No, papá.
—Cuando era pequeño, tenía la carita llena de pecas, muchas, muchísimas más que tú. Pero yo, como decía tu abuela, era un niño muy movido, me gustaba vivir la vida deprisa; creo que por eso se desprendieron de mi cara y se acomodaron en mi espalda.
—Papá, eso suena a cuento chino —dijo Étoile, comenzando a reír.
—¿No me crees?
Étoile negó con la cabeza, con los labios apretados para no reír. Su papá la cogió en brazos y comenzó a correr, elevándola alrededor de la habitación.
—Te lo voy a demostrar; en unos segundos, tus pecas se mudarán a otro lugar —gritaba su papá mientras continuaba la carrera con su pequeña entre sus brazos.
—¡No, papá! ¡Para! ¡No quiero que se vayan! Me gustan donde están —dijo Étoile, colocando sus manos sobre su propio rostro.

Fabián volvió a tumbar a su hija en la cama y, mientras la arropaba, le dijo:
—Y a mí también, princesa; tienes en tu rostro un cielo con las estrellas más bonitas del firmamento.

Aunque adoraba su nombre, Naia prefería que en casa la siguieran llamando Étoile; le hacía tener muy presente a su papá, que tristemente ya no estaba, pues, como decía su mamá, ahora dibujaba constelaciones en otro cielo, desde el cual las guiaba y las protegía.
Fue muy duro para Naia conocer el significado de la palabra despedida a la corta edad de ocho años. Y, a pesar de que la tristeza a veces le hacía una visita, pronto encontraba motivos para sonreír, pues seguía formando parte de una familia maravillosa que la colmaba de atenciones y amor.
En las noches estrelladas, Naia y su mamá subían a la azotea para sentirse más cerca de su papá. —Étoile, ¿qué sientes cuando miras al cielo?
—Siento que me miro en un espejo y que mi papá me acaricia con sus dedos a través de las estrellas.
—Es muy bonito eso que dices, cariño; él estaría muy orgulloso de ti, casi tanto o más que yo.

