

—Abuelo —dijo en tono molesto—, no entiendo lo que me quieres decir. ¿Cómo es eso de que las puertas de las mentiras son muy grandes y anchas y las de las verdades muy pequeñas y estrechas?

La charla anterior se da entre una nieta, Atzin, y su abuelo. Atzin es una niña nahua que disfruta mucho de la compañía de su abuelo, a quien visita a pesar de tener que caminar varios kilómetros para llegar a su casa. Don Pablo es un indígena que raramente ha salido de su pueblo, pero con sus casi ochenta años se ha ganado el respeto, cariño y admiración de su comunidad y, sobre todo, de su nieta.
A don Pablo le encanta inventar cuentos con enseñanzas profundas. Sus relatos no son simplemente entretenimiento; siempre invitan a la reflexión y al buen comportamiento.
—Mira, Atzin, para que me entiendas, te contaré una historia que ocurrió en mi pueblo hace muchos años, cuando la gente era más sencilla y los niños más obedientes. Bueno, casi todos, siempre hay un chiquillo travieso del que te voy a hablar.
En un pequeño pueblo rodeado de exuberante vegetación, sus habitantes vivían en total armonía con la naturaleza. El alimento les sobraba, tanto en vegetales como en animales, y las cosechas siempre eran muy buenas. Había agua abundante gracias a un río caudaloso que pasaba cerca de las chozas. Todos se ayudaban en las tareas y el trabajo. No se conocía la envidia ni la mentira. En fin, los habitantes eran muy solidarios unos con otros, hasta que un día Jacinto, así se llamaba el niño de la historia, hizo una travesura que lo llevó a situaciones inesperadas.


Un día, Jacinto, que en ese tiempo tenía diez años, fue al pueblo enviado por su padre a comprar algunos víveres que hacían falta. Eso generalmente lo hacía su madre, pero como ella estaba enferma, en esta ocasión lo hizo él.
Si algo le gustaba a Jacinto eran los dulces; eran su debilidad. Le gustaban de camote, calabaza, leche quemada, de coco, en fin, de todos los tipos. Al llegar a la tienda, pidió lo que estaba anotado en la lista que le dio su padre. El tendero colocó todo en el mostrador frente al niño. Cerca, muy cerca, estaba el canasto de los dulces; incluso un piloncillo cayó al canasto y solo le dijo a Jacinto que lo tomara de ahí. El niño comenzó a colocar en su morral lo que había comprado, pero no podía dejar de mirar el piloncillo y, más aún, los dulces. Solo le quedaba el piloncillo por guardar, junto con su debilidad. La tentación era mucha; le temblaba la mano al pensar en ese delicioso manjar a su alcance. El tendero, mientras tanto, estaba ocupado acomodando otra mercancía. Miró a su alrededor y vio que no había nadie más. Pensó rápidamente en tomar algunos y salir corriendo. Esto le dio miedo, pero su deseo de comer dulces era más fuerte. Tomó el piloncillo y tres dulces: uno de camote, una cocada y otro de leche quemada con nuez. Velozmente, salió de la tienda sin despedirse siquiera del tendero.


Tomó otra ruta para volver a casa, pues pensaba comerse los dulces en el camino pero no quería toparse con alguien que lo reconociera y le contara después a su padre. Caminaba con prisa; quería alejarse rápido del pueblo y tomar la vereda por donde no lo vieran. Esta vez, caminó por la orilla del arroyo, un sendero que lo llevaba directo a su casa pero con una distancia más larga. Sabía que tenía que comerlos rápidamente para que su padre no se diera cuenta. La caminata era lenta, muy lenta. Comenzó con el dulce de camote; en tres bocados lo terminó. Luego comió el de leche quemada, y para entonces ya se veía su casa a lo lejos. En su desesperación por comer el último dulce tan rápido, se atragantó. Sentía que se ahogaba, no podía respirar y tuvo que sentarse. Se golpeó en la espalda varias veces hasta que sintió alivio y pudo respirar bien. Aun sentado en la hierba, después del susto que había tenido, no sabía qué hacer; pensaba y pensaba.
