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Capítulo 1 Tal vez el pecado capital del Narrador Correa fue ignorar que en los territorios del arte, el reconocimiento luminoso y el olvido suelen ser dos caras de la misma moneda, que la vida de un artista, ir por un lado y su obra por otro, ocurriendo incluso que la obra se acabe mucho antes que la vida, mientras el creador continúa trabajando en la sombra. En este caso, cualquiera hubiera asegurado que el incendio de Mosquitos fue la última obra digna de ser recordada en la vida del Narrador Correa.
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año dos mil, después de derrumbarse borracho por la escalera de caracol que lo llevaba al altillo de su los que, diez años después, leyeron en el diario La Unión la noticia que revelaba su responsabilidad en la pavorosa explosión de la panadería La Rosca Oriental, se asombraron de que aún estuviera vivo. Pero ocurre que para entonces, tanto el nombre del Narrador Correa como los libros de su autoría se habían instalado en la historia de las letras del país, aunque él llevara más de diez años arrastrando sus sandalias de peregrino por los bares de la ciudad, viviendo en el olvido, sin otra preocupación que la de reescribir una y otra vez las mismas historias sin que nadie las quisiera publicar. Nadie. Ni siquiera en las páginas literarias del mismo diario La Unión, “así fuera –como le propuso una vez al director Guadalupe III– apenas una cuidada selección de los fragmentos más logrados y amenos de mi obra”. Semejante situación lo llevó a una virtual inexistencia. Quienes por última vez en Minas intentaron encontrarlo o trataron de averiguar sobre su vida, chocaron siempre con las mismas respuestas de sus vecinos de la calle Florencio
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Sánchez: “Aquí no está”, “aquí no vive”, como si sitio donde dormía y daba el paseo del tigre hasta altas horas de la madrugada, desnudo y con una barba montaraz que le llegaba al centro del pecho, hubieran existido nunca. Otro pecado y no venial del Narrador Correa (tanto que otro gallo hubiera cantado de haberlo purgado a tiempo), fue el de no haber aprendido la lección tan sencilla como cruel de que la crítica literaria no debe incidir jamás en la vida de un escritor. Y en él no solo había operado como un severo corrosivo de su creación cuando todavía estaba en plena edad de la ansiedad, sino que además determinó la desgracia que le envolvió la vida para siempre. Es decir, permitir que la crítica guiara sus actos fue la única razón de que al borde de los cincuenta años, enfermo de cinismo y agobiado por el rencor, terminara preso en la cárcel de Las Rosas. No obstante, más que las penurias padecidas día tras día en una prisión abyecta que se caía a pedazos por más que un par de veces al año brindara a los reclusos la inestimable oportunidad de fugarse, lo que más le dolía al Narrador Correa era
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la humillación de haber perdido la batalla contra un granuja de medio pelo, la vergüenza de haberse convertido en víctima pueril de las circunstancias creadas por Lucero d´Alba, un crítico gordo y tortuoso, afectado por el mal de la gula y expuesto a que en el momento menos pensado le sobreviniese la exótica y temible muerte por chocolate. En suma, un tipo veleidoso y pedante (que se había propuesto públicamente no perder de vista al Narrador Correa mientras escribiera), que dos semanas después de la aparición de su última novela ubicada en el mismo pueblo inexistente de siempre, llegó a escribir con la evidente intención de darle el golpe de gracia:
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Los que intentaban apaciguar al Narrador Correa decían que había que ser muy culto para entender al malvado. También resultaba claro que el tipo había iniciado su artículo ironizando con la costumbre deliciosamente ingenua del Narrador Correa de
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echar mano a la trillada expresión con que abrían sus relatos infantiles los hermanos Grimm. Lo cierto es que irritado tal vez por todo lo que había de previsible en las historias del Narrador Correa o porque su último libro era demasiado explícito en la reiteración de sus obsesiones, aquel crítico empeñado en disminuir la reputación de media docena de autores compatriotas mientras hacía lo que podía por aumentar la de otros tantos que por lo general eran extranjeros o estaban muertos hacía ya un par de siglos, concluyó su trabajo de disección literaria con una irresponsable sugerencia: -
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Al principio, el vapuleado creador de Mosquitos no acusó el golpe, ni siquiera lo percibió como tal. Más bien se le antojó una patraña de Lucero d´Alba, una maniobra burda sostenida en la noción de autoridad omnímoda en que suelen caer esos críticos que se proponen invadir un terreno que suponen baldío y se entretienen en condenar
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aquellos defectos que, al menos en apariencia, jamás serán los suyos. No obstante, con el paso de las madrugadas y de los insomnios que lo hunpalabra con sentido, el Narrador Correa comenzó a cambiar de opinión y el presumido enemigo que se pavoneaba cada quince días por las páginas literarias del diario La Unión, pasó a convertirse de pronto en el cómplice secreto de la tragedia que
que “todo lo que empieza en lo inexplicable acaba también en lo inexplicable”.