oratoria Daniel Vidart presentación Amores cimarrones

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Presentación a cargo de Daniel Vidart

de la novela de Marcia

Collazo Ibáñez, Amores Cimarrones. Las mujeres de Artigas, en el Cabildo de Montevideo el día 5 de mayo del 2011

Dos veces en mí vida de lector por vocación y por necesidad he sentido el mismo sacudón íntimo, la misma admirable alarma intelectual. La primera fue hacia el año 1972, en Santiago de Chile, cuando leí Gran Sertón Veredas de Guimaraes Rosa. Conocía ya los escenarios de las vidas secas, de las caatingas sedientas, de los cielos esmerilados por la mano

del calor y la miseria, donde

transcurre aquella saga de la desesperación y la desesperanza. La segunda vez fue ahora, en el escalón undécimo del siglo, bajo la enramada de las estrellas familiares, cuando se me vino arriba, como una polifonía de memorias, de fragmentos de mundos, de criaturas devoradas por la muerte y resucitadas por la magia de una Morgan Le Fée criolla, el discurso de una novela singular, inclasificable, extraordinariamente intensa, admirablemente narrada, que hoy nos concita en el cabildo de Montevideo. Buen lugar para esta parición pública de un libro que dará que hablar, que despertará

las

conciencias con los aldabonazos de los seres que lo habitan y desde ahora nos van a desvelar, zumbando

como avispas de lechiguana.

Como un viento pampero esta obra inesperada, caída como un meteorito, sacudirá

el ánima y el ánimo de quienes interpelen y


llamen ante si a una recreación intrépida, provocándola, y a la vez provocados por lo que en ella se cuenta y se rescata, se adivina y se describe, se interpreta y se simboliza. Su lectura debe ser lenta, morosa, con espacios de ensoñación para que las miradas abandonen la letra y contemplen los paisajes interiores por donde Marcia nos lleva de la mano. En ellos transitan personas

exiguas

y

personajes

memorables,

seres

caudillos vencido por las Moiras, las “repartidoras”

oscuros

de un

y

destino

superior a los dioses y a los hombres. Este ejercicio de lectura, que juntará la orilla de la emoción con la de redoblando

la

meditación, irá

su exigencia a medida que se le practique, metiéndole

espuelas al interés y coscojas al

asombro. Entonces, cuando

las

procesiones de elocuentes fantasmas salgan a nuestro paso por los puentes de la memoria, estas páginas inolvidables que dan de baja al olvido, nos transportarán a los albores del siglo XVIII, a los años de la fundación de Montevideo y a la saga generacional campo afuera y murallas adentro, inaugurando

que seguirá

y devorando vidas

durante un dramático siglo. Y aquí viene lo bueno, lo que transforma a esta novela en un vademecum imperioso, atrapante, impar en su género. En efecto, me animaría a decir, sin meterme a crítico literario, que Marcia inaugura una nueva provincia intelectual, inclasificable como texto e imprescindible como Abre así

brújula histórica.

la caja rechinante de un pasado que atañe a los uruguayos

de aquí y ahora cuyos antecesores, durante los años filosos de la Patria Vieja y el proceso de emancipación, supieron ser buenos o malos orientales. Buenos los de la insurrección libertaria; malos, los del mostrador montevideano.


Haciendo pie en los puntos suspensivos de una invisible cronología, a lo largo de la cual

las llamas, las brasas y las cenizas de

los

inicios de nuestra vida ciudadana se irán colando en la literatura por la ventana de la historia, aparece una escritora de raza

que supo

embravecer las aguas de una laguna tranquila, hoy domesticada por la inapetencia de los espíritus y abandonada por el ímpetu creativo. Me estoy refiriendo, con pleno irrespeto, a

la novela histórica,

un

género intrusivo en boga cuya reiteración piedeletrista ha acabado por fatigarme. Esta es mi opinión. No la erijo en regla del gusto ajeno. Me limito a manifestar lo que pienso y siento. Recuerdo que el Quijote, una regocijante y melancólica caballería, fue la última, la

burla de las novelas de

más perfecta, la más

emblemática de

aquellas. Y es aquí, en el intersticio de una manida industria, donde se agazapa la discreta capítulo,

habilidad de Marcia, quien, capítulo tras

descifra una

piedra de Roseta americana. De tal modo

devela, lee e interpreta

los acontecimientos cotidianos escondidos

en la neblina de la Gran Historia. Dicha disciplina, como se desprende de la explicación clásica,

se centra en la grafohistoria, o sea la

historia escrita, atenta al paso de los grandes sucesos y al estrépito de las revoluciones humanas

y las catástrofes naturales. Esta

cazadora del pasado comparte su nombre con la historia vivida, la historia actuada, la historia acontecimiento, o sea la praxohistoria. De ahí que se hable de los pueblos sin historia, confundiendo la escritura con la acción social. Desde que hubo humanidad hubo historia: los pueblos primitivos y los pueblos iletrados la tienen, pero, a falta de escritura,

la trasmiten oralmente, y ese quehacer

configura lo que puede llamarse lalohistoria. Hay más todavía. En las


celdas

del tiempo se refugian el latido apagado del popolo minuto, el

rumor rencoroso de los que no tienen voz, la súplica de los derrotados por las armas o la miseria. La historia oficial, que tradicionalmente es la escrita, no repara en los sucesos que afligen la ancha base de las sociedades: el relato flechado

de los hechos

estuvo siempre a cargo de los vencedores y no de los vencidos, de los poderosos y no de los débiles. La cotidianidad, la grisalla, las barreduras de la historia fueron sistemáticamente desechada: solo hace unos pocos decenios que el oído de los historiadores ausculta el latido de lo aparentemente nimio y desechable que, en puridad, constituye el pedestal de las fermentales revoluciones y los grandes descubrimientos. Alejandro no habría realizado sus conquistas sin soldados ni Colón manejado sus naves sin marineros. Desde mediados del pasado siglo, recordemos los nombres de Norbert Elias en Alemania y de Lucien Febvre en Francia, estos inventarios de sensibilidades personales, de crónicas caseras, de tradiciones rurales, de leyendas urbanas, de pequeños manifiestos populares, de refinadas maneras de mesa, se ha ido incorporando -a veces como

invisibles arbotantes- al edificio

de las historias

sinfónicas, grandilocuentes, monumentales, que endiosan

a

las

culturas triunfantes o deploran la caída de las civilizaciones. En la novela de Marcia lo cotidiano asciende por capilaridad a la ramazón del árbol de las epopeyas, a la copa de los acontecimientos señeros. Pero no se muestran los engranajes de la máquina factual, no se nos fatiga con relatos de batallas, de intrigas militares, de rendiciones incondicionales, de campamentos al claro de luna.


No voy a efectuar el análisis literario del libro de Marcia. Para eso está, con nosotros, honrándonos, un

diestro domador de palabras,

como lo es Mario Delgado Aparaín. El atará a su palenque el potro de la imaginación chúcara y del pensamiento rebelde de Marcia, para domar todo lo que tienen de arisco las charadas de la identidad y las adivinanzas de una patria in status nascens. Yo soy apenas un antropólogo que no

desdeña ni el conocimiento

del pasado – una práctica obligada-, ni el ensayo filosófico-literario un género bifronte- , ni el arte

-a esta altura de la vida ya

inalcanzable- del buen decir. Me conformo - si es que está a tiro- con la discreta artesanía del buen pensar. A él me atengo pues, y abro la tranquera, que nos aguarda el campo abierto de una imaginación creadora. Marcia, hija arachana del Uruguay profundo como yo también lo soy del Paysandú heroico, comprende, tal vez con secreto regocijo, mis frecuentes alusiones a las cosas y dichos de tierra adentro, repartidos en una parla que no quiere ni sabe ser académica y que le huye a la presunción elitista como a Mandinga. En su novela Marcia se refiere, fundamentalmente, a las mujeres de Artigas. No a todas. Las hay

conocidas

e

ignoradas. Éstas, las

devoradas por el olvido, fueron las ocasionales prendas de una noche larga o una siesta caliente: el fin de las jornadas de los machos en guerra pedía brazos tibios y vientres hospitalarios para descansar en su paso hacia la muerte. Las mujeres, cimarronas o no, traídas de la mano por la autora, que de un modo para mi misterioso las asume, ventrílocua y médium a la vez, experimentan en la novela, que es una lanzadera, un bumerang y


un uroboros a la vez, un extraño proceso de mimetización. Marcia se convierte, sucesivamente, en el alter ego de aquellas portadoras de humanidad, se sumerge en sus arroyos de lágrimas y en sus cuerpos frescos o con olor a tumba, lava con ellas las ropas y cocina el pan de cada día en los hornos del desconsuelo. Estas ánimas benditas de un terrenal Purgatorio, así convocadas y encarnadas por una encantadora de la serpiente del tiempo, vienen de distintos rumbos y cargan con

diversos destinos. Tres son las de la

familiar de Artigas: las arrancadas de

ascendencia

abuelas y la madre. Las otras tres,

marchitos idilios, llegan a las páginas de la crónica

novelada como compañeras de afanes y de camastros, de amores y desamores, de dichas breves e infortunios largos. Tal vez el Artigas muchacho, el Pepe de cabalgando

en

las

aquellos años que van de los 13 a los 32,

hondonadas,

coronando

cuchillas,

arreando

ganado, pitando tabaco en chala, menudeándole a la ginebra, guitarreando en las ruedas de fogón, alucinando a los mozos con su voz de tropero de almas, tuteándose con los indios mansos y pactando con los indios bravos, como lo hacía su abuelo, engendró sin duda mas de un hijo en el vientre de las indígenas: vagaba como un matrero, como una sombra emponchada por los andurriales y las tolderías de aquellas tierras ricas en vacas y potros

pero pobres en

hombres.

palmarios,

No

obstante,

la

historia

pide

datos

no

corazonadas ni elusivos Caciquillos. Y es a la historia que Marcia se atiene: con ella hace cosecha y al cabo la deschala, para que la mazorca enseñe la granazón de los trabajos y los días. El gusto del puchero está guardado en la panza de la olla y no en la espiral del vapor de agua.

húmeda


De tal modo los datos provenientes de los pagos del sur hablan de las siguientes compañeras y sus respectivos hijos: la esposa legítima se llamaba Rosalía Villagrán; la pobre enloqueció pero antes echó al mundo a José María, Francisca y Petrona; sus otras mujeres, con nombres conocidos y existencia cierta, a las que me resisto llamar concubinas, porque el amor, o la pasión, o el camote, no reconocen legislaciones matrimoniales ni ceremonias religiosas, fueron las siguientes: Matilda Borda (madre de Roberto); Isabel Velázquez (madre de

Juan Manuel, Clemencia, Agustina y María Vicenta);

Melchora Cuenca ( madre de María y Santiago). Aquí la voz calla y el rescoldo duerme. Conciencia significa elección, dijo Bergson. Y Marcia eligió. De vientres desconocidos nacieron Pedro Mónico y Maria Escolástica. Esta era hija de una india misionera, cuya vida quiero contar algún día, ya que sonaba

como el canto de una roldana de aljibe en los

recuerdos de mi familia paterna. Yo soy su descendiente. Recuerdo que a veces, cuando era un muchacho de a caballo, miraba mi mano izquierda en la rienda

y sentía en sus venas correr la sangre

de

aquella hembra de pelo en pecho, chasque de Oribe, que peleó en la defensa de Paysandú y cargaba un trabuco naranjero para defender su vida. Y recuerdo, también, que de vuelta a la querencia, al contemplar mi figura en los espejos de la casona sanducera, me decía: vos sos

chozno de Artigas, tratá de merecerlo aunque seas

siempre vintén sin llegar a real, cumplí como buen sanducero con lo que pide el coraje de nuestra tradición, y eso aunque vengan degollando, porque el mandato de tu gente te compromete a cantar sin guitarra, al son de

las nazarenas, y el abuelo del Hervidero


ordena

apretarte el sombrero, armar la golilla, decirle

no a los

cogotudos, sentirte hermano de los desamparados, pelear arma en mano si cuadra para

defender las libertades cuando se las quiera

llevar por delante. Y a no dar la espalda nunca, m´hijo, a no recular ni un tranco de pollo. Hoy, gallo desplumado pero entero, sigo escuchando las órdenes del paisano ilustrado, del tata viejo antiguo, de mi general Artigas, cuya figura entra y sale, como el viento de las sierras, en esta novela que crece desde el pie. De tal modo, apostando a la autenticidad de los hechos y los dichos, trepa como la savia

joven para

florecer

en

pimpollos que los rigores de la vida convertirán en rosas tristes y mariposas negras. Hace mucho tiempo ya de aquellas ensoñaciones y soliloquios ecuestres, pero no puedo negar lo que antes se llamaba sangre y que hoy empuja a los genes desde el pasado al porvenir, pasando por el puente de un cuerpo que será ceniza de la fogata humana, esa que se apaga cuando llegan las barras del día, anunciando la verdadera aurora. Y basta ya de mi persona, que el yo es una cosa odiosa. Todavía resta una hospitalaria mujer en el inventario de corazones que no figura

en esta novela: Marcia se atuvo al arcaico simbolismo

que machihembra los sexos en la estrella de seis puntas. Se trata de la paraguaya Clara Gómez, en cuyo surco Artigas puso la semilla de quien luego sería

Juan Simeón. Y quizá hubo algún otro consuelo

femenino en el exilio. Al oriental Artigas le sobraban cuero y enjundia para atender los amores cimarrones. Cruzaba nadando de ida y vuelta el río Uruguay para

jugar al chamamé

de las caricias, por unas


pocas y sudorosas horas nocturnas, con

la india misionera que

todavía, a pedacitos, llevo dentro de mí. Las convocadas sombras femeninas no llegan solas al cono de luz de la novela. Al

desovillar sus intimidades, que recrea con mano

piadosa y sin estridencias lexicográficas, Marcia teje, utilizando una hebra fina, el tapiz existencial de los hombres, mujeres y niños, propios y extraños, que desfilaron en derredor de aquellas Evas ya sin inocencia, aunque muchas veces inocentes ante las acechanzas de la vida. Una por una, ellas otorgaron sentido a las eróticas

y marco sentimental a los lances

apetencias

de José Artigas, hoy

vestido en el bronce y desnudo ayer en las noches que por cierto no estarían “llenas de perfumes, de susurros y de música de alas”, como dice el poema de José Asunción Silva. Las mujeres de la familia que matean y trajinan, que

sufren y paren,

que esperan y miran los horizontes en llamas, son Ignacia Xaviera Carrasco, abuela paterna, María Rodríguez Camejo, abuela materna, y Franciasca Pasqual Arnal, madre de Artigas. Astros centrales, en su derredor giran Juan Antonio Artigas, el zaragozano que se entendía con los indios minuanes, y Martin Artigas que, como su padre, servía a la Corona muralla afuera y volvía con olor a zorrino, barbudo, untado con grasa de yegua para espantar el frío, hundidas las pupilas en los pozos de las ojeras. Semanas interminables y aún meses de plomo

pasaban aquellos

representantes de la ley y el orden

coloniales, que eran los de la represión abusiva, lejos del Presidio montevideano y su mortecino caserío. Este fue instaurado por el manco Zabala, quien ordenó levantar miserables chozas luego

de

espantar a los portugueses que ya andaban fundando poblaciones en


la mejor bahía rioplatense, allá por el año 1724. El padre y el abuelo de Artigas gastaron cojinillos y molieron sus huesos persiguiendo a los “pasianderos”, a los “vagos y mal entretenidos”, a los “malévolos” y “mozos sueltos de la campaña” ,todos bien montados y con tropillas de un pelo, quienes, junto con los muchos minuanes y escasos charruas, mezclaban fajinas, sudores y travesías campo adentro, configurando una etnia prontamente enriquecida por los genes de los negros cimarrones, cuyas andanzas y malandanzas transcurrían en territorios de infieles insumisos y guaraníes cristianizados. Artigas, que

figura en estas páginas

como un esquivo telón de

fondo, viene a ser algo así como el cristal de cuarzo engarzado en el oro viejo de estas mujeres sufridas: unas, integrantes de la familia de hijosdalgos fundadores y pobladores; otras venidas de los yuyos, de esas

largas soledades que amadrinan

los braguetazos, los

metejones y los amores que dan nombre a esta excepcional novela. Algo que deseo subrayar es el

estilo de contar seguido y sin

puntuación convencional, al modo de una prosa distendida, de un aire de marcha caballar que los jinetes llamamos sobrepaso. Este modo de tropear las palabras, echándolas por delante, juntas pero no revueltas,

goteando

sin

interrupciones,

es

el

propio

de

la

conversación cotidiana, hija de la corriente del pensamiento. En el espejo de las mujeres se reflejan las figuras de los hombres: con alusiones

breves

se

mentan

sus

andanzas

y,

sin

recurrir

a

descripciones morosas, fluye a flor de piel la condición femenina, la tenacidad del ovario - tan o mas empeñosa que la del testículo- , la ferocidad de la matriz que defiende las mataduras jaulas

del alma, y todo envuelto en la tristeza del

del cuerpo y las destierro de si


mismas,

ya

que

el

machismo

y

la

misoginia

imperantes

las

condenaban a ser ecos y no voces. Pero todas gritaron a pecho abierto, todas reclamaron un lugar bajo el sol, todas afirmaron y confirmaron el papel de la hembra, la pericia analfabeta del amor, las demandas empecinadas de la lealtad, la condición heroica de unas criaturas sacudidas por el vendabal del infortunio. Dicho lo anterior, regreso ahora

a vos Marcia, que no te tengo

olvidada sino escondida en la casilla de un paréntesis. Y allí, mientras yo te celebro, vos seguís

sacando de no se que galera

tiempo para cumplir con tus oficios de abogada, de profesora de Historia y Filosofía del Derecho, de madre madura, de esposa y compañera de un hombre tierno y cabal, de amiga que brilla como una aguja de oro en la parva de la condición humana. Y así, haciendo esquives, escapando al tironeo, brotó – luego de golpear la piedra con tenacidad y sacrificio- un agua pura de manantial, una novela esplendorosa, una re-creación que no es madre del recreo sino hija del estudio, un libro que será de cabecera porque en él caben la gracia que atrapa, la narración que cautiva, la trama que envuelve, la historia que retorna, la maestría de un lenguaje que resplandece. Ese raro

resplandor nos gratifica

en pleno día, a la luz del sol de tu

inteligencia, de tu arte de encontrar, es decir, de trovar con una de las voces literarias más claras y convincentes que hayan deleitado mi perra vida. Gracias Marcia, la del nombre guerrero y la paciente sonrisa, por este regalo de alabanza y plenitud que nos hacés, aquí y ahora, justo en un edificio que huele todavía a Patria Vieja, a bosta de cojudo, a bastón de cabildante, a heroísmos manifiestos y


traiciones alevosas. Gracias por una novela primeriza y total que ha tenido la virtud de nacer armada y ferrada, como Palas Atenea, de la cabeza de un dios criollo, cuya pisadas aun se escuchan en los gramillales de tierra adentro y en los adoquines de la ciudad recien nacida. Esos son los tanta y hermosa

escenarios que

tu libro resucita

y que con

gratuidad llegan hasta nosotros, y nos penetran, y

se quedan rebotando corazón adentro. Gracias por devolvernos aquellas hembras de hierro y mimbre, aquellos hombres con olor a relámpago, aquellas humanidades

que, si no brillaron ayer

como

luceros, hoy encienden las luciérnagas de la memoria y nos señalan nuevos caminos con las antiguas huellas. Tales trillos, polvorientos en verano y encharcados en invierno, se estiran sobre las marcas y los destinos

de cascos de caballos, de pies descalzos, de pañales al

viento, de dolores reprimidos, de sueños mochos, de vidas trajinadas, de mujeres transparentes de olvido, de eternas mujeres

que son y

seguirán siendo, como vos, como las que aquí nos rodean, como las que vendrán cuando nos hayamos ido, la sal de la Tierra.


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