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Los tres consejos

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Los amigos

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Los tres consejos

Había en cierta ocasión un matrimonio tan sumamente pobre, que ni comer podía. Un día dijo el marido á la mujer: −«Esposa mía, tengo absoluta necesidad de ir á Constantinopla á buscar trabajo para ganar mi sustento y enviarte algo de tanto en tanto, á fin de que puedas vivir». Aunque á disgusto, dióle su consentimiento la infeliz mujer, y el marido marchó á la Capital. Como no sabía ningún oficio, entró de simple criado en casa de un noble, extraordinariamente avaro, y así nunca podía enviar á su pobre mujer ningún recurso, porque el amo no le pagaba. Esperó un año, dos años, tres años, cuatro años, diez años, veinte años, pero en balde, hasta que, apurada su paciencia, le dijo un día: −«Señor, dame la cuenta, que quiero volverme á casa á ver á mi mujer».

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El amo le arregló la cuenta como le pareció, y por los veinte años de servicio le dio trescientas piastras. Al ver Frintirico — tal era su nombre— que tan malamente pagaba sus servicios, se echó á llorar, pero sin quejarse lo más mínimo. Cuando se disponía á marcharse le llama el amo: −«Frintirico, Frintirico, ven acá». −«¿Qué mandas, Señor?» −«Dame cien piastras y te daré un consejo». −«Pero, Señor, no» −«Vaya, calla y dámelas».

¿Qué había de hacer? Las entrega al amo, quien le da este consejo: −«No preguntes lo que no te importa».

Se dispone otra vez á marchar, y de nuevo grita su amo: ven acá, ven acá: dame otras cien piastras y te daré otro consejo».

Se las entrega también y el amo le da este segundo consejo: −«No cambies nunca el camino que lleves».

Por tercera vez se marcha enojado y de nuevo le dice: −«Dame las otras cien piastras y te daré otro consejo».

Desesperado se las entrega y el amo le da este tercer consejo: La cólera de la tarde guárdala para la mañana». Marchóse por fin el hombre lloroso y afligido, porque al cabo de tantos años de ausencia nada podía llevar á su infeliz mujer. Después de andar bastante divisó un árabe encaramado sobre un árbol seco, al cual iba adornando de florines en sustitución de las hojas. Llamóle el hecho la atención, pero recordando el primer consejo de su amo siguió su camino sin decir una palabra. Pocos pasos había andado cuanto le gritó el árabe: −«Ven acá, ven acá». Se aproximó y le dijo: −«¿Qué quieres?» −«Hace doscientos años, contestó el árabe, que estoy aquí con el propósito de dar todos estos florines al primero que pasara sin preguntarme que hago, y de cortar la cabeza á cuantos me hicieran esa pregunta. He construido una torre con las cabezas que llevo cortadas y deseaba la tuya para terminarla, pues solo una me falta; por sin duda estaba escrito que la torre no se acabaría, y así toma estos florines, que tu prudencia has ganado, y vete».

Recoge el hombre los florines, los carga sobre cuarenta camellos que le regaló el árabe y se marcha.

Encuentra más adelante diez hombres que conducían, como él, otros cuarenta camellos cargados de florines.

−«Buenos días, muchachos», les dice. −«Buenos los tenga el bravo», le contestan. −«¿Dónde vais?» −«Los diez vamos al rey». −«Pues entonces iremos juntos».

Andando, andando, se encuentran en una encrucijada, y divisan una taberna que distaba poco del camino que llevaban. −«Vamos á echar un trago», exclaman los diez. Pero el hombre viendo que el primer consejo de su amo le había dado, y recordando el segundo: −«No cambies el camino que lleves», se excusó de ir con ellos. −«Guárdanos, pues, nuestros camellos, que vamos nosotros», le dijeron. Al poco rato sabe que han muerto á manos de ladrones, que ocultos los aguardaban. Toma entonces todos los camellos y sigue su camino.

Llegado que fue al pueblo se dirige á su casa, le abre su mujer, sin conocerlo, y él le dice: −«Buena mujer, soy extranjero y te pido por favor me concedas albergue por esta noche». −«Mi marido está ausente, le contesta, y no puedo admitirte en casa; pero si quieres, vete afuera y recógete en la cuadra».

Aceptó, y mientras cenaba la provisión que había traído, νe un joven que entra en la casa y después de un rato baja á la cuadra, deja las alforjas y vuelve á subir. Lleno de celos nuestro hombre exclama: −«Mi mujer es una infame. A mí no me permite entrar en la casa y á este otro le deja pasar toda la noche».

Toma furioso la escopeta decidido á matar á los dos, pero en aquel momento recuerda el tercer consejo de su amo: −«La cólera de la tarde déjala para la mañana». Aplaza su venganza y procura conciliar el sueño.

Levántase al día siguiente de madrugada, y al salir de la cuadra ve bajar al joven, el cual tendría unos veinte años de edad, y oye que dice: −«Madre, luego te enviaré habichuelas para que las guises y las comeremos al mediodía».

Comprendió entonces que al separarse veinte años antes de su mujer la había dejado en cinta y que aquel joven era hijo suyo. Arrepentido en su interior del crimen que pensaba cometer por falta de prudencia, se dio á conocer á su mujer y á su hijo, y los tres vivieron felices y opulentos merced á los consejos de su amo.

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