Bicaa´lu Junio 2011

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4 Arreola Gabriel Bernal Granados 8 Calle viva Pita Escalona 12 ¿Cómo entender el arte actual? Zaira Torroella Posadas 16 El horror a la ciencia María Elena Sarmiento 20 Fetiches César Alberto Hernández Aguilar 24 ¡Hey familia!, ¡danzón dedicado a…! Nancy Gutiérrez Olivares 28 Por nuestro bien Kin Navarro Reza 30 Un mundo kitsch Ana Laura Pazos González 34 Pechuga entera, por favor (una divagación sobre las tetas) Francisco Enríquez Muñoz 42 Sin conquista no hay taco, ni tequila sin Virreinato Juan Miguel Zunzunegui 46 ¿Moda = Frivolidad? Anahís González Esquer 49 Opinantes: Twitteratura Desirée Clary 50 La cocina filosófica de Patty: Receta con pitaya Patricia Garza Peraza 54 Argüendero: Mercado 56 Café Sonoro: Verismo: Representación del alma popular Armando Arrocha 58 Trisquel: Lucha libre mexicana


CONSEJO EDITORIAL BICAA´LU Dirección General: Mtra. Ana Laura Pazos González pazosorama@gmail.com Subdirección: Lic. Jorge Humberto Pazos Chávez aseconvox@asecon2006.com.mx Redacción: Mtra. Ana Laura Pazos González Lic. Pedro D. Hernández Zaldívar Coordinación Editorial: EQ fólder Bolívar 650 Centro Histórico S.L.P. (444) 814 9593 eqfolder@prodigy.net.mx www.eqfolder.com

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Diseño y Armado: EQ fólder Impresión: Concepto Impreso Tiraje: 4, 000 más ejemplares de reposición Publicaciones anteriores: Solicítelas al correo electrónico: aseconvox@asecon2006.com.mx En línea: http://bicaalu.blogspot.com Para anunciarse: revista.bicaalu@gmail.com Registro SEPOMEX CA-09-00-43 Instituto General de Derechos de Autor / Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas 04-2002-062912581700-106 JUNIO 2011 año IX, Nº 13

Insurgentes Sur, 3155 2° piso, Col. Jardines del Pedregal, Cuicuilco. C.P. 04510 México, D. F. Tel: + 52 (55) 51 71 48 03 www.grupoasecon.com.mx info@asecon2006.com.mx

Arte: Pág. 7: Milton Iván Peralta; pág. 11: “Street violin” de alebyron; “Street artist” de sandropa; pág. 12: “Arteactual” de noveau; pág. 17: “TransgenicStickleback Bone”; pág. 28: “Dead” de ketoo; pág. 60: “Jugete” de Tequila Muttpop.


Cultura popular como recurso para regresar constantemente a nosotros, cultura popular como alta cultura inmediata despojada de clasicismos; el conocimiento tal vez perfecto de la cultura, la cultura popular. Escritura automática, cultura popular, pero “ni tan ‘condechi’ ni tan Tepito”. Cultura popular manto de parlar “tatacha”, ser en su constante devenir en las calles pero en los salones también, en las tabernas pero asimismo en las salas de concierto; cultura popular para reconocer sin negar, experimentar y vivir, llevarla para hacerla todos los días: tejerla, escribirla, zurcirla, lavarla. Cultura popular en las venas, en la indumentaria, en los cabellos; cultura popular la poesía de las bravatas, los artistas de los vagones del Metro, el faquir y el bolero, el “maistro” de la construcción y su cohorte 3 de artistas plásticos, la belleza de los ancianos, el porte y su arte de Dos de Bastos, las tejedoras preñadas, el que traza arte en tu parabrisas por unos baros, quienes danzan-barren fosforescentes de madrugada tus calles. Cultura popular, el rock que llevas en las orejas, cultura popular, las arquitecturas de la vista, las escenografías de los tianguis, los músicos ejecutando guarachas en las cervecerías. Cultura popular, los jovencísimos poetas niños-de-la-calle, el surf en el asfalto de los “skatos”, la poesía silenciosa de los ni-nis; cultura popular, el drama lumpen de los rateros; cultura popular, los besos de azúcar que se prodigan los novios en los parques, tus lágrimas y tus carcajadas en las salas de cine. Cultura popular, cultura popular, cultura popular… Bienvenidos, ya abriste Bicaa’lu.


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¿Por qué Juan José Arreola tendría que ser un escritor “de culto” si hasta salió en la tele comentando partidos de futbol? Y es cierto: Arreola, uno de nuestros grandes escritores, salió en la tele a finales de los noventa, cuando narró, malamente, partidos de futbol y participó, para su mala fortuna, como animador en programas nocturnos de “variedades”. Fue un error, que sin duda pagó con remordimiento y amargura, sobre todo si estos descalabros se miran contra el telón de fondo de una obra tan rara como magnífica. Una obra –un estilo– difícil y escaso; aunque también, en cierto sentido suficiente.


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Arreola llamó la atención de quienes lo leyeron y conocieron en las décadas de 1930 y 1940 por el carácter educado, erudito, sofisticado y vehemente que traslucían sus primeros libros de cuentos. La historia de cómo llegó a este punto de cohesión y excentricidad puede resumirse en unos cuantos trazos. Arreola nació en un pueblo de Jalisco llamado Zapotlán el Grande. La Cristiada terminó con su educación primaria. Sus padres lo sacaron de la escuela y lo metieron a trabajar en una imprenta. Ahí, no sólo aprendió el oficio de impresor y encuadernador, sino que empezó a leer de todo. Esto último significa una

familiaridad constante y deslumbrada con la obra de Baudelaire, Rubén Darío, Whitman, González Martínez, Rilke, Lautréamont, Melville y otros muchos, que fueron, junto con Kafka y Marcel Schwob, los fundadores de su estilo. (En el recuento no se puede dejar de lado la Biblia.) Arreola amasó una de las culturas más sólidas e impresionantes de su época, que magnificó gracias a su talento actoral. En Zapotlán “recibió” la visita de Louis Jouvet, a quien impresionó con su francés aprendido en el cine, y de Pablo Neruda, en cuya presencia recitó en forma magistral “La suave patria”.


A diferencia de Octavio Paz, que se sirvió de la televisión para consolidar su reino, Arreola entendió la tele como modus vivendi y escenario. La vida, entendida como teatro, pero también como libro, está hecha de coincidencias felices e infelices. Su don de la oportunidad le abrió puertas, pero algunas de ellas eran puertas condenadas. Su vocación por el teatro y la actuación, que le ganó varias batallas, a la postre terminó por hundirlo y eclipsar lo más valioso de su personalidad libresca: sus propios libros. Sabemos cuáles son sus títulos y no es necesario repetirlos. Sabemos la historia de cómo se produjo el último de ellos, Bestiario, que Arreola escribió al dictado so pena de un embargo. Pudo haber dejado la literatura para jugar ajedrez, pero había algo en él de conmoción perpetua y fervor católico que le impidía ser un cínico. Después de dictar el Bestiario y clausurar el ciclo de su obra, se dedicó al comercio televisivo. A diferencia de Octavio Paz, que se sirvió de la televisión para consolidar su reino, Arreola entendió la tele como modus vivendi y escenario. El daño que trajeron consigo estas dos incursiones en el medio de

la farándula fue terrible y tuvo secuelas que aún se dejan sentir en nuestro imaginario literario. Paz, con su lucidez y mano izquierda para utilizar los medios, y Arreola porque no vislumbró un remedio menos atroz a su penuria económica, provocaron que los escritores e intelectuales de ahora se sintieran con la necesidad de aparecer en la tele para participar de un espectáculo que garantizara la difusión de una expectativa y franqueara el acceso a cierta ilusión de eternidad o Parnaso. Para hacer lo que hizo Paz, no obstante, se necesita una obra, una vida, una autoridad y una ambición que no se compran en la tienda departamental de la esquina; y para hacer lo que hizo Arreola se requiere de un ingenio –y una ingenuidad– que abona por momentos los terrenos de lo ridículo y por momentos lo de lo sublime. Pese a todo, Arreola sigue siendo un escritor de culto. Cuando esto último significa no tanto secreto u olvidado, sino ser leído con el fervor de unos cuantos. Gabriel Bernal Granados

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Adoquinada y peatonal, la calle de Gante (en honor al religioso franciscano Fray Pedro de Gante) se sitúa, sin duda alguna, a la altura de cualquier calle céntrica de una metrópoli cosmopolita.

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Flanqueada por cafés y restaurantes con mesas en la banqueta ocupadas por comensales ansiosos de diversión, da la bienvenida a los transeúntes con la efigie de un cartero: maniquí viviente color marrón, con todo y bicicleta, que simula su propia figura en bronce. La gente forma un semicírculo frente a él en espera de que algún curioso deposite una moneda a sus pies. Con movimientos lentos, mete la mano en su mochila y saca una carta. Emula leer el destinatario. Lo busca entre los presentes, lo señala con el dedo y hace como que silba antes de hacer la entrega. Espera ver la sorpresa del elegido al recibir el inesperado sobre para después volver a quedar inmóvil sobre el pedestal.


“Le aplaudo y lanzo una moneda al terciopelo rojo de la caja del violín. Le pido que toque un tango y me complace.” A unos cuantos pasos, dos chicos con rastas hasta la cintura interpretan magistralmente, con su sax y su guitarra, un jazz moderno que atrae a los paseantes y hace que arrojen, sin pensar, una moneda en la caja del sax. No se detienen a verlos, siguen su marcha escuchando la música que inunda el ambiente. Aunque se ve que le saben, esa música me parece sin ritmo, sin pies ni cabeza.

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Me llama la atención un joven que toca el violín pero que casi nadie escucha porque el jazz de un lado y los gritos del otro opacan el llorón sonido. Me le acerco. Le echa ganas, le imprime sentimiento: “La Primavera” de Vivaldi, reconozco la pieza. Le aplaudo y lanzo una moneda al terciopelo rojo de la caja del violín. Le pido que toque un tango y me complace. Camino hacia los gritos. Me abro paso entre el círculo compacto. Unos acróbatas hacen piruetas con una cuerda, vueltas y maromas de alto riesgo sobre el adoquín. ¡Impresionante!, grito y aplaudo junto a los demás mirones.


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De pronto, de una iglesia metodista a media calle, salen los novios y tras ellos los invitados que les avientan, en vez de arroz, pétalos de rosas. Abrazos, muestras de amor y deseos de felicidad. La novia lleva un vestido amarillo lleno de encajes. El novio, de esmoquin, la toma de la mano. Posan para la foto. Se despiden y huyen corriendo perseguidos por los demás. Al final del adoquín un amplio círculo abarca casi toda la calle. Se escucha una cumbia por la bocina recargada en un poste. De entre la gente aparece un bailarín atípico: zapatos puntiagudos blancos con lila, traje morado y sombrero del que sobresale una pluma azul. No tiene rostro. Lleva la cabeza

cubierta con una malla negra. Baila de todo. La gente le aplaude y cuando le depositan monedas en una caja, él se alegra, besa la mano de las damas y saluda a los caballeros. Baila con cadencia de cubano. Una mezcla de Tintán, Resortes y Michael Jackson. Un tipo con gracia. Cruzando la calle el sonido de los tambores atrae a los más jóvenes. Latidos que armonizan con los djembés. Los chicos brincan sin parar al ritmo de la música, con brazos abiertos y ojos cerrados. Sonidos del cielo y del alma, de libertad y de paz para despedir el día. El sol se oculta. Con un aplauso culmina la tarde y con unos pasos la calle, que dormirá para despertar el siguiente fin de semana. Pita Escalona pitaescalona@gmail.com


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Cuando vamos a un museo, cuesta trabajo comprender las exposiciones si no son de pintura, escultura o fotografía. No queda claro por qué un globo, pasto dentro de una caja o, peor aún, una caja vacía es arte. Observamos el objeto, leemos la cédula, le damos vueltas a la pieza, y seguimos sin encontrarle sentido a lo que el artista quiere expresar. En ese instante de incomprensión, resulta inevitable preguntarnos: ¿por qué estos objetos son considerados arte?, de serlo, ¿qué clase de arte son? Finalmente, ¿qué es el arte? Si empezamos por la pregunta ¿qué es el arte?, nos sentiremos todavía más confundidos, ya que hay tantas definiciones como artistas, filósofos, psicólogos y estudiosos del arte. Para Freud, “es la satisfacción indirecta de un deseo reprimido”; para Shiller, “aquello que establece su propia regla”; para John Ruskin, “el arte es la expresión de la sociedad”; Duchamp decía que “el arte es la idea”, y Joseph Beuys lo definió como “la forma en que el hombre se relaciona con el mundo, es acción, es vida”... Lo que sigue es consultar la definición de la Real Academia Española: “El arte es la manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”. Esta definición parece muy completa. Nos queda claro que el arte es una expresión exclusiva de los seres humanos,

pero sigue flotando la duda de qué pasa si dicha expresión no se hace mediante recursos plásticos, lingüísticos o sonoros, es decir, si el artista no interviene físicamente en la realización plástica del objeto que vemos tan bien montado en un pedestal en una exposición museística. En tales casos, podemos recurrir a la definición de Marcel Duchamp: “El arte es la idea”. Este artista francés transformó profundamente el concepto de arte, fue un notable integrante del movimiento Dadá y un apasionado del ajedrez. Conocemos algo de su obra plástica, como Desnudo bajando una escalera, y su obra maestra El gran vidrio, realizada en pintura y alambre sobre cristal. Pero Duchamp pasó a la historia y es considerado el artista más influyente del arte contemporáneo debido a provocadoras invenciones que extendieron el campo del arte más allá de la pintura y la escultura: sus “ready made”. La idea es exhibir objetos comunes y ordinarios, como un mingitorio, un porta botellas o una rueda de bicicleta como obras de arte. Para Duchamp, la condición artística de un objeto no depende de sus características formales, sino de su contexto.

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Estos movimientos dieron forma a lo que hoy conocemos como arte conceptual, movimiento artístico que se desarrolló entre 1965 y 1975 en Estados Unidos y Europa. El objetivo era concebir al producto artístico como una idea (un concepto), y no como un objeto. En el arte conceptual el significado es lo que importa. El aspecto visual y físico de la pieza son intrascendentes. No es necesaria una pintura o una escultura para comunicar la información deseada. Un aspecto esencial del arte conceptual es la desmaterialización de la obra. Si se concibe al arte como una idea o un concepto, el objeto artístico tiene la función de ser sólo un registro o referencia a esta idea, por lo que se puede prescindir de él, desmaterializarlo para evitar que se convierta en una simple mercancía. Al quitarle valor e importancia al objeto artístico, se ataca al mercado tradicional del arte (museos, coleccionistas y galerías). La obra se convierte en un instrumento de comunicación y no de decoración. Entonces, los objetos cotidianos que vemos en los museos sí son arte (arte conceptual).

Resueltas estas dudas, queda otra por resolver: ¿Es válido que hoy día los artistas sigan recurriendo al arte conceptual, movimiento que inició hace casi 100 años, para expresar sus ideas? Es válido recurrir al arte conceptual, como a cualquier otro tipo de manifestación plástica, pictórica, escultórica, fotográfica o fílmica. Como artista considero que todavía nos encontramos en el camino por entender cuál es la verdadera esencia del arte y su papel en la sociedad. Coincido con la propuesta del arte conceptual de usar la obra de arte como un foro para diseminar información, generar debate y repercutir en la transformación social, más allá de la labor artística como medio de producción de obras decorativas y agradables para el público. El reto es que cada artista se comprometa con su propia forma de hacer arte, que cumpla con el objetivo de acercar al espectador a su obra, y se esfuerce en expresar de la manera más clara y directa posible aquello que quiere cambiar, mejorar o denunciar. De modo que, estimado lector, si sale del museo con un gran signo de interrogación en el rostro, no debe sentirse mal y pensar que no entiende el arte actual. El que se debe sentir mal es el artista por no haber logrado un diálogo de encuentro entre él, su obra y usted. Zaira Torroella Posadas Artista plástico

www.zairatorroella.com.mx

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Cuando pensamos en un científico, nos lo imaginamos con lentes de fondo de botella, un peinado a la “me importa un pepino lo que pienses de mí”, bermudas arrugadas y una camiseta con algún letrero ininteligible. Sólo pensar en él y casi podemos olerlo, porque lo suponemos sucio y desaseado. Hasta le vemos el foquito que se enciende intermitentemente en la nube de sus pensamientos.

cinco en sus mismas condiciones, llamaban al sabihondo “brujo”, y lo quemaban vivo, especialmente si era mujer. Alguien con un poco de conocimiento siempre parece más peligroso.

¿De dónde proviene esa imagen? ¿Realmente son así los científicos? Todos somos uno en potencia o por lo menos tenemos a alguien cerca que lo sea y, sin embargo, nos quedamos con la imagen que la literatura y la televisión se han encargado de construir: la de alguien a quien se debe temer porque puede manejar lo que nosotros no.

Hay que temer al sabio, que el tonto no puede hacernos nada. Ésa es otra idea reforzada por la literatura. ¿Cuál fue el gran pecado del Doctor Frankenstein? A través de su ciencia quiso convertirse en Dios, pero en menor medida ¿no es eso lo que hacemos cada día al levantarnos? Pensamos: “Hágase la luz”, prendemos el interruptor y la luz se hace. Claro que ya hubo alguien que la hizo por nosotros, pero parece que (siempre que la compañía de luz esté de acuerdo), la podemos invocar a nuestro antojo.

En la Edad Media, cuando un hombre descubría que otro había logrado hacer algo para él incomprensible, traía a otros


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De los científicos que han traído beneficios rara vez nos acordamos, pero en algún lugar de nuestro inconsciente tenemos bien guardadas ciertas imágenes bombardeadas por la televisión. David Banner se convirtió a sí mismo en Hulk; Tony Stark en Iron Man, que aunque tenía buenas intenciones, era capaz de fabricar armas de destrucción masiva; Cerebro intenta dominar al mundo todas las noches, Jimmy Neutrón está siempre a punto de destruirlo. Tampoco podemos confiar en el doctor Von Doom, Norman Osborn o en el doctor Octopus. En producciones como Resident Evil y Fringe, la ciencia destruye al planeta, o se encuentra muy cerca de lograrlo. En cualquier película de zombis hay genetistas de los que habría que huir más rápido que de sus creaciones. Personajes que han echado raíz en el imaginario colectivo y magnificado el miedo a la ciencia.

Cuando escuchamos que los científicos son responsables de haber fabricado eso que nos vamos a comer, nos queremos poner a dieta. ¿Alimentos transgénicos? Ni Dios lo mande. Parece obra del Diablo, pero ni siquiera sabemos bien qué son. Un alimento transgénico es aquel que se obtiene de un organismo al cual le han incorporado genes de otro para producir las características deseadas. En menos palabras, es todo lo que tenga más de una especie en sí. Una mula es un animal transgénico. Eso no nos parece tan demoniaco. Colmillo blanco era un animal transgénico y se lo dimos a ver a nuestros hijos con la mayor ternura. ¿Por qué nos da miedo la palabrita “transgénico”? Porque se modificó la técnica para fabricarlos. Ahora parece “más científica”. Se usan microarreglos de ADN (ni siquiera estoy segura de haberlo escrito correctamente).


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Muy científico y, por tanto, espeluznante, cuando al fin y al cabo el resultado es exactamente igual al antiguo: algo transgénico. El plátano no era comestible antes de ser transgénico, pero de eso ya nadie se acuerda. Lo conocimos así y nos parece que nada hay más inocuo que el banano. No nos engañemos. La ciencia es sólo un instrumento y estoy segura de que el porcentaje de científicos que buscan mejorar al mundo es mucho mayor que el de aquellos que quieren conquistarlo. La ciencia ha convertido al espacio en el que vivimos en un lugar más placentero, y aunque también ha sido causante de desastres monumentales, finalmente no dejan de ser hombres y mujeres los que la aplican, y como tales, parte de nosotros mismos. Antes de horrorizarnos con una palabra como “transgénico”, averigüemos su significado. No vayamos a quemar al brujo que hizo posible el maíz que vamos a comer. María Elena Sarmiento, autora del libro

Cuentos del cuerpo.


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En la vida se desean muchas cosas, pero se aman de verdad unas cuant as. Es de los gustos raros, esos que la gente llama fetiches, de los que hablaremos en esta historia.


No sabía por qué, pero Hernán siempre tenía la necesidad o el deseo de ver las manos de las mujeres que le gustaban: si tenían manos delgadas y bellas, con manicure francés bien hecho, eran candidatas idóneas. Ése era el primer filtro. El segundo era ver los pies. Si los pies de las chicas eran bellos y, sobre todo, si estaban cubiertos con zapatillas y tacones, no había inconveniente, eran chicas ideales. Lo demás no importaba. Era así como decidía si involucrarse o no con una mujer, la condición para poder amar. Sin embargo había una fijación, un fetiche que no podía resistir, que lo enloquecía, lo embrujaba, un misterio que nunca había revelado. Sabía que cuando lo encontrara, se volvería loco, sería su perdición o su bendición. Eso no lo dudaba ni un segundo. El fetiche es un hechizo, es magia, ése es su significado y Hernán lo conocía bien. Un viernes de fin de mes, decidió ir a un bar de la colonia Condesa. Llegó como a las 8 de la noche, hora de cambio

de meseros. Se sentó frente a la barra. Jugueteaba con la copa y veía el elíxir, sangre de agave; el color ámbar del líquido le recordaba tantas cosas, los ojos de la chica de sus sueños, el horizonte de un atardecer lejano en una playa, lo sereno del tiempo y lo intranquilo del mundo, y estaba tan atónito que no se dio cuenta de que al cantinero que lo atendió lo había remplazado una joven morena, alta, delgada, de pelo negro y crespo, manos finas y pies bellos. Había algo en ella que no podía pasar desapercibido. Su pequeña blusa dejaba ver dos tatuajes impresionantes: en la baja espalda el dibujo estilizado de un murciélago rodeado de grecas y tribales, y en el vientre un Pegaso con las alas desplegadas, listo para volar. Hernán bebió de la copa y alzó la mirada para pedir otra ronda. Vio una vez más los tatuajes. No lo podía creer. Subió los ojos lentamente y vio las manos bellas y cuidadas. Bajó la mirada para ver los pies de la chica. La cara y lo demás no importaban. El fetiche que tanto había guardado en secreto era la preferencia por las mujeres que tenían

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tatuajes. La chica volteó, se acercó lentamente y le dijo: “¿Una más?”. Él sólo pudo mover la cabeza para indicar que sí. No sabía por qué los tatuajes en las mujeres le excitaban tanto. Era una sensación indescriptible, un deseo incontrolable. La noche pasó, se hizo amigo de la chica. Supo que se llamaba Noelia, que estudiaba administración turística y hotelera, que le gustaba Rammstein, Nightwish y otras bandas de rock. Le preguntó por sus tatuajes; no hubo explicación, le gustaron y ya. Esa noche Hernán se despidió sólo en cuerpo, sabía que su alma y pensamiento se habían quedado en el bar. No tardó en salir con ella. Cuando se proponía algo lo conseguía. Fue así que un día de tantos acabaron en el departamento de Hernán. De súbito la chica se quitó la blusa, los tatuajes saltaban a la vista. No hubo palabras. Hernán la besó, la recostó en su cama y con el dedo recorrió el contorno de los dibujos en la piel canela de Noelia. Algo excitante, apasionante. Besó su vientre y continuó hasta llegar al tatuaje de la baja espalda. Acabó tocando las entrañas del deseo, besó los senos de Noelia y luego la boca.

Parecía que todo el impulso lo provocaban los dibujos en su piel. Los movimientos corporales de la joven hacían que los tatuajes brincaran, volaran, cobraran vida. Era como poseer el bien y el mal, un equilibrio entre el ying y el yang, la luz y la sombra. Una vez concluido el trance, Hernán le hizo el cabello a un lado a Noelia y le susurró al oído: “No me canso de mirarte como obra de arte; mientras tu piel me sea fiel, yo seré fiel a tu piel”. Ella contestó: “Es de La Cuca esa canción, me gusta a mí también”. Pasaron los días, los meses, y Hernán seguía enamorado de Noelia, aunque sabía que algo no andaba bien. Parecía una chica bipolar. Un día estaba contenta, como el Pegaso en su vientre, parecía justa y libre, abierta y razonable; y al otro se convertía en algo distinto, un ser obscuro, cerrado y reservado, como el murciélago en su espalda baja. Hernán se quedó con ella porque el fetiche era más fuerte que su raciocinio. Recordó que en la vida se desean muchas cosas, pero se aman pocas. Sabía que no dejaría de amar a Noelia porque ella era el deseo y el amor, su ying y su yang, su felicidad y su maldición. César Alberto Hernández Aguilar


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¡Hey familia!,

¡danzón dedicado a…!

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Nadie, absolutamente nadie, bailaba de esa forma. La música comenzaba a sonar, sus ojos se fijaban en una bella dama y Antonio, como todo un caballero, con la mano izquierda en la espalda y la derecha extendida a manera de ofrecimiento —sin olvidar la reverencia—, la invitaba a bailar. Y así, al ritmo del Nereidas de ‘Dimas’, la pareja se dirigía a la inmensidad de la pista de baile del México. El danzón es un baile sencillo pero refinado en sus pasos. Una de sus principales características es que, de acuerdo al lugar donde se practique y a lo larga que sea la pieza, durante cada estribillo, después del primer tema, los bailadores descansan. Es entonces cuando la mujer se abanica y el hombre seca con un pañuelo el sudor de su frente. Los dos galantean. Aunque Antonio lo niegue, todos en la familia sabemos que en sus tiempos mozos era un conquistador. Un bailador anónimo me dijo que: “...para bailar, el hombre debe colocar el brazo izquierdo en escuadra lateral sosteniendo la mano derecha de su compañera, luego apoyar el meñique derecho extendido sobre la cuarta vértebra (de abajo para arriba)…”. Curioso relato, pero nadie, ni yo misma, hubiera podido describir mejor la forma de bailar del abuelo. Así, con esa exactitud melosa, era como él bailaba danzón. En los primeros años del siglo XIX, el danzón llegó a México por las regiones de Veracruz y la península de Yucatán; y con él, una enorme inmigración de cubanos que había salido de su país debido a las convulsiones políticas de la época. Tras haberse establecido en las costas del Golfo, el 20 de abril de 1920, en la capital —en el edificio de la antigua panadería de “Los Gallos”—, ubicado en la calle Pensador Mexicano, se inauguró lo que sería el templo del baile popular y el palacio de la música tropical por antonomasia: el tradicional y legendario Salón México. En él, dice mi abuelo, “podías entrar con 3.5 pesos, las muchachas entraban gratis y ya lo que consumieras adentro era aparte, pero eso sí, nada de ‘tomadera’, sólo vendían tortas y refrescos.”

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En ningún salón de baile se permitía la introducción o venta de bebidas alcohólicas. “Lugares para tomar sólo eran las pulquerías, las cantinas o los ‘cabaretuchos’ a los que iban los que tenían más dinero, porque esos sí eran caros. A mí como nunca me gustó tomar… yo creo que si me puse borracho tres veces en mi vida fueron muchas, nunca me gustó ni el alcohol, ni fumar Alas, Apolos, Bravos, ni nada de eso. Sí tenía amigos que me invitaban, pero nada más los acompañaba”.

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“De las drogas se oía muy poco, si no podías tomar, menos te ibas a estar drogando ahí, no como ahora que ya donde sea se ven esos vicios. Yo nomás me acuerdo de que allá en mi pueblo sembrábamos amapola en los jardines y en los terrenos de cultivo porque se veía bien bonita, pero luego nos dijeron que ya no se iba a poder hacer eso porque sabían que era droga. Y pues la otra que se oía un poco más era la esa marihuana, que también se sembraba por allá en un lugar que se llamaba Amola y se iba a vender a Tenancingo a los soldados que estaban encuartelados, pero esos eran los únicos que la compraban.” Cuenta que se tenía que ir temprano por la tarde porque el México lo abrían a las seis, y a más tardar a las once de la noche estaba cerrado. El baile realmente duraba cinco horas, no más. El Salón México se caracterizó por su clientela de “rompe y rasga”, que imprimió al sitio un ambiente muy recordado hasta ahora por quienes, como mi abuelo, tuvieron oportunidad de conocerlo, y en dónde el danzón se mantuvo en lugar preponderante. “De lo que sí me acuerdo es de cómo era el salón. Era chistoso porque estaba separado en tres salones a su vez: el ‘del sebo’, el ‘de la manteca’ y el ‘de la mantequilla’ (este último era el de ‘más caché’). En el ‘del sebo’, por ejemplo, dicen que había un letrero —que la verdad yo nunca vi— que decía: ‘Prohibido tirar colillas de cigarro en el piso para evitar que las damas se quemen los pies’. Yo creo que era pura ‘vacila’, porque


según decían que como ‘el del sebo’ era el de los más pobres, las muchachas no tenían dinero para comprarse zapatos…, por lo menos yo con todas las que bailé, sí tenían zapatos”, me dice orgulloso. “Se la pasaba uno re bien, baile y baile. Yo bailaba todas, no nada más las que me gustaban, pero la verdad mejor me esperaba a que tocaran las de ‘Dimas’, Acerina y su danzonera y las de Carlos Campos, que eran los danzones más bonitos. No importaba a qué hora los tocaran, yo siempre me esperaba, como iba solito, pues no iba a las carreras.” A principios de la década de los sesenta, el Salón México cerró por falta de fondos ante una disposición gubernamental que restringía el horario para los centros de baile. Así comenzó el declive de los salones, que fueron sustituidos por los llamados ‘sonideros’ y ‘tíbiris’, que organizaban bailes en canchas deportivas, bodegas y en la misma calle. Los nuevos ritmos y la forma de divertirse de los jóvenes había cambiado, también los lugares de encuentro. En las paredes del Salón México quedaron atrapados los ritmos de un inolvidable, y hasta la fecha vigente, Nereidas de Amador Pérez Torres ‘Dimas’, del famoso Pulque para dos de Gus Moreno, El Mocambo de Emilio Renté, La Negra de Gonzalo N. Bravo, sin olvidar Playa Suave de Ernesto Domínguez, y el Acayucan de Macario Luna.

Mi abuelo se enamoró del Salón México, entre otras cosas, por una importante razón: no había muchas distracciones para elegir, y si las había, eran bastante caras, para los ‘ricachones’, como él dice. “Desde que nació tu tía, yo nunca volví a poner pie en un salón de baile. Me dediqué a trabajar porque tu abuela se quedó en la casa. Y si hubiera sabido que el último día que fui al México iba a ser el último día que iba a pisar su pista, me hubieran tenido que sacar, porque no creo que me hubiera querido ir…”. Con la voz quebrada, finaliza su plática conmigo. Mi abuelo es diabético. Hace cinco años sus piernas fueron amputadas debido a una complicación relacionada con su enfermedad. Se hundió en una depresión muy fuerte que todos sus hijos y nietos le ayudamos a sobrellevar. Hoy, a pesar de no contar con sus extremidades inferiores, mi abuelo es paradójicamente ‘un hombre en pie’; es el hombre más fuerte —física y espiritualmente— que he conocido, el más audaz, el más lúcido, el más feliz… es un roble. A él le amputaron las piernas, pero no las ganas de seguir bailando danzón, tampoco sus recuerdos. Podrían quitarle o amputarle cualquier parte del cuerpo, pero jamás podrán arrancarle ese corazón de abuelo. Y al grito de “¡Hey familia!, ¡danzón dedicado a…!”, los danzantes van saliendo uno a uno, el Salón México cierra sus puertas y las luces se apagan… mañana será otro danzón. Nancy Gutiérrez Olivares

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No hay duda de que la visión empresarial es el tumor contemporáneo, una peste que multiplica y justifica la avaricia natural del hombre.

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Un buen día a alguien se le ocurrirá vaciar, de una vez por todas, el bote de pintura gris sobre la ciudad. Los pequeños negocios desaparecerán. Los tradicionales mercados se volverán canchas de fútbol u oficinas. Las marcas se devorarán entre sí hasta convertirse en una sola. Luego quitarán de las esquinas los nombres de las calles hasta que se olviden. Un código riguroso de etiqueta para cada hora del día de cada época del año. Pantalones lisos en gama amplia de marrón, faldas tableadas a la rodilla en variedad de beige. Las frutas se venderán en papilla procesada y los niños llevarán bozal a la escuela (no podrán salir antes de ponerse el sol). Aprenderán contaduría con un saco de frijoles que les prestarán al entrar: cinco frijoles, un haba, diez habas, una lenteja… hasta acabar con las leguminosas. Quien más tenga, come. La exposición pública de flores estará penada; sonreír a un desconocido será ofensa. Se instaurará un sistema de depuración demográfica basado en el consumo excesivo de todo. Se recortará el cabello de las señoritas por efectos prácticos y de pudor. Se dosificará el tiempo que puede pasar dormido un hombre. Las conversaciones deberán limitar sus temas a deporte y clima. Los árboles se cubrirán con mantas. El duelo por pérdida se reducirá a tres días. Los perros permanecerán en cajas. Dos opciones para beber: agua y café. Ningún río correrá fuera del tubo. Los holgazanes serán expulsados. Se escupirá sobre el nombre de cualquiera que atente contra una máquina. Rezar es improductivo, intolerante y promueve la alienación. Se prohibirá el uso de la sal y el azúcar. Las ventanas deberán permanecer cortinas abajo. El sexo únicamente define el género al que pertenece una persona. Cualquier rasgo de locura será medicable. Los narradores serán perseguidos. El verbo y plural de sueño desaparecerán. Basura: objeto con antigüedad superior a cinco años. El registro de credenciales, obligatorio. Kin Navarro Reza


Los catorce cuentos que recoge Parvada blanca en la ciudad son catorce intrigantes, equívocas, misteriosas historias que nos llevan a climas y situaciones diversos. A la vez, estos relatos -tenues, rotundos, tajantes- son ceremonias de iniciación, un mismo rito de pasaje catorce veces celebrado. En una atmósfera de laberinto, de encrucijada, de espesa neblina, los personajes de Ana Laura Pazos se encuentran siempre al borde de alguna revelación que será definitiva para sus vidas. Esta joven escritora tiene un don especial para hacernos sentir la trascendencia de ese paso que estamos a punto de dar.

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Hace no mucho curioseaba en una tienda de mĂşsica. Me sentĂŠ frente a un modesto, pero brillante Yamaha y comencĂŠ a tocar algunos acordes.


Me gustó su sonido perlado y dulce, así que seguí tocando un rato más. La tienda estaba desierta y al encargado pareció no molestarle mi pequeño concierto. Un hombre miraba desde la calle hacia el interior. Llevaba un traje beige, sin duda muy caro. Cuando entró, pude ver su corbata de seda multicolor y unos zapatos negros recién salidos del almacén —lo supe porque en uno de ellos arrastraba la etiqueta con el precio. Dejé de tocar cuando el hombre le dijo al encargado: “Deme el piano más caro que tenga”. Di media vuelta y, desde el banquillo, presencié una escena que inevitablemente me recordó a Huicho Domínguez. El encargado le preguntó al distinguido cliente las características que buscaba en su piano: si lo quería de estudio, de un cuarto de cola, de media cola, de tres cuartos o de gran cola; si era para él o para alguien más; si el pianista en cuestión comenzaba a estudiar música o era un profesional… El hombre contestó que lo quería de gran cola, que no había pianista y que el piano lo quería para adornar su sala —que por cierto había comprado en una tienda muy chic de Polanco. Había un espacio imperdonable entre la chimenea y la piel de leopardo sobre la que se encontraba la mesita de té, y le pareció una buena idea llenarlo con un piano. El encargado hizo un esfuerzo por no soltar la carcajada. Por suerte, yo pude esconderme detrás del Yamaha y taparme la boca con las manos. Tras mostrarle un Steinway lacado negro brillante, con tres pedales y teclas de marfil, Don Catrín de la Fachenda dijo que pagaría en una sola exhibición, pero que había un pequeño detalle: quería que

el Steinway fuera morado como el terciopelo de sus carísimos sillones. Cuando lo vimos alejarse en su Ferrari, pudimos reírnos a nuestras anchas. Sentimos lástima por el piano. Iba a convertirse en el trofeo más kitsch de la historia. Kitsch son las reproducciones de obras famosas, las piedras de plástico verde que pretenden ser esmeraldas, la ropa de peluche (en realidad, cualquier cosa forrada en peluche), los muebles “estilo Luis XVI” pintados de dorado, las “Barbies” con rebaba, los “Vochos” convertibles, las repisas atiborradas de figuritas de porcelana o de íconos religiosos, los zapatos imitación piel de cocodrilo y, por supuesto, los pianos morados... En pocas palabras, todo aquello que aparenta ser, pero no es, o que resulta pretencioso y aberrante. Kitsch también es una tendencia artística, aunque algunos argumentan que es la antítesis del arte. Fusión caótica de elementos cuya última consecuencia es la cursilería o, de acuerdo con la tradición académica, el mal gusto. Un ejemplo son las mansiones californianas construidas durante la década de los treinta, cuando Hollywood se llenó de nuevos ricos que imitaban el estilo de vida de los nobles europeos. Barroco por aquí, gótico por allá, un poco de rústico y un toque de florentino… chimeneas colosales, retratos idílicos de inexistentes antepasados, alfombras de oso, escudos nobiliarios más falsos que un billete de dos dólares, estatuas de dioses griegos y fuentes con niños desnudos que escupen agua por la boca. La pretensión de algunos llegó al exceso de comprar títulos nobiliarios en subasta.

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“Fiesta de quince años: Vestidos que parecen salidos de una pastelería, zapatillas de plástico que aparentan cristal, carrozas en forma de calabaza como la de la Cenicienta, y una corte de chambelanes ataviados con uniformes de príncipes o guardias reales. Celebración kitsch a diestra y siniestra.” En México sucedió algo similar durante el Porfiriato, cuando el afrancesamiento se apoderó incluso de la cocina. Canapés untados con paté y burbujeante champagne en las copas de damas y caballeros. Fromage en lugar de queso; gigot en vez de guisado. Salvador Novo dijo alguna vez: “¿Quién iba a pedir un caldo con verduras y menudencias, como el que sorbía y soplaba en su casa, si en la minuta del restaurante podía señalar el renglón que anunciaba lo mismo, pero con el nombre elegante de petite marmite?”.


Así como la alta clase mexicana quería imitar a los nobles, las clases menos favorecidas imitaban a los “preciosos ridículos” que se pavoneaban los domingos por la Alameda. Fue así como, a modo de teléfono descompuesto, nació la famosa Fiesta de quince años: un ritual de iniciación inspirado en los bailes para debutantes de la nobleza inglesa y la alta burguesía francesa del siglo XIX (con algunas variantes, claro está): vestidos que parecen salidos de una pastelería, zapatillas de plástico que aparentan cristal, carrozas en forma de calabaza como la de la Cenicienta, y una corte de chambelanes ataviados con uniformes de príncipes o guardias reales. Celebración kitsch a diestra y siniestra. Kitsch es un término alemán que significa “cursi”. Etimología ya de por sí peyorativa. Regresando al tema del arte, muchos consideran al kitsch como un peligro para la cultura. Sinónimo de ridículo y mal gusto; antagónico del “buen arte” por ser demasiado democrático y superficial, porque sólo le interesa imitar los efectos. Desde este punto de vista, el kitsch es un pastiche, una expresión popular agradable, pero no estética, la negación del arte académico. Entonces, ¿un póster del Jardín de las delicias es un peligro para la cultura? El arte se ha convertido en un producto de masas: playeras, borradores, separadores de libros, rompecabezas y toda una parafernalia de artículos con reproducciones de obras que los propios museos venden en sus tiendas de recuerdos. Arte para todos, llévele, llévele. Artistas pop y conceptuales han utilizado lo kitsch sin discreción. Andy Warhol inmortalizó uno de los productos más kitsch del mercado: la sopa Campbell´s —infusión sin valor nutrimental lista para engañar a los invitados con su apariencia de “hecha en casa”. Amalia Mesa-Bains, artista conceptual chicana, encontró la expresión de su identidad en un tipo de obra que, según nomenclatura inventada por ella, pertenece al ámbito de “domesticana”: fruto del feminismo chicano que conjuga la defensa de la identidad cultural y la afirmación de la mujer mediante el uso de elementos domésticos pertenecientes a la cultura popular mexicana. Sus instalaciones de altares familiares llenos de fotos e íconos religiosos honran a las mujeres que, como ella, lograron superar barreras sociales. De modo que lo kitsch puede expresar una realidad social, una inquietud personal o un concepto. Si bien no se caracteriza por la complejidad de la técnica, es una forma válida de expresión artística. Sin embargo, así como no todo lo que brilla es oro, no todo lo kitsch es arte. Muchas veces es sinónimo de ridículo, pretensión y cursilería. Pero, ¿qué sería del mundo sin los Huichos Domínguez, la joyería falsa, los tableros de peluche, los muebles forrados en plástico, las bolsas de mercado, los altares dedicados a estrellas del futbol, los pósters de obras famosas, las máscaras de luchador, los cuadros de payasos tristes, el poliuretano o la imitación piel? Un lugar muy aburrido, seguramente. Ana Laura Pazos González pazosorama@gmail.com http://leeanapazos.blogspot.com

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A Sabrina Sabrok

Los aztecas modernos les dicen “chiches” o “chichis”; los que se sienten muy acá, “bubis”; los antojadizos, “chicharrones”; los fiesteros, “maracas”; los que tienen un pequeño psicoanalista dentro de sí, “pechonalidad”; los que se quedaron con ganas de abrir una pollería, “pechuga”; las señoras, “busto”; los sentimentales, “pechos”; los médicos, “mamas”; “ubres”, los ganaderos; y los románticos, “senos”. Pero la única palabra precisa para designar a esa perturbadora repetición femenina es la magnífica cacofonía: “tetas”.

“Chiche” o “chichi” viene del diminutivo de la voz náhuatl chichihualli, que significa “teta”. El chicharrón es el residuo de las pellas del cerdo después de derretida la manteca. Pero hay ocasiones en que se dice “chicharrón” en lugar de “chiche”: «Mire, compadre, qué chicharrones (o chicharronzotes) tiene la Lupita». “Bubi” es un integrante de la población indígena de la isla de Malajo, antes Fernando Poo, perteneciente a Guinea Ecuatorial. “Bubis”, en cambio, es un término anglosajón para designar a las tetas: «¿Te gustan mis bubis, Godofredo?». Las maracas son un instrumento musical originario de América. Su uso se ha extendido por todo el mundo. Las tetas se asemejan a las maracas. Esto se demuestra cuando baila o/y brinca una joven de mucha “pechonalidad”.

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“Pechonalidad” se atribuye a las “chichotas” (tetas voluminosas) o a las “chichonas” (mujeres que son dueñas de unas tetas voluminosas). En los caballeros, enseñar la “pechuga” significa andar desnudos hasta la cintura; en las damas, la “pechuga” son las “chiches” o “chichis”. Lo de “busto” suena a escultura: «Busto de don Gaspar Crispín, fundador de Pueblo Quieto». “Senos” está menos mal, pero no es correcto usar palabras de género masculino para referirse a lo que es típicamente femenino. “Seno” parece demasiado eufemista y además tiene el mismo problema que “pecho”: suena mal en plural. «Le lamí el seno», pasa, pero «le lamí los senos» no suena bien, así como no suena bien (suena fatal) «le lamí los pechos». Eso sin contar que “seno” evoca algo cóncavo, hueco, y lo que tiene de fascinante esa parte de la mujer es que suele ser claramente convexa, llena, casi henchida.

Qué curioso: el hombre tiene “pecho”, pero sólo la mujer tiene “pechos”. La palabra proviene del latín pectus y, en sentido general, el pecho abarca desde el cuello hasta el vientre. Aunque el pecho es llamativo y hasta acogedor, porque encierra al corazón (sede simbólica de las emociones), no es voz particularmente exacta cuando se emplea para referirnos a una de las más bellas protuberancias de las bellas. Cuando alguien habla de una teta, o de unas tetas, en plural, casi siempre la imaginación moldea a una hembra humana. Sí, “tetas” es mejor, y no sólo por lo del género femenino. La te repetida parece aludir a su diseño doble y al sonido que hacen los lactantes al chupar. Es una de esas palabras que crean los niños espontáneamente (y que después los adultos nos avergonzamos de repetir en público).


Qué curioso: el hombre tiene “pecho”, pero sólo la mujer tiene “pechos”. Es una palabra que parece confundirse con el objeto en una correspondencia exacta y no arbitraria. Por algo será que sonidos muy parecidos, según dice uno de mis diccionarios, existen en todas las lenguas romances para designarlas; también en griego, en céltico y en ciertas lenguas germánicas: se trata de creaciones paralelas en todos estos idiomas sin nexo etimológico, pero paralelas, como si hubiera algo innato en el cerebro que nos hace apodar “tetas” a las tetas. Para los infantes, las tetas importan mucho porque son algo que tiene que ver con la supervivencia, con la leche. Por eso a los mamones se les llama lactantes. Pero algo tan elemental carece de interés. Lo curioso es que a los adultos nos sigan representando un foco irresistible de atracción. Nadie puede negar que cuando uno mira a los ojos a alguien, lo hace por indagar el temperamento, el humor, el semblante, lo que piensa esa persona. En los ojos buscamos la verdad y la mentira. Todo el mundo cree, con razón o no, que en la mirada se esconde y se revela el alma. Pues bien, las tetas ofrecen una segunda mirada: son otros dos ojos en los que descubrimos algo que las mujeres no nos dicen con palabas. La areola es el ojo y el pezón la pupila (que se relaja al dilatarse y se endurece —como la mirada— al contraerse). A eso se debe que indaguemos tanto en esa área. Cuando están vestidas, tratamos de adivinar las pupilas. Cuando están desnudas, comprobamos la verdad que en esa segunda mirada se manifiesta. “Un par de tetas tiran más que dos carretas”. En este refrán popular se habla de las tetas que caben cómodamente en la palma de mis manos, las tetas en las que tengo que alargar los dedos para abarcarlas del todo, las tetas que desaparecen en mis puños, fláccidas y arrugadas, las tetas que oponen resistencia de globos, mullidas y duras a la vez, las tetas monstruosas entre las que hundo mi rostro y que oprimo contra mis mejillas para perderme en un refugio de carne tibia y compasiva, y las tetas que probablemente tú, que estás leyendo esto, cada día aprisionas en un sostén. Tetas de mujer, tienen mucho poder. Y una mujer, toda mujer, es tan reconocible por sus tetas como por su cara. El clítoris, con sus más de 8, 000 terminaciones nerviosas concentradas en un territorio diminuto y anatómicamente estratégico, ha ejercido una dictadura casi absoluta sobre los orgasmos femeninos. Sin embargo, rodeados por un área de piel hipersensible y de una pigmentación más oscura conocida como areola, los pezones son, sin duda, otro botón para activar a la pequeña muerte. Al recibir un estímulo táctil, los pezones, así como los genitales, envían una señal a través de sus fibras nerviosas hasta el cerebro para que el cuerpo libere oxitocina, hormona que vertida en el torrente sanguíneo provoca efectos como tensión y contracciones musculares. De ahí la erección de los pezones, que están rodeados de diminutas fibras de músculo.

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Antes no ocurría, pero ahora es muy frecuente que los maniquíes tengan pezones. Un pezón erecto siempre se asocia con la excitación sexual. No es raro que el marketing se aproveche de eso. Por otra parte, la oxitocina no sólo se relaciona con patrones sexuales, sino también con la lactancia. Es conocida por algunos como “la hormona de la monogamia” o la “molécula de la confianza”, por el rol que juega en el orgasmo, el parto, la lactancia y el enamoramiento. Para ciertos evolucionistas, que los pezones desaten un efecto de placer similar o igual al que se acciona desde los genitales radica en que así se asegura la atención de la madre sobre el hijo y el amamantamiento se convierte en una actividad generosamente gratificada. El engarce perfecto de una boca y un pezón silencia el mundo, apaga los pensamientos. Sólo tacto y gusto. Dos seres se acoplan fuertemente en esa máquina de carne, en ese órgano independiente formado por los labios y la teta. Él chupa y chupa. La mujer le acaricia tiernamente la cabeza. «Mi amor», le dice. Él recibe el estímulo y se afana en esa tarea que parece estar al servicio de devorarla. Los ojos de ella comienzan a nublarse. Por la punta de su teta se le va introduciendo un dulzor similar al que esa misma teta expele hacia la boca que la exprime. A él la dulzura le entra por la boca. A ella, por el pezón rosáceo; le corre por el plexo solar, viborea en el ombligo, le hegemoniza el vientre, baja y baja. Pero el goce, de pronto, se torna doloroso. Su pezón, sensibilizado por el pico del placer, ya no soporta la mamada compulsiva. Sosteniendo la cabeza de él entre las manos lo aparta de su teta. La ávida boca absorbe sólo aire. El bebé comienza a llorar una de sus primeras frustraciones. Las tetas son un festín de terminaciones nerviosas que las convierten en un verdadero punto débil para sus propietarias. Así como en el Tui-te, un arte marcial llevado a Okinawa, Japón, desde China, cerca del siglo XVII, el secreto para estimular las tetas radica en «el arte de derrotar a un tigre con la fuerza de una mosca». El placer de acariciar, de amasar tetas, no se encuentra únicamente en el tacto sino, sobre todo, en el efecto que provoca en la fémina acariciada. El suspiro, el gemido, la mirada que se enturbia, el músculo que cede. No es la pura sensación táctil, sino la sensación de triunfo, de dominio, que produce en el acariciador.


Las bellas que tienen tetas muy pequeñas, o que carecen de ellas, sufren “hipoplasia”, mientras que las que están en el caso contrario sufren “hiperplasia”. Algunas veces la hiperplasia puede manifestarse con tamaños superiores a los dos metros de contorno. Determinar que resulta pequeño o grande es, sin duda, materia opinable, pero se ha comprobado que las damas que tienen tetas excesivamente voluminosas suelen padecer dolores de espalda, de hombros y cuello, motivos por los que a menudo solicitan una reducción quirúrgica. En ocasiones, las propias tetas son dolorosas. Otras anormalidades de las tetas no están relacionadas con el tamaño. Es el caso de las tetas “tubulosas”, que tienen forma cilíndrica debido a la estrechez de su base. La “ginecomastia” es una condición patológica del pecho masculino, en la que el desequilibrio hormonal provoca el crecimiento de las glándulas mamarias en el varón e incluso la producción de leche. En la mayor parte de los casos, el problema se debe a un exceso natural de estrógenos, pero también puede ser el resultado de algún tratamiento farmacológico a base de hormonas. La distribución de la grasa en el cuerpo femenino es un rasgo importante del dimorfismo sexual, es decir, una de las cosas que nos permiten distinguir a un hombre de una mujer. En las damas, una gran proporción del peso corporal se debe a la grasa depositada en lugares prominentes, como las tetas y las nalgas. Por el contrario, la mayor parte del peso corporal en los caballeros se concentra en la masa muscular de los brazos, los hombros y el tórax.

«Por lo general, a los que les gustan las tetas grandes son hombres que buscan mujeres que los consientan y los nutran», afirma la sexóloga y terapeuta Rinna Riesenfeld. Puede ser, aunque también hay que considerar que las tetas grandes resultan atractivas porque indican fertilidad. Al no existir una señal evidente de fertilidad en las damas, los caballeros son forzados indirectamente a buscarla por medio de las protuberancias del cuerpo femenino. Las niñas no pueden tener su menarquía (primera menstruación), si previamente no han acumulado una cierta cantidad de grasa en sus protuberancias. Lo normal es que la grasa represente el 17% del peso corporal. Sin embargo, el porcentaje ideal para un buen embarazo es de 22 a 28 %. No todo merece razonarse y pensarse. Hay partes de la vida en las que sólo valen las sensaciones. El instinto, lo que aprendimos antes, cuando todavía no éramos humanos y vivíamos colgados de los árboles, quizá es la causa principal de que hoy tantos caballeros opinen de las tetas «cuanto más grandes, mejor». Como dato cultural, las tetas grandes no producen más leche que las tetas pequeñas. Ejemplo de ello es la hembra del chimpancé, cuyas mamas son extremadamente planas y no tiene ningún problema con la lactancia. Algunos investigadores sostienen que las tetas de la mujer cobraron más relevancia que las nalgas cuando el ser humano adoptó una posición erecta, lo que también justificaría el fenómeno de que algunas damas adoptaran procedimientos extremos para aumentar las dimensiones de su delantera. Las

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abisinias se dejaban picar las tetas por abejas, lo que incrementaba tres o cuatro veces su tamaño. En otras partes de África, la moda fueron las tetas pendulares. Las mujeres de la tribu nadi las achataban artificialmente colgando leños de ellas; y las bagadi, de África Central, empleaban pesos para alargarlas. Traer aros en los pezones era popular en la Europa victoriana. La moda nació en París y seguramente se importó de las colonias francesas del norte de África, donde esta práctica era una costumbre local. Aparte de su aspecto decorativo, estos aros se usaban para incrementar el volumen de las tetas y mejorar su forma. Las mujeres modernas recurren a implantes si desean aumentar sus medidas. En 1960, Thomas Cronin y Frank Gerow fueron los primeros cirujanos que obtuvieron éxito al realizar un implante de silicona en una mujer; hacia 1973 se habían llevado a cabo más de 5, 000 operaciones. Dos de las culturas que más rinden culto a las tetas grandes son la estadounidense y la japonesa, que idealizan estas proporciones por medio de cómics (en la primera) y hentai (en la segunda). Pero no todas las culturas han sentido predilección

por las pechugonas. Los chinos, de manera tradicional, siempre han preferido las tetas pequeñas. De hecho, en un esfuerzo para disminuir el tamaño, antes se envolvía a algunas señoritas chinas, desde la pubertad, en verdaderas camisas de fuerza. A diferencia de la Grecia antigua, donde las tetas grandes eran veneradas y sagradas, durante gran parte de la Edad Media se redujeron a la acción de amamantar. En las pinturas y esculturas, las tetas fueron lo más discretas posibles (hasta convertirse en pechos planos como los del hombre). Por otro lado, la perversidad dotó a los diablos y a los pecados capitales de tetas enormes. Por eso, las tetas prominentes se consideraban signo de vulgaridad, distintivo de las putas y las “malas”. Las mujeres, a quienes en primera y última instancia les pertenecen, pueden vender sus tetas o alquilarlas, prestarlas o regalarlas, ofrecerlas o presumirlas, exhibirlas o esconderlas, transformarlas o intercambiarlas, mimarlas o maltratarlas, pintarlas o fotografiarlas, esculpirlas o escribirlas, ensuciarlas o limpiarlas. Las tetas se deben valorar como parte del más hermoso de los cuerpos humanos. Francisco Enríquez Muñoz

pornocochinon@yahoo.com.mx


LA DIOSA Y LA SERPIENTE EL MISTERIO, LA HISTORIA Y LA PASIÓN UNIDAS EN UNA SAGA TREPIDANTE. La muerte de Matamoros, Galeana y Morelos deja a la Insurgencia destruida y a los antiguos aliados luchando entre sí, mientras se unen a la guerra de independencia de Nueva España un fraile desterrado, un guerrillero español y un corsario estadounidense. Los complejos del pasado y las traiciones amenazan con destruir la libertad, así como el amor de Sofía Guillén y Miguel de Montellano. Conflictos ancestrales entre jesuitas y franciscanos, secretos de divinidades prehispánicas, conspiraciones masónicas y una antigua pugna entre la Iglesia y la corona española por el dominio de América. Todo esto en medio de la guerra y de una red de mentiras y emboscadas que Miguel y Sofía deben desenredar. Los acontecimientos de varias potencias europeas se vuelven fundamentales en el conflicto dentro de una historia que abarca más de 300 años de mitos, conspiraciones y estrategias que la persona menos pensada logrará resolver para dar la única luz de esperanza. Estremecedora secuela de El Misterio del Águila.

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A principios del siglo XX, un racista mexicano muy famoso, José Vasconcelos, se aventó la puntada de decir que somos la raza cósmica, una especie de raza suprema, no derivada de la pureza racial, como argumentaba Hitler, sino de todo lo contrario: la inmensa mezcla. Pero a José Vasconcelos, que curiosamente fue seguidor del nazismo hitleriano, no le llamamos racista porque dijo que la raza suprema éramos nosotros. Es absurdo hablar de una raza mexicana, aunque hay necios que lo intentan y hasta dicen que tenemos un genoma especial. A sabiendas de lo mestizo del mexicano, hay quienes tratan de rastrear orígenes más indígenas en su árbol genealógico o se enorgullecen de su ascendencia criolla. Por otro lado, existe la idea, anidada en lo profundo de la mente del pueblo, de que algo entre más indígena es más mexicano.


¿Y el mole? Hay quien asegura que es tan ciento por ciento indígena, que incluso antes de la conquista existía una palabra nahua (molli) para referirse a las salsas. La realidad es que entre más indígena simplemente se es más indígena, y entre más hispano sólo se es más hispano. Si se quiere encontrar algo que pueda catalogarse como “lo más mexicano”, hay que pensar en lo más mezclado. Entre más mestizo, más mexicano.

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México es un país con un pueblo multicolor, pero hay que entender que el verdadero mestizaje de nuestro país es cultural. Si pudiéramos hacer un genoma cultural, el resultado no sería distinto al del genoma biológico, ya que probablemente no hay una sola tradición en nuestro México que no sea mestiza, que no sea proveniente del Virreinato (periodo en que lo amerindio y lo hispano se fundieron en lo que somos). Muchos lo dudan, pero pensemos, por ejemplo, en algo tan mexicano como el tequila. Lo obtenemos de una planta tan mesoamericana como el agave, pero a través de un proceso tan europeo como la destilación. Nuestro tan mexicano mariachi canta en el idioma del llamado conquistador y con instrumentos llegados de Europa. Festejamos el Día de Muertos, lleno de elementos prehispánicos como el cempasúchil, pero en el día católico de Todos los Santos, y, por tanto, europeo. En esta fiesta comemos pan, que no existiría aquí sin el español; y en el altar hay papel picado que viene de China, país que no comerció con los purépechas o los aztecas, sino con los españoles, a través del Galeón de Manila y Nao de China, que atracaba en Acapulco. Las fiestas populares, tan folclóricas y gustadas en México, son en honor de santos patronos, herencia hispana aunque se hayan asimilado con los dioses de Mesoamérica. Cuando en las fiestas bebemos chocolate,


tan tradicional, sacado del cacao, tan americano, y llamado Xocolatl por los nahuas, lo mezclamos con leche, proveniente de vacas que no llegaron solas del Viejo Mundo, sino en los barcos de los conquistadores, que se volvieron adictos a una bebida mestiza. ¿Y el mole? Hay quien asegura que es tan ciento por ciento indígena, que incluso antes de la conquista existía una palabra nahua (molli) para referirse a las salsas. No obstante, el buen mole, ese que hoy comemos, fue tomando forma en los conventos poblanos, y los conventos son evidentemente de origen español. El chile en nogada es muy mexicano, sin embargo resulta que sólo se come en temporada, y eso es porque se adorna con granada, que viene de Europa. Para rematar, ese mexicanísimo platillo, relleno de elementos europeos, fue también una creación conventual que se cocinó por vez primera en honor de Agustín de Iturbide. Ahora hablemos de la comida más mexicana de todas, que es también el mayor símbolo del mestizaje gastronómico, insignia de nuestro genoma culinario: el indiscutiblemente mexicanísimo taco, alimento que no consumían los aztecas, no como se consume hoy. Tras el triunfo de Cortés sobre Cuauhtémoc, los españoles cocinaron unos cerdos para festejar, y a falta de pan, decidieron probar

lo que llamaban “el pan de los naturales”, refiriéndose desde luego a la tortilla, y así, las carnitas traídas por los hispanos cayeron dentro de la tortilla indígena. Para colmo, el conquistador se comió el primer taco, como lo relata el cronista Bernal Díaz del Castillo. Así de mestizos somos todos. Por eso es que se dice que, a falta de pan, tortillas. A lo largo de trescientos años se mezclaron costumbres, alimentos, bebidas y personas. Se produjo poco a poco nuestra forma de ser y de pensar, nuestro carácter, nuestra comida y bebida, nuestro baile y nuestra música, nuestro vestido y nuestro idioma. Trescientos años duró la gestación de México; esa gestación se llama Virreinato. Durante ese periodo surgió una clase económica, étnica y social que generó la independencia: el criollo. Cuando maduró dicha clase social, fruto del Virreinato, nació México. En el siglo XIX, eso fue la independencia: los hispanos de aquí liberándose de los hispanos de allá. México nació no del señorío azteca, sino de la Nueva España. El día que lo entendamos, y mejor aún, lo enseñemos, podremos superar muchos complejos; el día que al comer un taco y empinar un tequila veamos cómo ingerimos a Mesoamérica y a España, nos comprenderemos mejor, y desde luego, seremos más libres.

Juan Miguel Zunzunegui Autor del exitoso libro

El misterio del Águila.

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Las contraculturas se han puesto de moda, pero lo tradicional sigue vigente. Mezcla de épocas, pedazos de historia que recreamos con nuestra indumentaria: blusa vintage, pantalón ochentero, cinturón punk de estoperoles, colguije hippie chic, gafas de sol de diseñador y un tatuaje New Age para vernos espirituales. Los accesorios reflejan el modo en que organizamos nuestra mente y forma de vida. Rezamos a Cristo, hacemos yoga, estudiamos la Cábala, escuchamos rock y tomamos un curso de filosofía hindú. Todo debe ser expresado. La ropa es un disfraz, un escudo, la información que queremos comunicar, nuestro fanzine de denuncia, lo que está en contacto directo con la piel desnuda y frágil. Nos aprieta, nos delimita; puede diluirnos o atraer miradas debido a la belleza, violencia u originalidad con que decidimos presentarnos al otro. Los límites entre lo femenino y lo masculino se derriten y fusionan. Ahora el abanico es mucho más colorido y tiene más pliegues. El cambio de roles sociales ha producido la necesidad de ir a tomar lo que por costumbre había pertenecido a uno u otro género. Negación del estereotipo sexual; aceptación de un modelo de belleza andrógino. Mujeres lánguidas, nada voluptuosas; hombres delicados y débiles, pero hermosos. Vestirnos por el placer de confundir y desconcertar, camuflarnos para ser indescifrables. Como diría Julio Galán: “eso que ves es lo que no es”. Una especie de mantis religiosa que pretende ser una hoja y logra contrariar al depredador.


Hay quien adopta un look a rajatabla, muy definido, para que todos sepan a qué grupo pertenece: “soy fresa: nacos absténganse de acercarse”. Da igual si es wannabe o poser, lo que importa es dejar claras sus aspiraciones, su concepción del grupo y, en muchos sentidos, su cosmovisión. Para Pierre Bourdieu, la marca de una prenda no cambia la constitución material de la prenda, pero sí su naturaleza social.

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Los X o indefinidos tampoco son inocentes. Usan ropa y accesorios que ya han sido aprobados por la “policía de la moda”. Se refugian en un lugar seguro y no llaman la atención, pero el anonimato puede o no darles mayor libertad. Algunos son conservadores y tradicionalistas; otros sólo se visten de esa manera para pasar desapercibidos y así ampliar su campo de acción. Por otro lado están los camaleones. Un día son alternativos, con atuendo hipster bien cuidado, y al siguiente bailan en un antro pop con zapatos boleados y camisa fajada. Este grupo no se quiere privar de lo que ofrecen los otros, pero tampoco se involucra mucho en la médula de ninguno. Sabe lo básico, no profundiza, no le interesa. Todos hemos sentido la necesidad (¿o debería decir necedad?) de tener algún objeto. Bourdieau explica como el habitus programa el consumo de los individuos y de las clases sociales. El espectro de productos que se perciben como necesarios no está delimitado únicamente por la educación familiar y escolar, sino que obedece a un complejo entramado de reglas. Mientras más complicado sea entenderlo, más sagrado se vuelve un objeto y, por ende, más deseable. Todo lo que usamos, a lo que olemos, nuestros gestos y manera de hablar… son símbolos que comunican la pertenencia a un grupo y, por tanto, la no pertenencia a otros. La clase social, el nivel de educación, las ambiciones, lo que ofrecemos, lo que ocultamos… conforman un cúmulo de información que resulta útil para relacionarnos y sobrevivir. La dinámica tiene muy poco de frívolo y veleidoso, es algo natural que, sin embargo, no escapa al sistema de lucha de clases. No podemos huir de la moda porque es parte de la cultura. Podemos influir en ella, pero por lo general es la moda la que termina por moldearnos.

Anahís González Esquer


Opinantes Imagine leer un libro tan rebosante como La Divina Comedia en miserables diez minutos. Reducir las aventuras de Odiseo a un puñado de palabras. Callar la voz de Hamlet con unos cuantos aforismos. Pues bien, resulta que dos estudiantes de la Universidad de Chicago creen haber tenido una revelación que los hará millonarios y, de paso, ayudará a difundir los clásicos a cada rincón del planeta. Alexander Aciman y Emmet Rensin, de 19 años de edad, propusieron a la editorial Penguin books reducir los clásicos de la literatura a 20 tweets, es decir, a no más de 2, 800 caracteres. Eso es la Twitteratura: versiones minúsculas de grandes libros para la agitada vida de nuestro tiempo. Permítame narrarle el clásico de Antoine de Saint-Exupéry, El principito, en versión “twitteraria”: El_Aviador le dice @El_Principito: “¿De dónde vienes hombrecito?, ¿dónde queda tu casa?, ¿a dónde quieres llevar mi cordero?”. El_Principito le dice @El_Aviador: “Lo bueno de la caja que me has regalado es que por la noche le servirá de casa”. El_Aviador le dice @El_Principito: “Los baobabs no son arbustos, son árboles grandes como iglesias”. El_ Principito le dice @El_Aviador: “Los baobabs son muy pequeños, si no se arrancan a tiempo, ¡cubren todo el planeta hasta hacerlo estallar!”.

El_ principito: “He llegado a un planeta muy curioso. Es el más pequeño de todos…”. Añada 15 tweets y tendrá un bonito poema dadaísta. En mi opinión, la Twitteratura es la antítesis de la literatura, que significa hacer arte con palabras. Un libro descuartizado es como un jarrón hecho añicos: se puede vislumbrar la armonía y la belleza que alguna vez tuvo, pero ya no es un jarrón. Un libro es un conjunto de palabras, sí, pero cada palabra es seleccionada amorosamente por el autor para cumplir una función específica: aderezar un paisaje, intensificar una atmósfera, atar un cabo, darle credibilidad a un personaje, resolver un misterio… Un libro de 600 páginas reducido a 2, 600 caracteres no es más que una sombra débil de algo que quizá fue hermoso. Ahora que utilizar Twitter para escribir mini ficciones es muy distinto. “Coleccionaba ventanas. Era su manera de asegurarse de tener siempre un lugar por donde huir” (mini ficción sacada de Twitter). Hay incluso quién está escribiendo una novela a través de esta red social. Jordi Cervera escribe diariamente cinco microrrelatos en catalán y español que, lentamente, le dan forma a su novela Serial Chiken: la historia de una gallina sospechosa de asesinato. No es nada personal, Jordi, pero creo que seguiré leyendo mi libro de Vladimir Nabokov. Desirée Clary

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Ingredientes:

La cocina filosofica de

:

1 pitaya 6 filósofos intensos Cientos de colores Miles de olores Decenas de sabores Sonidos al por mayor Sensaciones táctiles al gusto

Modo de preparación: Se encuentra la pitaya perfecta. Entre varios filósofos se analiza si es real o no (utilice todos sus sentidos para intentar demostrarlo, evite el caos de sensaciones). Un paso fundamental antes de preparar cualquier platillo es escoger los ingredientes. Es bien sabido que entre mejores y más frescos sean, lo que se haya decidido elaborar gozará de un mejor sabor. Es necesario adentrarse en lo más recóndito de la ciudad para encontrar un buen mercado. Una vez en el interior, debemos irrumpir en lo más profundo para localizar algún tesoro. Hallar el ingrediente perfecto es similar a ir de cacería. Para hacer elecciones pulcras, es necesario levantarse muy temprano (llegar antes que los otros compradores), buscar el producto indicado con sigilo y astucia, y, justo en el momento oportuno, atacar. Una vez que se tiene el ingrediente, se debe corroborar la calidad del mismo. Como un pescador que observa al pez que recién ha atrapado, el producto debe analizarse. Si es deficiente, no quedará otra alternativa que regresarlo al mar, pero si cumple con los requisitos indispensables, será presa de nuestro menú. Existe una relación análoga entre la visita al mercado y la realidad misma. Podemos preguntarnos: ¿qué es la realidad?, ¿qué es real?, ¿es posible conocer la realidad? Son muchos los filósofos que se han sumergido en estos temas. Varios se han cuestionado si existe la posibilidad de conocer el mundo que nos rodea, y en caso de existir dicha contingencia: ¿qué de eso que conocemos es real?, ¿cómo saber que no se trata de un sueño o de una alucinación?, ¿cómo sé que fui yo quien lo pensó?, o bien, ¿qué tan confiable es eso que conozco?

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Ir al mercado me recuerda la percepción que tenía Kant sobre la realidad. Para el filósofo de Könisberg, la realidad es incognoscible, es decir, no se puede conocer, y no se alcanza tal fin porque la realidad implica un “caos de sensaciones”. Lo mismo sucede al ir al mercado, ya sea un mercado bien establecido, uno sobre ruedas o la Central de Abastos. El común denominador es el caos. Pensemos en un mercado típico mexicano. El comprador camina por los émulos de pasillos que ofrecen toda variedad de productos: frutas, carne, pescado, pollo, dulces, piñatas, ropa, películas, juguetes... Cientos de colores saltan a la vista, imágenes al por mayor que atacan al marchante, pero ahí no acaba la ofensiva, apenas comienza. No me extraña en absoluto que Patrick Süskind haya decidido que Jean-Baptiste Grenouille naciera en medio de un mercado, que, como cualquier otro, es fuente de una variedad infinita de olores: fresas, piña, menta, albahaca, anís, pescado, sangre de res, patas de pollo, jabón, incienso, productos lácteos, comida para mascotas, dulces, flores, especias, jugos, licuados…


También embisten las imágenes auditivas. Un coro que pregunta: “¿qué va a llevar, güero?”; otros se gritan entre si, a todo volumen y utilizando el léxico más típico y coloquial, para informar sobre las últimas noticias del mercado. Los puestos de música pirata tocan horrísona y simultáneamente los hits de ayer y hoy: Luis Miguel, Ana Bárbara, Capaz de la Sierra, La Arrolladora Banda Limón, y José Alfredo Jiménez. En cuanto al sentido del gusto, hay mucho que decir: “¿quiere una probadita de papaya, güerito? Está buenísima, me acaba de llegar”. Probaditas por aquí, probaditas por allá, un experimento gustativo que incluye frutas, dulces, jamón, queso, mermelada y helados. Al tacto, asaltan toda variedad de impresiones: el terciopelo de un durazno, la rugosidad de una fruta madurada, lo áspero de la piel de un mamey, la dureza de una manzana, la firmeza de un melón, la suavidad de una pieza de pan. Usamos todos nuestros sentidos externos para ir al mercado, ya sea voluntaria o involuntariamente. A esto se refiere Kant cuando habla del caos de sensaciones. La realidad nos convida tal variedad de estímulos que es imposible percibir per se lo real. Si Kant visitara un mercado mexicano, diría: “ven, se los dije, la realidad es incognoscible”. Supongamos que en el tour comparecieran otros filósofos. Pirrón expresaría: “no se puede conocer nada, nadie se pone de acuerdo, es más, pongamos en duda que el mercado existe”. Descartes aseguraría: “los sentidos nos engañan, no tenemos certeza de las imágenes, olores,

o sabores que estamos percibiendo en este mercado. Mejor contabilicemos los productos, o ¡ya sé!, busquemos la evidencia, analicémosla, sinteticémosla y comprobémosla.” A lo que Platón contestaría: “¿qué más da? Todo lo que hay en este mercado es una copia de un mercado perfecto que existe en el mundo de las ideas”. Locke lo interrumpiría: “un momento, todo lo que hay en un mercado son ideas simples, déjenme demostrarlo.” Aristóteles (mi héroe personal), en un ataque de realismo y a modo de mediador, señalaría: “¡hey!, la realidad se puede conocer, todo lo que encontramos en este mercado puede entenderse. Por ejemplo (volteándose hacia un puesto de frutas), tomemos una pitaya. Al verla, percibimos su color rojizo, somos capaces de olerla, la tocamos y sentimos su firmeza, estamos conociendo la pitaya. Ahora bien, si cerramos los ojos y tratamos de ver a esta fruta, podemos hacerlo, la hemos percibido a tal punto que ahora está en mí. Me he hecho otro en cuanto a otro.” Me hace feliz imaginar que ante tal discusión el resto de los filósofos diría: “¡ohhhh, es verdad, en efecto, Ari, tienes razón!”. Sin embargo, tal suposición es improbable. Si pusiéramos juntos a tales filósofos discutirían por horas, días, meses, siglos… Propongo que, ya que encontramos la pitaya perfecta, mejor nos dediquemos a investigar: ¡¿qué demonios podemos preparar con una pitaya?! Patricia Garza Peraza

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Argüendero:

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Mercado, alma de la cultura popular mexicana. Bernal Díaz del Castillo escribió una descripción del famoso mercado de Tlatelolco, en el que igual se vendían pieles, telas, oro, cacao y sal, que animales vivos o sacrificados, ya para el consumo humano, ya para ofrecer a los dioses. Verduras, fruta, madera, navajas de preciosa obsidiana, y todos los productos que requería la sociedad prehispánica de la capital de Mesoamérica. El mercado estaba vivo antes de la llegada del conquistador, pero su corazón sigue latiendo en todo México.


Los hay fijos y viajantes; algunos venden de todo; otros sólo flores, frutas, animales o productos para hacer magia blanca y negra. Pero algo tienen en común: el colorido de las mercancías, de las palabras que en ellos se escuchan, de la vida que de ellos emana y florece. También es común llamarles tianguis, término que proviene del náhuatl tianquiztli, plaza o mercado, y de tiamiqui, vender o comerciar. ¿A quién no, por más moreno que sea, le han llamado güerito en un mercado? Güerito es un apelativo que se usa en todo el país para aludir a una persona de piel clara y cabello castaño, cobrizo o rubio. En el siglo XV, era una forma despectiva de referirse a los españoles. El origen de la palabra es el término huero, vacío, hueco; que viene del castellano antiguo engorar (empollar la gallina un huevo): goro, güero, huevo podrido, estéril. Hoy día, debido al complejo de inferioridad que nació cuando el conquistador menospreció la piel bronceada de los indígenas, el término se usa como halago. Los comerciantes llaman a los clientes güerito o güerita para satisfacer su vanidad y convencerlos de comprar en su changarro.

Ahora, el güero de rancho es punto y aparte. Se dice del individuo que a pesar de tener la piel blanca y los ojos claros (atributos envidiables por los acomplejados), proviene de una zona rural y tiene modales groseros. Si corremos con suerte y el comerciante no es trinquetero, es decir, fraudulento, nuestra compra será de calidad y a un precio justo. Esta palabra de origen marinero hace referencia a los amarres que se le hacen al mástil para afianzar las velas del barco. Trinquetero también es el encargado de subir al mástil para enredar o desenredar las velas, trabajo que requiere de una habilidad especial, como la de muchos trinqueteros que no son precisamente marineros y trabajan en mercados. Un buen comerciante suele otorgar el clásico pilón, moneda que en la época virreinal equivalía a un octavo y un dieciseisavo de real. Los comerciantes tenían la costumbre de agregar un pilón a lo que se había comprado. Con el tiempo, la palabra se convirtió en sinónimo de añadidura o colmo: “este niño es el pilón de la familia”. Comprar en el tianguis es una hermosa tradición. No se deje deslumbrar por la inmensidad del supermercado. ¿Ahí quién va a llamarle güerito o güerita?, ¿quién va a darle su pilón?

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Café Sonoro

Verismo, veritá, verdad para reconocer la simplicidad del ser humano envuelto en los acontecimientos de la vida cotidiana. Anecdotario de la gente sencilla; en algunos casos, marginada. Los sentimientos dejan de tener empolvados y pelucas; se terminan de sacrificar los corazones con idealismos etéreos. Los actores y cantantes sufren con la experiencia de la carne, de la muerte, de la traición y la venganza; del verdadero amor, del verdadero odio. Primero un acto literario, después un estilo operístico. El verismo fluctuó y definió la música de fines del siglo XIX y principios del XX en un estado creativo que sólo podía representar la vida tal y como es y ha sido a lo largo de los tiempos, de acuerdo con los ritmos que la sociedad le ha dictado. Los procesos políticos y culturales determinaron, en gran medida, el sentido con el que los autores veristas escenificaron la realidad.


Dos son las óperas que pasaron a la historia como pioneras del verismo (sin por ello negar que el repertorio es muy amplio). Por un lado, “Cavalleria rusticana” de Pietro Mascagni, pieza que representa la vida sencilla y a la vez tormentosa de la gente del mundo rural. Por otro, “Pagliacci” de Ruggero Leoncavallo, famosísima por su representación del amor, la traición y la venganza, envuelta en la tragicomedia de una caravana de payasos. Con “Cavalleria”, muchos estudiosos le dieron al verismo un año de nacimiento (1889). “Cavalleria” fue escrita por su autor para participar en el concurso de óperas breves organizado por la editorial Sonzogno de Milán. La obra ganó el premio no sólo del concurso, sino de la fama. Dicen que la noche del estreno, Mascagni tuvo que salir treinta y cuatro veces al escenario para agradecer las ovaciones. “Cavalleria” obtuvo un reconocimiento internacional tan grande, que el mismo Mascagni nunca pudo superar su éxito. El tema de esta ópera no sostiene ninguna pompa o parafernalia, es la simple explicación de cómo se resolvían y manejaban las cuestiones de honor entre los campesinos, su importancia y sus reglas. Sin embargo, para muchos, la verdadera definitoria de la nueva escuela fue “Pagliacci”, no sólo por su temática y contenido popular, sino porque constituyó todo un manifiesto verista. Es clara la influencia wagneriana en la partitura, pero lo que destaca es la creación del prólogo que, personificado, explica en un sentido realista lo que veremos en escena.

La intención del autor es hacernos sentir que las emociones de los personajes no provienen de una ficción, sino de algo real, de un acto de la naturaleza humana en sus vaivenes de amor y desamor. Como si fuera un recordatorio de la commedia dell’arte y una expresión hamletiana, el segundo acto muestra al “teatro dentro del teatro”; la representación de estos humildes payasos será solamente una imagen calca de la realidad. Se develan el conflicto y la traición. Canio, el payaso principal, vehículo de la pasión, matará a su mujer y al amante en el escenario. La ficción se volverá verdad, la actuación dejará de serlo. Destrucción de la cuarta pared, arrollamiento emocional: verdad. El impacto de esta ópera fue tal, que su famosísima aria “Recital… Vesti la giubba” se convirtió en un auténtico himno al sufrimiento. Cada ser humano, en relación con su realidad, deberá ponerse una careta, una máscara que difuminará el verdadero dolor que padece, que padecemos todos ante las mieles y hieles de la vida… “Ridi, Pagliaccio, sul tuo amore infranto, ridi del duol che t’avvelena il cor!”. Y al final, enharinarnos (o maquillarnos) las caras, y enfrentarnos a la vida como auténticos payasos que ríen mientras los corazones lloran. Para disfrutar de esta aria, basta entrar a Youtube y buscar las representaciones de Plácido Domingo, Franco Corelli, Mario del Mónaco o Enrico Caruso. Voces que se acoplaron perfectamente a la necesidad vocal del personaje y legaron espléndidas interpretaciones. Armando Arrocha fantasma_opera@hotmail.com

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l: Trisque

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Las imĂĄgenes de luchadores enmascarados aparecen en camisetas y bolsas que se venden en las tiendas mĂĄs chic de la Condesa. Algunos luchadores posan para revistas de moda, vestidos de Armani, pero enmascarados para no dejar de representar su eterno papel de hĂŠroes.


Los juguetes y máscaras que se venden a la salida de las arenas de lucha libre son tan codiciados por niños como por curadores que los consideran piezas de artesanía posmoderna. La lucha libre es un emblema de la identidad mexicana, ¿pero qué tanto nos representa?

En el cine y la tele En cualquier videoclub de México, y en algunos de Estados Unidos, es posible encontrar la filmografía completa del Santo, “El enmascarado de plata”, gran ícono de la lucha libre. Los herederos de Blue Demon, su archienemigo, anunciaron recientemente que debido al éxito del Santo en el medio audiovisual, todas sus películas serán reeditadas en DVD. En Estados Unidos se ha creado una imagen de México y de la mexicanidad que utiliza a la lucha libre como pretexto. Imagen que, por cierto, comparte la obsesión de los artistas por el exotismo mexicano. Un ejemplo es la serie estadounidense de dibujos animados Mucha Lucha. A excepción de un perro enmascarado que actúa como un lord inglés, el resto de los personajes son todos luchadores hiperquinéticos. Según algunos animadores estadounidenses, el síndrome de déficit de atención es el gran legado de México para el mundo (primero encarnado por Speedy González; ahora por regordetes enmascarados). Los creadores de esta caricatura, Lili Chin y Eddie Mort, siguen apostando por la lucha libre. En Los Ángeles, montaron un espectáculo que simboliza el renacimiento del cabaret californiano: Lucha Va Voom.

Cada función es un bricolaje en el que la cultura popular mexicana es interceptada por las estrellas de Hollywood Bob Fosse y Tod Browning. Resulta difícil determinar dónde se acaba el cuadrilátero y comienza la pasarela de los freaks. Se trata de un show que combina elementos propios del cabaret con la lucha libre, y que está dirigido a un público poco familiarizado con el arte de las llaves y contra llaves. . Otro ejemplo de la popularidad del exotismo mexicano es la película Nacho Libre, en la que Jack Black se vale de su comedia efervescente para encarnar a un personaje que es sacerdote de día y luchador de noche (historia que, evidentemente, fue inspirada por el legendario Fray Tormenta).

Cultura Algunos intelectuales mexicanos han explorado el tema a profundidad. Desde la fotografía y la crónica de Lourdes Grobet, David Siller y Emiliano Pérez Cruz, hasta el ensayo “Los Dueños del Tiempo” de Emmanuel Carballo, y Los Rituales del caos de Carlos Monsiváis. A pesar de los esfuerzos por proclamar una identidad original mexicana, la influencia cultural del exterior ha transformado irremediablemente al país. No obstante, la búsqueda frenética de rasgos distintivos de una cultura nacional continúa. Es por ello que los jóvenes productores culturales asumen de buena gana a la lucha libre. Pero, a diferencia de sus predecesores, no se dedican a analizar de manera escrupulosa el espectáculo, sino que actúan

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como cualquier ‘ñero’ que goza de la función: “Aluche, ¡pícale el culo!”, grita Kinkin, un diseñador de la Condesa, durante un combate en la Arena de Naucalpan. Parafraseando la terminología que ha sido usada y abusada por los intérpretes de la lucha libre (incluido Roland Barthes): la nueva generación de artistas se sumerge en el ritual de la lucha libre en busca de autenticidad cultural.

Literatura La literatura que existe aborda el tema desde una perspectiva ritual y simbólica, por lo que no resulta muy diferente de los estudios sobre la identidad nacional. Entre los textos académicos destacan los análisis de Tiziana Bertaccini sobre el héroe popular (2001), el trabajo de Karina Pizarro Hernández, que corona a Pachuca como una de las catedrales de la lucha mexicana (2003), y el concienzudo ensayo de Álvaro Fernández Reyes acerca de la figura de “El Santo” (2004). Sus argumentos no se 60 alejan demasiado de las ideas con que Octavio Paz da inicio a El laberinto de la soledad. El punto de partida de la mayoría de estos trabajos es el lenguaje o los distintos tipos de lenguaje corporal, y lo que el pueblo (más que un público en específico) siente ante la lucha libre, así como las mitologías que se construyen alrededor de dicho sentimiento. Estos autores hablan de un sistema de comunicación fundamentado en la expresión corporal del luchador, que representa un ritual que se repite cada semana: siempre los mismos dramas y la misma mitología. Académicos e intelectuales estudian la lucha libre como si intentaran comprender una obra de arte (detectan símbolos que deben interpretar primero y clasificar después). El resultado de semejante proceso choca frontalmente con la manera en que los protagonistas de esta disciplina se entienden a sí mismos. La teorización sobre la lucha libre hace suponer que cada función es un laboratorio con 3, 000 conejillos de indias que encierra el misterio de cómo vive y siente el pueblo de México. No repara en considerar que la lucha atrae a un público siempre fluctuante. Tampoco considera que, para empezar, la lucha libre es un negocio que cada año mueve millones de pesos. La lógica y realidad de este deporte/espectáculo es más que un festín de símbolos. La única forma de comprenderlo es en la arena, al presenciar una buena función de lucha libre.


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