Las impertinencias salvables de la vida
El borroso amanecer de aquel día invernal lucía una
etiqueta de perceptible calidez presentando las credenciales de un sol desgastado. Era una de esas jornadas desaboridas, donde el mero hecho de mirar a través de los cristales se convertía en un acto realmente ameno. Recuerdo que apeé las pantuflas de pana por la tarde y me calcé con zapato elegante pero cómodo, necesitaba pasear. La tristeza anidando en mi cabeza dejó caer un huevo como propuesta de actuación que terminó rompiéndose en el entrecejo, desparramando una clara insistencia que me animaba a pasear por el enorme cementerio. Había oído que un pez gordo, tal vez relacionado 13
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con el narcotráfico —pensé—, tenía la sepultura abierta. Me vestí rápidamente con ropas oscuras para pasar desapercibido entre, lo que supuse, la abundancia de curiosos enlutados con poco que hacer y mucho que indagar. Me eché a los hombros una gabardina de tejido grueso color carbón y bajé a la calle. Al instante sentí el punzante viento encariñándose con cada pliegue de mi anatomía, se restregaba impúdico, un tanto rebelde y a la vez cariñoso, como gazapo en la profundidad de la madriguera. La incapacidad defensiva del abrigo ante las inclemencias meteorológicas me hizo pensar si debí añadir alguna camiseta más a mi atuendo. Alcancé el camposanto. En aquel sobrio lugar se mascaba el frío en el cuerpo, pero sobre todo en el alma de todos los que acompañaban al finado con lágrimas en los ojos. Eché un vistazo a mi negro alrededor, apenas conocía a nadie entre la marabunta que se aproximaba al lugar de descanso eterno para aquel desdichado. El mero hecho de sentirse fuera del círculo de amistades o conocidos del desgraciado confiere una extraña tranquilidad al alma, es como si aquella muerte nunca hubiera existido, como si fuese alguien que viviera en el confín del mundo y su sufrimiento fuera incapaz siquiera de rozarte. Sientes como si la señora de la guadaña tuviera otros encargos que cumplir y jamás se acercaría a uno mismo. Pero al fin y al cabo era una vida más que se extinguía, y eso merecía respeto; alguien, con seguridad, llorará por nosotros en el futuro. Por un instante me imaginé dentro del cajón, sin calor en mi cuerpo, sin pensamiento alterando mis sesos, sin 14
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sensaciones. Abandoné rápidamente el tétrico pensar y busqué un lugar distante. Preferí observar de lejos, en realidad no tenía una afinidad excesiva con el que ahora ocupaba la caja de pino. Pero reconozco que en el fondo me acechaba cierta curiosidad por conocer con qué tipo de gente se había relacionado en vida Emilio —le puse el nombre que imaginé en su esquela, y añadí mi personal comentario sin razones—, «un individuo ciertamente singular». Acerté a encontrar un montículo desde donde presenciar el sepelio. Minutos después parecía que se habían abierto las compuertas de un gran embalse humano. Estaba totalmente rodeado. Un gélido y mortecino viento comenzó a soplar justo en el instante en que el sacerdote arrancaba su oratoria. Ataviado con vestidura talar morada, apuntaba con una mano al cielo, y con la otra se sujetaba el abundante pelo entrometiéndose en su mirar. La triste ceremonia se interrumpía una y otra vez cuando el aire se envalentonaba y borraba las palabras emitidas por el pregonero. Era como si el infortunio quisiese seguir cebándose con todo lo que rodeaba al desgraciado. Aquel acto comenzaba a aventurarse excesivamente largo. Noté un suave empujón a la altura de mi cadera. Debido a la estrechez de espacios, al principio supuse que la persona a mi derecha pretendía usurparme un centímetro más para acomodarse mejor, pero con la segunda y tercera intentona no pude evitar echar un vistazo un tanto reprochador. Me había equivocado, entre las faldas de los dos abrigos que se rozaban mutuamente por la insidiosa acción de la ventisca, 15
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aparecían las manos de un chaval que trataba de hacerse con un hueco desde donde contemplar los actos fúnebres. Tenía la cara pálida, aderezada con signos de lo que parecía una carrera precipitada. Al final consiguió su objetivo y se coló a mi derecha. Dirigió sus ojos hacia los míos con la mirada ausente, como tratando de pedir permiso y perdón a partes iguales, le devolví una sonrisa insípida. —¿Quién es? —me preguntó desinteresado, supuse que era su manera de disculparse. Más tarde me confesaría que ver enterrar un cuerpo humano le aterraba, pero extrañamente le suscitaba un «subidón del tres». En aquel momento pensé que ver un muerto o atender a su sepelio, ya significaba que estás vivo. Le contesté con educación, escueto y firme: —Se llamaba Emilio. —El muchacho seguía mirándome, parecía inquirir más información. Me volví de nuevo hacia él y añadí—: El que decía que nunca pensaba morirse —fue lo mejor que se me ocurrió. Me observó arrugando el ceño, achacable a la seriedad con que le transmití eso último, y es que el chaval parecía querer discernir entre broma o afirmación seria. Se le notaba ciertamente insatisfecho, durante unos instantes domó con maestría su ansia por descifrar el mensaje. La oratoria del ministro de Dios cada vez se hacía más latosa, y un tempestuoso torbellino parecía obcecado con el punto donde el cura lanzaba la insondable homilía, tal vez tratando de robarle palabras o la oratoria completa. La comitiva perdía interés por seguir la 16
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celebración y comenzaba a elevar, como el chisporroteo de una hoguera cuyas llamas se enzarzan con botellines de plástico, comentarios y cuchicheos versando sobre otros temas. Aprovechó el chico el desconcierto promulgado por distintas gargantas para volver a la carga, le debí parecer una persona agradable para charlar. —Yo tampoco tengo pensado morirme nunca, si he nacido es para quedarme. Lo dijo rotundo, con sensatez inmadura, como si fuera la rosa más roja, esbelta y altanera del rosal que se manifiesta al mundo como única heredera de la belleza eterna. Acertó a robarme una sonrisa. Sentí morriña por la inocencia de la que yo también me jacté algún día. Finalizó el evento y comenzamos a caminar juntos, como auténticos desconocidos, hacia la salida. Su última frase cabalgaba en mi mente derecha al matadero de buenas ideas, pero se relajó el galope del caballo y opté por abandonarla en una cuneta del camino. Y es que me alegró en cierto modo conocer sus ganas de vivir, pero me dominaba la resignación sobre tal idea. Ante mi silencio es probable que su interior fuera alterándose poco a poco, hasta que un hervor hizo saltar la válvula de escape. —Supongo que ese tal Emilio decidió irse, ¿no?, si hemos venido será por algo, nadie me pidió mi opinión para nacer, ¿o qué? Yo a lo mejor hubiera decidido no nacer. En mi fuero interno sabía que mi tranquilidad mental no volvería incólume a casa, mi tarde comenzaba a torcerse como la figura de aquel mini ciclón, que arreaba con voraci17
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dad la plática del sacerdote. El camposanto se hallaba en las afueras, separado del núcleo urbano por una extensa llanura amarillenta donde apenas resaltaba algún árbol nacido del capricho de la fortuna. Los dos volvíamos a las entrañas de la ciudad, así que compartiríamos un buen tramo de camino hasta que nuestros destinos se separaran una vez alcanzada la metrópoli. Me aventuré, o no contemplé otra opción, a continuar una conversación que comenzaba a ponerse interesante, pero valorando la eminencia intelectual a la que me enfrentaba, estaba osando poner los pies en terreno bastante farragoso. No es fácil tratar temas de cierta seriedad con lenguaje acorde a mente joven. Lo cierto es que siempre es buen momento para conocer a una persona, además me había caído bien el muchacho, o tal vez era que su amable y simpática inocencia me inducía a dejar alguna breve instrucción de uso en su enorme folio de vida. Mi verborrea empujaba levemente por la tubería de la pedantería para convertirse en escogidas y elegantes palabras que brotaban libres de mi garganta. Iba a iniciar un alegato que tal vez tentaría al aburrimiento de mi dialogante.
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La vida
—¿Cómo te llamas? —Entendí que lo mejor sería
presentarnos cuanto antes, no es muy lógico escarbar en filosofía de vida con un extraño. Me dijo que se llamaba Damián Felguera y yo me presenté como Sabino, Lucas Sabino. —Damián —le dije—, la vida es bella, sorprendente, finita, mística, material y mágica a partes iguales, básicamente fantástica. Me miraba con inusitada disposición, se mordía el labio inferior con los incisivos de la mandíbula superior, los enseñaba y guardaba insistentemente. Sus asustados ojos rehuían los míos, creo que temía que descubriese ciertas muecas re19
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petitivas en su rostro. Así fue. Poco después inició el festival de ademanes. Se hacía muy patente su nerviosismo, un ritmo impertinente, juguetón y cansino golpeteaba su fuerza de voluntad, animándole a arrugar el morro con una frecuencia cada vez mayor. Primero construía la forma labial que precisa para regalarle un gran beso a un cristal, luego derretía esta mueca y construía otra, arrugaba la nariz y el entrecejo para a continuación estirar el labio superior, como queriendo planchar las arrugas anteriores. Acto seguido, apenas un par de segundos más tarde, comenzaba de nuevo. Vamos, que aquejaba de cierta manía. Nuestro andar se había reducido considerablemente, como si Damián quisiera dilatar lo más posible el camino para absorber así cualquier comentario aprovechable saliendo de mi boca. Lo observé con cierta ternura, parecía un nuevo empleado carente de experiencia en la fábrica de las mil artes, donde el enorme panel de control requiere una sabiduría excelsa para poder ser manejado. Me miraba esperando más y más, sin dejar de ejecutar una y otra vez aquel aspaviento de dos tiempos que me irritaba sobremanera. Tal vez entendí que precisaba una razón contundente que aprobara su nacimiento, su estar en este mundo. Continué tratando de buscar las palabras acertadas, aunque se me antojó embarazoso. —Te han regalado la oportunidad de disfrutar de este mundo. Es una tremenda suerte darte cuenta de que respiras, que tu corazón late y te comunicas de alguna manera con los seres vivos de tu alrededor. Sí, estás vivo, y pensarás que lo 20
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has estado siempre, que nada existía antes de que tú tuvieras raciocinio de tu existencia. —Me gusta ser tal cual soy, aunque naciera por decisión de otros. —Perfecto, pero recuerda que no siempre serás así, que tendrás que aceptar los cambios, el paso del tiempo. —Me detuvo con su comentario, sonó tajante. —Me queda mucho para eso. Por su forma de soltar la última frase intuí que su decisión era ser un eterno jovenzuelo. Su silencio me dio tregua, quedó a la espera de mi alegato. Calculé que aquel avezado zagal rondaría los diez u once años, y que dejaba entrever ese oscurantismo que todos acumulamos a tal edad. Continué hablando cariñosamente bajo la tenue luz de las farolas. Cuando alcancé el primer tramo asfaltado el ambiente se inundaba con una pobre y amarillenta luminosidad. Sentí agradable el silencio, que rápidamente quedaría deslucido por nuestra desmañada y ahora, gracias a esa rancia refulgencia, infausta conversación. —Creerás quizá que te tocó ser un niño o un adolescente, un perpetuo joven en este mundo, y que tus padres serán siempre esos que ves un poco mayores, encargándose de que nada te falte. Detrás de ellos, si tienes la fortuna de conocerlos, estarán los abuelos, que son los padres de tus padres y dicen, subrayo, «dicen», porque tú nunca lo viste, que también ellos fueron niños. Esto último lo dije levantando un dedo, enarcando una ceja y mirándole fijamente, e incluso aserié mi gesto para enfatizar lo que decía. La humedad se hacía patente en los 21
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troncos metálicos de los faros y en el embaldosado suelo, que parecía invitar, vistiéndose de reflejos diversos, a tremebundas caídas rompe caderas. Un patinazo me invitó a besar el suelo, rehusé la invitación con ágil gesto. —Yo conozco a todos los abuelos —dijo él—, ¿y tú? —Tuve la suerte de conocerlos a todos, pero poco a poco se fueron, y piensas, sobre todo de niño, que es lo lógico porque son los abuelos, en definitiva los mayores, los que se tienen que ir antes. Pero no es así, a veces suceden cosas imprevistas a cualquier edad. Damián quedó en modo espera, nostálgico y atento a mi nuevo comentario para engullirlo vorazmente, calmando así, tal vez, su apetito de lecciones vitales. Escuchaba mientras adelantaba una y otra vez sus pies, a veces entrelazándolos con habilidad, ¿sería latigazo maniático o simple diversión? Le percibí gratamente satisfecho, seguro que incrementaba por instantes su hambre de historias, se estaba empezando a transformar en un auténtico glotón dialéctico. Le dije entonces que sí, que efectivamente sus abuelos habían sido niños, y tuvieron padres y abuelos, que el ciclo se repetía constantemente, y en este instante de la infinidad del tiempo le había tocado vivir a él, aquí, en la Tierra. —Tal vez pienses que esto es para siempre, que conservarás la juventud que atesoras, también tu estilo de vestir y tu forma de pensar. —Soy un niño cada vez mayor, pero eso que me cuentas está muy lejos, ignoro si tendré hijos o seré abuelo, no me preocupa, solo sé que a veces los días son muy aburridos. 22
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Era sábado tarde, por tanto no había perdido clases, y en ningún momento valoré la opción de que se hubiera escapado de casa sin pedir permiso. Parecía que sabía lo que hacía. —Damián, eres un auténtico afortunado por estar aquí, así que apura tus minutos, saca partido a lo que más te interesa, eso sí, respetando siempre las libertades ajenas. Olvídate del qué dirán, disfruta con lo que tienes y haz lo que pueda hacerte más feliz, pues para cada una de tus acciones habrá alguien que hablará de ellas, de ti, y de su ejecución, despreocúpate. Al final, aquellos que se quedan cuando te vayas emitirán juicios variopintos sobre el montante de tus actuaciones, y te colgarán la etiqueta de hombre bueno/hombre malo, pero eso ya te dará igual. Me contó entonces que se acercó al cementerio con la intención de ver a través de algún cristal la cara del muerto, que no le daban miedo los cadáveres, y menos este. Había oído hablar de él y pensó que acudir a su funeral podía ser interesante, seguro que encontraba un montón de gente famosa. Además, no tenía ningún plan para esa aburrida tarde invernal… —¿De qué lo conocías? —me preguntó. —Fue un compañero de clase, de otro curso, nada más, de esos que saludas e incluso llegas a darte un abrazo cuando coincidís después de mucho tiempo entre cerveza y cerveza. —Mentira, digamos que preferí evitar la etiqueta de curiosón, como él—. Y tal vez yo haya hecho lo mismo que tú, cotillear; realmente a nadie conozco, pero me entriste23
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ce pensar que los enormes y lujosos coches que lo acompañan van conducidos por singulares hombres vestidos de inmaculado traje negro, e intuyo que sus negocios siguieran turbios derroteros. —Quise desvirtuar mi mentira con un amago de purita realidad. Fui a fisgonear. No hubo ningún comentario sobre el que yo acababa de decir, consideré para mis adentros que conseguí enmascarar mi torpe embuste. Caminamos sin hablar hasta la farmacia con una gran cruz verde que se levantaba varios metros sobre un par de vigas de carbono. La descomunal aspa debía pesar media tonelada y se veía desde varios cientos de metros atrás. A tal punto sentí que mi vejiga comenzaba a darme señales de plenitud. Entretanto el chico miraba con poca discreción a cualquier persona que se cruzaba. Todavía no había ganado en timidez, o quién sabe, quizá nunca la conociera. Yo tampoco sabía de su procedencia ni de su formación y, aunque me pareció un personajillo culto y respetuoso, apuesto a que carecía de miedos sociales. Se detuvo y me indicó discretamente que mirara al otro lado de la calle. Allí un matrimonio anciano esperaba a que se pusiera en verde el paso de peatones. —Mira —me dijo—, esos tienen todas las papeletas para acompañar al que acabamos de sepultar. —Soltó entonces una maliciosa sonrisa y continuó el paso. Ignoro si aquello me afectó demasiado o simplemente le di más importancia de la que debía, al fin y al cabo era un niño «mayorcete» que no quería ni imaginar cómo afrontar una pronta muerte. Así hacemos todos a tal edad, nos sentimos ajenos a la guadaña del más allá. 24
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Inicié una disertación amable, pero tratando de ser tajante en el asunto del «dejar de ser». —Entiendo, a tu edad ni te imaginas una pérdida personal cercana, de hecho la gente a tu alrededor, esa con la que compartes, e incluso el mundo en general con toda la tecnología avanzando, continuará existiendo tal cual es o mejor, ¿verdad? Pues no, no es así, te aseguro que no estarás vivo eternamente, que las cosas cambiarán, y todo ello procurará terribles destrozos a tu recuerdo a medida que avance el reloj y tus conocimientos se extiendan. Me miró sin pestañear por un par de segundos, aceptando lo que acababa de contarle. Pensé en añadir pimienta a la reciente revelación, pero quizá me estuviera engañando a mí mismo, arriesgando a crecerme ante una mente todavía a medio llenar. Además, el final de la vida le quedaba muy lejos, y tampoco merecía ese momento expandirse en explicaciones excesivamente sobrias. En su crecimiento afrontaría un delicioso abanico de sensaciones; el gozo de la consciencia discontinua alternando con inconscientes instantes, el descubrimiento permanente, la satisfacción, el esplendor, el reconocimiento de la vulnerabilidad, la aceptación, la lucha —gracias a Dios cada vez más demócrata— o el mantenimiento de la existencia sin dolor y sin carencias. Y pelearía, por supuesto, por apartar el sufrimiento, que no es más que la conjunción de los distintos sentidos para avisar de que algo no funciona del todo bien en la cápsula de carne y hueso donde estamos atrapados. 25
La tenebrosa oscuridad de las tardes de aquel otoño eran como su propia sombra, vistiendo su espíritu con trajes de melancolía. Las insalubres circunstancias contaminando su vida obligaron al alma a un destierro mundanal, aferrándose a un pasado adulterado imposible de modificar, sembrado de erróneas actuaciones que propiciaron su presente. Lucas Sabino, librero de poco éxito, abandonado por la complacencia del amor y sumido en tareas poco legales se propone, en el cenit de su abatimiento, instruir a un joven al que conoce por casualidad. ¿Te imaginas, querido lector, tener a un «pepito grillo» subido a tu hombro y chivándote en cada instante qué caminos vitales te vas a encontrar? Has tenido la gran suerte de gozar de la vida, de disfrutar este viaje apasionante donde solamente hay algo seguro: principio y fin; igual que vienes te vas, así que el trayecto intermedio debes disfrutarlo, ser feliz, gozarlo al máximo. Tómate esta lectura con un único aliciente:
996054 788418 9
ISBN 978-84-18996-05-4
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