Crónicas de la nada. Montevideo, el violinista y otras historias de Silvia Soler

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S I LV I A S O L E R

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CRÓNICAS DE LA NADA

· El almacén de la esquina · Faustino, el almacenero, debe pensar que sus clientes no miran el techo donde las arañas viven tranquilas mimetizadas con las manchas de humedad. Él sólo atiende la franja intermedia de su almacén, lo que queda a la altura de los ojos; mientras que a los rincones, las zonas oscuras, la parte de atrás del mostrador, los recovecos de la heladera y el techo de bovedilla los invade el olvido. Lo sé porque en estos primeros días de frío fui muchas veces al almacén y, en la espera de mi turno, me dediqué a observar lo que Faustino no mira. Son muchos los detalles que no cuida: su atuendo, por ejemplo, un buzo de lana manchado, no merece sus desvelos. Pero sobre todo, Faustino se despreocupa de los mandatos del marketing. Una vez le pregunté si vendía palmitos y me miró como poniéndome en mi lugar. Nunca más volví a intentar en esa lí-

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nea de compras. El desconcierto me llegó una noche fría de la semana pasada cuando crucé corriendo y le pedí un quilo de azúcar. «No me queda más –me dijo–, porque ayer fue feriado y vino un montón de gente a comprar». El almacenero piensa con celeridad sus argumentos. Recuerdo una vez..., un amigo quiso comprar leche entera y él, con astucia, intentó pasarle una bolsa de descremada. «¡Esta es descremada!», protestó el cliente. «La envasaron mal, pero llévela que es leche bien gorda», le respondió Faustino. En mi obsesión por entender a Faustino me he dedicado a espiarlo desde mi ventana. Antes de las ocho abre su comercio, saca dos pizarrones negros a la vereda y escribe con tiza: «Pan flauta 2 x 9», «Papas 2 x 15», «Mortadela 100 gr $ 7». Al mediodía cierra el negocio para dormir una siesta y no vuelve hasta la tarde. Faustino es un viejo pacífico que a pesar de dedicarse al business no aprendió a lucrar. El 1º de mayo pasado el almacén amaneció de puertas abiertas. A las nueve de la mañana no andaba ni un alma en la calle, salvo un confianzudo cliente que le gritó: «Faustino, haraganeás todo el año y venís a abrir hoy que es el Día de los Trabajadores». Él sonríe a las bromas, casi nunca contesta. Caí en la cuenta del verdadero diferencial de su almacén, cuando me agaché para revisar unas naranjas y me topé con la humedad del hocico de un salchicha. Ahí supe que a la vecina se le permite entrar con su abrigado perro al almacén. Para mí, Faustino se funde en breve. Llorar es un clásico uruguayo, la noche de la nostalgia nacional. Muy pronto los vecinos pasarán por su puerta y verán la cortina metálica cada día más despintada, no habrá pizarrones que anuncien el precio de la flauta. La barra de la esquina en busca del zaguán deshabitado colonizará el escalón del almacén. Alguno apedreará el cartel que dice «despensa» y otro garabateará un insulto. ¿Llorar? Suena a doble discurso, hace mucho tiem-

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po que los vecinos, yo misma, solo le compramos la leche, el pan y las urgencias. Se añora lo que se pierde, pero tal vez el problema no radica tanto en el cierre del almacén sino en lo que vendrá a sustituirlo: el supermercado soso, mala réplica del progreso. ¿Por qué no tenemos un Faustino limpio, razonablemente surtido, de paredes pintadas, en el mismo lugar y con la misma ternura del viejo almacenero? Hay algo más que falta de dinero en la desidia. Vuelvo a mirar desde mi ventana la fachada del almacén de Faustino, en la escena se cuelan las hojas amarillas de los plátanos y la grisura de un Montevideo que enmohece con el invierno. l

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