Los dioses de la Adiván II

Page 1


Presentación

Me llamo Dana Andreu, tengo catorce años y soy hija de la diosa Alameda.

Me parece que debería poneros un poco al día, porque desde la última vez que leísteis algo de mí seguramente ha cambiado todo más de lo que esperaba. Empezando por mi propio cambio. Es decir, hace un año (con más exactitud, once meses) era una cría inexperta que no sabía ni dónde tenía la cabeza. Sigo turuleta, eso lo admito, pero me siento una persona totalmente distinta. No solo he cambiado mentalmente, sino que físicamente soy muy diferente a lo que era. Me ha crecido mucho el pelo en este tiempo y hace relativamente poco se me cruzaron los cables y me deshice de un palmo y medio, así que ahora me llega al omóplato casi a duras penas. También me he puesto varios tonos más morena de piel, ya que aquí, salvo que Escarcha tenga un mal día, hace sol a diario y ayuda a broncearse (ni os podéis llegar a imaginar

la de crema solar que llevo gastada, que estaré un poco loquita, pero la salud es lo primero). Por no comentar que después de once meses de entrenamiento se me van definiendo más los brazos (según Diana, sigo fofa, pero como ella es una maldita roca supongo que es un cumplido a medias) y estoy segura de que ahora sí podría cargar con mi mochila del insti.

Ahora soy adicta a los juegos de mesa y, aunque lo intentan, nadie me gana al “cinquillo”, al “truc1” o al “mentiroso”. Por cierto, otra cosa que ha cambiado es que, en la casa de Alameda, donde el año pasado estaba solo yo, ahora hay tanta gente que usamos cinco barajas para jugar a las cartas. ¿No es fantástico?

Siempre jugamos después de cenar, antes de ir a la cama, y es como un último subidón de adrenalina antes de dormir. Justo después caemos rendidos en la cama, como en coma, hasta la mañana siguiente.

En cuanto a la casa, es una maravilla. Está hecha un desastre, porque veinte personas, que se pasan el día fuera, cuando vuelven se dedican a jugar y se acuestan, sin tener turnos de limpieza ni nada parecido, hacen que el desorden sea total.

Sin embargo, aquí uno de mis grandes cambios: me importa poco caminar pisando calcetines usados conforme camino. A ver, no nos engañemos, es un poco (muy) asqueroso, pero como lo mío está bien recogido… ¿qué más da el resto? Bueno, que quede entre nosotros, realmente no es lo mismo ser la loca de la limpieza teniendo dos hermanos cerdetes, que veinte. ¡No daría a basto! O aprendes a relativizar o te da un patatús.

1El “truc” es un juego de cartas muy común en la comunidad valenciana. Se juega en parejas y se usan signos para informar a tu compañero de las cartas que tienes y poder vencer a los rivales.

Como no podía ser menos en la casa de Alameda, diosa de las plantas y los bosques, hay plantas en todas partes, colgadas del techo y en rincones en los que no pensaba que cupiese una maceta. Recuerdo que cuando les vi llenar la casa de plantas pensé, «por la noche nos moriremos todos», por el típico consejo de mi profesora de biología que decía que las plantas producen dióxido de carbono de noche y tal. Pero la verdad es que no nos ha pasado nada, respiramos igual de bien que de día. Aunque me parece, querido lector, que en la Adiván pasan cosas que no son del todo normales, así que, por si acaso, no intentes convertir tu habitación en una jungla, mejor sigue los consejos de los expertos, selecciona con cuidado las plantas que pones y no te flipes en cantidad, te recuerdo que no eres hijo de la diosa del bosque y puedes liarla parda.

Además del aspecto salvaje, tanto de plantas como de basura “hermanil” que tiene la casa por dentro, el ambiente es increíble. Antes de esto, yo había vivido con dos hermanos mayores, pero no se parecía en nada a lo que tengo ahora. Todos son más mayores que yo, menos Adela, y ninguno me trata como mis otros hermanos, Sergi y Ferran. Son todos muy majetes y realmente me hacen sentir parte de una familia. No me gusta hablar de ellos como “medio hermanos”, porque realmente tienen el título completo: son hermanos y, al mismo tiempo, amigos. El Territorio se siente como estar en un campamento de verano los trescientos sesenta y cinco días del año, las emociones se multiplican. Lo hacemos todo juntos. Los entrenamientos se hacen por casas, aunque a veces también nos invitan a entrenar en otra casa o nosotros traemos un invitado, el caso es que pasamos el día entero entrenando. Las zonas, turnos y esas cosas los or-

ganiza el jefe de cada casa; en nuestro caso es Adela, que es la pequeña, pero también la más organizada (al menos en cuanto a horarios, porque su zona de dormir es otra historia). Hay unas cuantas horas libres para hacer lo que quieras, y normalmente cada uno aprovecha para socializar y hacer amigos en otras casas, pero al final estamos tanto tiempo juntos que terminas sabiéndolo todo de todos. Bueno, he de reconocer que soy tan mala para recordar los nombres que a veces los rebautizo sin querer, pero os prometo que no es porque no los recuerde ni nada parecido, los conozco a todos y los quiero mucho.

En cuanto a amigos, ¿recordáis a Diana y a Fran? Pues no tengo ninguno más que añadir. Serán pocos, pero son indispensables y siempre que no estoy con mis hermanos estoy con ellos.

Diana es ahora mi amiga del alma, ya que ha llegado un punto en el que lo sabe todo sin que yo se lo diga. Al conocernos había sido un poco borde, pero ahora somos uña y carne. Ella también saca su lado infantil cuando está conmigo y no hay quien nos pare. En la típica serie americana, nosotras seríamos el dúo de amigas locas adolescentes que no tiene a nadie adulto que les diga lo que tienen que hacer. En cuanto a Fran, sería el aguafiestas inteligente, porque forma parte del grupo y también hace locuras con nosotras (la adolescencia no le sienta bien a nadie, colega), pero nos mantiene con los pies en el suelo. También ha conseguido que mi ortografía mejore y, por eso, esta vez le dolerá menos la vista cuando lea esto para corregirlo.

Ahora que estáis al día, puedo empezar con la historia que os quiero contar.

Agárrate lector, habrá terremotos. No bromeo en absoluto. Literalmente, habrá terremotos.

Necesito

un café. Puaj

Corría por el bosque. A oscuras.

Alguien me agarraba de la mano y tiraba de mí hacia adelante. Alguien a quien no conseguía ver, y aunque yo no sabía de quién se trataba, algo en mi cabeza me gritaba su nombre, pero no podía entenderlo bien.

Era alguien conocido. Solo sabía eso.

Sus uñas me hacían daño en la piel mientras corríamos y zigzagueábamos entre los árboles.

El viento me daba en la cara y el pelo suelto se me metía en los ojos. Era bastante molesto, por no decir que en más de una ocasión cambiábamos la dirección bruscamente y, por no ver nada, me pegaba contra algún árbol y me rasguñaba.

—Corre más rápido —me decía de vez en cuando la chica delante de mí—. Corre.

Su voz era un susurro apenas audible.

No me atrevía a decir nada.

Y, de golpe, paró de correr y me choqué con ella.

Parpadeé dos veces, un poco aturdida, y pude ver que estábamos en un claro. La luz de la luna nos iluminaba lo suficiente para verla.

Su cuerpo delgado y frágil, su cabello oscuro como la noche, y esa cicatriz que atravesaba su ojo derecho.

—¿Zoe? —pregunté.

Nada más lo dije su imagen empezó a temblar hasta que era un chico de la misma complexión, con el pelo algo más corto y sin ninguna cicatriz.

Zoilo alargó una mano, y cuando me tocó la mejilla volvía a ser su hermana.

—Corre. Aún estás a tiempo.

Algo la agarraba del pie.

Y la arrastraba a la negrura que tenía detrás.

Escuché el aullido de un lobo justo antes de despertarme en mi cama, en el Territorio, aún con la luna en el cielo.

Todos mis hermanos dormían.

Estaba cubierta de sudor frío, me dolían los pies como si de verdad hubiera estado corriendo y tenía una mano fantasma agarrándome de la muñeca.

La oscuridad era tal en la casa que me agobiaba. Así que encendí la luz de la lámpara que tenía en el escritorio y me dejé caer sobre la cama respirando regularmente para calmar mi corazón desbocado.

Jenny se dio la vuelta en su cama, molesta por la luz, pero no dijo nada. Ella también tenía pesadillas. Todos en la casa las teníamos.

Cuando me conseguí calmar un poco, me levanté de la cama. No quería seguir durmiendo, aunque fueran las tres de la mañana y al día siguiente tuviera muchas cosas que hacer. No iba a poder dormir más.

Me senté en la silla de mi escritorio y abrí el cajón donde tenía miles de hojas escritas por delante y por detrás. Rebusqué hasta dar con una hoja que ya estaba escrita, pero a la que aún le cabían más cosas. Entonces saqué mi boli de siempre y empecé a escribir.

La escritura había sido mi lugar seguro desde que llegué. Era equiparable a un refugio al que podía acudir cuando algo iba mal, cuando los recuerdos malos me golpeaban o cuando tenía, como lo llamaba Adela, un ataque de adolescencia y necesitaba desahogarme.

Empecé con un sencillo “querida Zoe”. Desde que la dejamos atrás, su imagen me llegaba continuamente y ahora tenía en mi cajón una colección inmensa de cartas que nunca iba a enviar. Necesitaba contarle a alguien lo que me pasaba por la cabeza y, como la idea de contarme a mí misma todas esas cosas me resultaba rara y puesto que Zoe había sido mi amiga, consideraba que era la persona idónea a quien confiar mis pensamientos, a pesar de que las probabilidades de que lo leyera eran mínimas. O tal vez debería decir nulas…

Continué contándole todo lo que había pasado el día anterior. Diana y yo habíamos conseguido que Fran aceptara hacerse trencitas en el flequillo, habíamos jugado con las hermanas pequeñas de Diana y habíamos practicado arquería con mis hermanos. También puse que en el entrenamiento de antes de comer sin querer golpeé demasiado fuerte a uno de mis hermanos y le había roto la nariz. Nada que no pudieran curar los hijos de Aneta, pero había sido desagradable notar los huesos crujir y me había sentido muy mal al verlo chorreando sangre. Continué con la cena, donde dos hijos de Escarcha se habían cabreado y se habían liado a pu -

ñetazos. Y más tarde, Diana se había quedado dormida con la cabeza encima de su pasta italiana y yo la había llevado a la cama, tras lavarle el pelo mientras ella seguía dormida. A mí no me gustaría despertar con el pelo a la boloñesa. Terminé describiendo el sueño. Concluí con un “te echo de menos” y dejé el boli a un lado.

Guardé la hoja en el cajón y me quedé un rato mirando a la ventana cerrada delante de mí. Las cortinas no estaban puestas y se veía la luna llena y el cielo Adiano cubierto de estrellas.

No era el primer sueño en el que aparecían los mellizos. Hacía un mes tuve uno en el que la voz de Zoe me gritaba que huyera, que me alejara de ellos mientras pudiera y que no volviera, cuando parecía ser torturada. Su voz gritando en su agonía se había quedado grabada en mi mente. Y por más que la buscaba no la encontraba. En otro sueño más reciente estaba Zoilo tendido en el suelo, muerto, como la última vez que lo vi, y su voz me había dado un mensaje parecido desde la maleza. “Corre”. “Huye”. “Vete”. En otro de hacía menos de cinco días, era Diana quien gritaba mientras una fuerza me arrastraba de los pies hacia un foso que no parecía tener fin.

Y todas las veces me despertaba y no volvía a dormir en toda la noche.

—Dana —escuché susurrar a Jenny desde su cama, a la derecha de mi escritorio—. ¿Va todo bien? —preguntó cuando me giré a mirarla.

Me limité a asentir un poco y volví a mirar por la ventana a la negra noche que lo cubría todo.

—¿Alguna vez tu cabeza te ha repetido algo mil veces y no sabes lo que significa? —pregunté también en un susurro.

Ella se lo pensó, y se movió hasta quedarse mirando al techo.

—Sí. Cuando estaba en la cueva, todas las noches y todos los días mi cabeza me gritaba que me fuera. Yo pensaba que sabía lo que significaba. Quería salir de ahí, es verdad. Pero a lo que realmente mi cabeza se refería era a que debía salir de aquel estado, porque meses después de salir me lo seguía repitiendo una y otra vez. Paró de hacerlo cuando mejoré, cuando dejé atrás todos los recuerdos y pensamientos de aquel lugar —hizo una pausa en la que suspiró. Jenny era conocida por su calma y su empatía. Nunca perdía los nervios—. ¿Qué es lo que te dice a ti?

Apoyé mi barbilla en el puño y miré el boli delante de mí.

—Da igual… —respondí—. Buenas noches.

Apagué la luz, aunque me quedé en la silla, mirando el cielo nocturno.

Lunes. La campana sonó a las ocho de la mañana como todos los días. Yo ya me había cambiado y duchado. Cuando todos se despertaron yo estaba recogiéndome el pelo, cogiendo la mitad superior para hacer un moño y dejando lo demás suelto. Bajé las escaleras la primera para dirigirme a las mesas y desayunar.

Llevaba a Hoja de Ñipre en el cinturón, un cuchillo enfundado en el muslo y el arco convertido en piedra en el bolsillo. Me senté donde siempre y ni siquiera miré la comida que aparecía delante de mí, simplemente me lo comí.

—Buenos días —saludó Fran sentándose en frente después de unos minutos. Yo hice un gesto para saludar y parpadeé dos veces para despejarme del todo. Las trencitas que

Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.
Los dioses de la Adiván II by BABIDI-BÚ - Issuu