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Los amigos

Los amigos

Vivían en cierta ocasión dos jóvenes que se querían tan entrañablemente, que no se separaban sino el tiempo preciso para retirarse á descansar. Sucedió que uno de ellos se casó, y desde aquel momento se volvió celoso, y se separó del amigo, á quien, cuando por casualidad veía, decía al pasar por su lado tan solamente buenos días, pues temía que si entablaban conversación tendría que llevarlo á su casa y allí vería á su mujer. Y no paró en esto, sino que construyó una casa de tres pisos: colocó en el piso bajo á madre, en el segundo á su suegra y á su mujer en el alto, encargando á la madre muy especialmente que no abriese la puerta á algun imprudente que pudiera presentarse. ¿Qué hace entonces su amigo? Disfrázase de rico extranjero y, aprovechando la ocasión en que el marido había salido á su trabajo, se presenta y llama en la casa. Abre la madre, y después de saludarse mutuamente, le pregunta: −«¿Qué te ocurre, joven?» −«Yo, responde, soy un extranjero acaudalado: he visto esta casa y como me ha gustado mucho, me atrevo á pedirte me hagas el obsequio de permitir que la examine por dentro». −«Dios me libre, joven! Me ha prohibido mi hijo que deje entrar á ningún hombre».

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Te doy cien piastras, buena mujer, si me consientes la entrada». Cuando oyó la infeliz cien piastras las tomó al momento y le dijo:

−«Entra, pero procura salir luego, no sea que venga mi hijo».

Entró el joven, y después de ver el piso bajo, subió al segundo, donde le detuvo la suegra preguntándole: −«¿A qué vienes aquí?»

Contestóle en iguales términos que á la madre, pero como se resistiera á franquearle la entrada, le alargó otras cien piastras, que la suegra aceptó. Así pudo subir hasta el piso alto.

Al verlo la joven esposa tuvo miedo, pero luego la tranquilizó el fingido extranjero diciéndole que no llevaba otro objeto que tomar el diseño de la casa. Satisfecha su curiosidad, se despidió y bajó al segundo piso, donde se sentó muy tranquilamente.

Vete en seguida, -le dijo la suegra, -no sea que llegue mi yerno». No me voy –respondió– si no me devuelves las cien piastras».

Temerosa la suegra de que llegara su yerno, se las devolvió sucediendo lo propio con la madre, que estaba en el piso bajo, y entonces se dirigió á un punto por donde había de regresar su amigo.

Al poco rato pasó éste por delante de él diciéndole simplemente: buenos días. Entonces le apostrofó en estos términos: −«¿Porque dices solamente buenos días? ¿Ignoras acaso que el rey ha mandado que para saludar se diga: buenos días, ya lo he sabido?» Al momento corrigió el amigo su primer saludo diciéndole: −«Buenos días, ya lo he sabido».

Llega á casa y, consiguiente con la orden que él creía emanada del rey, saluda á su madre diciéndole: −«Buenos días, ya lo he sabido». La madre, aturdida, no pudo articular

una palabra. Sube el hombre al segundo piso, y al encontrar la suegra le dice: −«Buenos días, ya lo he sabido». −«Puesto que lo sabes, le contesta la suegra, tu madre tiene la culpa, porque si no le hubiese abierto la puerta, no hubiera entrado en la casa».

Baja colérico hacia su madre y le pregunta: −«¿A quién has permitido entrar en casa?» −«Hijo mío, le contesta, era un extranjero que quería tomar el diseño de tu casa».

Corre el piso alto y pregunta á su mujer quién era el joven que había entrado durante su ausencia. −«Voy á decírtelo -le contesta la esposa. A pesar del disfraz he conocido que era tu amigo, el cual, enojado sin duda porque ni siquiera le hablas, ha querido ponerte en ridículo».

La contestación produjo en él un cambio completo, porque comprendió que es en vano encerrar á la mujer si no se fía en su virtud. Concedióle libertad para salir de casa, y siempre que encontraba al amigo se mostraba amable y afectuoso con él.

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