BOCA DE SAPO N°23

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BOCA DE SAPO 23 Era digital, año XVIII, Marzo 2017.

ARTE, LITERATURA Y PENSAMIENTO

Tiempo Scavino - Moschini - Casiraghi Néspolo - González - Eseverri - Speranza

entrevista a Lita Stantic Crónicas de Felipe Benegas Lynch y Michele Boato Dossier de poesía / Opinión de Lázaro Covadlo


Artistas seleccionados para participar de BOCA DE SAPO 23: TIEMPO La obra de tapa, las que corren en la actualización web de Boca de Sapo:TIEMPO, así como la serie que acompaña el dossier de poesía y los dibujos que ilustran los textos de opinión pertenecen a Justo Barboza. Hemos seleccionado obras que sindican plurales estilos y épocas, a fin de dar a conocer la vasta trayectoria de este artista cuyano afincado en España desde 1977. La serie abstracta contrasta con cierto estilo marcadamente figurativo y político que caracteriza su producción anterior, como puede observarse en los dibujos que ilustran los artículos de Dardo Scavino y Jimena Néspolo. Pese a desplegar su búsqueda en distintas disciplinas artísticas, Barboza se considera ante todo un dibujante, “porque –como inculcaba Spilimbergo– debemos considerar a cualquier dibujo con la categoría de género autónomo”. El dossier reúne poemas pertenecientes a Alfredo Ramírez Vega, Federico Iglesias, Delia Esther Fernández Cabo, Diego Reis, Emilia Vidal, Sebastián Hernaiz, Pilar Galindo Salmerón, Nair Gramajo y Cecilia Valentina Fresco. Alfredo Ramírez Vega nació en la isla de Gran Canaria, en el límite de la frontera sur de España y Europa; con varios libros publicados, asegura que recurre a la cábala y la alquimia de las letras para dar vida a sus “criaturas”, siempre a caballo entre el mito de Prometeo y el monstruo de Frankenstein. Delia Esther Fernández Cabo, por su parte, se define como una “poeta clásica y lunfarda, de formación autodidacta”. Nacida en Uruguay, docente jubilada de Derecho y Sociología, ha sido además profesora de Declamación en Idioma Español para nivel secundario: “Los días se devoran el tiempo. La vida no es más que un camino hacia la muerte”, dice. Federico Iglesias es profesor universitario y magíster en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de General Sarmiento. Emilia Vidal, oriunda de Mar del Plata, es licenciada en Ciencias Biológicas y filósofa amateur. Ambos han sido galardonados en distintos concursos literarios. Los poetas Diego Reis y Cecilia Valentina Fresco viven en Villa La Angostura, integran el grupo literario “Alamberse!” y participaron en varias antologías de poesía patagónica. Diego nació en La Boca, creció en General Roca (Río Negro) y dirige la revista de cultura Rescate. Cecilia creció en Bariloche y participó de distintos talleres en Buenos Aires, tiene una novela y un poemario publicados. El porteño Sebastián Hernaiz es profesor de historia de la literatura argentina. Fue editor de la revista El interpretador, publicó el libro El arte de la guerra en el póker y, en la actualidad, conduce el programa de radio Escribir en el aire. De Pilar Galindo Salmerón sabemos que nació en la ciudad de Cartagena, está felizmente casada, tiene cinco hijos y sesenta y ocho años, y que ha escrito poesía a contrapelo de su trabajo en el Ayuntamiento. De Nair Gramajo, en cambio, sabemos que vive en Caleta Olivia (provincia de Santa Cruz) y que concibe a la escritura como si ésta fuera un aullido o una garra. En esta edición, además, los dibujos de Martín Vega ilustran la crónica de Felipe Benegas Lynch; y las obras gráficas de nuestra querida colaboradora Paula Adamo dialogan con el artículo de Mauro Moschini. El ensayo de Florencia Eva González está fielmente acompañado por los “poemas visuales” de Alejandro Thornton. En el rubro Canción, ha sido seleccionada para formar parte de Boca de Sapo 23 la pieza “Madera y mano” de la compositora, cantante y guitarrista María Pien.


BOCA DE SAPO 23 Arte, Literatura y Pensamiento

Era digital, año XVIII, Marzo 2017.

STAFF

DIRECTORA Jimena Néspolo

S u m ari o: T i e mpo

CONSEJO DE DIRECCIÓN Claudia Feld Nicolás Guerschberg Javier Olivera Walter Romero Laura Vazquez

 Las rimas del tiempo. Dardo Scavino /2  Crónica policial: En medio de la noche. Felipe Benegas Lynch /12  La muerte como recurso. Mauro Moschini /16  Dossier de poesía. Presentación: María Casiraghi /24  Opinión: ¿Cuánto dura un instante? Lázaro Covadlo /36

CONSEJO DE REDACCIÓN Felipe Benegas Lynch María Casiraghi Hache Pavón CORRECCIÓN Carolina Fernández

 El tiempo del relato de la intelligentsia. Jimena Néspolo /40  En el transcurso del tiempo. Florencia Eva González /50  Entrevista a Lita Stantic. Máximo Eseverri /58  Cronografías. Graciela Speranza /68  Crónica del futuro: Venecia sumergida. Michele Boato /74

ARTE Jorge Sánchez DISEÑO Victorio Scafati COLABORADORES Michele Boato Lázaro Covadlo Máximo Eseverri Florencia Eva González Mauro Moschini Dardo Scavino Graciela Speranza COMMUNITY MANAGER Matuziken Knight

Derechos reservados – Prohibida la reproducción total o parcial de cada número sin la cita bibliográfica correspondiente y/o la autorización de la editora. La dirección no se responsabiliza de las opiniones vertidas en los artículos firmados. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. Boca de Sapo no retribuye pecuniariamente las colaboraciones. Impresa en Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. www.bocadesapo.com.ar redaccion@bocadesapo.com.ar suscripcion@bocadesapo.com.ar ISSN 1514-8351 Editor responsable: Jimena Néspolo Dirección: Casilla de Correo N°60, Pedro Lagrave 451, CP (1629) Pilar, Provincia de Buenos Aires, Argentina. TE: +54 (230) 4459 599


Las rimas del tiempo De Borges a Auerbach, pasando por San Pablo y Edgar Allan Poe, la literatura moderna se construye entre la tensión de lo prefigurado enigmáticamente y una resolución sorprendente.Tanto la política como la ficción entienden que hay una correlación entre pasado y presente que habilita la disputa por los significados. Así como un escritor puede crear sus precursores, el juego político no deja de disputar el significado de ciertos significantes patrios.

Por Dardo Scavino

B

*Dardo Scavino (Buenos Aires, 1964) es egresado de la Universidad de Buenos Aires y desde hace veintitrés años vive en Francia. Actualmente es profesor de cultura latinoamericana en la Universidad de Pau. Entre sus obras, pueden mencionarse: La filosofía actual (1999), Narraciones de la independencia (2010) y Las fuentes de la juventud (2015).

orges nunca disimuló su admiración por la literatura de Chesterton.Y entre las narraciones del británico solía recordar una, iniciada con la concisa mención de un indio que mataba a su congénere arrojándole un puñal y concluía con la escena de un inglés que asesinaba a su amigo apuñalándolo con una flecha. El “cuchillo volador”, explicaba el argentino, prefigura la “flecha que se deja empuñar”, y esta “proyección ulterior” de un episodio, estos “ecos” temporales, caracterizan a cualquier buena ficción, incluidos los buenos filmes1. Dos décadas más tarde él mismo escribiría una historia que comenzaba evocando la muerte de un militar, Francisco Flores, “lanceado por indios de Catriel” y concluía cuando su nieto, Juan Dahlmann, estaba a punto de morir apuñalado en un duelo con un peón “de rasgos achinados y torpes” (episodio que tal vez Dahlmann sólo esté soñando mientras agoniza en un hospital porteño)2. Nadie ignora que “El Sur” abriga varias alusiones autobiográficas: el accidente de Juan Dahlmann, su oficio de bibliotecario y su “criollismo algo voluntario” se inspiran en la historia personal de Borges; Francisco Flores sería una transfiguración de su propio abuelo, Francisco Borges Lafinur, caído en 1874 mientras combatía las tropas de Nicolás Avellaneda; la guerra de los porteños contra los indios de Catriel recordaba la “frontera” étnica de la nación imaginada por la dirigencia porteña y prefiguraba el antagonismo entre el grupo Sur y los trabajadores “de rasgos achinados y torpes” que apoyaban a Perón. “El Sur” es un relato fantástico y político.Y si Borges pudo conciliar ambas dimensiones, se debe a que ciertas narraciones poéticas y ciertas narraciones políticas comparten una misma concepción del tiempo.

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Dibujos de Justo Barboza Las rimas temporales En un ensayo sobre el francés Léon Bloy, Borges había recordado que, según la teoría de los “tipos” o “figuras” de San Pablo, los episodios del pasado del pueblo hebreo eran “espejos enigmáticos” que oscuramente presagiaban su futuro, cuando llegara el Mesías. Y este advenimiento develaría a su vez la significación de esas predicciones o la inesperada, pero admisible, solución de esos enigmas. Toda una tradición exegética, que se remonta a San Ireneo y se prolonga hasta el mencionado Bloy, entendía, como Cervantes, que la historia era “depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir” 3, de modo que el historiador religioso no recordaba solamente estos acontecimientos para preservar el pasado sino también para mostrar que pasado, presente y porvenir habían sido previstos desde toda la eternidad. Al exégeta no le interesaba tanto el episodio por sí mismo como su “proyección ulterior”: indagaba los sucesos del pasado con vistas a conocer el futuro. La teología cristiana proponía de este modo una interpretación peculiar de la historia magistra vitae: la historia enseña, como planteaba Cicerón, pero no sabemos todavía qué. Solo

lo sabemos “enigmáticamente” o “como a través de un espejo” (debido a la precariedad de aquellos espejos, no resultaba fácil adivinar la identidad de la persona reflejada, de modo que estos espejos prefiguraban desfigurando, desfiguración lógica, a fin de cuenta, ya que si no hubiese desfiguración, no habría tampoco figura: solamente anuncio literal). Para entender esos augurios precisaríamos descifrar integralmente el enigma, o penetrar en el secreto herméticamente encerrado en las peripecias del pasado, y esta revelación sólo termina produciéndose cuando las predicciones se cumplen o cuando el futuro se presenta. Sin conocerse mutuamente, Borges y Erich Auerbach coincidieron en este punto: la literatura moderna es una versión secularizada de la tipología paulina. Borges no había llegado hasta Pablo de Tarso y Bloy por motivos religiosos sino estrictamente literarios: ambos proponían una concepción de la temporalidad que poseía una ostensible analogía con las posiciones de Edgar Allan Poe acerca de la elaboración de poemas y relatos. Un cuento debe constar de dos argumentos, aseguraba el argentino: “uno, falso, que vaga-

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mente se indica, y otro, auténtico, que se mantendrá en secreto hasta el fin” 4. Estos dos argumentos corresponden a dos interpretaciones diferentes del pasado. Los historiadores leen los documentos para reconstituir los sucesos. Los narradores leen los propios sucesos para reconstituir lo que anuncian. Del mismo modo que el Juicio Final daba por terminada la historia revelando la significación precisa, o “total”, de cada hecho del pasado –de cada uno de los hechos que lo habían anunciado “en parte”–, los elementos del poema o del cuento debían anticipar “enigmáticamente” el desenlace, y su significación plena revelarse hacia el final, a la manera de las narraciones policiales. Esos elementos de la narración preñados de una indefinible inminencia tenían, para Poe, un estatuto comparable con las rimas de la poesía. “Siempre esperamos las rimas”, anotaba, dado que “el ojo, previendo el final del verso, sin importar si es largo o corto, espera una rima que percibe la oreja”. Pero como los finales de los cuentos, estos ecos sonoros debían resultar inesperados. “Si usted omite este elemento de extrañeza, de sorpresa, de novedad, de originalidad –llámelo como se le antoje– va a perder todo lo que, en la belleza, es etéreo”. “La perfección de la rima”, concluía el norteamericano, “sólo puede obtenerse por la combinación de dos

elementos: la igualdad y lo inesperado” 5.Y algo comparable ocurría con las prefiguraciones de Pablo: anunciaban algo aunque los lectores no supieran qué exactamente. Pero cuando lo augurado llegaba, cuando “lo por venir” sobrevenía, todo el mundo comprendía que se trataba de eso. Para Pablo y Poe el tiempo era, como para San Agustín, esa mezcla de memoria y espera, de remembranza y premonición. Esta concepción del tiempo se encontraba también en muchos célebres ensayos sobre la historia nacional. Basta con leer Radiografía de la pampa para entender que la conquista de esas tierras había sido, para Martínez Estrada, “ejemplo y aviso de lo presente” y “advertencia de lo por venir”, algo que el bahiense sugería declarando que los argentinos seguían viviendo “con aquellas minas de Trapalanda en el alma”: “el antiguo conquistador”, explicaba, “se yergue todavía en su tumba, y dentro de nosotros, mira, muerto, a través de sus sueños frustrados, esa inmensidad promisoria aún, y se le humedecen de emoción nuestros ojos” 6. Esos aventureros llegados a tierras sudamericanas para enriquecerse sin sembrar ni fabricar ni vivir en sociedad prefiguraban, según Martínez Estrada, a todos esos inmigrantes que vendrían a “hacerse la América” algunos siglos más tarde, esa población extranjera que terminaría erigiendo la nueva Argentina. A pesar de haber regresado a Ítaca bajo el aspecto de un mendigo viejo y andrajoso, Ulises había sido reconocido por su nodriza Euriclea gracias a una cicatriz en el muslo. A pesar de haber retornado al Río de la Plata bajo el disfraz de un inmigrante humilde y desconcertado, el conquistador español sería reconocido por Ezequiel Martínez Estrada gracias a la interpretación de algunos signos. Radiografía de la pampa y Muerte y transfiguración de Martín Fierro recurren al mismo procedimiento: radiografiar significa acceder a una figura escondida detrás de otra. Los historiadores, en cambio, no practican estas exégesis. Para ellos, la conquista es un episodio del pasado que, a través de una serie de causas y efectos, extiende sus consecuencias hasta llegar a nuestros días. Pero esa conquista no regresa ni siquiera transfigurada. Martínez Estrada sustituía, en cambio, aquella causalidad histórica por una causalidad mítica: la conquista se convierte en una vasta representación alegórica cuyos actores vaticinan, sin saberlo, el porvenir de la región. Pero si esos episodios pasados logran vaticinar el futuro, se debe a que esas representaciones, como en los rituales de la lluvia o de la fertilidad evocados por Borges apenas un año antes, terminan provocando el advenimiento del episodio invocado. El porvenir es aquello que viene, y para que algo venga, hay que saber llamarlo. Para Borges y Martínez Estrada, un episodio narrativo es un minucioso ritual, y este ri-

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tual, un llamado. Todo el secreto de la narración, para ambos, reside en el estatuto significante o figurativo de las acciones de los personajes: una narración no son solamente palabras que hablan, literal o figurativamente, acerca de acciones imaginadas o reales sino también acciones imaginarias o reales que hablan acerca de otras acciones.Y cuando decimos que hablan acerca de ellas, decimos también que las llaman para que vengan. Pero Borges y Martínez Estrada no fueron los únicos en pensar así. Muchas décadas después de Radiografía de la pampa, El río sin orillas de Juan José Saer presentaría la primera fundación de Buenos Aires como un episodio premonitorio: “Hay que reconocer que ya estaban presentes en el acontecimiento”, escribe él mismo, “muchos de los elementos característicos de lo que serán después la ciudad y la región”, como si este desembarco hubiese plantado, “de una vez y para siempre, la semilla de nuestras suavidades y de nuestras asperezas”. En esta primera fundación de la capital se encontraban ya “tres elementos casi constantes de la región: un puñado de dirigentes que reivindican toda una serie de privilegios”, “una mayoría de pobres diablos de diversas nacionalidades a los que la miseria empujó a América con la intención de enriquecerse” y “una vasta masa anónima, los indios, relegada a las tinieblas exteriores” 7.Y cuando Saer habla de “semilla”, está insinuando también que la relación entre el pasado y el futuro, entre el acontecimiento profético y el profetizado, entre los episodios que llaman y los que vienen, coincide con la temporalidad teleológica del aristotelismo: el Buenos Aires de Mendoza era una Argentina del siglo XX en potencia, como si esta nación ya se hubiese encontrado in nuce en sus episodios iniciales, mientras la Argentina del siglo XX sería el Buenos Aires de Mendoza en acto. Como ese pintor de Magritte que pintaba un pájaro volando mientras observaba un huevo, Saer escribe la historia argentina de los siglos XIX y XX mientras rememora las expediciones de Solís y Mendoza.

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No deja de resultar curioso que Saer haya adoptado esta interpretación tipológica en su ensayo sobre la Argentina dado que, como novelista, forma parte de esa generación de escritores post-borgeanos que prefirieron despojar a los acontecimientos de su dimensión premonitoria, como si hubiesen decidido eliminar también las rimas de la temporalidad narrativa o, a lo sumo, conservar su vaguedad, sus insinuaciones equívocas, sus sugerencias ambiguas, suprimiendo de las narraciones cualquier viso de revelación cristiana o policial. Cualquier viso de Juicio Final. Esta dimensión providencial, en cambio, ordena El río sin orillas, y podríamos recorrer la mayoría de los ensayos encargados de explicar el “mal argentino” (desde la Historia de una pasión argentina de Eduardo Mallea hasta El pecado original de América de Héctor Murena) para encontrarnos con el mismo resultado: todos se remiten a un acontecimiento fundacional en donde se cifra, “como a través de un espejo”, el porvenir de la nación. La tarea del ensayista consiste en mostrar por qué las figuras que aparecen en la superficie del espejo anamorfótico de los sucesos pretéritos son imágenes desfiguradas de los episodios de la historia subsiguiente. El futuro, para estos ensayistas, es el secreto del pasado.

Argentina en potencia Esta versión secularizada de la historia providencial se encuentra en muchos discursos políticos, sobre todo cuando se pronuncian durante alguna “fecha patria”. Recordemos, para el caso, la alocución de Mauricio Macri durante la conmemoración del Bicentenario en San Miguel de Tucumán. Macri comenzó explicando que en esta misma “Casa Histórica” es “donde empezó la historia” (sic) porque “un conjunto de ciudadanos se animaron a soñar”. Y “hoy”, prosiguió diciendo, “estamos todos movilizados con los gobernadores que estuvimos ahí dentro asumiendo compromisos de futuro y tratando de pensar y sentir lo que sentirían ellos en ese momento”. El presidente se dirigió entonces a su invitado de honor, Juan Carlos I, para presumir que “deberían de tener angustia de tomar la decisión, querido Rey, de separarse de España”, “porque nunca es fácil, no fue fácil en ese momento ni es fácil hoy asumir ser independientes, asumir ser libres, porque esto conlleva una responsabilidad”. El presidente no se limitó a rememorar la declaración de independencia: la convirtió, por sobre todo, en un augurio de su propia acción gubernamental. “Eso es lo que los movilizó el 9 de julio de 1816”, aseguró el mandatario, y “hoy, el mismo 9 de julio pero doscientos años después, les quiero pedir lo mismo a todos los argentinos: que seamos protagonistas, que nos tengamos fe, que creamos en nosotros mismos, en nuestra capacidad de crear, de hacer, de desarrollar” 8. Aunque propusiera una interpretación diametralmente distinta del acontecimiento inaugural, Cristina Fernández de Kirchner había desplegado la misma visión de la historia exactamente un año antes y en ese mismo lugar. La ex presidenta recordó igualmente el “miedo” de los representantes del congreso tucumano a la hora de votar por la independencia. Solo que para ella se trataba del miedo ante las represalias militares del imperialismo español. Y este miedo de los congresistas reunidos en la casa de Francisca Bazán rimaba con muchas situaciones actuales: “no era que fueran malos o malos patriotas”, explicó, “simplemente uno lo puede ver en el mundo hoy o el otro día cuando hizo el referéndum Grecia, cómo metían miedo a los propios griegos”, y también “acá”, “en la etapa del neoliberalismo dentro de mi propio partido”, cuando les decían que “si no votábamos tal cosa, se caía tal otra, que si no pasaba tal otra, se caía lo otro”. Si nos atuviéramos a la historia, resultaría imposible invocar literalmente esa misma tercera persona del plural para referirse a personajes tan distantes como los partidarios de Fernando VII, los dirigentes de la Banca Europea y los call boys menemistas del Departamento de Estado. Pero esa

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tercera persona literalmente imposible puede invocarse figurativamente: las amenazas militares del ejército realista contra los partidarios de la independencia son análogas, para la ex presidenta, a las intimidaciones de los funcionarios europeos contra los representantes de Syriza y a los chantajes de los secuaces del FMI y Estados Unidos contra los peronistas disidentes. Por eso, concluía, “creo que rendir homenaje a la Independencia, rendir homenaje a los hombres y a las mujeres que contribuyeron a ese 1816, porque antes de 1816 estuvo la batalla de Tucumán, estuvo la batalla de Salta, estuvo el cruce de Los Andes” (sic), “no se llega a un congreso si otros antes no pusieron el pellejo” y “no llegamos a este momento si algún otro no puso lo que tenía que poner en los momentos más difíciles de nuestra historia”, “como el 2005 en Mar del Plata” –cuando varios mandatarios de la región se opusieron al tratado de libre comercio dictado por Estados Unidos–, “o como frente a los acreedores cuando nos decían que era una locura lo que estábamos proponiendo” 9. Tanto Macri como Fernández de Kirchner “crean” a sus precursores dado que ambos interpretan el pasado a la luz de su presente: para la ex presidenta, la declaración de la independencia rima con la oposición al ALCA y a la usura financiera, de modo que la monarquía borbónica prefiguraba a los Estados Unidos, el FMI y los planes pergeñados por Domingo Cavallo; para el hijo de Franco Macri, en cambio, aquel acontecimiento formó parte de una gesta liberal destinada a vencer el monopolio de la corona española y el paternalismo de las autoridades políticas y religiosas con el objetivo de obtener la independencia de los individuos. Esta independencia no prefigura, para él, las políticas antimperialistas del Unasur sino el combate de su partido y sus influyentes mass media contra el “populismo” kirchnerista. Macri retrotrae así la independencia a su significación originaria: esa edad en que los jóvenes llegan a la mayoría y se emancipan de la tutela paterna. Y esta emancipación significaría, hoy, que los individuos

deben emanciparse de las políticas paternalistas de los esposos Kirchner. La ex presidenta, en cambio, toma la palabra “independencia” en su acepción moderna: un pueblo emancipado no vive bajo la tutela de otro porque se gobierna a sí mismo. Y este gobierno de sí, esta autodeterminación, esta soberanía nacional en ruptura con cualquier tutela imperialista, es la definición de la democracia posterior a Rousseau. Democracia significa, para Macri, autodeterminación individual; para Fernández de Kirchner, autodeterminación popular. El presidente piensa que los individuos son independientes aunque las políticas de su país sean dictadas por el FMI y el Departamento de Estado; la ex presidenta, en cambio, no. Alguien podría señalarnos que existe otra diferencia crucial en los discursos de ambos mandatarios. Y pasaría por una sintomática omisión en la alocución de Macri. El presidente insistió, efectivamente, con la cuestión de la “angustia” y el “miedo” de aquel “conjunto de ciudadanos” –evitó el vocablo “equipo” esta vez– reunidos en Tucumán. Recordó incluso el “coraje” requerido para semejante decisión, invocando así el ideal heroico inherente a cualquier epopeya patria. Pero a diferencia de la ex presidenta, no mencionó en ningún momento las guerras contra los ejércitos de Fernando VII. En su discurso no aparecieron, curiosamente, ni Belgrano ni Güemes ni San Martín. Tal vez porque hablar de enfrentamientos armados contra el imperio hubiese parecido una alusión a épocas en que un grupo de hombres y mujeres “se animaron a soñar” y “asumieron la responsabilidad” de sus actos hasta pagarlo con sus vidas. Para Macri, como para su aliada Elisa Carrió, esos combatientes eran “los violentos”, y habría resultado difícil, por no decir imposible, explicar por qué Belgrano, Güemes o San Martín no lo eran aunque hubiesen recurrido a la violencia –a la política armada– cuando asumieron su “compromiso de futuro” enfrentando al ejército que defendía los intereses del imperio. En el lugar de ese segmento de la historia

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sintomáticamente borrado, o tachado, Macri pone la “angustiosa” asunción de la responsabilidad individual y el combate contra la amenaza kirchnerista: “Y no tengamos miedo, no escuchemos a aquellos que se han enfermado con el poder”, concluía diciendo en alusión a sus predecesores. Pero hay que reconocer que Fernández de Kirchner, para quien el neocolonialismo se distingue, como para muchos peronistas, del viejo colonialismo español porque favorece las políticas librecambistas y la privatización de la economía, pasa por alto a su vez las posiciones liberales de los próceres de la independencia: muchos revolucionarios estaban a favor de la libertad de comercio y de la emancipación de los individuos con respecto a la tutela de corregidores y clérigos, y más de un ferviente defensor de los indígenas, como Bernardo de Monteagudo, terminó bregando por una república de propietarios con sufragio censitario. Un ciudadano, para Monteagudo, era un individuo independiente, y un individuo independiente, alguien que no se encuentra en relación de dependencia: patrón o pater familias. La presidenta, no obstante, convierte a los liberales de hoy en descendientes de los españoles de ayer porque, como ella misma dice, el rasgo que comparten ambos –el rasgo que ella selecciona para incluirlos en el mismo conjunto– es la intimidación del pueblo, de modo que personifican, por este mismo motivo, a los ene-

migos comunes, esos personajes insoslayables a la hora de consolidar una alianza popular. No hay memoria, ni siquiera memoria histórica, sin olvidos: la memoria no es un minucioso registro integral de los hechos del pasado sino, desde el inicio, un relato. El secreto del pasado La relación entre el pasado y el presente se parece, en esta concepción de la historia, a la relación entre significante y significado: la situación actual va a recibir el nombre del acontecimiento inaugural (“segunda independencia”, “nuevo 9 de julio”), pero el acontecimiento inaugural va a recibir la significación de la situación actual (“autodeterminación nacional”, “responsabilidad individual”). Por su gusto del anacoluto, Macri es extremadamente prístino al respecto: “les tengo que pedir, desde este lugar en el que hemos asumido todos de ser independientes, significa responsables, significa –como les dije hoy– solidarios…”. Y cuando introduce, a su vez, el vocablo “solidarios”, se apresura a desinfectarlo de cualquier connotación colectivista para convertirlo en un sinónimo de “responsabilidad”: no se trata de compartir el trabajo y las riquezas entre todos los argentinos sino de “consumir la menor cantidad de energía posible”. Si no lo hacemos, nos explica, “dañamos el medioambiente, y nos hemos comprome-

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tido con el mundo y tenemos que cumplir, a que vamos a ser parte de la lucha contra el cambio climático que tanto afecta a nuestro país” (responsabilidad ecológica que enmascaraba una responsabilidad económica: asumir individualmente los aumentos del precio de la energía después de que su administración comenzara a suprimir las subvenciones “paternalistas” del gobierno precedente). El enfrentamiento en torno a la interpretación de los significantes pasados, o en torno a la revelación del secreto de las figuras históricas, va a coincidir con el antagonismo en torno a los proyectos del presente, como si esta o aquella lectura de los sucesos históricos situara automáticamente al intérprete en alguna de las posiciones del antagonismo actual. Esto explicaría por qué alguien que recordara las prédicas liberales de muchos próceres de la independencia sería considerado, probablemente, liberal, como si atribuirles esas ideas a los padres de la patria equivaliera a defenderlas en nuestros días. Esto nos sugiere además hasta qué punto los significantes unen mientras que los significados dividen. Los argentinos se identifican con algunos símbolos como el propio gentilicio “argentino”, la bandera celeste y blanca, el himno nacional, el 25 de Mayo, el 9 de Julio o cualquiera de esos significantes que se negarían a pisotear.

Pero las discrepancias comienzan cuando hay que llenar esos significantes con algún significado.Y con la discrepancias, la política. Porque desde una perspectiva política, el pasado ya no es una sucesión de hechos históricos sino una simultaneidad de oposiciones significantes: patriotas o españoles, federales o unitarios, peronistas o anti-peronistas, etc. O para decirlo con la terminología saussureana: la diacronía se convierte, para cualquier mitología política, en sincronía. Aunque evoquen solamente a los independentistas, tanto Macri como Fernández de Kirchner están proponiendo un paralelo metafórico o proporcional entre dos pares de opuestos: por un lado, los independentistas eran a los españoles lo que los liberales PRO a los proteccionistas K; por el otro, los independentistas eran a los españoles lo que los proteccionistas K a los liberales PRO (no habría que confundir, en este aspecto, el antagonismo con el diferendo político: el primero es simbólico y aparece siempre en el interior de un relato, el segundo es real y, como en este caso, tiene lugar entre dos relatos heterogéneos). Esta transformación de la diacronía en sincronía de oposiciones binarias se ve confirmada por una de las muletillas más obsesivas de los propios discursos políticos, muletilla que podría resumirse con proclamas como “terminemos con los enfrentamientos que nos dividieron durante décadas” o “trabajemos juntos por el futuro de la patria”. Jorge Rafael Videla, por ejemplo, justificaba el golpe de Estado de 1976 acusando a los políticos de “agitar”, con “fines puramente electorales”, “slogans, rótulos, frases hechas” que nos llevaron a “enfrentarnos en antinomias estériles y confundirnos profundamente, a punto tal que hoy es difícil distinguir dónde está el bien y dónde está el mal”. Videla lamentaba las antinomias “estériles” porque presuponía la existencia de una antinomia tácitamente “fértil”: una oposición entre “el bien y el mal”, como él mismo la llamaba, que los políticos de la época nos habrían hecho relegar. Y esta antinomia “fértil” era, a su juicio, la “lucha contra la subversión”, una subversión que habría aprovechado la “confusión” suscitada por esos enfrentamientos infructuosos entre argentinos para “subvertir los valores esenciales de la nación”10. Pero esta distinción entre las antinomias “estériles” y “fértiles” (entre las “contradicciones secundarias” y la “principal”, hubiese dicho Mao Tse-Tung) no es una particularidad del discurso de Videla sino una regla gramatical de los discursos políticos: el llamado a la unidad, o el fin de los enfrentamientos superfluos, siempre se hace en nombre de una “lucha verdadera”, un combate “que nos incumbe a todos” o un antagonismo ineludible con un enemigo común aunque el combate y el enemigo común cambien, por supuesto,

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La política se caracteriza por trazar en una coyuntura histórica precisa una frontera antagónica a través de cualquier diferencia pre-política, o pre-antagónica, en el seno de una población. y para simbolizar este antagonismo, suele recurrir a la batería de oposiciones significantes que le proporciona el pasado. de un discurso a otro, de una política a otra. Macri, sin ir más lejos, resumió esta misma regla gramatical en su discurso de asunción sustituyendo el adjetivo “estéril” por “inútil”. Hablar de “un país unido en la diversidad”, había dicho en el Congreso, “puede sonar increíble después de tantos años de enfrentamientos inútiles”, “pero es un desafío excitante” y “es lo que pidieron millones de argentinos que estaban cansados de la prepotencia y del enfrentamiento inútil”11. Como el universitario que les declara la guerra a las oposiciones binarias o se proclama enemigo acérrimo de un mal, el maniqueísmo, Macri no escatima paradojas cuando aborda esta cuestión: vamos a enfrentarnos, anuncia, a quienes buscan enfrentarnos. Coda La política se caracteriza por trazar en una coyuntura histórica precisa una frontera antagónica a través de cualquier diferencia pre-política, o pre-antagónica, en el seno de una población, sea esta de orden económico, social, lingüístico, cultural, religioso, sexual o generacional. Y para simbolizar este antagonismo, suele recurrir a la batería de oposiciones significantes que le proporciona el pasado. Los propios partidarios de la independencia, después de todo, habían recurrido al enfrentamiento entre indios y conquistadores para simbolizar la lucha entre patriotas y godos aunque muchos de ellos reivindicaran a la vez una ascendencia ibérica y hasta los privilegios obtenidos por sus ancestros durante la ocupación de las Indias. Los rituales conmemorativos son momentos particularmente apropiados para introducir este movimiento temporal doble. Por un lado, se buscan en el pasado los significantes susceptibles de nombrar las discre-

pancias presentes: nuestro auténtico nombre es “9 de Julio”, parecieran decirnos Macri y Fernández de Kirchner.Y por eso muchos discursos políticos convierten la expresión “hoy como ayer” u “hoy como entonces” en “somos los descendientes” o “somos los herederos”: esos nombres ancestrales son los significantes totémicos de cualquier nación. Se seleccionan del presente, por otro lado, algunos significados políticos para trasladarlos al pasado: “9 de Julio” significaba “responsabilidad individual” por oposición a la tutela monárquica, nos dice Mauricio Macri, o “autodeterminación nacional” por oposición al imperialismo, según Cristina Fernández de Kirchner. Los proyectos políticos actuales aparecen como el cumplimiento de mandamientos proferidos por los padres de la patria: “asumimos hoy la tarea que nos encomendaron nuestros próceres”. Sólo que las claves para entender esos mandatos paternos –lo que el viejo quería en realidad cuando dijo lo que dijo e hizo y lo que hizo– las tienen sus descendientes. Son ellos quienes interpretan el testamento. Son ellos quienes “crean” a los fundadores. Así, cuando Macri recuerda que le está “pidiendo” algo al pueblo argentino “desde este lugar en el que hemos asumido todos de ser independientes”, resume en esa primera persona del plural todo un linaje que se remonta a los delegados del congreso tucumano de 1816 y se extiende hasta sus herederos: los argentinos actuales. En la introducción al 18° Brumario Karl Marx aseguraba que la “revolución social del siglo XIX no podía sacar su poesía del pasado”, como había ocurrido con la revolución política del XVIII, y en especial con la francesa y sus imitaciones teatrales de la república romana. La revolución social precisaba “liquidar cualquier superstición en relación con el pasado”12, para sacar su poesía del futuro. Las revoluciones sociales,

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no obstante, se abstuvieron de seguir los consejos del filósofo renano.Y la política, la política tal como la conocemos, también. Basta con recordar el nombre de muchos movimientos de liberación nacional de los últimos cincuenta años –desde los Tupamaros hasta la Revolución Bolivariana pasando por los Montoneros, los Sandinistas o los Zapatistas– para comprobar hasta qué punto siguieron sacando su poesía de las revoluciones pretéritas. Tanto Borges como Auerbach habían destacado la importancia de estas rimas temporales en El Quijote. Para Cervantes, en efecto, la historia es “aviso de lo presente” porque ciertos hechos del pasado prefiguran los actuales. Pero esta interpretación magistral o providencial de la historia solía venir acompañada por una imitatio de los personajes, como en la imitatio Christi de Tomás de Kempis. Don Quijote practicaba una imitatio Amadis o Rolandi, de modo que los héroes del pasado se convertían en “proyecciones ulteriores” del hidalgo manchego tan pronto como este los repetía o los “interpretaba” (en la doble acepción de esta palabra). Don Quijote no se había limitado a leer las novelas de caballería como relatos de acontecimientos históricos ocurridos en algún pasado heroico; las entendía además como llamamientos o interpelaciones a los cuales respondía. Es lo que sucedía cuando Macri les pedía a los argentinos que hicieran “lo mismo” que los próceres de la independencia. Alguien puede señalarnos que Amadís y Rolando eran personajes ficticios, mientras que Laprida o Pueyrredón fueron reales. Pero la diferencia se disipa desde el momento en que la conmemoración política no encumbra a esos personajes como individuos históricos sino como figuras mitológicas. Sólo así la historia puede repetirse como tragedia o como farsa. Como advenimiento. Borges no sugería otra cosa con el quijotesco Dahlmann o con las meticulosas actuaciones de los independentistas irlandeses. Narraciones poéticas y narraciones políticas. De uno u otro modo, ambas siguen estableciendo

aquella rima metafórica entre el pasado y el presente: la historia nos aporta las figuras, y la actualidad, lo figurado. Por eso el pasado no termina de pasar nunca en ellas: la diferencia entre ayer y hoy, antes y ahora, muertos y vivos, se convierte en una diferencia poética entre significantes y significados. Como ocurría cuando Borges establecía una analogía poética y política entre el combate del abuelo contra los indios de Catriel y el inminente duelo de su nieto con el “cabecita negra”, ni la ficción ni la política anulan el tiempo: ambas mantienen la distinción entre pasado y presente aunque sus invocaciones rituales logren hacer caminar a los muertos, por un momento, entre los vivos.

1. Borges, Jorge Luis. “El arte narrativo y la magia” en: Obras completas. Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 231. 2. Borges, Jorge Luis. “El Sur” en: ibid., p. 525. 3. Borges, Jorge Luis. “Pierre Menard, autor del Quijote” en: ibid., p. 449. 4. Borges, Jorge Luis. “María Esther Sánchez, Los nombres de la muerte” en: Prólogo con un prólogo de prólogos. Madrid, Alianza, 1998, p. 116. 5. Poe, Edgar Allan. “Marginalia” en: The CollectedWritings of Edgar Allan Poe.Vol. II: The Brevities, New York, Gordian Press, 1985, p. 537. 6. Estrada, Ezequiel Martínez. Radiografía de la pampa. Nanterre, Archivos, 1996, p. 9. 7. Saer, Juan José. El río sin orillas. Buenos Aires, Alianza, 1991, p. 67-68. 8. Macri, Mauricio. “Palabras del presidente Mauricio Macri en el acto del Bicentenario de la Independencia en Tucumán”, http:// www.casarosada.gob.ar/informacion/discursos. 9. Kirchner, Cristina Fernández. “Palabras de la presidenta de la nación, Cristina Fernández de Kirchner, en el acto de celebración del 199° aniversario de la declaración de la independencia celebrado en Tucumán”, http://www.casarosada.gob.ar/informacion/ archivo. 10. Videla, Jorge Rafael. Mensajes presidenciales. Tomo 1, Buenos Aires, Secretaría de Información Pública, 1977, pp. 26-28. 11. Macri, Mauricio. “Palabras del Presidente de la Nación, Mauricio Macri, ante la Asamblea Legislativa en el Congreso de la Nación”, http://www.casarosada.gob.ar/informacion/discursos. 12. Marx, Karl. El 18° Brumario de Luis Bonaparte. Madrid, Alianza, 2015, p. 36.

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Crónica policial

En medio de la noche Por Felipe Benegas Lynch

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l cuchillo estaba en la cocina. Las astillas sobre la rodilla. Pierna adentro el joven entró, exalado por la noche. Ojo por ojo. Diente por diente. Se abalanzó sobre la casa, el auto y la chica y en un segundo estaba ahí: con las manos desarmadas de la noche, buscando algo con que herir la intimidad de esa familia que no era la de él.Tomó el cuchillo que no era suyo. Lo colocó sobre el cuello de esa chica que no era su novia ni su hermana y la obligó a subir la escalera para comenzar la demanda formal de dinero, teléfonos, joyas. Era una familia numerosa. El padre, calmo, trató de hacerlo reflexionar: se podía llevar todo, pero tenía que soltarla a ella. Se lo podía llevar incluso a él. Ese fue el trato y partieron en el auto del doctor con el botín rumbo a La Cava. El escenario me resulta familiar.Vivo a dos cuadras de esa casa. Estuve en esa cocina incluso, buscando una receta una mañana en la que irrumpí en el desayuno familiar del doctor. Porque Héctor ayudó a recibir a mis dos hijas. Compartió mansamente el alumbramiento y nos felicitó antes de partir. Su casa queda frente a la parada del colectivo. De ahí al barrio marginal adonde el joven lo hizo conducir no hay ni veinte cuadras. Es un barrio tranquilo. A pesar de las abismales diferencias que se manifiestan en menos de veinte cuadras.

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Dibujos de Martín Vega

Lo que hizo el joven fue “una entradera”, en la jerga de los noticieros. Recuerdo otra ola de robos en los comercios de la zona hace unos dos años, cuando nos mudamos. En el quisco, en la ferretería, en el almacén. El verdulero se salvó de milagro. La modalidad era otra: “motochorros”. A plena luz del día aparecía un escueto malón de dos montados en una moto y pasaban a cobrar como si estuvieran recogiendo el diezmo. Ni hablar de los uniformados de la comisaría cercana. Los noticieros insisten con su jerga. Hace meses que se habla de la “justicia por mano propia”. Un carnicero atropelló al ladrón. Otro hombre mató a su asaltante a balazos. La Justicia deberá determinar responsabilidades, dicen. En muchos casos el implícito es que está bien que los acribillen a balazos, que los pisen o los dejen inválidos a patadas. Son la lacra que debe desaparecer. Eso fue lo que muchos le dijeron al hermano de Héctor cuando la familia decidió hacer público lo que había pasado. Porque a pesar de que estaba claro lo que había pasado, había mucho por esclarecer. Porque cuando Héctor salió de su casa con el auto rumbo a La Cava los móviles de la policía comenzaron a disparar a mansalva y él tuvo que huir, alentado por el cuchillo que vacilaba en su cuello sostenido por la mano de un joven de 19

años. Cuando apareció otro patrullero que lo interceptó de frente la balacera se multiplicó. Como en las películas. Salvo que aquí el rehén no era la prioridad. Tampoco la vida. No hubo una tensa negociación. Ni siquiera una advertencia. Tampoco se solucionó mágicamente con un francotirador que matara al malo y liberara al bueno. Ese fue el problema. Que el obstetra, en su descarga, sostenía que su captor era tan víctima como él. Que debía haberse preservado la vida por sobre todo. Y la vida no es privilegio de unos sí y de otros no. No reconoce barrios ni oficios, buenos o malos. Más de un buen vecino manifestó su horror al ver que se victimizaba al victimario. Porque para colmo de males, Héctor y su hermano decidieron comunicar que el chico se llamaba Javier, que tenía 19 años y que su historia familiar no era para nada alegre. Como para entender que anduviera haciendo entraderas a las diez de la noche adonde no lo llamaron.Y que además se lleve una balacera de regalo y le quiten su preciado botín, que la policía decidió conservar antes que devolvérselo a su evidente y maltrecho dueño. Está claro que Javier no es el dueño de lo que usurpó valiéndose de amenazas. No se trata de justificar su acto. El dueño es Héctor, que en una pausa de la balacera decide bajarse del auto, esperando que la policía lo

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resguarde de tamaña persecución, y recibe en el acto un balazo que le hace estallar el fémur y lo deja inmovilizado, expuesto a las esposas y al maltrato de los uniformados, que ya están calculando el descuento que le van a hacer del total del botín. Porque para algo trabajan. Y ese chico se había cortado solo. El diezmo es algo para compartir.Y de eso no se salva ni el obstetra ni el ladrón. Como no se salvaron el almacenero, el ferretero o el quiosquero cuando les tocó enfrentarse a esas incursiones al estilo far west en una zona evidentemente “liberada”. Vale aclarar que la comisaría en cuestión está a apenas unas cuatro cuadras de esos comercios y a dos cuadras de lo de Beccar Varela. Vale aclarar también que en este país, viciado de dictaduras y sometimientos, la policía no es el mejor referente de seguridad. Al menos así me lo han inculcado a mí: la policía mejor lejos. La jerga del periodista radial estalla cuando el hermano de Héctor insiste con su posición: no exige “mano dura” para vengar el mal rato que vivió su hermano, tampoco se escuda en la posibilidad de que la policía hubiera confundido al doctor con el delincuente por inoperancia. Dice abiertamente que no hubiera estado bien que mataran a Javier. Además, la policía había sido alertada acerca de quiénes eran los dos tripulantes del auto. Y en ninguna parte del trayecto hubo agresiones desde el auto de Héctor para con el patrullero. Héctor y su hermano portan uno de los apellidos más emblemáticos y tradicionales de San Isidro. El periodista expresa abiertamente su prejucio: esperaba más violencia de parte de su interlocutor para con el chico y no tanto encono con la policía. El hermano de Héctor es abogado, calmo como Héctor y locuaz como lo exige su profesión. Seguramente por eso lo eligieron como vocero familiar. Hábilmente corre el foco de la cuestión: la inseguridad no es solamente lo que vive la gente decente y profesional a causa de robos y secuestros. Inseguridad es sobre todo lo que vive diariamente un chico como Javier, que habita en la calle, sin padres, sin trabajo y con recurrentes entradas a la cárcel. Inseguridad es que tanto Javier como Héctor tengan que enfrentarse a una policía que no muestra ningún respeto por la vida y que vive de los negociados y la corrupción. El abogado de doble apellido aclara una vez más: lo terrible es que se está hablando de este tema porque es la pierna del obstetra sanisidrense de

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doble apellido la que estalló. Si Javier hubiera sido el herido, nadie se hubiera tomado el trabajo de cuestionar el accionar de los oficiales, ni siquiera para alegar un caso de “gatillo fácil”. Al parecer, a los hermanos Beccar Varela no les importa ganarse la indignación de quienes los insultan por amparar a los malos. A ver si el abogado sería tan generoso si a Héctor lo hubiera matado el delincuente. Pierna adentro todos sabemos que no es fácil perdonar a quien nos agrede. Ojo por ojo, diente por diente, preferimos creer que la venganza es un camino justo y necesario y que no tenemos nada que ver con el hecho de que existan esos barrios marginales. Por eso La Cava es un pozo que debe tragarse a sí mismo y ser olvidado. Hay una violencia constitutiva en el entramado de esos barrios de la que no podemos ni queremos hacernos cargo. La vida que allí prolifera pareciera ser de otra categoría, condenada a desaparecer o a devorarnos en una batalla feroz. Una hermana de Héctor concurre habitualmente a La Cava y sabe que el pozo sigue allí, repleto de gente que lucha por vivir dignamente en penosas condiciones. Por eso saben que el chico se llama Javier, que su madre murió cuando él era pequeño, que su padre lo abandonó y que vive en la calle. Javier no es el único chico que delinque ni el único que pide en las esquinas ni el único que no tiene una familia ni un hogar estables. Pero Javier no mató a Héctor. Si lo hubiera hecho, otra sería la historia. Él entró a robar y tomó el cuchilo que estaba en la cocina. Eso es suficiente para que las autoridades competentes tomen cartas en su caso, pero no para que lo maten los mismos que lo instigan a robar. Las astillas del hueso recrudecen la herida. Hubo que abrir y operar, varias veces. Ahora Héctor reposa en el hospital adonde realiza habitualmente los alumbramientos. Esta vez fueron sus huesos astillados los que alumbraron a un niño en medio de la noche.

* Aquí remitimos a algunas de las repercusiones mediáticas del hecho. El último link da cuenta, además, del encuentro de uno de los hijos de Héctor con Javier a través de la labor que la Fundación Espartanos realiza en las cárceles, a través del rugby. https://www.youtube.com/watch?v=2ZkPnb-u8x8 (Tenembaun, 89.9) http://www.lanacion.com.ar/1944833-un-medico-victima-de-la-violencia-policial (Diario La Nación) https://www.youtube.com/watch?v=9jP4ScTNvHk (Nelson Castro, TN) https://www.youtube.com/watch?v=s1bwEuQyOXg (Zona de Investigación, Canal 9) http://www.fundacionespartanos.org/

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Las novelas de María Luisa Bombal

La muerte como recurso Cargadas con una fuerte crítica a la sociedad patriarcal y a los roles sociales asignados a la mujer, las novelas de Bombal socavan subversivamente la autoridad masculina. Su agitada vida la mantuvo siempre en el centro de la escena cultural, ya fuera en su Chile natal, en Buenos Aires o en Hollywood. Aquí ofrecemos un análisis de las ficciones a partir de sus finales.

Por Mauro Moschini *Mauro Moschini nació en 1985 en el Alto Valle de Río Negro. Estudió la carrera de Letras, en la Universidad de Buenos Aires. Publicó Tarde de amigas y otros cuentos (2013) y Poemas Cortos (2015)

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a obra de Bombal ha sido comparada con la de Juan Rulfo1 no solo porque aparece como su precursora, sino también porque Bombal, como Rulfo, tras editar dos novelas (La última niebla y La amortajada) en los años treinta, pasó varias décadas sin publicar otras obras originales de igual importancia. La crítica ha entendido en términos de carencia o “silencio” esta renuncia a la publicación de obras nuevas, pasando por alto la edición de versiones y traducciones, que permiten afirmar que la obra de Bombal no puede pensarse en términos de una progresión en la que las obras se van sumando como unidades relativamente discretas o partes de un todo, sino como la instauración de una poética y su posterior modificación, traducción y reversión2. En este trabajo nos centraremos en uno de los momentos de la poética de María Luisa Bombal: el de las primeras versiones de sus novelas3. A partir del análisis de la muerte como recurso ficcional en La última niebla y La amortajada, intentaremos realizar una primera aproximación a una poética que, si bien se centra en la situación de la mujer en su época para plantear los conflictos y dificultades con que se encuentra la que busca sustraerse de los roles de género de la sociedad burguesa, da cuenta de una relación más amplia entre la muerte, la sexualidad y la naturaleza. Como punto de partida de nuestra lectura tenemos en cuenta la siguiente afirmación de Lucía Guerra: [El] ideologema básico en toda la obra de María Luisa Bombal: la escisión profunda e irrevocable entre hombre y mujer. Según su perspectiva, más allá de los símbolos visibles de la ropa, la conducta y los adornos, subyace una estructura que escinde a los seres humanos en dos grupos condenados a la incomunicación y aprisionados en roles sociales que están determinados por relaciones de poder.4 En esta estructura dicotómica, a los hombres les es asignada la actividad y lo positivo, mientras que las mujeres solo pueden girar alrededor de los hombres, ejerciendo un rol “pasivo”. Esto implica que el accionar de las mujeres en este esquema tendrá un sentido negativo. Consideramos que esta negatividad es lo que está en la base de la producción de múltiples significados a través de la muerte en las narraciones analizadas. Por otra parte, esta negatividad quizás pueda considerarse el punto de partida de una poética que cuestiona o niega los roles de género y la representación realista

(y la concepción de la naturaleza que este modo de representación implica), y explora el drama del “impulso entrópico” y su incompatibilidad o conflicto con el orden social patriarcal. La última niebla: límites de la ensoñación En un trabajo que retoma y discute múltiples líneas de lectura de la primera novela de Bombal, Andrea Ostrov plantea que las ensoñaciones y fantasías de la protagonista de LUN, causadas por un “borramiento de la diferencia entre realidad, sueño e imaginación”, tienen un valor subversivo: precisamente en esa alienación –entendida como dilución de las fronteras entre realidad, fantasía y sueño– radica el gesto subversivo de la novela, ya que la “locura” es la única instancia que permite a la narradora reconstruir su subjetividad y su cuerpo amenazado de borramiento por el avance de la niebla.5 Si bien el ambiente de extrañeza y la relativa ambigüedad de LUN son rasgos que decididamente la alejan de una representación naturalista, consideramos que no implican un borramiento total de la diferencia entre lo que la narración postula como “real” y el sueño o la imaginación de la protagonista. La ambigüedad de LUN radica, por un lado, en su imprecisa ambientación (la narradora-protagonista no tiene nombre y tampoco hay nombres ni del país, ni de la ciudad, ni fechas precisas de la época en que se desarrolla la acción); y, por otro lado, en el marcado sesgo psicológico de la novela, que pone en escena y explora las dificultades de sustraerse de la rutina burguesa a través de la fantasía y la ensoñación. Es discutible el “valor subversivo” que Ostrov le atribuye a esta ensoñación, teniendo en cuenta que la protagonista opta por esta vía debido a que no considera o no tiene acceso a otras alternativas a las rutinas del matrimonio burgués, más allá del adulterio y la infidelidad. A lo largo de la novela, la protagonista huye de la casa de campo en la que vive al bosque o al estanque, espacios en los que logra sustraerse de las miradas hostiles de los demás y entrar en contacto con las fuerzas de la naturaleza y su propio cuerpo. Cuando va a la ciudad, encuentra en un recorrido azaroso a un desconocido con el cual logra tener una relación sexual satisfactoria. Luego de ese encuentro sexual con un extraño, la protagonista inicia, a través de ensoñaciones y car-

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tas, una relación imaginaria con ese amante, cuyo recuerdo se va borrando inevitablemente con el tiempo, hasta volverse indiferenciable de una ficción. Los límites de ese escape imaginario de la rutina burguesa se hacen evidentes para la protagonista en reiteradas oportunidades. Aunque su carácter consolatorio no deja de ser señalado, la protagonista reafirma su opción por la entrega al ensueño. Sin embargo, la novela finaliza con la protagonista definitivamente decepcionada, luego de encontrar la casa donde tuvo lugar su encuentro sexual y comprobar tanto el paso del tiempo como la diferencia entre la realidad, su recuerdo y su ensoñación. Es entonces cuando intenta suicidarse, pero no concreta esa posibilidad y sigue a su marido, lo que implica su entrega a las rutinas de la vida burguesa, “para cumplir una infinidad de pequeños menesteres; (...) para llorar por costumbre y sonreír por deber (…) para vivir correctamente, para morir correctamente, algún día”. Como queda claro con este repaso de algunos rasgos de la novela, las ensoñaciones consolatorias de la protagonista no logran alejarla efectivamente de su matrimonio ni de su vida burguesa, lo que pone en cuestión o al menos señala las limitaciones del valor subversivo que les atribuye Ostrov. No nos parece demasiado arriesgado afirmar que la protagonista de LUN no “parece acatar sumisamente el rol ‘femenino’ que la construcción cultural del género ha legitimado”, sino que intenta sustraerse de ese rol y, tras lograrlo en cierta medida a través de la infidelidad y su relación imaginaria con el recuerdo de su amante, termina fracasando definitivamente, aceptando resignada las rutinas

de la vida burguesa. Consideramos que al proponerse realizar “una lectura de La última niebla que cambie de signo la tan recurrentemente señalada ‘pasividad de la protagonista’”, Ostrov no considera la posibilidad de que el carácter subversivo –no solo de las ensoñaciones del personaje creado por Bombal, sino de la poética de esta autora– no radica en la pasividad o actividad de la protagonista, sino en el sentido de su actividad. Resulta significativo, por otra parte, que Ostrov se limite a analizar a LUN sin establecer relaciones con ninguna otra obra de Bombal. Al comparar LUN con La amortajada, nos proponemos avanzar en la caracterización de la poética de Bombal con el objetivo de acercarnos a una comprensión de su potencia subversiva o crítica. La amortajada: la muerte como lugar de enunciación Son muchos los rasgos que comparten la primera y la segunda novela de Bombal: ambas están protagonizadas por personajes femeninos, ambas están ambientadas principal pero no exclusivamente en escenarios rurales y en esos escenarios el espacio interior y familiar de la casa se opone a los espacios exteriores (el bosque y el estanque) donde las protagonistas acuden para aislarse de los demás. Sobre este escenario común, la diferencia fundamental y significativa entre una novela y otra radica en el planteo inequívocamente fantástico de La amortajada y las diferencias en el carácter de sus protagonistas. En uno de los primeros textos acerca de LA, Borges recuerda –para desestimarla– una supuesta incompatibilidad entre una “zona mágica” y una zona “psicológica” del argumento de la novela6. Si esa incompatibilidad no existe es porque el punto de partida fantástico de la novela no está justificado en términos sobrenaturales. En este sentido, el peculiar lugar de enunciación de Ana María quizás pueda definirse retomando lo que señala Rosemary Jackson acerca de las metamorfosis en el fantasy post-romántico: “los cambios carecen de contenido, y progresivamente se dan con independencia de la voluntad o el deseo del sujeto. Como en La metamorfosis de Kafka, las transformaciones físicas simplemente ocurren.” 7 La novela se inicia significativamente con una conjunción copulativa, in media res, dando por sentado que lo increíble es posible y sin brindar ninguna justificación: Ana María está muerta, pero no obstante puede ver y sentir lo que ocurre a su alrededor y recordar toda su vida. La singular muerte de Ana María puede entenderse como un recurso ficcional que permite narrar la biografía de una mujer desde su propia mirada o con mayor autonomía. Ana María puede mirar sin ser mirada:

Esta negatividad quizás pueda considerarse el punto de partida de una poética que cuestiona los roles de género y la representación realista, y explora el drama del impulso entrópico y su incompatibilidad o conflicto con el orden social patriarcal.

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ninguno de los demás personajes de la novela sabe que ella puede ver y sentir. De esta manera, el monólogo desde la muerte logra sustraer a la protagonista de todo apego o desapego de los roles sociales convencionales: Tantos seres, tantas preocupaciones y pequeños estorbos físicos se interponían siempre entre ella y el secreto de una noche. Ahora, en cambio, no la turba ningún pensamiento inoportuno. Han trazado un círculo de silencio a su alrededor. Esta sustracción la encamina a la fusión con las fuerzas de la naturaleza y la totalidad cósmica descripta en el final de la novela. No deja de haber resonancias del cristianismo en esa fusión última (“Y ya no deseaba sino quedarse crucificada a la tierra...”), sin embargo, aún esta alusión aparece puesta en términos decididamente paganos o, por lo menos, escépticos respecto de la idea de Dios. Ya en la primera mitad de la novela la muerte de Ana María es caracterizada como opuesta a una muerte cristiana, cuando la protagonista le habla a su hermana:

–“Alicia mi pobre hermana, ¡eres tu! ¡Rezas!” ¿Dónde creerás que estoy? ¿Rindiendo justicia al Dios terrible a quien ofreces día a día la brutalidad de tu marido, el incendio de tus aserraderos, y hasta la pérdida de tu único hijo (…)? Alicia, no. Estoy aquí, disgregándome bien apegada a la tierra.Y me pregunto si veré algún día la cara de tu Dios. (33) Este peculiar lugar de enunciación quizás pueda considerarse una superación de la relación de la protagonista de LUN con las miradas de los otros. Es en este sentido que la muerte –entendida como una separación de los roles necesarios para la reproducción social y una fusión con el todo– le permite entender a Ana María lo que la protagonista de LUN no puede entender. Más allá de este “lugar de enunciación”, la muerte de Ana María está notoriamente relacionada con un “impulso entrópico”. Rosemary Jackson retoma este concepto de Freud (que lo definía como “un impulso hacia un estado de inorganicidad (...) una ‘pulsión de

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Imágenes de Paula Adamo muerte’” entendida como “la forma más radical del principio de placer, una nostalgia del Nirvana, donde se reducen todas las tensiones”) y –luego de afirmar que “El fantasy moderno manifiesta en forma explícita esta atracción hacia un estado entrópico”–, plantea que un ejemplo extremo de esta atracción es la literatura de Sade y su búsqueda de “una prostitución universal de todos los seres”8. Aunque esta atracción es menos extrema en la literatura de Bombal que en la de Sade, en LA y LUN el impulso entrópico no deja de estar relacionado con el rechazo de los roles de género como algo necesario para alcanzar un placer sexual satisfactorio. Explícitamente en el final de LA, esa pulsión de muerte también se orienta a una fusión con las fuerzas de la naturaleza y la totalidad del universo. Como señala Lucía Guerra, en las narraciones de Bombal:

las protagonistas de ambas novelas recurren tanto para ocultarse de la mirada de los otros como para entrar en contacto con las fuerzas de la naturaleza (de su propio cuerpo, de su entorno y el todo). Por otra parte, como señala Guerra, “los espacios naturales que permiten la reintegración a la armonía cósmica se contraponen al espacio cerrado de la casa, símbolo por excelencia de las regulaciones patriarcales”(22). Se puede agregar en este sentiel cuerpo femenino, como receptáculo y agente del placer, está también inser- do que estas incursiones de Ana to en el ritmo y los ciclos de la naturaleza cuando pasa por la experiencia María y la protagonista de LUN se del embarazo.9 contraponen a las cacerías que llevan adelante los hombres en LUN Además del período de gestación al que alude Guerra, las protagonistas y a la explotación del bosque en el de LUN y LA, se relacionan con las fuerzas de la naturaleza a través de sus aserradero en LA. Pero los espacios incursiones en los espacios del bosque y el estanque, espacios a los que del estanque y el bosque no son es-

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pacios “naturales” en el sentido de contrapuestos a la sociedad o ajenos a su intervención. Su carácter social está marcado, en el caso del bosque, por la presencia del aserradero primero y las burlas de los leñadores después y, en el caso del estanque, por la presencia de Andrés, “el hijo menor del jardinero”. En las tramas psicológicas y fantásticas de estas narraciones, ocupan un lugar protagónico las fuerzas de la naturaleza, dando cuenta del constante movimiento y cambio del entorno entendido como algo vivo, contrario a concepciones de la naturaleza como materia inerte y mero objeto de la explotación económica. Las muertes de la “primera mujer” Resulta muy llamativa la proliferación de personajes mujeres muertas en los textos de Bombal que nos ocupan. En LUN, están muertas la primera esposa de Daniel y, sobre el final, muere Regina y la protagonista intenta suicidarse. En LA, solo se menciona a la madre de la protagonista para señalar que murió, y la suicida esposa de Fernando parece replicar en cierto sentido a la pareja de Daniel y su primera esposa en LUN. ¿Qué significan estas mujeres muertas? En el caso de LA, hemos intentado dar cuenta de cómo la muerte de la protagonista genera un lugar de enunciación que “resuelve” el problema de las miradas de los otros, que la protagonista de LUN no podía resolver sino a través de un relativo aislamiento y la ensoñación. Particularmente llama la atención que casi todas las mujeres muertas de estas narraciones han cumplido con los roles de esposa y

En las tramas psicológicas y fantásticas de estas narraciones ocupan un lugar protagónico las fuerzas de la naturaleza... madre. En un sentido general, se puede afirmar que todas estas muertes son parte de la crítica implícita de la poética de Bombal a los roles de género convencionalmente asignados a las mujeres. Particularmente en el caso de la esposa muerta de Daniel en LUN (y, en parte, la de Fernando en LA), esta se presenta como el modelo de mujer que cumple con los roles de la sociedad patriarcal y se adapta a la mirada masculina, a la que debe adaptarse la protagonista: “Mi marido me ha obligado después a recoger mis extravagantes cabellos; porque en todo debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que, según él, era una mujer perfecta” (60). Al atribuir a una mujer muerta la perfecta adaptación al rol esperado por su marido, estos roles van presentándose tanto como una vía de aniquilación y de sumisión para las mujeres, como un modelo irreal e inalcanzable. Como consecuencia de la obediencia a la voluntad de su marido en este aspecto, la protagonista pierde su larga y extravagante cabellera, a la que compara con un “casco guerrero”, símbolo de su poder y su autonomía. Esa “primera mujer” se interpone además entre Daniel y la protagonista en su búsqueda de una relación sexual placentera, y ella logra comprender en qué medida este modelo inalcanzable le impide a Daniel acceder al placer sexual, cuando –para aliviar el tedio y “postergar el momento de pensar”– los personajes mantienen relaciones sexuales: Mi cuerpo y mis besos no pudieron hacerlo temblar, pero lo hicieron, como antes, pensar en otro cuerpo y en otros labios. Como hace años, lo volví a ver tratando furiosamente de acariciar mi carne y encontrando siempre el recuerdo de la muerta entre él y yo (…).Y lloró locamente, llamándola, gritándome al oído cosas absurdas que iban dirigidas a ella (…) Queriendo huirla nuevamente, la ha encontrado, de pronto, casi dentro de sí. (78) El matrimonio: la unión imposible Resulta significativo el contraste entre el matrimonio de la protagonista de LUN y el de Ana María. En la primera novela, el matrimonio no es caracterizado en términos del cumplimiento de un mandato familiar o religioso, o al menos no hay un énfasis muy marcado en ese sentido a lo largo de la novela, ni en el diálogo entre Daniel y la protagonista al comienzo, donde la cuestión aparece planteada explícitamente. “¿Para qué nos casamos?”, pregunta Daniel, y la protagonista responde: “Por casarnos”. Las razones para el matrimonio solo se relacionan con eludir un destino de “solterona”, y continuar con la rutina burguesa. En LA, en cambio, el matrimonio se presenta claramente como un mandato paterno, ya que es el padre de Ana María quien le presenta como

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su novio a Antonio y arregla su matrimonio. En un principio, Ana María no acepta ejercer plenamente ese rol ni corresponde al amor de su marido y retorna a la casa paterna para alejarse de él. Solo entonces entiende que también lo quiere y decide ejercer su rol de esposa. Sin embargo, al volver con Antonio, este dejará de quererla, lo que puede leerse como una manifestación de la escisión entre hombres y mujeres que está en la base de la obra de Bombal. En este caso, la escisión entre Ana María y Antonio se da por el rechazo o la incomprensión por parte del marido del modo en que Ana María intenta ejercer un rol activo (aún dentro de lo previsto en la sociedad patriarcal) optando por el matrimonio según lo que desea y no por obedecer a un mandato. Ana María sufre por este rechazo y no encuentra ninguna satisfacción en ejercer su rol de esposa precisamente porque le impide ejercer cualquier rol activo. Una vez que constata esta imposibilidad, define su relación con Antonio y el sentido de su propio accionar en términos negativos: ya no la apenaba el desamor de su marido, ya no la ablandaba la idea de su propia desdicha. Cierta irritación y un sordo rencor secaban, pervertían su sufrimiento. (…) Y el odio vino entonces a prolongar el lazo que la unía a Antonio. El odio, sí, un odio silencioso que en lugar de consumirla la fortificaba. Un odio que la hacía madurar grandiosos proyectos, casi siempre abortados en mezquinas venganzas. El odio, sí, el odio, bajo cuya ala sombría respiraba, dormía, reía; el odio, su fin, su mejor ocupación. (77) Ana María logra a través de este odio encontrar una manera de ejercer un rol activo, que constituye un rechazo explícito de la pasividad que su marido espera de ella. Esta actitud contrasta con la entrega de la protagonista de LUN a un amor imaginario. Consideramos que esta comprensión más acabada de la negatividad del accionar de las mujeres en el orden patriarcal posibilita en LA el desarrollo en términos más radicales y explícitos de una crítica de los roles de género en el corazón del patriarcado.

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1 Ver Bianco, José. “Sobre María Luisa Bombal” en: Ficción y reflexión, México, FCE, 1988.Y Guerra, Lucía, “Introducción” en: Bombal, María Luisa.W Obras completas. Santiago de Chile, Andrés Bello, 1996. 2 Existen dos versiones en español de La amortajada (LA): la primera, editada por la editorial chilena Nascimento en 1938; y la segunda, de 1968, que tiene importantes diferencias en relación a la primera. Otra versión es The shrowded Woman, la traducción al inglés de La amortajada realizada por Bombal en 1947, en la que la autora añadió episodios que no aparecen en la primera versión. En 1947 también fue publicada House of Mist, una traducción al inglés de La última niebla (LUN) a la que puede considerarse una obra distinta, por las modificaciones y adiciones que implicó, y fue traducida al español con el título de Casa de Niebla. Acerca de estas distintas ediciones y las modificaciones que implicaron pueden consultarse los trabajos de Osmar Sánchez Aguilera en el Dossier “Homenaje a María Luisa Bombal (1910-2010)”, en: En-claves del pensamiento, vol.4 no.7 México jun. 2010. [Disponible online: http://www.cervantesvirtual.com/descargaPdf/ano-iv-num7-junio-2010] 3 Aquí trabajamos con la segunda edición de La amortajada (a

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la que remiten todas las citas), publicada en 1941 por Nascimento en Santiago de Chile, aunque también consultamos la incluida en las Obras completas compiladas por Lucía Guerra en 1996, que reproduce la versión de 1968. Todas las citas de La última niebla corresponden a la edición de las Obras Completas compiladas por Lucía Guerra (editadas por Andrés Bello en 1996). No pudimos acceder a las primeras ediciones de esa novela, editada por primera vez en 1934 en Buenos Aires, pero en la bibliografía consultada no se menciona que su primera versión haya sufrido modificaciones importantes. Lucía Guerra, ob. cit., p.24. Ostrov, Andrea. El género al bies. Cuerpo género y escritura en cinco narradoras latinoamericanas. Córdoba, Argentina, Alción Editora, 2004. p. 56. Borges, Jorge Luis. “La amortajada”, en: Sur Año 8, no. 47, Buenos Aires, Agosto 1938. p. 80. [Disponible online en: http:// trapalanda.bn.gov.ar/jspui/handle/123456789/11467] Jackson, Rosemary. Fantasy: Literatura y Subversión. Buenos Aires, Catálogos Editora, 1986 (segunda edición). Traducción de Cecilia Absatz. p. 81. Ob. cit., p. 73. Guerra, ob. cit., p. 19.

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Dossier de Poesía / Presentación Por María Casiraghi

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ecía Aristoteles que el tiempo es la medida del movimiento en la perspectiva del antes y del después. ¿Antes y después de qué? Aristóteles nunca contestó esta pregunta, afirma Ilya Prigogine, premio nobel de química, quien en su libro titulado El nacimiento del tiempo, se pregunta si se puede determinar cuándo nació el tiempo, o más aún, si realmente nació. Sabemos que en 1922 la teoría del big bang instauró un nuevo paradigma: pasamos de vivir en un universo estático, a vivir en un universo en expansión. Luego, la entropía, preanunciando el fin del mundo, situó al tiempo entre los responsables de la degradación. Más tarde Einstein, abriendo el juego, nos situó a todos los seres en el campo relativo, nos dijo “el tiempo es una ilusión”, a lo que Prigogine, prafraseando a Popper, respondería: “El tiempo no puede ser una ilusión porque sería como negar Hiroshima”. Son innumerables los debates en torno al misterio del tiempo. Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, en su maravilloso Diccionario de símbolos dicen: “el tiempo humano es finito y el tiempo divino infinito, o más bien es la negación del tiempo, lo ilimitado. El uno es el siglo y el otro la eternidad”. Y más abajo continúa: “Salir del tiempo es salir totalmente del orden cósmico para entrar en otro orden, el otro universo. El tiempo está indisolublemente ligado al espacio”. Estos autores defienden la simbología por su poder de remitirnos a lo “atemporal y supraconceptual”, frente a las “idolatrías de la existencia y del devenir”. Afirman que el símbolo es factor de esencia y por ello está “en el umbral del No ser”. Así las “ideas fuerza” grabadas desde la antigüedad en las cuevas de los antiguos ofrecerían la “visión ingenua y directa, superadora de las mediaciones culturales”, y un “vaciamiento mental” para dejar llegar y aparecer otras versiones de nosotros mismos, del mundo y de su historia. Pensaba, mientras leía tan diversas teorías, que escoger una con la que fraternizar, y defenderla hasta el último día de nuestras vidas, no es tarea de poetas. Sartre decía siempre que había que pensar contra uno mismo.Y esta frase perturbadora es de algún modo la puerta a la exploración incansable, al interrogante eterno de la poesía. Y la contradicción, en el sentido más whitmaneano posible, es un baluarte de este género tan moderno como primitivo. Me pregunto: ¿Qué siento yo con respecto al tiempo? ¿En qué creo? ¿En la finitud? ¿En la eternidad? ¿Creo realmente que no hay nada antes ni después?

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Se me ocurre que los que escribimos poesía, estemos o no hablando del tiempo, directamente o indirectamente lo estamos desafiando. Al escribir poesía nos preguntamos por el tiempo, sufrimos el tiempo, y en realidad lo que hacemos es salir de él, y el total arbitrio sobre esa dimensión es para el poeta una condición vertebral de la poesía misma. Porque al escribir un poema, no solo perdemos noción de tiempo, también perdemos contacto real con el espacio; cuando escribimos no dejamos de ser, sino que dejamos de estar. En este sentido, el acto creador engendra. Valga aquí volver a Prigogine, para citar su propuesta de pensar “una nueva noción del tiempo que supere el devenir y la eternidad”. Así, si el tiempo precede a la existencia, “podrán nacer otros universos”. Ni tiempo igual ilusión (Einsten), ni tiempo igual degradación (entropía), sino tiempo igual creación. En esta misma línea, Adolfo Colombres, en su prólogo a Imaginario del paraíso, revelador libro donde el antropólogo y escritor indaga en los paraísos de cada religión de diversas etnias del mundo, dice: “Las interpretaciones unilaterales de los símbolos hechas por las religiones que según Mircea Eliade han sido aberrantes, dejan de serlo si se las traslada al terreno de la literatura, a ese eje de lo poético que es la imaginación, cuyo poder de transformar las imágenes dadas para acomodarlas a los más hondos deseos y dotarlas así de una alta significación genera una energía capaz de revolucionar lo real”. El tiempo ha sido una viga maestra en la construcción de las civilizaciones y en la memoria humana. Sin embargo, su invención no admite límites rotundos. La poesía lo ha comprobado en su laboratorio de tantas dimensiones. La ciencia lo ha usado para la exactitud de sus precisiones, pero el misterio de esta invención tan real como ficticia sigue intacto. Para terminar, permítanme citarles un poema de Góngora que confirma esta múltiple función de la poesía: Si quiero por las estrellas,/ saber tiempo donde estás/ veo que con ellas vas/ pero no vuelves con ellas. /¿A dónde imprimes tus huellas,/que con tu curso no doy,/ más Ay qué engañado estoy/que vuelas, corres, y ruedas/ tú eres tiempo el que se queda/ y yo soy el que me voy. Sirvan los versos gongorinos de pórtico a esta travesía de diversos poetas que han pensado, sufrido y sentido el tiempo, cuyos poemas hemos escogido para nuestros lectores.

Obras de Justo Barboza

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Alfredo Ramírez Vega Andropausia 1

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Si pasando los cuarenta ya te asalta la andropausia, y la edad, vil, te desahucia la más joven cornamenta,

Macho ibérico, no puedes bajar nunca esa, tu guardia, así sufras taquicardia compostura guardar debes,

y el espejo es una chanza que te pone en duro brete, (donde había un mozalbete ahora muestra un sancho panza),

ceño prieto, mueca dura cual estatua de soldado que se enfrenta así a su hado arrostrando la aventura.

y te pesan ya los años y el badajo no se empina cual lo hacía, audaz, antaño,

A quejarte no te atrevas, y del sitio no te muevas aunque estén lloviendo balas.

se convierte en oficial: es la hora vespertina que te llama a tu portal.

Cuando muerto, tu epitafio quizá diga algo muy zafio: “DE SER NECIO HICISTE GALAS”

2 Conducir un deportivo, ajustar los pantalones (que se noten los cojones): sentirás que estás más vivo. Flirtear con veinteañeras, sonreír impunemente y, rayando en lo indecente, estudiarle bien las peras. ¿Pero hablar sobre el asunto? Esto al hombre está vetado, pues el mito adulterado encarcela el corazón con su propia sinrazón. Guardarás silencio, y punto.

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Federico Iglesias El Instante La puerta cerrada. El picaporte tieso. El marco de la puerta. Una pared. Una bombita sujeta a un cable que la alimenta y cuelga del techo. Luz cenital. La sombra del picaporte estirada en diagonal sobre la superficie de la puerta, el marco de la puerta y un trozo de pared. Una foto. La puerta cerrada. La llave de la puerta cerrada cuelga de la cerradura. Incrustada en la cerradura. La puerta cerrada y el marco de la puerta. La pared. Una foto. Delante de la puerta una espera. Un pasillo alfombrado, no. Un pasillo de madera, de piso flotante. Alguien delante de la puerta cerrada en un pasillo. De piso de madera flotante. La puerta cerrada y alguien delante. Una foto. Una llave que son dos. La cerradura incrustada en la puerta cerrada y su marco en la pared. Alguien delante. Su mano a la altura del picaporte tieso. Dos vueltas y media. La sombra de la mano sobre el picaporte tieso. La puerta cerrada. La sombra de la mano sobre la superficie de la puerta, su marco y un trozo de pared. Una foto. El contacto de la mano y el picaporte tieso. Frío. La llave de la puerta cerrada son dos. Gira la llave en sentido de las agujas del reloj. Dos vueltas y media. Un triángulo de luz insinuado en el piso. Un pie que lo invade, primero su sombra.

Iglú de aquel lado puro matorral hasta donde llega la vista un alambrado infinito de allá un cauce seco y pedregoso serpentea perdiéndose en dirección del sol es decir al oeste la sombra perpendicular el recurso del agua para bordear y seguir una excusa para no volver atrás el final abrupto del camino precipitado un puente que no me separa de nada las plantas florecen con semillas propias el resto es un caos regulado por instinto una melodía escuchada por nadie un cigarro y mirar alrededor otra excusa por la que se filtra una búsqueda angustiosa el albedrío como parte de una elaboración inventada para una realidad que se ofrece en otro tono los ojos en la nada lejana y anaranjada que transcurre o mejor dicho una sucesión de ciclos diurnos y nocturnos que se proyecta en el tono de la luz solar una presencia imperceptible en los intersticios del sobretecho del iglú agitado por el viento esa precisión que adquieren las revelaciones una sensación repetida de abrazo por la espalda a esa hora sin tiempo en la que se convierte la noche

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Delia Esther Fernández Cabo TIEMPO Me busco entre fotos ocres, polvorientas. Estoy feliz. Todos mis fantasmas me rodean. La muñeca de trapo languidece. Me la alcanzan las manos de la abuela con aquel libro de hojas otoñales, de ogros y princesas, del que caen tres gotas de inspiración de Grimm, una de Carroll y el zapato de cristal de Cenicienta. No me angustian dolores ni el vértigo cotidiano ni las cuentas. Hay tiempo para todo. Tiempo para soñar el ahora que ya llega cabalgando un corcel que me provoca llenándome de canas la cabeza, aturdiendo mi vida con dolores y vértigos y cuentas y avalancha de cosas por saber y urgencias nuevas. Tiempo para evocar e imaginar el futuro que se acerca. Mañana me hallarán entre fotos ocres, polvorientas y no estaré feliz. Me rondarán ausencias. Pero sí tendré tiempo. Mucho tiempo. Todo el tiempo…

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Diego Reis 1. AMARILLAS FOTOS DEL TIEMPO

2. POSTERGACIÓN DE LA POESÍA

Job, I, 19

Pasa que no he podado el parral ese y hay esos trabajos de la casa que no pueden esperar pintar el portón aquél lavar las tazas de té de invierno

Un domingo algo familiar mi abuelo en el centro sonriendo satisfecho con su ají y su vasito de vino rosado después le prohibirían ambos mi tío cacho siempre serio cejijunto seguro escuchando en la radio las carreras o la previa de los partidos mi abuela allá en el fondo el delantal antiquísimo en pleno vuelo vigilando la olla o la sartén mi viejo conversando con mi vieja en primer plano hablando no sé de qué pero se ve que son felices y a la izquierda casi fuera de cuadro yo con un libro en la mano un libro grueso moby dick o la guerra y la paz uno de los clásicos atento, receloso del inexorable en la mesa no se lee la cara redonda el pelo eternamente desordenado yo yo solo el náufrago el único sobreviviente de ese distraído instante... De La anchura y la llanura (Inédito).

planear catalogar los trabajos que hay que hacer antes sin falta reparar los platinos del auto visitar los museos las bibliotecas las casas sacar las entradas para esa obra del absurdo contemporáneo hay que pensar planear trabajar observar distraer desesperar hay que hacer hacer haciendo pasa que hay que plantar esos almendros y pagar las cuentas atrasadas cortar el césped y darles de comer a las viudas y a los huérfanos los teatros se llenan las tazas se oxidan microscópicamente las hojas inundan el patio yo pienso planeo trabajo observo distraigo desespero yo hago haciendo haciendo hacer y los días pasan, estériles... De La anchura y la llanura (Inédito).

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Emilia Vidal I Paloma desapareces tus alas en el vuelo y ellas siguen el juego del universo del electrón y de dios Mis córneas, uñas y piel cristalizan el próximo latido podrá rompernos.

II Las golondrinas de tu suéter se izaron al cielo una sucesión de inviernos te durmió los colores Es triste verte en la honestidad de tu blanco y negro con la mirada suspensiva, en las alturas rastreando las alas que vaciaron tu pecho Te abandonaron botones y solapas las comisuras y cejas de estar vivo ¿Cómo resistís, impasible al saqueo de tus días? ¿Cómo el sol evita anidar en tu reloj, en tus anillos? y el cinto se te escabulle como serpiente silenciosa Se te fueron los signos te has quedado sin vida.

III Cuando los días se despiden más a prisa que las horas el reptil devora su cola y no muere Ayer caerás verde, sin pulpa del árbol de tus ancestros Ayer pedirás presente, una y otra vez un salvoconducto, una visa un chapuzón en fuga al fondo Ayer se vestirá de suéter apolillado, zurcido de mentiras para que abrigue un hoy, cansado de creerlas.

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Sebastián Hernaiz Whirlpool Fuimos compañeros y me calentaba ver cómo llegabas tarde a las clases y te ibas apurada antes del final. No era displicencia, ni ostentosa irresponsabilidad /a veces creo no existen mujeres irresponsables/. Conocí después tu frenético mal manejo de los tiempos. Tus horarios se pisaban, estabas demasiado comprometida con tu placer, pagar la cuenta de luz o ir al gimnasio era un desorden. Cuando en estos días se cruzan muchos mails y hay posibilidades de terminar cogiendo una noche entresemana se pasa suave del correo al chat.Y así fue. Arreglamos por msn tomar algo; fue un buen chat. Prometiste llegar fumada y yo, tener cervezas frías. Vos llegaste tres horas tarde; dos días antes yo tuve que salir a comprar una heladera. Garbarino mandó el envío la mañana misma del día que era nuestra noche. Había que esperar seis horas antes de enchufar, dos horas más a que congele. Tomamos las primeras cervezas del primer frío de mi freezer. Es un momento acaso demasiado whirlpool como para que sea memorable, pero las primeras cervezas te esperaban casi congeladas por el hielo sin hielo previo que se estaba por formar. Ninguna otra cerveza va a ser la primera de mi heladera. Podría no ser gran cosa, sólo una chica bella y dos o tres detalles poco usuales. No es tampoco enchufar una heladera una osadía que siente precedentes, ilumine una vida o prediga, de modo necesario, un futuro calmo y prometedor. Fue una buena cita, y la heladera sigue enfriando en la cocina, aunque esas cosas, pasado un año, ya no tienen garantía.

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Pilar Galindo Salmerón El Tiempo Penélope, araña hacendosa, noche y día teje y teje… Necesita una tela invisible y tupida para apresar el Tiempo. Detenido, el Tiempo lamenta su inactividad. Los días le urgen –déjanos pasar– Los años se inquietan El verano largo reseca la tierra El otoño amarillo pugna por llegar ¡Cuidado, Penélope! El Tiempo ha escapado, ha roto tus hilos de seda Galopa de nuevo El paso imparable del Tiempo. Ha empañado tu mirada limpia, te ha agrisado el pelo, mustiado los pechos robado el color ¡Ay, Penélope!, Tú querías parar el Tiempo Y el Tiempo, mi niña, cayó sobre ti

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Nair Gramajo En el exterior Me despierto, ya estaba respirando. Agarro un Colgate me saco el aliento. Un café quemado, como las tostadas. Ni me alimento ni me baño, no hay tiempo. “El tiempo es dinero”, “el dinero no hace a la felicidad la compra”, frases hechas. No te encuentro, me voy sin tocarte sin besarte. Ni siquiera tengo ganas, me obligo. Me subo, viajo. Viajo uno, viajo 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. Me hice viejo de tanto viajar. Como hace años, me subo. Llegó como siempre el verano y hace sol. Transpiro, transpiran, traspiración colectiva. Olor colectivo. Cabeza, cejas, bigote, pecho, axilas, espalda, genitales, culo, pies…lluvia de gotas. Gotas con olor. Me gusta el olor de tu cuerpo sin perfume. Sentado, pensando. Pensando en eso, sintiendo olores. También sumo, multiplico, resto y divido. Me acuerdo de vez en cuando que tengo que parar, pero también tengo que seguir. Sigo sin parar, y si paro pierdo. De prisa pero calmado. Números abstractos, ¿donde se juntan tantos números? Un billete es un papel con olor a mierda, bien en lo profundo. Agarro uno, dos, agarro monedas, que ya no quedan, agarro el aire. Veo dos vidas, veo que van a necesitar más que monedas.Y sigo. Sufro pero no hay que decirlo. Este es el precio, no me favoreció la naturaleza como a muchxs. Una plaga, es muchos bichos, es mucha gente. Son muchos olores. Somos muchos, pero solo pocos se llenan de estos muchos. Solo uno se llena con mi viaje. Una música en el fondo, una música en algún fondo de mí. Donde mi corazón canta, donde mis venas hacen percusión, donde cuando muera solo habrá silencio. Los alimentos generan ese baile, y la falta del almuerzo hace que las tripas produzcan su propio recital. En rojo, cara roja de vergüenza. Ojos cansados, rodeados de ojeras.Ya me olvidé que era el juego, ya me olvidé del campo, me olvidé de mi de paso, me olvidé a dónde venía. Acá esta mi sueño, mi obra, hecho carne. Esto soy, esta mierda. Veo arquitectura, veo grandes edificios, uno dice Movistar. Forros, se me viene como sinónimo. Nada es seguro si firmás y algo está con letra chica. Fijate. La próxima fijate. No hay próxima, o al menos nadie lo comprobó. Paro, vuelvo. Manos de lluvia. Sube uno se besa con otro. Raro, miro con violencia. Me violentan. Quedo roto, me la ponen, se la pongo. Así funciona y no te quejes si no tenés tiempo. El anillo no da más, pero hay muchas cosas que no dan más y siguen estando. Mi fuerza teje su bolsillo. Odio. Me odio, mi odio nunca fue mío.Yo nunca fui mío. Mi cuerpo no es mío. Lo que genera este cuerpo no es mío. Mi energía se va con otro. La energía de otro puede ser mía. Hace rato no veo un reflejo, pega el sol y miro el retrovisor. Hace mucho no me miraba, hace mucho no me quedaba fijo en estos ojos. Quieto, estupefacto, absorto. No me confío, no me quiero. No quiero esto. Dejo este cuerpo, me voy volando. Están gritando atrás. No quiero avanzar, no quiero avanzar más. No voy a ningún lugar. Hace años que viajo en un espiral. Hace años que me voy pudriendo. ¿Cómo puede pasar tan rápido el tiempo? ¿Cómo pudo pasar tanto tiempo? ¿Cómo me pudo pasar el tiempo? Mejor trabajo mientras lo pierdo, va mejor no. Tus hijos, mis hijos, hijos de la mierda. Lo pierdo para que coman, para comer. Adentro, afuera, sube, baja, venís, vas, rápido, lento. Reírte de alegría hasta llorar de tristeza y viceversa. Quilombo, puro quilombo, todo es para quilombo. Piquete, corte, humo. Gomas, cubiertas, materia. Humanos y perros. Más perros los humanos que los perros. Sucios vamos de un lado a otro. Tocándonos siempre, oliendo tan mal. Compro una manzana, la muerdo, muerdo la mano del que me la vende, del que la puso ahí, muerdo al árbol. Agarro a un tipo, su tiempo y su espacio. ¡Dejá de robar negro de alma, hijo de puta! Ah, pero dejá que te robemos. Si querés comida, ropa, hablar o pensar en cárcel está bien. Si querés ser útil robá. Si querés recibirte que sea de delincuente. Derrochá así tu belleza, o en su defecto gozá esa experiencia. Repito, a algunos la naturaleza no los acompaña.

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Cecilia Valentina Fresco QUIERO

SIEMPRE ME BAÑO EN EL MISMO LAGO

quedar a salvo de cualquier perfección de toda calma quiero cansarme ganar perder y tener miedo quiero subir hasta donde me den los pies quiero que la felicidad trabaje: el tiempo es tiempo solo si deja marcas en el cuerpo marcas en el tiempo.

Podría hacer diez kilómetros de trenzas con el pelo que tuve hacer una fogata inmensa con las hojas que usé alimentar un pueblo con las comidas que hice. Todo se mueve lento y continuado, mirar el sol es sorprenderse porque ya llegó ahí ya está tan bajo casi está atardeciendo, mirar los hijos es ver todo lo nuevo que puede dar a luz un solo instante es sorprenderse porque ya están ahí ya están tan alto. El tiempo existe no puedo atestiguarlo paso a paso, pero existe en todas partes, todo el tiempo, menos acá en la playa al entrar a este lago. Los pies que entran al agua son los mismos que entraron hace treinta, hace diez o cualquier año las piedras son las mismas no hace ni más ni menos frío, el aire está siempre así limpio el brillo, el clima no cambia, no se mueve, no se achica

AQUI Y AHORA Los que murieron tienen el tiempo eterno no están tan apurados por vernos, vengan todos ustedes los míos los que sí que no se precipite ninguno yo tampoco no digo que esto sea el paraíso pero hay el sol, la plaza los ojos de los hijos el aire que entra y sale cosas que solo acá y ahora para ellos es lo mismo un año que cien son menos exigentes de lo que pensamos no se apuren, todos vengan no es necesario irse tan rápido.

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Obras de Justo Barboza BOCA DE SAPO 23. Era digital, año XVIII, Marzo 2017. [TIEMPO] pág. 35


Opinión

¿Cuánto dura un instante? Por Lázaro Covadlo You must remember this A kiss is just a kiss, a sigh is just a sigh. The fundamental things apply As time goes by.

T

Dibujo de Justo Barboza

Herman Hupfeld

odos están enterados de que una semana cuenta con siete días, un día acumula veinticuatro horas, una hora tiene sesenta minutos y un minuto dura ni más ni menos que sesenta segundos, pero ¿cuánto dura un instante? Un instante parece señalar una brevísima magnitud temporal, pero no define los parámetros (inexistentes) de esa supuesta magnitud. ¿Qué es un instante? Nada. Cronológicamente un instante es nada; fuera del habla cotidiana no existe tal cosa. Es una palabra vacía. ¿Y un momento? “Un momento” tampoco tiene significado concreto, pero al menos puede asimilarse a una situación; un hecho; un acontecimiento histórico: “En abril de 1945 los aliados acabaron con el nefasto poder del régimen nazi; ese fue un gran momento para la humanidad”. ¿Pero un instante? ¿Para qué sirve la voz “instante”? Lo expliqué en otra ocasión: me escuecen las voces polisémicas o de ambiguo sentido. Entre las segundas hay dos que provocan en mí terribles urticarias, una de ellas es la palabra “persona”, cuyo significado original, como tanta gente sabe, proviene del latín y antes del etrusco (phersu) y antes del teatro griego, y corresponde a “máscara”. Aun así, la corriente del habla la hizo equivaler a “ser humano”. Entonces se llega a decir que fulano es buena o mala persona y fulanita tiene mucha personalidad para significar que dicha mujer posee un carácter fuerte o algo por el estilo, pero no con el fin de señalar que tal ser humano vive representando una farsa. Todo esto para no mencionar las entidades a las que se denominan “personas jurídicas”.

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Sin embargo, la palabra que más lastima mis oídos tiene una dotación de ocho letras: “REALIDAD”. Yo mismo caigo en la trampa innumerables veces, así es que llego a decir “en realidad” y acepto (aunque no de buena gana) que un relato sea calificado como “real” o “de ficción” o que se hable de personajes “reales” y “ficticios”, como si acaso todo lo existente y todo lo imaginado o soñado no perteneciera a la realidad. Esa realidad poliédrica —e inaccesible a las mentes de las “personas”—, en la que caben entre los doscientos y cuatrocientos mil millones de estrellas de nuestra galaxia y los otros diez cuatrillones de soles que (se presume) se reparten entre los restantes dos billones de galaxias (también se presume) que pueblan nuestro universo. La misma realidad que compartimos con la efímera, ese insecto de cuerpo alargado que apenas suele vivir unas veinticuatro horas, mide nada más que dos centímetros, y sin embargo tiene de todo: cabeza, tronco, ojos, alas, aparato reproductor, cerebro y vaya a saberse qué más. Lo asombroso es que con un lapso vital tan corto el bicho se obstine en aprovecharlo por completo. Así es, mientras está vivo quiere

vivir: prueba de arrimarle una pajita y verás cómo se escabulle con el fin de preservar su integridad física. Por lo visto, la efímera tiene una fuerte personalidad. Ahora bien, pese a que su existencia sea tan corta, el tiempo de vida de la efímera es muchísimo más largo que el de una pompa de jabón y, por supuesto, el de una guiñada de ojo, cuya duración se estima en un décimo de segundo, que es el tiempo en el que un colibrí alcanza a batir sus alas hasta siete veces. Lento, muy lento, si lo comparamos con el aleteo de una mosca: una vez cada tres milisegundos, lo cual es muy poco en relación con el recorrido de un rayo de luz, que alcanza a transitar trescientos metros en un microsegundo (un millonésimo de segundo). Sí, pero cierta rara partícula subatómica bautizada como “k mesón” tiene una vida media de solo doce nanosegundos, y téngase en cuenta que un nanosegundo equivale a un mil millonésimo de segundo. Ya que estamos refiriéndonos a lapsos temporales en relación con fenómenos físicos, qué podríamos decir de la duración que alcanza, antes de desaparecer, el “bottom quark”, esa estrambótica partícula subató-

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mica creada en los aceleradores de alta energía: tan solo un picosegundo, que viene a ser un billonésimo de segundo. El tiempo, sí, el tiempo, que en idioma español es un sintagma polisémico y alude también al clima, a las etapas históricas y algunas cosas más. Así que el vocablo puede incluirse entre los que me inquietan, pese a que en el sentido primero me apasiona, sobre todo cuando pienso que nuestro planeta existe desde hace unos cuatro mil quinientos millones de años (cuando aún no existía nadie que supiera medir el tiempo) en un universo en expansión cuya edad se calcula en aproximadamente trece mil setecientos y pico millones de años, años más o años menos, puesto que con semejantes cifras no vamos a contar la calderilla. ¿O sí? Pues bien, de todas las ilusiones que envuelven nuestra vida, tal vez la más ilusoria sea la del tiempo. La ilusión del tiempo entendido como cuarta dimensión, según Einstein. No obstante, el interés sobre el tema es muy anterior al desarrollo de la Física teórica: con seguridad ya existía cuando la humanidad acababa de descubrir la rueda y los hombres y mujeres articulaban las primeras palabras que “andando el tiempo” sirvieron para generar conceptos, entre estos, conceptos sobre las mismas palabras y sobre el tiempo. Pero no nos iremos tan lejos, conformémonos con repasar lo que pensaba Agustín de Hipona en tiempos de la Antigüedad tardía, o si se prefiere, la alta Edad Media (es que hay diversos nombres para los diversos tiempos): “En la eternidad ninguna cosa pasa, sino que todo es presente”, sentenciaba san Agustín, y en el capítulo XII de sus Confesiones expone que “antes de que Dios “criase” los tiempos ningún tiempo había”, y explica con más abundancia el doctor de la Iglesia: ¿Pues qué cosa es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, yo lo sé para entenderlo; pero si quiero explicárselo a quien me lo pregunte, no lo sé para explicarlo. Pero me atrevo a decir que sé con certidumbre, que si ninguna cosa pasara no hubiera tiempo pasado; que si alguna cosa sobreviniera de nuevo, no habría tiempo futuro; y si ninguna cosa existiera, no habría tiempo presente.Y en cuanto al tiempo presente, para que sea tiempo, es preciso que deje de ser presente y se convierta en pasado, ¿cómo decimos que el presente existe y tiene que ser, supuesto en que su ser estriba en que dejará de ser; pues no podemos decir con verdad que el presente es tiempo, sino en cuanto camina a dejar de ser? Confesiones de san Agustín , Capítulo XIV. Lo notable de esta interpretación lo encontramos en su coincidencia con la fenomenología de Husserl y con las más avanzadas concepciones de la física actual. Pero aquellos dos tiempos que he nombrado, pasado y futuro, ¿de qué modo son o existen, si el pasado ya no es, y el futuro no existe todavía? Y en cuanto al tiempo presente, es cierto que si siempre fuera presente, y no se mudara ni se fuera a ser pasado, ya no sería tiempo sino eternidad. Ibídem, Capítulo XIV

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Las preguntas inherentes al tema pueden traernos confusión: ¿Es el tiempo un producto de la consciencia? ¿Podría existir el tiempo en ausencia de la materia (y de la energía)? ¿La falibilidad de la memoria altera el registro de los tiempos pasados? ¿Existe el tiempo futuro o es una entelequia? Como quiera que sea, si me preguntaran qué es el tiempo, hoy respondería que es la sustancia de la que estamos hechos. No sé qué respondería mañana. En cualquier caso, frente a la imagen propuesta por Eddington de una supuesta flecha del tiempo, propongo la de un ovillo. No sé si un ovillo bien enrollado o enmarañado. Tal vez a veces lo uno y otras lo otro. Ahora bien, la expresión “La flecha del tiempo” se ajusta perfectamente a los conocimientos de la física actual. El tiempo no es reversible y, al igual que todo en la naturaleza, está sometido a las leyes de la Termodinámica y sus resultados entrópicos (¿sí?). El pasado hace sus registros (con frecuencia distorsionados) en la memoria; el presente es una entelequia inasible e imposible de medir –¿Quién podría decir “ahora estoy pensando esto” cuando al decirlo ha dejado de pensar en ese “esto” para pensar en lo que estaba pensando?–; y el futuro está sujeto a la aleatoriedad de las circunstancias venideras y su representación en la consciencia, casi siempre reflejada en nuestras esperanzas, temores e incertidumbres. Así pues, el tiempo vendría a ser unidireccional y con destino incierto. Pero, al costado de las lecturas sobre el tiempo realizadas por los doctos en temas propios de la Física, deberíamos tener presente que invariablemente fabricamos dicha ilusión con las herramientas de la consciencia, que es la que nos permite percibir el movimiento y la transformación de lo que está al alcance de nuestros sentidos. “Pasado, presente y futuro apenas son ilusiones, aunque sean ilusiones consistentes”, sentenció Einstein. Y son ilusiones enmarañadas: la memoria incorpora supuestas vivencias provenientes de los sueños; no es extraño que terminemos por tomar por hechos vividos personalmente (¡ay!, otra vez se me coló un derivado de la voz “persona”) sucesos que nos han referido, por eso sostengo que se trata de un ovillo antes que de una flecha. Además, cuantificamos la sustancia temporal como si tuviera volumen y decimos que no tenemos tiempo o, contrariamente, que éste nos sobra. Creemos que algunos pierden el tiempo y hacemos ciertas cosas para “ganar tiempo”. En fin, vivimos inmersos en el tiempo, somos el tiempo. Pero, ¿somos instantes? ¿Cuál es la medida de un instante? ¿Cuánto tiempo dura?

*Lázaro Covadlo (Buenos Aires, 1937) Entre otros libros, ha publicado las novelas Conversación con el monstruo (1994), Criaturas de la noche (2004), Las salvajes muchachas del Partido (2009); y los libros de cuentos Agujeros negros (1997), Animalitos de Dios (2000), Nadie desaparece del todo (2014).Vive en España desde 1975.

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BEATRIZ SARLO

El tiempo del relato de la intelligentsia En la última década se posicionó en la escena pública argentina como la voz que venía a discutir, y a la vez poner en valor, cada una de las intervenciones de los intelectuales nucleados en el espacio Carta Abierta. Incómoda y esquiva tanto para la derecha como para la izquierda, en su formación gravitan el materialismo inglés junto a Benjamin, Barthes y Gramsci. En estas páginas se analiza, en cambio, la pulsión narrativa que articula la temporalidad a lo largo de sus textos.

Por Jimena Néspolo

N

ada de lo que pueda barruntar sobre la obra de Beatriz Sarlo será jamás imparcial, lo admito. Pero, sinceramente, ¿existe alguna lectura “imparcial”? ¿A quién puede importarle, por fuera del pequeño patíbulo de los especialistas, las lecturas distanciadas con artificios de quirófano, los devaneos descriptivos o mortuorios sobre escrituras que nos son ajenas? Quizá las únicas lecturas que importen sean las necesarias, aquellas que responden más que a la impavidez al sudor, más que a la obligación a la necesidad, más que al trabajo al amor, a la desesperación, a la ira. Se dirá que las “lecturas necesarias”, en ese vasto teatrillo de máscaras y pasiones que es la literatura, no se presentan nunca vacías de pathos. Si fuera el caso, puede que a la mía algo de esto le sobre. Hace ya casi quince años, en alguna charla que recuerdo candorosa le dije a Beatriz que sus ensayos se leían como novelas. No quiso ser un halago, tampoco un agravio, solo la constatación del placer que sus textos en mí propiciaban, comulgara o no con todas sus certezas o premisas. Retomando ese diálogo, abundo en esta línea de lectura a partir de la interrogación temporal que instala Cronos a lo largo de las páginas.

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La excepción como figura Me interesa especialmente detenerme en el armado del libro La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas (1998). No tanto por la no poco eficaz metáfora “máquina cultural”, tampoco por la comunicación cuasi secreta que establece con la novela La ciudad ausente (1992) de Ricardo Piglia –compañero de aventuras de Sarlo en la revista Los libros hasta su clausura en 1976– al pensar “lo femenino” en su dimensión maquínica; me convoca por el modo en que el relato irrumpe de un modo visceral y expansivo sin que la misma autora se anoticie del todo. El libro está organizado en cuatro capítulos, las tres primeras “historias” –como las llama en el acápite “Advertencia”1– se refieren a una maestra, una traductora y un grupo de jóvenes vanguardistas, y el cuarto explica la organización formal y conceptual del mismo. “Cada episodio debió encontrar su tono y cuando apareció el tono tuve la impresión de que empezaba a comprender la historia a través del dibujo que tomaba el relato” (291), explica en las páginas finales, de un modo similar a como podría hacerlo cualquier narrador de a pie cooptado por la fuerza misma de la escritura. Y esto es precisamente lo que puede experimentar el lector desde el arranque de “Cabezas rapadas y cintas argentinas”, tramado entre la intercalación de una logradísima

primera persona, una maestra normal que desarrolla su carrera docente en un momento en que “la escuela era una máquina de imposición de identidades, que también extendía un pasaporte a condiciones mejores de existencia” (67), y fragmentos de materiales de lectura escolar de época. Si bien no es un personaje “excepcional”, como Victoria Ocampo, la protagonista del capítulo siguiente, Sarlo identifica la “excepcionalidad” que justificaría su funcionamiento en este libro-máquina en un acto que realiza la maestra: una escena de rapado de cabezas, acaecida una mañana de 1921, en “que exageró cruelmente sus deberes y mandó rapar las cabezas de sus alumnos para combatir los piojos” (276). El personaje, cuya voz y simpleza extrema nos ha capturado durante las primeras cincuenta páginas del libro, reponiendo su formación, su voluntarismo, su extracción social, sus actos, deseos y expectativas, en fin: su vida misma, que relata ese episodio con naturalidad, vivido desde el lugar que le tocó vivir (la batalla higienista contra la pobreza, la insanía, acaso la enfermedad, en un momento en que la institución escolar se ofrecía como un espacio de “disciplinamiento” de los cuerpos y de las identidades –Foucault dixit en boca de Sarlo–, pero también como un espacio que permitía la movilidad social en la circulación de los bienes simbólicos), es caracterizada en el epílogo que cierra el capítulo como “¿Un robot estatal?”. Como un personaje insignificante,

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“un producto del normalismo y de la escuela pública” (75), una maestra “portadora de la ideología escolar en todos sus matices y contradicciones: laica, a veces cientista, otras espiritualista, patriótica, democratista e igualitaria” (68), que “murió sin sospechar que su discurso iba a ser el material de una historia que tiene más que ver con la cultura popular, la cultura escolar, el nacionalismo cultural, que con ella misma tal como ella se percibía” (279). Hay algo del orden de la piedad que el relato expande y que a Sarlo, como buena narradora que es, se le escapa. La historia es altamente efectiva y aunque Beatriz “no quiere la patente de corso”2 para su escrito, sino el de la “historia cultural”, bien podemos dársela, porque se la gana. No es una máquina perfecta, porque funciona dispensiosamente, gastando muchas veces más de lo necesario, operando transformaciones que no están inscriptas en su programa, sometiéndose a usos imprevistos, manejada por personas no preparadas especialmente para hacerlo. (…) Cada uno de ellos estableció con la máquina cultural relaciones diferentes: de reproducción de destrezas, imposición y consolidación de un imaginario (la maestra); de importación y mezcla (la traductora); de refutación y crítica (los vanguardistas). (273) El capítulo siguiente, “Victoria Ocampo o el amor de la cita”, despliega otros artificios de escritura. La prosa es más académica, impersonalizada en la tercera persona, refulgen las citas y el devaneo por la alta cultura burguesa, la música de Stravinsky, el ballet ruso, los viajes a Europa... Acá lo excepcional es la figura de la misma Victoria: “Por las lenguas extranjeras Victoria Ocampo y la revista Sur fueron lo que fueron: una máquina de traducciones (en todos los sentidos) operada por una traductora, intérprete y viajera” (282). El tercer episodio, finalmente, se aboca a un suceso acaecido en 1970, referido por los protagonistas, a quienes el relato otorga voz a modo de “collages de imágenes recordadas por personas diferentes” (286), es un “trabajo de arqueología cinematográfica, realizado –dice Beatriz– no sobre materiales sino sobre discursos” (287) a fin de dar cuenta de la relación conflictiva que establecen la vanguardia estética y la ideología revolucionaria. La primera persona vuelve a escena, esta vez para imponer un orden en el coro que forman las voces de los artistas. “Lo que voy a contar –arranca el capítulo “La noche de las cámaras despiertas”– parece

realmente muy extraño. Sin embargo sucedió. En una noche y una mañana, veinte personas vinculadas con el cine produjeron, filmaron y compaginaron seis, siete u ocho cortos en 16 mm” (198). No importa dilucidar si fueron seis, siete u ocho cortos, lo que importa es la excepcionalidad del caso que terminó en una batalla campal provocada por un malentendido gigantesco que años después seguía desencadenando el relato de cada uno de los protagonistas. Tres historias reales encontradas como quien sale a cazar a través del archivo y del tiempo, por el mero placer de la búsqueda. Incluso el capítulo final puede leerse como una “historia” que tiene a la autora como protagonista y que habla, como toda buena ficción teórica, en clave explicativa y propedéutica, de cómo piensa la escuela, las vanguardias y la cultura a través de un ethos de época. Por razones de espacio no voy a analizar cómo funciona la figura de la “excepcionalidad” en el ensayo La pasión y la excepción (2003), acaso sea demasiado transparente. Borges, Eva Perón, la lógica de las pasiones y el peronismo son trabajados a partir de tres planos que se intersectan de un modo “excepcional”: “El saber del texto borgiano, la excepcionalidad de la belleza, la excepcionalidad extrema y pasional de la venganza”3. A María Teresa Gramuglio, redactora junto a Nicolás Rosa del manifiesto de Tucumán Arde, artífice y socia imperturbable en las apuestas de lectura tramadas durante las tres décadas de existencia de la revista Punto de Vista, también le cabe –por cierto– el sayo de la “excepcionalidad”. A la hora de los balances, en la “Celebración del itinerario crítico de María Teresa Gramuglio” (en el marco del III Congreso Internacional Cuestiones Críticas, Rosario, 2013), Beatriz caracteriza su figura como “una encrucijada excepcional de nacionalismo, criollismo y cosmopolitismo”.

Hay algo del orden de la piedad que el relato expande y que a Sarlo, como buena narradora que es, se le escapa. Dibujos de Justo Barboza

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Caballito: un Bloomsbury porteño El número 17 de la revista Punto de Vista apareció en abril de 1983, con una frase enigmática en su portada: No se trata de hacer de Sur, para irritación de algunos y regocijo de otros, un Bloomsbury porteño. Se trata, en cambio, de recuperar matices y mediaciones, de interrogarse sobre la formación del grupo que le dio vida en el interior de un conjunto de condiciones sociales y culturales precisas, de confrontar su autoimagen y sus propósitos manifiestos con sus realizaciones efectivas y su incidencia real. En suma, de mantener unidos dos aspectos que el análisis suele separar: la formación interna del grupo y su significación.4 Hoy sabemos que el responsable de la ilustración y el diseño del número fue el artista Juan Pablo Renzi, que Sarlo seleccionó ese fragmento como mascarón de proa y que la boutade se hacía eco de una broma que le gustaba repetir a Renzi y que sindicaba al barrio de Caballito, donde ellos mismos residían, como el “Bloomsbury porteño”. El dato lo ofrece Beatriz5 e indica en un complejo juego de espejos –que van de Sur, pasando por el materialismo inglés para llegar al barrio londinense que abrigó a furibundos artistas de todas las épocas, como Dickens, Virginia Woolf o Bob Marley– las fantasías de simbolización que proyectaba el grupo en torno al cual se gestaba Punto deVista en un momento de intensa producción de sentido/s. En la primera línea de ese dossier dedicado a pensar la revista Sur, María Teresa Gramuglio apela a “The Bloomsbury Fraction” –texto que poco tiempo antes había publicado Raymond Williams (en Problems in Materialism and Culture, 1980)– para interrogar la revista fundada por Victoria Ocampo en 1931 desde una perspectiva que no incurriera en los razonamientos tautológicos impuestos durante los años precedentes, que la observaban solo como mera portavoz de la oligarquía vernácula. “Un acuerdo de orden ético”, de Jorge Warley, y “La perspectiva americana en los primeros años de Sur”, de Beatriz Sarlo, eran los artículos que completaban el dossier. Con paso lento pero firme, la operación se acentúa en los años posteriores: en los artículos de Gramuglio “Sur en la década del treinta: una revista política”6, “Bioy, Borges y Sur: Diálogos y duelos”, y en los de la misma Beatriz, que habrían de cuajar en los ensayos Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930 (1988) y Borges, un escritor en las orillas (1993), principalmente.

La recuperación del archivo Sur “no solo revierte –asegura Judith Podlubne7– una de las principales condenas que pesaban sobre el grupo, la de su apoliticismo, sino que además conquista para siempre la dimensión problemática que le negaron las interpretaciones anteriores”. Por su parte, Adrian Gorelik resume la operación de lectura de la revista Sur que realiza el grupo, a través de la figura de “reemplazo”: “La operación de Gramuglio –muy consciente en sus consecuencias polémicas– es la de un reemplazo: saca el ensayo de interpretación nacional del centro de intelección de la década, y coloca a Sur” y con esto “abre un frente explícito de discusión con el grupo Contorno” y buena parte de los lugares comunes de la cultura literaria8. En efecto, la crítica al nacionalismo de la década del treinta se revisa a través de dos vías: el discurso serio en Sur y el discurso paródico en los policiales de Borges y Bioy. “En casi una década, Gramuglio ha examinado el nudo nacionalismo y cosmopolitismo, primero en los años treinta, luego en la década peronista”, dice Sarlo. Y puede hacerlo, porque su interés por lo argentino

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no es jamás nacionalista, porque “su cosmopolitismo es de buena aleación: sin desplantes ni tilinguerías9, erudito pero, como inevitable argentina, sombreado por la conciencia de la lejanía periférica” (23). En ese cruce “excepcional” entre cosmopolitismo, criollismo y nacionalismo, que el buceo temporal y la relectura del archivo Sur como Bloombury porteño propicia, colocando a la obra borgeana y su anglofilia en un vórtice emblemático, es que Punto de Vista se levanta. Viaje y salto de programa El “Prólogo” de Siete ensayos sobre Walter Benjamin (2000) –dedicado a “Rafael Filipelli, que me acompañó a Port-Bou”– empieza con el relato de un viaje: Port-Bou es diferente a los pueblos risueños de la costa catalana. Al llegar desde el sur, lo primero que se ve es el nudo ferroviario, las vías, los edificios administrativos. El visitante ha viajado por Walter Benjamin y quiere imaginar que en algún lugar, como una huella invisible, quizá en algún hotel, está la marca de quien pasó allí unas horas, las anteriores a su suicidio. 10 Unas líneas más abajo, ese “visitante que ha viajado por Walter Benjamin” se corporiza en primera persona y apunta: “Estuve en Port-Bou en 1999. Pensé y dije las

cosas completamente inevitables, esas que a cualquier peregrino se le ocurren cuando llega a lugares señalados” (9). El tiempo irrumpe en este volumen para establecer varias distancias: en primer lugar, con la experiencia del viaje, y en segundo lugar, con las intervenciones críticas sobre Benjamin que el libro reúne. Mientras que el primer texto es de 1990, cuando en Argentina –siempre a tono con las modas literarias del mundo– comenzaban los homenajes por los aniversarios (los cincuenta años de su muerte, en 1990, los cien de su nacimiento, en 1992), el último (“Olvidar a Benjamin”) ya pone en evidencia un malestar, el de los “usos académicos” que se operan sobre un pensamiento al que de pronto unánimemente se le adjudica un halo de legitimidad y prestigio. En esas pocas líneas, Sarlo realiza varias operaciones arriesgadas a partir de la inserción de la variable “tiempo” en la serie de textos reunidos: por un lado se desmarca de las modas de la academia, es decir que renuncia a la protección corporativa del saber consagrado que la lectura benjaminiana vendría a propiciar y se posiciona avant la lettre, antes de la moda misma (“Sus libros, desde los años setenta, estuvieron muchas veces sobre mi mesa de trabajo” 10); por otro lado, y en un mismo movimiento, dota de espesor temporal su misma enunciación y se piensa como “otra”, anclando en esa distancia autorreflexiva11 su autoridad: “Todo lo que debo agregar sobre estos ensayos es que presentan la relación de una crítica literaria con el pensamiento de Benjamin” (11) –dice a pocas líneas de

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finalizar el introito. No obstante, ¿es Sarlo (solo) una “crítica literaria”? Si toda lectura sobre un cuerpo de pensamiento implica un viaje, como dice pocas líneas antes, este que sus escritos propician una y otra vez se acerca más a una construcción de tipo autoral que al sumiso ejercicio de crítica literaria que postula. Quiero decir, ¿es posible ponderar las intervenciones de los últimos años sobre miríada de temas en tanto expansión y corrimiento del perfil intelectual en pos de la construcción de una figura de autor y del consecuente emplazamiento de un nuevo campo de lectura más vasto y polémico? En “El viaje original”, un texto publicado en el libroViajes. De la Amazonia a las Malvinas (2014), catorce años después del libro sobre Benjamin, vuelve sobre este episodio de Port-Bou para amplificar el rango de esa experiencia haciéndola dialogar con el recuerdo de la primera vez que vio el mar, esta vez en un dislocamiento temporal doble anudado en la figura del “salto de programa”, que el verdadero viaje vendría a propiciar. Llegar allí por primera vez a los dieciséis años produce asombro. No quedé anonadada, sino en un estado de excitación que duró hasta la noche. Ahora me doy cuenta de que no siempre una experiencia temprana deja una huella tan intensa. Muchos años después, sentí la misma emoción en Port-Bou. Pero allí no se trataba del mar, sino de la tumba de Walter Benjamin, una onettiana tumba vacía.Y yo era otra.12 Viajes es quizá el libro más narrativo y personal de Sarlo. Y no porque se trate de un conjunto de crónicas de viajes realizados a lo lar-

Sarlo realiza varias operaciones arriesgadas a partir de la inserción de la variable tiempo: se desmarca de las modas de la academia y, por otro lado, dota de espesor temporal su misma enunciación al pensarse como otra go de su vida, desde los viajes familiares de la infancia al pueblo cordobés de Deán Funes pasando por los viajes de juventud a Bolivia o la Amazonia, las aventuras de una crítica literaria en Viena o la de una cronista a sueldo en Malvinas, sino porque libera la pulsión narrativa en el puro “placer” –Barthes– de quien se sabe ya en la posesión de un nombre propio y se entrega a la rememoración o al recuerdo para llenar con relato los vacíos dejados por el olvido, el error o la ausencia de registro. El texto crece en la medida en que calibra esa falta (“En alguna mudanza perdí todas las libretas que había escrito durante mis viajes por la Argentina, Bolivia y Brasil y Perú”, 213), y ante la urgencia de una reparación: en la necesidad de rescatar de su infancia figuras masculinas que graviten hondamente en la conformación de su personalidad (al padre le deberá el blindaje ante la demagogia peronista y, a su vez, la fascinación13; al tío materno la veta literaria14; y a Lajos –el encargado húngaro de la finca familiar en Córdoba, venido de la experiencia de la Gran Guerra como si se tratara de un personaje de Sándor Marai– una ética inquebrantable frente al trabajo y el cuidado animal15), en la contemplación de unas fotos que de pronto vuelven del pasado para enfrentar a la autora (otra vez) con la que fue, en la reposición de cantidad de documentos que dan cuenta del punto de vista de los intelectuales nucleados en torno a la revista frente a la Guerra de las Malvinas, o simplemente frente a aquella historia que “como la fotografía de un muerto” (220) el relato quiere o desea representar con la ilusión de hacer surgir sentido/s de ese pasado absoluto que es el tiempo del viaje. La ilación de los textos responde a lo que Beatriz llama el “fuera de programa”, idea que es deudora de ese shock con que los surrealistas intentaban explicar el golpe estético causado por las uniones imprevistas, los hechos azarosos, “la causalidad incausada” (15) que ofrece acaso la experiencia estética desnuda. “El fuera de programa, el shock que a veces revela lo visitado y a veces lo oculta, es una producción del viajero mientras se viaja. Cuando se prepara para viajar, no puede preparar lo que salta de improviso” (28); y sin embargo, así como sucede en el arte, “hay resquicios, zonas que enloquecen o se desorganizan, excepciones fuera del cálculo” (28) que irrumpen con la emergencia de lo inesperado y que ofrecen, a cambio, “un potencial de sentido, un potencial de realidad” (25) que es, con todo, la más radical novedad del viaje. Con ecos del poema Le voyage de Baudelaire, el “salto de programa” es un refucilo en el horizonte que irrumpe y produce un saber, eso que el autor de Poesía y capitalismo encuentra también en Proust, “ese shock, la imagen que relampaguea en el momento de peligro, el trauma de la memoria involuntaria, que da al historiador la mirada aguda de la crisis”16 –apunta Franco Rella.

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El relato de la intelligentsia El último capítulo de Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura (2001) reúne varios textos que orbitan sobre el problema de los “Intelectuales”. Publicados en distintos diarios y revistas en los años que anteceden a su recuperación en libro (Clarín, Punto deVista, Revista de Crítica Cultural), intentan “hacerse cargo del presente” o pensar las formas en que la historia lo ha marcado para intervenir en él: “Tiempo presente, es decir, intervención crítica que replica el suceso, relación con acontecimientos fugaces pero significativos, anotaciones hechas a diario”17. Hay varias tesis implícitas en esta apuesta –que involucra una preocupación e intervención veloz y coyuntural en lo dado– sobre las que quisiera reflexionar. El primer parágrafo que abre esta sección se titula “Las formas del honor”, empieza así: Las culturas son máquinas de producir formas. El honor es una propiedad simbólica que tuvo diferentes formas culturales, pero siempre implicó sometimiento a una esfera exterior a la voluntad, los deseos y los intereses subjetivos. (…) Afortunadamente, no vivimos en sociedades de señores, y las cualidades que definen la virtud no están ordenadas por un concepto de honor que nos clasifique socialmente y desborde la voluntad. Sin embargo, incluso después de las revoluciones culturales modernas, persiste una jerarquía de valores que organiza el espacio de lo deseable. Aunque la palabra siga empleándose, antes que el honor, las sociedades occidentales reconocen hoy la noción (más empírica) de decencia o la noción (más subjetiva) de honestidad. Lo mismo les sucede a los intelectuales modernos. (195) Sarlo coloca la vara muy alta –se dirá–: no duda en proponer una moral espartana para los intelectuales que implique “no aceptar la lógica del dinero, del poder, del prestigio o del éxito” (196) ni caer jamás en “la trivialidad, la indolencia y el cálculo” (196) que empantanan el pensamiento. La arenga se dirige a un “nosotros” y construye un programa de acción, lanzado como un boomerang virtuoso hacia el futuro: Como sea, el trabajo bien hecho es ir en contra de lo que se cree seguro o conveniente y examinar las certidumbres propias con la misma pasión con que se juzgan las de los otros. Parece un programa mínimo pero cualquiera que se lo haya propuesto sabe que es dificilísimo. Existe también otra forma del deber moral: la que proviene del hecho de que los intelectuales sean, en sociedades despiadadas en lo económico y lo cultural, quienes estén probablemente bien colocados para mostrar la complicidad de ellos mismos y la responsabilidad del poder respecto de las diferencias materiales y simbólicas. No hay honor, pero quizá pueda existir una forma de la fuerza moral (lo que los antiguos llaman virtud) para nosotros. (197) Unos años antes en el artículo “¿La voz universal que toma partido?” (Punto de Vista, N°50, 1994), ya había sopesado la imposibilidad de construir un lugar que fuera universalmente reconocido para y desde el discurso intelectual, imbricado ya en una red que incorporaba al saber técnico y a los medios masivos en una reconfiguración de la cultura que al menos como carta de presentación decretaba el derrumbe de las utopías políticas. Se trataba, en efecto, de la observación de un cambio de estilo y de época, en que un tipo de intervención intelectual, a lo Sartre, a lo Viñas, ya no tenía cabida ni consenso porque el marco de enunciación que lo volvía audible había radicalmente mutado en un escenario mass-mediático que comenzaba –bien lo sabemos– a arbitrar los modos en que la tiranía del capital pudiera perpetuarse arrinconando al discurso crítico en un mero relator de lo contingente. Sarlo observa ese clivaje con melancolía (esa que se le imputa en varias lecturas críticas realizadas a Escenas de la vida posmoderna, de las que se defiende también en estas páginas) pero aun así lo refuerza, sin renunciar a la premisa aristocratizante de cuño sartreano cuyo discurso observa desfallecer:

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Después de la muerte de Sartre, Pierre Bordieu afirmó que ese lugar ya no estaba disponible en la sociedad francesa. No se trataba de que no hubiera ningún sustituto a mano; no se trataba, siquiera, de que no existieran postulantes. Ocurría, en cambio, que aquello que en una poderosa tradición cultural se reconocía como la voz universal que toma partido (ese verdadero oxímoron que se despliega en la figura clásica del intelectual) había entrado, en todo Occidente, en un período de atenuación. Se esfumaban, al mismo tiempo, el universalismo y el partidismo, como dos caras de una misma figura pública. Por eso, afirmaba Bordieu, esa clase a la cual Sartre había pertenecido y, al mismo tiempo, había hecho todo por consolidar ya no estaba en condiciones de reclamar para sí la universalidad valorativa y la audiencia universal que Sartre, como primus inter pares, tenía en el mismo núcleo de su identidad pública. (202) Es a través de las múltiples torsiones narratológicas que comenzará a desplegar en su escritura en la estela de los estudios culturales, que Sarlo podrá salir airosa de esta encrucijada en la que cualquier intelectual con menos “plumas” se hubiera anegado. Quiero decir, solo en el rodeo narrativo de la escena textual es que logra resolver o evadir esta matriz auto-impugnatoria que “la operación Raymond Williams” –según Miguel Dalmaroni– habría propiciado en el grupo, a través del despliegue teórico del materialismo cultural inglés en el tránsito del programa de la revista Los libros a la emergencia de Punto deVista en el año 1978, esto es: de la utopía revolucionaria a la utopía democrática, de la praxis política más o menos radicalizada a la elaboración de un discurso crítico de corte esteticista que venía a poner en todo momento en jaque las condiciones de su misma (im)posibilidad18. El texto de Sarlo es riquísimo en su mostración del “síntoma”: da cuenta de la crisis de paradigmas, de los escenarios tradicionales en donde intervenir, de la crisis de valores que sindica la imposibilidad de “tomar partido” en un mundo donde “solo los poderosos consideran que está bien tomar partido” (212), a la vez que ancla en un “nosotros” irrefutable y sin fisuras el protagonismo de la razón intelectual de su presente: “Para los que integramos desde un principio la redacción de esta revista, Punto de Vista, ella fue el espacio, singularmente fraternal, donde este proceso se dio a través de

. .un perpetuo contradictor del poder, un perturbador del statu quo cuyo gran objetivo es desafiar las ortodoxias, los credos y las ideologías.. una revisión lenta no solo de la política sino también de sus presupuestos teóricos. Había que pensar todo de nuevo.” (208) Pero ¿para quién habla aquí Beatriz? ¿Se dirige al afuera o al adentro del Bloomsbury porteño? ¿Intenta poner un norte o intenta publicitar al grupo? ¿O quizá se habla a sí misma, una vez más, a “aquella que fue”, para proyectarse a futuro y saldar deudas con ese pasado que vuelve una y otra vez, que “siempre es conflictivo”19 – como arranca Tiempo pasado (2005)–, porque se impone sin que se lo convoque por la voluntad, porque aparece como “advenimiento, como captura del presente” para arrojar de pronto los restos de lo impensado, eso que inesperadamente sobrevive fuera de ese impertérrito “todo”? Como se recordará, el término intelligentsia fue acuñado en las aulas universitarias rusas y polacas, en la primera mitad del siglo XX, para dar cuenta de la emergencia de una élite que, lanzando una crítica radical hacia el orden establecido, se pensaba a sí misma como reden-

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tora de la trama social. Si bien hay varias periodizaciones que señalan su nacimiento en el siglo anterior, en el seno de la nobleza y de la mano de la Revolución Decembrista en 1825 –que fue instalando la necesidad de una modernización de la cultura eslava–, es recién con la revolución bolchevique y la emergencia total de la crisis que la intelligentsia20 asume sus funciones en la dirección moral y espiritual del pueblo. Con los viajeros y los exiliados rusos, el término pasó rápidamente a los países de Europa occidental, incluida Alemania, a partir de la formación de minorías ilustradas disidentes21. A mitad del siglo XX –según puede observarse en la obra de Karl Mannheim, Ideología y utopía– el término convivía y alternaba con el de “intelectuales” para razonar sobre cuáles eran los deberes de los cientistas sociales que, siguiendo el modelo a la francesa (con el mítico J´accuse de Zola, del caso Dreyfus22), se autodefinían a partir de un imperativo ético en la prosecución de una misión. No obstante este doble entramado, es preciso subrayar que Sarlo no piensa su discurso crítico por fuera de la red de los discursos sociales –como quería Julien Benda en La trahison des clercs (1928)–, más bien lo barrunta como insertado en esa red pero con una capacidad de movimiento, autonomía o dislocación extrema: “Ser intelectual hoy no es ser profeta, pero tampoco intérprete que traslade simplemente los valores de un lado a otro (…) El intelectual, como el ciudadano, es parte de ese conflicto de valores y defiende valores, aunque al mismo tiempo, tenga respecto de los valores una perspectiva relativista” (Tiempo presente, 228). Sospecho que imagina su “misión” de modo similar al que expone el crítico palestino Edward Said en sus conferencias Representations of the Intellectual (1996): como un perpetuo contradictor del poder, un perturbador del statu quo cuyo gran objetivo es desafiar las ortodoxias, los credos y las ideologías sin dejarse nunca domesticar por las instituciones. En esta apuesta del sujeto de letras como lobo solitario o, mejor, como francotirador, refulge la premisa sesentista de que el vórtice del Poder se asienta en las Instituciones, en el Estado, y no en los “medios” materiales y simbólicos a través de los cuales se gestiona su significación, su sentido y pertinencia. Si en la vorágine partisana de los tiempos, este ludópata virtuoso del campo intelectual encestara su pelotita en la canasta equivocada, no será entonces esto porque su apuesta adolezca de heroicidad o de audacia, mucho menos podrá imputársele impericia libertaria de cálculo: hasta el más fiero cazador puede confundir en días de cerrada niebla gato por liebre, agua con fuego, Mal con Virtud.

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1. Sarlo, Beatriz. La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas. Buenos Aires, Ariel, 1992, p. 5. En adelante, de las citas se menciona solo el número de página. 2. “He citado en estas notas –dice Sarlo en la última nota al pie de este capítulo– una bibliografía abundante sobre el tema. A sus autores y otros especialistas quisiera aclarar que el presente trabajo no es una navegación, con patente de corso, por el campo disciplinario de la historia de la educación, sino un episodio más de una historia cultural de la dimensión simbólica.” Sarlo, Beatriz. La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas. Buenos Aires, Ariel, 1992, p. 92. 3. Sarlo, Beatriz. La pasión y la excepción. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 13. 4. Gramuglio, María Teresa. “Sur: constitución del grupo y proyecto cultural” en: Punto deVista. Nº 17, Buenos Aires, abril de 1983. 5. Sarlo, Beatriz. “La erudición y la elegancia” en: Podlubne, Judith – Prieto, Martín (comps.) María Teresa Gramuglio. La exigencia crítica. Rosario, Beatriz Viterbo, 2014, p. 19. 6. Gramuglio, María Teresa. “Sur en la década del treinta: una revista política” en: Punto de Vista. N°28, Buenos Aires, noviembre de 1986; “Bioy, Borges y Sur: Diálogos y duelos” en: Punto de Vista. N°34, Buenos Aires, julio de 1989. Recogidos en el volumen: Gramuglio, María Teresa. Nacionalismo y cosmopolitismo en la literatura argentina. Rosario, Editoria Municipal de Rosario, 2013. 7. Podlubne, Judith. “El archivo Sur” en: María Teresa Gramuglio. La exigencia crítica. Ob. cit., p. 55.Ver también: Podlubne, Judith. Escritores de Sur. Los inicios literarios de José Bianco y Silvina Ocampo. Rosario, Beatriz Viterbo, 2011. 8. Gorelik, Adrián. “La década del treinta de María Teresa Gramuglio” en: María Teresa Gramuglio. La exigencia crítica. Ob. cit., p. 32. Gorelik señala que el debate sobre esas líneas de lectura se continúa visceral hasta hoy, apuntando que la compiladora del tomo La década infame y los escritores suicidas. Literatura Argentina siglo XX (Colección dirigida por David Viñas, Paradiso, 2007), María Pía López, dedica una nota al pie a confrontar las hipótesis con que Gramuglio las había refutado. 9. Aquí, la palabra “tilinguería” me recuerda una reciente y polémica intervención de Beatriz en relación al dominio de la lengua inglesa por parte de los jefes de Estado. Cito: “Fue bueno comprobar que los profesores del Newman le enseñaron un inglés pasable a Macri. Dicen que Cristina Kirchner comentó alguna vez que durante muchos años había gritado yanquis go home y tal actividad militante le sacó tiempo para aprender esa lengua maldita, a la que, sin embargo, enriqueció con la nueva expresión bad information. Prat-Gay habla, sin lugar a dudas, un inglés infinitamente mejor que el de Cavallo. Estas parecen tilinguerías, pero si vivimos en un mundo globalizado, suena ventajoso que sus ´gestores´ puedan a veces entenderse, sin intermediaciones, en la lengua que, por ahora, es la del poder en Occidente” (Sarlo, Beatriz. “Con corbata y en inglés” en: Perfil, 24 de enero de 2016, p. 10. [Consulta en línea en: http://misionesopina. com.ar/con-corbata-y-en-ingles/]) Entiendo que la anglofilia de Sarlo debe comprenderse a la luz de estas “operaciones” de lectura y relectura del canon, y no como un craso error glotopolítico, que confunde “estadista” con “gestor”, “dignidad” idiomática con “destreza” escolar, “tilinguería” con “cipayismo”. 10. Sarlo, Beatriz. Siete ensayos sobre Walter Benjamin. Buenos Aires, FCE, 2000, p. 9. 11. Abundan los ejemplos, a lo largo de la obra sarliana, de este tipo de operación de distancia autorreflexiva y, por efecto rebote, crítica sagaz a sus contemporáneos. Por razones de mera economía, cito solo el fragmento de un texto dedicado a (re)leer a Cortázar en ocasión de un homenaje a diez años de su fallecimiento: “Muchas veces juzgamos a Cortázar no por lo que escribió sino por lo que produjeron sus escritos: el cortazarismo, esa onda sesentista tan bien sintonizada con la moda hippie, las polleras hindúes, la deriva por la noche, la ginebra, el rock, Woodstock, el anticonvencionalismo, la izquierda florida antes de convertirse en izquierda armada. Seriamente: Cortázar no puede ser responsabilizado de las conversaciones en el bar La Paz a mediados de los sesenta; fuimos nosotros

los que conversamos allí, después de ir a comprar Todos los fuegos el fuego.” Sarlo, Beatriz. “Una literatura de pasajes (1994)” en: Escritos sobre literatura argentina. Edición a cargo de Sylvia Saítta. Buenos Aires, Siglo XXI, 2007, p. 263. 12. Sarlo, Beatriz. Viajes. De la Amazonia a las Malvinas. Buenos Aires, Seix Barral, 2014, p. 38. 13. “Entre los aprendizajes tempranos de ese viaje reiterado figuró el que a mí no me correspondía ningún juguete de esos. La primera vez que pregunté, me instruyeron el significado de la palabra demagogia, un engaño que el gobierno ejercitaba ante los más pobres. Y, además, entendí fácilmente que nosotros no éramos tan pobres como los chicos de los ranchos. Por otra parte, me daba cuenta sola de que mi padre desaprobaba el contenido de unos maravillosos libritos, ilustrados a cuatro colores, con la imagen de Evita (que secretamente me gustaba mucho, descubriendo ya en esos años su carácter de ícono), porque era fuertemente contrario a las ideas del gobierno que él denunciaba todos los días y en todas partes, incluso en el mismo correo”. Sarlo, B. Viajes. Ob. cit., p. 43. 14. “Para mi tío, el viaje a Deán Funes, donde quedó anclado, fue la liberación de una de sus varias vocaciones: la literaria. Por esos mismos años cuarenta publicó Los olvidados, cuya protagonista, una adolescente que servía en la casa, se llamaba Rulito. De chica, yo creí que el nombre me correspondía”. Ibid, p. 39. 15. “Lajos era dueño de un caballo tobiano, alto y ancho de pecho, que naturalmente se llamaba Tobi, y de un zaino, sin muchas cualidades. También tenía un carro rectangular, de piso chato, al que ataba el tobiano para ir al pueblo. Se enojaba cuando se trataba a los caballos de un modo que juzgaba impropio o de una crueldad innecesaria. No se enojaba por romanticismo ni zoofilia sino que, como buen campesino, pensaba que un animal rinde bien si se lo exige mesuradamente y se lo cuida tanto como se lo exige. Rechazaba el desdén aristocrático por los caballos que sentían los señores distinguidos que había conocido en el ejército y antes. Con esta ética, Lajos era mi maestro. Su esfuerzo consistía en evitar la frivolidad. Campesino, no comprendía el motivo por el cual la gente de ciudad utiliza caballos para 'dar vueltas' o 'ir de paseo'. Su concepto de la relación entre humanos y caballos abarcaba solo dos actividades: guerrear (si era imprescindible, si alguien tenía la mala suerte de que lo reclutaran y no había podido huir o esconderse) y trabajar”. Ibid, p. 63. 16. Rella, Franco. El silencio y las palabras. El pensamiento en tiempo de crisis. Barcelona, Paidós, 1992, p. 158. 17. Sarlo, Beatriz. Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura. Buenos Aires, Siglo XXI, 2001, p. 9. 18. Cfr. Dalmaroni, Miguel. “La moda y 'la trampa del sentido común'. Sobre la operación Raymond Williams en Punto de Vista” en: Orbis Tertius. Revista de Teoría y Crítica Literaria. N°5, Año II, La Plata, 1997. 19. Sarlo, Beatriz. Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Buenos Aires, Siglo XXI, 2005. 20. Slonim señala la existencia de tres grandes grupos dentro de esta élite: los que adhirieron al régimen, los que expresaban sus dudas y aquellos que se opusieron abiertamente.Ver: Slonim, Marc. Escritores y problemas de la literatura soviética. Alianza, Madrid, 1974. Y también: Kagarlitsky, Boris. Los intelectuales y el Estado soviético. De 1917 al presente. Buenos Aires, Prometeo, 2005. 21. Cfr. Mannheim, Karl. “El problema de la intelligentsia” en: Ensayos de sociología de la cultura. Madrid, Aguilar, 1957. Marsal, Juan (ed.). Los intelectuales políticos. Buenos Aires, Nueva Visión, 1971. 22. Según Carlos Altamirano, la tradición consagra como nacimiento de la noción de “intelectual” en la cultura contemporánea al Caso Dreyfus y al año 1897, indicando el momento en que el escritor Émile Zola escribe la carta abierta al presidente de la república francesa titulada Yo acuso, reprobando la violación de las formas jurídicas que rodearon al juicio contra Alfred Dreyfus, acusado de entregar información secreta al agregado militar alemán en París. Cfr. Altamirano, Carlos. Intelectuales. Notas de investigación. Buenos Aires, Norma, 2006.

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Ensayo

Breve travesía temporal por el cine Un recorrido no del todo arbitrario por la historia del cine. Nombres de directores y nombres de filmes, del lado de acá y del lado de allá, examinados con una lente deleuziana. Imágenes tiempo: recuerdos, sueños y cristales.

Por Florencia Eva González

U

*Florencia Eva Gonzalez Profesora de cine, estética e historia en distintas instituciones. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UBA. Documentalista independiente y guionista de tv. En 2013 publicó el ensayo Desajustes. Sobre arte y política en Argentina.

na imagen puede ser tan estremecedora… ¿tiene un carácter unívoco? A juzgar por los sentimientos inexplicables y profundos que derrama, por las reminiscencias, las intuiciones de destino con las revelaciones de lo ya vivido, los conceptos no simbolizados, la forma posible, el gesto conocido no recordado, el cuerpo ilusorio, desprendido, lejano, expectante, reunido en correspondencias imaginadas o en estados paralelos, por todo eso, la imagen es una visibilidad con efectos no mensurables. Reservorio terrenal y divino en los umbrales de la eternidad. Condición que la imagen cinematográfica hereda y redobla por resultar una alineación sucesiva de ellas, cada imagen acarreando una existencia propia, en idilio, conflicto o yuxtaposición con otras produciendo en el espectador, una vivencia simultánea de emociones, a veces contradictorias y en ocasiones excluyentes. Lo infinito, inmanente a la estructura de la imagen, reproduce el flujo del tiempo dentro de una toma, de una toma a otra y en la suma total de una película. A menudo se ha afirmado que todo arte necesariamente trabaja con el montaje, es decir, una elección y combinación de partes más la clave fundamental: la manera en que estos trozos se unen y se conectan expresando diferentes temporalidades. Decisiones que contienen un flujo de tiempo dentro del plano, fuera y entre, y que estructuran con ellos el organismo vivo de la película, por cuyos lazos como venas, bulle una presión rítmica del tiempo. Es el montaje, unión de técnica y memoria, el corazón del cine, rasgo que lo distingue

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de otras disciplinas y artes como el pulso sensible del devenir ordenado de las formas y los sonidos. Sin embargo mucho se ha discutido si el cine es arte, lengua –universal o primitiva–, si se trata de un espectáculo para entretener a masas o es parte de una industria para hacer negocios. Más sencillo sería afirmar que el cine despliega materia inteligible, un andar continuo y presente que va construyendo a cada paso, una lógica propia. Un mecanismo basado en un encadenamiento impulsado por el movimiento, duración de la imagen en pantalla con intervalos que es “tiempo”, medida que logra expresar ese movimiento. Cada filme concibe una temporalidad tangible y material sin perder la vocación viva de expresarse en el carácter múltiple, elíptico y fractal de las imágenes. Número y poesía que la máquina móvil capta y reproduce en una forma de realidad ordenada de tiempo. Fórmula que convierte al cine en infernal engranaje de la historia, por la capacidad de ofrecer una versión laica del mundo y por una obsesión tan intensa por la muerte que logra blandir con fundamento, la sacralidad de la vida. ¿Cómo se presenta el tiempo en el cine? Cuando se habla de historia, hay una concepción y una forma del tiempo implícita en ella que la construye y restringe. El imaginario del siglo XX es marcado fuertemente por las imágenes que se desprenden del mundo cinematográfico, tiempo condensado, repetido y diferente;

también inacabado y ávido de asumir ideas del tiempo pasando ante la mirada. El tiempo en el cine entra por el ojo ofreciendo imágenes producidas a través de prótesis tecnológicas de complejidad (el inconsciente óptico que expresa Benjamin), donde el espacio se hace tiempo y el tiempo, espacio, tomando y trabajando sin permiso de la conciencia, como el ojo mecánico de Vertov al que se le adjudica la posibilidad singular de mostrar el mundo con una “verdad” y de hacer concurrir al fluir inconsciente. En esta línea, la imagen mental ha resquebrajado el sistema de las imágenes-movimiento donde el sistema cronológico de concatenación de imágenes es reemplazado por la dispersión. La línea narrativa se convierte en tópico, la acción en vagabundeo y la imagen-movimiento es sustituida por una mental. Las ideas que se forman en la mente del espectador, se escinden de un proceso analógico o icónico: el tiempo no se mide por el movimiento sino por él mismo. Maraña que rompe con el esquema sensorial, produce el ascenso de situaciones desconectadas, de espacios cualesquiera, personajes diletantes, relaciones aleatorias y donde el cuerpo también adquiere otra densidad, otro tiempo en la imagen. El tiempo no se concibe como una sucesión de presentes sino como desdoblamiento, acumulación de pasados y conservación de futuros. La imagen moderna instaura un reino de fragmentos y relaciones

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ilimitadas. El sentido se libera por los intersticios construyendo territorios desencadenados pero propios, escindidos del mundo “exterior” pero libres en una nueva expresión. Una renovada organicidad y estado interior descubre una nueva consistencia temporal; explorada expresivamente por Orson Wells, de manera indecible por Resnais, inconmensurable en Godard, sensible en Duras y conceptual en Deleuze. En dos obras capitales, el filósofo concibe el cine basando su funcionamiento en el rompimiento de la sucesión empírica para acceder a los cristales de la memoria, un tipo de orden o serie dictada por las formas desordenadas del tiempo. Tiempo expresado en signos que convierten al cine en la imagen del pensamiento, no asumible como intrínseca, esencial ni ahistórica sino como correspondiente al ser contemporáneo, sujeto que asimila a través de la imagen fílmica determinadas especulaciones concretas sobre el tiempo y la historia. Nombra tres nociones básicas, un primer esquema de las imágenes-tiempo: imágenes-recuerdo, imágenes-sueño, imágenes-cristal. Las Imágenes-recuerdo son las primeras reinas de la subjetividad temporal. Todo tiempo es un eterno presente organizado a través del encadenamiento sensorial de los personajes en alianza ocultamiento/develamiento del sentido. Deleuze pone varios ejemplos en torno a la imagen-recuerdo siendo el flashback un fácil exponente, aunque no el único. En El Ciudadano de Wells despliega un abanico de posibilidades narrativas sobre el tiempo teniendo en cuenta que el film comienza con el fallecimiento del protagonista y un enigma que hay que dilucidar repasando su vida. Así, un personaje narra el desgaste del primer matrimonio de Kane a través del momento en que la pareja desayuna, captado con la misma toma pero en distintas épocas. Woody Allen también utiliza el flashback con asiduidad como cuando su personaje recuerda el romance con Annie (Diane Keaton) en Annie Hall en el final del film y se enlazan escenas felices de la pareja en un bar, caminando por Manhattan, en los juegos románticos. Esas imágenes ocupan el mismo espacio presente que el presente del relato de la voz en off. El recuerdo adquiere una visibilidad y funciona como manera de actualización del pasado en el presente. Una forma recortada y sintetizada de retrotraer aquello que creemos vivido. El presente, entonces, no sería una sucesión de presentes, sino que está contaminado por un presente-pasado o en presente-futuro, todo enlodado en el mismo relato. En Memento de Christopher Molan, paradójicamente a pesar

de la pérdida de la memoria del protagonista, el film se desarrolla como un todo imagen-recuerdo: una sucesión de hechos ocurridos y vividos por el protagonista pero alterados en su concatenación. Se conciben las imágenes-sueño como personas y objetos que ocupan un espacio y un tiempo. Las situaciones soñadas, imaginadas, deliradas presentan al inconsciente en un escenario que lo que organiza como “realidad” o tiempo de la conciencia. Así puede verse el anciano de Cuando huye el día de Bergman que se va a dormir y sueña –es una pesadilla– que se muere en una secuencia que es tan “real” como cuando se supone que está despierto. Un hombre mira un cuadro de Van Gogh en un museo y queda tan abstraído por su belleza que es abducido por la obra. En la escena siguiente se encuentra correteando en el campo amarillo-ocre, conversa con campesinos y atraviesa el puente colgante. Es un cuerpo vivo dentro del cuadro. Es una secuencia de Los sueños de Akira Kurosawa. Otra operación fundamental del tiempo cinematográfico son las imágenes-cristal que suceden cuando los tiempos coexisten como capas: el pasado cohabita en el presente que ha sido o en el futuro que será. Son “puntas del presente” según las denomina Deleuze, donde ya no es necesario identificarlas: viven juntas. El tiempo se torna una masa amorfa cuyo circuito interior contiene todos los tiempos expresados en un presente del relato. Es el tiempo desdoblado a cada instante en pasado, presente o lanzado al futuro, diferentes por naturaleza pero indiscernibles en diferentes estados del cristal. El súmmum de este concepto no en vano pertenece a Alan Resnais, que con Alain Robbe-Grillet en el guión, realiza Hace un año en Marienbad. El presente cohabita con el presente que ha sido y con el futuro que será, en consistentes planos-secuencia que mantienen vivo el tiempo presente, desdoblado en un mismo espacio, el hotel donde se encuentra la pareja, donde el tiempo se descubre no cronológico.

El tiempo se torna una masa amorfa cuyo circuito interior contiene todos los tiempos expresados en un presente del relato.

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En el transcurso del cine argentino Pubis angelical de Raúl de la Torre sobre la novela de Puig, conecta las rupturas temporales bajo su exhalación literaria. El film intercala imágenes-recuerdo con imágenes-sueño y extiende su significado. Si Deleuze coloca al flashback en relación con la imagen actual en lo que el filósofo denomina imágenes-recuerdo, y las imágenes-sueño, escenas de un mundo onírico, es plausible colocar el film desdoblado en varios tiempos: el presente, los años 30 y el futuro, avanzando en circuitos cerrados que van del presente al pasado y del presente al futuro. El presente tiene a la protagonista Ana (Graciela Borges) en una cama de hospital, entre drogas y la visita de Beatriz, una feminista que le mantiene la ilusión de curación del cáncer. Por otro lado está Pozzi (Alfredo Alcón), un abogado que defiende presos políticos y que fue su amante. El hilo de la narración se sostiene con la intención de Pozzi de usar a Ana como señuelo para secuestrar a Alejandro, un militar con simpatía nazi que está enamorado de ella. Las escenas “saltan” mientras las imágenes-sueño intervienen y el reconocimiento se vuelve automático cuando suena la banda musical de Charly García. Cada circuito del tiempo pasado del film se inserta entre la excitación y el ambiente de los años 30, con nazis encubiertos mezclando personajes y épocas. Entre ensoñaciones, su amante le fabrica un doble con máscara por si la secuestran. Luego se convertirán en un soldado ciego y una enfermera. Y así a través del flashback se quiebra la linealidad del supuesto recuerdo, recusando la causalidad en una operación de complementariedad de tiempos. Y es que el pasado de Ana no es solamente el antes de su presente, es también su pieza ausente, lo inconsciente, lo elidido. Lejos de disipar el enigma, la marcha atrás sirve para subrayarlo, para hacerlo más opaco, indicando una cadena incierta de entresijos. Así, el flashback en este film recibe su información de otra parte, así como las imágenes-recuerdo toman del pasado contribuyendo a ajustar una causalidad psicológica ya sea soñando que es una diva de Hollywood o una mujer-robot. La protagonista de Pubis Angelical –Ana, Ama, W218– no evoca un simple recuerdo sino que remite a una visión mental, historias posibles no abordadas desde la palabra, sino guardadas para bucear sobre sí mismas. Cada circuito borra y suma un objeto. Pero es justamente en este doble movimiento de creación y de borradura que en el lecho de enferma, la moribunda desconoce su gravedad. Los giros de su mente se anulan, se contradicen y se

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Obras de Thornton


restablecen para constituir a la vez las capas de una sola y misma realidad física. Estos niveles presentes en su realidad mental, memoria o espíritu, son múltiples y se superponen unas con otras: “Me sigo yendo por las ramas. Y las ramas secas. En vez de anotar cosas agradables para levantar el ánimo… Las cosas agradables se me borran de la memoria: ¿por qué?”. Estas palabras ponen de manifiesto los límites del flashback respecto de la imagen-recuerdo como una insuficiencia respecto del recuerdo del pasado. Henri Bergson no se cansó de apuntar que la imagen-recuerdo no recibía de sí misma la marca de pasado, es decir de la virtualidad que ella representa ya que encarna y la distingue de los otros tipos de imágenes en la medida en que ha ido a buscar un recuerdo puro. Afirmación que resbala mientras seguimos los devaneos de la máquina de imágenes e historias entrelazadas que son y se convierten en la febril cabeza de Ana. La virtualidad que la película propone, surge del relato de la protagonista y está contenida en alguna zona oculta, tal vez de su pasado, pero no como “recuerdo puro” sino como llamados desde el fondo del inconsciente que confirman el postulado: imaginar no es recordar. No basta entonces con la imagen-recuerdo

para definir la cantidad de dimensiones de la subjetividad de Ana. Pubis angelical no avala la reconstrucción de un pasado coherente, ni la memoria constitutiva de una identidad, sino que comprende la experiencia desordenada en un presente continuo y perpetuo. Contemporánea a la obra de Resnais de 1961, Manuel Antín presenta la obra basada en “Cartas a mamá” de Cortázar, La cifra impar. El cuento y la película relatan el presente de Luis (Lautaro Murúa) y Laura (María Rosa Gallo) en París. Presente profundamente sesgado por un pasado, del que la distancia no los ayuda a desprenderse. Mamá les escribe cada quince días, y las cartas reafirman un pasado latente que se niega a abandonarse al rincón lejano de la memoria. Surgen pesadillas (imágenes-recuerdo) que aquejan a Laura. Entre Mamá, Luis y Laura hay un muerto, el recuerdo del muerto: Nico, el mimado de Mamá, hermano de Luis, y novio de Laura hasta que se casa con Luis. Las Imágenes-cristal surgen del cuento desfocalizando el relato. Cortázar, como en muchas de sus obras, narra utilizando el discurso indirecto libre, una tercera persona que la adaptación cinematográfica puede descomponer con facilidad. Este tipo de narración en cine deshace el re-

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lato focalizado en aquel personaje que permanece más tiempo en cuadro, en el personaje que se identifica con la voz en off o con la subjetividad de la cámara. Sin embargo, la elección de Antín es clara: la cámara sigue a Luis en gran parte del film. Esta elección es clave para comprender por qué la película se vuelca hacia una lectura psicológica del cuento. Así, el fantasma de Nico crece, igual que la distancia entre Laura y Luis, y las confusiones (o no) de Mamá (que jamás tiene nombre propio) y que componen un tiempo en forma de prisma coexistiendo los tiempos indiferenciados. Otro ejemplo es El exilio de Gardel. Juan (Miguel Ángel Sola), exiliado en París, llama por teléfono a Buenos Aires desde una cabina en la calle, con fondo de un paisaje nevado. Atiende el padre y él pide hablar con su madre. Todavía con el tubo en la mano su rostro se va deformando; las lágrimas asoman amargamente. En la profundidad de campo de la escena, aparece su madre y lo saluda. Sale corriendo de la cabina para alcanzarla, pero eso ya no será posible. Es propiamente un fantasma materializado en el punto de fuga de la imagen construido en la cabeza, el corazón o el espíritu del personaje, coexistiendo con su presente en un tiempo espacial nuevo. Más apuntes sobre el tiempo en el cine No es intención analizar la transposición literatura-cine, ni fijar una cristalización de los tiempos, decretando la anulación de las posiciones fijas o determinables de la enunciación. La idea es atravesar otras formas temporales desplegadas en el presente continuo que proponen algunos recursos cinematógrafos. Pueden ser formas que interrogan cómo pasa el tiempo ante la presencia de la mirada. La experiencia del tiempo porta una concepción de la historia pero no una imagen o representación de ella. El cine brinda un mundo de imágenes y estructuras espaciales que descentran la experiencia y que modifican un orden establecido sobre el mundo. En los últimos años, con el comienzo del nuevo siglo, la inclusión del cuerpo en el mundo mediatizado por la imagen y su acción perceptivamente guiada permite dar una escritura a otra organización de la experiencia. La ruptura del continuum de la historia propone nuevas imágenes espaciales, percepciones novedosas, tal vez no comprensibles necesariamente con la razón. Poniendo en juego, a partir de la mirada, el cuerpo, el cuerpo que piensa de Merleau-Ponty no ofrece simplemente la visión del personaje y de su mundo, sino que impone un desdoblamiento que Pasolini llama “subjetiva indirecta libre”. Se trata de superar lo subjetivo y lo objetivo hacia una forma que se erija en visión autónoma del contenido. Sin imágenes objetivas y subjetivas, deviene un tiempo descentralizado donde las imágenes cinematográficas liberan otros sentidos y pensamientos. Una mirada

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que cuestiona el sentido común como en Buñuel; una mirada que retorna al cuerpo como en John Cassavetes; una mirada que reclama derechos de un cuerpo político como en Glauber Rocha, Miklós Jancsó, Pasolini, Godard o la mirada que permite romper, a la manera de la fenomenología de Merleau-Ponty, la dicotomía interior/exterior como en Godard, Marker, Von Trier, Greenaway, Lynch o Ruiz. Veamos algunos ejemplos. Raúl Ruiz, el cineasta chileno que escribió a favor del aburrimiento y en contra de la narración de Hollywood, parece el artista ideal para llevar la obra de Proust, En busca del tiempo perdido, a la pantalla grande. En sus películas, las imágenes casi se pueden tocar, sentir; el tiempo se fragmenta en el no intento de contar una historia. En la estructura (y tema) de la novela hay descripciones que crean espacios y personajes con una precisión y una complejidad pocas veces igualadas. La novela entrega propiamente una imagen de la temporalidad. Proust nos impregna de tiempo en el cuerpo. Una fluctuación relevación final del personaje resignifica toda la extensa obra por lo que se convierte en una invitación a reencontrarlo, a perseguir el tiempo que ya han sido atravesado en las páginas leídas. Es el fin el que necesariamente redefine, tardíamente, ese tiempo pasado. No hay caso, si volviéramos a empezar el libro, si eso fuera posible para encontrar la forma del Libro, habría que preguntarse sobre otras resistencias. Esa paradoja no puede producirla una película. El título del film de Ruiz, toma el del último tomo: En busca del tiempo recobrado y utiliza los recursos cinematográficos para producir la multiplicidad de lo real luchando con lo que tiende a fijar o realizar una imagen determinada, precisamente lo contrario a lo que ocurre con la frase de Proust, donde una imagen puede y no puede ser aquello que se nos entrega en una primera instancia, siempre móvil y plurisignificada. El narrador de Proust, Marcel, es auto-diegético hasta el cansancio, y casi nunca pierde su voz, continuidad que la obra de Ruiz intenta por diferentes mecanismos. Por ejemplo, por continuidad espacial o de la mirada, Marcel se pasea por salones que ya ha recorrido, e inmediatamente se asiste a la transformación en ese espacio y convive con el Marcel niño creando en la pantalla un efecto de condensación (a la vez que de distensión) temporal que supone la novela. O bien se sugiere a través de la contemplación de fotografías, donde la imagen se vuelve real y viajamos instantáneamente hacia ese pasado que se evoca. Recurso utilizado en películas más sencillas. Las imágenes que Marcel se crea, sus percepciones subjetivas o las analogías, presentan metáforas visuales (que hacen presentes ambas imágenes) y la verbal (que supone una sustitución), en tiempos suspendidos del relato. Como el tiempo de la imagen cinematográfica es siempre presente, la forma del pasado en tono de narración ulterior exige una flexibilidad temporal. ¿Sucesivos presentes?, ¿yuxtaposición entre pasado y presente? A diferencia del film de Ruiz y sin anclaje literario alguno, se estructuran dos grandes tiempos en Mulholland Drive - En el camino de los sueños de David Lynch, pero solo en apariencia. Un primer tramo de la película es de huellas y de inscripción, y una segunda es desatada luego de la apertura de la caja azul donde los sucesos aparentemente arbitrarios de la primera van adquiriendo significado como retorno de lo reprimido. Betty y Diane son dos polos opuestos, pero solo temporalmente, ya que se trata de una sola

identidad y también, de varias. Lo inquietante de la primera parte del film es que no se trata de sueño o un flashback porque esa idea supondría un referente: ¿sueño de quién, recuerdo de quién? El resultado es un conjunto de fragmentos inconexos y sin sentido que conforman la inexistencia del autor y dejan vacante el lugar de enunciación. La película comienza con la historia de Rita y su pérdida de memoria; desplazada esta primera versión, deja lugar a algo más íntimo, el deseo de reconstruir su pasado, la venganza de Diane y su deseo de muerte que es lo que abre la película en ese fallido intento de homicidio. Luego, la película se resiste a anclar en lo real diferenciándolo también de la fantasía. Evita amarrar en un tiempo cronológico: solo el suicidio de Diane logra poner un límite a esta sucesión indeterminada de acontecimientos. ¿Quiénes hablan en el film? No hay un narrador ni un autor, como es el tiempo de la posmodernidad. El artista deja de ser importante, es un simple intermediario hacia una voz… colectiva... Adam, el director de la película que se está rodando en Mulholand Drive, ni siquiera puede elegir su propio elenco, ya no es más tu película, le dicen los hermanos Castiglione. ¿De quién es la película? Son voces que no existen las que le dan vida a la película como en el Club Silencio, no hay banda... todo está grabado, todo es una ilusión... No hay nada más allá, como la máscara de Nietzsche, que no oculta nada, solo otra máscara. Es el vacío donde todo lo precedente fue irreal, y nadie está digitando los destinos de estos personajes. No son los Castigilone, ni Adam, ni el Cowboy amenazante. Ellos son irrelevantes, son como los músicos que tocan en playback en el Club Silencio.

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Somos parte de un sueño que no sabemos quién lo sueña. El tiempo no es circular, mucho menos una línea. Son puntas que se despliegan, se chocan y encuentran por la fuerza contingente de la historia. Si quieres contar historias, hazte escritor, pero no cineasta, podría responder Peter Greenaway al estrenar la trilogía en 2003, Tulse Luper, sobre un supuesto personaje histórico. El reto es hacer creer al público que se cuentan las circunstancias de un hombre que supuestamente había vivido desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta la caída del muro de Berlín. En el transcurso de su vida, ha dejado diseminadas por los lugares que visitó, noventa y dos maletas con objetos representativos. Lo que en el papel parece una historia coherente y fascinante a la vieja usanza, se fragmenta en una serie de momentos que parecen aislados y que pierden importancia en la historia principal. Es un relato descompuesto en mil detalles que pueden ser irrelevantes o no –ya no importa–, se muestran en una pantalla partida, con escenas superpuestas, paralelas, inconexas. El diálogo de unos historiadores irrumpen en la escena por medio de pequeños cuadros, flagelando la imagen principal. Alrededor de la pantalla también se pueden ver las líneas del diálogo que se está llevando a cabo, conviviendo con imágenes documentales, diversos ángulos de cara de los personajes, y estos hablando directamente a la cámara. Estos filmes desjerarquizan el pasado, el presente, el futuro, formas que recusan una concepción humanista de la naturaleza, la línea de tiempo y del antropomorfismo. Es el cine tomando cuenta de un mundo resbaladizo, disuelto en la descripción de un mundo físico, en donde las cosas y los sujetos se identifican e intercambian entre sí: todos somos/estamos iguales en el mismo estado de suspensión. ¿Qué experiencia del tiempo tiene el sujeto actual que se corresponda con una idea de historia? ¿Una idea angustiosamente escindida como las imágenes-cristal? ¿Una fuga inasible de instantes, infinitamente multiplicados de realidad diacrónica y estructura sincrónica que no pueden coincidir temporalmente? Sujetos somos buscando una consistencia histórica que se ha perdido en el tiempo –círculo, línea, punto– que es el tiempo vivido y en cuyos pliegues el cine devuelve un ahora desordenado pero continuo. Una película por más disruptiva que sea dibuja una ruta del tiempo que crece al ritmo continuo de la duración que acopia instantes. En su constante discontinuidad, la mente lee orden, línea, idéntico. El pensamiento expuesto a través de la mirada se esfuerza por

encontrar un sentido por más desconexión que lea entre imágenes. El tiempo es una suma de instantes, donde la duración es el todo y la vida igual que una película. De la misma forma, la experiencia de ver una película no se piensa, se vive. Es la duración de un tiempo irreductible, ajeno. Vivimos en el interior del tiempo, somos parte ínfima y circunstancial de él, no al revés. De la misma forma, el tiempo de vida es un mecanismo lleno de recortes y engranajes al que se trata de adjudicar un sentido. Los primeros son las escenas y lo segundo, el montaje; conexiones sin las cuales no existiría el todo, la vida y cuyo fin es el que, pasado el transcurso del tiempo, brinda el sentido. Pasolini lo dice con soberbia claridad: Por lo tanto, es absolutamente necesario morir, porque, mientras estamos vivos, carecemos de sentido, y el lenguaje de nuestra vida (con la que nos expresamos, y a la que en consecuencia le atribuimos la mayor importancia) es intraducible; un caos de posibilidades, una búsqueda de relaciones y de significados sin solución de continuidad. La muerte efectúa un fulmíneo montaje de nuestra vida.

Algunos libros consultados: Agamben, Giorgio. Infancia e historia. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2011. Deleuze, Gilles. Estudios sobre cine 1. Imagen-movimiento. Paidós Comunicación, Barcelona, 1987. Estudios sobre cine 2. Imagen-tiempo. Paidós Comunicación, Barcelona, 1987. Pasolini, Pier Paolo y Rohmer, Eric. Cine de poesía contra cine de prosa. Anagrama, Barcelona, 1970. Pasolini, Pier Paolo. La divina Mímesis. El cuenco de plata, Buenos Aires, 2010. Tartovski, Andrei. Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética en el cine. Ediciones RIALP. Madrid, 2002. Proust, Marcel. En busca del tiempo perdido. 7. El tiempo recobrado. Alianza Editorial, Madrid, 2002.

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ENTREVISTA Y PERFIL DE LITA STANTIC

La distancia posible Protagonista y testigo durante más de medio siglo de muchos sucesos de la cinematografía argentina, la figura de Lita Stantic representa la celebración del cine como arte, el arte como compromiso, el compromiso como política de la forma. En el año 2013 Máximo Eseverri y Fernando Martín Peña dan a conocer el libro Lita Stantic, el cine es automóvil y poema (Eudeba). Retomando la cantidad de materiales recabados para su realización, Eseverri ofrece aquí un perfil de la productora y directora poniendo el foco en su largometraje Un muro de silencio.

Por Máximo Eseverri

É

lida María Stantic nació en 1941 en el barrio de Parque Chas, ciudad de Buenos Aires. Es hija de un matrimonio de eslovenos que habían llegado a la Argentina huyendo de la guerra y la pobreza. Siendo muy joven se abrió camino como profesional del cine en una época en la que ese ámbito era casi por completo masculino y decididamente machista. En los sesenta fue una trabajadora, una estudiante de Letras y sobre todo una militante que defendió su opción por el cine entre realizadores que abrazaron la lucha armada. Durante la dictadura permaneció en la Argentina y debió encontrar caminos para realizar películas no queridas por el régimen, junto a Lautaro Murúa, Adolfo Aristarain y Alejandro Doria. En los ochenta, junto a María Luisa Bemberg, formó una dupla tan exitosa como inédita: nunca dos mujeres argentinas se habían asociado para hacer cine. En los noventa, siendo ya una productora de trayectoria, abandonó las fórmulas tradicionales para arriesgarse como directora de Un muro de silencio, una película a contrapelo de su época, que hablaba de la memoria mientras el olvido buscaba decretarse por ley. Su nombre ya estaba entre los más distinguidos del cine argentino cuando decidió apostar por lo nuevo, por los que llegaban. Fue cinéfila, cineclubista, crítica cinematográfica amateur, cortometrajista. Hizo cine publicitario, cine independiente, cine por encargo y cine militante. Viajó a Hollywood por una nominación al Oscar y recorrió todo el circuito de festivales internacionales con películas de directores consagrados y noveles. Antes de todo eso, siendo una joven de clase media baja, desafió los mandatos familiares y sociales, y fue una de las muchas mujeres argentinas que, cuando despuntaba la segunda mitad del siglo XX, torcieron el rumbo de su destino ocupando un espacio en el circuito cultural y el mundo profesional. Formó una familia, su pareja fue detenida-desaparecida y crió a su hija Alejandra en soledad. Trabajó

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cerca de militantes feministas, lideró organizaciones gremiales y mantiene hasta hoy una activa participación en organismos de derechos humanos. Durante más de medio siglo, Lita Stantic fue testigo o protagonista de muchos de los principales sucesos del cine argentino. Su aporte permite dimensionar, por contraste, el drama de una generación arrasada y el indudable impacto que tantas ausencias han tenido en la sociedad y la cultura de nuestro país. De la Noche de los Bastones Largos a la larga noche genocida de la última dictadura, decenas de miles de argentinos como la joven Lita fueron reprimidos, perseguidos, encerrados, torturados, asesinados de manera cruel y sistemática. En medio de esa historia reciente repleta de muertes, fracasos y desilusiones, el trabajo de Stantic constituye uno de los pocos puentes que han permitido mantener la transmisión entre generaciones. Transmisión no solo de los saberes de un oficio, sino también de valores y miradas que algunos de sus coterráneos buscaron suprimir. Y de pensamientos y experiencias de otros que, como ella, se encontraron a lo largo del siglo XX a través del cine. A su vez, su experiencia juvenil enlaza con un mundo social y político que hoy nos cuesta imaginar más allá de sus representaciones más cristalizadas y, al mismo tiempo, con un cine que hunde sus raíces hasta los inicios mismos de esa forma expresiva: la matinée como ritual, la fascinación con el cine hollywoodense en la niñez, el descubrimiento de las cinematografías europeas en las salas especializadas y los cineclubes como fin de la adolescencia y comienzo de la adultez cinéfilas. Los encuentros como neófita con el realizador Román Viñoly Barreto, cuando asistió por primera vez a un set de filmación, durante el rodaje de Barcos de papel (1963), o con el crítico Israel Chas de Cruz, durante un certamen televisivo que la tuvo como finalista, no representan solo escenas iniciáticas sino también actos de apropiación de una tradición en la que ella no tenía un lugar a priori, en una época de renovación para el cine, y que más adelante ella volvió a poner en juego al encontrarse con nuevas generaciones de realizadores. Algo parecido ocurre con el libro de René Clair Reflexiones

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sobre el cine, cuya lectura fue clave en la juventud cinéfila de Stantic. El bello gesto de Clair es también pasar la posta entre las generaciones que vivieron la promesa del cine silente como nuevo lenguaje y aquellos jóvenes de mediados de siglo que, como Stantic, llegaron cuando esa promesa había quedado definitivamente atrás. A lo largo de las casi doscientas cincuenta páginas que componen su libro, Clair vuelve obsesivamente sobre el canto del cisne del cine mudo y la doble condición del cine sonoro como posibilidad de un nuevo comienzo y a la vez como amenaza –no del cine mismo, sino de la industria que no cesa de fagocitarlo– de convertir esa promesa en una forma pobre, vil y masificada de la experiencia teatral. “Con el cine 3D me pasa algo parecido a lo que le pasaba a René Clair con el cine sonoro”, comentó alguna vez Lita Stantic. “Por un lado me fascina pensar lo que podrá hacerse con él, por el otro veo el uso lamentable que se le está dando”. El comentario surge a propósito de la preparación de una copia de la película Habi, la extranjera (2013). Para su proyección, el Festival de Berlín le solicitó una versión en formato digital, un cartucho

DCP. De un momento a otro, las latas de fílmico, que la habían acompañado durante más de cuatro décadas, se convirtieron en objetos pesados y voluminosos que es preciso transferir, cuidar del deterioro como incunables y entregar a archivos y bibliotecas para su custodia. Stantic no puede dejar de notar cómo, en las proyecciones digitales de películas gestadas en fílmico, algo –aunque le cuesta definir exactamente qué– se ha perdido en el camino. Y recuerda cómo, a comienzos de los noventa, mientras realizaba en moviola el montaje de Un muro de silencio, en la sala de edición contigua Raúl de la Torre y sus colaboradores ya entraban y salían con casetes para combinar su contenido en un sistema digital. A continuación, la productora rememora la realización de su único largometraje, una película fundamental del cine de la posdictadura argentina. Su testimonio y su biografía representan una pequeña gran victoria sobre el poder desaparecedor; representan la celebración del cine como arte, el arte como compromiso, el compromiso como política de la forma.

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Lita Stantic: “Mi intención era escribir un guion” El proyecto de mi película Un muro de silencio empezó en el 1986 con Julie Christie. A ella le interesaba mucho el pasado de Argentina como buena inglesa de izquierda, o mejor dicho, que carga la culpa inglesa sobre las espaldas. Me gustó esa actitud de alguien que viene de afuera y quiere conocer, enterarse. Mi intención era escribir un guion. No pensaba dirigirlo, y empecé a diagramar algo con Jorge Goldenberg y Mirta Botta. La idea giraba alrededor de una actriz que venía a la Argentina a interpretar el rol de un personaje real, al que ella quería conocer. Pero con Jorge no llegamos a encontrarle la vuelta, no pudimos redondear la historia. Después hubo una etapa con Osvaldo Bayer. Él se fue a Alemania, siguió trabajando el guion allá, pero cuando lo leí me pareció que tampoco funcionaba, porque su versión terminaba con la hija de la protagonista participando del ataque a La Tablada. Osvaldo quería contar otra cosa, quería que la madre de alguna manera “pagara” el ocultamiento del pasado. Pero yo pretendía hacer una película que no juzgara y tampoco exaltara al desaparecido. Se trataba de contar una experiencia humana, que pasara más por la necesidad de olvidar y a la vez por la imposibilidad de hacerlo. Cuando vio la película, Enrique Pinti me dijo que la memoria era como una mancha de humedad en la pared, a la que le pintás encima pero vuelve a aparecer. Lo dijo bien, porque esa era mi idea: la protagonista quiere dejar todo eso atrás, oculta la situación a su hija, no lo habla con nadie, ni con el marido, y eso, bueno, es imposible. Vivir sin la memoria es imposible. Conduce un poco al trastorno mental. Bayer quedó en la película de otra manera, en el personaje de Lautaro Murúa, que sintetiza un poco a la generación que era unos diez años mayor que la mía, de izquierda antiperonista, que había hecho la universidad durante el primer gobierno de Perón y en los setenta no creyó en la militancia. En la casa del personaje de Murúa puse un retrato de Severino Di Giovanni, el anarquista sobre el que Osvaldo había investigado tanto, pero la verdad no se trata solo de Bayer, también es Viñas, Rozitchner... esa generación. Además se ve un retrato de Fernando Birri, que ya estaba en el lugar porque esa locación era el estudio de Cacho Pallero, el marido de Dolly Pussi, que fue directora de producción. Cacho había muerto poco tiempo antes de que empezáramos la preproducción.

La única película sobre el período que me había gustado mucho era Juan, como si nada hubiera sucedido (1987), de Carlos Echeverría. La historia oficial (1985) me pareció una película muy bien hecha pero me molestó ideológicamente porque sustentaba la teoría de los dos demonios, fundamentalmente en esa escena con Chunchuna [Villafañe], cuando le dice a [Héctor] Alterio que su marido desaparecido era lo mismo que un cómplice de la dictadura.También, claro, no me creí que una profesora de historia no supiera, no tuviera idea de lo que había pasado. Al mismo tiempo, La historia oficial fue la primera película de ficción en señalar la complicidad del sector empresarial con la dictadura. Hay que destacar que tuvo esa lucidez muy tempranamente. Fuera del cine argentino, me había gustado mucho Las hermanas alemanas (1981) de Margarethe von Trotta. Cuando estábamos trabajando el libro ella vino acá invitada por el festival “La Mujer y el Cine” que se hizo en Mar del Plata. Le ofrecí dirigir la película, yo ya tenía una especie de sinopsis. Primero le interesó y después dijo que no podía meterse en un contexto histórico que le resultaba tan ajeno. A lo mejor tenía razón, no sé. Por otra parte no era que yo estuviera a full con este proyecto sino que lo tomaba por etapas. Hacia 1990, con Graciela Maglie hicimos una total reescritura del guion. Gabriela Massuh colaboró leyendo y comentando las versiones que hicimos con Graciela. En el trabajo con ella aparecieron elementos importantes como esa idea de que la protagonista cree ver a su pareja desaparecida en la calle, o la frase de Max Horkheimer que dice un alumno en la escena de la mesa de examen. Fue un largo proceso. Durante todo ese tiempo, gente a la que yo había acercado el libro, como Margarita Jusid, que iba a hacer la dirección de arte, o el Chango Monti, que fue el director de fotografía, me decían: “¿Por qué no la hacés vos?”.Y bueno, ahí me metí en el lío. Repasé todo el cine polaco que había visto de joven: El verdadero fin de la guerra (1957), La pasajera (1963), Tren nocturno (1959), las de Wajda. Las volví a ver como ejercicio junto al equipo, antes de empezar a filmar. Quería que estéticamente Un muro... se pareciera a esas películas. Me interesaba ese clima, incluso para la fotografía, que se trabajó con poco color. En esa época también era fanática de la etapa polaca de Krzysztof Kieslowski. La idea inicial había sido hacerla con Julie Christie, pero pasó demasiado tiempo, ella tenía otros compromisos y no pudo. Para mí la mejor actriz del mundo era Vanessa Redgrave, así que la contactamos a través del representante y dijo que sí. Pero en esos meses

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murió Tony Richardson, que había sido su marido y era el padre de sus dos hijas, y ella se echó atrás porque no quería viajar. La afectó mucho esa muerte, pese a que hacía años que estaban separados. Entonces fui a Londres a buscar otra actriz. Contacté a Miranda Richardson, que en ese momento estaba muy de moda, pero no le interesó. Después contacté a Juliet Stevenson, que había estado muy bien en Truly Madly Deeply, y ella se entusiasmó mucho con el papel, sabía español y estaba dispuesta a venir un mes antes, pero tenía a su padre enfermo y necesitaba estar muy pendiente de ese tema. Yo estaba en Londres con mi amiga Ana de Skalon y ella me propuso ir a ver a Vanessa Redgrave al teatro, donde estaba actuando en una obra de Bernard Shaw. A la salida le mandé una tarjetita con mi nombre y nos recibió en el camarín. Ahí volvimos a proponerle participar en la película y contestó que lo quería pensar. Me invitó a un homenaje que le hicieron poco después a Tony Richardson, con una mesa redonda donde estaban Karel Reisz, Lindsay Anderson y ella. Después me invitó a tomar un café con ellos y le dije “No, gracias, estoy acompañada” porque me agarró una timidez brutal: ¿cómo iba a ir yo a tomar un café con todos esos monstruos? Otro día fuimos a comer y me dijo que quería presentarme a su hermano, Corin Redgrave, que era un poco su comisario político. Me acompañó Ana de Skalon, charlamos mucho, él preguntó bastante sobre Argentina... nos aprobó y ella aceptó actuar en la película. Vanessa vino muy condicionada por el tiempo. Le ofrecí incluso viajar a Londres antes de su visita y conversar sobre el libro, pero no podía. Solo tenía disponibles doce días corridos y hubo que trabajar así. Encima, en el comienzo de la filmación se dieron dos situaciones bastante terribles para mí: mi hija resolvió que quería irse a vivir a Holanda y mi madre entró en terapia intensiva. Un sábado, el día anterior a la llegada de Vanessa, a la misma hora que salía el vuelo de mi hija, murió mi madre. El lunes teníamos que comenzar a filmar. Mi madre había tenido un derrame cerebral hacía siete meses y estaba totalmente desconectada de la realidad, pero su salud se agravó en ese momento. Justo mi hermana se había ido de vacaciones y yo estaba sola acá con el tema, así que postergamos un día la filmación: empezó el martes. Pero tuve el sustento de mis amigos y mi grupo de trabajo. El domingo llegó Vanessa y a la tarde fuimos con Margarita Jusid al hotel a mostrarle el vestuario, pero ella objetó todo lo que vio. Pidió en cambio llevar una

pollera como la que yo tenía puesta en ese momento, o jeans, zapatillas... Decía: “¿Cómo se viste una directora?”. Quería vestirse como yo, rechazó una serie de cosas que eran, digamos, más glamorosas. Ella era así, debatía todo. Antes de empezar a filmar había siempre algo parecido a un debate. Ella habla mal español, igual que Julie Christie. A veces me hablaba en inglés y yo le contestaba en español, a veces ella me hablaba en español y otras veces nos poníamos nerviosas y llamábamos a la intérprete. Hubo cuatro días en los que ella se puso difícil y yo me di cuenta –pero tarde– de que eso pasaba cuando estaba estática en una escena, cuando no tenía marcada una acción. Hubo una discusión de media hora cuando hicimos la escena en que ella y Murúa están viendo imágenes documentales del Cordobazo y la asunción de Cámpora en un microcine. El libro decía: “Se trataba de una situación realmente prerrevolucionaria”, y ella quería decir “revolucionaria”. Media hora discutiendo. Ahí ayudó Murúa, debatiendo a mi favor. Y después de media hora Lautaro me sacó aparte y me dijo: “Dejala que diga ‘revolucionaria’ y listo”. Otras veces estaba amorosa. Cuando recordaba que la historia tenía algo que ver conmigo, me abrazaba y estaba encantadora. Es un error que un director trabaje con una persona que admira tanto, porque cuando el actor percibe eso, se siente muy desprotegido. De la película, hoy lo que menos me gusta es su actuación. Creo que deberíamos haberle dado forma a un personaje más leve, menos dramático. Pero para eso hubiéramos necesitado un tiempo para trabajar que realmente no tuvimos. Fue un error mío, por no haber podido marcarla, o por no repensar un poco los diálogos en función de ella.Ya en el guion lo más esquemático era su personaje. Si hubiéramos tenido quince días más para trabajar, el resultado hubiera sido diferente. Esto lo pienso ahora, claro. Terminé la película convencida de que ella era un dios y se bancaba todo. En el montaje dejé planos larguísimos de su rostro, que ahora los veo y me parecen innecesarios. Juan Carlos Macías, el montajista, me decía: “¿Cortamos acá?”. Y yo: “Nooo, dejala un poco más...”. Con el tiempo me fui dando cuenta. No hay ninguna duda de que ella es una de las más grandes actrices de la historia, pero tendríamos que haber tenido más tiempo. De hecho ahora, para la edición en DVD, le saqué una escena, la segunda en la que aparece, cuando empieza a sospechar que el personaje de Lautaro conoce al de Ofelia Medina.

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Si Un muro de silencio se hubiera hecho después de 1994 me habría ahorrado varias angustias. Con la Ley de Cine de ese año empezó a funcionar el subsidio por medios electrónicos, que garantizaba una importante base de recuperación. Pero cuando filmé Un muro… la recuperación por subsidio dependía exclusivamente de la cantidad de entradas vendidas en los cines. La película hizo sesenta mil espectadores en salas y después otros cuarenta mil a lo largo de un año en el que realicé proyecciones con debate para colegios, universidades o centros culturales. Cuando Héctor Olivera estrenó La noche de los lápices (1986) dijo algo así como: “Ya que nadie implicado en el tema ha hecho una película, la hago yo”. Eso me quedó resonando. Sentí que tenía que hacer esta historia, que sentía tan cercana, pero sin llantos. La idea era no mostrar violencia nunca. No quería impactar a la gente con eso. Me interesaba más movilizar hacia la reflexión, hacerla con “distanciamiento”. Pienso que busqué eso muy conscientemente. De la necesidad de distanciamiento surge la opción de representar el pasado indirectamente, a través de su reconstrucción. Hay invención, por supuesto, situaciones que no viví, como el secuestro en sí mismo, o la escena de Ana y su hija en el centro clandestino. Otras se basan en la realidad de manera bastante exacta, como la escena del bar. Me había alucinado la situación con los dos tipos ahí, en la mesa junto a la de Pablo [Szir], que se comportaban como si fueran ajenos a todo, y traté de reproducirla. La escena en que el personaje de Julio Chávez llega para pedir ropa está tomada de lo que viví en casa de Alicia País con [el cineasta desaparecido] Enrique Juárez. Mi hija supo lo que había pasado recién en 1982. En su momento le dije que su papá había muerto, porque eso fue lo que creí. Cuando Pablo empezó a llamar, era difícil explicarle que no, que estaba vivo, que quizás podría volver a verlo... no sé. Creo que es una situación en la que no hay manera de obrar “bien”. Se hace lo que se puede. No hay un camino correcto. Cuando filmamos la escena en que la hija del personaje de Ofelia Medina asiste al rodaje y se emociona, yo no sabía que Albertina Carri, la hija de Roberto y Ana María Caruso, formaba parte de mi equipo. En ese momento ella tenía diecinueve años, había entrado como meritoria y después fue ayudante de cámara. Al día siguiente la maquilladora me dijo: “Qué fuerte fue lo que filmamos ayer... Albertina, que es hija de desaparecidos, no aguantó y se fue de la filmación”. Ahí pregunté por su apellido y me dijeron “Carri”. Albertina conocía mi historia pero yo no sabía que ella estaba ahí en el set. El impacto fue brutal. Me acerqué a ella, nos abrazamos.

La trayectoria del boomerang Además de la socióloga y guionista Graciela Maglie, integraban el equipo del film el director de fotografía Félix Monti, con quien Lita venía de trabajar en Yo, la peor de todas (1990, dirigida por María Luisa Bemberg) y la directora de arte Margarita Jusid, a la que conocía desde hacía años y junto a quien había trabajado en las dos primeras películas de Bemberg. Marta Parga y Dolly Pussi realizaron tareas de producción. El elenco de la coproducción argentino-mexicana, en asociación con el Canal 4 de Londres, estuvo integrado por Vanessa Redgrave, la mejicana Ofelia Medina, conocida por la película Frida, naturaleza viva (1983), Lautaro Murúa, Lorenzo Quinteros, Soledad Villamil, Julio Chávez, Rita Cortese y André Melançon. Tras doce jornadas seguidas, sin francos, feriados ni fines de semana, un domingo soleado y frío de 1992 se realizó la última escena con Redgrave, Murúa y las Madres de Plaza de Mayo, alrededor de la pirámide que ocupa el centro de la plaza. Luego vino la fiesta, con choripanes y cumbia, y luego la despedida a la actriz británica en el aeropuerto de Ezeiza. El trabajo de Redgrave había ocurrido tan a contrarreloj que, poco antes de subir al avión, André Melançon le obsequió un libro con fotos de Buenos Aires “para que conociera la ciudad”. No era el final sino, apenas, el primer tramo del rodaje: le seguían las escenas con la otra actriz extranjera del film, Ofelia Medina. Y después de eso otras escenas con Villamil, Chávez y otros actores locales. Y luego, en octubre, el montaje; y la sonorización en México en noviembre. En total, se habían necesitado ocho semanas de rodaje y se había invertido un millón de dólares. La premiére de Un muro de silencio tuvo lugar el 10 de junio de 1993 por la noche en el cine Capitol, sobre la avenida Santa Fe, en Buenos Aires. El beneplácito de la crítica fue unánime. Sin embargo, a diferencia de muchas de las películas que Lita Stantic había producido desde fines de los setenta, Un muro de silencio no fue un suceso de taquilla, y su paso por salas comerciales no logró cubrir el préstamo otorgado por el Instituto Nacional de Cine. La realizadora organizó entonces una serie de proyecciones no

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convencionales en el céntrico cine Maxi, con entradas a precio reducido, para comitivas de escuelas secundarias y terciarias, y otras en institutos como las escuelas ORT o espacios académicos como la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Más de un tercio de la recaudación necesaria para cubrir los costos de la película fue obtenido gracias a esas proyecciones. El contexto económico y político argentino se encontraba particularmente convulsionado en ese momento: a fines de los ochenta el cine local vivió una de las mayores crisis de su historia. La coyuntura llevó a Stantic –al igual que a otros cineastas– a buscar alternativas en el circuito internacional, a través de vínculos construidos y abonados desde fines del periodo dictatorial argentino. La búsqueda fue exitosa y otorgó a la realización nuevas posibilidades, pero también la sometió a nuevos condicionamientos, por ejemplo en la constitución del elenco (que por cláusula contractual debía incluir actores extranjeros) o en los tiempos de rodaje (debido a la apretadísima agenda de Vanessa Redgrave). La exhibición de la película en espacios alternativos al circuito comercial habla no solo de una estrategia

para salvaguardar la economía de una empresa sino además de la conveniencia de recurrir a proyecciones no tradicionales que permitan una relación con la obra que no se agote en solo verla, y la posibilidad de generar debate público, con la participación de diversos actores sociales, a partir de un largometraje. En parte, este procedimiento se hacía eco de las proyecciones de cine político llevadas a cabo fuera del circuito comercial antes del golpe. En una de las funciones del cine Maxi, por ejemplo, Estela de Carlotto y otra de las Abuelas de Plaza de Mayo entablaron una discusión con un grupo de alumnos sobre el caso, muy trascendido en ese momento, de la identificación de los mellizos Reggiardo Tolosa. Los significados y los usos de una película siguen recreándose más allá de la época de su realización. En el momento de su estreno, una de las escenas que más rescató la prensa fue aquella en la que el personaje de Lautaro Murúa –Bruno Tealdi, identificable con los intelectuales de izquierda de los sesenta– discute con el de Vanessa Redgrave –Kate Benson, una directora británica también interesada en los grupos independentistas irlandeses– sobre la violencia política

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Un muro de silencio fue una de las películas que inauguró, en Argentina, un cine que focaliza específicamente el problema de la memoria, que es, hasta la actualidad, una de las claves de abordaje del terrorismo de estado. de las organizaciones peronistas revolucionarias y su relación con Juan Domingo Perón. Este énfasis mediático ocurre en un contexto social en el que la figura de los desaparecidos comienza a ser corrida de un lugar de “víctima pasiva” a otro en el que se recuperan y debaten diferentes aspectos de la militancia y la lucha armada. En 2006, en cambio, en una entrevista a Stantic realizada por Moira Soto, la recuperación de Un muro de silencio sirve para participar del debate público, incipiente por esos años, sobre la participación civil en el golpe militar, que lleva a Stantic a realizar una reivindicación de algunos aspectos de La historia oficial (1985) de Luis Puenzo, como primera película que señala esa complicidad. La nota también es vehículo para señalar cómo los diferentes efectos de la dictadura siguen sintiéndose con fuerza en diversos ámbitos de la sociedad y la cultura locales y trasladándose bajo formas insospechadas a las nuevas generaciones. En 2013, finalmente, a veinte años del estreno de la película, Stantic y la coguionista del film Graciela Maglie coinciden en que Un muro de silencio permite reflexionar sobre la sociedad argentina de la época del menemismo, es decir, es la dimensión del presente del film –ahora devenido memoria de los noventa– lo que ahora se destaca. La enorme producción cinematográfica argentina sobre los setenta, la última dictadura militar y sus efectos, habla de la necesidad de la sociedad argentina de comprender y sublimar uno de los momentos más trágicos de su historia. Desde el retorno de la democracia han sido estrenados más de un centenar de largometrajes, tanto ficciones como documentales, realizados por diferentes generaciones de cineastas, sobre la dictadura, el exilio, la guerra de Malvinas o la militancia política, entre otros temas. Un muro de silencio fue una de las películas que inauguró, en Argentina, un cine que focaliza específicamente el problema de la memoria, que es, hasta la actualidad, una de las claves de abordaje del terrorismo de estado. Como artefacto cultural, el film no solo habla del pasado, sino que, en sus operaciones de distanciamiento y su juego de tiempos que se sobredeterminan, también habla de su

presente: el menemismo, el neoliberalismo imperante, el indulto y la vigencia de las leyes de perdón del alfonsinismo. En un fin de siglo que se presentaba como el ocaso irreversible de una época y bajo un gobierno que garantizó la impunidad de los genocidas, películas como Un muro de silencio optaron por una estética fría, casi lúgubre, distante de un realismo tradicional. El director de fotografía Félix Monti y la directora de arte Margarita Jusid han apuntado cómo la búsqueda cromática se orientó hacia los azules, particularmente en las escenas de rodaje/pasado, y se buscó que los tonos con los que se retrata lo presente y lo pretérito se diferenciaran pero con sutileza, en un grado indispensable. Existe en el film un desencuentro entre personas y tiempos, que trazan una distancia en el acto de querer acercarse. El encuentro, por el lado de la protagonista, no se concreta o, cuando lo hace, toma la forma de una colisión que repite compulsivamente un trauma, a la vez que, con todo, pareciera ofrecer una salida. La directora de la ficción tampoco se encuentra con la mujer que quiere representar, la cual choca y se hiere –literalmente– al tratar de alcanzar la irreal y huidiza figura de su compañero desaparecido. Su actual relación de pareja entra en crisis por la imposibilidad de encontrar palabras sanadoras para lo ocurrido, pero una esperanza parece asomarse a través de una accidentada transmisión entre generaciones, en la figura de la hija de la protagonista y el desaparecido. En Un muro de silencio, el presente busca reconstruir un pasado y este acaba retornando de manera difusa, siniestra. Ese hoy irresuelto y lo pretérito fantasmal –que se presenta en su doble condición de representación y alucinación– van tejiendo posiciones a lo largo de la película hasta que uno y otro se desfiguran y alcanzan su síntesis en un espacio irreconocible, alegórico: el encuentro final de una madre con su hija se da en el contexto de una ruina, que alude (puede aludir) a los centros clandestinos de detención. Se trata, en los hechos, de una fábrica abandonada, una de tantas marcas del avance neoliberal de los noventa, en el que la última dictadura cívico-militar también tiene responsabilidad.

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Otros dos tiempos tratan también de encontrarse, sin éxito aparente: en un pasaje de la película, la directora Kate y su guionista asisten a la proyección de fragmentos de Ya es tiempo de violencia (1968), película del cineasta desaparecido Enrique Juárez. Son imágenes registradas en blanco y negro, con una fuerte carga épica y simbólica, las más difundidas entre aquellas a las que se recurre para rememorar el Cordobazo: un grupo de manifestantes hace retroceder a la policía montada a fuerza de piedrazos. En otro pasaje de la película, la misma escena se repite, que ahora sucede en color,

en video y en clave trágica: Kate Benson contempla en un televisor una grabación en la que la policía montada reprime a las Madres de Plaza de Mayo. Ellas buscan a desaparecidos como Juárez. La escena de la ronda de Plaza de Mayo fue criticada por la titular de una de las líneas de las Madres, Hebe de Bonafini, en la época del estreno de la película. “¡Qué solas nos dejaste!”, le expresó a la directora, en relación a la poca gente que puede verse en cuadro. Stantic le respondió que el espacio de las Madres ahora era también ocupado por los hijos, representados en el film por el personaje de la joven Marina Fondeville. Un muro de silencio es una de las primeras oportunidades en que los “hijos” hacen su aparición en la pantalla. En medio de tanta oscuridad, la película presenta a las nuevas generaciones como la luz que entra por la hendija del muro, el punto de fuga. El hecho fortuito y asombroso de que una muy joven Albertina Carri –cuyos padres fueron desaparecidos junto con la ex pareja de Stantic– integrase el equipo de cámara de Un muro... sin que la propia Stantic lo supiera, y contemplara la escena en que una hija descubre la verdad sobre la desaparición de su padre, pareciera decirnos

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que aquello que la película representa en un set de filmación ficticio se continúa en el verdadero detrás de cámara1. La trayectoria de Lita Stantic demuestra que es posible ser cineasta sin ser realizador: Un muro de silencio ocurre, en sus declaraciones, antes por la necesidad de dirigir que por un deseo de ser directora: en rigor, no se trata de una ópera prima sino de un film único, y podría suponerse que la primordial razón por la que esa obra tuvo la forma de un largometraje fue que su hacedora pertenecía al mundo del cine, conocía sus pormenores y sus procedimientos, y que por lo tanto esa constituyó su forma de comunicar socialmente una urgente necesidad expresiva en relación con un pasado y, a la vez, una toma de posición política en relación con el presente. Una posible prueba de la excepcionalidad de la película es que, a pesar de provenir de una profesional con varios éxitos de taquilla en su haber y que conocía profundamente los resortes de la industria y el mercado cinematográficos, el film fue un fracaso en lo económico, y demandó recursos extraordinarios para mantenerse a flote: su móvil no era –no podía ser– comercial, aun cuando su hacedora poseyera un nombre importante en esa industria. Un muro de silencio no representa una tensión o discontinuidad en su vocación ni en su rol, sino un giro en el que confluyen una experiencia traumática que demanda ser elaborada y el ejercicio creativo y político de una autonomía ganada en un sector del campo cultural. En un documental de mediados de los noventa sobre mujeres cineastas, Stantic se refirió así a la experiencia de dirección en Un muro de silencio y las formas y alcances con los que asumió este rol:

Mi intención nunca fue dirigir. Tal vez tuve fugazmente esa expectativa cuando estudiaba cine, pero una vez que me dediqué a la producción me gustó mucho hacerlo. En realidad, lo que me gusta es estar dentro del cine. Quizás hubiera sido una persona feliz siendo acomodadora, por ejemplo. A mí me volcó directamente hacia el cine una necesidad de “estar cerca”. Así que nunca sentí la necesidad de ser directora. Más aun: ahora quiero volver a la producción, y tal vez volver a dirigir más adelante. Hoy como productora siento el mismo entusiasmo que antes, y, en algunos aspectos, una especie de alivio, porque como director siempre se juega demasiado. Siempre estuve involucrada en películas que me interesaba hacer, con un cine que me resultaba interesante. Lo de la dirección lo relaciono más con esas películas que uno no puede dejar de hacer. Si dirigí Un muro de silencio fue por la necesidad de tratar específicamente ese tema y de esa manera, así que, si vuelvo a dirigir, va a ser por esa misma fuerte necesidad de expresar algo, contar algo.

1. Stantic y Carri trabajaron sobre diferentes guiones para una nueva versión de Los Velázquez, film realizado por Stantic y Szir a comienzos de los setenta a partir del libro del padre de Albertina, Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de la violencia. En febrero de 2017, la realizadora de Los rubios estrenó finalmente Cuatreros, film documental que hilvana estas diferentes experiencias.

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CRONOGRAFÍAS

Tiempo transfigurado A modo de adelanto, ofrecemos las primeras páginas de Cronografías, el nuevo libro de la ensayista Graciela Speranza. Las obras de Magritte yVillar Rojas se articulan para formar un díptico elocuente que dé cuenta del “tiempo sin tiempo” en el que vivimos.

Por Graciela Speranza

*Graciela Speranza (Buenos Aires, 1957) es crítica y guionista de cine. Enseñó Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires, fue profesora visitante en la Universidad de Columbia y enseña Arte Contemporáneo en la Universidad Torcuato Di Tella. Entre otros libros ha publicado Manuel Puig. Después del fin de la literatura (2000), Fuera de campo. Literatura y arte argentinos después de Duchamp (2006) y Atlas portátil de América Latina. Arte y ficciones errantes (2012), finalista del Premio Anagrama de Ensayo. Dirige junto con Marcelo Cohen la revista de letras y artes Otra Parte.

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S

eguramente había visto ya El tiempo atravesado en alguna de las muchas reproducciones que han convertido a Magritte en abanderado involuntario de la pérdida del aura, pero diría que vi la obra por primera vez en noviembre de 2013 en la retrospectiva del Museo de Arte Moderno de Nueva York, The Mistery of the Ordinary. Entre las más de ochenta obras que se exhibían en el MoMA, la imagen salió de la escena y vino a punzarme como el punctum de la muestra, con su doble estocada, como siempre en Magritte, de imagen y palabra. El tiempo atravesado (traducción fiel del título en inglés Time Transfixed, traducción infiel del original en francés La durée poignardée y por lo tanto más bien La duración apuñalada) vino a recordarme que todo el arte es contemporáneo, que el arte de ayer dice otras cosas hoy y que el pasado fue un presente que anticipó un futuro, el futuro pasado que Reinhart Koselleck iluminó en la historia y en el arte. Porque si Magritte pintó La durée poignardée en 1938 para que el coleccionista Edward James la ubicara en el rellano de la escalera de su mansión londinense y “apuñalara” a sus invitados antes de subir al salón de baile, en la intemperie del siglo XXI la obra nos alcanza de otra manera. El encuentro fortuito de un reloj y una locomotora en la chimenea de un salón burgués es sin duda surreal, pero los círculos de idénticas dimensiones que los hermanan formalmente en el eje central de la escena invitan a leer otros encuentros. Juntos avanzan en la conquista mancomunada del espacio y la hora universal, emblema de la fe moderna en el progreso vertebrado por la técnica. Relojes y redes ferroviarias, como lo demostró Peter Galison, no solo entraman la historia de los imperios que desde fines del siglo XIX se empeñaron en sincronizar con la hora de Greenwich los relojes de los lugares más remotos del planeta en campañas épicas de París a Washington, Valparaíso o Buenos Aires, sino también la historia si se quiere inversa de las investigaciones científicas de Henri Poincaré y el joven Einstein, que llevaron a postular la teoría de la relatividad, la anulación del tiempo absoluto y la inexistencia de un reloj maestro1. El siglo XX consagró la técnica como adelantada de un futuro promisorio y las primeras vanguardias enaltecieron la belleza de las máquinas, pero en 1938, cuando Magritte quiere que La durée poignardée “apuñale” a los invitados del coleccionista, la mitología de la velocidad que sostiene el edificio moderno empieza a resquebrajarse. La locomotora, heroína de La bestia humana de Renoir filmada ese mismo año, se proyecta hacia el abismo de la Segunda Guerra Mundial, conjurado por la sobria simetría de la composición y la nube de vapor que dócilmente se escapa por la chimenea. A principios del siglo XXI, sin embargo, la imagen es infinitamente más rica y apunta a un futuro más incierto. El reloj y la locomotora de Magritte se alinean en una hipótesis más sombría, lanzada a la comunidad científica en los albores del nuevo milenio. En febrero de 2000, el químico holandés Paul Crutzen sugirió que tal vez ya no vivamos en la era geológica que vio nacer a la cultura humana, el Holoceno, sino en una nueva era, el Antropoceno, en la que la humanidad se ha convertido en una fuerza geológica que rivaliza en potencia con las fuerzas naturales, con un poder de devastación que equivale o supera al de los terremotos, los volcanes o la tectónica de placas. Agente principal del movimiento de grandes bloques de materia en las metrópolis que tapizan el globo, del desplazamiento de las cuencas hidrográficas, la alteración de los

ciclos del carbón, la deforestación, la erosión, la extinción de especies y sobre todo la mineralización de la atmósfera, el hombre ha conseguido borrar la distinción entre lo natural y lo humano con cambios cada vez más acelerados que amenazan su supervivencia en el planeta. En la hipótesis de Crutzen que hoy discuten geólogos, historiadores, sociólogos y filósofos para pronunciarse en un futuro próximo, el Antropoceno habría comenzado en 1774 con la invención de la máquina de vapor que propulsó la Revolución Industrial, miniaturizada en la locomotora de Magritte que se aúna con el reloj de un modo más ominoso: es probable que el hombre no sobreviva al Antropoceno y que la misma idea del Antropoceno no sobreviva a la humanidad en el planeta sin vida inteligente que el hombre habrá dejado a su paso. La escala y la velocidad de los cambios planetarios se han multiplicado a un ritmo aún mayor desde el final de la guerra que estaba a punto de estallar en 1938, hasta alcanzar la “Gran aceleración”, según la denominación con la que los científicos resumen hoy los índices sin precedentes de crecimiento de la población y la producción industrial de los últimos sesenta años. Puede que el reloj y la locomotora de Magritte se hayan congelado precisamente en el punto de no retorno, y la duración apuñalada sea la del anthropos como artífice de su propio futuro. Pero ¿de eso habla La duración apuñalada? ¿O es apenas el encuentro fortuito de un reloj y una locomotora, como el del hombre del bombín y la manzana verde, el vaso de agua y el paraguas? Es probable que la obra de Magritte no hubiese venido a punzarme ni a iluminar las “profecías” que Aby War-

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burg supo ver en la historia del arte si poco antes no hubiese visto la instalación del sudafricano William Kentridge The Refusal of Time, que niega la hora de Greenwich con metrónomos descarriados, explosiones, marchas y contramarchas; o si no hubiese leído los Tres cuentos del argentino Martín Rejtman que arrastran al lector en la corriente de unas vidas aceleradas que se cruzan y cambian de rumbo como en un pinball; o si no hubiese visto Touching Reality, el breve video del suizo Thomas Hirschhorn, que en sólo seis minutos recorta el nuevo gesto mecánico y frío con que hoy pasamos las imágenes en la pantalla táctil con total desatención al contenido; o si no hubiese calibrado los alcances de la colonización del tiempo en la cultura y la comunicación contemporáneas en el manifiesto urgente de Jonathan Crary 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño, que advierte que son muy pocos ya los intervalos significativos de la existencia humana, a excepción del sueño, que no han sido penetrados o arrebatados como tiempo laboral, tiempo del consumo, tiempo mercantilizado2.Imágenes y relatos que atravesaban fronteras, medios y lenguajes (“libres de derechos de aduana”, diría Warburg) venían a componer una constelación de elementos muy diversos y distantes, capaz de desmontar la historia como se desmonta un reloj, para después remontarla y abrirla a sentidos nuevos. Pero La duración apuñalada venía a punzarme sobre todo por contraposición a la obra de un joven artista argentino que había visto poco antes en Londres, TodayWe Reboot the Planet, transfiguración monumental del futuro que el espejo opaco de Magritte había velado. Compitiendo en imaginación futurista con la remodelación del viejo arsenal de municiones del siglo XIX a cargo de la arquitecta anglo-iraquí Zaha Hadid, la instalación con que Adrián Villar Rojas inauguró la Serpentine Sackler Gallery en 2013, a metros de la Serpentine original en los Jardines de Kensington, se sumaba a su inclasificable serie de “ruinas instantáneas” e invitaba desde el título a “reiniciar” la historia del planeta, con el mismo espíritu titánico-romántico-cibernético-cósmico que anima su obra desde su primera gran instalación de 2008, Lo que el fuego me trajo, e iría a transmutarse en otras empresas colosales en Nueva York, Estambul, Turín o Sharjah. Junto con un equipo de diez artesanos y artistas –su “estudio nómade”–, Villar Rojas había rodeado el corazón del edificio con un cerco surreal presidido por una elefanta que lo embestía de espaldas a la entrada de la galería, transformado una de las salas en arca de Noé de la cultura del siglo XXI en ruinas, dejado otra sala totalmente vacía con un eco de The Museum of the Void (Museo del vacío) de Robert Smithson, y cubierto el piso completo de la Sackler Gallery con cuarenta y cinco mil ladrillos rojizos que traqueteaban al paso de los visitantes. Como en muchas de sus obras anteriores, todo estaba hecho de arcilla cruda, cemento y adobe, una materia vibrátil que resquebraja las piezas a poco de que cobren forma y riza el tiempo del “hoy” en un presente que se expande en direcciones opuestas. La imaginación figuraba un futuro lejano, con restos de una cultura en la que podíamos reconocer rastros enmarañados de la nuestra –un David de Miguel Ángel, un Kurt Cobain fosilizado, un perro muerto, un iPod, una tableta, el nido de un hornero, un par de zapatillas–, pero las piezas craqueladas ya eran ruinas de un pasado remoto, monumentales y al mismo tiempo frágiles, respuestas efímeras como las obras mismas a una pregunta destinada también a

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Es probable que el hombre no sobreviva al Antropoceno y que la misma idea del Antropoceno no sobreviva a la humanidad en el planeta sin vida inteligente que el hombre habrá dejado a su paso. autodestruirse: ¿cómo sería el planeta si lo reiniciáramos, como se reinicia una computadora o se “relanza” un cómic con un nuevo relato? La propia obra de Villar Rojas se reiniciaba también en la Sackler Gallery: en las naves húmedas de la antigua fortaleza, cultura y naturaleza se fundían más francamente que en sus obras anteriores, y el loop temporal se volvía más complejo, enlazando la historia imperial británica con La Ladrillera, una granja-fábrica de ladrillos de las afueras de su ciudad natal, Rosario, en la que el equipo había investigado in situ nuevos diálogos posibles con el mundo natural y la producción artesanal suburbana. De ahí que en algún momento, en el atlas de imágenes que dispone la memoria involuntaria, la obra de Magritte y la de Villar Rojas compusieran un díptico elocuente de fuerzas encontradas. Si en 1938 el reloj y la locomotora salían a punzar al espectador con su flecha del tiempo todavía arrojada al futuro promisorio de la técnica, casi un siglo más tarde, en la misma ciudad, la elefanta del rosarino pujaba en la dirección contraria, embistiendo un bastión militar británico en una ficción prospectiva, respuesta de la naturaleza a los afanes imperiales de conquista. “Sobre el lomo infatigable”, anotaba Villar Rojas, “la elefanta sostiene la grandeza derruida del pasado y el pathos del futuro natural abandonado”3. Técnica y naturaleza, humano y poshumano, hybris y melancolía póstuma, hora universal y tiempo fuera de sincro colisionan francamente en el montaje. En el intervalo, apresado entre futuros pasados de signos opuestos, anida el presente en el que Villar Rojas “reinicia” el planeta recomponiendo los restos.

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Compitiendo en imaginación futurista con la remodelación del viejo arsenal de municiones del siglo XIX a cargo de la arquitecta anglo-iraquí Zaha Hadid, la instalación con que Adrián Villar Rojas inauguró la Serpentine Sackler Gallery en 2013 se sumaba a su inclasificable serie de ruinas instantáneas e invitaba desde el título a reiniciar la historia del planeta.. Pero ¿qué significa “reiniciar” el planeta? El término reboot, apropiado del mundo de la ciencia ficción, el manga y el anime que pueblan la imaginación de Villar Rojas desde sus comienzos, alude al recomienzo de una serie narrativa que descarta la continuidad de una versión anterior fallida a partir de una nueva línea temporal y, sin independizarse por completo de su genealogía ficcional, propone un nuevo origen, como sucede por ejemplo en el ciclo de Batman de Christopher Nolan, que “corrige” los errores de las versiones anteriores. Las extensiones semánticas y narratológicas del término derivan sin duda de la informática; to reboot un sistema operativo supone reinicializar los controladores del hardware después de un error, para recomenzar el proceso sin los efectos del fallo y

sin perder por eso la memoria operativa del sistema. Las metáforas del cómic y la informática florecen en la imaginación de Villar Rojas. En el “aquí y ahora” de una instalación, TodayWe Reboot the Planet invitaba al espectador a recorrer el futuro fosilizado del Antropoceno, en el que el ciclo de la vida natural volvía a comenzar germinando en el adobe, después de los errores fatales de nuestro tiempo. Pero no hay ficción distópica en el proceso real de la materia. Gran descubrimiento formal de Villar Rojas, la arcilla cruda crea figuras topológicas que se añejan al instante, enloquecen la flecha del tiempo y ofrecen un teatro verosímil del futuro anticipado. En la cuna misma de la Revolución Industrial, muy cerca de los memoriales con camellos y elefantes que celebran las glorias del imperio en los jardines de Kensington, Villar Rojas reiniciaba el planeta con un antimonumento efímero, después de recalibrar los poderes de la arcilla y el adobe en una ladrillera primitiva de los suburbios de una ciudad periférica de la periferia. Ofrecía una respuesta personal a la pregunta por el arte del presente, deliberadamente intempestiva en su remolino de espacios y tiempos.

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1. Galison, Peter. Einstein’s Clocks, Poncaré’s Maps. Empires of time, Nueva York, W. W. Norton, 2003. 2. Kentridge, William. The refusal of Time. Metropolitan Museum of New York, 2013; Rejtman, Martín. Tres cuentos. Buenos Aires, Mondadori, 2012; Crary, Jonathan. 24/7. Late Capitalism and the Ends of Sleep. Londres, Verso, 2013 (trad. esp.: 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño, Buenos Aires, Paidós, 2014). 3. Citado por Sophie O’Brien en “The Bright Gleam From Extinct Galaxies” en: AdriánVillar Rojas.TodayWe Reboot the Planet. Londres, Koenig Books, Serpentine Sackler Gallery, 2013, p. 45. ** Se reproduce el presente fragmento del prólogo de Cronografías. Arte en un tiempo sin tiempo, y sus respectivas imágenes, con el permiso de la autora y de editorial Anagrama.

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Crónica del futuro

Venecia sumergida Por Michele Boato Traducción de Diego Bentivegna

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*Michele Boato (Venecia, 1947) Escritor, político, docente y ambientalista italiano. Dirige el Ecoinstituto del Véneto Alex Langer, la revista Gaia y el fanzine Tera e Aqua.

3 de agosto de 2037, hoy cumplo 90 años. Esperaba llegar, pero no esaba muy convencido, teniendo en cuenta la evolución del clima, la temperatura cada vez más tórrida. Prácticamente vivo seis meses en la ciudad, en Mestre, y seis meses en la montaña, en Torres d´Alpago, a 666 metros sobre el nivel del mar. De mi padre y mi madre (muertos en 1978 y en 1998) había heredado un minidepartamento en Venecia. Pero el aumento del nivel del mar Adriático multiplicó las “aguas altas” y vivir en Venecia se convirtió en algo imposible, salvo para los turistas que la ocupan permanentemente, armados solo de cualquier tipo de botas. Son sobre todo chinos, rusos, japoneses y americanos; enriquecen a más o menos 10 mil personas que, desde las 10 hasta las 22 horas, prestan servicio en Venecilandia, parque temático de diversiones, único en el mundo (salvo banales imitaciones como las de Las Vegas, China y la Romaña). El resto de los habitantes se trasaladó, como nosotros, a la tierra firme, o bien, especialmente si son ancianos, viven acorralados en los barrios de los bordes del parque de diversiones, para no ser atropellados por las hordas bota-munidas. Aquí, a 666 metros de altura, el aire todavía es respirable, menos en un par de semanas de julio: entonces, para huir al termómetro a 40 grados, desde las 11 a las 18 se sube a 800-1000 metros, entre las zonas de Plois, Curago y el ex refugio Carota. A veces hay que subir todavía más arriba, hasta los 1500 metros del refugio Dolada, o sencillamente a los bosques en las pendientes del monte homónimo. Ahora en la llanura el aire es irrespirable. En Mestre viven actualmente unas cien mil personas, la mitad proviene del África mediterránea y sub-sahariana, de China, de la península de la India y de Europa del Este. Una parte de las familias que viven en Mestre,

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Obras de Justo Barboza

entre el 2000 y el 2020 se trasladó a los pueblos de la cintura suburbana, con la esperanza de encontrar, en el campo, un clima mejor. Pero su traslado en masa produjo la urbanización de esas zonas, reduciendo casi a cero la ventaja deseada, sea como clima, sea como paisaje. No obstante repetidas promesas de “stop al consumo del suelo” hechas por los políticos de turno, cemento y asfalto invadieron toda la llanura véneta y también buena parte del área de colinas, y dejaron espacio solamente a los monocultivos de maíz y soja en la llanura y a los viñedos químicos en las colinas. El progresivo aumento de la temperatura produjo la casi desparición del invierno. Ahora en Navidad ocurre cada vez más seguido que se puede salir de casa sin abrigo, y los chicos no saben qué es la nieve: los padres, para hacérsela ver, tienen que llevarlos por sobre los 1000 metros en el mes de enero y no todos los años. El glaciar de la Marmolad se derritió completamente en 2032, transformándose, con sus trincheras de la Primera Guerra Mundial, en un museo al aire libre. Los lagos de Centro Cadore y de Santa Croce en verano se vuelven pozos de agua estancada: el agua sube algún metro solo en primavera, para luego volver a bajar en febrero del año siguiente. También desapareció casi por completo el río Piave, y lo sigue de cerca el Tagliamento. El agua potable se transformó en un bien caro y muy apreciado; las faldas de las que se alimentaban los acueductos bajaron decenas de metros, se necesitan trabajos permanentes para volver a trazar su recorrido y, de todos modos, hay siempre menos: de esta manera, las tarifas de los acueducutos subieron a las nubes y, en especial en verano, las familias recogen agua en las bañeras para hacer frente a la sequía, que puede durar semanas. En cambio, en otoño (y no solo), en una o dos horas, pueden caer del cielo cantidades enormes de agua, con temporales tremendos, que todos llaman ya “monzones”: es el clima monzónico que, desde la India, llegó a Europa y destruye con sistemáticas inundaciones decenas de pueblos y barrios cada año, desde Liguria a Piamonte, desde el Véneto a Toscana, hasta más abajo, Puglia, Campania y Calabria. La única región de Italia que, hasta ahora, permaneció casi inmune es Cerdeña, por motivos inexplicables. BOCA DE SAPO 23. Era digital, año XVIII, Marzo 2017. [TIEMPO] pág. 75


En Venecia, un monzón de potencia inaudita sumergió a la ciudad el 6 de noviembre de 2036: la mente voló inmediatamente al 4 de noviembre de 1966, pero el nivel del agua de entonces (1 metro y 94 cm sobre el nivel del mar) fue superado en veinte centímetros; no se salvó nada. Los famosos, costosísimos diques móviles del Mose no han servido de nada: habían dejado de operar una década antes, y desde entonces fueron puestos en reposo pleno en el fondo de las tres bocas del puerto. Amén. No se podían contar en esos días las imprecaciones contra los políticos ladrones que habían propuesto el Mose para morder ellos. Pero Galan no podía escucharlo porque desde hacía rato había desaparecido en las Canarias para cultivar su pasión de pesca de altura. Así había desaparecido el ex alcalde y ministro Costa, que se embarcó hasta morir en una enorme nave de la Costa Crociere, en la que había comprado (a un precio irrisorio) una cabina-apartamento de lujo. Sus huéspedes habían sido a menudo los expresidentes Prodi y Berlusconi, los ex ministros Matteoli, Lupi, Di Pietro y su colega exalcalde Orsoni. Paz en sus almas, salvo en los tiempos de las excepcionales aguas altas, cuando las numerosas maldiciones les producían quizá alguna zozobra. El único consuelo era la expulsión definitiva de la laguna, en el 2030, de los monstruos marinos, los enormes condominios de crucero que, cada fin de semana, infestaban la zona de San Marco y el canal de la Giudecca. Se necesitaron casi veinte años desde que el gobierno había “decretado” la prohibición para las Grandes Naves de pasar por la zona de San Marco, también a la luz de la Costa Concordia, frente a la isla del Giglio, y del desastre naval producido en el puerto de Génova por una nave que se estrelló contra la torre de control. Pero finalmente triunfaron las repetidas manifestaciones y denuncias de los venecianos a través del Comité No Grandes Naves, Italia Nuestra, AmbienteVenecia, el Ecoinstituto del Véneto y otras asociaciones ambientalistas. Solo pensar en el pasaje de uno de esos monstruos en medio de Venecia durante una crecida excepcional del agua produce escalofríos.

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BOCA DE SAPO ISSN 1514-8351


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