Introducción
Cuando di vuelta la última página del libro Milicos y tupas de Leonardo Haberkorn(1) (2011), en donde se entrevista a un grupo de tupamaros combatientes de 1972 y a un oficial del ejército responsable de custodiarlos en un cuartel, me quedé con la convicción de que los personajes aún conservan muy débiles sus convicciones democráticas. El periodista hace foco en el asunto y le pregunta al profesor Miraldi, uno de los tupamaros entrevistados, si estaba arrepentido, quien le contesta: Yo no me arrepiento de nada. En las mismas circunstancias haría exactamente lo mismo. Consultado si fue acertado levantarse contra la democracia, responde: Esa democracia no servía(2). En otra parte de su libro Haberkorn dice: Todavía hoy [el coronel] Agosto habla con un evidente tono despectivo cuando menciona al vicealmirante Zorrilla. Le hice ver que el marino estaba defendiendo a las instituciones. Pero para el capitán Agosto, lo mismo que para los tupamaros, las instituciones solo eran una cáscara que encubría un régimen corrupto. Agosto afirma: Yo esa noche pensaba [la del enfrentamiento con los marinos posicionados en la Ciudad Vieja]: ¡A qué grado de cosas nos han hecho llegar los políticos! Porque, ¿quiénes eran los responsables de lo que estaba pasando esa noche? ¿Nosotros los militares o los políticos?(3) Yo esperaba encontrar visiones encontradas, relatos y vivencias opuestos, pero esos actores políticos representaron las miradas de un relato común y convergente hacia valores profundamente antidemocráticos, disimulados en objetivos superiores como la igualdad social, la lucha contra la corrupción o la eliminación de la pobreza (objetivos que hoy todos afirman que se pueden lograr en democracia). Sus enemigos comunes eran los políticos y los partidos. Cuando se enfrentaron, no se (1) Leonardo Haberkorn, 2011. Milicos y tupas. Editorial Fin de Siglo, Quinta edición. Montevideo, Uruguay. (2) Ibidem, página 224. (3) Ibidem, página 173.
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reconocieron como enemigos sino como víctimas de un mismo fenómeno: la corrupción del sistema político. Mirada en perspectiva, la idea de la corrupción es difícil de defender ya que aquellos actores partidarios son personas reconocidas y en ningún caso hubo enriquecimientos ni aumentos patrimoniales que lo justificaran y de hecho no se conoce casi ningún episodio flagrante de corrupción. Uno muy comentado por el carácter simbólico que representaba tuvo alta repercusión política, pero visto en perspectiva es muy risible y refiere a los almuerzos pagados por la Junta Departamental a los ediles de Montevideo en el suntuoso restaurante del Águila. Eventualmente, también podría plantearse asociar la idea de la corrupción al concepto de clientela o faccionalismo (concebido como la actividad de los partidos que prioriza sus intereses estratégicos por encima del bien común o los intereses generales), pero tampoco es un fenómeno que se pueda afirmar que esté desaparecido por estos días, ni siquiera que fue mucho más intenso en aquella época que ahora. Simplemente no lo sabemos. Lo cierto es que este relato deslegitima y niega toda defensa razonable por parte de los acusados: los partidos políticos históricos. Los partidos políticos han sido a lo largo de toda nuestra historia actores centrales de la actividad ciudadana y, también, los conductores naturales del Estado. Resumida en la conocida expresión de la “partidocracia uruguaya” (Caetano, Rilla y Pérez, 1988), en nuestra cultura no es posible entender los fenómenos políticos sin su presencia. Sin embargo, entre los años 1973 y 1984 nuestro país sufrió el impacto de su primera dictadura militar del siglo XX (tomando en cuenta que la dictadura de Gabriel Terra de 1933 fue esencialmente civil), en una experiencia inédita que modificó nuestra tradicional manera de percibir la democracia. Como rasgo peculiar de esa dictadura y en reafirmación de lo dicho, las Fuerzas Armadas destituyeron al presidente civil Juan María Bordaberry en 1976, por entender que su idea de eliminar la presencia de los partidos en un futuro esquema político no era viable ni deseable en el Uruguay. Esto es, ni los militares protagonistas del golpe de Estado escaparon a esa cultura partidocrática que nos identifica. Pero ¿cómo se llegó a un golpe de Estado?, y luego, ¿quiénes y cómo la combatieron? Es un debate abierto que llega hasta nuestros días en la sociedad uruguaya, sin consensos hegemónicos y en el que parecen reconocerse por lo menos dos relatos históricos paralelos e in-
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conexos. En los debates políticos y periodísticos contemporáneos se observan argumentos inspirados en visiones monocausales simplistas o ideológicamente unidireccionadas (la izquierda es democrática y la derecha golpista o a la inversa), lo que provoca en los voceros políticos involucrados un creciente autismo a la hora de interpretar los hechos del pasado en clave democrática. De alguna forma, los plebiscitos populares sobre la derogación de la norma que establece la caducidad de la pretensión punitiva del Estado contra los militares (en 1989 y en 2009), impulsados por los partidos de izquierda, y los resultados adversos a sus proponentes, podrían indicar la desconexión de esos relatos del pasado reciente en el imaginario de la sociedad civil. Una versión muy difundida refiere a que la dictadura habría sido un episodio sin fundamentos populares, que se mantuvo mediante la violación sistemática de los derechos humanos de la población y que la fuerza electoral de la izquierda contemporánea representa en realidad a las mayorías populares de aquellos tiempos. Dejando de lado que el Frente Amplio obtuvo en el año 1971 solo el 18% del conjunto de los votos de la ciudadanía, la crítica a esta visión recoge la idea de que los episodios que lastimaron tan fuertemente nuestra tradición democrática no tenían en la izquierda de la época defensores demasiado comprometidos con ella. Ya sea por razones ideológicas (todos los fundamentos de origen marxista presentes en varios partidos de la coalición conllevan a privilegiar el enfrentamiento entre las clases sociales dominantes propietaristas y las proletarias, en desmedro de la valoración de una denominada democracia “formal”) recurrentemente manejadas por la CNT, el Partido Comunista, gran parte del Partido Socialista (los que se identificaban con el discurso de Vivian Trías), el MLN-Tupamaros y la unanimidad de los pequeños partidos revolucionarios que acompañaban o rodeaban el lanzamiento del Frente Amplio, como por razones estratégicas (enfrentaban electoralmente a un régimen que debían estigmatizar como abusivamente autoritario e impopular), la izquierda no tenía la convicción democrática para defender a la democracia de sus agresores. Del otro lado, existe también una simplificación sostenida por algunos voceros de los partidos históricos y en particular de los sectores que se reconocen a sí mismos como defensores excluyentes de la democracia, basada en una explicación monocausal y exógena a la acción partidaria, bajo la idea de que los partidos fueron pasivamente avasalla-
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dos por la emergencia de una reacción militar ante las provocaciones de la violencia tupamara. Es decir que en las perspectivas descriptas, ni los partidos de la izquierda ni los partidos históricos reconocen con mucha convicción en los debates públicos contemporáneos que la dictadura tuvo en sus comienzos una alta legitimidad popular. Ni mucho menos registran en la sociedad uruguaya de aquella época la presencia de una demanda autoritaria, particularmente en los votantes de los partidos históricos. Las razones pueden estar en que tales reconocimientos implicarían asumir que la gente no estaba de acuerdo con la violencia social y política, ni tampoco confiaba en los políticos dirigentes de los partidos históricos para erradicarla. Es decir, la presencia de lo que hoy se denomina “sensación térmica de inseguridad”, en donde la gente temía en los centros educativos, en la circulación callejera (frecuencia de tiroteos, piquetes de un lado y del otro, bombas o disparos que estallaban en el silencio de la noche, los interminables paros y huelgas de origen político, etcétera.). Hoy se puede afirmar con cierto grado de consenso, que la popularidad del golpe militar era muy importante y que todos los partidos tendieron a subvalorar ese apoyo de la gente al proceso cívico-militar, y también a los efectos devastadores de las sucesivas campañas de desprestigio dirigidas contra los políticos, como clase dirigente, promovidas por los tupamaros primero y continuada por los militares después. Si diéramos por ciertos estos supuestos, la lucha contra la dictadura presentó desafíos desconocidos para los partidos, en la medida que no solo enfrentaban a un enemigo visible y con una racionalidad esperada, sino que debieron enfrentar también las limitaciones menos diagnosticadas que la propia sociedad le iba imponiendo al accionar político. Eso produjo que la durabilidad e intensidad de la dictadura fuera asumiendo ribetes que no habían sido previstos ni imaginados por los partidos. En este sentido, es importante destacar que la responsabilidad principal en el enfrentamiento a la dictadura recaía fundamentalmente sobre los hombros de los políticos de los partidos históricos que podían actuar dentro del territorio nacional, ya que, si bien las acciones emprendidas en el exterior, tanto de la izquierda como de los partidos históricos, fueron importantes y movilizaron a países activamente prodemocráticos, el gobierno de la dictadura fue bastante insensible a esas presiones, lo que debilitó dichas influencias.
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La actuación de los partidos en un sentido institucional es difícilmente reconocible entre 1973 y 1980, como lo considera el ex diputado Oscar López Balestra en estas mismas entrevistas. Sin embargo, tanto las lógicas de actuación en términos de vínculos ciudadanos como las redes de comunicación reconocidas habitualmente como “el boca a boca”, respondían a una red básica de ex dirigentes intermedios y de base que bajaban y subían las consignas en cada momento. De tal forma que los dirigentes partidarios utilizaban ocasiones de la vida social de un individuo cualquiera para impulsar esas consignas y traficar información útil para diseñar políticas de combate a una dictadura que se mostraba muy fuerte y poco dispuesta a diálogos con políticos. La institucionalidad estaba débilmente representada en el funcionamiento clandestino de los triunviratos de cada uno de los partidos, en la utilización intermitente de locales partidarios y documentos oficiales de circulación restringida. La coordinación entre dirigentes de diferentes partidos se aprecia difusa y los testimonios no son totalmente consistentes, pero todos coinciden en que las fracciones intrapartidarias desaparecieron dentro de esa débil institucionalidad para funcionar como partidos homogéneos. El accionar de los partidos también se reconoce en la elección de diferentes estrategias por el Partido Colorado y el Partido Nacional. Los colorados asumían una posición más racionalizada frente a las opciones que se iban abriendo desde la dictadura, mientras los nacionalistas tendían a asumir una posición más emocional, más principista y se percibían más activos. Pero en los hechos, no se puede verificar con nitidez el desarrollo de las estrategias definidas, dado el acotado espacio que la dictadura dejó entre 1973 y 1980. Las diferencias entre unos y otros, que permitirían identificar la presencia de cada partido, no solo se reducían a las estrategias de acción, también existían desconfianzas y visiones encontradas que alcanzaban al diagnóstico sobre la responsabilidad del golpe de Estado. Ambos reconocían como principal causa de la ruptura institucional la acción de los tupamaros y el consecuente protagonismo que asumieron los militares al combatirlos, pero los nacionalistas veían a los colorados como los protagonistas del golpe en la medida en que el pachequismo asumía posiciones ambiguas y que el presidente José María Bordaberry había sido electo por ellos. Los colorados, a su vez, les endosaban a los nacionalistas la cantidad de civiles de esa filiación que colaboraron con la dictadura y, fundamentalmente, la filiación na-
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cionalista de los generales que estaban al frente del gobierno, puesto que en su enorme mayoría pertenecían a la denominada logia de “los tenientes de Artigas”, que había tenido en el general Mario Aguerrondo a su principal figura. Todos ellos habían empezado sus carreras en las vacantes que el gobierno liderado por Benito Nardone (1958-1962) había producido. La voluntad golpista de estos militares habría tenido expresiones ya a principios de la década del sesenta e incluso antes de las primeras acciones tupamaras. Los estilos, sus antecedentes partidarios, las tensiones y diferencias en la actividad de blancos y colorados contra la dictadura confluyen en un proceso que finalmente desemboca en el plebiscito de 1980. Por esa razón este libro coloca en las entrevistas sus énfasis en el período previo y hasta el plebiscito, porque luego las energías democráticas de la sociedad se disparan y comienza un proceso más conocido en los debates contemporáneos.
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