BOCA DE SAPO N° 27

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BOCA DE SAPO 27 Era digital, año XIX, Diciembre 2018.

ARTE, LITERATURA Y PENSAMIENTO

RUINAS /

Antelo - Lespada - Martínez Pérsico Quintana - Scavino - González - Romero

entrevista a Ivonne Bordelois / Crónica de Jimena Néspolo Dossier de cuento policial / Portfolio: Intoxicadxs por los agrotóxicos


Sobre los textos y lxs artistas reunidxs en BOCA DE SAPO 27: RUINAS La fotografía de tapa, las que corren en la actualización web de Boca de Sapo: RUINAS y aquellas que acompañan los ensayos de Raúl Antelo, Gustavo Lespada y Marisa Martínez Pérsico pertenecen a Lucrecia Esteban. Asimismo, fotos de Marcelo Castillo de la serie “Unidad Básica” dialogan con el artículo de Isabel Quintana. El Dossier de Cuento Policial, ilustrado con dibujos de Pablo Martín tramados sobre el imperio del negro sobre blanco, reúne ficciones de Vanesa Almada Noguerón, David Jacobo Viveros Granja, Hache Pavón, Nicolás Rivero y Omar Quijano. Almada vive en la ciudad de Mar del Plata, cursó estudios en Letras y en Gestión Cultural, y ha publicado varios libros de poesía. Su cuento –declara– se presenta como un homenaje a “Las ruinas circulares” de Jorge Luis Borges. La ficción de Viveros –escritor residente en Bogotá– se articula a partir de un detective clásico, “un lector de signos”, que se sumerge en las ruinas de antiguos imperios indígenas para desentrañar el misterio de una desaparición. Los cuentos de Pavón y Rivero, por su parte, abordan el tema del femicidio. “El policial se asienta sobre la necesidad de conocer la verdad y que se haga justicia –asegura Rivero–. En una sociedad en ruinas lo primordial ya no es la búsqueda de la verdad, sino que se legitime la visión de la realidad que mejor se amolda a las ideologías dominantes. El género, entonces, ya no se preocupará tanto en la investigación sino en reforzar cierto sistema de creencias”. Cierra el dossier un cuento de Quijano, quien vive en Catamarca y es docente en la carrera de Filosofía. Su ficción, problematiza la forma y el sentido del lenguaje en tanto “ruinas” que inhabilitan toda comunicación, como intrusiones que solo se dejan hablar a partir de traducciones imposibles: “La composición del cuento sigue la concepción, para decirlo con términos piglianos, de una forma inicial cuya desenvoltura indica que algo se anuncia pero sin enunciarse efectivamente. Esta impronta de la forma, estructura o borrador mismo del cuento, retarda o desplaza todo el empeño por contar algo” –explica. Completa esta edición N°27 de la revista, un ensayo en homenaje a Karl Marx realizado por Dardo Scavino e ilustrado por Jorge Sánchez, y otro de Florencia Eva González que conmemora el Mayo Francés; una entrevista pública a Ivonne Bordelois; el portfolio “Intoxicadxs por los agrotóxicos” confeccionado por Ricardo Romero, y un adelanto de la crónica ¿Quién mató a Cafrune? de Jimena Néspolo.


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BOCA DE SAPO Arte, Literatura y Pensamiento

Era digital, año XIX, Diciembre 2018.

STAFF

DIRECTORA Jimena Néspolo CONSEJO DE DIRECCIÓN Claudia Feld Florencia Eva González Nicolás Guerschberg Walter Romero Laura Vazquez CONSEJO DE REDACCIÓN Felipe Benegas Lynch Hache Pavón CORRECCIÓN Carolina Fernández ARTE Y DISEÑO Jorge Sánchez Diseño Gráfico Victorio Scafati COLABORADORES Raúl Antelo Gustavo Lespada Marisa Martínez Isabel Quintana Ricardo Romero Dardo Scavino COMMUNITY MANAGER Matuziken Knight

S u m a ri o: Ruinas • • • • • • • • • •

Ruinas sobre ruinas. Raúl Antelo / 2 Todas las noches, la noche. Gustavo Lespada / 12 Del poeta y el asombro. Marisa Martínez Pérsico / 16 Charla con Ivonne Bordelois en el Museo Casa de Ricardo Rojas. / 23 Restos y ruinas en el arte contemporáneo latinoamericano. Isabel Quintana /24 Las ruinas también construyen. Florencia Eva González / 30 Homenaje a Karl Marx. Dardo Scavino / 38 Crónica: ¿Quién mató a Cafrune? Jimena Néspolo / 48 Dossier de cuento policial. / 56 Portfolio: Intoxicadxs por los agrotóxicos. Ricardo Romero / 80

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Rastros: ruinas de ruinas La celebración de lo heteróclito. Un rastro, o el mercado de pulgas, o el espacio en donde lo museificable conserva aun su “naturaleza”. Un recorrido de tres siglos por una serie de caprichos: Piranesi, Bellotto, Baudelaire… De un lado, la retórica y Góngora y del otro, el terror y Goya. Ruinas de ruinas que en su inestable conciliación de lo más alto y lo más bajo sobrepujan y superan lo negativo, menguado y rebajado de toda ruina.

Por Raúl Antelo

Así la finalidad y el azar, la naturaleza y el espíritu, el pasado y el presente, aflojan la tensión de sus contrastes; o más bien, conservando estas tensiones, llevan, sin embargo, a una unidad de la imagen exterior, de la acción interior. Es como si un trozo de la existencia debiera caer primero en ruinas para someterse sin resistencia a todas las fuerzas y corrientes que vienen de los cuatro vientos de la realidad. Acaso el encanto de las ruinas, y en general de toda decadencia, consista en que sobrepasa y supera lo que tiene de negativo, de mengua y rebajamiento. Georg Simmel – Las ruinas Meryon: el mar de casas, la ruina, las nubes, la majestuosidad y la fragilidad de París. Walter Benjamin – Zentralpark.

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as ruinas, lo sabemos, son circulares. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron devoradas por el fuego. En la metapintura inmediatamente posterior al Barroco, esa circularidad queda expuesta cuando dichas ruinas reciben el nombre de Capriccio, algo que, según la definición de Michael Praetorius (1608), denomina una fantasía de temática paisajista y arquitectónica, bizarra, en que edificios, vestigios arqueológicos, ruinas y escombros se mezclan con elementos reales u oníricos, extravagantes e imaginarios, en clara oposición a la poética del clasicismo y el racionalismo iluminista. De origen italiano, ese lenguaje heteróclito se habría popularizado en Europa, a mediados del siglo XVIII, a través del trabajo de Canaletto y Piranesi, este último evocado por Théophile Gautier en su Mosaico de ruínas (1856). A Giam-

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battista Piranesi debemos de hecho los Caprichos de cárceles, materialización del mundo concentracionario posterior, pero cabría también agregar a Marco Ricci, cuyos caprichos funden paisajismo holandés, escenografías británicas y figuración onírica, sin olvidar además a Bernardo Bellotto, que en pleno siglo XVIII pinta la Dresden en escombros que recién conoceríamos en 1945, tras los bombardeos. Circularidad de las ruinas y victoria del anacronismo: el capricho de Bellotto se toma como paradigma para la reconstrucción contemporánea de la ciudad y nos muestra que el auténtico objeto del capricho son las cosas sin voz, las mismas que captaría Karl Blossfeldt y atraerían la mirada de Mallarmé, Bataille o Benjamin. Pero estas protoformas del arte nos plantean una paradoja muy interesante, que podemos ilustrar con “La obra maestra desconocida”, del pintor Frenshofer, el personaje de Balzac: una tela de colores amasados confusamente y atravesados por líneas indescifrables. Sin sentido, todo contenido en ella ha desaparecido, salvo la punta de un pie que se destaca sobre el resto de la tela, “como el torso de una Venus esculpida en mármol de Paros que surgiese entre las ruinas de una ciudad incendiada”. La búsqueda de un significado ab-

soluto ha devorado cualquier otro significado para dejar sobrevivir solamente unos pocos signos herméticos, meras formas sin sentido. Cabe, entonces, la cuestión que ya se planteaba Luis Juan Guerrero1 y que retoma el joven Agamben: ¿acaso la obra de arte desconocida no es, básicamente, una mera obra de la Retórica? ¿Es el sentido el que ha cancelado el signo, o es el signo el que ha abolido el sentido?Y aquí es donde el Terrorista se enfrenta a la paradoja del Terror. Para salir del mundo evanescente de las formas, no tiene otro medio que la forma misma, y cuanto más quiere borrarla más tiene que concentrarse sobre ella para hacerla permeable a lo indecible que quiere expresar. Sin embargo, en este intento acaba por encontrarse en las manos solo unos signos que, si bien han atravesado el limbo del no-sentido, no por ello son menos extraños al sentido que él perseguía. La huida de la Retórica le ha llevado al Terror, pero el Terror lo vuelve a llevar a su opuesto, es decir, de nuevo a la Retórica. Así el odio al razonamiento se vuelca en la filología, y signo y sentido se persiguen en un círculo vicioso perpetuo. […] ¿Qué es, de hecho, el misterio Rimbaud, sino el punto en el que la literatura se anexiona a su opuesto,

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es decir al silencio? ¿Acaso la gloria de Rimbaud no está dividida, como justamente ha observado Blanchot, entre las poesías que escribió y las que se negó a escribir? ¿Y acaso no es esta la obra maestra de la Retórica? Llegados a este punto, convendrá preguntarse si la oposición del Terror y de la Retórica no esconde, por casualidad, algo más que una reflexión vacía sobre un perenne rompecabezas, y si la insistencia con la que el arte moderno se ha quedado enredado en él no esconde tras de sí un fenómeno de otra clase.2 Para las literaturas en lengua castellana, esa paradoja del Terror conoce una fecha. 1927: III centenario de Góngora; 1928: I centenario de Goya. Borges, considerando que Góngora ya había ascendido al plano de la abstracción estética, denosta su culto por haberse transformado en Terror retórico, o en sus palabras, cuidadosa tecniquería, simulación del misterio y sintaxis errática, es decir, un academicismo de mala conducta y escándalo, que él particularmente repudiaba. A la inversa, los editores de la Gaceta Literaria de Madrid (es decir, Ernesto Giménez Caballero, Guillermo de Torre) enaltecían al autor de los Caprichos con el argumento de que Goya, con su pincel erasmiano, como el de Cervantes, fue, en rigor, el primer pensador moderno que tuvo España, el primero en nombrar lo abyecto, y por eso mismo Eugenio D´Ors argumentaba que las obras de Goya son, tectónicamente, una ruina, pero una ruina sabrosa. He allí su sentido. Un más allá de la forma. La aisthesis. El mismo fraccionamiento, la misma mescolanza, la misma incoherencia íntima de las intenciones, parece dar a cada elemento, a cada fragmento, a cada tropezón de materia pictórica, el máximo de su intensidad, el máximo de su calidad voluptuosa.Y aquí, al considerar con simpatía, con los sentidos bien abiertos, el secreto de esa estructura, el término definitorio, se nos viene a la imaginación sin esfuerzo. Nos llega (...) el recuerdo de estos guisotes de la cocina popular y castiza, donde también la multiplicidad es ley y la abigarrada contradicción de elementos, la multipolaridad de intenciones, la alternativa entre la fluidez y la consistencia, entre el grano minúsculo y el recio tropezón. El recuerdo de estas paellas, estos pucheros, estas “ollas podridas” de la mesa hispana, donde todo se junta y revuelve: lo cocido, lo crudo, lo semicrudo, la carne y el pescado, la vianda y la legumbre, el embutido y la verdura, lo seco y lo salsero, los huesos y los caldos, lo

íntegro y lo trinchado, en divertida, y gruesa, y a la vez delicada suscitación salivera de la multiplicidad.3 Pasamos así de las ruinas gastronómicas y culturales al Terror del arte como ruina retórica del lenguaje. Para ello propone D´Ors una dialéctica elíptica, método según el cual, manteniéndose el sujeto inseparable de su objeto finito, nos muestra asimismo su relación negativa (trágica) con un complemento infinito, en que la lectura se abre y cierra a lo abierto (“l’air immense ouvre et referme mon libre”, dice Valéry en El cementerio marino, esa prefiguración del actual Mediterráneo). Su valor no es otro que la arché, el sitio genesíaco (la “place première”, de nuevo Valéry), una protohistoria que nos permite acceder a la arqueología de una totalidad heterogénea, heterológica, heterocrónica y heterotópica, en que lo humano sería tan solo una imagen móvil de su mismo complemento infinito. En esa lucha entre modelos dialécticos y analógicos, la elipsis nos propone, contra el principio identitario de tercero excluido, el principio del tercero incluido; frente al de contradicción, el de contrariedad; contra la identidad elemental, lo inconsciente; a la extensiona­lidad le contrapone la intencionalidad; a lo discreto, lo continuo y, en vez de la sustancia, prefiere trabajar con un campo expandido. El objetivo de la elipsis es por tanto transformar las dicotomías lógicas del siglo XIX (la nación como máquina privilegiada de capturas) en bipolaridades, es decir, un campo atravesado por tensiones vectoriales entre dos polos, para hacer surgir un tercer término, que ya no es la superación de los anteriores, sino un mecanismo de desidentificación y extrañamiento. Por ello alude D´Ors a un “substancioso caldo, en la / gran sopera de la elipse”4. Si las ruinas nos remiten pues a una arqueología filosófica, lo es por mostrarnos una arché que, aún sin constituir un principio transcendental, tampoco logra, sin embargo, adquirir consistencia, salvo negativamente, como ruinología, es decir, como híbrido de contingencia y transcendencia5. Uno de los principales promotores del revival de Goya, Ramón Gómez de la Serna, reivindica, en ese mismo año 31, la mescolanza heteróclita de esa “gran sopera” que es el mercado de pulgas. Las cosas del Rastro no son cosas de anticuario, carecen de ese orgullo, de ese valor hipócrita, de esa categoría completamente convencional, civil y arbitraria que adquieren las cosas en ese doloroso internado de las

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tiendas de antigüedades confortables, vanas, taimadas, cancerosas y sórdidas. No son tampoco cosas de museo, porque eso las habría perdido para siempre, pues es en los museos donde sufren más largo infierno, haciéndose demasiado duraderas, imposibilitadas, socarronas, opresivas, autoritarias. En los museos es donde dejan de ser conmovedoras, renunciadoras y donde paralizada la facultad de deshacerse y de transparentarse que había en ellas, su forma se hace dura, barroca, pesimista, exasperada. En ellos representan una tragedia sin desenlace, esa tragedia que alargarían hasta la eternidad en los pueblos las beatas a las que se les muere un pariente conservando su cadáver para siempre también si pudiesen. Los museos tienen una atmósfera insensata que fomenta vicios, sadismos seniles y pusilánimes, egoísmos atroces y suspicaces, corrupciones desnaturalizadas, siendo entre los museos los más empedernidos los arqueológicos, llenos de clasificación, de seriedad, de obscuridad, de congoja, de obcecación y en los que las cosas sometidas, deprimidas, sofocadas, pierden su donoso sentido silvestre, esterilizadas y sin comunicación con la tierra, como solo la hallan en el aire salvador del Rastro, en el que ceden a sus impulsos espontáneos. No son tampoco ruinas históricas y trascendentales estas cosas del Rastro, ¡eso sería demasiado! porque en las ruinas queda siempre algo que pervierte, un resto de su jactancioso, de su supersticioso pasado, de su hipócrita dominación por lo congregadas que están, como persuadidas aún de su objeto común y tiránico, sin la suficiente persuasión y rebeldía privada en cada una de sus piedras. Las ruinas del Rastro, por el contrario disgregadas, abandonadas a su soledad y su última conciencia, entran en razón, se llenan de sencillez y como la sencillez es comparable con todo, resulta que con la cultura del pequeño espacio corrigen las ideas extensas y soporíferas y vacuas de las grandes imágenes, esas grandes imágenes que relajan el espíritu dándole la enfermedad tremenda de las dilataciones […] Las ruinas del Rastro muestran pegadas, enjutas, inculcadas a sus añicos, las ideas más inauditas y curativas, resultando así en su pequeñez, como restos mayores, pedazos de catedral, pedazos de trascendencia incalculable ante los que se adquiere la seguridad de que entre esas piedrecitas menudas, está la piedra filosofal, vulgar piedra de la calle.6 En el Rastro vive el ángel de la historia, con sus ojos desmesuradamente abiertos y sus alas extendidas. Mira hacia el pasado, pero allí donde uno rescata una cadena de datos, él solo ve una catástrofe que amontona incansablemente ruina sobre ruina. Tal es su carácter destructivo. Le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el paraíso sopla en sus narices un furioso huracán que le ha enredado las alas, a tal punto que el pobre ángel ya no consigue cerrarlas. Ese ciclón, el progreso, lo condena al futuro, al cual el muy torpe le da olímpicamente la espalda, mientras montones de ruinas se le acumulan a sus pies, y hasta el cielo. Ese ángel ha tenido muchos nombres. El mismo Benjamin observó (Libro de los Pasajes J, 78ª, 1) que la ruina económica de Baudelaire fue la consecuencia de una lucha quijotesca contra el consumo. Un amigo de Rubén Darío, el archivista cervantino Navarro Ledesma, tras visitar el castillo medieval de Aguilar de Campóo, le dice en una carta a Unamuno que acaba

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En el Rastro vive el ángel de la historia, con sus ojos desmesuradamente abiertos y sus alas extendidas. Mira hacia el pasado, pero allí donde uno rescata una cadena de datos, él solo ve una catástrofe que amontona incansablemente ruina sobre ruina. de recorrer el anfiteatro diezmado de la ciudad, un conjunto que llama “ruina de ruinas”, así como Borges llamaba, a su Evaristo Carriego, recuerdo de recuerdos de recuerdos. Más tarde, en la inminencia de la II guerra, una fotografía de Manuel Álvarez Bravo, Ruina de ruinas, dedicada a Benjamin Péret, elimina, en nombre de la heterocronía, toda noción de profundidad y distancia para así generar un texto que el surrealista Péret, su autor, divulga en el último número de la revista Minotaure, el del suplemento dedicado a México. Ruina de ruinas, la imagen de Álvarez Bravo, aparece por tanto en lo alto de la página, dando título, incluso, a la mismísima intervención de Péret, “Ruines: ruines de ruines”7. En su circularidad, la imagen no ilustra el texto. Antes lo genera. Tal como el Quijote de Pierre Menard, concebido por Borges como trabajo de excavación de perdidas Troyas, ese mismo año, 1939, el surrealista Péret, que diez años antes había escrito en Brasil la aventura de una sublevación negra, un Potemkin tropical, y que se interesó asimismo por la rebelión de los negros en el quilombo de Palmares, en pleno siglo barroco, desarrolla en sus ruinas de ruinas una arqueología del humanismo perimido, presentándonos a un hombre que huye de sus castillos sadeanos, sus Palmares, por la vía de una imagen en busca de un término inconclusivo que le sirva de impulso o modelo, es decir, de resistente relicario de la fe agotada. Perseguido por fantasmas obsesivos, ese hombre sale a los gritos de un tenebroso castillo inmemorial, que lo perseguirá toda su vida, hasta que, ya muerto, lo encierren en otro castillo, donde reposará, como fantasma para sí mismo y castillo visitado por su propio fantasma. Su deseo tomará también la forma de un castillo, caverna disputada a los grandes mamíferos o minúscula construcción pasajera. Algunas tribus de Nuevo México, nos lo recuerda Péret, hacen unas muñecas cuya cabeza es justamente un castillo que nunca visitarán. El hombre envidia la felicidad muda de la ostra o el caracol y, de ser artista, desea una ruina aterciopelada que pueda disputarle a la naturaleza. Solo ve de la vida el ruinoso escondite donde resiste el animal que él mismo sigue siendo. Pero ese animal, ya transformado, de tigre se hizo lobo y el lobo se volvió perro, un perro que, a gatas, si reconoce las huellas del lobo, y para el cual las del tigre son remotos vestigios en la arena, esa arena donde abandonó sus añicos, imágenes irrisorias que él mismo desconoce8. Esas ruinas dibujan una trayectoria circular en que el hombre espectral se visita a sí mismo como fantasma de una modernidad que se traduce, caduca, en una torre Eiffel cubierta, en la foto de Raoul Ubac que la ilus-

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tra, por la fina capa blanca de polvo del tiempo. La pompa de la institución, Versalles, por no saber suscitar la vida fantasmática, se revela incapaz de producir una ruina, probando además ser el producto decadente de una comunidad feudal degenerada, ya corroída por la sociedad en ciernes, mientras la ruina medieval subsiste como su aurora primaveral. Versalles solo produce el maridaje de viejos desapasionados, corrupción de todo enlace. ¡Ruinas! ¡Familia mía!, ¡oh cabezas semejantes!, ¡todas las noches les doy un adiós solemne!, ¿Dónde van a estar mañana, Evas octogenarias, Sobre quienes pesa la garra terrible de Dios?9 Cuando Baudelaire retrata a esas viejitas consumidas, estamos también ante Goya, sus viejos decrépitos y perversos, inescrupulosos. O ante lo goyesco, que, para D´Ors, no es Goya, sino Watteau: el embarque rumbo a lo desconocido, la fiesta galante. Ese elemento goyesco, entendido como saber de las ruinas, sostiene un diálogo abandonado por Péret e interrumpido por la guerra, recién retomado por Maurice Blanchot, en dos textos sobre museos, en 195010 y 195111. Es la reestructuración del Estado tras la guerra. La sociedad pop desembarcando en Francia. De Gaulle y la sublevación del 68. En esa oportunidad, Blanchot rescata la noción de la imagen como ruina cadavérica, idea que Georges Duthuit había desarrollado en una de las sesiones del viejo Colegio de Sociología, abriéndole camino así a Guy Debord para su concepto de sociedad del espectáculo. Blanchot argumenta entonces que existen dos posibilidades para la imagen, dos versiones del imaginario: tal duplicidad proviene del doble sentido original que connota la potencia de lo negativo y del hecho de que la muerte es tanto el trabajo de la verdad sobre lo mundano, como la perpetuidad de lo que no soporta inicio ni final. Pero atención que Blanchot no nos propone el trabajo de la imagen como un doble sentido perpetuo, una anfibología o ambigüedad lógica, sino como una alternancia, en efecto mariposa, que oscila y centellea, entre valor antropológico y valor hermenéutico12. Aquí lo que habla en nombre de la imagen,“a veces”, habla todavía del mundo, “a veces” nos introduce en el medio indeterminado de la fascinación, “a veces” nos da el poder de disponer de las cosas en su ausencia y gracias a la ficción, reteniéndonos así en un horizonte rico de sentido; “a veces” nos empuja hacia allí donde las cosas están tal vez presentes, pero en su imagen, y donde la imagen es el momento de la pasividad, y no tiene ningún valor, ni significativo ni afectivo, es la pasión de la indiferencia. Sin embargo, lo que nosotros distinguimos diciendo “a veces”, la ambigüedad lo expresa diciendo siempre, en cierta medida, uno y otro, aun expresa la imagen significativa en el seno de la fascinación, pero ya nos fascina por la claridad de la imagen más pura, más formada. Aquí el sentido no escapa en otro sentido, sino en el otro de todo sentido y, a causa de la ambigüedad, nada tiene sentido, pero todo parece tener infinitamente sentido: la apariencia hace que el sentido se vuelva infinitamente rico, que este infinito de sentido no necesite ser desarrollado, sea inmediato, es decir, no pueda ser desarrollado, sea solo inmediatamente vacío.13

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Esa noción de la ruina como neutro y vacio, enunciada por Simmel o Blanchot, y desarrollada por Didi-Huberman, nos permite pues pensar en Goya no como un satírico moralista a lo Hogarth, sino como aquel que, aún antes de Baudelaire y su Heautontinoroumenos, ve el revés de la razón. En efecto, a través de Sade y Goya, como señalan Foucault, Starobinski, Bonnefoy, Todorov y el mismo Didi-Huberman, el mundo occidental obtuvo la posibilidad de encontrar, en la violencia, su razón, y de rescatar la experiencia trágica, más allá de las promesas de la dialéctica14. Una doctrina que databa del siglo XIX, debida al arquitecto alemán Gottfried Semper (cuyo nombre ya lo condenaba a la transhistoricidad), llamada Ruinenwerttheorie, teoría del valor de las ruinas, inspiró al arquitecto Albert Speer, ministro nazi del armamento, y al mismo Hitler, en el sentido que toda nueva construcción debería ser pensada y realizada con el único propósito de producir hermosas ruinas. Ya no solo el valor estético sino también el suasorio se volvía así una variante de lo que la construcción prometía como vestigio. La arquitectura se trocaba entonces, como señala Jean-Yves Jouannais15, una escultura de la derelicción futura. Como era concebida a partir del control temporal, pretendía, ciertamente, ser un homenaje a la grandeza del Tercer Reich, pero una grandeza que incluyera también su decadencia. La conexión entre la protohistoria y la vida póstuma descansaba así en un dato fundamental de la teoría del valor de las ruinas: todo gira en torno a un modelo que es él mismo una ruina, el fruto de una consunción lenta y transhistórica, el curso inverso, afrontado a contracorriente, de toda edificación en el corazón de un presente inactual, algo que, desde la perspectiva contraria, de potencialización de la contingencia y diseminación de la legibilidad, animaba también a su adversario, Walter Benjamin. Si unos perseguían la imagen de las imponentes ruinas de Grecia y de Egipto, el crítico de los Pasajes deambulaba en cambio por ruinas mejicanas. Ruinas de ruinas, lo que Jouannais llamaría residuos, recortes, rayaduras, rastros (résidus, rognures, raclures, ramas16), que en su inestable conciliación de lo más alto y lo más bajo, sobrepujan y superan lo negativo, menguado y rebajado de toda ruina.

Fotografías de Lucrecia Esteban

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1 “Hasta hace un par de siglos el artista daba forma estética a un mundo cerrado en sí mismo y valioso por sí mismo, a una constelación de cosas naturales y actividades humanas que aparecían unidas por los lazos sutiles de un sentido último. Desde fines del siglo XVIII se viene desgarrando ese cosmos, unitario y valioso a la vez. Se han constituido provincias independientes en todos los aspectos de la cultura y en los más variados menesteres de nuestra existencia. En ellas viven los hombres –fragmentos de hombres–, aislados entre sí. Entre tanto, un ‘proceso de neutralización’, cada vez más acentuado, ha conseguido disolver el sentido y las vinculaciones tradicionales. El artista se encuentra hoy frente a una ‘multitud’ –que nunca podría ser una cerrada totalidad– de objetos ‘neutros’ o ‘libres de valores’. Puede entonces captar a cualquiera y aún a nuestro propio cuerpo humano, despojado de toda referencia global. Cualquier cosa puede hoy ser representada artísticamente. Lo que significa que recién la ‘forma artística’ de la representación, por obra de su creador, le confiere un ‘valor’ (...). En una época de desintegración esos trozos mutilados penetran en la experiencia estética por obra de la arbitrariedad del artista. Son ‘pre-textos’ para exponer los méritos de un texto artístico. Pero también, en una dimensión oculta, son ‘símbolos’ de un mundo de sentimientos privados, es decir, de fragmentos sueltos de una coexistencia en disolución”. Guerrero, Luis Juan. “Torso de la vida estética actual” en: Actas del Primer Congreso Nacional de Filosofía (Mendoza 1949), Universidad Nacional de Cuyo, Buenos Aires, 1950, tomo III, p. 1471-2. 2 Agamben, Giorgio. El hombre sin contenido. Ed. Alicia Viana Catalán. Trad. Eduardo Margaretto Korhmann. Barcelona, Áltera, 1998, p. 23-25. 3 D’Ors, Eugenio. “Tectónica goyesca. Notas concretas y precisas” en: Blanco y Negro, ABC, a. 38, nº 1926, Madrid, 15 abr. 1928. 4 D´Ors, Eugenio. “De la elipse en el misterio de lo barroco” en: Imán. Paris, nº 1, abr. 1931, p. 95-6. 5 Agamben, Giorgio. “Archeologia di un’archeologia” en: Melandri, Enzo. Il circolo e la linea. Macerata, Quodlibet, 2004, p. XIXXXV. 6 Gómez de la Serna, Ramón. “El Rastro” en: Obras Completas. Barcelona, AHR, 1956, vol. I, p. 59-60. 7 Peret, Benjamin. “Ruines, ruines de ruineˮ en: Minotaure. Nº 12-13, Paris, 1939, p. 57-61. 8 Ibidem, p. 57. 9 Baudelaire, Charles. “Las viejecitas” en: Las Flores del mal. Trad. Américo Cristófalo. Buenos Aires, Colihue, 2011, p. 245. 10 Blanchot, Maurice. “Le Musée, l’art et le temps” en: Critique, n°43, dez. 1950, p. 195-208; n°44, jan. 1951, p. 30-42; “Le Mal du musée” en: La Nouvelle Nouvelle Revue française, n°52, abr. 1957, p. 687-696. 11 Ibidem, “Les Deux Versions de l’imaginaire” en: Cahiers de la Pléiade, n°12, primavera-verão 1951, p.115-125. 12 Didi-Huberman, Georges. Phalènes. Essais sur l’apparition. Paris, Éditions de Minuit, 2013. 13 Blanchot, Maurice. El espacio literario. Trad. J. Jinkis. Madrid, Nacional, 2002, p. 234. 14 “Un saber por imágenes puede hallar su forma antropológica a través de la tensión –característica en Goya y puesta en práctica mucho antes de que Nietzsche aportara su formulación filosófica– entre los caprichos de la imaginación y el trabajo de la razón. (...) Esas imágenes no exhalan sino misterios y tinieblas: un espacio ofuscado –sobre todo en el grabado– por la pesadez nocturna; un roce generalizado de alas de pájaros o de murciélagos; la mirada misteriosa de un gato, no, de dos gatos que vigilan en la penumbra; por último, ante nosotros, el cuerpo de un hombre derrumbado sobre la mesa. Goya, no obstante, dejó bien claras dos cosas: por un lado, el Capricho 43 se presenta como un autorretrato; por otro, representa una concepción filosófica de las relaciones entre imaginación y razón. El primer dibujo preparatorio muestra un fragmento del rostro del hombre desmoronado, donde es fácil reconocer al propio Goya

cuya faz asoma por segunda vez, justo arriba, con toda claridad, en medio de una multitud de máscaras gesticulantes, de hocicos animales y otros rostros colocados en todos los sentidos. (...) Máscaras y rostros, máscaras sin rostros o rostros-máscaras: Goya cuida a un tiempo la sencillez de su gesto de autorretrato y la complejidad, si no es la aporía, de todo conocimiento de sí. En el segundo dibujo preparatorio, el artista quiso inscribir esta incontestable precisión: El autor soñando. Ahora bien, ¿de qué está hecho ese sueño? La composición de la imagen sitúa casi todo el espacio bajo el imperio de esa noche bulliciosa que ahuyenta y arrincona al propio soñador en una esquina de su pupitre. En el primer dibujo preparatorio – más completo, más dialéctico en cierto sentido que el propio grabado–, la noche bulle en todos los sentidos a partir de la cabeza del soñador, de quien emana una suerte de aura, productora a su vez de un batiburrillo total donde lo más cercano (rostro del artista) se codea con lo más deforme (semblantes caricaturescos), lo más extraño (animales) y lo más lejano (la propia oscuridad). A partir de una aporía constitutiva del tema (Nadie se conoce), lo que aquí se despliega es una pequeña relación de las cosas soñadas, que nos dice hasta qué punto esas imágenes forman parte a la vez de lo más íntimo y de lo más extraño del propio soñador. (...) Entre carcajadas de risa y abismos de angustia, superficies del ingenio y profundidades de la reflexión filosófica, las figuras de los Caprichos, en Goya, señalan el apogeo de esa tradición y al mismo tiempo un punto sin retorno que, junto con los Disparates y los Desastres, nos introducen de lleno en una época de la que todavía forman parte Nietzsche, Freud y Warburg, época que no concuerda ya unilateralmente con los poderes de la razón, sino que se inquieta sin descanso por las potencias, unidas o discordantes, de la imaginación y la razón, de los monstra y los astra, de las tinieblas y las luces”. Didi-Huberman, Georges. Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? Madrid. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2010, p. 81-4. Ver además: Foucault, Michel. Historia de la locura en la época clásica. México, Fondo de Cultura Económica, 1997; Starobinski, Jean. L’Invention de la liberté: 1700-1789, Ginebra, Skira, 1964; Starobinski, Jean. 1789. Los emblemas de la razón. Madrid, Taurus, 1988; Bonnefoy, Yves y Starobinski, Jean. Goya, Baudelaire et la poésie. Ginebra, La Dogana, 2004; Todorov, Tzvetan. Goya. A la sombra de las Luces. Barcelona, Galaxia Gutemberg - Círculo de Lectores, 2011; Lesmes, Daniel. “Una responsabilidad común: Didi-Huberman y Goya” en: Anthropos: Cuadernos de cultura crítica y conocimiento. Barcelona, Nº 246, 2017, p. 164-177. 15 Jouannais, Jean-Yves. El uso de las ruinas. Trad. J. Ramón Monreal. Barcelona, Acantilado, 2016. 16 Jouannais, Jean-Yves. L´usage des ruines. Paris, Gallimard, 2012, p. 134.3

*Raúl Antelo es profesor en la Universidade Federal de Santa Catarina y lo ha sido en las de Yale, Duke, Texas at Austin, Maryland y Leiden. Ha sido galardonado con la beca Guggenheim y el doctorado honoris causa por la Universidad de Cuyo. Es autor de Algaravía. Discursos de Nação,Transgressão & Modernidade; Potências da imagen; María con Marcel. Duchamp en los trópicos. Crítica acéfala y A ruinologia, entre otros títulos. Editó también la Obra Completa de Oliverio Girondo y Antonio Candido y los estudios latinoamericanos.

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Todas las noches, la noche Algunas reflexiones en torno a escritura, imagen y el arte como negatividad y resistencia a partir de la película La noche de 12 años, de Álvaro Brechner. Recientemente estrenada en Argentina, la coproducción representa a Uruguay en la competencia del Oscar en el rubro al mejor film extranjero.

Por Gustavo Lespada

U

* Gustavo Lespada es Doctor en Letras (UBA), poeta, ensayista, docente e investigador de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires. Entre otros libros publicó los ensayos: Las palabras y lo inefable (2012) y Carencia y literatura. El procedimiento narrativo de Felisberto Hernández (2014). Es miembro del consejo de redacción de la revista ZAMA del Instituto de Literatura Hispanoamericana (UBA) y del Consejo Editor de la Revista de la Biblioteca Nacional del Uruguay.

no ya sabe de qué se trata, uno sabe que no fue a disfrutar del humor de los hermanos Cohen ni de la composición de un personaje de Meryl Streep, uno ya conoce la historia y sabe que va a doler, pero sabe que igual tiene que ir, que es un compromiso ineludible como reclamar por la salud o la educación públicas, por más que los discursos oficiales sigan repitiendo que hablar de compromiso es anacrónico o que la historia ha concluido. Los cínicos y los oportunistas son más antiguos que la ética, en fin. Uno ya sabe y sin embargo no puede dejar de sentir cierta incomodidad en la boca del estómago mientras se ubica en la butaca y espera que se apaguen las luces y se ilumine la pantalla. Entonces, bruscamente, te toman por asalto un ruido ensordecedor, insultos, gritos y las imágenes de tres hombres encapuchados, arrastrados a golpes desde las celdas de una cárcel a un transporte militar y de repente te encontrás apretando el apoyabrazos cuando les practican la tortura del agua o los curten a palos. Uno no puede dejar de sentir repulsión ante la feroz cobardía de esa patota de uniformados ensañándose con los prisioneros esposados y con la cabeza cubierta, totalmente indefensos. La escena está filmada sin grandilocuencia ni demasiados efectos cinematográficos, como si la premisa hubiera sido que hasta la tecnología fuera respetuosa con el acontecimiento. Aunque el montaje está compaginado a un ritmo vertiginoso, el resultado es sobrio, las tomas cuidadas componen una secuencia clásica, testimonial. Con sólidas actuaciones: resulta creíble, dolorosamente creíble y conmovedora. En el comienzo fue el verbo: –“¿El condenado conoce su sentencia? –No –respondió el oficial (…)–. Sería inútil anunciársela. Ya la conocerá en carne propia.” El pertinente epígrafe, tomado de “En la colonia penitenciaria” de Kafka, anticipa la articulación de las imágenes con la literatura. No solo porque

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el guión se base en el testimonio Memorias del calabozo (1987) de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, sino porque uno de los tres ya era un periodista, dramaturgo y narrador reconocido en Uruguay, en el momento de su detención. Efectivamente, Mauricio Rosencof (1933) volverá a contarnos la historia del cautiverio con diferentes tonos y registros en obras de teatro como El combate del establo (1985) o en su narrativa, sobre todo en El bataraz (1991) y su más lograda Las cartas que no llegaron (2000). Quien conozca la obra de Rosencof no podrá dejar de percibir el tono zumbón, de humor negro, que alienta en muchas de las escenas, sobre todo las que retratan la burocracia militar, la brutalidad y torpeza de sus carceleros. La franja de la historia uruguaya es conocida: nueve dirigentes del Movimiento de Liberación Nacional (“Tupamaros”), junto con su líder fundador Raúl Sendic, habían sido detenidos en 1972 y estaban en prisión al producirse el golpe de estado al año siguiente, con la anuencia del entonces presidente Bordaberry, quien después asumiera el triste papel de títere de los militares. En 1973, los dictadores deciden usarlos como rehenes. El mensaje era inequívoco: si el MLN cometía algún atentado, los ejecutarían. Divididos en grupos de tres, los trasladan en secreto a distintos cuarteles del país, donde eran permanentemente torturados, sometidos a vejaciones de todo tipo en calabozos insalubres y condiciones infrahumanas. Los mantienen en absoluto aislamiento, encapuchados, bajo orden estricta de no hablar con nadie, y como los privaban hasta del agua en ocasiones se

vieron obligados a beber sus propios orines. El ensañamiento de los militares apuntaba a diezmar la integridad de los detenidos, a quebrarlos, volverlos locos. Uno de esos grupos –el que toma la película– estaba compuesto por Eleuterio Fernández Huidobro (Alfonso Tort), Mauricio Ronsencof (Chino Darín) y José “Pepe” Mujica (Antonio de la Torre). Con el retorno de la democracia en 1985, luego de intensas sesiones parlamentarias para lograr una amnistía general, fueron liberados todos los presos políticos. Aquellos ex dirigentes tupamaros, aquellos ex rehenes que la dictadura no pudo enloquecer ni doblegar, se incorporaron a la vida política dentro de la coalición progresista del Frente Amplio y José “Pepe” Mujica –luego de haber sido ministro y senador– llegará a ser presidente del Uruguay (2010-2015). La película se focaliza en este grupo desde el momento en que los militares deciden tomarlos como rehenes hasta su liberación en 1985 con el retorno del país a la democracia. En una síntesis cruda pero equilibrada, es decir, sin golpes bajos pero tampoco intentando idealizar o estetizar el martirio, el filme va siguiendo las circunstancias más sobresalientes de los tres prisioneros durante su cautiverio. A pesar de que todo el tiempo se muestran sin concesiones las torturas físicas y psíquicas a que fueron sometidos, el largometraje (2:02) no cae en la desesperanza ni el desaliento, sino que va tejiendo, hebra con hebra, cuadro por cuadro, desde el punto de vista de los reclusos, una trama sutil de resistencia. Así, la incomunicación más rigurosa y vigilada, el total aislamiento resulta vencido por los presidiarios que reinventan la clave morse (que no co-

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nocían), logrando trasmitir a través de la pared palabras La trascendencia del acto transgresor, aparentemenque no fueron dichas ni escritas, sino golpeadas, tal cual lo te sencillo y hasta risueño, de hombres aislados durante cuenta Rosencof en Las cartas que no llegaron: tantos años y sometidos a condiciones durísimas, solo puede comprenderse reponiendo la coyuntura, puesto Hasta que arañaron la pared, digamos que la “media- que –como decía Ricardo Piglia– no hay otra manenera”, y era el otro que quería, como yo, confirmar que ra de ser lúcido que pensar desde la historia. Entonces nuestro planeta estaba habitado, y respondí arañando, y recordemos que, junto con Chile, Argentina, Paraguay, no teníamos más clave que las uñas, y fue cuando pasa- Brasil y Bolivia, Uruguay formó parte del siniestro “Plan mos a los nudillos, bajito, golpe a golpe, en grupitos los Cóndor” –articulado por las dictaduras militares de esos golpes, y un espacio de silencio como separación (…) Si países bajo la tutela de Estados Unidos– que provocara deducía, descifraba la primera letra, al tanteo nomás, un verdadero genocidio en todo el cono sur de América sabría el resto y con ello, la clave, y fue nuestra piedra Latina, con decenas de miles de asesinatos y desapareciRosetta, y así llegó el comienzo de largas proseadas, a dos. Aún hoy resulta imposible evaluar la magnitud del partir del seis-cinco-diez-ocho-tres-ocho-cuatro-uno- trauma infligido a nuestras comunidades, como si una cuatro, y es que a cada letra se le da tantos golpes como vez traspasados ciertos umbrales la correspondencia ensu ubicación en el alfabeto (…) Era Navidad, no lo ol- tre mundo y lenguaje se degradara al punto de tornarse vides: “Felicidad”. incompatible con la razón. El carácter de incomprensible e inenarrable del genocidio, la incompatibilidad del orAl igual que los presos-rehenes, como participando den fáctico con el orden del discurso, fue una constante de una singular solidaridad, las palabras fueron golpea- en los escritos testimoniales de Primo Levi, quien nunca das, pero en este caso esos “golpes” invierten el castigo se cansaría de repetir que nuestra lengua no tiene palay la represión, transgrediendo la rígida censura de sus bras que puedan expresar la destrucción de un hombre1. verdugos. Entonces, la primera palabra que traspasa el Theodor Adorno, por su parte, llegó a sostener que muro dice mucho más que su significado estricto, a la ya no podría haber poesía después de Auschwitz. Este manera de la semiosis poética que siempre va más lejos planteo será reformulado más tarde –después de leer la que el lenguaje directo o racional: más allá del abrazo poesía de Paul Celan– en su Teoría estética, advirtiendo invisible de los compañeros en esa navidad empozada, allí que hay algo en el dolor que es “reacio al conocimienla palabra les devuelve su conexión con el mundo, les to racional”, porque esta forma de conocer cree poderlo resguarda su condición humana. determinar y hasta suavizarlo: “el sufrimiento, cuando se Otro momento triunfal de las palabras –no exento de transforma en concepto, permanece mudo y estéril”. En humor– llegará de la mano del oficio del escritor, y esto consecuencia, quizá solo el arte sea capaz de dar cuenta no es un galimatías tautológico. Rosencof (Chino Darín) de horrores incomprensibles como los practicados por escucha los males de amores de los guardias e interactúa el nazismo –concluye el teórico de la Escuela de Frankcon ellos hasta lograr que confíen en él, que les permita furt– pero no debe intentar subsumirlo ni atenuarlo con aconsejarlos, incluso escribirles cartas de amor para sus explicaciones catárticas, sino que el horror tiene que inpretendidas. La relación del presidiario con el sargento gresar en la obra de arte como negatividad y resistencia2. Alzamora (César Bordón) opera como síntesis de esa acEsto, precisamente, es lo que sucede en la narratitividad epistolar: las cartas logran ablandar la reticencia va de Mauricio Rosencof –entre otros tantos escritores de la joven y a cambio el recluso mejora sus condiciones, que se atrevieron con el terrorismo de Estado–, y esto, sobre todo accede a lápiz y papel. (Unos años después, consecuentemente, es lo que logra Álvaro Brechner en cuando vuelven a encontrarse, el sargento lo participa su película. Imagen y literatura, arte para dar cuenta de del desenlace enseñándole el anillo de matrimonio, a la ese nudo inefable que agarrota la garganta y nos quita vez que le cuenta que su mujer a veces le reclama que el aliento porque estamos frente a un ultraje a todo el ya no le escriba cartas.) La escritura –de las cartas de género humano, que nos convoca y atrapa por su naturaamor para las novias de los soldados– se manifiesta no leza inasimilable, una abyección del orden de lo inasible solo como un elemento liberador de la imaginación del y, como dice Maurice Blanchot, lo inasible es aquello de escritor cautivo, sino que entabla una corriente afectiva lo que no se escapa. –con sus captores subalternos– que subvierte el régimen Y salto porque la conmoción es así, honda, con alrepresivo de la estructura militar-carcelaria. tibajos, no puede respetar un desarrollo causal, orde-

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nado y meticuloso. Salto, digo, a una escena muy breve pero central. Austera, impresionante por lo despojado de la toma y el rol de la actriz uruguaya Mirella Pascual (“Whisky” y “Miss Tacuarembó”, entre otras) que hace de madre del “Pepe”; no hay trucos ni afeites –casi me atrevería a decir que no hay maquillaje– en ese rostro más digno que sufriente capaz de decirles a los milicos en la jeta “de ustedes no quiero nada”. Pero vuelvo a la escena que me hizo apretar los dientes y respirar hondo en el cine, cuando a esa madre, después de mucho peregrinar de cuartel en cuartel, le conceden unos minutos para ver a su hijo, al que encuentra abatido y delirando sin parar. Lejos de bajar los brazos, llorar o lamentarse, esa mujer se para y le grita que la escuche, que se calle y la escuche, que él tiene que resistir. En esa escena se concentra el sentido épico y la vigencia de la película: esa mujer encarna lo inquebrantable de la condición humana que ninguna represión puede derrotar. Y uno piensa, pah, con semejante madre cómo no iba a salir ese hijo. Entonces la noche se ilumina por la conciencia histórica que se precipita en ese pasaje, porque la Resistencia –tan necesaria en estos tiempos de “posverdad”–, al igual que la lucha por un mundo más justo, nunca caduca. El filme cuenta también con algunos flashbacks que, además de reponerle datos históricos al receptor a la manera de la tradicional retrospección realista, cumplen la función de “poblar” el vacío del calabozo. Así lo relata también Rosencof en varios de sus textos, cuando cuenta cómo aquellos “escapes” le permitieron refugiarse en los recuerdos familiares de la infancia, conversar con su padre o dialogar con un gallo bataraz, imaginario compañero de encierro. En aquel pozo de 2 x 1, “el territorio real era la imaginación”, leemos en un pasaje de Las cartas que no llegaron. Mediante este recurso temporal el filme reproduce la captura de Fernández Huidobro y Mujica en 1972. Allí asistimos al despliegue de un pelotón de soldados armados a guerra rodeando la residencia en la que se encontraban reunidos cuatro dirigentes. Al salir a entregarse, los dueños de casa resultan acribillados a mansalva –después, al matrimonio Martirena le plantan sendas armas para justificar la ejecución ante la fiscalía y la prensa– por las órdenes del oficial al mando (un buen papel de César Troncoso), y los otros dos –Mujica y Huidobro– que estaban escondidos en un ático logran salvar el pellejo entregándose al fiscal. El acierto del flashback también reside en la reposición del clima de violencia previo al golpe y la actitud criminal que prevalecía en los operativos de las Fuerzas Conjuntas, habida cuenta de que por aquellos días el ejército fusiló a ocho obreros

que habían sido evacuados de un local del Partido Comunista, en la zona de Paso Molino. Otro logro de la película de Brechner es que, a pesar de ubicarse mayormente en la perspectiva de los rehenes, no “aplana” a los personajes menores: no solo están cuidados los matices entre los familiares de los presos, sino que resulta muy diferente la composición sádica, fascista del oficial al mando (Troncoso) respecto de la del sargento Alzamora (Bordón). Con mínimos altibajos, el trabajo actoral de los protagonistas mantiene un alto promedio. El cásting, en líneas generales, es más que aceptable, sobre todo teniendo en cuenta las dificultades económicas del cine latinoamericano, con la excepción tal vez del Chino Darín, demasiado joven para encarnar a Rosencof que en 1973 tenía 40 años, pero aún esta “licencia” resulta favorablemente saldada por el buen nivel de su actuación. Durante una secuencia crítica irrumpe una estupenda versión de “Los sonidos del silencio” en la voz de la cantante catalana Silvia Pérez Cruz; confieso que la interrupción de la banda de sonido me molestó un poco al principio, pero después entendí que el alivio era necesario, que un poco de distancia brechtiana venía bien para las emociones. La noche de 12 años va a representar a Uruguay en la competencia del Oscar a la mejor película extranjera. Aunque no conozco las rivales, creo que tiene una gran chance de ganarlo, pero de lo que estoy seguro es de su digno desempeño, de la buena recepción y reconocimiento que va a cosechar por su humanismo y excelente factura.

1 Véase, por ejemplo: Levi, Primo. Si esto es un hombre, Barcelona, Muchnik, 1995 [1947], p. 28. 2 Véase: Adorno, Theodor W. Teoría estética. Barcelona, Hyspamérica, 1984, pp. 33, 71-73.

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LA LÍRICA DE LAS RUINAS DE FERNANDO VALVERDE

Del poeta y el asombro En la poesía del español FernandoValverde, representante del grupo transatlántico Poesía ante la incertidumbre, la preocupación histórica se une a la meditación existencial. Sus versos testimonian las distintas variaciones de la caída.

Por Marisa Martínez Pérsico

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l arco que enlaza la actividad fantaseadora con el paso del tiempo y al soñante adulto con su nostalgia es materia de la conocida conferencia El poeta y los sueños diurnos (1907) de Sigmund Freud. El poeta, en el acto creativo, remeda “a un niño que suprime la antítesis entre el juego y la realidad”. Subrayo una idea fundamental de esta conferencia sobre la que volveré para hablar de la poesía1 del escritor español Fernando Valverde (Granada, 1980): “La relación de la fantasía con el tiempo es, en general, muy importante” porque la creación literaria entrelaza tres temporalidades: hay una impresión actual, es decir, una ocasión del presente que despierta uno de los grandes deseos del sujeto vinculado al recuerdo de un suceso pretérito –para Freud casi siempre infantil– en el cual quedó satisfecho tal deseo, y crea entonces una fantasía referida al futuro. “Así, pues, el pretérito, el presente y el futuro aparecen como engarzados en el hilo del deseo” porque “el deseo utiliza una ocasión del presente para proyectar, conforme al

modelo del pasado, una imagen del porvenir”. En la obra de Valverde la copresencia temporal se tensa hasta el límite de convertirse en una poética. El segundo aspecto sobre el que me detendré es la celebración y defensa del asombro como fundamento de la mirada lírica. Baudelaire, en El pintor de la vida moderna (1863), habla del “artista, hombre de mundo, hombre de la muchedumbre y niño” y, a partir de la figura de su amigo pintor Constantin Guys, establece una triple identificación entre la creación artística, la infancia y la convalescencia física: “la convalecencia es como un retorno a la infancia (…) el niño todo lo ve como novedad; está siempre embriagado (…) el genio no es más que la infancia recobrada a voluntad”. Así, el artista debe recuperar la curiosidad infantil a piacere: “Imaginen a un artista que se encontrara siempre, espiritualmente hablando, en la situación del convaleciente. (…) El convaleciente goza en grado máximo, como el niño, de la facultad de interesarse vivamente por las cosas, incluso las de apariencia trivial”. Será el

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adulto, dotado ya de espíritu analítico, quien ordene creativamente los materiales acopiados por esa mirada atónita del mundo. La poesía de Fernando Valverde evidencia una incesante pesquisa de esa mirada primigenia y la custodia del asombro junto con su reverso: el proceso de duelo por el desgaste inevitable del candor infantil, la erosión de las ilusiones por el paso del tiempo y las heridas provocadas por la razón, el conocimiento y la conciencia. Razón, conocimiento y conciencia son precisamente las condiciones de posibilidad de la que, en mi opinión, es la imagen-símbolo que vertebra los tres últimos poemarios de Valverde. Razones para huir de una ciudad con frío (2004), Los ojos del pelícano (2010) y La insistencia del daño (2014) reelaboran la imagen de la caída desde perspectivas distintas pero complementarias, que van desde el revisionismo histórico en clave poética hasta la especulación existencial. La caída es una imagen poliédrica que ha adquirido múltiples significados a lo largo de la Historia. Para interpretar su riqueza es necesario poner en diálogo un abanico de discursos: religiosos, morales, teológicos, históricos, filosófico-existencialistas. En los Evangelios Apócrifos la mancha de la humanidad por el pecado es una consecuencia de la caída. El Libro de Job empieza cuando Lucifer se rebela contra Dios y es expulsado del cielo, arrastrando en su caída un ejército de ángeles rebeldes. Harold Bloom, en El ángel caído (2007), dice que “Los ángeles caídos resultan incómodos por su proximidad al ser humano, puesto que en parte y en definitiva, no somos sino ángeles caídos”. El centro de cualquier discusión sobre

ángeles caídos tiene que ser Adán, “un ángel caído a mi entender mucho más importante que Satanás. Somos Adanes y Evas caídos”2. El dilema de estar abierto al anhelo trascendental incluso cuando estamos atrapados dentro de un animal moribundo es el conflicto del ángel caído, es decir, el de un ser humano totalmente consciente, señala Bloom. Es el drama romántico por excelencia –un movimento que Valverde celebra y reivindica–: el hombre vive en un estado de insatisfacción causado por la convivencia en su interior del elemento finito y del infinito cuya unidad solo es asequible por la poesía, planteará Hölderlin. En la esfera teológica quien ha abordado la caída del alma al maridarse con el cuerpo fue Orígenes de Alejandría en su tratado De principiis (ca. 230). Allí este padre de la Patrística dice que el alma humana viene de afuera, es creada por Dios pero al mezclarse con la naturaleza corporal “experimenta la caída”. Lo inmaterial sería lo puro, lo que no se mezcla con la materia. Resalto una correspondencia: la caída muchas veces está asociada, en textos bíblicos y teológicos, con la toma de conciencia. En el Génesis es el resultado de haber comido la manzana del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. En las meditaciones de Orígenes es la conversión del alma en intelecto humano. La conexión entre saber y caer, aunque desprovista de espesor religioso, es esencial en la poesía de Valverde. Una “caída profana” pero de cuño moralizante es la de Albert Camus en su novela La caída (1956), considerada ícono de la resistencia francesa. El protagonista evoca el suicidio de una joven en el Sena, del que ha sido testigo. Esa es la primera caída, la física, dictada por el movimiento de un cuerpo bajo la acción de un campo gravitatorio. Pero esta caída física coincide con un derrumbamiento moral. “Oh, muchacha, vuelve a lanzarte otra vez al agua, para que yo tenga una segunda oportunidad de salvarnos los dos”, leemos en la última página. Su personaje, el juez Jean-Baptiste Clamence, refleja en sí la condición humana: ejemplifica el absurdo de la existencia, la conciencia de la responsabilidad por el destino del prójimo, la experimentación de la culpa, el egoísmo y la cobardía hacia los demás. La caída moral coincide con la pérdida de la inocencia también en sentido jurídico: hay un delito de omisión del deber de socorro. Somos responsables de la caída de los otros. Esta novela denuncia el genocidio nazi durante la posguerra pero es un faro moral que trasciende las épocas. La caída, en un sentido más amplio, representa la muerte, el aniquilamiento físico. En Altazor o el viaje en paracaídas (1931) Vicente Huidobro dirá que “Vamos cayendo, cayendo de nuestro zénit a nuestro nadir y dejamos el aire/ manchado de sangre para que se envenenen los que vengan mañana a respirarlo”. Se trata de un proceso de viaje descendente. Fuerte connotación moral en el ámbito de la sexualidad adquiere el adjetivo caído si se aplica a la mujer: “la mujer caída”. Sor Juana contesta inteligentemente este concepto en sus redondillas: “¿Cuál mayor culpa ha tenido/ en una pasión errada:/ la que cae de rogada,/ o el que ruega de caído?” y también Víctor Hugo en el poema homónimo: “¡Nunca insultéis a la mujer caída!/ Nadie sabe qué peso la agobió,/ ni cuántas luchas soportó en la vida,/ ¡hasta que al fin cayó!”. Si nos movemos al territorio de la Historia del siglo XX la palabra caída nos remite ineludiblemente al derrumbamiento de las grandes ideologías,

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muy presente en la poesía del movimiento transatlántico “Poesía ante la incertidumbre” del que Valverde participa como miembro fundador, especialmente en la obra del argentino Carlos Aldazábal o del colombiano Federico Díaz Granados. Es uno de los temas predilectos del granadino, quien poetiza el mundo que quedó al otro lado del “telón de acero” y que se hizo más visible a Occidente tras la caída del Muro de Berlín en 1989. La serie “Cinco elegías para un siglo” incluida en el libro Razones para huir de una ciudad con frío canta los escombros de esa caída y acusa el impacto que los viajes tuvieron en el joven poeta mientras ejercía su corresponsalía para el periódico español El País, que se extendió durante una década. Antes señalé que la copresencia temporal se tensa hasta el límite en la poesía de Fernando Valverde. La superposición de instantes y procesos genera un efecto de tiempo detenido, de congelamiento en virtud de su propia circularidad, de eterno retorno, como si en un momento convergieran todos los momentos. En su celebrado poema “Celia” el poeta exhorta a una niña recién nacida a que cuando crezca y se enfrente a las derrotas recuerde “la manera en que la lluvia/ se convierte en un árbol/ y el modo en que las olas/ son el final del agua y el principio del mar”. Porque un día llegarán “el miedo y la desesperanza” y las gaviotas gritarán “el olvido imposible de una mujer herida/ que siente que avanzar es quedarse más sola”. En el día de su nacimiento Celia es un bosque aunque no sepa qué es un árbol, es un ser apenas lanzado al porvenir sin las heridas de la conciencia, una existencia no tocada todavía por el daño del conocimiento: “No conoces el mar, ni el barro ni los árboles,/ pero ya eres un bosque por el que pasa un río”. No conoces, pero eres. Aquí el estado ideal: existir sin saber demasiado, sin estar manchado todavía. Para Rubén Darío “No hay dolor más grande que el dolor de ser vivo/ ni mayor pesadumbre que la vida conciente” (“Lo fatal”). La mirada que no ha sido domesticada conserva todavía la pureza de los primeros descubrimientos y la capacidad de maravillarse: “Hoy comienza el mundo para ti/ (…) que es principio y asombro”; “Tus manos brillan,/ no hay sombras ni puñales,/ puedo ver los cometas”. Por ello la infancia es un territorio sagrado, altamente idealizado en la poesía de Valverde. Pretérito, presente y futuro aparecen engarzados por el hilo del deseo y toda intuición futura es ya certeza presente: “Alguien dice tu nombre en el futuro/ y se llena de gente una casa vacía” (“Celia”); “Lo supimos

la palabra caída nos remite ineludiblemente al derrumbamiento de las grandes ideologías, muy presente en la poesía del movimiento transatlántico “Poesía ante la incertidumbre” después,/ no hay nostalgia más grande que aquella del futuro” (“El daño”); “Todo sucede al mismo tiempo,/ y se adentra en la niebla/ y se detiene” (“Babel”); “El caminante intuye la caída/ siente el vértigo/ piensa que no hay final que no sea el origen/ de todo cuanto fluye (…) El caminante teme/ el salto que sucede a los fracasos,/ pero queda un desorden tras sus hombros/ un hastío de lluvia que ocurre en otro tiempo” (“Caminante sobre un mar de niebla”); “piensas que la distancia entre hoy y el futuro/ es solo la ambición de los sueños perdidos” (“La orilla del precipicio”); “un incendio que sucede en las sombras/ y habita en el futuro desde el llanto” (“La debilidad de la luz”). Recuerdos, experiencias actuales y previsiones futuras son intercambiables, la lluvia sucedida y la lluvia anunciada es la misma lluvia, pero a la vez la lluvia es agua, nieve y barro en simultáneo, las olas son principio y final, los sueños del presente ya se saben perdidos. El poeta bosnio Izet Sarajlic, mientras cruza avenidas cercadas por francotiradores en Sarajevo, camino al cementerio del león, ya “sabe que está muerto” (“Izet Sarajlic cruza una puerta que conduce al dolor”). A propósito de este poeta, Valverde acaba de publicar por Seix Barral una antología suya, Después de mil balas, traducida en colaboración con Branislava Vinaver. La poesía del granadino construye la ilusión de un tiempo detenido, de un tiempo mítico, mental, no lineal, que no obedece a las leyes de la física ni a las experiencias de la vida cotidiana. Este procedimento ha sido aprovechado por la literatura fantástica, por ejemplo, por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. En “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (1944) solo importa el instante (“Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente”). Borges lleva a la ficción uno de los principios del idealismo berkeleyano en que la percepción de los sujetos determina la realidad. Y en su nouvelle El perjurio de la nieve (1945) Adolfo Bioy Casares construye una ficción

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donde el tiempo se detiene completamente gracias a la reiteración de una rutina diaria, sin modificaciones, con el objetivo de salvar a un personaje. Es la estrategia que su protagonista, Luis Vermehren, pone en práctica para evitar la muerte de su hija agonizante: anular el paso del tiempo por la repetición. Hay una conciencia lúcida de lo irreversibile, una caída anunciada en la poesía de Fernando Valverde que a veces roza el determinismo desesperanzador: “La vida es una casa donde habita un extraño/ un jardín del pasado al que no volverás” (“Celia”); “Porque tal vez la vida nos dio todo al principio/ y seguimos buscando/ un camino que lleve a ese lugar,/ un puñado de polvo/ que guarde el equilibrio suficiente/ para no convertirse/ en aire o en montaña”; La vida “se fue consumiendo/ como todas las cosas que hemos creído nuestras/ y son parte del daño/ que dibuja las líneas de la historia/ derribando ciudades con sus muros” (“El daño”). El refugio de la desilusión es la palabra poética, un amuleto para recobrar la pureza originaria: “pero siempre regreso/ porque en aquella orilla no hay muerte que celebre/ el tacto de tu infancia/ o las cosas que nunca sucedieron” (“La orilla del precipicio”). El adulto necesita volver al territorio del recuerdo donde la infancia sobrevive, allí donde todo parece posible, retornar a la purificación del origen, abrazarse a los árboles, experimentar el estado adánico: “son viejos los ladrillos y gastados los sueños/ como niños con hambre/ que habitan los barrancos.// Siento el olor a pólvora debajo de la tierra/ y la necesidad de abrazarme a los árboles” (“El terremoto”, dedicado a Eden Tosi). La imagen de la caída representa el declive vital que conduce al aniquilamiento físico. Hay dos poemas de Valverde que identifican la muerte con este proceso de viaje descendente. Uno es “La joven de Scarborough”, inspirado en la figura de Ana Brontë (1820-1849), que relata el proceso de agonía de la poeta británica durante su tuberculosis fatal: «El blanco de su cuerpo en el abismo/ es amor y es deseo,/ el vuelo de los pájaros/ y también su caída”. Pero es en el libro Los ojos del pelícano donde la muerte y la caída adquieren su máxima unidad y simbolismo, sugerido ya en el título del poemario. Como “Celia”, incluido en La insistencia del daño, el poema “La caída”, de Los ojos del pelícano, es otra oda didáctica que contiene una exhortación a la esperanza más allá de los desengaños del tiempo. Este poema, dedicado a su madre, es también celebración del paraíso infantil. ¿Recuerdas cómo mueren los pelícanos? Bajo el sol de la tarde que golpea la costa del Pacífico el agua los engulle como al plomo. Nada puede salvarlos. Hay tanta dignidad en el vacío, tanto amor en sus vuelos, que en el último instante escogen el silencio. Solo queda el golpe de sus cuerpos contra el agua como un rumor de viento imperceptible. (…)

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Frente a ti, torciendo el horizonte, un niño se sumerge entre las olas. El levante, tan cálido y perfecto, lo traiciona y lo empuja. Has venido a salvarme. Tus brazos, tan frágiles ahora, cubren el cuerpo de mis nueve años hasta tocar la orilla. (…) Deja a un lado la carne, has golpeado tanto tu rostro contra el agua que la luz se ha quebrado. (…) busquemos nuestra orilla, el mar no ha dibujado nuestros nombres, es hoy, no somos el pasado, es salado el sudor, es la espuma del mar contra las rocas este miedo en tus labios. Nos espera la vida. El tópico de la exhortación a un destinatario (y, con él, al lector) es un recurso que encontramos en las Odas de Horacio y en la literatura aurisecular. Hay un guiño a la “Égloga I” de Garcilaso de la Vega en el poema de Valverde: la invitación a buscar otra orilla nos remite al lamento de Nemoroso por Elisa (“y en la tercera rueda,/ contigo mano a mano,/ busquemos otro llano,/ busquemos otros montes y otros ríos,/ otros valles floridos y sombríos”). Los pelícanos saben que van a estrellarse porque tienen los ojos abiertos. Saben que ese viaje en descenso culmina con el impacto en el agua que les provocará la muerte y que nadie podrá salvarlos. Se entabla una analogía entre la caída del ave y la del hombre como en el poema inspirado en Brontë y como en Altazor. Otra vez la caída se asocia con el conocimiento. “La caída” es una incitación al disfrute de un presente compartido.Y el destino trágico no elude la dignidad del descenso. La literatura producida del otro lado de la “cortina de hierro”, así como las vivencias dramáticas de muchos autores en países socialistas, son materia poética para Valverde. La polaca Wisława Szymborska (1923-2012), el checo Jaroslav Seifert (1901-1986), el bosnio Izet Sarajlic (1930-2002), los rusos Marina Tsvetáieva (1892-1941), Ósip Mandelshtam (1891-1938) y Anna Ajmátova (1889-1966) se incorporan a su textura lírica. Es en su libro Razones para huir de una ciudad con frío donde decanta una serie de poemas que versan sobre la vida de poetas que sufrieron la represión del régimen de Stalin o sobre las condiciones de vida en países en guerra (Seifert, Sarajlic, Tsvetáyeva, Mandelshtam y Ajmátova). Durante su corresponsalía periodística Valverde visita, en Bosnia y Serbia, algunos de los lugares “candentes” durante la guerra en la antigua Yugoslavia, como Srebrenica,

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Belgrado o Sarajevo. Esta preocupación social atraviesa casi todos sus poemarios. En su último libro, La insistencia del daño, incluye el poema “Ratko Mladić conversa con la muerte” imaginando el diálogo de este genocida con la muerte al borde de “cada acantilado”. La caída voluntaria es definida en el poema como una “oportunidad” y Mladić “ya sabe/ que tampoco la muerte va a respetarle a él”. Este general de las tropas serbobosnias de la República Srpska (República Serbia) acaba de ser condenado a cadena perpetua por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) por crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos durante la guerra de Bosnia (1992-1995). Detenido en Serbia en 2011 tras dieciéis años de fuga, es culpable de los cargos de exterminación, asesinato, persecución, terror, secuestro, deportación, desplazamiento forzoso, actos inhumanos y ataques ilegales contra civiles, por impedir la entrada de ayuda humanitaria en Sarajevo y Sbrenica, por su política de limpieza étnica, por secuestrar cascos azules de la ONU que fueron usados como escudos humanos para evitar bombardeos de la OTAN, por diseminar propaganda falsa para confundir a la comunidad internacional. Luis García Montero, en ocasión de la publicación de la antología Poesía (1997-2017) por editorial Visor, escribió en un periódico granadino, en abril de este año, que “Fernando Valverde es un poeta puro en el sentido más profundo de la expresión. No es que desnude la poesía para alejarla de la realidad sino que utiliza la meditación lírica para llegar a la raíz: la vida humana enfrentada al dolor y al desamparo, la palabra como memoria de un sufrimiento” como un “modo de enfrentarse a esa catástrofe que llamamos historia”3. En la poesía de Valverde la preocupación histórica se une a la meditación existencial en una comunión indisoluble. Sus versos testimonian, con gran belleza, las distintas variaciones de la caída. Se trata de una “lírica de las ruinas”, como la llamó Nathalie Handal, profesora de la Universidad de Columbia. Leerlo es casi necesario.

1 Valverde, Fernando. Poesía (1997-2017). Madrid, Visor, 2017. 2 Bloom, Harold. El ángel caído. Barcelona, Paidós, 2007. 3 García Montero, Luis. “Reseña de Poesía (1997-2017)” en: Granada hoy. 21-30 de abril de 2018, p. 16.

*Marisa Martínez Pérsico (Lomas de Zamora, 1978). Poeta, investigadora y profesora universitaria en Italia, donde se radicó en 2010. Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y doctora en literatura española e hispanoamericana por la de Salamanca. Sus poemarios: Las voces de las hojas (1998), Poética ambulante (2003), Los pliegos obtusos (2004), La única puerta era la tuya (2015) y El cielo entre paréntesis (2017). Su primera novela publicada es Las manos en la madre (2018). Es investigadora de CONICET.

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ENTREVISTA PÚBLICA A IVONNE BORDELOIS

Ruina y pasión en la obra de Alejandra Pizarnik Durante los meses de abril y mayo Jimena Néspolo dictó en el Museo Casa de Ricardo Rojas un curso sobre la poesía de Alejandra Pizarnik. Ivonne Bordelois se acercó a uno de esos encuentros, y surgió esta entrevista pública cuyo audio aquí ofrecemos.Vida y literatura en pugna en este vasto teatro de las ruinas donde la poesía batalla contra la muerte y el olvido. Lecturas, apropiaciones, la edición de la obra pizarnikiana: Bordelois recorre estos y otros temas más, como sus años de estudiante dirigida por Noam Chomsky, en esta hora y media de charla.

Escuchar audio: http://bocadesapo.com.ar/audios/ivonnebordelois.mp3

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Restos y ruinas en el arte contemporáneo latinoamericano Restos o ruinas de ciudades y de cuerpos recorren las obras de las artistas mexicanas Elina Chauvet y Teresa Margolles, y del cineasta chileno Patricio Guzmán. Materialidades que buscan exhibir la violencia biopolítica: fragmentos que señalan las derivas y desapariciones de los cuerpos. Lo que queda y perdura es recuperado por estos artistas para mostrar cómo retornan esos vestigios impidiendo así la clausura de la memoria.

Por Isabel Quintana BOCA DE SAPO 27. Era digital, año XIX, Diciembre 2018. [RUINAS] pág. 24


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ensar lo heterogéneo, aquello que produce alteridad en el orden de la forma y el saber es, como sabemos, la base de una praxis deconstruccionista que ilumina los modos de pensar una teoría pero también las formas de abordar el arte y la literatura. La idea de resto, fundamental como problema filosófico, que señala la imposibilidad de toda clausura es retomada por Bourriaud en La exforma: todo pensamiento, plantea, produce un residuo, un elemento inclasificable en la cadena finita de proposiciones que produce una teoría; toda forma libera un elemento heterogéneo excremental1. El resto como aquello que retorna y no permite ser procesado, fundamental en la escena analítica, será el material del que se nutren artistas y cineastas que abordaremos en este trabajo. El resto no solo es una materialidad exhibida sino también un procedimiento. El resto es materia y un mecanismo para abordar diversas textualidades. Los artistas trabajan y problematizan diversas formas de lo residual, del desecho y la ruina a través del collage, montaje, repetición, extrañamiento, arqueología, reciclaje, proliferación, contaminaciones de formas y materialidades. Son trabajos que indagan en la precariedad y la impureza, en las vidas desechadas del circuito de producción, en los cuerpos intervenidos biopolíticamente que exhiben la violencia de género y estatal. Como plantea Tabarovsky2, la literatura y el arte viven en crisis permanente haciendo de ellas su razón de ser: “Las cosas a medio terminar, mal hechas, la caída, el derrumbe; todos conceptos que instaura la literatura de izquierda (así la denomina él). Esa literatura se asume en esa precariedad, en esa falta de terminación, ese mal hecho; viene con el polvillo y la mugre incorporados”. En ese paisaje de la ruina emergen las mujeres sin nombres, sus desplazamientos y sus diferentes inscripciones en las grietas de un complejo entramado cartográfico que parcela lo viviente. Repetición y deconstrucción Dos instalaciones móviles y colectivas son el punto de partida de esta reflexión: “Zapatos rojos” (2009) de Elina Chauvet y “La promesa” (2012) de Teresa Margolles, ambas artistas mexicanas que en sus performances visibilizan el femicidio de Ciudad Juárez. Chauvet inaugura una obra colectiva en 2009 a partir del asesinato de su hermana. Se propone visibilizar los centenares de asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez

con zapatos rojos porque en ocasiones ese era el único objeto que se encontraba de la víctima, muchas veces manchado de sangre. La intervención se comienza a gestar a partir de las donaciones de zapatos de mujeres; se los pinta de rojo, se los coloca juntos como si estuvieran marchando hacia un mismo lugar y se incluyen mensajes en el interior. La performance ya ha recorrido numerosos países y espacios múltiples (plaza pública, museos, universidades) y siempre se ejecuta como un trabajo colectivo invitando al público a participar. Por su lado, la obra de Teresa Margolles se inserta en una larga investigación que la artista inició en Ciudad Juárez. Se pregunta por la amenaza del arraigo en esa ciudad fronteriza que ha sido históricamente una ciudad de paso y que se convirtió, con la llegada de las grandes maquiladoras, en un lugar de oportunidades y de promesas. Un porcentaje importante de la población de Juárez son migrantes de otros estados que llegaron buscando trabajo y lograron establecerse. La ola de violencia, crisis económica y desempleo generó un nuevo movimiento migratorio en la población. Desde 2007, alrededor de 160 mil mexicanos abandonaron sus viviendas huyendo de la violencia; eso, en el caso de Ciudad Juárez, representa más de 115 mil casas deshabitadas. La promesa parte de este horizonte de promesas incumplidas y consiste, en su primera fase, en trabajar con una de las casas de interés social abandonadas de Ciudad Juárez. La casa fue desmantelada para ser transportada a la Ciudad de México, donde fue triturada. La casa, asumida como espacio de bienestar y protección, desaparece ante la amenaza de la violencia. En la sala de exposición del MUAC (Museo Universitario de Arte Contemporáneo), la instalación –que tiene la apariencia de un escultura minimalista con forma de muro– es activada por un grupo de personas que colaboran desplazando los restos de la casa en ruinas para ocupar poco a poco la superficie de la sala. La acción se realiza durante una hora cada día a lo largo de seis meses. A partir de allí comienza el trabajo colectivo del público que trabaja con esos restos para volver a construir algo nuevo. La grava avanza en el salón e inunda todo el espacio. Ambas intervenciones se mueven entre la instalación y la performance y trabajan con el fragmento, el resto, la materia que involucra lo viviente, la parte y el todo. La materia intervenida (los zapatos), la materia pulverizada (la casa) generan una narrativa en torno al vacío de los cuerpos y alimentan un imaginario de

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No es tiempo de espera sino de actuación, de ejecución y puesta en acto de la idea de justicia. historias de vidas. En una comunidad partida, se apropian del impacto en las tramas afectivas, inauguran espacios de nuevos agenciamientos, obligan a pensar e invitan a formar reagrupamientos de las ruinas y el desastre. El resto es esa materia que resiste, se recicla y mantiene una trama de lo viviente. Frente a la figura de la desaparición de los cuerpos, las artistas involucran a las comunidades de diversas procedencias en la tarea de una reconstrucción que es itinerante y provisoria: se va de un sitio a otro, se involucran nuevos actores, se ensayan composiciones fugaces. Como plantean Chauvet y Margolles, la intervención propone la eliminación autoral y la emergencia de nuevos constructores. Los “Zapatos rojos” y “La promesa” son obras que ya no pertenecen a una sola singularidad, “no importa quién habla” –diría Foucault–. Inauguran un sitio de la memoria intermitente, operan como un dispositivo de discursividad porque el público que se convierte en protagonista comienza a hablar y a escribir involucrándose en la experiencia de la desaparición a través de un uso nuevo de los restos. “Zapatos rojos” produce por proliferación y desplazamiento nuevas trayectorias. Como declara Chauvet, el zapato perdido en el desierto de una víctima de la violencia de género es el disparador de esta actividad que desarticula el campo de lo sensible creando nuevas cartografías: el proyecto va del D.F. a Italia, de Argentina a EE. UU., y así continúa sin interrupciones. La propuesta de Margolles es claramente deconstructiva, desarma íntegramente una casa en ruinas de Ciudad Juárez; sus habitantes han huido ante la amenaza de los mismos agentes que se apropiaron de la vida de las mujeres de su comunidad. La deconstrucción se torna aquí en un procedimiento que señala la ausencia. Se desmonta la materia que acobijaba los cuerpos explotados por la maquila, las vidas que no merecen vivirse desde cierta perspectiva biopolítica. Esta desintegración de la materia es extrema porque se borra toda huella, vestigio de reconocimiento, pero es a partir de allí que se genera memoria. Aparece otra formulación de la ruina que no apela a la pátina restauradora sino a un trabajo de demolición y reconfiguración en una experiencia colectiva. En este proyecto, los cuerpos de los visitantes del museo son los que se involucran con una obra de carácter efímera que alude a la figura de un muro. Cada mano desplaza un fragmento que corroe esa frontera, cada cuerpo moldea una nueva forma y se integra en el paisaje de “La promesa”. Pero ¿de qué promesa se trata? ¿Será la de una sociedad nueva por venir? Como plantea Badiou3 pensando en la inauguración de lo nuevo en el siglo XX (la revolución), se trata de un pasaje que va de la promesa al acto. No es tiempo de espera sino de actuación, de ejecución y puesta en acto de la idea de justicia. Una justi-

cia que constituye un horizonte de expectativas pero que declara su carácter inminente. Tal vez esa sea la posición ética de ciertas estéticas; el carácter urgente de “NiUnaMenos”. En las dos intervenciones se inician trayectorias que notifican de los posibles olvidos, enterramientos, supresión, aniquilación de la memoria y de los cuerpos. El colectivo asume la tarea de notificar el olvido, de iniciar una y otra vez una acción de memoria. Como transcurre en los sueños (y en la sesión analítica) las artistas proponen trabajar con la idea de la repetición (donar zapatos, pintarlos de rojo, agruparlos; demoler el muro, trasladar el polvo y volver a construir). Estas acciones nos confrontan con un puro real, el mundo se ha trastocado y habitamos en una dimensión extrañada: entre el olvido y los retornos del trauma. Pero ¿qué viene antes, se pregunta Freud? ¿El sueño o el retorno del sueño? ¿El trauma o el síntoma? ¿Nos confrontamos al trauma o sintomatizamos nuestra experiencia? Si el sueño es la confrontación con lo real, ¿qué ocurre cuando el sueño es un estado de vigilia? Vivimos extrañados, habitamos en las fantasmagorías de la modernidad. Nuestro universo está habitado de muertes y de la promesa de justicia. Estas expresiones que aluden también a un estado arcano, lúdico, primordial (la repetición) condensan otro espesor de la experiencia: el extrañamiento del mundo en el que habitamos cotidianamente se plantea como una espacialidad y temporalidad otra. Estas obras plantean una suerte de dialéctica en suspensión que no permite la clausura. Nos obliga a pensar, a recordar como reafirmación de la existencia.

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La experiencia estética es la misma que acontece en la literatura: volver a contar una y otra vez lo mismo pero a su vez de modo diferente. En estas instalaciones que se repiten lo que interesa es lo que cambia, aunque sea de modo sutil (la repetición es imposible); lo que se dice, pero fundamentalmente lo que todavía no se puede decir, lo que producen al desencajar contextos. Tienen su razón de ser en la insistencia, en su reproducción en contextos diversos (otros públicos, otros zapatos, otros mensajes). Producen relatos que trabajan con lo ominoso, con una cierta ausencia, que es también una presencia: la de los cuerpos de mujeres asesinadas (en 2010 ocurrieron 60.000 asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez). Los zapatos, el material de demolición, las ruinas señalan a los cuerpos como restos. Estas acciones los bordean, los imaginan, los hacen proliferar, los visibilizan. Lo que resta, entonces, ¿tiene también un desplazamiento que va del principio estético al principio ético? La cosa emerge, irrumpe y suspende la ficción de un tiempo presente poniendo en escena una dislocación. Estas producciones redefinen zonas de conflicto e imaginan otros vínculos entre los cuerpos, la gestión de la vida, los territorios y la memoria creando cronografías de un tiempo sin tiempo4.Aquí se sostiene la decontrucción contra la restauración de la ruina, no hay una ideología que alimente el placer por los restos o el deterioro, hay una potencia que sostiene lo viviente en sus múltiples posibilidades. Como la tarea del arqueólogo y la del analista, los artistas exhuman restos del pasado, trabajan con jirones y despojos para reconstruir, ensamblar y conservar memorias manteniendo latentes los ensamblajes, sosteniendo una apertura para volver a iniciar nuevos recorridos y diseñar nuevas configuraciones de la memoria. Coda: el retorno de lo real Siempre me atrajo el desierto de Atacama en el norte de mi país. Con la misma intensidad me cautivaron las mujeres buscadoras de huesos humanos que han trabajado completamente solas en la inmensidad del páramo durante 36 años seguidos (y algunas seguirán trabajando hasta su muerte). Al mismo tiempo me interesó el desierto considerado como un gran contenedor del pasado. Hay piedras que tienen millones de años; moluscos petrificados con cientos de miles de años; momias, tejidos y cerámica con setecientos años de antigüedad; minas abandonadas del nitrato del siglo XIX; numerosos caminos construidos por el Imperio Inca. Al mismo tiempo hay decenas de telescopios que miran los astros que están a billones de años luz. ¿Cómo no hacer una película con todo esto? Patricio Guzmán

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Nostalgia de la luz (2010) y El botón de nácar (2015), los films dirigidos por Patricio Guzmán, trabajan el espacio cosmológico. Desde esa cartografía en movimiento del universo, los documentales nos llevan a una lectura de la historia. Del estallido de las estrellas, hechas de calcio, a la lectura de los cuerpos y sus restos. Del surgimiento del agua en nuestro planeta (y, de allí, la vida), a la travesía del horror en Chile: el exterminio de los patagones, los cuerpos arrojados al mar en la dictadura. El océano preserva una memoria histórica y regula sus ritmos según el movimiento de las estrellas. En el continente, en el desierto de Atacama grandes observatorios se elevan a tres mil metros de altura para observar y delinear un mapa estelar. La transparencia de este cielo habilita una mirada que traspasa los límites del universo. Mientras los astrónomos llegan a Atacama para estudiar nuestro origen, el desierto devuelve salinizados los desechos humanos intactos para siempre: indígenas, momias, mineros y osamentas de los prisioneros políticos durante la dictadura militar. Ellos buscan vida extra terrestre y un grupo de mujeres remueve piedras: busca a sus familiares. El mar, a su vez, devuelve un botón de nácar como vestigio del sacrificio de un viviente (lo que en Argentina llamamos los vuelos de la muerte). Lo real, como aquello que no tiene inscripción, retorna una y otra vez inesperadamente. En la asfixiante captura de este paisaje, el mundo es apenas un instante, un desorden cósmico en el que el presente siempre es pasado, hablamos y el otro nos escucha diferidamente: un hecho físico imposible de contrarrestar. Vivimos en un pasado permanente y es allí donde navegan los científicos buceando en los sonidos del Big-Bang para construir un diseño del cosmos amenazado por la contingencia (siempre habrá nuevos descubrimientos que derriben hipótesis anteriores y entonces el mapa deberá modificarse). De esa primera explosión estelar se vertió en nuestro mundo un componente esencial, el calcio; por eso en esta lectura que nos devuelve el film, la vida (hecha de calcio) es hermana de las estrellas. Y por ese elemento vital y la fosilización que produce la sal en los cuerpos es posible reconstruir una lectura de los ciclos de la naturaleza, pero también de la violencia histórica. El desierto, como vacío de la experiencia, encierra sin embargo la condensación del mundo en sus capas geológicas y las cicatrices de las vidas sin derecho a ser vividas. La fosilización de los cuerpos impide su desaparición, hace que el cuerpo retorne en su elemento primordial (el calcio): huesos, dientes, uñas resurgen una y otra vez. Las madres chilenas buscan en el desierto de Atacama ese pedacito de cuerpo que les permita finalmente realizar su duelo. El film realiza un montaje de fragmentos fosilizados de los cuerpos, del vacío tejido en torno a una huella, un zapato o una prenda para ver cómo se configura un diagrama de fuerzas resistentes. Para terminar, retomo de Nostalgia esa imagen poderosa del arquitecto que, prisionero en el campo de concentración de Atacama, antigua morada de los mineros, dibuja durante días: un plano carcelario que realiza midiendo distancias a través de sus pasos, para luego memorizarlo y arrojarlo al retrete por temor a ser descubierto. La pulsión por recordar y la ilusión del regreso para contar el horror (que es lo que hace el film) lo sosten-

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drá como persona. Su saber lo preserva y le permite inscribir ese mapa del exterminio en su memoria. A esta imagen le sumo otra, la del prisionero que con sus saberes construye un telescopio y les enseña a los compañeros a observar las estrellas. Una práctica que, según los testimonios del film, es habitual en Chile. Lentamente, descubren constelaciones, aprenden sus nombres. Encima de ellos, se eleva esa cartografía infinitamente lejana pero que los sostiene en su desolación y en su nostalgia de la luz.

1 Ver Bourriaud, Nicolás. La exforma. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2015. Radicante. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009. 2 Tabarovsky, Damián. Literatura de izquierda. Rosario, Beatriz Viterbo, 2004, p.44. 3 Badiou, Alan. “Cuestiones de método” y “La bestia” en: El siglo. Buenos Aires, Manantial, 2005. 4 Cfr. Speranza, Graciela. Fuera de campo. El arte argentino después de Duchamp. Buenos Aires, Anagrama, 2006. Atlas portátil de América Latina. Buenos Aires, Anagrama, 2012.Ver también: Lacan, Jacques. El seminario 10. La angustia. Buenos Aires: Paidós, 2005. Butler, Judith. Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Buenos Aires: Paidós, 2010. Vida precaria. Buenos Aires: Paidós, 2006. Algunos sitios consultados on-line: http://muac.unam.mx/expo-detalle-98-Teresa-Margolles-La-promesa http://artishockrevista.com/2017/05/02/mundos-primera-individual-teresa-margolles-museo-norteamerica/https://www. lanacion.com.ar/1928429-artivismo-cientos-de-zapatos-rojos-dan-la-vuelta-al-mundo-contra-el-femicidio

Fotografías de Marcelo Castillo

*Isabel Quintana es investigadora de CONICET y profesora adjunta de Teoría Literaria de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos. Realizó su doctorado en la Universidad de California en Berkeley y desarrolló estudios posdoctorales en la Universidad Autónoma de México. Es autora del libro Figuras de la experiencia en el fin de siglo: Cristina Peri Rossi, Ricardo Piglia, Juan José Saer y Silviano Santiago (2001) y de numerosos artículos. En la actualidad dirige el proyecto UBACyT “La vida y sus restos en la literatura y otras derivas estéticas”, e integra el grupo internacional “Restos, excedentes, desperdicios: gestiones literarias y estéticas de lo superfluo” (UBA, Leading House for the Latin American Region, Centro Latinoamericano Suizo de la Universidad de San Gallen).

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1968

Las ruinas también construyen Un recorrido por diferentes lecturas sobre el Mayo Francés con motivo de cumplirse un nuevo aniversario. Rotos los ideales de emancipación, y ante el vacío promovido por el capitalismo voraz, un puente se tiende entre esos acalorados días y la actualidad: la necesidad de pensar nuevas maneras de hacer política y reformular lo establecido.

Por Florencia E. González

E

s habitual multiplicar análisis cuando se cumple un nuevo aniversario del denominado Mayo Francés. Resulta estimulante recordar acontecimientos que parecieron cambiar el rumbo del sistema aunque nada de eso pasara. La arbitrariedad de los números fuerzan relaciones, raccontos o continuidades, pero asumiendo que la historia tiene sus ritmos y lugares de paso, las compuertas se abren de par en par en 1968 y deja vislumbrar una coyuntura que jaquea los presupuestos dados y que requiere de nuevos corpus teóricos y prácticos para pensar las relaciones de poder. La generación de jóvenes de los años 60 no encuentra respuestas y sale a la calle. Pueden no ser muy claras las preguntas pero sí está claro que desprecian lo establecido tanto como las teorías, las tradiciones y las viejas fórmulas. Desean tanto despegarse del pasado que el futuro también se quiebra en un abismo. Pasado y futuro amontonan fracaso como adoquines bajo sus pies. Ruina sobre ruina, solo resta lanzar piedras al aire y ver qué pasa. Sin confianza en el pasado ni en el futuro, el tiempo no se detiene, bien que le gustaría y poder despertar a los muertos, recomponer los destrozos, empezar de nuevo subsanando los errores y creyendo nuevamente en poder hacer de este mundo uno más justo con instituciones menos viciadas y un Estado fuerte, pero sin burocracia ni represión. O tal vez reprogramar un mundo sin Estado ni fronteras, una organización que no se base en el mercado ni en la ley del más fuerte. Coordinar esa crítica con un proyecto político sería tener demasiada certidumbre en el futuro. A pesar del espectral bienestar económico, el porvenir es un paisaje negro de habitantes presos en normas e instituciones bobas, enfermas de pasividad y encierro. Una sociedad

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pacata que se escuda en los viejos roles para mantener las apariencias de un sistema agotado. Un panorama anclado en funciones desgastadas que buscan calma en el aparato consumista. La vida es “aquí y ahora”, suspendida como piedra lanzada al aire. La contingencia, el devenir o el encuentro fortuito es un flujo que entrama la experiencia, instante donde surge lo inmanente y la acción reina. Oleadas de estudiantes y obreros en la universidad y la fábrica se vuelcan a las calles portando diferencias de clase pero coincidiendo en la necesidad de llamar la atención al mundo. ¿Cambiarlo? No parece haber consenso en un propósito tan pretencioso, pero sí coinciden en actuar. Los jóvenes ponen el cuerpo pues está claro, la acción pasa por el cuerpo. No quieren seguir repitiendo el drama cuyo argumento es defender fronteras y nacionalismos a pura bomba detonada de un lado a otro del mundo. Los modelos conocidos que habitan en libros han fracasado, y los que no, resultan caducos en la práctica, han fallado en la teoría, o en ambos terrenos. ¿A qué aferrarse si se multiplica la rabia al mismo ritmo que la desigualdad y la impaciencia?. Los años 60 radicalizan un tipo de experiencia política que cuestiona el orden capitalista. Época agitada, plagada de rupturas y nuevas ligazones, en la vieja Europa y

EE. UU. como en los países del Tercer Mundo los hechos se suceden como en un derrumbe: la progresiva descolonización de Asia y África, la Guerra de Argelia, la Revolución Cultural de Mao, el asesinato del Che en Bolivia. Desde luego, toda historia pide su clímax y ese clímax es el Mayo Francés. El estallido obrero-estudiantil en París en 1968, más allá de las lecturas eurocéntricas que podrían forzarse o naturalizarse a realizar, resulta una bisagra en la historia reciente anunciando el fin y el comienzo de una era. Ese año sucede el asesinato de Martin Luther King y Robert F. Kennedy, la Masacre de Tlatelolco, la Primavera de Praga, la Resistencia vietnamita que recrudeció la guerra y las revueltas de estudiantes y obreros en países centrales como en Berlín y Los Ángeles, además de la renombrada en París. La crítica a los valores burgueses se extiende a todas las instituciones empezando por el Estado. Es nuevo el escenario. No tanto por hacer tambalear al capitalismo sino porque el ideario de izquierda luce gastado.Y más desteñido aún con los tanques soviéticos entrando por la Plaza Wenceslao en Praga reprimiendo a la sociedad civil, aplastando cientos de personas con más de 70 muertos y sofocando la “primavera” que intentaba un “socialismo con rostro humano”. Alexander Dubček, que propone un socialismo democrático en Checoslovaquia, una versión no totalitaria del régimen

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Los estudiantes parecen tomar conciencia de lo que se quiere hacer de ellos: cuadros funcionales al sistema económico, bien pagos y mansos repetidores del sistema. soviético, llama a resistir sin armas y fracasa estrepitosamente. Ante el temor de vitalizar el germen de una “una tercera vía” en el mundo, fue leído por Occidente como una amenaza más peligrosa que el comunismo. Hecho añicos La Universidad de Nanterre, creada en 1964 en las afueras de París, enciende la mecha. Cuestionar los modos de enseñanza y los contenidos transmitidos significa discutir el corazón mismo de la sociedad. Apuntar a las maneras de crear conocimiento rediseña los marcos de saberes legitimados y apunta al núcleo de teorías y prácticas con sus lógicas de forma y contenido, a las políticas que las financian y a los imaginarios que construyen, estableciendo verdades y lenguajes. Los estudiantes parecen tomar conciencia de lo que se quiere hacer de ellos: cuadros funcionales al sistema económico, bien pagos y mansos repetidores del sistema. Los profesores se niegan a enseñar según intereses de la burguesía y convertir sociólogos en fabricantes de slogans, a matemáticos, de estadísticas, a diseñadores al servicio de campañas electorales, a psicólogos en expertos en armadores de “equipos” o a abogados en asesores contra trabajadores.

Adhieren a las protestas la Universidad de la Sorbona y luego los estudiantes en general. La CGT francesa, el PCF conjuntamente con los sindicatos y la izquierda organizada suman fuerzas logrando numerosas manifestaciones, más tomas de universidades y huelgas con “obreros y estudiantes” mancomunados. El Paro General el 24 de mayo de 1968 corona la gesta. Se calcula que más de nueve millones de personas estuvieron en la calle convulsionando París. Sin una orientación política definida se crea una gran fuerza revolucionaria, pero sin que el peso de la lucha estuviera focalizado en la toma de poder, ni siquiera en derrocar a De Gaulle. Esas mismas calles fueron testigo de la Revolución Francesa, las revueltas de 1848, la Comuna de París en 1871, y de la ocupación nazi. Su “destrucción” intenta barrer con su propia historia en una lucha estética por el espacio, por reconfigurar ciudades que no privilegien el mercado y la máquina. Romper París es perder el respeto a su majestuosidad, a su elegante art nouveau y arquitectura de nobleza con ideales republicanistas. En ese espacio, el Mayo Francés inaugura una gran energía social en movimiento circular: la acción promoviendo la creación y la creación asentada sobre la destrucción creativa cimentando un ordenamiento nuevo de las cosas. Crear y destruir como parte de la misma lógica activa: una nueva dimensión de lo colectivo, una más espontánea y más volátil con la improvisación y el azar como método inspirador y el escenario urbano como un paisaje de desintegración política y simbólica. Los adoquines desordenan la calle y se amontonan en las barricadas. Todo sirve: palos, piedras, señales viales y automóviles dados vuelta. Los carruajes son y han sido un obstáculo muy útil. Pero destruir autos y utilizarlos para obstruir contiene más de un significado. Es el símbolo del individualismo y de la floreciente industrialización que está viviendo el mundo capitalista con el petróleo en el centro de la escena macroeconómica y los sindicatos de la Fiat y la Renault en pie de lucha. La violencia erige su fulgurante estética. En el mes rabioso de mayo se vivió una intensa sensación de fuerza en la multitud expresada de diversas maneras, sin conducción definida y con ausencia de armas de fuego. Una meticulosa aniquilación artesanal renueva tácticas de guerrilla urbana en búsqueda de un sujeto revolucionario. París no lucha sola. En Alemania, el 1 de mayo, decenas de miles de estudiantes y obreros se encontraron juntos por iniciativa de la SDS en la primera manifestación anticapitalista que Berlín conoce después del nazismo. El “puñado de agitadores”, el “grupúsculo” –tal como lo calificó De Gaulle– se convirtió en movimiento de masas.

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A diferencia de Praga, en París las instituciones políticas y sus leyes presienten su decadencia y con ella, la ruina universal. Deciden cambiar, ceder algo para que nada cambie. Intuyen que con renovada vileza llegarán a tocar nuevamente los corazones ciudadanos.Y no se equivocan. De Gaulle, ante una crisis sin precedente, no encuentra la punta del ovillo pero arriesga. Disuelve la Asamblea General y llama a elecciones luego de una marcha multitudinaria a su favor con hombres mustios de traje y mujeres a la moda con bandera francesa en mano. Llenan las inmediaciones de la zona más paqueta de París, por la avenida Champs Elysée rodeando el Arco del Triunfo. A pesar de las manifestaciones, huelgas y la unión de obreros y estudiantes en contra del sistema, De Gaulle gana las elecciones y se legitima una vez más en el poder. ¿Es preciso que se diga que lo que queda de la vieja política es debatir entre formas de opresión con una animosidad que los gobernantes se ven forzados a mantener para proyectar el fantasma de orden? ¿Será que la brecha que abre 1968, o los años 60 en general, nos pone 50 años después ante un juego de espejos que nos proyecta al vacío? Estado de malestar Los estudiantes de los años 60 no son pacifistas, por qué lo serían si se juzgaba la lucha necesaria a pesar y también por causa de la represión proveniente de un desprestigiado Estado. Las instituciones son cuestionadas al calor despropietario de Bakunin. Algunas prácticas anarquistas comienzan a ensayarse, como la asamblea permanente, estrategias novedosas de comunicación, argumentos para explicar la crisis de las

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instituciones públicas y privadas, el ejercicio de la democracia directa y de la estructura horizontal. En el fragor de estas experiencias nacen los movimientos sociales –como los que bregan por derechos de las minorías, mujeres o ecología– que asoman en la nueva escena política. El surgimiento de nuevas organizaciones tiene como objetivo la concientización y la promulgación de leyes, pero no persigue un programa partidista para la toma del poder. Proceden de manera horizontal, sin fronteras ni líderes unívocos. Coinciden en la crítica al Estado, a sus formas jerárquicas y opresivas, y en un fuerte cuestionamiento al capitalismo por ser el garante silencioso o estrepitoso de otras formas de opresión, crítica que se extiende al rechazo del régimen soviético. De las lecturas que dejan los acontecimientos de 1968, algunos ven en esos sucesos un modelo esperanzador, otros ven el principio del fin del régimen comunista, el comienzo de la globalización y la agonía de los ideales de emancipación. Es al menos curioso que pensadores más conservadores ante los problemas de hoy juzguen culpable al legado del Mayo Francés. Se lo culpa de la crisis de autoridad, del desmoronamiento de las estructuras colectivas tradicionales, de la pérdida de puntos de referencia identitarios, de la afirmación acérrima en el individualismo, de la crisis de los modelos de representación política y hasta se lo vincula con la queja más pedestre sobre el poco respeto de los alumnos por sus profesores y el los hijos por sus padres. Es interesante la reversibilidad en la valoración que contiene este diagnóstico, ya que aquellos argumentos que culpabilizan pueden ser los mismos que viran virtuosos. Sin embargo, pareció ser el motivo al que apelaba la nueva derecha europea para desacreditar toda forma de progresismo y poder asentar su supremacía en un ámbito metapolítico que la izquierda había abandonado hacía mucho tiempo. Incluso logra apropiarse y beber de su fuerza transformadora que traduce las consignas de cambio a su favor: “Revolución del respeto”, “La revolución de la alegría”, “Diálogo, no hay que tirar más piedras”, “Cambiemos”, “Cortar calles quedó en los 70”, etc. Más allá de la perspectiva y la valoración del legado de los 60, en esos años comienza a ponerse en jaque el patriarcado, a transgredirse polvorientos tabúes morales y a liberarse tanto de dogmas marxistas-leninistas como de los conservadores como formas perimidas en un nuevo horizonte de igualdad. Las lógicas de mercado y del “sentido común” construidas desde el Neo-

liberalismo trocan el ideal esperanzador por objetivos de compra, han transformado a los sujetos que ideaban la emancipación en sujetos zombis deambulantes en el shopping y han trasladado el escenario de la política, de la calle a la pantalla. En ese contexto de radicalización y pluralidad de demandas, surgen el feminismo, el situacionismo, el posmarxismo, entre otros posicionamientos más particulares que apuntaban a modificar costumbres enquistadas, y la proliferación de las movilizaciones sociales. También surgen nuevas contradicciones. Con las demandas de las multitudes, se acentúa el fervor por los derechos individuales hasta el punto de fagocitar los horizontes colectivos. Lo mismo sucede con el mercado. De tanto apuntar al Estado como fuente de opresión, inequidad e injusticia, con sus negros mecanismos burocráticos, centralistas y jerárquicos, instalando mediatizados métodos para hacer funcionar sistemas, el mercado lo termina usufructuando. Cuando surge el movimiento feminista a fines de los años 60, se estaba en un contexto de radicalización que sedujo a sectores de la juventud. Algunos denominaron este movimiento “nueva izquierda”. Fuerza de

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cambio que luego fue cooptada por otros propósitos que nada tenían que ver con los objetivos y el espíritu con los que había surgido. El capitalismo en modo neoliberal se torna flexible y más poderoso. Logra adaptarse a diferentes escenarios y discursos oscilando entre formas reaccionarias y progresistas según la ocasión. Esas formas progresistas del neoliberalismo recuperan ideales feministas. Desde luego, el feminismo no es el único movimiento que ha sido deglutido. Los discursos asimilan el aura libertario para enredarlo en imperativos de “libertad” y en criterios directos o solapados que terminan regidos por lógicas del mercado. En la progresiva tensión entre Estado y mercado, surge una pregunta: ¿cómo reconstruir un proyecto de igualdad de cualquier orden si se insiste con la organización y funcionamiento de un Estado que se ha estancado y un mercado cada vez más dinámico, creativo y diversificado? Hijos de una generación saturada de sentido y dogmas, de conmemoraciones y solemnidades, como adultos se convirtieron en reproductores del escepticismo asimilando novedosas estrategias para asentar el sistema. Entres tantas lecturas que se colocan en un borde, en una línea que no es afuera ni adentro, se matiza con retóricas de la contradicción y la ironía. Entre ellas, pueden apuntarse dos películas de Bernardo Bertolucci: Los soñadores, del año 2003, y Último tango en París, de tres décadas antes. Dos historias de carácter íntimo tras coquetas puertas en los calientes días de las revueltas de Mayo del 68. En ambos filmes, Bertolucci desarma un mito, el mito de que

era posible refundar las estructuras colectivas para poder inscribir las nuevas individualidades. Los Soñadores no puede ser más escéptico y desolador. En el final, los dos hermanos abandonan a Matthew, el amigo norteamericano, en plena barricada callejera, optando por tirar una molotov casera a los policías. “Nosotros somos mejor que eso”, dice Matthew y les da un beso en la boca. “Tenemos esto”, y se apunta a la cabeza. “Tenemos esto”, y se apunta al corazón. “No necesitamos esto”, y apunta a la molotov. Los dos hermanos lo miran con desdén y deciden sumarse a las corridas y el revoleo. Se envuelven la nariz y la boca con un pañuelo mojado para defenderse de los gases, envueltos también en un sueño idílico de amor eterno e incesto. La cámara los abandona y se

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fija delante de los policías parapetados con todo tipo de armas y defensas. Entre el humo ya se distinguen sus movimientos. Es el momento de la represión que marca el final del film, de la revuelta y del onírico propósito de cambiar el mundo. Surge la mítica voz de Edith Piaf entonando Non, rien, de rien acentuando el vacío: No, nada de nada, no me arrepiento de nada./ Ni el bien que me han hecho, ni el mal, todo para mí es igual./ No, nada de nada, no me arrepiento de nada./ Está pagado, barrido, olvidado, ya pasó. Por suerte, ya pasó y lo que queda del Mayo Francés es la desacreditación del ámbito clásico de la política (la Asamblea, los partidos, los ministerios, los sindicatos) y la ridiculización de sus códigos tradicionales (la retórica, la pompa, la representación) mientras se enaltecen las lógicas económicas que lucen más libres, individualistas y creativas. La desacralización sesentayochista se coloca frente a la historia como una brecha abierta al pensamiento nuevo. Esa apertura enlaza ese pasado con la actualidad para requerir otros debates y lenguajes. Otras categorías deben asomar para entender nuevas subjetividades que surgen en un paisaje todavía más volátil y visual. Prácticas y teorías estancadas y enmohecidas mantienen su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante años, impotentes ante las vertiginosas lógicas de mercado, el espacio alienado de los medios de comunicación y el rol del Estado, solo ofrecido para su desguace. Camaleónico como nunca, el capitalismo en su fase neoliberal se alimenta de los ideales del 68, esfumando lo sólido y profanando lo sagrado con espasmódicas tendencias suicidas. Todo muta, pero el sistema no muere. Logra realimentarse en el cambio. Desecha la idea de “historia monumental” que Nietzsche relaciona con la “historia de anticuario” de los archivistas, pero también se opone a la necesidad de elaborar una “historia crítica” juzgándola de dramática y pesimista. Es probable que no pueda reconocerse ningún texto glorioso detrás de una gran manifestación, pero allí están los cuerpos juntos, trémulos de duelos, rabias y anhelos, cuya memoria se activa sin reconocer teorías previas. Es energía vital que transforma y puede alcanzar algo de una “historia crítica” con nuevos lenguajes. Una apuesta a contrapelo que debe reconsiderarse para una reconversión del mundo que aún queda por revisar y reformular, alertando de las variadas estrategias de renovado ropaje que mantienen sus antiguas estructuras para subsistir.

Consignas que se multiplican en las paredes de París: NO HAY PENSAMIENTO REVOLUCIONARIO. HAY ACTOS REVOLUCIONARIOS LA BARRICADA CIERRA LA CALLE PERO ABRE EL CAMINO. Calle Censier, camino a la Universidad de la Sorbona. LO SAGRADO: AHÍ ESTÁ EL ENEMIGO. Nanterre LA IMAGINACIÓN AL PODER. Sorbona CORRE, CORRE, CAMARADA, QUE EL VIEJO MUNDO ESTÁ DETRÁS TUYO EL ACTO CONSTITUYE LA CONCIENCIA. Nanterre SEAN REALISTAS: PIDAN LO IMPOSIBLE. Censier NO ES UNA REVOLUCIÓN, MAJESTAD, ES UNA MUTACIÓN. Nanterre NUESTRA ESPERANZA SOLO PUEDE VENIR DE LOS SIN ESPERANZA

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HOMENAJE

Pasiones de Marx Entre las frías aguas del cálculo burgués y las pasiones revolucionarias, el pensamiento político se debate: corazón & bolsillo. Sin embargo, para comprender las causas que movilizan a los sujetos políticos, es necesario dar cuenta también de las narraciones que movilizan la acción más allá del frío interés. La indignación de los sujetos proviene en gran medida de su apasionado amor por algún mito colectivo: es allí donde la propaganda política encuentra su mayor eficacia y las armas críticas o militares se desenfundan movilizando a la acción.

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S

uele pasarse por alto la dimensión intensamente feminista de la obra de Marx y Engels. Es cierto que se trata de un asunto que aparece en sus escritos con menos asiduidad que los combates de clase o la emancipación proletaria. Pero nos proporciona a pesar de todo una clave para comprender su pensamiento. Baste con recordar aquellos pasajes de La familia, la propiedad privada y el Estado que presentan las disputas conyugales como el primer antecedente de la lucha de clases. La opresión de un sexo por el otro precedía, y anunciaba, la opresión socioeconómica, y por eso Engels estimaba que la prostitución introducía un ostensible progreso en relación con el casamiento: la cortesana cedía su cuerpo durante un tiempo acotado a cambio de una remuneración, a la manera del trabajador asalariado, mientras que la esposa lo entregaba hasta el final de sus días, como le ocurría al esclavo. Hasta tal punto la mujer era concebida como una posesión de los varones que en un pasaje de su Manifiesto Marx y Engels se burlaban del miedo de los burgueses a que sus esposas fueran “colectivizadas” cuando los comunistas abolieran la propiedad privada. Engels recordaba incluso que la palabra familia no aludía en latín a ese “ideal, mezcla de sentimentalismos y disensiones domésticas, del filisteo de nuestra época” sino “al conjunto de los esclavos pertenecientes a un mismo hombre”, entre quienes se encontraban los demás “menores” de la casa, a saber: mujer, hijos y entenados. Y podríamos agregar que un término insoslayable del vocabulario marxista como la palabra economía proviene de una expresión griega que aludía a la administración del hogar, expresión que los modernos decidieron escoltar con el epíteto política para que no se confundiera con un asunto doméstico, aunque supieran, por supuesto, que el adjetivo económico significaba “doméstico” y aunque dieran por sentado que el reparto de tareas y de bienes en el seno de la casa constituía un boceto de la división del trabajo y los bienes en el seno de la sociedad. Repitiendo una metáfora popularizada por algunos revolucionarios americanos a finales del siglo XVIII, Marx recurrió incluso a una figura del derecho familiar como la “emancipación” de los hijos –los varones– para aludir a la liberación de los trabajadores de la tutela burguesa.Y las feministas van a hacer lo propio cuando hablen de la “emancipación” de las mujeres con respecto al patriarcado. Muchas feministas, de hecho, seguirían defendiendo las tesis de Marx y Engels hasta nuestros días, como cuando

la italiana Silvia Federici asegura que el filisteo denomina “amor” al trabajo no remunerado, y “frigidez” al ausentismo laboral. Crítica del corazón Habría que aclarar no obstante que aquel “filisteo de nuestra época” no sería tanto el burgués como el pequeñoburgués, porque el Manifiesto le atribuía un papel “revolucionario” a la burguesía debido a que le arrancó “su velo emotivo y sentimental a la relación familiar para reducirla a una unión puramente monetaria”. La burguesía habría llevado a cabo incluso esta misma operación con las “relaciones feudales, patriarcales e idílicas” de l’Ancien régime para no dejar subsistir otro lazo entre los seres humanos que el “frío interés” y el “desapasionado pago contado”. El capitalismo había ahogado “los estremecimientos sagrados del éxtasis religioso, del entusiasmo caballeresco y de la sentimentalidad pequeñoburguesa en las aguas heladas del cálculo egoísta”, poniendo en evidencia la “explotación abierta, desvergonzada, brutal, directa” detrás de todos esos sentimientos presuntamente elevados. Una persona es explotada, en efecto, cuando se convierte en un medio, un instrumento, para el beneficio de otro. Y así definía Kant el acto inmoral por excelencia. En un artículo 1786, “Conjeturas sobre los inicios de la historia humana”, Kant imaginaba que esta había comenzado cuando los hombres se situaron por encima de los animales, y parafraseaba un pasaje del Génesis como si Adán le hubiese dicho a un cordero: “La naturaleza no te dio esa piel que portas para ti sino para mí” (III, 21). Pero la historia también se iniciaba, en su opinión, cuando el hombre descubría el deber de dirigirse a otro hombre como a un “asociado que participa por igual de los dones de la naturaleza”, lo que implicaba que un hombre no podía decirle a otro que la naturaleza no le había dado su fuerza de trabajo “para ti sino para mí”. Aunque Kant no dijera si las mujeres formaban parte de estos hombres, Marx estaba de acuerdo con él, sobre todo en la definición del prójimo como un asociado con quien compartimos, por igual, la naturaleza. Solo que indignarse moralmente por la instrumentalización del otro resultaba improcedente mientras perdurase un orden económico basado en la explotación. Y el problema es que el homo oeconomicus no era sino el individuo guiado por el “interés frío” y el “cálculo egoísta”, lo que significa que siempre va a

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Los sentimientos servían para 'disimular' el contenido interesado de estas revoluciones políticas, aunque esta disimulación fuera 'necesaria' para que esas mutaciones llegaran a producirse percibir a su vecino como un medio, un instrumento, para su propio beneficio, aunque “disimule” esa instrumentalización con el “velo” de los buenos sentimientos y aunque el otro acepte “libremente” ese papel a cambio de una remuneración. Marx y Engels no abordaban sin embargo esos afectos como una simple declaración hipócrita de los cónyuges, los señores y los siervos, o como si unos y otros fingieran sentimientos de amor o veneración que nunca experimentaron. Por supuesto que sentían eso, pero estos sentimientos los cegaban con respecto a la naturaleza interesada del lazo que los unía. Aquello que sentían no era lo que los movía. El dilema novelesco entre matrimonio por conveniencia o por amor se presentaba en pocos casos desde el momento en que la fortuna, la educación, los modales, los rasgos étnicos y todos aquellos signos de pertenencia a un medio socioeconómico tenían la virtud de encender las pasiones en los individuos de ambos sexos.Y algo semejante podía ocurrir con la posición ocupada por una familia noble o real capaz de despertar sentimientos de veneración filial entre sus vasallos, como ocurre todavía hoy, a pesar de la liberalidad de sus regímenes, con la reina de Inglaterra o con la monarquía holandesa. Los sentimientos mienten y la burguesía vino a desenmascararlos revelando el “interés desnudo” de las relaciones sociales, incluidas las matrimoniales. Marx y Engels suponían que la burguesía se había convertido en clase universal porque su afán de lucro era el secreto mejor guardado de los vínculos humanos en cualquier tiempo y lugar, de modo que la revolución burguesa consistía, antes que nada, en un desapasionamiento del mundo. Con la metáfora del “agua helada del cálculo egoísta” el Manifiesto estaba sugiriendo que la burguesía era eminentemente flemática y había propagado esa misma flema por el mundo: en aquella teoría de los humores que se remonta a Hipócrates y que, a pesar de su debilidad científica, dejó una impronta indeleble en las lenguas occidentales, la linfa era ese líquido frío que predominaba en las personas impasibles (en contradicción con la sequedad fogosa de los coléricos y por oposición a la humedad caliente de los joviales y a la sequedad fría de los atrabiliarios). Kant conjeturaba no obstante que esa “simpatía de aspiración lindante con el entusiasmo” que la Revolución francesa había despertado entre sus espectadores insinuaba la existencia de una “disposición moral del género humano” hacia el bien, y esta simpatía podía considerarse desinteresada desde el momento en que no provenía de ninguna ventaja egoísta. De modo que, para Kant, existe un sentimiento, el entusiasmo, definido

como la “participación apasionada [mit Affect] en el Bien”, que lleva a los hombres a buscar desinteresadamente un ideal, como si este afecto purgara a los sujetos de cualquier interés propio. Marx discutiría esta conjetura kantiana en dos ocasiones por lo menos. La primera vez, en La Santa Familia. En 1789, aseguraba, triunfó el “interés de la burguesía” aunque se hubiera “desvanecido el ‘pathos’” y “marchitado las flores ‘entusiastas’ cuya cuna había sido coronada por ese interés”. Si esta revolución provocó un “entusiasmo” o una “exaltación” pasajera en las masas, se debe, precisamente, a que no triunfó el interés de la mayoría sino solo de la burguesía, aunque, por un momento, y como lo repitió el propio Marx en muchas oportunidades, este interés se hubiese convertido en el “representante general” de la sociedad en su conjunto. La segunda respuesta a la conjetura kantiana sobre la Revolución francesa aparece más tarde en la introducción al 18 Brumario: una clase tan poco adicta a las iniciativas heroicas como la burguesía europea había tenido que recurrir a las emociones, la abnegación y las pasiones desinteresadas para que algunas revoluciones engendraran las sociedades burguesas. “Sus gladiadores”, de hecho, habían encontrado “en las tradiciones estrictamente clásicas de la República romana los ideales y las formas de arte, las ilusiones que necesitaban para disimularse a sí mismos el contenido estrechamente burgués de sus luchas y mantener su entusiasmo en el nivel de una gran tragedia histórica”. Así, “Cromwell y el pueblo inglés le tomaron prestado al Antiguo Testamento el lenguaje, las pasiones y las ilusiones necesarias para su revolución burguesa”, pero una vez consuma-

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do este proceso político, “Locke destituyó a Habacuc”, lo que significaba que el interés individual sustituyó el “entusiasmo” colectivo. Los sentimientos servían para “disimular” el contenido interesado de estas revoluciones políticas, aunque esta disimulación fuera “necesaria” para que esas mutaciones llegaran a producirse, como si los sujetos precisaran echar un “velo” sentimental sobre los verdaderos motivos de sus actos para llevarlos a cabo: el matrimonio conyugal es una forma de explotación de la mujer por el hombre, pero ambos deben “disimularse” a sí mismos esta opresión para que la institución siga funcionando, y las relaciones feudales no habrían perdurado durante siglos en Europa o en Japón si la dominación económica no hubiese quedado enmascarada por los ardientes sentimientos de fidelidad y devoción del siervo por su señor. En esta ilusión necesaria reconocemos una dimensión de la sociedad y de la subjetividad que Marx y Engels identificaron en torno a 1845: la ideología. Los sentimientos y las pasiones como el odio o el amor, como la indignación o la compasión, como el entusiasmo y la simpatía, formarían parte, para ellos, de la ideología, a la manera de otras falsas representaciones que una sociedad propone de sí misma. Parafraseando a un ministro de economía de Raúl Alfonsín, podría decirse que la ideología nos habla “con el corazón” mientras que la realidad nos responde, para Marx, “con el bolsillo”. Crítica del bolsillo Tres años antes de la publicación del Manifiesto, Marx había lamentado que Feuerbach identificara la auténtica actitud humana con la contemplación, o la teoría, mientras reducía la práctica a una actividad “sórdido-judía”, inspirada en el “cálculo egoísta”. Feuerbach estaba omitiendo así el estatuto específico de la “práctica-crítica” o “revolucionaria”. Esta distinción resulta fundamental porque en la famosa tesis 11 Marx declararía que los filósofos, hasta ahora, se habían dedicado a interpretar el mundo cuando lo importante es transformarlo, transformación que no provendría de la práctica utilitaria sino, precisamente, de aquella “práctica-crítica” cuya naturaleza se convertiría en objeto de discusiones y disputas durante varias generaciones de revolucionarios marxistas. La revolución, en todo caso, no sería una actividad inspirada en el “interés desnudo” o, como escribe aquí Marx, citando a Feuerbach mismo, una actividad “sórdido-judía” (“schmutzig-jüdischen”). En la primera parte de La esencia

del cristianismo el filósofo bávaro le había dado rienda suelta a su antisemitismo declarando que la utilidad era “el principio supremo del judaísmo” y que el culto religioso de este pueblo no era sino “egoísmo bajo la forma de la religión”. En la segunda agregaba que “la visión práctica es una visión sórdida [schmutzig], teñida de egoísmo, porque el sujeto solo se remite a una cosa para beneficiarse personalmente”, mientras que la visión teórica es “alegre, feliz, satisfecha por sí misma, porque para ella el objeto es objeto de amor y de admiración”. La visión teórica es “estética”, concluía Feuerbach, lo que en términos kantianos significa “desinteresada”; la visión práctica, en cambio, “no estética” porque es, precisamente, “interesada” o, en términos de la Crítica de la razón práctica, “patológica”. Pero Marx no se conforma con esta dicotomía porque para él existe una práctica –e incluso, se supone, una “visión práctica”– que no es estética pero tampoco interesada y esta práctica sería la actividad revolucionaria. Solo que Marx no nos aclara en sus Tesis si esta praxis desinteresada proviene de los mismos afectos que la “visión teórica” de Feuerbach –la alegría, la felicidad o la autosatisfacción– o si el motor de la actividad revolucionaria es el amor o la admiración, de modo que no lograremos saber nunca si, desde su punto de vista, habría un “sentimentalismo” que no fuera “pequeñoburgués” o si la lucha proletaria contra la burguesía no sería, en última instancia, un combate entre el corazón y el bolsillo. Un par de párrafos de la Crítica a la filosofía del derecho de Hegel nos proporcionan algunos elementos de respuesta. En las primeras páginas de este ensayo Marx le declara en un momento la guerra al “estado de cosas alemán”.Y esta guerra, en su caso, era una batalla “crítica”: cuando “lucha” contra este orden de cosas, asegura, “la crítica no es la pasión del cerebro sino el cerebro de la pasión”, y por eso no es el “bisturí” del cirujano sino el “arma” del combatiente desde el momento en que “su objeto es un enemigo que ella no quiere refutar sino aniquilar”. Hace rato, explicaba, que el espíritu del orden alemán fue refutado. Ahora se trataba de acabar con él. Marx estaba anticipando así su célebre tesis 11 sobre Feuerbach. La crítica solo puede transformar el mundo “denunciando” sus injusticias: “Su pasión fundamental es la indignación”, concluye entonces, “su actividad esencial la denuncia”. El “cerebro” de la “pasión” es la “crítica” inspirada en la “indignación” –o, si se prefiere, en la “bronca”–, de modo que la pasión no viene a disimular aquí la percepción de un estado de cosas

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obnubilando el cerebro de los indignados. Al contrario, viene a estimular su denuncia.Y esta denuncia resulta fundamental porque, cuando se vuelve pública, cuando conmueve al pueblo, “la opresión se vuelve más opresiva” y “la vergüenza más vergonzosa”: “¡Hay que pintar cada esfera de la sociedad alemana como la partie honteuse de esta sociedad, hay que forzar esas situaciones fosilizadas a ponerse a bailar! Hay que enseñarle al pueblo a tener miedo de sí mismo para darle coraje”. Cabe destacar que Marx es quien les pone itálicas a los vocablos de este pasaje que aluden a sentimientos y afectos: las partes pudendas, el miedo y el coraje. Alguien puede señalarme que, como en muchas otras ocasiones, Marx estaba recurriendo a dos expresiones francesas, partie honteuse y courage, lo que explicaría el uso de las itálicas, y es cierto. Pero también escribe en itálicas el verbo alemán erschrecken (asustarse o tener miedo), de modo que destaca no solamente los vocablos extranjeros sino también las pasiones y emociones que provocan la crítica y que a su vez esta provoca. Todo pareciera indicar que la “indignación” es una pasión estrechamente asociada con la crítica: denunciamos una situación porque nos dan bronca, como se suele decir, sus injusticias, y nos dan bronca, a su vez, porque alguien las denunció, es decir, porque las exhibió como tales, quitándoles el “velo” a sus partes pudendas. Esta “indignación” se encuentra en las antípodas de la flema burguesa: ya no se trata de un “agua helada” sino del fuego colérico, y sin este fervor, aparentemente, no habría revolución. Pero si era preciso además darle “coraje” al pueblo alemán, se debía a que “el arma de la crítica no puede remplazar la crítica de las armas”: solo puede destituirse “una fuerza material con otra fuerza material” aunque la “teoría” también se convierta en “fuerza material cuando afecta [ergreift] a las masas”. Pero la teoría, agrega, solo “afecta” a las masas o, para decirlo literalmente, solo las “agarra”, “cuando demuestra ad hominem”, lo que no significa, en este caso, cuando ataca a tal o cual hombre en particular, como sucede con los argumentos ad hominem de los oradores inescrupulosos que prefieren poner en duda la moralidad o la idoneidad de su adversario en lugar de refutar sus razonamientos, sino cuando “se vuelve radical” porque, concluye Marx, “para ser radical hay que tomar las cosas por la raíz y la raíz del hombre es el hombre mismo”. El pueblo se indigna cuando descubre que un orden de cosas no proviene de la voluntad divina sino humana, es decir, cuando se da cuenta de que un orden de cosas no es eterno sino histórico o no es natural sino social. Las “armas de la crítica” incitan la bronca del pueblo y, gracias al coraje, es decir, a esa pasión que anidaba, para los antiguos, en el corazón, ese pueblo se libra a una “crítica de las armas” capaz de aniquilar el orden existente. No habría que subestimar la importancia de esta práctica crítica en la perspectiva de Marx. La segunda tesis sobre Feuerbach anunciaba que la atribución de la “verdad objetiva” al pensamiento humano “no era una cuestión teórica sino práctica” debido a que la “verdad”, la “realidad efectiva” y la “potencia” (Macht) de un pensamiento solo podía probarse si, “conmoviendo a las masas”, o convirtiéndose en “fuerza material”, lograba “transformar el mundo”. Pero las masas no estarían dispuestas a llevar a cabo esta revolución si ese pensamiento crítico no despertara su “indignación”, de modo que la revolución no provendría de la flema cerebral de los burgueses sino del fervoroso pecho de los proletarios. Marx y Engels,

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en efecto, anunciarían más tarde que la burguesía había engendrado una clase, el proletariado, y que esta clase acabaría por transformar el propio mundo burgués como lo había anunciado ya la tesis 11, de manera que la universalidad de las “aguas heladas” del interés egoísta que la burguesía había revelado en el conjunto de la humanidad terminaría convirtiéndose en una particularidad histórica y, con ella, se supone, la determinación “en última instancia” de la economía en las relaciones humanas. No bastaba, sin embargo, con que la burguesía hubiese engendrado esa clase: hacía falta que esa clase se viera “afectada” o “agarrada” (ergreifen) por un pensamiento, una teoría, cuyo valor de verdad se probaría el día en que las masas terminaran transformando el mundo burgués (lo que traería aparejada la cuestión del “futuro anterior” en el marxismo, una teoría que “habrá sido” verdadera cuando las masas llevan a cabo la transformación que ella había pronosticado). En su Manifiesto, no obstante, los autores no se mostraban tampoco muy locuaces acerca de lo que ocurriría con los intereses y los sentimientos cuando la revolución se consumara. Habrá que esperar cuatro décadas para que Engels asegure que la pareja proletaria no era un matrimonio por conveniencia sino por auténtico amor, el único que sustituía la relación “puramente

monetaria” por un afecto desinteresado. Y en la futura unión libre entre seres libres renacerían los sentimientos, esta vez, y por decirlo así, purificados del burgués “cálculo egoísta” y del sentimentalismo pequeñoburgués, como si la típica disyuntiva de las novelas de Jane Austen entre la razón y el sentimiento solo terminara resolviéndose en favor de los afectos con la revolución comunista. Affeto, febbre, fanatismo d’azione Pero podríamos preguntarnos por qué, para Marx, Engels e incluso para Jane Austen, la razón se encontraba indefectiblemente del lado de los intereses.Todo ocurre entonces como si la razón no fuese el cerebro de la pasión sino del bolsillo, o al menos de esa pasión constituida por el interés mercenario. Se supone que la razón es desapasionada, es cierto, porque pensar de manera racional, cerebral y, como consecuencia, linfática, suponía sustraerse a las pasiones febriles que perturban la cabeza. Pero esto no significa que el egoísmo y el interés individual fueran “fríos”, como si un individuo, por el solo hecho de actuar para beneficiarse personalmente, estuviera obrando de manera desapasionada y racional, o como si la auri sacra fames

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Desde Platón hasta Maquiavelo y desde Aristóteles hasta Spinoza, la filosofía vinculó el pensamiento político con las pasiones o los afectos.. hubiera dejado de ser una pasión ardiente para convertirse en una inclinación fría. Para Kant, sin ir más lejos, una acción interesada era una acción “patológica” o dotada, como consecuencia, de pathos. Pero ya para Platón cada forma de gobierno estaba dominada por algún fervor. En la timocracia, o el gobierno de los militares, predominaban las pasiones del pecho como la cólera, vinculada con el deseo de gloria y honores. En la democracia, en cambio, prevalecían las pasiones bajas, como la gula o la lujuria. Pero los gobiernos oligárquicos o plutocráticos también estaban poseídos por una pasión ardiente: la codicia y el afán de lucro. Y Platón no pretendía que el afán de lucro se escondía detrás del deseo de gloria o de placeres. El ateniense, a lo sumo, distribuía estas pasiones entre las edades: la búsqueda de los placeres caracterizaba a los jóvenes, la de la gloria a los adultos y la de la riqueza a los viejos. Ni siquiera la razón –o la dianoia, en su caso– se situaba por encima de las pasiones humanas dado que estaba indisolublemente asociada con el amor de la belleza y el bien. En la Apología de Sócrates Platón se mostraba en perfecto acuerdo con su detestado Pericles cuando sostenía que el amor a la patria era la pasión más virtuosa. Para Aristóteles, en cambio, el pueblo no se caracteriza por su afición a los placeres sensuales sino por su amor de esa igualdad que trae aparejada la indignación y las consecuentes rebeliones que amenazan el equilibrio frágil de la polis. El Estagirita, no obstante, añadía una reflexión muy curiosa: el amor popular por la igualdad era, según él, desinteresado, dado que los pobres no se rebelaban con el objetivo de apropiarse de los bienes o el poder de los señores, “sino porque ven que otros, de manera justa o injusta, poseen más que ellos”. Y por eso, concluía, el sentimiento popular por excelencia es la envidia –phtonos– por la riqueza o el poder de las clases superiores, lo que significa que el envidioso no actúa por su propio bien sino por el mal del otro.

En su celebrada tesis de 1977, The Passions and the Interests, Albert Hirschman había escrito la historia intelectual del proceso de desapasionamiento del interés y, sobre todo, del interés económico en el siglo XVIII. Poco a poco, el afán de lucro quedaría vinculado con el amor de sí, mientras que las pasiones serían catalogadas en la rúbrica del amor propio: el primero, para Rousseau, se confundía con una suerte de instinto de conservación natural; el segundo, con un narcisismo que por lo general se opone al primero. Quien defiende su imagen –su imagen ante los demás– no defiende necesariamente su vida, y una buena parte de los actos autodestructivos tendrían su origen en este amor propio, como ocurría con esa búsqueda de gloria militar que precipitaba a los hombres a la muerte. Pero a pesar de elevar el conatus, el amor de sí o la perseverancia en el ser al estatuto de causa primera de los comportamientos humanos, Spinoza aseguraba en su Tratado sobre la reforma del entendimiento que los hombres son movidos por los sueños de gloria (honor), el deseo sensual (libido) o el afán de riquezas (divitiae). Desde Platón hasta Maquiavelo y desde Aristóteles hasta Spinoza, la filosofía vinculó el pensamiento político con las pasiones o los afectos, y hasta un pensador tan amigo de los bolsillos como el escocés Adam Smith escribió una Teoría de los sentimientos morales en la que explicaba los comportamientos humanos, incluidos los económicos, a partir de los afectos y no solo de los intereses mercenarios. A mediados del siglo XIX, no obstante, Marx y Engels declararon que todos esos sentimientos nos ocultaban la verdad sobre las relaciones humanas, que la verdad había que buscarla en el interés desapasionado y que esta inclinación “fría”, “calculadora” y, por decirlo así, flemática caracterizaría a una clase, la burguesía, que se convierte en clase universal desde el momento en que el motor de sus conductas –el afán de lucro– habría movido desde tiempos inmemoriales a los demás seres humanos aunque enmascarasen esta propensión bajo un velo de sentimientos y emociones desinteresadas, como si las divitiae fueran la verdad detrás del honor y la libido, o como si el interés económico fuera una prolongación natural del instinto de conservación. Todos seríamos, por naturaleza, burgueses poseídos por la pasión del beneficio personal, solo que solemos disimularlo, pintándolo con los oropeles de las grandes emociones, como ocurre con la explotación de la mujer por el hombre tras el “velo” de los afectos conyugales. Todos fingiríamos, finalmente, un arrebatado ardor meridional para ocultar la previsora flema septentrio-

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nal. Pero sostener que los bolsillos constituyen la verdad última de las relaciones sociales significa asegurar que la economía es la causa primera de la política, y que todas las luchas apasionadas, incluidas las revoluciones, se explican verdaderamente cuando se encuentran sus causas en el funcionamiento frío y maquinal de los mecanismos mercantiles, industriales o financieros. Y una buena parte de las ciencias sociales va a partir de esa premisa: explicar los fenómenos sociales, remontarse a sus causas o sus motivos, significa revelar cuáles serían los “intereses en juego”. Casi un siglo después del Manifiesto, mientras glosaba El Príncipe de Maquiavelo en una cárcel del fascismo, Antonio Gramsci estableció una diferencia entre la “pasión-interés” que calificó, evocando la tesis 1, de “schmutzig-jüdischen”, y la pasión política que era “affetto, febbre, fanatismo d’azione”. Y por eso, proseguía, puede hablarse “separadamente de economía y de política” y de “pasión política”, en consecuencia, “como de un impulso inmediato a la acción que nace en el terreno ‘permanente y orgánico’ de la vida económica, pero lo supera, haciendo entrar en juego sentimientos y aspiraciones en cuya atmósfera incandescente el mismo

cálculo de la vida humana individual obedece a leyes diferentes de las que rigen el pequeño interés individual”. Se habrá notado que la “atmósfera incandescente” contrasta aquí, y de manera bastante explícita, con el “agua helada” del Manifiesto, porque Gramsci también pensaba, como el Marx del 18 Brumario, y como Georges Sorel, que los hombres necesitan pensarse a sí mismos como los protagonistas de un “mito”, “una creazione di fantasia concreta che opera su un popolo disperso e polverizzato per suscitarne e organizzarne la volontà collettiva”. Sin los mitos y las pasiones el pueblo no llevaría a cabo las acciones exigidas por una revolución, de modo que las narraciones y sus ardores tienen más peso en política que el “cálculo frío” y no se limitan a “disimular” el contenido estrechamente interesado de las luchas. Porque si bien es cierto que estas nacen siempre en una coyuntura económica particular, con un conjunto de “intereses en juego”, es cierto también que la “superan”. El interés económico no sería, para Gramsci, la causa primera de los comportamientos humanos: las pasiones también pueden movilizarlos, incluso en contra de sus intereses socioeconómicos, lo que significa que las luchas políticas no se reducirían a un epifenómeno de

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las contradicciones en el seno de un modo de producción. Gramsci recurriría incluso a un viejo vocablo griego, la catarsis –purga o purificación–, para explicar el pasaje del interés meramente económico a las pasiones políticas, como si este pasaje “lavara” a los sujetos de aquel schmutz, es decir, de aquella “mugre” del interés egoísta, expresión que pone en evidencia el trasfondo católico y mediterráneo del pensamiento de Gramsci. Para Marx y Engels, en cambio, los afectos políticos, o incluso los conyugales, servían para disimular esa “mugre” que seguía siendo la motivación secreta y, por decirlo así, honteuse de las conductas humanas. Para Gramsci, las pasiones “purgaban” a los sujetos de semejante interés porque una persona apasionada obra por lo general en contra de sus convenien-

cias, de modo que, aunque nazcan en un contexto económico específico, las luchas políticas no son un “reflejo” de las contradicciones en el orden productivo, a tal punto que muchos hijos de burgueses apoyaron en su momento las luchas de los proletarios y muchos proletarios, a su vez, las políticas burguesas. Resulta difícil saber si Aristóteles entendía la catarsis en el mismo sentido que Gramsci cuando se refirió a este concepto en la Poética, pero es cierto que los espectadores, según él, sienten temor y pena cuando asisten a una tragedia, aunque, curiosamente, no por ellos sino por el protagonista de la historia, como si la tragedia les permitiese separar esos afectos del interés personal, como si, gracias a la representación teatral, lograran ponerse por un momento en el lugar de los otros. A diferencia de Homero, quien hubiese deseado que la cólera capaz de perturbar “hasta al más sabio” desapareciera del pecho de los hombres y los dioses para que sus querellas cesaran, Gramsci no estaba planteando que los intereses individuales o colectivos se ven purgados de esas pasiones que suelen considerarse “irracionales”, sino al revés: la política purifica a las pasiones de ese interés individual “schmutzig”. Algunos le responderían que sería preferible limpiar a la política de todo sentimentalismo para convertirla en una actividad estrictamente racional cuyo único referente deberían ser los intereses de las partes porque, a diferencia de las pasiones, los intereses pueden negociarse mientras que las pasiones precipitan a los sujetos a tomar decisiones nefastas para el conjunto de la sociedad, e incluso nocivas para ellos mismos, como sucedía en la tragedia. Suele invocarse, en estos

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casos, la figura sublime de Antígona. Pero las pasiones trágicas engendraron también las historias de Medea, Hamlet o Ifigenia. Pero suponiendo que lo mejor, o lo ideal, fuera limitar la política a la racionalidad del “frío interés” y el “cálculo egoísta”, habría que considerar si esta puede verse depurada, en lo real, de las pasiones ardientes o si los sujetos políticos son movidos, para bien o para mal, por los diferentes fervores, como pensaban Platón, Aristóteles, Maquiavelo o Spinoza. Cabría recordar que mientras Gramsci proponía esa visión pasional de la política, un alienista vienés, Sigmund Freud, igualmente interesado en el misterio de las antiguas tragedias griegas, establecía una diferencia entre dos tipos de pulsiones: aquellas que favorecen la conservación del individuo y aquellas que, al contrario, propician la conservación de la especie en detrimento de sus miembros. A las primeras las llamó pulsiones de vida; a las segundas, de muerte, aunque desde cierta perspectiva contribuyeran a mantener viva a la especie, lo que sugería, en su opinión, hasta qué punto estaban vinculadas con la actividad reproductiva. La única manera de explicar esos actos en que el individuo atentaba contra sus intereses personales hasta el punto de precipitarse en la desdicha y la autodestrucción consistía en conjeturar la existencia de una pulsión –de un impulso– distinto de la autoconservación. Y Freud presumía igualmente que estas pulsiones se manifestaban, sobre todo, en el caso del amor-pasión y de los movimientos de masa, como si los enamorados y las multitudes depusieran sus intereses, y hasta su instinto de supervivencia, para obedecer a una causa de otro orden, o como si la pasión amorosa y el fervor político tuvieran el poder de superar o “purgar” ese egoísmo que Lutero y Calvino consideraban indeleble. Pero ni Gramsci ni Freud celebran, de por sí, las pasiones desinteresadas. Para el italiano, es cierto, la Revolución rusa no hubiera sido posible sin esos amores y esos odios, sin ese entusiasmo y esa bronca. Pero *Dardo Scavino (Buenos Aires, 1964) es egresado de la Universidad de Buenos Aires y desde hace veintitrés años vive en Francia. Actualmente es profesor de cultura latinoamericana en la Universidad de Pau. Entre sus obras, pueden mencionarse: La filosofía actual (1999), Narraciones de la independencia (2010) y Las fuentes de la juventud (2015). En 2018 fue galardonado con el Premio Anagrama de Ensayo por El sueño de los mártires. Meditaciones sobre una guerra actual.

la Marcha sobre Roma tampoco. Los liberales suelen recurrir a estos ejemplos para asegurar que el comunismo y el fascismo fueron, finalmente, la misma cosa, y que ambos recurrieron a una propaganda que excitaba las pasiones irracionales en lugar de practicar una política de negociación razonable de los intereses. Pero hace rato que los comunicadores de la derecha liberal saben, sobre todo gracias a la contribución de un sobrino de Freud, Edward Bernays, que una propaganda política eficaz no debe centrarse en las ventajas de un proyecto para los intereses económicos de los eventuales electores sino apelar a sus afectos y sus emociones, excitando, en algunos casos, el odio hacia una persona o un partido, el miedo a un programa político o el desprecio hacia un sector de la sociedad, y obteniendo resultados excelentes en el mercado electoral. Las pasiones políticas no son, de por sí, ni de derecha ni de izquierda. Son, sencillamente. Son, inexorablemente. Podríamos llamar, a lo sumo, populistas a esas políticas que, a la derecha o a la izquierda, ensalzan esas pasiones y piensan que el pueblo solamente las siente cuando responde al llamado de sus narraciones. Podemos llamar, en cambio, anti-populistas a esas políticas que, a la derecha o a la izquierda, las denigran y piensan que se apoderan del pueblo cuando este responde a las consignas “irracionales” de sus adversarios. Pero pensar la política –pensar racionalmente la política– no consiste solamente en “denunciar” la trama de intereses económicos detrás de las pasiones y los sentimientos, esa “partie honteuse” que las emociones vendrían a disimular. Pensar racionalmente la política –buscar las causas que movilizan a los sujetos políticos– significa comprender también que aquella “indignación” que movía a los sujetos a desenfundar las armas –críticas o militares– contra algún poder establecido no proviene de su “frío interés” sino de su fervoroso, de su apasionado amor, por algún mito colectivo.

OBRAS DE JORGE SÁNCHEZ

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Adelanto: Crónica de la Muerte de la Canción Militante

¿Quién mató a Cafrune? El gran mérito de Jorge Cafrune es haber logrado poner en voz el cancionero de Atahualpa Yupanqui y los compositores de la Argentina profunda, desplegando eficazmente una ritualidad anclada en la tradición patriarcal gauchesca: su figura adquiere popularidad con el boom del folklore en la década de 1960 para radicalizarse en canción de protesta y encontrar eco internacional. Su sorpresiva muerte acaecida en 1978 desencadena una leyenda que día a día no para de crecer. Aquí ofrecemos un adelanto de ¿Quién mató a Cafrune? Crónica de la muerte de la canción militante, de próxima aparición en Tinta Limón ediciones.

Por Jimena Néspolo Y aunque me quiten la vida o engrillen mi libertá y aunque chamusquen quizá mi guitarra en los fogones, han de vivir mis canciones en l’alma de los demás.

N

o tuve una infancia musical. En la casa de mis padres había un tocadiscos que funcionaba a su antojo dejando muda su escueta colección. Para suplir esa falta a fines de los 70 llegó un pasacasete y las cintas de Jorge Cafrune comenzaron a multiplicarse. Por sobre los compilados de música clásica o infantil, El Turco imponía la diferencia ya antes de la llegada de la democracia. A espaldas de una década que moría, nosotros escuchábamos el repertorio de Cafrune sin cansarnos, solo a condición de no mencionar en la escuela nada de lo que oíamos en casa. Una de las cosas que no podíamos decir era, por ejemplo, que al cantor lo habían matado los militares. Si escuchábamos “el cuento del accidente” debíamos mantenernos silentes porque el peligro podía acechar incluso en ese pueblito de provincia. No fuimos los únicos, claro. Miles y miles de seguidores tampoco creyeron jamás la versión oficial que se dio sobre su muerte. Esto es: que un joven en estado de ebriedad lo había atropellado en Benavídez sin saber siquiera qué o a quién embestía. Quizá porque toda muerte es absurda y es empresa humana llenarla de sentido, el mito del cantor del pueblo creció junto a la certeza de que

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su muerte había sido decretada por los militares porque su voz entonaba verdades que precisaban con toda furia acallar. Esta investigación que comienza con una pregunta retórica –una boutade, si se quiere– intenta horadar más que en los hechos en sí, no del todo dilucidados en el proceso al joven Héctor Emilio Díaz, en ese magma de significaciones que acompaña la leyenda de una muerte y que encuentra en la canción militante de una década radicalizada el rico manantial donde abrevar. En el Festival Nacional de Cosquín de enero de 2018 se realizó un homenaje a Jorge Cafrune, conmemorando el cuarenta aniversario de su fallecimiento. Cantidad de folkloristas y cantores se dieron cita sobre el escenario para recordar su figura. De todos los testimonios recogidos sorprende el de León Gieco. Lo transcribo: “Es una alegría participar de este homenaje. Voy a relatar una anécdota que hasta el momento nunca conté. Conocí a Cafrune de chico, cuando vino a tocar a mi pueblo, Cañada Rosquín, en Santa Fe. Al terminar el show alguien me llevó a conocerlo y me presentó ante él como ‘el Cafrune de Cañada Rosquín’. Cafrune me puso una mano en la cabeza y me dijo: ‘Por algo se dicen las cosas, pibe’. Años después me entero de que Mercedes Sosa llegó a Cosquín gracias a Cafrune, que fue él quien la presentó.Yo llegué a Cosquín mucho después, gracias a La Negra, que fue quien me llevó. Así que ahí se cierra el círculo”. Más que una posta de relevos y bendiciones, el testimonio de León Gieco manifiesta en la narración retrospectiva el deseo de entrar en el círculo de los ungidos y formar parte del panteón selecto de artistas comprometidos hasta el tuétano con la causa del pueblo: un Cristo que en vez de tomar el fusil alza la guitarra y hace lo suyo. En esa necesidad de orquestar un linaje que comienza en Cafrune y se continúa en Mercedes Sosa se reconoce la fuerza y la eficacia del mito. En rigor, hay que decir que el gran mérito de Cafrune es haber logrado poner en voz el cancionero de Atahualpa Yupanqui, de Jaime Dávalos y tantos compositores de la Argentina profunda, desplegando eficazmente una ritualidad anclada en la tradición patriarcal gauchesca. Su figura pública y privada se ofreció compacta y sin fisuras: la performance del gaucho retobao encarnó a destiempo, en un siglo que supo hacer de la payada una gran orgía de sangre. Es que lejos de interpretar los pocos temas que alguna vez compuso, Cafrune proyectó su carrera y alcanzó la fama a través de la recolección y el armado de potentes repertorios, seleccionando autores provenienBOCA DE SAPO 27. Era digital, año XIX, Diciembre 2018. [RUINAS] pág. 50


La veneración por Yupanqui fue su pilar; mientras que el Nuevo Folklore de mediados de los 60 aportó la mecha del boom. tes de los rincones más dispares del territorio nacional e incluso latinoamericano. La veneración por Yupanqui fue su pilar; mientras que el Nuevo Folklore de mediados de los 60 aportó la mecha del boom. La academia, por su parte, ya había preparado el fértil terreno para que el Movimiento de la Nueva Canción germinara. Su estilo no fue el de Guarany: líder de la tribuna. Más bien actualizó la estampa del paisano de a pie que dialoga de igual a igual con su gente, sentado y sereno, sin gestos ampulosos ni griterío. No fue Guarany, no. Tampoco fue el prolijo Antonio Tormo. Desde las primeras presentaciones marcó su estilo: sombrero amplio, bombachas, pañuelo y camisa, a veces el típico guardamontes, y esa barba que al poco de andar se volvió desprolija como la de los revolucionarios o los guerrilleros. Cuando se presentó a comienzos de la década de 1970 en la televisión española, la cantante pop Rafaela Carrá le preguntó por qué vestía así, de dónde sacaba esos trajes tan exóticos. El cantor respondió impávido que se los hacía traer de su tierra, que así vestía su gente. Su estampa refleja, en efecto, la rebeldía férrea, paciente y austera de los de abajo, esa que busca hacerse escuchar a fuerza de persistencia y coraje. La figura de Jorge Cafrune anida hondo en mi infancia, amalgaman-

do quizá demasiados recuerdos: solo hace falta que su voz gruesa desoville cualquier cinta interpretando Luna cautiva o La rubia moreno y ya siento que en mí se dispara el sueño campero de mi padre, el sabor a pastizales, el olor a caballo sudado después de galopar toda la tarde por la tosquera junto a mis hermanos y aquella pandilla de amigos que teníamos en la zona. Ojalá estas páginas lleguen a ellos y a tantos otros que alguna vez se preguntaron, o quizá todavía se pregunten: ¿quién mató a Cafrune? ¿Quién mató a Cafrune? Es apenas un alisado de tosca que no merece llamarse ruta. Cada tanto cruza por allí algún animal del caserío que atraviesa la 27 en Benavídez, a cuarenta kilómetros de la Capital Federal. No tiene iluminación, tampoco banquina: allí la noche cerrada parece confabularse en emboscada. Hace unas horas que han salido de Buenos Aires iniciando la marcha. Cafrune monta un caballo de pelaje blanquecino llamado Resero –El Reserito lo llaman sus hijas, cantando de inmediato la publicidad de la popular marca de vino: “Resero blanco sanjuanino”–. Lleva en las alforjas la urna con tierra de Boulogne-sur-Mer, aquella ciudad francesa recostada sobre el Canal de la Mancha que guardó los huesos del General José de San Martín: el gesto es pequeño y a la vez gigante, justo en el año en que se celebra el bicentenario del nacimiento del Libertador. La noticia se desparrama en todas las bocas de radio como jarilla seca incendiándose. El calor de enero no afloja y los ocho mil hombres de a caballo provenientes de todo el país que planean congregarse en Yapeyú ya aprietan el paso o ultiman los detalles de la travesía ante la perspectiva de reunirse con el cantor que ha venido de Europa traído por esta idea. Un hálito de dignidad refresca el páramo. En la última fotografía tomada lo vemos vestido de jinete, con el sombrero norteño de ala levantada ensanchándole la frente y su pequeño hijo entre los brazos, ambos sobre el lomo del caballo. La marcha comienza y el semblante de Jorge Cafrune se muestra confiado. No obstante, él, que ha festejado el regreso del general Perón a la Argentina y se ha dejado ungir por las palabras halagüeñas de López Rega –que ha dicho: “Cafrune es más peligroso con una guitarra que un ejército con armas”–, sabe de sobra que lo acorrala el peligro. Pero la marcha ha comenzado, ya no puede ni podría detenerla. Todos estos años se ha dedicado a cantarle al hombre que solo le teme a Dios y

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arremete con su guitarra desafiando las injusticias del mundo. ¿Puede su voz quebrarse ahora? Sabe que no. Así que se larga al camino. Pero esta vez no lleva ni a su mujer ni a sus hijas, como solía hacerlo hace unos años cuando recorrían los pueblitos en caravana. Ahora solo va con su compadre Chiquito Gutiérrez, secundados por una camioneta que a poco de andar decide averiarse. Sobre la ruta 27 cae la noche y Cafrune se pregunta, de pronto, quién lo recordará si hoy la muerte al fin viene a buscarlo. “Apriete que va la marcha/ y ya ha de brotar el humito/ suena lindo el pajarito/ y yooo… me he quedao en patas.” Canturrea un tema que ha interpretado centenares de veces. Pero esta vez la canción no quiere anidar, se le escapa. La actuación en Cosquín, sucedida unos pocos días atrás le ha dejado entre los dientes un sabor metálico, infamante, que se obstina en persistir. Siempre se ha creído un “galopiador contra el viento”: ha provocado, ha ido al límite, así que no es eso lo que lo asusta. No. Más bien es como si una nota distintiva hubiera saltado de la canción, fuera de la armonía establecida, y amenazara con desestabilizar todo el repertorio. Ya antes de subir al escenario le habían dicho que existía una lista de temas prohibidos, que en la misma Radio Nacional de Córdoba estaba el disco que contenía los temas que no podía cantar tachados con birome en la tapa, que el disco había sido deliberadamente rayado con un clavo, cuestión de que tampoco se pudiera reproducir. Puede suponer qué temas son los prohibidos: El Orejano –claro está– ha de encabezar la lista; seguro lo sigue Milonga del fusilado, que ha sumado a su repertorio estando en España. Pero ante su sorpresa le comentan que también Zamba de mi esperanza está prohibida. Tal grado de estupidez sobrepasa toda expectativa, así que Cafrune decide no darse por enterado. Después de todo, no ha recibido ninguna comunicación oficial. Tiene armada una selección de temas nuevos que ha estado ensayando para el disco que planea sacar en breve de manera independiente, fuera del arbitrio de la compañía CBS que es quien ha estado editándolo durante los últimos trece años; así que decide tocar esos temas, entre los que está el valsecito Hombre con H. Sabe, no obstante, que se debe a su público, y que llegado el momento interpretará todo lo que su público le pida.Y eso es precisamente lo que ha hecho. Pero al segundo tema solicitado ha debido abandonar presuroso el escenario ante la llegada imprevista de los uniforma-

dos. El recuerdo de esa huida humillante, deliberada, entre apuros y bambalinas le atenaza la garganta y le deja en el paladar el sabor amargo de la cobardía o la derrota. Después de esa noche le llueven las amenazas: si emprende la marcha, morirá. Así se lo cuenta a su amigo Héctor Ramos: “Me amenazan diciéndome que si hago el viaje moriré. Dicen que un zurdo no puede mancillar la tierra de San Martín. Siempre dije que no soy comunista, que soy nacionalista con ‘c’ y no con ‘z’. Yo le canto al pueblo”. No obstante, Cafrune monta su caballo blanco y comienza la marcha. “Vieja soledá/ hoy me iré de ti/ buscando la luz/ de un amanecer./ Cuando llegue el alba/ viviré, viviré” canturrea ahora en medio del atardecer. El compás rítmico de las herraduras golpeando el camino de tosca y grava se apaga sin parsimonia. Nadie se asoma de las casas a su paso. “¿No seremos fantasmas?”, bromea Gutiérrez como queriendo alejar un mal presentimiento. Es la hora en que la noche se cierra en una oscuridad fiera, así que deciden prender un candil que llevan de guía. Cuando apenas faltan trescientos metros para llegar al cruce de la ruta mayor, un ruido artero irrumpe por atrás volteando caballos, jinetes y atavíos. El ruido del motor se aleja. La noche es una trampa infame que desmerece su manto de estrellas. Suena el silencio, el canto de las chicharras, algún que otro sapo. “Tengo rota la espalda, me estoy desangrando” le dice Cafrune a Gutiérrez cuando este, que ha logrado ya levantarse del suelo, se acerca a socorrerlo. Su amigo lo revisa, quiere encontrar la herida: puede hacer un torniquete, detener el sangrado. Recorre el cuerpo, una y otra vez en la oscuridad pero no encuentra nada. “Me estoy desangrando por dentro”, dice el cantor. Se suceden horas de impericia en una salita de primeros auxilios cercana: tiene rotas diez costillas y politraumatismo de cráneo. Lo trasladan al Hospital Municipal de Tigre y luego, en el intento por llevarlo al Instituto del Tórax de Vicente López, Cafrune muere. Su caballo sobrevive. El dolor es extremo. Familiares y amigos deciden velarlo en la Federación Argentina de Box: algo de púgil que ha sabido soportar las embestidas de la historia arropa su cuerpo inerte. Un Ringo Bonavena del canto. Antes de la cremación en el cementerio de la Chacarita, la noticia de su muerte acaecida el 1° de febrero de 1978 ya ha ganado la calle. Cantidad de diarios y revistas, del país y del exterior, la ventean; el diario El País, de España, por ejemplo publica la información así:

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El folklorista argentino Jorge Cafrune murió arrollado por un automóvil cuando transitaba a caballo por una carretera a 35 kilómetros de Buenos Aires. A sus 39 años, Cafrune era uno de los artistas más populares en su género. Cafrune había iniciado el pasado martes una marcha a caballo hacia Yapeyú, lugar de nacimiento de José de San Martín, a 750 kilómetros al norte de la capital argentina, llevando en un cofre tierra de Boulogne-sur-Mer, la ciudad francesa donde murió el héroe argentino. Pensaba llegar aYapeyú el 25 de febrero, a una media de treinta kilómetros diarios. Cuando no había terminado su primera etapa, un automóvil arrolló al caballo y despidió a Cafrune a unos veinte metros de distancia. Antes de partir, vestido con bombacha gaucha, sombrero ancho y poncho multicolor, Cafrune recibió la bendición del rector de la catedral de Buenos Aires al pie del mausoleo donde reposan los restos de San Martín. (El País, 2/2/1978) La versión oficial del caso indica que Héctor Emilio Díaz, el muchacho de diecinueve años que lo atropelló, venía sin luces y borracho. Que la ruta estaba oscura y que embistió sin saber qué ni a quién y que siguió sin más su camino. La versión oficial indica también que al día siguiente, al escuchar por radio la noticia de la muerte, decide entregarse y que su padre lo acompaña, porque es menor. El proceso es veloz y Díaz rápidamente es absuelto. Hace apenas semanas ha cambiado la ley de tránsito: los jinetes debían ir por la banquina y como el inculpado aduce que los jinetes iban por la ruta queda libre. Sin embargo… hay otra historia que crece en las bocas anónimas. Al poco tiempo de sucedido el “accidente”, el joven y su familia se van de Benavídez. O mejor dicho: desaparecen, porque nadie vuelve a saber de ellos. En el polémico libro de Horacio Paino, Historia de la Triple A, hay una referencia explícita a la muerte de Jorge Cafrune en la que hasta el momento nadie se ha detenido. Guiado por el deseo de expiar culpas, el autor explica y ofrece pruebas de cómo organizó el comando de operaciones paraestatal conocido como la Triple A, desde el Ministerio de Bienestar Social y a pedido de José López Rega, para aniquilar –básicamente– al Movimiento Peronista Montoneros y al Ejército Revolucionario del Pueblo: da nombres, describe los atentados y el modo en que los presentaban para responsabilizar a las distintas agrupaciones militantes, apunta quiénes y cómo eran sus informantes en la sociedad civil, y otros tantos que operaban desde la prensa. Una radiografía del horror mostrada desde las mismas vísceras. “Con respecto a la muerte de Cafrune –dice Paino–, pese a todos los desmentidos que se han formulado, tengo la absoluta certeza de que fue obra de López Rega”. Como se recordará, en 1978 López Rega estaba lejos del gobierno pero no del poder; lo que advierte Paino es que para entonces el modo de operar de la Triple A ya se había naturalizado y extendido al total de las Fuerzas Armadas. Más adelante afirma: “La muerte de Jorge Cafrune no fue

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una muerte accidental. Por más que en ese entonces no tuviesen nada que ver o no figurasen en el personal, tanto el vehículo que se utilizó como así también la persona que lo manejaba, visitaron muchas veces el Ministerio de Bienestar Social”.1 Habrá que esperar que a mediados de la década de 1980 Celia Teresa Meschiati envíe desde Ginebra en valija diplomática su testimonio como detenida-desaparecida del centro La Perla, en Córdoba, para conocer otra arista del espanto. Su testimonio se suma al Informe de la CONADEP Nunca más (1984) y resulta definitivo para los que nunca creímos en la versión oficial de esa Argentina agonizante regida por el orden castrense. “Entiendo que la familia no quiera creer en nuestro testimonio”, me dice cuando la entrevisto, en referencia a su declaración y la de Graciela Geuna, la otra mujer que asegura también haber escuchado a los militares adjudicarse la muerte de Jorge Cafrune. “No es lo mismo leer lo que alguien dice, que haber vivido lo que nosotros vivimos, y saber de lo que esa gente era capaz de hacer. Es que, ¿sabés? Así como trataron de colonizar nuestra cabeza, y no pudieron, nosotros también llegamos a conocerlos. ¿Tengo la certeza de que lo hayan hecho? Sí y no. Hay un 95% de posibilidades de que sean los responsables. Tampoco los vi nunca fusilar a alguien, sin embargo en los dos años que estuve allí llegaron a pasar por esa cuadra más de dos mil quinientas personas que ahora están desaparecidas”. Desde que logró salir del centro de detención, Teresa no ha cesado de denunciar las vejaciones y torturas allí sufridas. Desde 2008 hasta la fecha ya ha declarado en varias causas, por las que se ha logrado encarcelar a unos cuantos genocidas. La tarde en que nos encontramos, Teresa ametralla el tiempo con borbotones de palabras, con la urgencia de quien tiene mucho que contar y poco tiempo. Trabajo con palabras así que cuando no me toman por asalto, suelo mantener con ellas una distancia prudente y respetuosa. Las palabras pueden informar, mentir, seducir, acariciar, confundir... Pueden todo y no pueden nada, al fin, si atrás de ellas no hay algo. No conozco a esta mujer, no tengo por qué creerle.Y sin embargo creo de principio a fin en todo lo que me cuenta. Habla con rapidez, con soltura, como quien ha contado lo que le pasó muchas veces, y no le importa ya si le creen o no, porque lo que en verdad necesita es contarlo. Una y otra vez, hasta que llegue la muerte. “¿Que por qué estoy viva? ¿Que por qué no me mataron en La Perla?, me preguntan. ¡Qué sé yo! Porque no era mi momento, nadie sabe cuándo es el momento”, dice Teresa entre risas. No es una risa nerviosa, más bien es alegre, largada sin cálculo ni promesa de revancha.Y yo la sigo, también me río, intentando detener las lágrimas.

1 Paino, Horacio. Historia de la Triple A. Montevideo, Editorial Platense, 1984, p. 161. * Imágenes cedidas por revistafolklore.com.ar

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DOSSIER DE CUENTO POLICIAL En los relatos policiales alguien siempre se acerca a completar la escena. Lector o detective –o ambas cosas a la vez– ese alguien lee a partir de indicios y fragmentos: en las cenizas, en los cuerpos, aun en el agua, que todo parece borrar. Pero nadie quiere escuchar la verdad que ha descubierto. Por eso cobra por adelantado, una vez resuelto el enigma nadie lo quiere cerca. Atrás quedan las ruinas de su hallazgo, donde los muertos encuentran su verdad.



Acerca de lo también inflamable

Por Vanesa Almada Noguerón

E

s cierto: algo se prende fuego sobre el durlock maltrecho de las paredes. Acaso sea la vena eléctrica (antes vital, ahora tóxica) escondida entre los huecos desfigurados de los ladrillos; el borde –cada uno de los bordes, también rojos– de los dos portarretratos cuyos rostros juramos desconocer; la brutalidad artificial del fresco, salvado de la venta de garaje, cuyo drama secuencial insiste en formar una mímesis algo exigida con el impacto de la combustión. Dormimos. Nos sometemos a la profundidad del sueño (a su indulto sobreentendido) con una obediencia mística. Dormimos pero los ojos y las arterias coronarias siguen abiertos. Me busco en la trivialidad conceptual de nuestra mesa de escritorio, y escribo, caprichosa y ácidamente, sobre la inmoralidad elemental de nuestra existencia (inútil, transitoria, falsa). Por el costado menos maltratado de una ventana alcanzo a ver el fuelle de las valijas. Puede ser que algo inservible, y por defecto mal acomodado, nos haya quedado dentro. Puede ser que decidamos quedarnos si todo aparece (si todo emerge del núcleo demorado) como fingimos planear. Esta casa es nuestro templo. Las variaciones neuróticas y circulares que en ella habitan, completan los faltantes y el deterioro inaplazable del mobiliario. Las puertas de todos los cuartos siguen cerradas y en llamas. El óxido del catre hace juego con la venganza lenta de la hecatombe sobrevenida y con la podredumbre de los marcos. Afuera hay un sol seco que desprecio. La sed de los árboles, su inalterable bamboleo convulsivo, estéril y amarillo, me asfixian aguda y violen-

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tamente. Me gustaría el aguacero. Me gustaría que lloviera durante veinte ininterrumpidos meses y que la lluvia corrompiera el suelo y todo lo que en él resolviera manifestarse. Me gustaría apreciar la humedad de las cosas con las manos intoxicadas de úlceras, desplazarme por la higrometría de un campo cualquiera recolectando granos de arroz y bayas venezolanas ricas en potasio con el grosor de las pantorrillas, despejar con vanidad cáustica lo putrefacto de la fruta, pelar la fruta íntegra y próvidamente sin levantar el cuchillo de la piel, sin levantar vuelos ni cargos deshonestos, sin levantar siquiera una mínima sospecha, un escrúpulo implícito. Dormimos. Existe una resistencia insurgente hacia lo no conocido, una furia definitiva hacia lo ya olvidado. Dormimos. Un globo de extraordinarias dimensiones está envolviendo nuestros cuerpos. Imaginamos que en ese sueño encapsulado un semiólogo esquizofrénico nos invita a atravesar un tiempo nuevo (uno que no fue, que no es, ni podrá ser), por encima de un espacio tampoco real –tan poco real–, en perfecta simetría con una cuidad también en llamas. Como en Pompeya, nuestro crimen preservado representa una perpetuidad exclusiva de lo todavía orgánico, el recuerdo invulnerable de los vivos, la muerte inmortal. Dormimos. Alguien se está acercando a completar la escena (alguien también nos sueña). Escribo sobre el desastre legitimado que ese alguien rompe –con saña– contra el contorno de las paredes. La ruina que ha comenzado se enciende. Algo se prende fuego.

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Entre dos mares

Por David Jacobo Viveros Granja

E

l profesor Onelly había desaparecido. Ese día, se habían cumplido las 5 de la tarde y todos dejaron su trabajo para volver mañana, el único que se quedó fue Onelly, al siguiente día, los colaboradores encontraron sus instrumentos y algunas ropas de él por el piso. Durante una semana nadie logró ubicarlo. Algunas personas imaginaron que fantasmas muy antiguos se lo llevaron a un mundo de espíritus y castigos. Fue entonces cuando le contaron los hechos al detective Dark, quien oyó todo y solo hizo un comentario: –Entiendo que el profesor ya estaba por jubilarse. –Sí –le contestó Sonia, la hija de Onelly–, planeaba retirarse a un lugar a donde ya nadie lo importunara, quería descansar de verdad. –¿El Shincal tiene lugares para ello? –Estamos hablando de ruinas –respondió la mujer un poco ofendida, sintió que el detective se burlaba de ella. La acompañante de Sonia era Iris, trabajó con el profesor, y estuvo el día en que él decidió quedarse trabajando solo después de las cinco de la tarde. Llevaba en esta ocasión una revista, el detective trató de ver el título, parecía que se llamaba Misterios y no pudo dejar de preguntar: –Veo que lleva un dibujo de una ciudad incaica. Iris, que solo acompañaba a Sonia, se sorprendió de que alguien le preguntara algo, se asustó y entre tartamudeos respondió que así era, que el número de hoy hablaba de lugares secretos a donde se marchaban algunos ancianos en tiempos del Tawantinsuyo. –¿Se marchaban? –preguntó con curiosidad real o fingida el detective Dark. –Sí, había pasadizos para retirarse a descansar a otros mundos –comentó Iris–, bueno, a ciudades secretas.

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–¿Conoce usted esos pasadizos? –preguntó interesado Dark. –Nooo, si solo es una leyenda, un rumor –otra vez rio-, ojalá hubiera uno. –¿Por qué? –Porque sería magnífico poder viajar a otra parte, los imagino como puertas dimensionales, el profesor anhelaba encontrar… En ese momento Sonia haló el brazo de la amiga y le reprochó con la mirada lo que iba a contar. Por supuesto, Dark, lector de gestos, lo advirtió y bajó la mirada y sonrio. –Me gustaría viajar hacia allá, quiero ver el lugar donde trabajó el profesor Onelly –dijo el detective. Entonces al siguiente día viajaría al Shincal, allá lo esperaría el colega principal de Onelly: el antropólogo Duel. *** Al llegar al Shincal la vista fue atrapada por aquellas ruinas, como no sabía mucho del “mundo Inca” solo pudo decir palabras estereotipadas como: “es increíble todo lo que hizo ese pueblo, verdaderamente fueron un imperio, llegaron hasta Argentina”, sus murmullos los interrumpió el saludo del señor Duel: –Detective Dark, bienvenido, déjeme recibirle su maleta. –Gracias, no traje mucho, pues no estaré mucho tiempo por aquí. A no ser que encuentre las ruinas que necesito. –No lo entiendo, detective –dijo alterado Duel. –Leí un artículo que usted escribió con el profesor Onelly, ustedes estuvieron tras la búsqueda de otras ciudades que podrían estar bajo esta ciudad en ruinas, ¿verdad?

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–Sí, es cierto. Pero eran más los sueños de Onelly que míos, sin embargo escribimos ese artículo con algunos hallazgos que quedaron como pistas nada más. Nos guiamos en narraciones que contaban historias sobre ciudades mágicas a las que se podía acceder a través de algún punto del Shincal. –¿Y usted no siguió con esas investigaciones? –preguntó el detective. –Parece que adivinara, yo seguí escribiendo sobre ello, pero solo. –¿Solo? –Sí, Onelly empezó a trabajar por su cuenta y discutimos, la verdad dejamos de hablarnos desde hace un mes, aunque delante de la gente fingíamos que todo estaba bien. Maldito viejo, debió huir por algún cerro a seguir investigando por su cuenta, quería jubilarse para tener tiempo, pero nadie me robará el trabajo que hicimos los dos. De todos modos estaba actuando de manera rara. –Por qué dice eso –preguntó Dark con mucho interés, inclinándose hacia Duel. –Desde hacía meses había cambiado su forma de comer, tenía unas dietas ridículas para su edad, como si buscara estar muy delgado. Y hacía lo que antes era inimaginable. –Es decir… –Onelly empezó a hacer deporte, era como si se preparara para algo… pero para qué. Aunque al único al que le pareció eso raro fue a mí, a Sonia no le importó. –¿Cree usted que lo mataron? Duel no respondió al instante, luego explicó que en la región ha habido muchos saqueadores y personas que en la noche venían a robar las antigüedades, luego calló porque apareció Iris, el sol parecía hacerla borrosa ante la mirada de los dos hombres.

–Ella fue más cercana a Onelly que yo, tal vez tenga más información –sugirio maliciosamente Duel. El detective sonrio otra vez y la saludó: –Señorita Iris, buenos días. La verdad quisiera recorrer las partes por donde anduvo el profesor Onelly, y si tengo preguntas, ustedes dos me ayudarán a resolver cualquier duda. –No hay problema –respondió Iris, mirando con desagrado a Duel. Por su parte Duel solamente hizo un gesto para que lo siguieran, así fueron ingresando al antiguo mundo, pareció oírse música a lo lejos, pero nadie por allí tocaba instrumento alguno. El recorrido era como viajar a otro tiempo, el viento se sentía distinto, y las piedras que quedaban remitían a construcciones como las de Machu Picchu, llegaron al lugar donde quedó aquel día el profesor Onelly solo. –Esta se supone que era la parte donde estaba la casa del curaca, algunos indicios nos lo hacen sospechar, por eso estamos reuniendo más elementos –explicó Iris y bajó la mirada. Duel la miró con sorna y completó: –El curaca al parecer no era de acá, sino enviado por el Inca desde otra parte. –¿Y era común hacer eso? –preguntó Dark. –Sí, tal vez fue un premio –contestó el antropólogo. El detective, tocó un poco las piedras, recogió el polvo y preguntó quién tenía la ropa y los instrumentos que quedaron abandonados cuando desapareció el profesor. Duel respondió que la policía los tomó mientras duraba la investigación. –Usted dijo que el viejo, perdón, el profesor Onelly pudo huir por esos cerros, ¿tal vez por alguno escalonado? –preguntó el detective. –No sé, él siempre miraba esos cerros y cuando terminaba su trabajo acá, se iba a algún cerro escalonado –dijo Duel. –En su revista de misterios se cuenta la historia de espacios conservados bajo escalones, ¿es cierto señorita? –gritó el detective pues el viento era ruidoso en ese momento. –No sabía que le gustaba ese tipo de revistas –rio otra vez– pero así es. Aparte de usted, el profesor fue el único que no se burlaba de mis lecturas. –¿Quién encontró los instrumentos y ropas del profesor tras su desaparición? –Fui yo –dijo Duel tocándose la nariz–, me gustaba llegar temprano a trabajar. –Cuando mencionó los cerros escalonados, la señorita Iris miró uno en específico –comentó el detective–, me gustaría ir allá. Iris se incomodó y se aferró a una bolsa que cargaba consigo, y fueron hacia allá, mordió su labio inferior. *** Sentados en el cerro que los antiguos habitantes habían aplanado, se llegó a sentir el silencio de la altura, el detective no habló por mucho tiempo y Duel hizo un gesto de rabia y aburrimiento. Miró su reloj y cuando iba a decir que no podía seguir sin trabajar, Dark interrumpió: –Desde aquí se ve algo, por donde vendría un río.

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–Es solo una roca que fue dividida en dos por los habitantes, más allá no hay nada –aclaró nerviosamente Iris. –Pero nadie ha dicho que fuéramos hacia allá –dijo irónicamente el detective. En ese instante llegó Sonia: –Buenos días, cómo ha estado todo por acá. Iris corrio hacia su amiga, Duel hizo un gesto de desinterés y descortesía, y Dark respondió: –Creo que ya todo está claro. –¿En verdad? –dijeron al unísono los tres. –¿Pues quién se llevaría ropas de trabajo o instrumentos de excavación cuando se puede escapar a través de algo que se descubrio desde estos cerros? Me refiero a huir a través de ese espacio de la piedra gigantesca dividida en dos, si por allí pasa un cauce de río, siguiendo dicho cauce habrá una buena condición para vivir. –¿Está diciendo que mi padre decidió escapar sin razón? –Más bien con razón, usted me dijo que él planeaba retirarse a un lugar a donde ya nadie lo importunara, y que quería descansar de verdad. Por eso le pregunté si el Shincal tenía lugares que permitieran eso, pero usted se molestó con lo que había dicho y no me dejó explicarle –contestó un poco harto el detective–. Además, para pasar en medio de esa roca partida, se necesita ser muy delgado, o atravesar ese espacio sin ropas. El señor Duel me ha confirmado la preparación que se requiere físicamente para pasar por en medio de esa roca partida. –Son pasajes sagrados –interrumpió emocionada la señorita Iris. Entonces Sonia la pellizcó muy fuerte para que callara. –Y claro –continuó el detective–, como la señorita Iris fue la única en irse, en la distancia vio a una profesor que parecía loco quitándose la ropa, decidió seguirlo y ver cómo se iba por ese sitio de la roca partida. La situación debió ser extraña, ¿verdad? Cada vez que hablaba de él, ella se reía porque le parecía gracioso haber visto a esa eminencia desnuda. Y a la vez se sonrojaba como ahora. Iris se sonrojó otra vez y bajó la mirada. Además, admiraba mucho al arqueólogo Onelly. Sonia la quemó con la mirada. El detective se acercó a la hija del hombre desaparecido y le reveló algo más: –Iris corrio a buscarla a usted para contarle todo, y usted le pidió silencio, porque usted sabía que su padre estaba preparando eso, su tono de voz era de apoyo a lo que había hecho el profesor cuando me contó

que él planeaba retirarse a un lugar a donde ya nadie lo importunara, y que quería descansar de verdad. Se notaba que usted compartía eso. Por eso cuando Duel le contó de las dietas y ejercicios de su padre, usted no se inmutó. Sonia solo abría los ojos y tensionaba su rostro colocando la mano derecha en la garganta. –En la literatura hay muchas historias de personajes que abandonan su vida por otra, Cervantes habla de nobles que se van al campo como pastores; no sé si hay cuentos de gente que busca ríos de inmortalidad. Lo cierto –dijo el detective sintiéndose sabio porque había pronunciado la palabra “literatura”–, es que es posible que encontremos cuando menos lo pensemos al profesor Onelly, aunque los habitantes del lugar tienen por sagrado ese pasaje entre las piedras, por ello el anciano lo hizo de noche. Señor Duel, usted trabajó toda la vida con su colega y por los artículos e investigaciones que hicieron, además de las charlas, debió usted sospechar los planes de su amigo. Tal vez en el fondo usted deseaba esa desaparición y optó por no darse cuenta. Duel se exaltó y abrio la boca, luego el detective tomó su pequeña maleta y se marchó diciendo: –Por eso siempre cobro por adelantado, porque al final los clientes parecen odiarme.

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POR LA BOCA MUERE

Por Hache Pavón

Ll

egó sin aire, boqueando. Erró el manotazo… Una brazada más. Fuera de tiempo. Se agarró del andarivel como Indiana Jones de una roca para no caer en un acantilado. Para eso sirve el cine de Hollywood, para regalarnos una imagen cuando echamos a perder una carrera deportiva –pensó Oliverio– y después del acantilado viene el mar y después del mar… Nunca es triste el cronómetro, lo que no tiene es remedio. ¿Cuántas décimas de segundo entran en una brazada? ¿Cuántos años de entrenamiento? Esa es la cuestión: ser en el tiempo, maltrecho Hamlet del conurbano. Una corriente eléctrica recorrió su brazo en el momento menos indicado. Su cuerpo no acataba órdenes, todo había comenzado en un duermevela, esa frontera indómita entre la vigilia y el sueño, movimientos involuntarios, que de suaves trotes se convirtieron en desbocados galopes. La mano de Casandra sobre su pecho lo devolvía, siempre, a la calma. Giró el grifo. Hundió la cabeza en los azulejos y dejó que el agua le cayera por la nuca, le resbalara por la espalda, recorriera sus piernas y se perdiera en el desagüe. La derrota y la tristeza, que el agua se llevara todo, por las cañerías del club y de la ciudad, hacia el río y más allá, hacia el mar y más allá, hacia el olvido. Recordó, también, que un viejo profesor de literatura, rengo, varicoso y amante del Facundo y de la natación, le había declamado una sentencia de Sarmiento: “Donde hay agua hay vida”. ¿Por qué en singular? ¿Qué tienen que ver el agua de esta ducha a cuarenta grados con el agua de la pileta a veintisiete? Nada, nada que ver la una con la otra. Viejos pelotudos, el profesor y Sarmiento. Oliverio Martínez: nadador de pileta corta y larga. Sí, tenía que imprimirse una tarjeta, como los abogados o los contadores. El agua de lluvia, Oliverio la había olvidado, pero ahora, en la calle,

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mientras caminaba hacia la parada del colectivo la sintió en la cara, tan distinta a otras aguas y tan distinta a sí misma. Esa llovizna, por ejemplo, era una caricia. Nada que ver con las furiosas lluvias de los veranos de su niñez. Lo recordaba, claro y distinto: mediodías tórridos en la casa de los tíos del campo. Almuerzos con sopa, guiso y una promesa, “después de la digestión vas a nadar al río”. Nadar toda la vida para escapar de una fábrica y, desde ese momento, como cualquier operario, esperar (como en aquellos veranos) un colectivo a las cinco de la mañana. No, volvió en sí y se dijo que no, que el colectivo lo llevaría a la casa de la abuela y que, una vez más, encontraría a Casandra restaurando muñecas de trapo, reponiendo ojos y cosiendo brazos. Por eso nunca lo vio competir, porque Casandra había sido una niña proletaria y Oliverio tenía que entenderla y la entendía. “¿Qué tal te fue?”, le preguntaría ella como si recitara un formulario, con el tono neutro y desinteresado que corresponde al recitado de formularios, pero esta vez Oliverio pasaría a la habitación, sin detenerse, en busca de la cama y de un sueño rápido. Casandra encontró la primera muñeca de trapo en un baúl de madera que la acompañaba desde la primera infancia. Una niña, vecina suya, le había tocado el timbre y le había ofrecido una rifa, estaba recaudando fondos para un viaje a Rosario, para realizar la promesa a la bandera, la enseña que Belgrano nos legó, etc. Casandra le compró tres números y le pidió que volviera al otro día porque le iba a preparar una sorpresa. A la muñeca de trapo le faltaba un ojo, así que buscó en un costurero de lata un botón de madera que pintó de blanco y negro. Cuando la niña la tuvo en sus manos le dijo a Casandra que ella también tenía una compañera con un ojo de madera. Ese fue el primer entuerto que enderezó, le siguieron el resto de sus muñecas de trapo y las de todas las niñas y los niños del barrio que le traían las suyas. Así, la fama de Casandra y la sombra de Oliverio crecían parejas.

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Don Carlo Ricci había llegado a Andonadando unas semanas antes de la derrota final de Oliverio y lo escuchó atentamente. Por ese entonces, Oliverio hablaba, entre ejercicio y ejercicio, de sus días en la pileta, de la importancia del sacrificio y de cómo sería su vida de campeón provincial de pileta corta en 100 metros libres. Don Carlo, que había llegado con dos stents coronarios, escuchaba más de lo que nadaba. Escuchaba con atención el relato de todas las hazañas de Oliverio, tenía que escucharlo una y otra vez, y el relato de la obra de Casandra y sus muñecas de trapo. Entraron en confianza, Don Carlo buscaba hijos por el mundo, hijos a quien adoptar y aconsejar. Oliverio, que lo había perdido antes de nacer, buscaba un padre. Se hicieron amigos, a la manera de quien tiene, o cree, todo por ganar y de quien no tiene nada que perder. La noche de un 22 de agosto, fría y lluviosa, Don Carlo celebró sus 70 años y Casandra no durmió en casa. Como nadador podrán decirse muchas cosas de Oliverio: que no tenía condiciones, que sus brazadas eran cortas o que sus patadas eran rígidas, pero disciplinado había sido disciplinado. El entrenamiento, la alimentación y el descanso lo habían convertido en el hombre que era (hasta esa noche no había probado una gota de alcohol). Sin embargo, a Sísifo, empujando su piedra cuesta arriba, le hubiese resultado más fácil encontrar la llave en el bolsillo, colocarla en la cerradura y abrir la puerta de la casa de la abuela. “Casandra, Casandra…”, la llamó una vez adentro. “No sabés, tengo que contarte algo…”. Pero Casandra no respondió, la buscó en el baño y en el living, donde durmió tirado en un sillón rojo. Apoyó la cabeza en un almohadón, cerró los ojos y el mundo comenzó a girar y a girar en órbitas caprichosas. Los abrió nuevamente y sintió que una bola en estado líquido subía desde la boca de su estómago. Se incorporó, caminó rebotando en todos los muebles y, una vez que llegó al baño, se arrodilló y se abrazó al inodoro. Abrió la boca, todo lo grande que podía abrirla, y se le llenó de saliva, como si el paladar y las mucosas le sudaran. De pronto sintió que la bola líquida, después de recorrer las tuberías de una sala de máquinas en sentido inverso al establecido, le desbordaba la garganta y escapaba de su cuerpo (marrón, como el agua barrosa del Paraná, se desparramaba en el interior del inodoro). A una segunda bocanada le sobrevino un alivio repentino. Oliverio se quedó observando la sustancia elemental de su vómito, restos de la cena y, según lo imaginaba, de su hígado que los ácidos gástricos no habían alcanzado a amalgamar.

De regreso en el sillón rojo, Oliverio se entrevió junto a Don Carlo y Casandra alrededor de una mesa: una picada vegetariana, bastones de morrones amarillos, verdes y rojos, bastones de zanahoria y tomates cherry con quesos untables. Luego sorrentinos caseros con salsa caruso y un vino que Don Carlo presentaba orgulloso. Casandra había exacerbado su apariencia natural y despojada: el pelo rubio y largo y suelto, una camisa de bambula blanca, unos jeans azules y alpargatas blancas con suelas de soga (las orejas, el cuello y las manos limpias de adornos). Don Carlo estaba prendado, de la conversación, de la pasta y de Casandra. Sin embargo, se retiraba a tiempo. Después, Casandra levantaba la mesa y le llevaba uno a uno los platos, los vasos y los cubiertos a Oliverio. Esa morosidad les gustaba, era un tiempo en el que se encontraban como un clarinete y un oboe sobre un escenario en un teatro vacío, un acuerdo hecho de miradas, uno más entre ellos; cada vez que Oliverio terminaba de lavar un vaso y lo dejaba en el escurridor, Casandra llegaba con el siguiente. “Voy despacio porque estoy apurado…”, le decía Oliverio, haciendo gala de un dudoso conocimiento de la retórica napoleónica. Un hombre podía adueñarse de una sólida cultura general en un kiosco de diarios y revistas, con las colecciones de grandes pensadores, grandes escritores o grandes pintores de la historia universal que de tanto en tanto publican los diarios de tirada nacional. “Falta, eso sí, la de los grandes nadadores”, le había dicho Don Carlo una tarde en el estacionamiento de la pileta. Oliverio, claro, lo pensaría… A menudo se había imaginado como un nadador, pero jamás como un personaje de dibujitos animados y, a partir de su derrota final, solo iría a Andonadando a animar fiestas infantiles disfrazado de Bob Esponja. Si se convertía en un recopilador de historias, recuperaría su dignidad. En la charla que contemplaba desde el sillón rojo, Don Carlo le sugería, como para empezar, el camino de la humildad, una historia de los nadadores olvidados, “esos que se levantan a las cuatro de la mañana para entrenar, después van a la escuela y vuelven a entrenar, pero nunca una medalla, verdaderos ejemplos de la frustración nacional”. Necesariamente vendría una etapa en la que Oliverio debería visitar las piletas de las localidades y los partidos vecinos para recopilar historias. “¿Cuánto vale una buena historia? A este país le faltan recopiladores y le sobran nadadores”, les había dicho Don Carlo una tarde en que había pasado a persuadirlos. “Un Charles Perrault, un Alexandr Afanáseiv o un Benito Mussolini.

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¡Grandes historias les debemos a esos hombres!”. Oliverio escuchaba, con un fondo de hojas al viento, esas voces de un recuerdo sin fecha. “Es una oportunidad para que sigas viviendo, para que no saques la cabeza del agua y te ahogues en la tierra”, le había dicho Casandra. Algo de eso sentía aún Oliverio, ante la amenaza siempre latente de la fábrica de Plasticola, de tener que trabajar como operario con una sustancia en la que no podría sumergir el cuerpo y no podría bracear, aparecía de pronto la posibilidad de continuar siendo un anfibio, un hombre en el borde de la pileta. Meses antes de que Oliverio errara la brazada que nunca debió haber errado, en que los movimientos mioclónicos dominaban definitivamente su cuerpo, Casandra recuperó una vieja máquina de coser Singer, regalo que su madre había recibido en los días más felices. La casa de la abuela estaba atiborrada de objetos inútiles: frascos, rosas de cobre y muñecas de trapo y con la llegada de “La Negrita” tenía que elegir: ¿Oliverio o la máquina? Decidió, compasiva, montar un Taller de Ilusiones en una plaza. Su primera mañana de restauradora pública

fue un verdadero suceso, colocó a La Negrita debajo de una estatua ecuestre, a su derecha un canasto de mimbre, de los que se usan para repartir el pan, con las muñecas descosidas o cortadas, y a su izquierda otro, con las restauradas. La imagen de Casandra llamó la atención de los vecinos, pero más los canastos de pan sin pan. Vinieron las niñas y los niños de las casas y de los edificios vecinos, algunos a pedir pan y otros a restaurar muñecas de trapo. Don Carlo, heredero de la Ricci Sport, la única textil del pueblo, estuvo al frente mientras pudo, pero harto de explotar compatriotas, decidió cerrar la producción local y dedicarse a la importación, una actividad que le evitaba el cargo de conciencia y el riesgo. En eso estaba cuando sufrió su primer infarto. Uno de los médicos le recomendó actividad física: caminar y nadar. El negocio, en contraste con su salud, prosperaba: al puerto de Buenos Aires llegaban, como en la década obscena el champagne desde Francia y la pizza desde Italia, muñecas desde la China y desde la India. A Don Carlo le daban lo mismo las blancas, las negras o las gay friendly (importaba todo lo que podía comprar barato y vender caro). Su salud pendía de un hilo de coser, se reiteraban los episodios de broncoespasmo, algo en sus pulmones no andaba bien, algo persistente, un moco imposible de reducir y que, ante la ingesta de antibióticos con malbec, se escondía en algún bronquio marginal y, más temprano que tarde, se convertía en una legión. “Nena, a mí me falta poco”, le dijo a Casandra mientras, con una seña, le pedía que tomara asiento en su oficina de la calle Rivadavia, en el segundo piso de uno de esos edificios nuevos y vacíos. “Vos y yo estamos en negocios parecidos, vos trabajás con muñecas para niñas y yo con muñecas para adultos. No sé, se me ocurrió que podríamos ser socios. Estoy pensando en un presente para mis clientes, qué tal si, además del servicio, les ofrecemos como souvenir una de tus muñecas de trapo. Un recuerdo que puedan conservar para siempre, que puedan colocar en el living de su casa y mirar cuando abrazan a sus esposas. Pensé en vos y en tus muñecas de trapo, nena. Como te dije, a mí me falta poco, después el negocio te queda a vos”. Despertó sin Casandra en la casa de la abuela. Regresó de una pesadi-

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lla recurrente: Oliverio nadando en el río, una partida en una competencia, Ramallo, Baradero o San Pedro, cientos de nadadores, de cuerpos bronceados y ansiosos. Un disparo y a correr, el agua a la cintura y zambullirse, una, dos brazadas y aguantar los manotazos y las patadas a diestra y siniestra… Pero, de pronto y casi sin darse cuenta, encontrarse solo en el medio del cauce del Paraná, el agua, cada vez más pesada, pegada entre los dedos, como membrana de murciélago, en los antebrazos… Como nadar en Plasticola de color rojo, sentir que se le mete por la nariz y se va a asfixiar. Oliverio gritó, se despertó agitado y volvió, lentamente, en sí, abrazado a un almohadón del sillón rojo. Revisó el placad y el cajón de los zapatos. Caminó hasta la cocina, abrió una de las puertas de la alacena, sacó una caja de granola, se sirvió una porción en un plato hondo, le agregó leche y rumió: eso de tener branquias en lugar de pulmones, un verdadero dilema para los neumonólogos del pueblo y sus alrededores. Un disparate, en la facultad de medicina se ha dejado de leer a Darwin, cómo van a entender eso de la evolución de las especies, de que los peces cambiaron los cabellos por las escamas y de que los nadadores cambiaron los pulmones por las branquias. Así que no debería ser tan difícil adaptarse a la vida sin Casandra. Oliverio escuchó el timbre y abrió la puerta, los policías debían conocer la casa de la abuela y la conocían, se dirigieron directamente a la habitación, Oliverio los siguió, Casandra dormía para siempre en el king size que era una pileta llena de Plasticola roja. Oliverio, ahora sí, sintió que había errado el manotazo y se entregó mansamente.

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Ruidos

Por Nicolás Rivero

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ncontré un nuevo entretenimiento para los viernes a la noche. A pesar de que dejé de salir de casa y me limité a comer una pizza especial mientras intento convencer a alguna de la oficina de que venga a ver una película para “estrenar” el cuarenta y dos pulgadas, descubrí que los mejores entretenimientos vienen de improviso, como el ruido de unos pasos acercándose por el pasillo común y los ojos que rápido se asoman por entre la rendija de la persiana. El sol está cayendo y poco se ve. Una mujer de espaldas. Minifalda escocesa, piernas largas y una camperita beige. El pelo rubio, corto pero voluminoso. Se debate entre departamentos, parece perdida. No consigo verle bien la cara porque una farola me tapa. La luz del sensor termina por apagarse y las paredes del complejo eliminan el remanente de la luz solar. Pienso en bajarme para preguntarle si está perdida y poder hacer una movida. No lo hago porque intuyo que me va a mirar con asco. La pizza ya llegó. José pone rock de los ochenta. La música está un poco alta pero es buena. Además, José es un tipo laburador, un gerente que sabe que de la crisis se sale laburando. Tiene este departamento que usa quincenalmente. Según él es para alejarse un poco del mundillo del country que lo agobia. A veces quiere comerse una pizza como yo mientras escucha música sin que lo molesten. ¿Lo voy a joder por poner la música alta después de que se rompió el lomo toda la semana? Además, me dijo que me puede hacer entrar en su empresa. Que necesitan a gente capacitada. Sería lindo. Un sueldito de treinta lucas para irme lejos del groncho de al lado, Ricky.

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Sí, ese pone la cumbia esa de mierda a todo lo que da y grita como un energúmeno los goles de Racing cuando mira gratis el partido. Le voy a armar flor de quilombo la próxima vez que me cague la siesta. Uno quiere recargar y este se rasca las bolas, hace unas changuitas como albañil, mientras el gobierno le da el equivalente a mi sueldo en asignaciones. Si a este parásito no lo fui a encarar es porque de seguro anda calzado y el muy cobarde me da un tiro y después lo largan por favores políticos. Por ahora está tranquilo. Debe estar recuperándose de un pedo que se agarró. Unos golpes acompañan la música de José. ¡Tum! ¡Tum! ¡Tum! Es hasta armonioso. Debe estar marcando el ritmo. Un ruido de vidrio rompiéndose acaba con la armonía. Se le debe haber pasado la mano. Me como la porción. Voy a ver una película solo. Ninguna contestó. Siempre lo mismo. O tienen alguna cita previa o se les complica simplemente. Si tuviera un sueldito de treinta lucas sería otra cosa. Me verían de otra forma, con perspectiva a ser gerente de Recursos Humanos con un sueldo de cien mil pesos, se pelearían por quién viene a casa. La cerveza me da sueño y el drama que subieron a la plataforma de películas no ayuda. Me voy a dormir que mañana va a ser otro día. Unos gemidos me despiertan. Es Ricky garchándose a una nueva. Ya veo que a la que estaba medio perdida. Lo ven negro y deben imaginar que tiene terrible pedazo de chota. De seguro lo tiene. A estos gronchos les salen todas bien. Un “No, por favor, por ahí no” de la gata me calienta. Hasta esa le tocó, una que se hace la pobrecita que la están violando. El negro debe estar a mil. Miro el reloj, son las dos. Hasta las nueve no me levanto.

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La seis de la matina. El ruido de la reja me despierta. Me levanto todos los días a esta hora, voy a darle un rato más. Nuevamente la reja y un auto. No quieren que duerma. Salgo a tomar un café para romper con la rutina del tecito con galletitas de agua. José está entrando con su Audi. Abre la ventanilla y me tira un “¿Cómo andás, groso?”. Qué tipo macanudo. Te arrancan la cabeza por un café de mierda. Igual, los gustos hay que dárselos en vida. Estoy llegando y una multitud de vecinos cuchichea en la puerta del complejo. Me acerco a preguntar qué pasa y me dicen que la policía encontró el cuerpo de una chica en el descampado de las vías. Están emocionados porque el barrio va a salir en las noticias. Efectivamente, el caso sale en la tele. Información de último momento, identificaron al cuerpo. Elizabeth Losada, diecisiete años, de un colegio de la zona. Ponen la foto de su perfil de Facebook. ¡No lo puedo creer! Es la chica que vi ayer en el pasillo del complejo. No, no puede ser esa. La que el negro de Ricky se estaba garchando. ¿La habrán hecho cagar cuando salió de la casa del groncho? Por la edad de seguro dijo que salía con amigas y se fue con el tipo este. Las horas pasan y se confirma. Fue violada analmente y estrangulada. Recibió algunos golpes. ¿Alguien más del complejo la habrá visto? Hasta donde sé todos acá tienen turnos rotativos y si no están laburando están durmiendo como morsas. Salvo Ricky, José y yo nadie más estaba a esa hora. O sea que la piba solo pudo haber ido a lo del negro. José estaba escuchando música así que no debe haber visto nada. Además, ya estará por salir para su casa y no puedo preguntarle. Le tendría que haber pedido el número de celular. Pero ¿le diría? A lo mejor me toma como un pesado y de lo del puesto en la empresa me puedo ir olvidando. Se hace de noche y pienso cómo mandar al frente a Ricky. Sé que tiene un amigo cana, así que de seguro me buchonea y el que va a aparecer con el culo roto en un descampado voy a ser yo. Necesito algo pesado que no pueda pasar desapercibido. La noche está silenciosa. Pego el oído a la pared. A ver si escucho algo. Pero nada. ¿Puede ser que esté durmiendo después de matar a alguien? Ni se apareció en la chusma de hoy para ver qué pasaba. De seguro no le daba la cara. Horas pegado a la pared. Parece que ni estuviera. Los únicos ruidos vienen del departamento de José. Pensé que ya se había ido. Pero qué tonto. Nunca escuché el portón. Mueve mucho los muebles. Debe estar limpiando. Me

decido por ir y hablarle. A la mierda el posible laburo, me mata la ansiedad. Golpeo la puerta y los ruidos cesan. La cortina se mueve al cabo de unos minutos y luego abre la puerta. —¡Groso! ¿Cómo andás? ¿En qué puedo ayudarte? –me dice con su aire tan cordial. —José, disculpá que te joda pero hay que hablar de algo, urgente –la cara le cambia. —¿Pasó algo grave? —Es sobre lo de la piba —dije en voz baja. Se mete un poco más, quizás tiene miedo de Ricky también. —¿Qué hay sobre eso? —Creo que el negro de al lado tiene algo que ver –pone su mano cordialmente sobre mi hombro, recupera su cordialidad. —Vamos a tu casa a hablar. Disculpá, te invitaría a la mía pero es un despelote porque estoy aprovechando para limpiar. Le convido una cerveza en casa y armo una picada. Relato la historia y todo lo que pienso. —No escuchás nada porque no está. Lo vi irse temprano en un Peugeot con los gronchos de los amigos. Acordate que hoy juega Racing. —¡Claro! Cierto que no se pierde ningún partido y se va temprano sea donde sea que juegue. ¿Pero irse a un partido después de matar a alguien? Entonces debe ser idea mía. No debe tener nada que ver. —Al contrario. Si vos mataras a alguien lo mejor que podés hacer es seguir con tu rutina. —¿Tanto lo habrá pensado? —Están haciendo una obra al lado del colegio de esta piba. A lo mejor estaba con una changa ahí, la junó y la convenció para que vaya a la casa. La piba se debía querer hacer la cool garchando con un negro, después de seguro se asustó y pasó lo que pasó. —¿Se asustó decís? —Sí, las pibas se asustan. Van con una idea y cuando se la quieren dar por el culo o algo así no quieren y uno está a mil así que no se puede controlar. Casi que lo entiendo al groncho. Son gente muy básica. —Pero tiene que ir en cana por eso. —Obvio que sí, pero no tenés mucha información más que casi haber visto a la piba entrar en su departamento. —No la vi entrar a ningún departamento. Solo que estaba confundida entre nuestras tres puertas. —Groso, si la policía te pregunta. ¿le vas a dar a este negro el beneficio de la duda? —¡No! Para nada. Les digo que entró en su depar-

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tamento y fue. Total, es un pequeño detalle. Es obvio que entró. Escuchamos el ruido de la reja y al villero cantando, en pedo seguro, “Vamos la Acadé, vamos la Acadé”. Nos quedamos en silencio hasta que lo escuchamos entrar al departamento y poner la cumbia a todo lo que da. Sabe que la policía no nos va a dar bola porque es sábado y encima el que patrulla es amigo de él. —Uno de los dos tendría que entrar al departamento. No creo que haya limpiado todo– José me mira como esperando que me ofrezca. Es mi oportunidad de mostrarle que merezco ese puesto. —Yo voy. Va a ser menos obvio porque estoy acá todos los días. —Groso, por eso te digo que sos un groso. Pero tranquilo. Hagamos lo siguiente. Racing de seguro juega el finde que viene y Ricky se va a ir nuevamente. Ahí te podés meter vos. Conozco al casero que es un viejo borracho que descuida las llaves. Puedo hacernos una copia y dártela en la semana. El miércoles tengo que ir por un asunto del laburo a Capital. Te las dejo en un sobre. Es jueves y las llaves llegaron en tiempo y forma. José además me dijo por teléfono que vio al negro salir un rato, de seguro para cobrar el plan, pero que volvió en seguida así que no se pudo fijar. La ansiedad me carcome. Hubiera preferido que entrase José. La puta madre. Las colas de los planes son inmensas por la cantidad de parásitos que hay viviendo de nosotros y a este negro lo atienden en seguida. Me empiezo a sentir mal. El médico me encuentra con fiebre así que me quedo con reposo el viernes. A la mierda igual ese trabajo. Si esto sale bien tengo un mejor laburo y además metemos en cana al asesino de la piba. Son cerca de las cuatro y el negro deja de escuchar cumbia. Nuevos pasos en el pasillo y corro a la ventana. Es la mina que laburaba en la panadería. Buen culo aunque medio gronchita. ¡Entra en el departamento de Ricky! ¿También va a cogérsela y matarla? Me prendo a la pared. La conversación ya empezó. No hablan de-

masiado. Ella le dice algo sobre que quiere darse una ducha primero, el negro le ofrece de dársela juntos y se escucha la regadera. Empiezan a gemir. Me olvido de pedir mi pizza de los viernes. Escucho que ellos encargan. Una pausa antes de seguir con lo suyo. Él le ruega que le diga “por ahí no”. Entro en pánico. ¿Debo llamar a la policía? Voy a preguntarle a José. Marco y cuando entra la llamada me doy cuenta de lo idiota que soy. Si yo lo puedo escuchar, él puede oírme. Por más que esté cogiendo a lo loco el riesgo es demasiado. Corto y José me devuelve la llamada. Atiendo solo para decirle que le voy a escribir. Le pregunto si debo llamar a la policía y me aclara solo si escucho ruidos que indiquen que la están matando. De lo contrario, Ricky se puede avivar y no lo van a agarrar jamás y puede tomar represalias. Me pego a la pared rogando que la mina pida por auxilio. Tengo el 911 listo para marcar. No se escucha más que voces, la pizza que llega, la televisión y que garchan un rato más. No pego el ojo en toda la noche. ¿La habrá matado? A la anterior la asfixió. A lo mejor ni se escucha. No puedo arriesgarme. La reja me despierta con un poco de la luz del amanecer. Me quedé dormido. Corro a la ventana. Quizás sea él llevándose el cuerpo. La mina se está yendo vivita y coleando. Bajo la escalera. La tengo que seguir para ver qué pasa. Uno de los amigos de Ricky la debe estar esperando. Soy cauteloso incluso con el ruidoso portón. La sigo de cerca. No se da cuenta de mi presencia. Nadie en la calle más que unos pocos autos. Se frena en la parada del colectivo. Espero en un árbol cercano. El bondi pasa y la mina se va lo más bien. ¿Mi presencia habrá asustado al asesino? Miro para todos lados. Nada sospechoso. Vuelvo sobre mis pasos. El celular casi sin batería. Solo dos mensajes de José. Pregunta en uno si Ricky se fue. En el otro, me recuerda que borre toda la conversación que tuvimos en las últimas horas. A media cuadra del complejo me paralizo. El Peugeot. Ricky se sube y se van. Ni me registraron. Pensé que me iban a hacer cagar. Comunico a José la noticia. Me dice que aproveche. A esa hora tampoco nadie me

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va a ver. No me decido. Llego a casa y camino cerca de una hora de acá para allá. Me bajo un buen licor que tenía guardado. Es ahora o nunca. El último mensaje me da instrucciones para que registre bien todo. En especial debajo de la cama. “De seguro se le pasó de largo el lugar donde se la cogió”. El complejo es un desierto.Todas las persianas bajas. Entro. Rezo porque no se haya olvidado algo y vuelva. Creo que se va a pasar el día. Empiezan a escabiar desde temprano, después hacen un asado y siguen chupando antes y después del partido. Lo escuché varias veces hablar sobre eso. Vago de mierda. No entiendo por qué no mató a la panadera. A lo mejor no lo calentaba tanto como la otra piba. Quizás es su fija y le pidió que repitiera las palabras de la otra para darle morbo. A la mina le salió con la misma voz prácticamente. Espero que todas las chusmas estén durmiendo. Sus persianas siguen cerradas. Me cercioro de tener puestos los guantes de invierno. Introduzco la llave y entro tan fácil que casi se me olvida que es el departamento de un asesino. Registro el lugar de arriba abajo. La caja de pizza en la mesa, vasos sucios en la pileta. Nada del otro mundo. La cama desordenada. Voy a fijarme debajo. Me doy cuenta de que no puedo quedarme tanto por si me ven salir del lugar. José envía un mensaje. Reitera que busque debajo de la cama. Me agacho para ver. Solo mugre y unos calzoncillos tirados. Estiro la mano para agarrar algo que se ve diferente. José tenía razón. Una bombacha rosa manchada con sangre. Es como si la hubiera usado para limpiar parte de la escena ¿Por qué la dejó ahí tirada? Debe ser un amuleto para seguir garchando o algo por el estilo. Devuelvo la prenda a su lugar y me precipito fuera del departamento. Unos pasos hacia mi departamento. Me olvido de colocarle llave a la puerta. Regreso, el sonido de una persiana que se abre. El espanto dura poco. Es de la vieja de la otra punta. Igual debo apurarme. Corro y ya en casa aviso a José. Me dice exactamente lo que tengo que hacer. Llamada anónima desde un celular que va a pasar a dejarme y que después hay que desaparecer. Por suerte se preparó bien. Nada de decirle

lo de la bombacha. Solo que me pareció ver a la difunta la noche posterior entrando en el complejo. El domingo a la mañana llegan. José se quedó en su departamento después de deshacerse del celular. Me pidió que dijera que la noche del asesinato nos tomamos una cerveza juntos escuchando rock de los ´80 para que no nos pisemos la coartada. Supuestamente, después comimos la pizza y, como estábamos medio entonados, nos fuimos a dormir. Por eso no escuchamos ni vimos nada fuera de lo habitual. Qué buen tipo. Pensó en todo no solo para evitarse problemas, sino para ahorrármelos. Gente así no abunda. Con todo lo riesgoso de la situación tuvo la mente para que se haga justicia y que nosotros no suframos un lío mayor. El negro está en pedo cuando entran, escucho todo. Gran disfrute ver cómo se lo llevan. Una hora tarda en aparecer en el noticiero. Ahora los chotazos los va a recibir él. José me consigue el trabajo. Es un poco menos de sueldo que el otro, pero me promete que en un santiamén a un tipo como yo lo van a ascender. ¿Qué más le puedo pedir después de todo lo que hizo por mí? Además, a él le está yendo mal. Tuvo que recortar gastos e irse del departamento. Una lástima. La vida es tan injusta con algunos.

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Jean-Luc Caillois

Por Omar Quijano

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l púlpito estaba preparado. Un montaje casero, un micrófono de mala calidad, de fondo una bandera con la inscripción «Jean-Luc Caillois habla nuestro lenguaje». El hombre de sesenta años, alto y un poco encorvado, que minutos antes llegara montado en una bicicleta, empezó a hablar con la misma pasividad paciente con la que escuchaba. Se presentó, Jean-Luc Caillois, moi image thell-jrich Jean-Luc Caillois, dijo apuntándose con el dedo índice al pecho. Vestía un traje gris oscuro, una corbata pasada de moda, unos zapatos viejos pero bien lustrados. Un puñado de jóvenes, en su mayoría estudiantes universitarios, lo escuchaban atentamente, sentados en algunos troncos de árboles cortados hace tiempo y tirados en el playón detrás de los galpones de Vialidad Nacional. Tho woll kfra di por masqueliboch, dijo con un tono leve, pero firme. Mak thell ill sou tapiche loor. Mas’í/sagten levy sin/andere fhash tee pour einken lumen door desert portê. Continuó. Miró alrededor y señaló los grandes árboles descuidados pischi*e, lasan ill the, pischtê- i*! dijo, y luego a los troncos secos, previr loasd pasm dikjir yor pischtê... imagenes imagenes de quoi, remarcó levantando esta vez su voz ronca, voz-Deleuze identificaron algunos perspicaces. La gravedad del tono, la parsimonia de las palabras casi arrastrándose, la asperidad del ehh que se colaba como un prefijo a cada expresión, le daban ese porte digno de ser idealizado. Los discursos culminaban siempre con un Fut sè anonime sè anonime Jusqu’à pronto, indis flesh stintion blek blek. El ajuste entre la pronunciación de cada palabra y la posibilidad de escribirla era totalmente nulo; en esa configuración heterogramática se perdía toda definición. Hasta podría imaginarse que “imagenes imagenes” o “sè anonime sè anonime”, más que simples repeticiones que buscaban enfatizar el significado atado a la palabra, procuraban dar cuenta de un proceso

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que en una anulación mutua de pares generaban nuevos significados. Este tipo de premuras irían despertando en los oídos musicales, no tanto en los oídos idiomáticos, cierta extraña curiosidad. El inicio de todo acontecimiento tiene siempre algo de desfachatez. Aquí también todo se parecía a una broma. Jean-Luc Caillois hablaba palabras que nadie entendía, pero que por alguna razón nadie dejaba de aplaudir cuando el énfasis final de una frase indicaba el cierre de una oración, siempre con un puño en alto. Pero en cada presentación la broma se fue ampliando y, como consecuencia de la magia inherente e incomprensiva de toda réplica, se volvió seriedad. Las seriedades construidas a partir de bromas son, quizás, las más incisivas, pues como la ironía misma transitan en el borde del rostro serio y de la mueca risueña. Por ello surgió la necesidad de algunos seguidores de empezar a entender qué estaba diciendo Jean-Luc Caillois. Pero como se sabe, la búsqueda de reconocimiento deja tras de sí todo prurito. Así es que un grupo de tres de los más asiduos asistentes a los discursos de Jean-Luc Callois se animaron a grabar y ensayar caseras traducciones, reuniendo a traductores matriculados de muchos idiomas, que después de un tiempo de arduo trabajo manifestaron la imposibilidad de la tarea. Sin embargo, los convocantes fueron escribiendo apresuradas versiones que presentaron como traducciones definitivas. Esas versiones se publicaron en folletos o gacetillas de política y cultura, lo que de a poco generaba grandes convocatorias institucionales. Los convocantes vieron el éxito de esa empresa audaz de traducir sin siquiera conocer la lengua de aquello que traducían. Ante las críticas de la sociedad de traductores, se defendían refiriendo a El Quijote de Pierre Menard de Borges, por lo que sin querer irían asumiendo que la traducción era solo una cuestión de aventura, BOCA DE SAPO 27. Era digital, año XIX, Diciembre 2018. [RUINAS] pág. 77


de transcripción versátil de la forma de las palabras. En un manifiesto denominado “Kea Füst” dejaron sentado que los discursos de Jean-Luc Caillois eran más que palabras cruzadas; eran imágenes cuyos espacios suponían formas de construcción. Los espacios, como las constelaciones, estaban formados pero vacíos de definiciones, solo había que ocuparlos, reconfigurarlos, sentenciaron. El lenguaje, comentaban, era la mejor plataforma para esos vínculos, vínculos que, también sabían, se volverían interminables en su movimiento de reconfiguración. Con letra Arial 11 en negrita cerraban el manifiesto, con parafraseo mediante, “el lenguaje de Jean-Luc Caillois es la calavera, la negrura de sus cuencas unida a la sonrisa sarcástica de la dentadura... ruinas de las formas y de los sentidos”. Pero el éxito de toda empresa es también una forma de dar muerte. Jean-Luc Caillois siguió con sus discursos enfáticos sin jamás conocer, ni siquiera sospechar, lo que en ámbitos académicos se estaba produciendo. Pero nadie transita entre tantas voces que se clavan a los oídos como susurros, por más distraído que simule estar, sin prestarles atención.Tarde o temprano se enteraría de sus discursos traducidos y publicados en cantidad de tiradas, palabras cuyos significados, como todos estarán imaginando, eran similitudes erráticas del original. El problema de dejar caer las palabras de la boca es precisamente ese, pierden su pretensión original y se organizan en otros ámbitos de confidencialidad. Nada se demuestra en un mismo ámbito. De esta premisa se deriva que un ámbito de saber casi nunca pueda trazar vínculos con otro ámbito sin caer en una bolsa de prejuicios. Salvo que, Jean-Luc Caillois jamás lo hubiese imaginado, se haga de las palabras que caen de la boca meras plataformas.

Todavía quedaba la realización de lo que se programó llegaría a ser el acto de consagración final de JeanLuc Caillois como candidato ideal. Nada podría salir mal, la popularidad del hombre traducido era inmensa en la ciudad. El rythmus y la rareza misma de las palabras generaron en la población una inmensa atracción estética, condición esencial en la política. El lugar elegido por los jóvenes convocantes fue el mítico salón del sindicato Luz y Fuerza. La ciudad amaneció inesperadamente con un manto de neblina, blanca nocturna. Caminando por la calle Orcos hacia el lugar, Caillois no podía decidir. Se detenía cada tres pasos, dudaba. Ir al estadio sería convalidar cada palabra publicada como si fuera la suya propia. No ir sería dejar todo en la nada. Estaba en la demora saturnina de la decisión, en el umbral, ir de una vereda a otra, retomar la calle que lleva al estadio, girar y volver hacia atrás, dudar treinta segundos más en medio de la calle, hasta que una camioneta de lavandería lo atropelló como a un trapo. Caillois murió en el tránsito al hospital, antes de que llegasen sus seguidores. Dijo algo a los médicos presentes, palabras de las que nunca nadie dará crédito para ser traducidas. Las palabras secretas se guardarán a sí mismas por siempre en la quietud absorta de las lenguas incapaces de reproducirlas. Sin embargo, la gacetilla de los convocantes reproducirá días siguientes sus últimas palabras como Vüer Ö vuër pell mith air saxl der warb delinent will the ish, sin traducción. Si la indecisión genera tragedia, la parafernalia montada alrededor del muerto genera enigma. A ese puerto navegó la leyenda escrita en la lápida de JeanLuc Caillois, que ingeniosamente intentó encubrir el acontecimiento torpe de su muerte: “le positivité stupide des choses”.

Obras de Pablo Martín BOCA DE SAPO 27. Era digital, año XIX, Diciembre 2018. [RUINAS] pág. 78



Portfolio: Afectadxs por los agrotóxicos

El trabajo de la luz Por Ricardo Romero 1 Unos años atrás, para una nota de Página 12, tuve la oportunidad de conocer a Pablo Piovano. Era por la tarde, recuerdo, a eso de las tres. Eso se vuelve importante. Estaba trabajando en la editorial, por San Telmo, y él llegó puntual. Flaco, alto, pelo largo, de una sola mirada se convenció de que la foto en cuestión no estaba ahí adentro. Me preguntó si tenía tiempo, si podía salir un rato. Le dije que sí. “Perfecto”, dijo, “entonces vamos a dar unas vueltas manzanas para buscar luz”. El día era soleado, eran las tres de la tarde, como ya señalé, por lo que yo veía luz por todas partes. No le dije nada. Hice bien. Mientras caminábamos lo vi buscar esa luz, detenerse y seguir los rastros, los reflejos, los rebotes del sol en las numerosas texturas y superficies que ofrecía el barrio. Ventanas, rebordes de carteles y persianas oxidadas, la fugacidad obvia de los autos en las calles apretadas, paredes blancas. Dijo algo así, mientras tanto, como para justificarse o explicarse: “Me gusta fotografiar con la luz del sol porque es la única que revela la verdad de las personas”. En realidad, no recuerdo si dijo verdad o alma. Para el caso tal vez sea lo mismo, me permito aventurar. Pienso en Tarkovsky para afirmarme, cuando en una escena de Stalker, con la imagen quieta sobre un pozo plateado de agua, una voz en off dice que las pasiones son solo la fricción del alma con el mundo exterior. Yo no puedo asegurar que existan almas y verdades, aunque quiero creer que sí. Pero algo en nosotros surge bajo esa luz que buscaba Piovano, la fricción de lo que somos con el mundo. Y la pasión en última instancia es el dolor que nos define, la afinación única de eso que se vuelve visible en la carne y sin embargo nadie puede asegurar que está ahí. Tiempo después, cuando ya estaba trabajando con Patricio Eleisegui en la reedición corregida y aumentada para Gárgola de Envenenados. Una bomba química nos extermina en silencio, mientras me interiorizaba en el material que había surgido de sus investigaciones en diferentes localidades del país BOCA DE SAPO 27. Era digital, año XIX, Diciembre 2018. [RUINAS] pág. 80


sobre las devastadoras consecuencias sanitarias del uso de agrotóxicos en el campo argentino, él me habló del trabajo que había hecho un fotógrafo llamado Pablo Piovano, El costo humano de los agrotóxicos. En seguida me acordé de ese fotógrafo de Página 12, de esa caminata por las calles de San Telmo que seguramente él no recuerde pero que a mí me hizo pensar por primera vez en una de esas obviedades que se ocultan a la vista: la herramienta principal con la que trabaja un fotógrafo no es la cámara, es la luz. Por eso cuando me encontré con las terribles imágenes que Piovano había realizado en sus viajes por el interior del país, en alguna de las mismas localidades que había recorrido Patricio, la pregunta me resultó inevitable. Los cuerpos lastimados, olvidados, barrocos en su agonía, ¿el alma y la verdad, la pasión de quién muestran? 2 Imágenes en blanco y negro. Imágenes en blanco sobre negro. Empiezo por una imagen que me permite articular ideas, que no me encandila con la tragedia que revela. La elocuencia nace de una puesta en escena. Una mujer mayor con una máscara antigás. La habitación en la que está es el living de una casa de provincias. Una puerta con una cortina separa la habitación de lo que parece ser una cocina, donde vemos una alacena, una escoba apoyada en la pared, otra puerta por la que entra la luz que complementa la que da sobre la mujer de la máscara, en primer plano. La mujer de la máscara posa, mira a la cámara que la fotografía y en sus ojos hay una confesión que es al mismo tiempo un desafío: “Así vivimos”. Sostener esa mirada es perturbador. Es una mirada que no tiene edad ni sexo, de ojos pequeños, que no solo está mirando a la cámara sino a la tragedia que la habita, y que ha llevado la cámara hasta ahí. El fotógrafo es testigo pero también consecuencia: es un elemento extraño en ese mundo, su mundo, su living, que ha aparecido ahí porque ella es parte de una historia de agresiones y olvidos. Pero hay un elemento más en la escena que nos saca del instante congelado por la imagen. En el living hay, en el extremo derecho de la foto, un retrato fotográfico que cuelga de la pared. Una nena de tres o cuatro años sonríe y posa con las manos levantadas. La nena, desde la foto, parece mirar a la mujer con la máscara, parece divertirse, parece querer jugar con ella. Hay un diálogo ahí. Y eso pone en movimiento una historia. La nena está fuera de foco y desde el vértice de la foto, es la cotidianeidad postergada. La tragedia es algo desconocido que se asienta sobre algo que conocemos. 3 Los trabajos de Piovano y Eleisegui son complementarios. A través de las imágenes de uno y los textos del otro, nos enfrentamos a una realidad silenciada en los grandes medios de comunicación y criminalmente ignorada por las agendas políticas de turno. Los agrotóxicos, de la mano de las semillas transgénicas y las grandes corporaciones que las producen y comercializan, Monsanto y Bayer para nombrar las más importantes, están enfermando y matando a la gente que tiene que convivir con las fumigaciones. Córdoba, Entre Ríos, Misiones, Santa Fe, Chaco: el glifosato

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y la soja transgénica son la cabeza de la serpiente de este desastre sanitario y ecológico, pero su cuerpo es basto y variado. Y todo esto empezó hace más de veinte años cuando el entonces Secretario de Agricultura, Pesca y Alimentación del menemismo, y ahora flamante opositor en red, Felipe Solá, estampó la firma que le entregó el campo a las multinacionales. Sin embargo, no es en el aspecto macro del asunto donde quiero detenerme. Ya lo hace Patricio de manera exhaustiva y documentada en su libro Envenenados (2017), y los derroteros de su trabajo los podemos seguir por las redes, con los avances y retrocesos de la batalla legal que se está librando en diferentes partes del país. Me interesa acercarme, poner la lupa, ahí donde sus textos y las imágenes de Piovano se vuelven trascendentes no ya por la trama económica y la desidia política que denuncian, sino por las intimidades arrasadas que revelan. Hay, en esos textos y esas imágenes, una pregunta que me desvela: ¿cómo se construye un nosotros que los incluya? 4 Fabián Tomasi, fallecido recientemente, es el rostro y el cuerpo de esta tragedia. También una de las voces. En los testimonios finales de Envenedados, dice: “A mí me tienen como un hito en todo esto porque los problemas y las enfermedades directamente se me notan”. En las fotos de Piovano podemos verlo en varias imágenes. Sentado en un living en penumbras, de pie en medio del campo, recortado por una pared en el interior de una casa. En todas esas imágenes la elocuencia de su cuerpo estragado por las enfermedades que le produjo su trabajo con agrotóxicos en los campos de Basabilbaso, Entre Ríos (padecía atrofia muscular generalizada y polineuropatía tóxica metabólica severa), nos interroga como la mirada de la mujer con la máscara antigás. Es la cara en la primera edición de Envenenados, la silueta en la segunda, una foto del stencil de Facundo Roma que se ha multiplicado por las calles de Rosario, y es una de las esculturas de Martín Di Girolamo en la muestra Stage Diving realizada el año pasado en Córdoba. Tomasi ha pasado de ser una víctima más, a ser, a través de la palabra y la imagen, un símbolo. “Soy Fabián Tomasi, soy la sombra del éxito”, dijo durante la inauguración en Buenos Aires de la muestra de Piovano en 2016. La sombra del éxito, sí, la sombra de cada uno de nosotros, habitantes de ese éxito. 5 Vuelvo a la luz. Las fotos de Piovano son difíciles de ver. Detenerse en ellas es doloroso e incómodo. La desnudez, la intimidad de los cuerpos resquebrajados, deformados por la contaminación, lastiman nuestra sensibilidad pero sobre todo la expanden: nos vemos obligados a aceptar un padecimiento que roza lo fantástico, que pone dentro del mapa de la realidad mundos que a priori ubicaríamos dentro del imaginario de la más cruda ciencia ficción apocalíptica.Y sin embargo están ahí, están acá: San Salvador y Basabilbaso, Entre Ríos, Colonia Aurora, Misiones, Los Laureles, Santa Fe, América, provincia de Buenos Aires, y centenares de lugares más. La luz con la que Piovano trabaja no solo esculpe e ilumina, entonces, los cuerpos y la humanidad de los numerosos afectados por los

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agrotóxicos, sino que también rebota, salta de cada una de esas imágenes y cae sobre nosotros. No solo tenemos que aceptar estas realidades, sino que tenemos que encontrar herramientas para que nuestra sensibilidad las incluya en el “nosotros” desde el cual nos definimos. Otra vez, la fricción de eso que somos con el mundo. 6 Esta es la imagen con la que me quedo y cierro. Dos hermanos gemelos de Roque Sáenz Peña, Chaco, con microcefalia congénita, ríen a la vera de un camino rural. La luz sobre ellos no parece ser la de un día soleado. Más bien, la imagen tiene esa uniformidad que dan los días nublados. Uno está tirado en el piso y mira la cámara. Sonríe. El otro tiene los ojos cerrados, la cara vuelta al cielo, y está en plena carcajada. Conecto esta imagen con la de la mujer de la máscara antigás, con la nena que ríe en una foto dentro de la foto. Si la tragedia solo fuera tragedia, correríamos el riesgo de solo ser espectadores de un drama cerrado. Pero el trabajo de la luz no es plano ni estático. Las risas en estas imágenes son disruptivas. El drama no está cerrado. La vida está en juego y juega. No hay un orden de cosas del que somos ajenos. Hay un orden de eventos del que somos partícipes.

https://vimeo.com/127559134


BOCA DE SAPO ISSN 1514-8351


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