BOCA DE SAPO 17 ARTE, LITERATURA Y PENSAMIENTO
Narco-cultura y farmacopea Sustaita - Giraldo - López Seoane - Oliver Mancini - Casiraghi
Poesía niuyorriqueña Cuento de Jorge Consiglio Peter C. Gøtzsche y Beatriz Preciado Opinan Era digital, año XV, agosto 2014. $85
Las obras que acompañan esta edición pertenecen a Adriana Bustos. Adriana Bustos nació en 1965 en Bahía Blanca, Argentina. Es egresada de la Escuela de Bellas Artes Figueroa Alcorta y de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Córdoba. La fotografía, el video y el dibujo, junto a la investigación documental, son los soportes más relevantes de su producción. Ello se refleja en las obras pertenecientes a Proyecto 4×4, el cual indaga sobre la vida de los caballos de personas que trabajan con el cartón, y Antropología de la mula, que marca un paralelo entre las rutas coloniales y las rutas del narcotráfico en América. Adriana Bustos ha sido artista residente en el Basilisco y RIIA (Buenos Aires), en Braziers y Phoenix Art (Reino Unido), en el Museo Astronómico de Córdoba (Fundación Uqbar de Holanda), en La Guarda (Salta) y en San Art (Saigon, Vietnam), entre otros. Asimismo, ha recibido becas del Fondo Nacional de las Artes, de la Fundación Antorchas, de la Secretaría de Cultura de la Nación, del Instituto Goethe y de Art Council del Reino Unido. Sus obras se han exhibido tanto en Argentina (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, Museo de Arte Contemporáneo de Rosario, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, etc.) como en México, Brasil, Colombia, Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Italia y Francia. Participó de la Bienal de Rennes 2012 (Francia), la Bienal de Estambúl 2011, del Encuentro Internacional de Medellín 2011, de la Bienal del Fin del Mundo 2009 (Ushuaia). Cuenta con distinciones tales como el Premio Fotografía OSDE (2006), el Cultural Chandon (2004, 2005, 2006) y una Mención del Premio Fundación Andreani (2007). Adriana considera su trabajo como un espacio de construcción de sentido, a partir de instrumentos visuales y técnicas de investigación: “Trato de buscar y poder encontrar nuevas herramientas siempre supeditadas a una idea”.
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Boca de Sapo Arte, literatura y pensamiento Era digital, año XV, agosto 2014.
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Colaboradores
Jorge Consiglio Isis Giraldo Peter C. Gøtzsche Alejo López Mariano López Seoane Adriana Mancini Felipe Oliver Beatriz Preciado Antonio Sustaita
ARTISTA INVITADa Adriana Bustos
ISSN 1514-8351 Editor responsable: Jimena Néspolo
Dirección: Casilla de Correo N°60, Pedro Lagrave 451, CP (1629) Pilar, Provincia de Buenos Aires. TE: (011) 15 5319 5136
Sumario: narco-cultura y farmacopea
El baile de las cabezas. Antonio Sustaita /2 Poesía niuyorriqueña: La vida en los márgenes. Alejo López /8 El trabajador farmacopornográfico. Beatriz Preciado /14 Post-feminismo y performance en la televisión colombiana contemporánea. Isis Giraldo /16 Cuento: Vaivenes de un arúspice. Jorge Consiglio /23 El fenómeno de la narconovela. Felipe Oliver /35 Metonimia o constelación. Mariano López Seoane /40 Farmacopea y vejez. Adriana Mancini /46 Testimonio: Medicamentos que matan. Peter C. Gøtzsche /51 Crónica: Droga y poesía. María Casiraghi /55 Dibujo: Antropología de la mula. Adriana Bustos /21/34 /59
El relato “Vaivenes de un arúspice” es parte de Marrakech, un libro que Jorge Consiglio publicó en 1998 (Simurg). Según declara, empezó a escribirlo en una especie de lavadero que había en su casa y lo siguió en mil bares diferentes: “En aquella época, trabajaba en la valija (visitador médico) y andaba todo el día en la calle”. Recuerda que para inventar ese Marruecos extraño y medio velado, compró una guía turística en una librería de la calle Paraguay. La primera novela de Consiglio, El bien, recibió en 2002 el Premio de Novela de Nuevos Narradores de la editorial española Ópera Prima. Publicó, además, el volumen de cuentos El otro lado (2013) y varios libros de poesía. Obtuvo el Segundo Premio Nacional de Novela con Pequeñas intenciones (2011) y el Tercer Premio Municipal de Novela con Gramática de la sombra (2007). El tema musical que acompaña la actualización digital de la revista es “Ciudad oculta”, de Nicolás Guerschberg. Sexteto en movimiento (2003), álbum de Escalandrum: Pipi Piazzolla (batería), Nicolás Guerschberg (piano), Mariano Sívori (contrabajo), Damián Fogiel (saxo tenor), Gustavo Musso (saxo alto y soprano), Martín Pantyrer (clarinete). Derechos reservados – Prohibida la reproducción total o parcial de cada número sin la cita bibliográfica correspondiente y/o la autorización de la editora. La dirección no se responsabiliza de las opiniones vertidas en los artículos firmados. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. Boca de Sapo no retribuye pecuniariamente las colaboraciones. Impresa en Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. www.bocadesapo.com.ar redaccion@bocadesapo.com.ar
La violencia narco pone en escena cuerpos desmembrados a los que hace hablar frente a la realidad de un discurso oficial agonizante. Es en la carne y con la carne, a través de una mutilación rayana en un ritualismo ancestral, como se escribe ahora en el espacio público de un modo despiadado y espectacular.
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omo ocurre con el Hombre ilustrado de Ray Bradbury, novela de 1951 que fue adaptada para el cine en 1968 por el director Jack Smight, todo cuerpo cuenta, en una, dos historias, la suya y la del mundo que lo alberga. En las distintas estrategias simbólicas que lo encubren y delimitan, haciéndolo semejante a otro y a un tiempo único, diferente (vestuario, corte de cabello, calzado, cosmética, accesorios, lenguaje y modales), es posible identificar las desgarraduras y remiendos provocados por contradicciones de distinta índole. El cuerpo es imaginario, afirma Octavio Paz, “no por carecer de realidad sino por ser la realidad más real: imagen al fin palpable y, no obstante, cambiante y condenada a la desaparición”. Las contradicciones, las desgarraduras, en vez de restarle realidad la incrementan, y, más que destruirlo lo constituyen. Es por ello que, en tanto fenómeno natural/cultural, así se trate del individuo más insignificante, su cuerpo es una clave para la interpretación de la compleja sociedad en que vive. Si cada cuerpo cuenta una historia que es la suya y la de su mundo, ¿qué podría decirse de un cuerpo en un caso extremo? Me refiero al cuerpo herido, destruido, mutilado; me refiero, precisamente, al cuerpo destruido/construido por la violencia del narcotráfico en el México del siglo XXI: ¿Qué nos dice el cuerpo herido? ¿Qué y cómo nos cuenta su herida? ¿Podríamos pensar en la herida como una boca? ¿Tal destrucción podría ser tomada como una construcción?
La exhibición de un cadáver mutilado con el fin de aterrorizar al enemigo es una práctica corriente en la historia de la humanidad. En esa mezcla de horror y fascinación, es decir, espectáculo grotesco, se halla implícita una estética. En cuanto a la representación de ese horror ritual inseparable de lo sagrado, la tradición artística de occidente nos entrega obras tales como David y Goliat (Caravaggio, 1599-1600), Las miserias y los males de la guerra (Jacques Callot. 1663) y los Horrores de la Guerra (Francisco de Goya, 1810-1815). En este teatro del espanto asistimos, mediante un despliegue de espectacularidad y espectralidad desmedidas, a una danza abyecta de cuerpos mutilados. Como un espíritu de ultratumba el arte anima los cadáveres brindándoles una nueva vida. El despliegue espectacular de cadáveres o fragmentos producto de la mutilación, así como su representación en el arte y los medios de comunicación masiva, es una tradición bien arraigada. Tenemos como ejemplo las obras arriba comentadas, los periódicos amarillistas mexicanos que tuvieron con Alerta y Alarma los más representativos casos de este género, así como una cantidad creciente de páginas, blogs y canales de videos en internet. Lo que resulta novedoso, y es el objeto de estudio aquí, es la reunión y articulación, en una escena aterradora al alcance del público cotidiano, de fragmentos corporales con palabras escritas en un cartel buscando codificar un mensaje. Me parece una práctica escritural que exige ser estudiada al conformar una extendida metodología narrativa, propia de la cultura del
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narcotráfico en el México actual. En un libro muy cercano a las ideas aquí expuestas -aunque sin abordar la dimensión estética de la escritura corpo-lingüística, que es mi principal objeto de análisis-, El hombre sin cabeza, Sergio González insiste, como lo hago yo, en la estética y ritualidad de tales muertes. El texto macabro, ese mensaje compuesto por restos corporales reorganizados bajo la lógica de un sentido gramatical junto a un conjunto de palabras, establece una relación esencial con el contexto. Desde el punto de vista de la semiótica peirciana se trata de la articulación de signos indiciales (restos corporales) con signos simbólicos (las palabras). Narrar lo roto: el espectador como jugador de puzzle Hal Foster encuentra, en Arte desde 1900, que la conexión entre los más importantes pintores vieneses de principios del siglo XX –Klimt, Schiele y Kokoschka– se muestra mediante la noción de “trabajo onírico”, término desarrollado por Sigmund Freud en La Interpretación de los Sueños. El trabajo onírico implica una “narrativa en imágenes rotas”, que sitúa al espectador en la posición de intérprete psicoanalista. Tres cosas hay aquí de una importancia insoslayable para la comprensión estética del fenómeno que nos ocupa: en primer lugar, que la obra, que antes evidenciaba una completitud prodigiosa, ahora solo resulta posible percibirla como un conjunto de fragmentos, en ningún caso como algo íntegro, algo que se anunciaba desde el impresionismo; por otro lado, y esto también lo había adelantado la pintura impresionista, que el artista entiende que resulta incapaz de terminar la obra y, por ello, necesita del espectador para que en él adquiera su realización plena en un ejercicio de mirada constructora; por último, y esto es algo que explorarían profundamente los surrealistas, que mediante la intervención artística la realidad alcanza el estatus de ficción. El 4 de mayo de 2012, a poco más de cien años de la Secesión Vienesa, aparece esta noticia en el periódico Excélsior: “Atacan catedral en Sinaloa; decapitan y queman imágenes”. Tal acontecimiento, más propio del dominio onírico que de la vigilia, tuvo lugar en la Catedral de Nuestra Señora del Rosario en Culiacán, en el estado mexicano de Sinaloa. En la noticia se lee textualmente: “Hasta el cierre de esta edición se reportan imágenes religiosas decapitadas y algunas calcinadas, por lo que los bomberos se dedicaron a ventilar las instalaciones”. Cuando vi la noticia en la televisión, en el noticiario de López Dóriga (Canal 2 de Televisa), me sorprendió el elevado número de esculturas de santos y
vírgenes decapitadas. En ningún diario, impreso o en línea, apareció tal cantidad de imágenes, solo pude hallar dos o tres poco explícitas. Era como si después del registro inicial, transmitido quizá sin censura por error, la tecnología periodística de producción y distribución de imágenes resultara incapaz de afrontar su destrucción. Este hecho plantea un problema estético esencial. De acuerdo al contenido de la noticia, sabemos que con imágenes se refiere a las esculturas religiosas que fueron destrozadas. La RAE nos dice que imagen es la “estatua, efigie o pintura de una divinidad o de un personaje sagrado”. Por otro lado, estaríamos hablando, también, de los objetos de representación, es decir “aquello que es figura, representación, semejanza y apariencia de algo”. Esta violencia desmedida en el interior del templo, más propia del siglo octavo que de la actualidad –cuando los iconoclastas destruían las imágenes religiosas–, habría provocado la destrucción de las esculturas de escayola. Igual suerte habrían corrido las imágenes en su otra acepción, los productos propios de la representación. Aquel lugar tan alejado del D.F., Sinaloa, iba a convertirse en la línea de fuego donde la industria encargada de la producción de imágenes, los mass-media, iba a enfrentarse con un enemigo terrible por poderoso: un cambio de paradigma que hacía uso de la perversa estrategia de destrucción de la imagen. Tal desafío es de una importancia capital pues pone en tela de juicio un gobierno basado en la imagen, la iconocracia denunciada en el triunfo presidencial de Peña Nieto como producto de la complicidad PRI-Televisa. Pensándolo mejor, no resulta tan extraño que el enfrentamiento, más acorde al dominio de lo fantástico que de lo real, se haya lanzado en una zona fronteriza, pues fue en los estados de la frontera norte donde los cárteles de la droga empezaron a cuestionar la hegemonía del Estado mexicano, el sempiterno poder del México centralizado. El 20 de mayo, 16 días después de lo ocurrido en Sinaloa, fueron quemadas, por problemas de extorsión de cárteles de la droga, 49 camionetas repartidoras de papas Sabritas en Michoacán y Guanajuato. Como en el caso de la Catedral, se trata también de imágenes mutiladas y quemadas. El icono de Sabritas es un círculo que representa la cara sonriente de un niño. Se trata de la destrucción de una imagen que, mediante la estrategia publicitaria, ha alcanzado un estatus casi sagrado. Resulta paradójico ver la imagen de las imágenes destruidas en la Catedral, acontecimiento terrible que confirmó el deslizamiento, anunciado desde 2006 con un hecho que estudiaremos a continuación, de la dimensión delincuencial a la sagrada. Esto justifica plenamente una lectura en clave estética y ritual.
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Con un hecho como éste nos encontraríamos ante la construcción de lo que Peter Sloterdijk llama “lugar ciego” en oposición al escenario. En cierta forma, en la dimensión simbólica y estética propia de los medios y el arte, allí estaba naciendo un problema relacionado directamente con el poder. Por el atentado a la imagen y la desmesura del acto, lo que Jean Clair llama mostración, la exhibición de lo monstruoso, este acto acusaría un poderoso intento de instauración del lugar ciego y, en consecuencia, la puesta en duda del escenario, espacio de visibilidad que cumple una función legitimadora. Lo cual podría ser entendido aquí como el discurso mediático. Nos preguntamos si no es esto lo mismo que buscó, desde finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX el arte contemporáneo en general y el abyecto, inmundo o despiadado en particular. Al punto que, por inmundo, Jean Clair entiende aquello que no puede verse en el mundo por no corresponder a él. Para Giorgio Agamben, como también para Hans Sedlmayer, lo contemporáneo consistiría en la habilidad para anular el amplio campo luminoso del presente para descubrir allí lo arcaico, la oscuridad. No estamos seguros si es debido al punto ciego que lo monstruoso se manifiesta o si, por el contrario, lo monstruoso instaura tal punto de invisibilidad. Esta incertidumbre evidencia una dialéctica entre texto y contexto. Es precisamente en esta franja espacial de visibilidad imprecisa y enigmática, de dificultad ardua para el ejercicio de la visión y lectura de los signos, donde la imagen religiosa se fragmenta y, por ello, requiere de un espectador que de cuenta de su reunión. No falta la dimensión siniestra, propia de la pesadilla. Estas tres condiciones estéticas nos ponen en la ruta del pensamiento de Foster para explicar el sentido formal, es decir, estético, de la destrucción/desarticulación del cuerpo por los cárteles de la droga y su posterior reconstrucción/articulación como mensajes. El 17 de mayo de 2012 fueron arrojados 49 cuerpos mutilados a orillas de la carretera. Cuerpos a los que se les habían arrancado la cabeza, los brazos y las piernas. Esto ocurrió en Cadereyta, Nuevo León. La palabra cadáver toma su nombre, precisamente, del verbo latino cadere, es aquello que ha caído en su totalidad, la mayor manifestación de lo abyecto. Cadereyta sería simbólicamente el lugar de la caída. En ese sentido no debería sorprendernos el espectáculo dantesco que no quisieron o fueron incapaces de registrar las cámaras. Las fotografías solo nos muestran bultos blancos. Esta caída de los cuerpos habría provocado, como efecto dominó, la caída de la facultad de ver. En su calidad de teatro siniestro, estos hechos implican una mezcla de poder y peligro que plantea un
problema escópico: ¿qué es lo que estas “obras” dejan y hacen ver? Con el fin de enceguecernos, advierte DidiHuberman, el discurso televisivo maneja dos técnicas, “la nada o la demasía”. Estas imágenes terribles se oponen a tal discurso, al enceguecimiento causado por los medios. De tal modo, si la escena resulta invisible como resultado de un despiadado ejercicio de destrucción corporal, ya sea por exclusión mediática o por su naturaleza monstruosa, entonces, ¿qué le queda al ciudadano para el registro del evento terrible, pensando en la construcción de una memoria del pasado inmediato? El caso de Cadereyta, aunque límite en términos de representación, no representó un fin a la práctica discursiva que, con palabras y fragmentos corporales, escribe un mensaje que aspira a la verdad. El terror juega con la construcción de estos lugares ciegos, poniendo en duda la precaria noción de escenario de la justicia en México, lo que permitió, por exceso de montaje de la PGR, la excarcelación de Florence Cassez, acusada y condenada por el delito de secuestro. El baile de las cabezas El 22 de junio de 2006, leemos en la edición capitalina (D. F.) del diario La jornada: Un comando armado irrumpió en un centro nocturno del municipio de Uruapan, Michoacán, y tras amagar a las personas que ahí se encontraban y hacer disparos al techo arrojó en la pista de baile cinco cabezas humanas, junto a las cuales colocaron una cartulina con el mensaje: “La familia no mata por paga. No mata mujeres, no mata inocentes, sólo muere quien debe morir, sépanlo toda la gente, esto es justicia divina”. En este acontecimiento es posible identificar tres aspectos simbólicos de gran relevancia para una estética de la fragmentación corporal en el México de principios del siglo XXI en general, y para el modelo de escritura corpo-lingüística que aquí nos ocupa. El primero es el hecho de que las cabezas hayan sido arrojadas, precisamente, a la pista de baile, lo que nos llevaría a pensar en un tipo de danza macabra, a la que, para efectos poéticos, me ha parecido conveniente llamar “la danza de las cabezas”. Resulta fascinante, por abyecta, la escena de las cabezas cercenadas arrojadas con exactitud tenebrosa al lugar donde deben colocarse los pies de los bailarines. Imagen muy semejante a la que presenta Luis Buñuel en El fantasma de la Libertad (1974). En la secuencia inicial del fusilamiento de los españoles por parte de los soldados del ejército francés, vemos en
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cuadro la parte inferior de los cuerpos en el paredón, donde destacan las botas militares y, a pocos centímetros de ellas, las cabezas de los que han sido fusilados unos momentos antes: contra las botas negras, símbolo del soldado erguido, luce de forma chocante la cabeza de un hombre en cuya frente un orificio deja escapar un chorro de sangre. Separadas del tronco, a las cabezas anónimas en el momento de la danza sólo les resta ir al ritmo de los pies. Antítesis que le impone a la parte más elevada del cuerpo del homo erectus el nivel más bajo, aunque Georges Bataille encontrara allí, precisamente en el dedo gordo del pie, el mayor signo de humanidad. Este hecho podría entenderse en dos sentidos diferentes: como el principal objetivo de un nuevo tipo de enfrentamiento marcado por la carencia de racionalidad o, por otro lado, como la búsqueda de una racionalidad del todo distinta. El segundo aspecto tiene que ver con el nombre del centro nocturno. “Sol y sombra” sitúa el hecho, simbólicamente, en la plaza de toros. Fiesta solar animada por el enfrentamiento del hombre y la bestia. En el círculo que representa el sol, al hombre, Teseo, le resulta posible por fin encontrar su otro yo, que es monstruoso y divino, el minotauro. La incursión en ese laberinto circular permitiría la integración de su parte rechazada y reprimida por la cultura, superando el malestar denunciado por Sigmund Freud. En cuanto a la violencia y su principal producto, la mutilación, el resultado es siempre positivo: ya sea que banderillas y espadas penetren el cuerpo del toro o que la carne humana ceda ante los pitones de la embravecida bestia. Fiesta sagrada, es decir, de sacrificio violento que se salda con la destrucción de uno u otro cuerpo. Violenta, sí, pero fiesta al fin y al cabo. De forma azarosa, la sangre puede brotar tanto del tupido pelaje del animal como del traje de luces del torero. Se hiere la luz y la oscuridad, la razón y la locura. Azaroso, el triunfo oscila entre la fiera poderosa o el bailarín solar. Lo único seguro es la violencia en esta fiesta que restituye un equilibro cósmico al garantizar la integración de dos principios opuestos. Tal relación de tauromaquia y decapitación ya había sido realizada por Picasso, quien, en un dibujo de la serie las Crucifixiones (1930-36) asimiló el sudario a la muleta: el velo lleva como marca una cabeza reducida a calavera. Ralph Otto busca el sentido originario de lo sagrado haciendo a un lado el momento moral y ético, que aunque lo conforma no es parte constitutiva fundamental, para encontrar aquello que es distinto del bien y la razón: su origen. Con el término numinoso intenta explicar el sentimiento del ser humano ante el encuentro con el ‘mysteriumtremendum’, que en nuestro caso de
estudio sería la cabeza de un mensaje escrito. Lo numinoso es aquello que en su desmesura e irracionalidad provoca una mezcla de horror y atracción a la cual no se le puede oponer resistencia. Se trata de aquello que confunde los sentidos porque, aunque se intente rechazarlo, no deja de fascinar (lo aterrador seduce). Por su parte, René Girard encuentra que el sacrificio ritual obedece a una naturaleza doble: por un lado se trata de algo lícito y permitido; por el otro, implica una práctica que supone una “especie de crimen que no puede cometerse sin exponerse a unos peligros no menos graves”. Práctica ilegítima y furtiva que da como resultado la muerte de una víctima que, por ello, se inscribe en la dimensión sacrificial, es decir sagrada, precisamente con la pérdida de la vida. Y concluye: si el sacrificio “aparece como violencia criminal, apenas existe violencia, a su vez, que no pueda ser descrita en términos de sacrificio”. Podríamos pensar, como una hipótesis, que la aspiración de este acto ritual consistente en lanzar las cabezas a una pista de baile acompañadas del narcomensaje buscaría, como objetivo principal, restablecer el equilibrio roto que tiene que ver con la economía de la pena y, en consecuencia, con el proceso de construcción de la identidad del juez y el verdugo, figuras esenciales del poder hegemónico en un estado moderno. Tiene que ver, como lo podemos entender, con la construcción del discurso, con la epistemología de un saber, con la verdad. Agamben, que estudia la relación esencial entre tortura y verdad a partir de la Colonia penitenciaria de Kafka, advierte que la única forma de descifrar una escritura de este tipo es a través de las heridas. Las proezas más claras, advierte Borges en El espejo y la máscara, “pierden su lustre si no se las amoneda en palabras”. Para que la grandeza de un hecho no decaiga, para que conserve esa cualidad que lo vuelve extraordinario, ya sea por su brillo o por su suciedad –rasgos que en el mundo contemporáneo se han confundido, como aventura Jean Clair en De Immundo al constatar la cercanía de sacre y sacer– debe entrar en la dimensión discursiva: volverse palabra. Sin embargo, nos advierte el escritor argentino en esa obra, así como en El milagro secreto y Funes el memorioso, que la ganancia de la palabra implicaría, lamentablemente, la pérdida del cuerpo. Los asesinatos rituales aquí estudiados comparten la misma lógica. Como ocurre en La colonia penitenciaria de Kafka, no se obtiene esta palabra sin perderlo. Acuñado, el cuerpo deviene moneda de cambio. La sentencia de Klossowski atraviesa el tema de la escritura corpo-lingüística aquí estudiada. No podía ser de otra forma cuando me he dedicado a estudiar la relación cuerpo y palabra desde la perspectiva de una
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estética contemporánea: “Son las palabras las que toman una actitud, no los cuerpos; las que se tejen, no los vestidos; las que brillan, no las armas; las que retumban, no las tormentas. Son las palabras las que sangran, no las heridas”. Parafraseándolo, para el modelo de escritura corporal que nos ocupa, podríamos aventurar que son los cuerpos los que significan, no los discursos, los que se articulan, no las letras, los que se conjugan, no los verbos; los que se pronuncian, no los sonidos; los que retumban, no las oraciones. Son los cuerpos los que escriben el mundo, no las palabras. El tercer aspecto simbólico radica en el hecho de que junto a las cabezas se haya colocado un cartel con el mensaje: “La familia no mata por paga. No mata mujeres, no mata inocentes, sólo muere quien debe morir, sépanlo toda la gente, esto es justicia divina”. Simbólicamente, las palabras servirían de complemento a esa cabeza sin tronco, complementando lo que, de entrada, aparece como una parte. En un tenebroso ejercicio escritural de este tipo, la palabra conseguiría superar la cualidad sinecdóquica de la cabeza cercenada. Para articular este mensaje, que aspira a la verdad, ha sido necesaria la desarticulación de los cuerpos. En tanto aspiración a la verdad, esta escritura se opondría a la que llevada a efecto por el cuerpo íntegro resulta falsa. Así, hemos pasado del cuerpo que escribe, cuerpo productor de mensajes, al cuerpo que, en su desarticulación, su desmembramiento, sólo sirve para formar parte de una escritura ajena y no ya de la suya propia. Se ha pasado del cuerpo productor de mensajes al cuerpo mensaje con la pérdida final de la vida. Buscando identificar el sótano oscuro desde cuyo interior resumiría este horror al parecer inexplicable por ilógico y desmedido, que choca con la pretensión de una modernidad ascéptica, sería conveniente, como Jano, volver el rostro hacia el pasado prehispánico sin dejar de mirar este presente que llamamos postmoderno. En las deidades aztecas Coatlicue, Coyolxauhqui y Tlaltecuhtli operaba un juego de dualidades que serviría de antecedente mítico a la desenfrenada expansión de la violencia ritual practicada por las bandas del narcotráfico: vida-muerte, destrucción-construcción, alegríadolor, unidad-fragmento corporal, individuo-colectividad, individuo-cosmos, tierra-cielo. Coatlicue lleva una falda de serpientes y un collar de manos y corazones; Coyolxauhqui exhibe su cuerpo desmembrado; y el cuerpo de Tlaltecuhtli aparece demediado. Sacrificio, víctima, victimario, mutilación extrema, dolor, sangre y entrañas son elementos comunes de esta práctica ritual que hace posible el devenir del mundo en que vive el hombre prehispánico, en su secreta y precisa conexión con un cosmos que sólo es posible percibir, en la noche
oscura, mediante el brillo de los astros. La práctica del desmembramiento y la crueldad ritual son un reflejo de lo que se percibe en los procesos cósmicos: el sol que desaparece cada noche, la luna fragmentándose y recomponiéndose a lo largo de un mes, la tierra abierta para que pueda surgir la agricultura. De la metáfora de Klossowski, palabras que sangran, derivemos otra: carne que escribe. Se trataría de una escritura que prescinde del puro símbolo en su dimensión semiótica para afirmarse en lo indicial. Las palabras de este discurso, en su totalidad o sólo en parte, tienen relación con la carne, sangre, vísceras y humores, todo aquello que constituye un cuerpo humano. En nuestro país el discurso institucional, sobre todo el político/religioso/económico habría perdido, con su legitimidad, la capacidad de significar. Alcanzado por una violencia que excede la dimensión física e impacta la simbólica, se encontraría herido, como afirma Klossowski. Tal como había ocurrido con el idioma alemán después del nazismo, que dio como resultado el surgimiento de la poesía concreta para rencontrar el lenguaje a través de los balbuceos, el discurso oficial en México se encontraría herido, agonizante. Tal parece que debido a esta incapacidad expresiva ha sido necesario que sea la carne la que hable, buscando decir la verdad que le resulta imposible externar al discurso oficial. Ya no son los cuerpos los que escriben. Es en ellos, en la carne y con la carne, mediante su desarticulación, mutilación rayana en un ritualismo ancestral, donde se escribe ahora. En la novela Balthazar, perteneciente al Cuarteto de Alejandría, Naruz, rico hacendado copto, dice a un trabajador ladrón, “-Ahora vete (…) y dile a tu padre que por cada mentira te voy a cortar un pedazo de carne hasta que lleguemos a la parte verdadera, la parte que no miente”. Como ocurre en esta novela, en los dos casos de desmembramiento comentados hasta aquí, entendemos que se lleva a cabo un ejercicio anatómico en beneficio y búsqueda de una verdad que es de naturaleza ambigua –orgánica y lingüística–. Roberto Arlt se refería a un tipo especial de palabras que estarían toda la vida arraigadas en la entraña “como un crecimiento de carne”. Son las palabras que no mienten. Y Jean Clair afirma la ecuación que consiste en “pagar cada palabra proferida con su peso en carne y sangre, en encarnar literalmente el verbo”. Un aspecto muy importante de este novedoso ejercicio de escritura es su naturaleza espectacular, el afán por convertir en escenario siniestro, en teatro del espectáculo, el espacio público. A mediados del siglo XVI, en una Europa flagelada por la peste, Hans Holbein publicó la Danza macabra (Imageries Mortis). Los 41
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grabados que daban cuenta de una cohorte de cadáveres y calaveras animados festivamente, tuvieron un fuerte impacto pedagógico. Fue un cambio en la forma en que la gente aprendía la danza de los muertos, al hacerlo de forma individual en lugar de estudiar una pintura en grupo. ¿Podríamos tomar las escenas abyectas y despiadadas del México contemporáneo, consistentes en cuerpos mutilados, como un libro urbano? ¿Hasta que punto sería posible darle a estas imágenes dantescas que circulan en los medios un valor estético? ¿Habrá algo que aprendamos allí, así como lo hacían los lectores de la Danza macabra? Se trataría de un aprendizaje del presente como algo terrible. Los cadáveres y las calaveras de Holbein, las decapitaciones de Caravaggio, los cuerpos mutilados de Goya y las calaveras de Guadalupe Posada darían cuenta de esta mezcla siniestra que une lo despiadado a lo estético, así como el horror extremo a una fascinación pánica.1
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A continuación, algunas sugerencias bibliográficas referidas al tema: Agamben, Giorgio. Desnudez. Barcelona, Anagrama, 2011. Arlt, Roberto. Los siete locos. Buenos Aires, Losada, 1974. Benjamin, Walter. Tesis sobre la historia y otros fragmentos. México, Itaca, 2004, pp. 39-40. Borges, Jorge Luis. El libro de Arena. Madrid, 2007. Clair, Jean. De Immundo. Apophatisme et apocatastase dans l’art d’aujourd’hui. Paris, Galilée, 2004. Clair, Jean. Lección de abismo. Nueve aproximaciones a Picasso. Madrid, Visor, 2008. Durrel, Lawrence. Mountolive. Barcelona, Edhasa, 1970. Foucault, Michel. Entre filosofía y literatura. Barcelona, Paidós, 1999. Girard, René. La violencia y lo sagrado. Barcelona, Anagrama, 2012. Otto, Rudolph. Lo sagrado. Buenos Aire, Claridad, 2008. Paz, Octavio. Conjunciones y disyunciones. México, Joaquín Mortiz. Sloterdijk, Peter. Esferas I. Madrid, Siruela, 2004. *Antonio Sustaita es doctor en Historia del Arte (especialidad Arte Contemporáneo) por la Universidad Complutense de Madrid, y profesor-investigador de la Universidad de Guanajuato. El presente artículo glosa ideas desarrolladas en su libro El baile de las cabezas. Para una estética de la miseria corporal (México, Fontamara, 2014).
El Núcleo de Estudios sobre Memoria del IDES anuncia la publicación del segundo número de Clepsidra. Revista Interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria, con un dossier temático titulado “Espacios de memoria: controversias en torno a los usos y las estrategias de representación” y una entrevista a la Dra. Elizabeth Jelin. La revista es una iniciativa de los/as investigadores/as que integran el Núcleo de Estudios sobre Memoria y, desde 2013, han conformado la Red Interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria Social (RIEMS). Directora: Claudia Feld. Secretario de redacción: Santiago Garaño. Coordinadoras del dossier: Valeria Durán, Luciana Messina y Valentina Salvi. CLEPSIDRA. LA REVISTA DEL NÚCLEO DE ESTUDIOS SOBRE MEMORIA. http://ppct.caicyt.gov.ar/clepsidra
Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Sustaita, p.7.
Poesía niuyorriqueña y narco-cultura
La vida en los márgenes El mundo de las drogas ocupa un lugar central en la poética desarrollada por la primera generación literaria de puertorriqueños diaspóricos. De enorme potencial contestatario, estas manifestaciones culturales se constituyeron como verdaderos nichos de resistencia frente a los poderes marginalizantes del mainstream estadounidense de la segunda mitad del siglo XX.
Presentación y selección de Alejo López
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a diáspora puertorriqueña a los Estados Unidos posee varias fases pero es el éxodo masivo de puertorriqueños luego de la segunda guerra mundial el que constituye el núcleo de la cultura nuyorican o niuyorriqueña. La poesía niuyorriqueña, expresión literaria de esta cultura puertorriqueña diaspórica, emerge como una tradición literaria con una fuerte impronta contradiscursiva producto de su condición subalterna dentro del entramado de la sociedad estadounidense hegemónica. Entre las décadas del cuarenta y el cincuenta del siglo XX los puertorriqueños emigrados a los Estados Unidos (concentrados especialmente en la ciudad de Nueva York y sus alrededores) comenzaron a elaborar un discurso identitario centrado en el desplazamiento y en su condición extraterritorial. Esta nueva tradición cultural adoptó el discurso poético como un medio de supervivencia dentro del entorno hostil de la sociedad norteamericana. La poética niuyorriqueña expresaba en sus orígenes el fin del sueño del emigrado puertorriqueño de asimilarse a la cultura WASP 1 norteamericana, y consignaba, a su vez, el valor contestatario de una cultura que enfrentaba los poderes marginalizantes de la sociedad y la cultura estadounidenses hegemónicas y su presión asimilacionista, deviniendo de este modo en una verdadera Poética de resistencia. El escenario de estos primeros poemas es la metrópoli de Nueva York y el tono dominante es el de denuncia e imprecación frente a la marginalización de la comunidad. Estos poemas se insertan en lo que Juan Flores2 describió como el “primer momento” de la evolución de la consciencia niuyorriqueña, momento marcado por el reconocimiento de la ciudad circundante: un paisaje urbano signado por edificios abandonados, callejones mugrientos, centros asistenciales, drogadictos, prostitutas, etc. La opresión laboral, cultural y social que exponen los poetas de esta primera generación literaria revela la estigmatización de la cultura niuyorriqueña dentro de la sociedad estadounidense bajo el imaginario de su déficit cultural, su pauperidad inmanente y su criminalidad endógena. Esta marginalidad estigmatizante se vuelve, sin embargo, con la poesía niuyorriqueña un marcador identitario que no sólo funciona en estos poemas como elemento patético de denuncia y exhortación insurgente, sino que también es reapropiado como nuevo rasgo de su identidad cultural híbrida. De este modo la violencia y el crimen, por ejemplo, funcionarán en poéticas como la de Miguel Piñero, co-fundador y figura tutelar junto con Miguel Algarín de esta tradición literaria, como instancias vindicadas en tanto expresiones culturales de un nuevo ethos, una ética niuyorriqueña insurgente que reclama su posición marginal como nuevo índice identitario y como instrumento de resistencia social y cultural. De igual modo, las experiencias urbanas de la drogadicción y el narcotráfico ocupan un lugar central en estas poéticas descarnadas que abordan la cotidianidad de la vida en los guetos metropolitanos modernos. En principio, estas experiencias de lo que podría denominarse la narco-cultura de las grandes urbes modernas fueron representadas a través de la recurrencia estereotipada de su analogía con el crimen y el Lumpenproletariat, analogía omnipresente en el género autobiográfico que proliferó en la literatura latinoBOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Poesía, p.8.
estadounidense de las décadas del sesenta y el setenta por medio de obras que giraban alrededor de la dura supervivencia de la vida en los márgenes en una secuela de relatos entre los que se encuentran la paradigmática Down These Mean Streets (1967) y Seven Long Times (1974) de Piri Thomas, Run Baby Run (1968) de Nicky Cruz, Nobody’s Hero (1976) de Lefty Barreto, y la novela paródica de Ed Vega The Comeback (1985), cuya parodización de esta tradición autobiográfica da cuenta de la profusión y extensión de la misma. Pero al mismo tiempo, esta experiencia, central para la cultura niuyorriqueña, fue representada también en la obra de poetas como Miguel Piñero, Georgie López, Sandra María Esteves, Shorty Bón Bón o Tato Laviera (autores que integran a modo de muestra representativa esta antología de poesía niuyorriqueña) desde diversas perspectivas y con tratamientos divergentes, pero por medio de un enfoque que, a diferencia de la cruda narrativización documental recurrente en las autobiografías difundidas en el período, introducía una mirada alternativa a la compleja cuestión de las drogas en sus dimensiones judiciales (como delito), fiduciarias (como economías alternativas frente a la pauperización social), éticas (como instancias factuales de un nuevo ethos) y somáticas (como fuerzas que intervienen sobre los cuerpos de la comunidad en tanto agentes de agresión o de resistencia). Este complejo nudo de articulaciones fue abordado por la poesía niuyorriqueña como un instrumento al servicio de una verdadera poética de la resistencia. La poesía niuyorriqueña logró de este modo abordar los diversos factores que componen la experiencia social de la droga y el delito, experiencia marginal al servicio de un discurso contrahegemónico que se inviste en la obra de estos poetas como una nueva estrategia de supervivencia/resistencia. Héctor Manuel Colón, por ejemplo, ejemplificaba estas estrategias por medio de la práctica niuyorriqueña del “trepao”, praxis cultural presente en los jammeos 3 niuyorriqueños llevados adelante en los barrios y parques de Nueva York, espacios de congregación comunitaria donde los rumberos lograban entrar en un trance extático capaz de “sanar” las heridas sociales que la dura realidad socio-económica les infligía cada día: Comienza en un “rumbón” callejero. En cualquier esquina se junta un corrillo con algunos tambores llamados “congas” y otros instrumentos percusivos y comienza a tocar. Comienzan fríos y torpes, pero al rato entran en calor, se trepan (y anotemos este término) y una vez trepaos es difícil parar, es difícil bajar. Y si queremos saber qué intentan al hacer esto les podemos preguntar. Creo que la respuesta más común será: “nos estamos ‘curando’ la cabeza.” (…) Es una muy antigua y muy necesaria (y muy olvidada) elaboración de éxtasis con que con la “cruda” de tanta sólida realidad nos curamos. 4 Es notable el uso analógico que hace Colón entre estos trepaos y uno de los estigmas más conflictivos de la cultura niuyorriqueña, como es el de la drogadicción. La descripción de Colón de estos encuentros musicales reproduce, en la elección léxica que introduce en su discurso, el campo semántico asociado a la adicción, pero no para asimilar ambas experiencias, sino para dar cuenta, en cambio, de los mecanismos de inversión por medio de los cuales esta música y ritmo afro-antillanos logran transgredir la segregación y opresión de la droga sobre estos cuerpos frágiles, por medio de mecanismos analógicos a su adicción. Estos mecanismos reproducen el placer físico y mental del adicto a través de la fruición de ese trance extático introducido por las congas, el cual los estremece de un modo similar (pero con resultados inversos) al que lo haría su adicción. De este modo, términos como “elevarse”, “entrar en calor” y, por supuesto, “crear éxtasis” trasponen la experiencia corporal del consumo drogadicto a la experiencia desalienante y reparadora de la música antillana. El mecanismo, como explica el propio Colón, no resulta de la evasión por medio de un placer transitorio y efímero, sino a través de una curación que “ni huye del dolor cotidiano ni lo confronta para negarlo”, sino que “lo asume y se cura en él” (1985: 91). Esta descripción del trance extático, fruitivo y sanador de la rítmica afro-antillana “re-interpretada” (con esa bivalencia insinuada por Colón de “vuelta a interpretar” musicalmente, y a su vez “repensada” en función de la coyuntura actual y su capacidad contrahegemónica) por los niuyorriqueños, da cuenta del enorme potencial político de estas poéticas de resistencia. No se trata, meramente, de una evasión por medio de la reclusión en la ficcionalidad de la imaginación del personaje frente a la opresión omnipresente de lo real, ni de una mera estrategia de supervivencia, en su sentido de perdurar biológicamente en medio de la violencia inmanente a la sociedad sino que se trata, más bien, de los modos singulares con que esta cultura logró ejercer mecanismos de resistencia a través de tácticas sutiles y procedimientos velados, por medio de los cuales consiguieron sobrevivir a las agresiones cotidianas de la vida en la intemperie moderna. Entre estos procedimientos podemos encontrar desde simples figuraciones, empero no por eso menos potentes, de los agentes que intervienen en el negocio de la droga en los guetos metropolitanos, como en el poema “About los Ratones” del jovensísimo Georgie López que a la edad de nueve años publica en la antología fundacional del movimiento niuyorriqueño Nuyorican Poetry: An Anthology of Words and Feelings (1975), este poema que consigna hasta BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Poesía, p.9.
qué punto la cultura de las drogas y el narcotráfico impregna la cotidianidad niuyorriqueña indistintamente de la edad de sus miembros. En “About los Ratones”, el joven López da cuenta de las funestas consecuencias del narcotráfico, condición nefasta que el yo poético enuncia a través del agonismo entre sí mismo figuradamente como el Gatojusticiero y los Ratones-Dealers, juego de persecuciones que devela la violencia inmanente de un discurso tensado por la “guerra” cotidiana en la que se juegan la vida los hombres y mujeres de estos márgenes urbanos. Esta misma retórica agonística emerge en la poesía de Sandra María Esteves, autora representativa de la perspectiva femenina dentro de esta primera generación niuyorriqueña, y en cuyo poema “A sleepless night” las noches insomnes del gueto deambulan entre la muerte latente de la “sobredosis” y la “guerra” cotidiana contra el dolor lacerante. Tanto en la poética de López como en la de Esteves, la guerra diaria de la vida en el margen configura la naturaleza agonística de esta tradición contestataria tensada entre la denuncia patética y descarnada, la proclama vindicativa y la exhortación imperiosa al combate. Por otro lado, la poesía niuyorriqueña también consigna voces como la de Miguel Piñero, quien expresa en poemas como “La metadona está cabrona” la dimensión corporal del dolor en esta cultura de la adicción, al mismo tiempo que revela la cruda soledad de esta experiencia individual del adicto en medio de una sociedad que lo condena como un paria o un enfermo atrapado en una red infinita de inculpaciones, red que lo somete al “dopaje” tanto por fuera como por dentro de la “ley”. Otro procedimiento recurrente de la poesía niuyorriqueña es la apelación al humor, un humor ácido y corrosivo como el que atraviesa el poema “A Junkie’s Heaven” de Shorty Bón Bón, en el que la salida frente a la condición degradada y degradante de la adicción y la marginalidad consiste en la ilusión de un cielo prometido en el cual los ángeles se revelan “adictos” y Cristo es un “borracho”, versión hilarante que expone a través de una cruel risa la falacia de cualquier futuro promisorio, así en la tierra como en el “cielo”. Este trabajo paródico con la religión cristiana es también una constante en los poetas de la primera generación niuyorriqueña, funcionando por medio de analogías y parodias desacralizantes que refuerzan tanto la figura doliente del mártir para la identidad subalterna niuyorriqueña, como la función subversiva de su parodización de los discursos hegemónicos. Miguel Piñero, por ejemplo, apela a la figura de Cristo para dar cuenta de la identidad niuyorriqueña en su poema “Jitterbug Jesus”, donde introduce a la figura de Jesús Rodríguez, un Cristo niuyorriqueño que nace bajo el paraguas del gueto y sus “cucarachas” “ratas”, “botellas rotas”, etc., un drogadicto cuya gloria y aura consiste en ser un paria llamado a ser “coronado como el Rey de los drogones”. Finalmente, un procedimiento menos difundido, pero cuya potencia contradiscursiva se revela exponencialmente superlativa por cuanto recupera ese poder extático que enunciaba Héctor Manuel Colón a propósito de los trepaos niuyorriqueños, es el que encontramos en los poemas de Tato Laviera, figura insoslayable de la tradición niuyorriqueña y autor de poemas donde la integración de la cultura somática de la danza y la música popular antillanas configura una práctica capaz de transgredir la marginalización y la violencia impuesta sobre los cuerpos de estos sujetos subalternos, entre ellas la que atañe al conflictivo mundo de las drogas. Así, por ejemplo, en su poema “the new rumbón”, este nuevo rumbo/procedimiento emerge en medio de un escenario marginal donde la irrupción del ritmo antillano de la salsa y la cadencia sincopada de las congas transgrede cada uno de los dispositivos sociales que violentan estos cuerpos frágiles expuestos a una intemperie cultural que les cae encima5. El movimiento al que propulsan los ritmos de la salsa sustraen estas corporalidades de la violencia encarnada por los poderes tanáticos de la drogadicción, el alcoholismo, el hambre, el frío y el desamparo. Y de este modo, la subversión cultural que opera el poema no consiste en la mera capacidad de suspender, temporalmente, la situación de opresión por medio de una evasión diletante, sino en la capacidad de subvertir estos poderes por medio de la restitución de un orden cultural alternativo. En este nuevo orden el cuerpo ya no ocupa el espacio de encarnación de las condiciones materiales de la existencia, ya no constituye el espacio de inscripción de los dispositivos sociales sino que ahora, se vuelve fuente de un conocimiento alternativo y contrahegemónico, por medio de su potencia experiencial y fruitiva. Son las experiencias sensoriales ancladas en el gozo corporal las que se vuelven así mecanismos no compensatorios, sino anulatorios de los dispositivos de la violencia social aplicados a estos individuos. De este modo las congas, en tanto símbolo condensatorio de esta nueva experiencia cultural, se vuelven instrumentos capaces de acabar con la “heroína”, de “sanar a los adictos”, de ser el “fuego” que calienta durante el invierno, de “limpiar” el aire infecto del ambiente, y de volverse, finalmente, el “cuchifrito” 6 que quite el dolor del hambre. Vemos, por tanto, cómo el mundo de las drogas, en todas sus diversas y complejas facetas, ocupa un lugar central en la poética desarrollada por la primera generación literaria niuyorriqueña, la cual se ocupó de poner en primer plano la centralidad de esta experiencia omnipresente para la vida en los márgenes: volvió visible el enorme potencial contradiscursivo de esta cultura, como partes de una verdadera poética de la resistencia.
BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Poesía, p.10.
GEORGIE LÓPEZ About los Ratones 7 Los ratones venden las drogas las cojen –las usan– se meten las agujas sucias Las usan en el Bronx se meten la coca como se meten en los clubs de billar they play nodding out pool they are behind the eight ball georgie lopez va a ser el DDT contra los ratones se meten en los basements con una ganga de yerba y coca Los ratones les venden a los viejos y las viejas y a los Young people like me, georgie lopez pero georgie lopez es el DDT contra los ratones yo soy el rat poison que se mete en las esquinas de las esquinas de las calles oh man, yeah, man sí there are mucho rats and we need more cats los gatos will tener una guerra contra los ratones very soon yo sé, yo sé, porque yo soy georgie lopez DDT contra los Ratones SANDRA MARÍA ESTEVES A sleepless night 8 A sleepless night another o.d. o sleepless night a hanging too and more the war goes on A sleepless night again a sleepless night again O sleepless night I want to fight this pain that bites inside of me and scream out loud that I am proud o sleepless night stay away from me
O rising Sun o rising Sun shine on me a woman tree paint my skin with your grow and fight the sleepless night away A sleepless night a sleepless night a sleepless night again …
SHORTY BÓN BÓN A Junkie´s Heaven9 His sacrifice was not in vain Though he died because of an abscessed Brain A junkie dreamt Of his lament When I die I shall go to a land Where the cocaine is clean And I’ll smoke my pot only when it’s At the darkest of green Here all the angels are junkies And the Christ is so hip that for the crime of my bootlegged Wine He’ll demand two sips Yes, come to my heaven where all The junkies walk free…and Remember all you potheads out There The smoke is on me… MIGUEL PIÑERO Jitterbug Jesus10 Tiempos is longin' lookin' for third world laughter to break out like a pimple on the face of a pimp of youthful latino eyes that chase el ritmo del güiro en lo vagones del tren on school mornin' shoutin' broken spanish dream –si tü cocina como tu mamá
BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Poesía, p.11.
como hasta el pegao jitterbuggin' in wrinkled worn out jeans bailando new found pride in bein' nuyoricano … on their piss stained streets where teens meet in head on collision claimin' colors on concrete cemetary slums slums that vomit screamin' rumblin' tongues ramblin' for a crust of welfare cheese … here in this aroma of arroz y habichuela-tostonespasteles … two triple culture lovers meet/embrace & tremblin' hands lift pleated shirt — break an elastic band. in this cocaine drenched hallway that has passed broken wine bottles & broken bulbs & broken homes & broken souls & the two lovers meet/reach out for each other under the view of a million cucarachas their pulsin' bodies vibrate droppin' droplets of sweat petals a river of nourishment for the rats scurryin' across cracked mural walls graffiti screamin' profanity under this ghetto umbrella a brown baby king is born Jesús Jesús Rodriguez who talked with his father on a garden firescape walked across the east river on empty beer cans changed six barrels of dope into a finely blended rum was stoned out of school will be crucified on a set of works & will be crowned King of the Dope-Fiends … La metadona está cabrona
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Constipated mind, castrated feeling, invaded being by pain, bones ache. Got to go downtown, underground, no Metadona around. Me siento solo, loco, Socorro. La Metadona está cabrona, Ain’t no sintch, Methadone is a bitch. But then there’s always the wine
when waitin on line for the holy water that’ll ease your mind. brush aside the concept of time, lo cojo con take it easy. Hey, my main man, there’s a new program, they don’t care they’ll put you on welfare and feed you that bitter orange drink you’ll swallow from that little plastic bottle. &, Come aboard the Metadona Train. Hey, it’s so bossbetter than horse con cocaine. Feel the synthetic need legalized O.D. Don’t you see que la Metadona está cabrona? Ain’t no snitch, Methadone is a bitch. What’s the difference, six days you nod out on stoop. The seventh you nod out on your therapy group. They call you a slop ‘cause you nod out on the job, and your wood won t throb, it just flops, flops, flops. Can’t yell out ghettocide since you did abide and signed, on the dotted line to an agreement of shame, who’s to blame but you? You motherfuckin’ lame. Oye que lío te buscaste mi pana. Tu no sabe que la Metadona está cabrona? Out on the street You claim to be a revolutionary who’ll appear on color T.V. after you git your signal, a telephone jingle and social reentry. You wans’t cool fool porque yo te vi on T.V. as you smiled and styled with your probation offering apolozation for the nation’s program of genocidation, computerization. & next to mention, with no hesitation a manifestation a dead man’s declaration that you were no longer on drugs but on medication…
BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Poesía, p.12.
TATO LAVIERA the new rumbón 12 congas congas
congas congas
congas congas
desperate hands need a fix from the healthy skin of the congas congas the biggest threat to heroin congas make junkies hands healthier las venas se curan ligero con las congas conguito congas congueros salsa de guarapo melao azucarero congas on summer months take the place of winter fire that the wino congregation seeks, the fire… que calienta los tecatos muertos de frío en el seno de un verano congas gather around con un rumboncito caliente… y ahí vienen los morenos a gozar con sus flautas y su soul jazz congas congas tecata’s milk gets warmed broken veins leave misery hypodermic needles melt from the voodoo curse of the conga madness the congas clean the gasses in the air, the congas burn out everything not natural to our people congas strong cuchifrito juice giving air condition to faces unmolested by the winds and the hot jungles of loisaida streets chévere, rumbones, me afectó me afectó, me afectó, me afectó chévere
rumbones
me afectó
* Alejo López es doctor en Letras y docente en la cátedra Literatura Latinoamericana II de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Universidad Nacional de La Plata). Becario del CONICET en el Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLPCONICET). Ha publicado diversos artículos y capítulos de libro sobre literatura latinoamericana y niuyorriqueña en medios especializados nacionales e internacionales. Su tesis doctoral se centró en la producción poética del escritor niuyorriqueño Tato Laviera, a partir de la dimensión extraterritorial y afro-antillana de su obra.
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Las siglas WASP son el acrónimo que designa a la cultura hegemónica norteamericana: White Anglo-Saxon Protestan. 2 Flores, Juan. Divided Borders: Essays on Puerto Rican Identity. Houston, Arte Público Press, 1993. 3 El neologismo jammeo designa los encuentros informales (del inglés jam) desarrollados, generalmente, en espacios públicos en los que a través de los ritmos percusivos heredados de las raíces afro-antillanas de la cultura niuyorriqueña, los jammeadores entran en un trance gozoso que los recluye de los embates lacerantes de una cotidianeidad marcada por la pauperización, el desempleo, la drogadicción, el racismo y la experiencia cruenta del desamparo. 4 Colón, Héctor Manuel. “La calle que los marxistas nunca entendieron” en: Comunicación y Cultura en América Latina. México, 1985, p. 90. 5 Esta imagen del cuerpo niuyorriqueño es deudora directa del concepto desarrollado por Walter Benjamin (“Para una crítica de la violencia” en: Conceptos de filosofía de la historia. Buenos Aires, Terramar, 2007) del blosses Leben, la pura vida de una subjetividad desamparada en su mera corporalidad frente a los poderes tanáticos de lo social. 6 El cuchifrito es el nombre con que se designa una gran variedad de comidas populares puertorriqueñas, consistentes, básicamente, en algún tipo de carne (generalmente de cerdo) frita. 7 Publicado en Algarín, Miguel - Piñero, Miguel (eds.). Nuyorican Poetry: An Anthology of Puerto Rican Words and Feelings. New York, Morrow, 1975, p. 41. 8 Publicado en: Esteves, Sandra María. Yerba buena. Nueva York, Greenfield Review Press, 1980. 9 Publicado en: Algarín, Miguel - Piñero, Miguel (eds.). Ob. cit., p. 83. 10 Publicado en: Piñero, Miguel. La Bodega Sold Dreams. Houston, Arte Público Press, 1980. 11 Publicado en: Algarín, Miguel y Piñero, Miguel (eds.). Ob. cit., pp. 65-66. 12 Publicado en: Laviera, Tato. La Carreta Made a U-turn. Houston, Arte Público Press, 1979.
BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Poesía, p.13.
opinión
el trabajador farmacopornográfico Beatriz preciado
E
* Beatriz Preciado es investigadora y docente asociada de la Universidad París VIII. Realizó una maestría en Filosofía y Teoría de género (New School for Social Research, New York) y un doctorado en Filosofía y Teoría de la arquitectura (Princeton University). Actualmente dirige el Programa de Estudios Independientes del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona. Es autora de Manifeste contrasexuel (Ballard, 2000), Pornotopía (Finalista del Premio Anagrama, 2010) y Testo yonqui: sexo, drogas y biopolítica (Paidós, 2014) –en cuyas páginas se expande la presente reflexión.
n cada momento histórico un tipo de trabajo y de trabajador define la forma de producción propia de una economía específica. Curiosamente, este trabajo y este trabajador aparece retrospectivamente como el más precario, aquel cuyas condiciones de trabajo son más severas: así, por ejemplo, el esclavo y la esclava recolectores de algodón definen la economía de la máquina de vapor; el trabajador y la trabajadora fungibles, el campo de concentración; el trabajador y la trabajadora de la fábrica, la economía fordista. El trabajo, y el tipo de explotación específica, que define hoy la economía farmacopornográfica es el trabajo sexual, y la trabajador@ paradigmátic@ de este modelo de producción es la puta, la actriz o el actor porno. El hecho de que el trabajo sature el dominio de la excitación sexual y toxicológica no impide, sino que, por el contrario, aumenta las relaciones de poder presentes en el modo de producción dominante. La distancia entre la producción aparente (producción legal de mercancías autorizadas) y la producción real (producción de valor excitación-frustración) es tan grande que nunca ninguna otra clase de productores de capital a lo largo de la historia se ha visto en una situación tan precaria, excepto los trabajadores esclavizados de la economía de la plantación y los trabajadores fungibles de la economía del campo de concentración. Los verdaderos trabajadores ultrapauperizados del capitalismo farmacopornográfico son las putas, los emigrantes “no-elegidos”, los pequeños traficantes, los prisioneros, los cuerpos dedicados a los trabajos domésticos y de cuidado corporal, los niños y los animales (auténticos territorios productores de materias primas farmacológicas, cuerpos de ensayo clínico y de consumo por parte de las industrias alimenticias). Todos ellos en el umbral de la ciudadanía. Y en el umbral de lo humano. Por consiguiente, no es sólo insuficiente o mojigato hablar de “feminización del trabajo” para referirse a la transformación del trabajo en el capitalismo contemporáneo, sino definitivamente tendencioso. Habrá que hablar de pornificación del trabajo y de producción y sujeción del cuerpo en un régimen farmacopornopolítico global. Uno de los índices del grado de explotación del trabajo sexual y pornográfico es la movilidad social de sus trabajadores, la imposibilidad de abandonar este ámbito de producción para acceder a otras formas menos pauperizadas de trabajo. En las actuales condiciones de producción, el trabajo sexual y pornográfico lleva al límite la fuerza ontológica de toda
BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Preciado, p.14.
relación de explotación: en un tiempo en el que el trabajo se vuelve flexible y la reconversión profesional es rutinaria, el trabajador sexual aparece como aquel que de forma más eficaz reduce al trabajador a una esencia natural, marcándolo a fuego y a vida, dificultando su reabsorción en otros mercados de trabajo. Los trabajadores de la industria farmacopornográfica se asemejan hoy a una casta, una especie maldita que, a pesar de la corta duración de la carrera de servicios fármacopornográficos (una media de cinco años) quedan devaluados para cualquier otra tarea del mercado legal. Discuto sobre la situación con V.D. y con Nina Roberts, la jefa de las actrices pornoterroristas francesas: me cuentan que algunas actrices porno engordan quince kilos cuando dejan de rodar películas: para evitar ser reconocidas, para des-sexualizarse, para impedir que las tomen por putas calientes cuando salen a hacer la compra. Se me ocurre que quizá les sería más fácil administrarse testosterona y cambiar de género. Podrían convertirse así en galantes clientes anónimos con brazos peludos y voces roncas. Esa transformación sería como una forma de indemnización política; una suerte de recompensa cultural por haber servido a la formación del Brazo Peludo masturbador heterosexual de base. Nadie imaginaría que una perra calentona puede camuflarse en consumidor porno anónimo y ocupar la deseada posición del ojo dominante con tan sólo unos gramos de testosterona al mes durante apenas seis meses. Curiosamente, esa
transformación inaudita les permitiría acceder al mismo tiempo al lugar del sujeto hegemónico de la representación y al lujo de la invisibilidad pornográfica. Sería también posible pensar en un cambio de género como un modo de relanzar la carrera pornográfica excesivamente corta de las cismujeres actrices porno. Teniendo en cuenta que la vida de una actriz porno es cada vez más fugaz (ninguna pasa de los veinticinco años), podríamos imaginar a Mandy Bright, Jesse Jane, Jenna Jameson o Nina Hartley tras una mastectomía y armadas de dildos talla XL real skin de larga fijación, iniciando una nueva carrera como finísimos dandis del porno que vendrían a desplazar a los Roccos y los Nachos (no me extenderé en comentarios sobre el placer farmacopornográfico de ver a la versión tecno-hombre de Nina Roberts tirarse a todas las estrellas del porno). Pero, por el momento, la restricción de la categoría sindical y jurídica de “trabajo” en el caso de la prostitución, que las actuales instituciones gubernamentales de Occidente (salvo excepciones que debemos considerar como laboratorios políticos disidentes) llevan a cabo y el control de los circuitos de producción y distribución de la pornografía, que evita que ésta se abra paso como una industria cinematográfica equivalente a cualquier otra del mundo del entertainment, no surge de un deseo de proteger los derechos de las mujeres frente a la objetivación de sus cuerpos en el mercado, como afirman al unísono diferentes voces de la izquierda, de la derecha y diversos feminismos. Al contrario. Si es necesario negar que el sexo puede ser objeto de trabajo, de intercambio económico, de servicio o de contrato, es precisamente porque esta eventual apertura de la categoría de trabajo pone en cuestión los pretendidos valores puritanos del espíritu del capitalismo (tanto en su discurso de derechas como de izquierdas), o, más bien, deja al descubierto los verdaderos pornovalores de este. Se trata más bien de un modo de evitar la emergencia pública de los verdaderos motores del capitalismo farmacopornográfico, evitar por todos los medios el pánico social que supondría revelar que no es el trabajo sino la potentia gaudendi la que sujeta la economía mundial; el pánico que genera la desarticulación total del trabajo como valor fundamental de las sociedades modernas. El pánico de admitir que detrás de la economía de la máquina de vapor y del fordismo se esconde y emerge el gigante complejo industrial guerra-porno-droga-prisión.
BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Preciado, p.15.
Narcoficciones colombianas como El Capo y El cartel de los Sapos ponen en escena mucho más que historias de narcotráfico y violencia. En ellas se puede leer una rescritura de conocidos casos históricos a partir de una configuración de género reificante y esencialista que espectaculariza la masculinidad.
L
a década de los ochenta marcó el comienzo del auge del narcotráfico en Colombia y vio a Pablo Escobar, jefe del conocido cartel de Medellín, convertirse en uno de los capos con más dinero y poder en la historia de este negocio. El poder de Escobar aseguró la hegemonía mundial del Cartel de Medellín en el mercado ilegal de drogas y convirtió a Colombia en metonimia de cocaína, un estigma que ha perseguido a los ciudadanos de este país durante años. La muerte de Escobar en 1993 indicó el inicio del fin de la hegemonía colombiana en materia de tráfico de drogas, sin embargo, los efectos culturales de dicha hegemonía han sido duraderos. A pesar del impulso negacionista de muchos, es incontestable que el narcotráfico ha dado forma al imaginario social, cultural, político y económico de la sociedad colombiana desde principios de los ochenta, influencia ésta que sigue vigente aún veinte años después de la muerte de Escobar. La pérdida de hegemonía colombiana en el mercado de las drogas ha propiciado un declive simbólico del maridaje Colombia-Narcotráfico en el imaginario global, pero, paradójicamente, este hecho también ha ido acompañado por un aumento en el número de producciones culturales colombianas que vuelven a poner al narcotráfico y a la figura del capo en el centro de la historia. Es así que el panorama cultural colombiano contemporáneo se encuentra inundado por varios tipos de narconarrativas: cuentos y novelas, telenovelas, series de televisión y películas. En estos últimos años, las sagas de los carteles, y las vidas y destinos trágicos de capos y sicarios, han enganchado a cada sección de la sociedad de la misma manera en la que el capo se ha convertido en el sujeto popular emblemático de las producciones culturales colombianas recientes.
Isis Giraldo realizó estudios de grado en Colombia y una maestría en la Universidad de Oxford. Es asistente graduada y doctoranda de la Universidad de Lausana (Suiza). Sus investigaciones exploran los medios y la cultura colombiana contemporánea y se inscriben dentro de los estudios culturales y las teorías feministas y postcoloniales/decoloniales.
Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Giraldo, p.16.
De todos los tipos de narconarrativas producidas en el país desde finales de la primera década del 2010, las adaptaciones de televisión –tanto telenovelas como series– han estado a la vanguardia y han catapultado a la fama a escritores hasta entonces desconocidos. A pesar de que las primeras son la marca de identidad de los productos televisivos colombianos y latinoamericanos, las segundas han ganado prominencia y buscan atraer mayores y más internacionales audiencias. Así, las series negocian representaciones del tráfico de drogas como un fenómeno muy nacional que despierta interés transnacional. Esto implica un englobamiento de ciertas prácticas de representación asociadas a lo local (codificadas como premodernas) y de otras asociadas a lo cosmopolita (codificadas como modernas). Esta dialéctica entre lo local-premoderno y lo cosmopolita-moderno también tiene efectos en las configuraciones de género y se presta para ser l e íd a desde una perspectiva post-feminista. En contraste con el enfoque dominante sobre la cuestión de la violencia en las narconarrativas, en este texto abordo la narcoficción colombiana desde una perspectiva de género. Sugiero que las configuraciones de género constituyen un aspecto central que, por un lado, define y moldea la cuestión del poder – en sí mismo contingente con la violencia–; y por otro lado, interviene en el espacio cultural y social estableciendo ciertas nociones de “masculinidad” y “feminidad” que refuerzan ideas de diferencia y dominación sexual. Por razones de espacio la discusión será llevada a cabo en términos generales y en ocasiones proveeré ejemplos de un par de narcoficciones colombianas recientes. Ficción y reformulación histórica Muchas de las narconarrativas televisivas colombianas recientes parten de historias basadas en hechos reales, ficcionalizadas como novelas y luego adaptadas a la televisión. Otras toman una forma inversa y parten de ficciones que integran y reformulan la historia según ciertos parámetros. Dos ejemplos paradigmaticos de este tipo de narrativa que encontraron un éxito rotundo tanto en Colombia como en el exterior son El Cartel de los Sapos (2008) y El Capo (2009)1. El Cartel está basada en las memorias de un extraficante de drogas vinculado al Cartel del Norte del Valle, quien las escribió mientras cumplía su sentencia en una cárcel de los Estados Unidos. El libro, y su respectiva adaptación a la televisión, cuenta la historia de este cartel en el contexto del tráfico de drogas en
Colombia desde el punto de vista del autor. Esto implica que la trama, por un lado, muestra exclusivamente el mundo de los círculos delincuenciales; por otro lado, reformula los hechos históricos poniendo en evidencia un esfuerzo de autorepresentación de la parte del autor en miras de su propia reivindicación social. El Capo, por su parte, es una historia de ficción creada por Gustavo Bolívar, y en contraste con El Cartel su trama no está limitada al mundo delincuencial ni es narrada en primera persona, sino que representa la lucha de poder entre el mundo del narco –las márgenes– y el Establecimiento –el centro– a través de la historia de Pedro Pablo León Jaramillo. Según Bolívar, Pedro Pablo “Tiene el bajo perfil de Urdinola, la sagacidad de Leonidas Vargas, la capacidad de engaño de Perafán, la diplomacia de los Rodríguez Orejuela y la sevicia de Escobar”2, es decir, el Capo es un personaje de ficción que toma los atributos de algunos de los narcotraficantes masculinos más notables d e la historia de Colombia. Cabe anotar aquí que, tal vez por amnesia histórica selectiva, Gustavo Bolívar ignoró que este “capo de capos” tiene su equivalente en la historia del narcotráfico en una figura femenina: Griselda Blanco, de quien se dice “mató a 250 personas incluyendo a sus maridos, trató de secuestrar a John Kennedy Jr., le puso a su hijo Michael Corleone y fue la verdadera pionera e inventora del negocio de la cocaína en el mundo”.3 El recasting ficcional del “capo de capos” en una figura masculina a pesar de que la contraparte histórica fue personificada por una figura femenina da fe de la intención de reformular la historia a partir de una configuración de género específica en la cual la figura masculina debe dominar, característica fundamental de las narconarrativas televisivas recientes. La incorporación y reformulación de la historia en estas series enfatiza la manera como las representaciones intervienen en el mundo en el que operan, y evidencia la importancia de leerlas de forma crítica pues éstas construyen el campo cultural, al mismo tiempo que intervienen en el campo político. Narcoficción, cultura y post-feminismo M i lectura toma la narcoficción como un objeto cultural que no emite una significación única sino que ofrece un rango de significaciones entre las cuales, sin embargo, se encuentra una preferida hacia la cual el espectador es orientado4. Siguiendo una práctica
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corriente dentro de los estudios culturales considero estos objetos como “textos culturales” que se prestan para ser leídos. A la manera de Carla Freccero, parto de la premisa de que las representaciones son alegóricas, es decir, que cuentan múltiples historias, no sólo acerca de la trama misma, sino acerca de la cultura de la cual emergen5. Sin embargo, y contrariamente a Freccero y a una tendencia dentro de los mismos estudios culturales de ir a la búsqueda de espacios de resistencia en las producciones culturales populares y de masa, tomo una posición crítica respecto al discurso vehiculado por las narcoficciones. Este tipo de enfoque discursivo parte del principio de que la representación tiene efectos y consecuencias, es decir, que se interesa en “cómo el conocimiento producido por un discurso particular está conectado con el poder, regula la conducta, construye identidades y subjetividades”6. De esta manera las nociones de “poder” y de “hegemonía” son clave. Lejos de tratarse de algo cuya función es reprimir, el poder produce efectos en la arena del deseo y del conocimiento. El poder funciona simultáneamente en el dominio de lo simbólico y lo material, y esto es explotado en estas narrativas. El concepto de hegemonía sigue la misma línea de razonamiento: no se refiere a algo que se presiona desde arriba sino que es construida a partir del consenso, un proceso marcado por “resistencias” e “incorporaciones”7. Las narcoficciones recentran a sujetos marginales por excelencia –capos y sicarios– y es por ello que constituyen textos culturales paradigmáticos que se prestan para un análisis cultural, pues ocupan ese intersticio donde fuerzas opuestas de resistencia e incorporación convergen. Estos textos no pueden ser leídos simplemente como manipulación mediática o como signo de decadencia social. Tampoco pueden ser unilateralmente considerados como historias de resistencia que le dan voz al desposeído, al marginal, al subalterno. El recentramiento de la figura marginal sigue la tradición en L atinoamérica de utilizar el tropo del sujeto popular como la figura que prueba la “originalidad heterogénea” del continente y subraya “el ojo subversivo del marginal que fija el ojo del estado”8. Aunque el potencial subversivo de lo marginal es usualmente dado por sentado en los análisis culturales, lo que sugiero es que en las narconarrativas televisivas las fuerzas progresistas sucumben a las reaccionarias y su potencial subversivo se neutraliza mientras un discurso moralista y hegemónico –conservador y neoliberal– es movilizado y reforzado.
Esta neutralización es puesta en evidencia de manera particular en las configuraciones de género y es llevada a cabo a través de la adopción parcial de un discurso post-feminista. El post-feminismo es un término contestado que ha sido entendido en la academia anglo-americana de diversas maneras: como un marco teórico del mismo corte que el postestructuralismo, el post-modernismo y el postcolonialismo9; como el movimiento que aborda las necesidades de la mujer contemporánea, es decir, el feminismo de hoy10; como el enfoque contemporáneo a las cuestiones de género estrechamente conectado con el neoliberalismo en el cual fuerzas feministas y antifeministas se intersectan y se enredan11. A la manera de McRobbie y Gill, me posiciono del lado crítico del debate. Sugiero así que el post-feminismo engloba el discurso actual dominante sobre las configuraciones de género, la feminidad y la subjetividad femenina además de defender un enfoque esencialista al género y una ideología neoliberal. En el ámbito de la cultura mediática y de masas global el post-feminismo es construido como una versión mercantilizada del feminismo occidental, en el contexto específico de Colombia como una versión en apariencia modernizada de las relaciones de género. Entendido en su contexto histórico el postfeminismo cristaliza una mezcla de puntos de vista que son simultáneamente conservadores y liberales respecto a temas diversos que atañen la cuestión del género. Parte de su conservadurismo reside en su apoyo a las representaciones hegemónicas de feminidad y de familia, y parte de su liberalismo en la manera como dicho apoyo es construido discursivamente. Contrariamente a otras corrientes “post”, el postfeminismo no pretende desestabilizar las estructuras de poder que el feminismo occidental busca desarmar en primer lugar, por ejemplo, el sistema de sexo/género en el cual la figura masculina es dominante y del que se deriva la discriminación, la opresión y la explotación sexual. El post-feminismo entonces recuadra la subjetividad femenina dentro de viejas estructuras sexistas. Este esquema post-feminista opera parcialmente en las narcoficciones televisivas colombianas. Así las subjetividades femeninas en estas narrativas son definidas en función de tropos feministas tales como “empoderamiento”, “elección”, “agencia”, “autonomía” típicos del discurso global neoliberal. Paradójicamente, estos mismos tropos son utilizados por dichos sujetos para afirmar su propia objetivación y dependencia respecto a la figura masculina, además de reforzar configuraciones de género basadas en
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desigualdades de poder. Uno de los efectos globales de todo esto es el recentramiento de las figuras masculinas y una reificación de la diferencia sexual. Finalmente, este enfoque esencialista a la diferencia sexual opera a través de la performatividad de la “masculinidad”, que emerge en tanto que “hipermasculinidad”, al mismo tiempo que efectúa un refuerzo de la heteronormatividad. La hipermasculinidad del traficante Como he venido argumentando a lo largo de este texto, las narcoficciones se centran en el narcotraficante y su mundo, un mundo en el cual las figuras femeninas son obliteradas, o construidas como satélites que giran en torno al sujeto masculino. Estas configuraciones de género derivan de estructuras tradicionales dominantes dentro de los círculos delincuenciales recreados en las narconarrativas. La figura del delicuente, como sugiere Jean Franco, es una figura “híbrida” que resiste a la modernización, y esta hibridez opera sobre una doble coyuntura: la figura del delincuente de un lado, se opone al Estado e introduce caos en el poder utópico y fundamentalmente masculino del mismo; del otro lado, refuerza lógicas dominantes respecto a la circulación del poder pues éste también circula exclusivamente entre hombres en los ámbitos delincuenciales12. Esto tiene varias implicaciones que entran en juego en estas narrativas: primero, el recentramiento del protagonista masculino alrededor del cual se organiza la trama; segundo, la intensificación de un sistema de sexo/género dominado por esa misma figura masculina; tercero, una construcción de la masculinidad que emerge como hipermasculinidad –el capo es el epítome del macho– y que es performativa in extremis; cuarto, una construcción polarizante y esencializadora de la diferencia sexual. Nos encontramos entonces aquí ante una paradoja recurrente en la narcoficción: de un lado, la masculinidad, que emerge en tanto que hipermasculindad, es altamente performativa, es decir, es “una identidad tenuemente constituida a través del tiempo, una identidad instituida a través de una repetición estilizada de actos”13; por otro lado, esta masculinidad es construida como esencia inmanente del sujeto masculino. Finalmente, y esto es también fundamental en la construcción de la figura del narcotraficante en los textos en cuestión, esta reificación de la diferencia sexual constituye el imperativo social básico a través del cual la heterosexualidad es reforzada14.
La heteronormatividad parece ser una de las características fundamentales de las narcoficciones, al punto que una lógica donde poder real –simbólico y material– es equiparado con “poder heterosexual”. Un ejemplo interesante lo provee El Capo a través de uno de sus personajes femeninos, La Perris, sicaria y guardaespaldas de Pedro Pablo, el capo. La Perris llega a los servicios del capo tras pasar un test de rapidez y puntería de alta dificultad en el que vence a varios participantes. La Perris es consistentemente representada como una mujer con carácter, que desconoce el miedo, fiel a su patrón pero con la iniciativa y la inteligencia necesaria para tomar decisiones y valerse por sí misma. Además, se mueve en el bajo mundo con habilidad y sagacidad y es tan peligrosa, o más peligrosa, que cualquiera de los hombres que hacen parte de los círculos delincuenciales con los que opera. Dada su marginalidad, La Perris es el único personaje femenino en esta serie que rechaza los códigos establecidos de feminidad: su forma de caminar, de hablar y su lenguaje corporal distan de las representaciones hegemónicas de feminidad de manera que sus atributos –vestimentarios, gestuales y corporales– contrastan con los de los otros personajes femeninos. A esto se adiciona que La Perris es construida verbalmente en tanto que lesbiana, punto importante porque su personaje se inscribe dentro de la narrativa de El Capo como argucia para abrir espacio a lo que Judith Halberstam denota como “fantasía de conversión heterosexual”15. Cuando digo que la construcción de La Perris en tanto que lesbiana se hace verbalmente, me refiero a que su supuesto lesbianismo sólo se construye a través de la palabra, al mismo tiempo que en las pocas escenas sexuales que la involucran aparece en la cama con hombres. Sólo en una ocasión La Perris es puesta en escena en un acto sexual con una mujer: estando encarcelada “debe”, pues claramente no quiere, ceder a los avances sexuales de una reclusa para obtener favores que le posibiliten el escape. El interés de desarrollar un aspecto de la narrativa en la dirección de la fantasía de conversión sexual está relacionado con la construcción de Pedro Pablo como un sujeto masculino con características inmanentes de verdadero hombre. Es decir, un sujeto masculino de un narcisismo exacerbado que, como sugiere Halberstam, juega un rol preponderante en este tipo de dramas de conversión puesto que “el protagonista nunca duda de su atractivo físico o de su derecho intrínseco al poder y la dominancia social y, particularmente, a todos los
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objetos sexuales disponibles”16. Esta lectura de La Perris explica entonces por qué a pesar de que su “seudo-masculinidad” contrasta con la “feminidad” de los otros sujetos femeninos de la serie, La Perris tiene el pelo largo. El pelo largo se convierte entonces en el elemento clave de feminidad, incluso para aquellos sujetos que se posicionan en las márgenes de esa misma feminidad. En otras palabras, si La Perris no fuera femenina en ciertos aspectos –es delgada, muy atractiva, tiene pelo largo– el capo no se sentiría atraído por ella. La conversión de la Perris, sin embargo, no está limitada al aspecto heterosexual. Además de enamorarse de Pedro Pablo, también queda embarazada de él durante el único encuentro sexual que tienen, razón por la cual al final decide dejar la vida de sicaria. Pedro Pablo se erige entonces como el único hombre capaz de sacar a flote la verdadera esencia de mujer latente en La Perris: por un lado la encamina hacia la heterosexualidad, por el otro, la convierte en madre. Así, la agencia y el empoderamiento de la Perris son subvertidos por dos elementos complementarios que apuntan a su construcción esencialista en tanto que sujeto femenino: heterosexualidad y maternidad. Una vez más hay aquí una paradoja: La Perris performa cierta masculinidad al mismo tiempo que es construida como un sujeto con una esencia femenina inmanente a la espera del verdadero hombre capaz de sacársela a flote. El personaje de La Perris se define entonces en torno
al personaje del capo y sirve fundamentalmente para ratificar el valor masculino de éste. En guisa de conclusión Las narcoficciones televisivas colombianas han sido objeto de críticas acérrimas por su recentramiento del tráfico de drogas en un momento en la historia de Colombia en el que se quiere colocar ese mismo tráfico como parte de un pasado que no volverá. Dada la larga historia de violencia a la que ha estado sometido el país, y dado el rol del narcotráfico en la exacerbación de esa violencia, la mayoría de las lecturas que se hacen de la narcoficción colombiana se centran precisamente en la cuestión de la violencia. En este texto quise salir de esta dinámica y proponer una lectura de la narcoficción colombiana desde una perspectiva de género partiendo de la premisa de que las configuraciones de género en este tipo de narrativas son tan centrales como sus aspectos contigentes de violencia y poder. La representación de la narcoficción en torno a la figura del capo reifica la noción de diferencia sexual, ignorando que más que una función de diferencias materiales las diferencias sexuales están también marcadas y formadas por prácticas discursivas. El énfasis en la masculinidad del traficante, que emerge en estas series como hipermasculinidad, pone de relieve esta misma cuestión de la performatividad del género que el enfoque esencialista busca eliminar.
1
El Capo (2009), TV series, 1° temp., RCN Televisión. El Cartel de los Sapos (2008), TV series, 1° temp., Caracol Televisión. Revista Semana (ago. de 2009). Gustavo Bolívar: A la guillotina con Gustavo Gómez. 3 “Griselda Blanco, tan cruel como Escobar”, en: Semana.com, 2012. 4 McRobbie, Angela. The Uses of Cultural Studies. London, Sage Publications, 2005, p. 11. 5 Freccero, Carla. Popular culture: An introduction. NYU Press, 1999, p. 5. 6 Hall, Stuart. “The Work of Representation” en: Representation: Cultural Representations and Signifying Practices. Ed. Stuart Hall, Sage, 1997, p. 6. 7 Storey, John. Cultural Theory and Popular Culture: an Introduction. Fifth Edition, Pearson Education Limited, 2009, p. 81. 8 Masiello, Francine. The Art of Transition: Latin American Culture and Neoliberal Crisis. Duke University Press Books, 2001, p. 29. 9 Brooks, Ann. Postfeminisms: Feminism, Cultural Theory and Cultural Forms. Routledge, 1997. 10 Braithwaite, Ann. “The personal, the political, third-wave and postfeminisms” en: Feminist Theory 3.3, 2002, pp. 335-344. Genz, Stéphanie. Postfemininities in popular culture. Palgrave Macmillan, 2009. 11 McRobbie, Angela. “Post-Feminism and Popular Culture” en: Feminist Media Studies 4.3, 2004, pp. 255-264. Gill, Rosalind. “Postfeminist media culture” en: European Journal of Cultural Studies 10.2, 2007, pp. 147-166. 12 Franco, Jean. Plotting women: Gender and representation in Mexico. Columbia University Press, 1989, p. 148. 13 Butler, Judith. “Performative Acts and Gender Constitution” en: Theatre Journal 40, 1988, pp. 519-531. 14 Cfr. Butler, Judith. Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity. New York & London, Routledge, 1990; Bodies That Matter. London y New York, Routledge, 1993. 15 Halberstam, Judith. “The good, the bad, and the ugly: men, women, and masculinity” en: Masculinity Studies and Feminist Theory. Ed. por Judith Kegan Gardiner. New York, Columbia University Press, 2002, p. 350. 16 Ibid, p. 351. 2
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CUENTo
VAIVENES DE UN ARÚSPICE
JORGE CONSIGLIO
E
stoy fumando en mi pequeña pipa el tabaco un poco amargo que trajo Steve. Doy una chupada a la boquilla y trato de que mi paladar se humecte con la incertidumbre del humo y lo precise. No lo logro. En el vaho blanco, que me estremece desde el fondo del pecho hasta la lengua, palpita una ferocidad lenta, natural, de leyenda. Disfruto reprimiendo una voluntad de toser que surge, como una pequeña contracción, en algún sitio impreciso de la garganta. En medio de la penumbra definitivamente exótica que me rodea, dejo que la sonrisa gane mi boca. Mi sonrisa no es exagerada; nunca lo fue a decir verdad, apenas una insinuación en las comisuras de los labios. Llevo puesto un atuendo elemental. Se trata de un rectángulo de tela blanca que me ciñe el cuerpo, pasa por debajo de la axila derecha y se sostiene mediante un nudo sobre el hombro contrario. Debido a mi postura –me hallo recostado sobre almohadones–, mis genitales asoman abandonados entre los pliegues de mi vestido. La calle, detrás de la ventana, se hace próxima por medio del sonido y del olor. Me llegan, como una ofrenda, voces de gente atormentada que hiede igual que las bestias a las que somete. La confusión habla del sudor metropolitano de la carencia. El idioma crispado es una violencia indispensable: a las pocas horas de nacer, cada habitante se entera de lo poco que vale la vida en este lugar. Escucho que alguien sube la escalera de madera que conduce al cuarto que ocupo. Cada escalón le sirve para arrastrar los zapatos y para perder otro poco del exiguo oxígeno que puede retener. En esta ciudad, me conoce muy poca gente: no puede ser otro que Steve. Ahora, respondo a los cuatro golpes cortos y de igual intensidad que un puño produce en mi puerta. Digo: —Adelante, está abierto, y espero unos segundos. Entra Steve con la cara atravesada por un cigarrillo. Me saluda. Debe tener cincuenta años. Tiene el abdomen abultado pero nadie lo calificaría de gordo. Su rostro, idéntico a su cuerpo, es marrón, exacto, cruel. Gobernado por una nariz como un túmulo. Lleva puesta una camisa blanca remangada hasta los antebrazos y una corbata multicolor que combina con sus gestos. Habla sin quitarse los lentes oscuros ni el sombrero panamá. Dice, en un portugués un tanto incomprensible, que este país lo sorprende con sus alternativas; que lamenta tener que regresar tan pronto, pero que tiene pensado hacer otro viaje y quedarse por lo menos un par de meses. Yo digo que sí en silencio y continúo con la pipa. —¿La cachaça?, pregunta. BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Consiglio, p.23.
Le señalo un armario. Saca una botella y dos vasos. Los llena y me da uno. —Gringo, ¿qué pensás hacer con tu parte?, dice y se ríe. Pienso en el sentido de lo que acabo de oír. Ante mí hay un tipo algo aturdido. Su pregunta, inevitable, resuena unos segundos como un arpegio equivocado. —Lo que haría cualquier ser sensato: dulcificar el letargo, digo. Seguimos con la cachaça hasta casi acabar la botella. Mantenemos un diálogo fragmentario y cada vez más confuso. Steve suda y me pregunta si estoy conforme con Thais; pero un sueño duro se posa sobre mi frente y no logro responderle. Me estoy quedando dormido.
DOS Manos hábiles trabajan en la planta de mi pie derecho. Los pulgares presionan dibujando un arco. Me despierto al placer. Thais tiene diecinueve años y es servicial conmigo porque me ama. Nos adeudamos una buena cantidad de días fuera de lo común. Ahora comienza con el izquierdo. Sus dedos entienden de mi cuerpo. La miro, agradecido, y pienso que jamás le voy a decir lo que sé de ella. Le gusta jugar con mi barba. Con un movimiento de cabeza le sugiero un cambio de actividad y de inmediato me conforma: enreda los labios en el laberinto de pelos de mi cara. Steve, de espalda al piso, nos observa con la cabeza ladeada. Lento, se rasca la papada mientras me respeta. Es reservado y cauto para sus negocios. Me pregunta: —Gringo, ¿qué vas a hacer con tu parte?, pero no espera respuesta. Lo conocí en casa de Zezé, lugar donde nació una vida enemiga de la que había llevado hasta entonces. Tomo otro poco de tabaco y lo coloco dentro de la pipa. Lo empujo con un trocito de madera, sin ejercer demasiada presión, sólo para comprimirlo un poco. Acerco una llama y aspiro. Oigo los levísimos estallidos de las hebras secas quemándose. Una nube cargada de aroma disimula los rasgos de mi cara. Tengo voluntad de hablar. Algo impreciso despierta en mí el anhelo de fijar lo vivido en las vetas de la madera que conforma el techo. TRES Soy porteño: llevo la humedad hasta en las arrugas de los párpados. Fui parte de las Fuerzas Armadas.
Entré muy joven al Colegio Militar seducido por la certeza que inspiran la rutina férrea y la disciplina. Debo reconocer que mi carrera no fue brillante; sin embargo, a los cuarenta y siete años me sentía conforme con mi grado y mi destino. Era Teniente Coronel y cumplía funciones en el Comando en Jefe del Ejército. A los veintiséis años conocí a la que, un año y medio más tarde, iba a ser mi esposa. Fue en Chubut. Yo estaba en el RI25 de Colonia Sarmiento. Recuerdo que por aquellos días se apoderaba de mí, sobre todo al atardecer, un malestar pantanoso e injustificado. Para ser más claro, a eso de las siete de la tarde, una ansiedad honda me mordía la garganta y me obligaba a abandonar la actividad que estuviera haciendo para encerrarme en el baño más próximo. Allí optaba por la voluptuosidad o por el llanto desconsolado. Al analizar obsesivamente estas conductas, mi formación me hizo creer en la necesidad de tener una familia. Un viernes helado de agosto conocí a la hermana de un teniente de mi misma promoción. Era hermosa y dueña de una asombrosa manera de observar el mundo. El color del esmalte que elegía para las uñas y el uso exagerado de delineador eran los únicos detalles que delataban su vulgaridad. Nos casamos y, en poco tiempo, tuvimos dos hijos varones. Debido a los traslados que me imponía mi actividad, uno nació en Río Gallegos y el otro en Formosa. Llevábamos varios años de matrimonio y yo había hecho buena parte de mi carrera en el ejército cuando nos instalamos en Buenos Aires. Había comprado un departamento luminoso sobre la avenida Rivadavia. Con el auto llegaba al Comando en Jefe exactamente en ocho minutos. Hasta el momento, todo nos había resultado fácil y, en cierto sentido, agradable. Cuando un verano decidimos irnos veinte días a Río de Janeiro, jamás podría haber imaginado que, detrás de un hecho tan trivial, por lo menos en apariencia, como tomarse unas vacaciones, iba a ocultarse un cambio radical, definitivo. Nos fuimos en un vuelo de Varig un seis de enero. Pasamos casi todo el viaje metidos en un juego de cartas que mi mujer había aprendido hacía poco. Gané todas las partidas, a pesar de que, como de costumbre, no conseguía retener las reglas elementales que las regían. Mi suerte desproporcionada asombró a todos y sirvió como excusa para el humor. Me repetían: “Suerte de principiante”. Pero a la luz de lo que sucedería más adelante, aquella primera relación con el azar podría ser interpretada de una forma diferente, en la que el término “principiante” sería tal vez lo único correcto.
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Ya en Río, repartíamos el tiempo entre la playa y las excursiones. A los pocos días, estábamos con la piel dorada por el sol. Animados por nuestro nuevo aspecto y sin ser demasiado conscientes de la actitud, intentamos hacer menos evidente nuestra condición de turistas. Lo que logramos fue la parodia de nuestras expectativas. De esta forma pasó la primera semana de nuestra estadía. En la segunda, se cumplieron la serie de hechos que ayudaron a que yo dejara de ser quien había sido hasta entonces.
CUATRO Una mañana caminábamos con mi hijo mayor por la playa. Entre unas rocas, descubrimos indicios de una fogata y los restos sanguinolentos de una gallina blanca. Asombrados por el hallazgo, nos quedamos hurgando entre los restos. Vimos una cadena gruesa semienterrada en la arena. Mi hijo la levantó y, por unos momentos, osciló una medalla que tenía grabada la cabeza de un león. “Me gusta –dijo–: me la llevo”, y lo hizo a pesar de que me opuse. Más tarde, nos enteramos de que la posesión de estos objetos convoca la desgracia. Ese mismo día, cerca de las siete de la tarde, salí del hotel con la excusa de conseguir algún diario argentino. Como siempre, parado a la derecha de la puerta giratoria estaba el portero disfrazado con su atuendo verde claro. Era un hombre negro y corpulento. Sugería una blandura repulsiva. Había sido el encargado de advertirnos los riesgos que corríamos debido al capricho de mi hijo por conservar la cadena. Cuando pasé a su lado, me saludó con un gesto breve: entrecerró los ojos y arrugó la nariz. Me vino a la mente la mueca respetuosa pero, en su esencia, montaraz que, cada mañana, me dirigía un suboficial en Resistencia y a la que respondía: "Buen día, cabo". Encontré el Clarín en el primer quiosco que me crucé. Con el diario doblado bajo el brazo, me puse a buscar un lugar adecuado para leerlo. Me fui acercando al mar. La avenida Atlántica empezaba a llenarse de gente. Algunos comerciantes encendían las luces de sus negocios a pesar de la firmeza con la que, aún, se imponía el día. Después de unas cuadras, me sentí cansado. Puse el Clarín sobre un banco de piedra y me senté. Estuve tranquilo hasta que, poco menos que espontáneamente, se fue creando un tumulto. La causa: una pelea en la playa.
De improviso, lo que era mi entorno empezó a moverse de una forma desquiciada; cada elemento parecía regirse de acuerdo a un patrón individual. La mayoría corría. Y aquellos que permanecían de pie, observando, amparados por la distancia, tiraban golpes al aire, saltaban y gritaban, como si un vallado invisible les impidiera la participación directa en el asunto. Hasta la arena era parte de la constelación frenética que se dilataba sobre la superficie. Sin embargo, la confusión que provocaba el gentío no fue suficiente para disimular lo excepcional a mis ojos. No tengo dudas de que aquella mujer negra era el espectador ideal. Sentada en un banco enano de madera, mantenía una expresión mineral, fruto de una atención perfecta, casi abstracta. Me separaban de ella veinte metros. Con el mismo temor que de chico sentía cuando quería sorprender a un pájaro, me le acerqué. Era morena, crespa, abundante, sólida. Me vio: un turista de bigotes espesos y pelo tirante de gomina con un diario apretado en la axila. —Quiero que me prediga el futuro, le dije en un castellano velado por el pudor. No me entendió. Repetí lo mismo un poco más pausado y ayudado por gestos. Me indicó un lugar en el suelo para que me sentara y dijo que tenía que aclararle qué aspecto del futuro me interesaba conocer. —Algo general... Un poco de cada cosa, propuse. Sonrió y extrajo de algún lugar de su pollera blanca un puñado de pequeños caracoles. Antes de arrojarlos frente a mí, dijo: —Gringo, lo impreciso cuesta más caro. Al comienzo, los vaticinios fueron prudentes, dictados por la costumbre del negocio; pero ni bien su mirada se encontró con los caracoles dispersos, enmudeció. Se quedó un tiempo así, abstraída. Estudiaba la caprichosa distribución que tenía ante sus ojos. Cuando me miró de nuevo, sus labios redondos y gruesos no tenían nada que decirme. Y enseguida agregó: —Sos un hombre con el destino desnudo. Ya no hay más cosas que tengas que vivir. No respondió mis preguntas ni me aceptó los dólares que quise darle. Mientras volvía al hotel pensé que, si mi mujer se enteraba de la entrevista que acababa de tener, me iba a ridiculizar sin tregua. Entonces, no tuve dudas, inventé una excusa y guardé el secreto. A la tarde siguiente dio comienzo lo inaudito.
BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Consiglio, p.25.
CINCO Volvíamos de la playa con mi hijo mayor. Hablábamos de diferentes tipos de anzuelos. Caminábamos con tranquilidad. Mi mujer con el más chico en los brazos iba delante nuestro. Cruzó una calle angosta y poco transitada y se detuvo a esperarnos. Nosotros, acaso distraídos, no conseguimos reunimos con ella. Antes, nos atropelló un auto moderno, largo, de color acero. Quedamos sobre el asfalto inconscientes y llenos de sangre. Muchos de los que vieron el accidente nos creyeron muertos.
SEIS Abrí los ojos en un lugar oscuro. No tenía la más mínima memoria de lo que había ocurrido. Escuché la pesada respiración de personas dormidas. Alguien se quejaba con una voz tenue, lejana. A pesar de lo obvio, soporté una hora de perplejidad hasta advertir que me encontraba en un hospital. A veinte metros a la izquierda de mi cama había una ventana. Pude ver el amanecer. Por un momento, el rectángulo de la sala y los bultos de las camas se impregnaron de una claridad que exaltó el olvido como destino irremediable. Me dolía el pecho –tenía puesta una faja o una venda muy ajustada– y la muñeca derecha. A la mañana, llegó mi mujer. Lloró, fue efusiva. Me explicó lo del accidente. Mi hijo fue el más afectado, se había fracturado las piernas. Dije para mí, sin verdadera convicción: “la maldita cadena”. —Ocupate de llamar a Buenos Aires y avisar. A ver si hacen algo para trasladamos a un lugar más digno -le ordené. —Ahora voy al hotel a buscar ropa y llamo desde ahí— dijo sin dejar de sollozar. La vieja que estaba en la cama de enfrente no dejaba de miramos. Sus ojos parecían incompatibles con el presente. La enfermera me informó sobre mi salud. Lo único que tenía era un par de costillas fisuradas. Aliviado, estiré las piernas y recorrí sumariamente la superficie de la cama. Me topé con la estopa del colchón: las sábanas habían sido abandonadas a las urgencias y al tiempo. Estuve en esa sala mugrosa no más de treinta horas. La temperatura subió a medida que la gente se fue despertando. Algunos, envueltos en jirones de ropa o en toallas, deambulaban hasta el baño. Sin excepción, estaban lívidos, con el pelo revuelto y grasoso,
confundidos en el anonimato que impone la muerte próxima. Fui a orinar. Comprobé que estaba en un primer piso. Supe también que una escalera de mármol llevaba al pasillo central de la planta baja, donde, detrás de una puerta giratoria, había una avenida transitada casi exclusivamente por camiones. El hospital, me enteré después, estaba en una zona industrial, cerca del puerto. Al mediodía, los que tenían energía tragaban la comida con voracidad. Yo, medio aturdido, me entretuve buscando algo que rompiera la monotonía. Todas las cosas en aquella sala, incluyendo la comida y el agua, eran color crema. Cerca de la una, llegó mi mujer con una vianda. Tenía la nariz y los ojos congestionados. Estaba desbordada por las circunstancias. —Se me hizo tarde. Estoy loca con los trámites de la internación. Te traje algo para que comas -dijo y dejó sobre mis piernas un paquete tibio. —No tengo hambre. Le hablé con la verdad pero con un tono que hasta el momento me había sido ajeno. Creo que para ninguno de los dos fue una cuestión de modulación de voz. Ella tuvo un momento de vacilación, como si se enfrentara a alguien que no fuera su marido. Se jugó con una pregunta: —¿Tenés asco? —No. No tengo asco. Insistió. Me preguntó sobre mi salud. Quiso confortarme. No le presté atención. Ni siquiera quería mirarla. Por eso, justamente, se perdió en su monólogo: —Estoy llena de problemas y encima vos, ahora, te hacés el raro. Voy a atender a mi pobre hijo. Se alejó rápido. Le regalé la vianda al tipo de la cama de al lado.
SIETE Cerca de las tres de la tarde, entró una vieja vestida con un guardapolvo sucio. Limpiaba. Movía un balde lleno de un líquido blanco. Retrocedía –abstraída, metida en sus cosas– arrastrando un secador y un trapo de piso. Retrocedía. Dejaba sobre las baldosas una larga huella húmeda. Ni bien terminó con el piso, se me acercó. Dijo algo grave que entendí a medias. Sin esperar respuesta, me agarró del brazo y me obligó a pararme. No tuvo dificultad para correr la cama más de un metro. Abajo había un hueco de desagüe. La mujer tiró el contenido del balde en ese pozo y corrió de nuevo la cama.
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Después se fue, fiel a su indiferencia. Permanecí parado y dolorido. Su maltrato repercutió en mis lesiones. Ahora para respirar una minúscula porción de oxígeno tenía que soportar desgarros en el tórax. Desnudo, rengueé hasta una especie de hall en el que desembocaba la sala. Nacía un pasillo abovedado que llevaba a los baños. Cuando lo recorrí me llamó la atención una puerta de chapa, en la que antes no había reparado. La abrí. Encontré en un cuarto repleto de guardarropas metálicos. No pude elegir lo que iba a ponerme: la mayoría de los roperitos estaban cerrados con candados. Bajé la escalera vestido con un jean, una remera blanca y unas zapatillas de lona. Casi me desmayo del dolor, pero me mordí el labio y busqué la salida. Como si no dependiera de mí, como si fuera otro el que andara con mis pasos, me fui alejando del hospital.
OCHO Tuve fiebre. Deliré: recuerdo un grupo de muchachones, entre los que había uno con orejas enormes y blandas, que le pegaban a un perro. Llegué al puerto bañado en un sudor. Un tipo de cara picada me marcó las manchas de sangre en la remera. Me desmayé sobre unas bolsas de arena. Cuando recobré el ánimo, me esperaban dos o tres días que no son para mí más que imágenes borrosas. A menudo, trato de ordenar este lapso, de verificarlo. Lo único que logro es superponer escenas en las que soy protagonista pero que, al mismo tiempo, me resultan ajenas. Me veo sentado en el piso, en la puerta de alguno de esos bares de Santa Teresa con los dedos aceitados apretando un pedazo de pescado frito. A mi lado hay una cerveza y me acompañan dos hombres. Me veo cubierto de cartones, sucio de barro, ocupando el espacio entre dos vidrieras llenas de ropa de mujer. Me veo en una pieza roja, empapelada, durmiendo en una cama angosta. Me veo llorando cerca de un cuerpo. Tiene la cara desfigurada. Es de una blancura irreal. Este período finalizó una mañana en un balneario de San Camada. Estaba tirado en la arena, preocupado porque escuchaba el ruido de las olas pero no podía verlas. El día era una claridad destemplada que no terminaba de precisarse. Por un momento, la humedad y la niebla me hicieron pensar que me había llegado la hora. Ocupado en estos pensamientos, no me di cuenta de que Zezé – quizás por el asombro, la vi más negra y más flaca de lo
que después comprobé que era– estaba arrodillada a mi lado. En su mirada había algo raro. No sé: una locura, una enfermedad. Enseguida, extrajo de una bolsa de nylon una naranja y me la ofreció. Dijo: —Si seguís así, en poco tiempo te ablanda la muerte. Tengo un lugar para que te recuperes tranquilo. Me ayudó a levantarme y a caminar. Salimos de la playa y nos internamos en la ciudad. Fue la mujer que me dio lo que yo necesitaba para seguir con vida.
NUEVE Su casa: una tapera en el morro Vidigal. Vendía cuadros en un puesto sobre la avenida Atlántica, en Copacabana. Nunca me preocupé en saber de dónde sacaba esas pinturas. Eran motivos tropicales de colores saturados. Los amontonaba sobre una de las paredes, casi encima de la cama. Eran lo primero que yo veía cuando me despertaba. Pasaron más de tres meses hasta que me restablecí. Durante ese tiempo, Zezé se ocupó de mí como si fuera un chico. Para desayunar, cortaba rodajas de mamón, exprimía naranjas y calentaba leche en un jarro de metal. Cuando llegué a su casa, una de las primeras cosas que hizo fue vendarme el pecho y obligarme a guardar reposo estricto. Por lo menos dos veces al día, me inspeccionaba. Tenía la formación y la experiencia de una enfermera. Al volver de Copacabana, me traía regalos que respondían a su estética: ropa blanca, sandalias, piedras llamativas. Yo los aceptaba con mi mejor disposición y, de a poco, empecé a usarlos. Entendí que debía unirme a cada partícula de ese cosmos exaltado y espontáneo que ahora me incluía.
DIEZ Tenía poca actividad en el morro. De vez en cuando, leía revistas o diarios que encontraba por ahí, pero el esfuerzo de enfrentarme a un idioma que no era el mío, resultaba suficiente para desalentarme. Lo único que hacía con continuidad era sentarme, con cachaça a la mano, a la sombra de un plátano a jugar con unas piedras verdes. Eran regalo de Zezé. La gente, los vecinos, se acostumbraron a verme echado en el suelo estudiando la distribución de las piedras sobre la tierra.
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La verdad es que descubrí placer estando inmóvil, con la cara pegada al piso, atento sólo a la distribución y a los colores. No era excepcional que me sorprendiera la noche dormido debajo del árbol.
ONCE La primera vez que apareció Steve, Zezé me estaba bañando en una enorme tina de aluminio. Me refregaba la cabeza llena de espuma con la yema de los dedos. Decía que, a pesar de ser blanco, nunca me iba a quedar pelado. Steve, como ahora, llevaba puestos anteojos negros. Me saludó con una palabra breve y un movimiento de cabeza, como si nos conociéramos de siempre. Al verlo, pensé que se acababa mi suerte y no me importó demasiado. Con una mueca a mis espaldas, le hizo entender a Zezé que quería hablar solo con ella. Creí que esa tarde nos iba a deparar alguna violencia, pero Zezé se puso seria como nunca la había visto y le habló con voz firme: —Si lo que tenés que decir no es para cuatro orejas, mejor te vas. Steve reaccionó con una frasecita torpe y se alejó como si estuviera apurado. A las dos horas, estaba sentado frente a nosotros proponiendo uno de sus pequeños negocios. Habló sin pausa más de una hora. Me aburrió horriblemente con su lista inacabable de pormenores. Su palabrerío me exaltó y lo interrumpí. —Si querés, te puedo adelantar algunas cosas que te van a pasar —dije y después de unos segundos agregué algo que, al pronunciarlo, me resultó exagerado: — Desde hace un tiempo, con voluntad, puedo leer el porvenir en las piedras verdes. Zezé y Steve se quedaron mirándome con la boca abierta. Yo sonreía. Me acariciaba los pelos de la barba, que había ido creciendo aguda, en punta, acentuando el vértice del mentón. Ahora, tenía el perfil angosto de los depredadores. Trabajé sobre la mesa. Steve decía que sí en silencio. Su expresión ayudó al desarrollo natural del ejercicio. Mi oráculo me ofrecía un discurso lleno de símbolos. Yo lo repetía convencido y al pie de la letra. Terminé cansado y de buen humor. Zezé pensó que las piedras eran mágicas. Por eso, las agarró con delicadeza y las guardó de a una en una cajita hexagonal de madera perfumada. Steve, con los anteojos como una vincha sobre la cabeza, preguntó solemne: —¿Cuánto te debo, gringo?
Negué con un gesto y solté una carcajada. Insistió: —Este tipo de cosas no se regalan. Aceptá, por favor, lo que quiero darte. Buscó en su morral. Extrajo una pipa de raíz de brezo. —Es tuya —dijo y la puso sobre la mesa. Tenía el olor áspero de la marihuana. —Quiero estrenarla con algo aromático. Algo bien aromático. —Gringo, mientras yo esté cerca, nunca te va a faltar qué quemar. Es curioso: ahora que vuelvo sobre esta frase de Steve, pienso que todos los hombres, en el momento más inesperado, son capaces de expresar un vaticinio; sin embargo, muy pocas veces esta predicción quiebra la cáscara de lo cotidiano. Por lo general, permanece muda para los oídos del mundo.
DOCE Bajé dos veces a la ciudad en todo el tiempo que viví en la casa de Zezé. No fue por miedo a que me encontraran los que me consideraban un desertor – conozco sus procedimientos–; sino porque el morro me dejaba satisfecho. La gente, los vecinos, empezaron a conocerme. Teníamos un intercambio que yo no había buscado, pero que con el paso de los meses me fue entusiasmando. Ellos me daban gallinas vivas, revistas viejas, pedazos de carne salada o alguna garrafa de agua ardiente; yo les adivinaba el futuro. Venían a consultarme a la noche. Tímidos o reverentes, atravesaban la cortina floreada y con preguntas simples guiaban mi lectura. En el morro, aprendimos que el destino es rígido aunque, en gran medida, aplacable. Por esta causa, el esfuerzo por conocerlo, en la mayoría de los casos, resulta decisivo para evitar desgracias. Por mi desconocimiento del arte adivinatorio, imaginé que las piedras verdes eran lo único que yo podía manejar. Sin embargo, dos días antes de que terminara el año, cambié de opinión. Me visitó el tipo más flaco que vi en mi vida. Era moreno. Un bigote espeso le cortaba la cara. Traía un mono chiquito atado de tal forma que apenas podía respirar. Me dijo: —Señor, hace menos de un mes perdí las tres cosas que eran el soporte de mi vida. Me siento una sombra, pero no pienso resignarme: quiero encontrar estas cosas, volver a ser el hombre que fui. Le hice un gesto con la mano a Zezé para que me trajera la caja hexagonal y le dije al tipo:
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—Pocas veces encontré lo que se perdió. Lo mejor es conformarse con saber la razón del alejamiento de esas cosas. Antes de que abriera la caja, agarró el mono con las dos manos y me lo ofreció. Creí que era su forma de pago. Dije: —Después. —Usted no entiende —dijo—. Mientras se me derrumbaba la vida, este animal estuvo rondando por mi terreno, trepando a mis árboles. En el cuerpo debe tener los secretos que me interesan... ¡Tiene que buscar en el mono! Pasé por alto la impertinencia. Despejamos la mesa y procuramos acostar al mono boca arriba. Demoramos un buen rato en estirarle las patas y sujetarlas al mueble. Los chillidos, que habíamos sumido como inevitables, fueron aplacados por la mano hábil de Zezé: en un descuido del bicho le metió una mordaza en la boca. Le abrí el vientre –me pareció la zona más accesible– con un pedazo de vidrio. Hice un corte vertical, empecé debajo del esternón y terminé en el pubis. El cuerpo blando cedió enseguida a la presión del filo. Pronto las vísceras estuvieron al descubierto. Metí los dedos de la mano derecha en ese magma tibio. Antes de que el mono muriera, había descubierto que mi habilidad para predecir no dependía solo de las piedras. Pude entender la forma de la verdad apenas oscurecida por los humores. Recuerdo que cuando le hablé, el tipo lloró. Después, me pagó con oro. Pasaron unos días. Una negra joven y agradecida me dio una bolsita de gamuza cerrada con un cordel de cuero. Dijo que no tenía con qué pagarme, que lo que me dejaba había sido de su hijo muerto. No quise aceptarlo, pero ella, empecinada, me repetía: —Usted puede dar buen uso a mi recuerdo. Vacié la bolsa. Sobre la mesa, quedaron desparramados siete dientes irregulares. Desde aquel momento, a pesar de la fastidiosa oposición de Zezé, reemplazaron a las piedras.
TRECE La casa del morro era de maderas gruesas y estaba casi completamente cubierta por una vegetación tupida que subía hasta la copa misma de los árboles. Era un lugar húmedo y muy favorable para los insectos que, desde su distancia, eran testigos de todo lo humano. Teníamos tres piezas conectadas entre sí. Se entraba por la del medio que era la sala de estar. A la derecha,
estaba la cocina y, a la izquierda, nuestra habitación con una gran ventana clausurada por las ramas de las trepadoras. Del techo colgaba un ventilador que movía la penumbra. Nunca me enteré de lo que sucedía en la casa por las mañanas: dormía, por lo general, hasta el mediodía. Pero era común que, por las tardes, Zezé se juntara con un grupo de gente. Pasaban horas tomando cerveza, traspirando y hablando a los gritos. Todos parecían reírse del mismo modo. Odiaba esas tertulias que parecían divertirlos tanto. Me quedaba tirado en la cama escuchando la radio o fumando. De las personas que iban, solamente me ocupaba en saludar a Steve y a una mulata joven de buenas caderas que, me enteré una tarde, era la hija de Zezé. Hace más o menos un mes, en medio de una de estas reuniones, Steve entró en la habitación y se sentó en la cama en la que yo estaba acostado. Traía una botella de cerveza. Me dijo en voz baja: —Gringo, tengo un negocio para vos. Es mucho más grande de todo lo que hasta ahora hicimos. Te lo ofrezco porque sos hombre iluminado —se empinó la botella y agregó: —Hombre iluminado y confiable. —Vos dirás... —Mejor hablamos abajo del plátano. A la noche. Traéte la pipa. CATORCE Fui. Menos por ambición que por curiosidad. Fumamos un rato en silencio y sin miramos. Steve parecía concentrado en los ruidos de la noche. Por momentos, su cuerpo largaba olor dulce. De pronto, como si recién se hubiera acordado del motivo de la reunión, empezó a hablar. Unos amigos suyos querían entrar a España varios kilos de cocaína sin cortar. No aclaró cuántos. Era gente responsable, incapaz de desentenderse en el caso de que hubiera problemas. Pagaban en dólares. Se los conocía como generosos con los buenos colaboradores. Ni bien le habían planteado el asunto, había pensado en mí. No lo agarraba él porque era demasiado conocido como distribuidor interno. —No tengo documentos, dije. —Justamente, una de las razones por la que pensé en vos es porque en Brasil no existís. Además, esta gente inventa identidades. —Sucede que estoy muy tranquilo acá. No me hace ninguna falta embarcarme en semejante historia. Ofrecéselo a otro —y agregué sin ironía: —Seguro que te deben sobrar conocidos con buena voluntad.
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Al día siguiente, lo busqué y le dije que aceptaba. Reaccionó sin sorpresa. Me contó algunos detalles como si de antemano hubiese conocido mi decisión. —Salís para Madrid el día siete al mediodía. Vas a viajar en Varig. Yo te sigo en otro vuelo unas horas más tarde... Creo que no hace falta que te lo aclare, pero te lo digo por las dudas: ni una palabra de esto a Zezé. Vos seguís haciendo tu vida de siempre: yo me encargo de todo. ¿OK, gringo? Dije que sí con un gesto. Se me cruzó por la cabeza que la soberbia de Steve se basaba en la interpretación errada de mi indiferencia. Quizás la considerara subordinación.
QUINCE El día siete a las nueve y media de la mañana me desperté sobresaltado. Sentí en el cuello la humedad de unos labios. Abrí los ojos: tenía a la hija de Zezé encima de mí. Estaba perfumada; con la boca y los ojos bien pintados. Vestida para matar. Despegué la cabeza de la almohada para poder mirarla mejor. Frunció los labios y me dio un beso tan largo que terminé rechazándola. Todo fue tan abrupto e inesperado que no noté que Steve estaba parado a los pies de la cama. Me sobresalté cuando habló. Dijo, sonriente: —Te presento a Thais, tu compañera de viaje. Según los documentos son marido y mujer. Aquella verdad me llegó demasiado tarde. Estuve malhumorado por algunas horas. Steve llevaba puesto un traje a rayas, muy moderno, y una corbata amarilla con motivos infantiles. Los lentes oscuros le atravesaban la cabeza. Tenía brillosa y tirante la piel de la cara. Me levanté y me lavé. Traté de disimular el pudor absurdo, provocado por la presencia de ellos, que impregnaba con torpeza hasta el más automático de mis actos. Dejé que Thais me hiciera una trenza y me recortara un poco la barba. Me abotonó la camisa y me ayudó con el cinturón. Todo lo que me puso era nuevo y lo fue sacando de una bolsa grande de Mesbla. Antes de salir hice la pregunta que estaban esperando: —¿Dónde está Zezé? —La mandé a hacer unos trámites a Niteroi, dijo Steve. Después meneó la cabeza y agregó: —Trato de que las cosas salgan lo mejor posible. Fuimos al aeropuerto en un Chevrolet blanco con una puerta chocada. El auto estaba sucio. Manejaba un tal Ronel. Durante todo el trayecto, tuve que soportar
su mirada a través del retrovisor. Habló poco y en voz baja, casi un susurro. A mitad de camino, Steve me dio un sobre con los pasajes, mi documentación y la de Thais. El pasaporte que me correspondía tenía nacionalidad uruguaya. Ahora, me llamaba Ayala, Washington Ayala. Ronel hizo una broma acerca de mi falsa identidad. Apenas la escuché. Llegamos al aeropuerto. Nos enteramos de que nuestro vuelo iba a sufrir una demora de dos horas. Steve encogió los hombros. Dijo que no había problemas en esperar cuando había plata en los bolsillos. El chofer lanzó dos carcajadas. Un perfecto imbécil. Despachamos el equipaje. En la mano conservé el sobre con los documentos y la bolsita con los dientes. Entramos en un bar espacioso y nos sentamos cerca de un ventanal desde donde se veía la pista. Tomamos cerveza y una bebida blanca muy fuerte que Ronel le pedía al mozo en el oído. —Ronel conoce todo lo que merece ser conocido, comentó Steve. —¿Qué estamos tomando?, pregunté. El chofer dirigió sus ojos, dos ranuras coloradas, hacia Steve. Dijo: —A los gringos no les habla el paladar —y enseguida, como por equivocación, me respondió: — Llámelo tequila. Le di un golpe seco en la boca. Cayó de espaldas. Dos mechones de pelo húmedo sobre la frente. El viaje me resultó más largo de lo que pensaba. Ni bien despegamos, Thais se tapó los oídos con los auriculares y se quedó dormida. Se le abrió levemente la boca. Su pecho se movía con la respiración. Estaba abandonada en el asiento y, si se la observaba con atención, se podía distinguir un brillo sobre los párpados y en la frente. Era el peso de la adolescencia, algo inmediato y despreocupado. Le besé los labios hasta que se despertó. Le pregunté si no le interesaba conocer su futuro. Dijo que sí entusiasmada. Usé la mesa plegable del avión para tirar los dientes, que quedaron dispersos y aislados. Sobre el plástico, daban la impresión de ser objetos arcaicos, inútiles. Las turbinas, lejanas y externas, las hacían temblar. Me tomé un buen tiempo para confirmar la lectura. Disimulé como pude la turbación. Le mentí con poco ingenio. Llegamos a Madrid a la una de la tarde. Hacía muchísimo frío. Thais, que conocía el orden de las cosas dentro del equipaje, abrió una valija y sacó abrigos para los dos. Mientras me abrochaba la campera, vi que me miraba sonriendo.
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—¿Qué pasa?, le pregunté. Negó con la cabeza. Se encogió de hombros, después dijo: —Yo sé que tengo mucha suerte por estar al lado tuyo. Tomamos un taxi. Siguiendo las indicaciones de Steve nos bajamos en la plaza del Callao. No nos costó trabajo ubicar el hotel Rivera donde teníamos una habitación reservada. Aquella primera tarde en España nos entendimos con Thais durante una prolongada siesta. Steve llegó al día siguiente envuelto en un sobretodo larguísimo. Desde que nos habíamos despedido en Brasil, no se había afeitado. Tenía la cara llena de unos cabos negros y retorcidos que a cada rato se repasaba con la mano. Cuando me vio, se puso a darme palmadas en la espalda. Me dijo: —Me estoy dejando la barba para perecerme a los europeos. Almorzamos en un restorán que tenía jamones colgando del techo. Tuve un estremecimiento en el paladar: la emoción del vino tinto. Asocié su sabor con otra vida, con la infancia. No dejamos de tomar hasta que los cuerpos estuvieron llenos. Después, café. Mientras el mozo dejaba las tacitas en la mesa, Steve abría un atado de cigarrillos importados. Sacó uno y lo golpeó, del lado del filtro, dos o tres veces contra el vidrio de su reloj. Lo encendió y entrecerró los ojos por el humo. Su piel contrastaba con el frío que hacía afuera. Thais y yo, en silencio, esperábamos que dijera algo, que nos aclarara qué había que hacer ahora con la droga. Nos miró. Se refregó esa montaña irregular que tiene por nariz. Estornudó. Después se puso a hablar y observé que tenía un temblor discontinuo en el párpado; por primera vez, me pareció distinguir en él algo de nerviosismo. —Hoy a la tarde voy a salir a pasear un rato. Tengo que visitar a nuestros socios que tienen la oficina cerca de El Rastro. Necesito por unas horas el equipaje de ustedes, así que saquen lo que van usar. A las nueve a más tardar estoy de vuelta, dijo. Lo vimos recién a los tres días. Steve justificó la ausencia con un relato confuso y fragmentado —se interrumpía a cada momento para dar sorbos a una petaca de whisky que guardaba, cada vez, en uno de los bolsillos de su descomunal sobretodo—. Nos contó que todo se había complicado. Se había disuelto la sociedad que nos había contratado. Él, sin poder avisamos, había tenido que hacer un viaje relámpago a Barcelona. Yo lo escuchaba y masticaba castañas de cajú. Hacía unas horas que Thais me había regalado una lata. No conseguía dominar la pulsión de tragar una tras otra.
—Gringo, te veo y me da la impresión de que no estás creyendo lo que cuento. Pero tengo cosas más concretas que argumentos para convencerte, afirmó y puso sobre la mesa una de las valijas. La abrió. Estaba llena de fajos de cien dólares. —De ahora en más, cada uno de nosotros es, por primera vez, dueño de su destino... En cuanto a mí, mañana mismo, si consigo pasaje, salgo para Marruecos. Tengo que volver a Brasil lo antes posible, pero antes quiero saludar a unos amigos y disfrutar lo que pueda de África, dijo y volvió a empinar la petaca. Desde hacía un tiempo, yo había adoptado un exagerado tono de sentencia en mi discurso. Espaciaba lo que decía, intentaba combinar las palabras con un pestañeo lento. Respetando estas maneras, dije: —Siempre quise despertarme de una borrachera molesto por el ardor del sol africano. Te acompaño. —¿Marruecos?, exclamó Thais.
DIECISÉIS No dividimos la plata. Nos pareció más seguro guardarlo todo junto en el doble fondo de una de las valijas. Cuando pisamos Barajas, tomó verdadera entidad lo que había estado insinuándose durante toda la noche: tenía un dolor de muelas colosal. En realidad, la muela era lo que menos me dolía; sentía como si por el lado izquierdo de la cabeza deambulara un tumor de superficie rugosa. Mientras Steve y Thais se ocupaban de los trámites, me senté en un sillón azul frente a los mostradores de despacho de Lufthansa. Cerré los ojos y apoyé con cuidado la nuca en el respaldo. Me invadió un vértigo súbito: me creí perdido. Antes de que subiéramos al avión, decidí decirle a Steve que no podía más, que me ayudara. —Yo no soy dentista. —Conseguí un calmante. Inventá algo, le rogué. Pensó un momento y dijo: —Vení, y me arrastró de un brazo. Me desplacé a los tumbos. Hay ciertos dolores, demasiado rústicos para la carne, que desmantelan los esfuerzos por tolerarlos. Lo llevan a uno a actuar con los movimientos torpes de los viejos. Entramos al baño. Steve esperó hasta que quedáramos solos. Entonces, me empujó hacia el inodoro más próximo y allí me sentó. Cerró la puerta del gabinete. En el reducido rectángulo forcejeó hasta que pudo sacarse el sobretodo; después, con los dientes, descosió
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una costura que le recorría en media luna la hombrera derecha. Cuando lo logró, extrajo un pan de unos veinte o treinta gramos de cocaína. Rompió el plástico. Cargó en el índice una buena porción de polvo y me la aplicó sobre la muela. —Es una suerte para vos que los vicios me acompañen a todos lados, dijo mientras cargaba otro tanto de cocaína y lo distribuía sobre la encía inflamada. Cuando consideró que ya había sido suficiente, se frotó su propia encía con el sobrante. Afirmó que el dolor había sido vencido por el ejercicio de la medicina alternativa. Con el encendedor derritió el plástico de la bolsa y, apretándola con fuerza, la dejó de nuevo cerrada. —No se nota que está descosido, le dije. —Como siempre, tus palabras me dejan más tranquilo, dijo con la cara desnuda de expresión.
DIECISIETE Lo primero que vi de Marrakech fue la cara de un hombre con una sonrisa elegante. Tenía la piel marrón y serena. Daba la impresión de que, diariamente, recibía cuidados fuera de lo común. La nariz, un tanto aguileña, era, tal vez, lo único que turbaba levemente el equilibrio de la cara. Un bigote poblado pero dócil se ocupaba de cubrir el labio superior. En la cabeza, llevaba algo que, en ese momento, nombré turbante y que más tarde me enteré que se llama fez. La figura era enérgica, refinada, definitiva y daba la bienvenida a los recién llegados desde un inmenso cartel emplazado a la salida del aeropuerto. Steve me aclaró que se trataba del rey Hassan II, personaje que le despertaba una admiración exaltada. Conocía detalles insólitos tanto sobre los gustos y preferencias del monarca como sobre su biografía. En el taxi rumbo a la ciudad, se encargó de referimos parte de su saber sobre el tema: —Se casó hace tres años con una francesa hermosa de ojos verdes. Hizo diecinueve fiestas de boda en distintos lugares del mundo para no privar a nadie de la posibilidad de acompañarlo. La ropa que usaron los novios aquellas noches era tan exclusiva que Yves Saint Laurent quiso comprarla –quería pagar una suma increíble– para, después, poder exhibirla en una de las salas del museo que tiene en el Jardín Majorelle. Por supuesto, la familia real se negó; incluso, las malas lenguas cuentan que tomaron la oferta del modisto como una ofensa y que, luego de este episodio, no lo recibieron más en palacio. Con Thais decíamos que sí en silencio. Al rato
notamos con alegría que se le estaba agotando la energía para sostener la narración de su batería de anécdotas. Evidentemente, Marrakech ejerce sobre Steve un influjo muy especial; lo priva del discernimiento cotidiano para sumirlo en un caldo de urgencias que pelean por satisfacer. La prueba de esto se dio cuando pasamos con el taxi por un sitio repleto de puestos callejeros que vendían lo inimaginable. Steve, en éxtasis, señaló el lugar y le preguntó al chofer —en portugués, por supuesto— de qué se trataba aquello. La respuesta fue un conjunto de interjecciones. Steve, entonces, le ordenó que parara de inmediato. Nos dijo: —Esta es la famosa Djemaa el Fna, la plaza central. Bajemos y caminemos un poco, total el hotel queda por la zona. —Pero las valijas. Acordáte de las valijas, dije. —No te va a venir mal hacer un poco de fuerza, respondió y se levantó los lentes para que viera cómo me guiñaba un ojo. Thais quedó deslumbrada frente a un encantador de serpientes. Era un adolescente desdentado y raquítico que soplaba una especie de clarinete frente a la cabeza erguida y oscilante de una cobra. Cuando la víbora amagaba con posarse en el suelo, el muchacho aumentaba el caudal de sonido. Un espectáculo verdaderamente insoportable. Steve comentó: —Un prodigio... verdaderamente extraordinario, y dejó caer dos monedas. Después caminamos hacia el norte por un bulevar de palmeras regulares. Desembocamos en una zona laberíntica. Las calles eran angostas como gargantas y estaban cubiertas de tiendas saturadas de mercadería. Nos pasamos unas cuantas horas recorriendo este mercado interminable. Steve dijo que estábamos en el zoco como si esta palabra debiera resultamos familiar. Compré tres cosas: el vestido que ahora llevo puesto, siete piedras bordó del Alto Atlas para reemplazar los dientes de la adivinación y una talla en madera, muy pesada, de un sultán cuyo nombre no recuerdo. Cuando no pudimos más, nos sentamos, rodeados de valijas, en un café. Probé té de menta y no me sorprendió en absoluto. A los veinte minutos, venciendo la inercia que nos había impuesto el deambular entre el gentío, partimos hacia el hotel.
DIECIOCHO Solamente ha pasado un día desde los últimos hechos que acabo de contar. En cuanto al hotel, debo decir que
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me resulta bastante cómodo. Me agrada la idea de que todo sea de madera: sus sonidos sordos acompañan cada movimiento. Sigo en la misma posición de hace más de una hora, cuando empecé a contar esta historia: estoy tirado sobre unos almohadones. No tengo necesidad de mirar hacia la ventana para saber que está cayendo la noche. Son ya numerosos los rincones del cuarto en los que se fue amontonando la sombra. Sin embargo, si miro hacia mi derecha, todavía puedo distinguir el ritmo de la respiración de Steve en su abdomen y, un poco más atrás, su cabeza volcada hacia un costado. El alcohol siempre lo duerme. Apenas muevo el brazo para pasarme la mano por la barba, Thais, que está apoyada sobre uno de mis pies, levanta la cabeza y me observa. Sonríe. Quiere decir algo, pero me pongo el índice sobre los labios y le señalo a Steve. Obediente, permanece callada. Me incorporo y le beso la frente; luego, me paro y camino –cada paso, un quejido– hasta el armario. Saco las dos últimas botellas de cachaça que quedan. Las coloco sobre la mesa. Destapo una y me la empino, aunque no sea mi costumbre hacerlo. Thais mira y sonríe. Ahora, levanto la talla que compré ayer en el Zoco y repaso sus formas con la punta de los dedos. Me acerco a Thais, que se arrodilló y está atenta, y en voz baja le comento, refiriéndome a la talla, que no recuerdo bien a qué sultán pertenece. Pronunció un nombre y le aclaro que no estoy seguro de que sea el correcto, pero que intuyo por los rasgos que debió ser una persona enérgica aunque justa, un verdadero hombre de mando. Ella dice que sí y mira alternativamente al pedazo de madera y a mí. Yo, parado y conservando el tono de voz, sigo hablando un rato sobre la integridad del monarca. Cuando ya no encuentro nada para decir, acaricio la cabeza de Thais y le inclino la cara hacia abajo, de modo que queda mirando el suelo. Entonces, sin demasiado cálculo, le descargo sobre la nuca el mejor golpe del que soy capaz. En el momento del choque de la estatuilla con la base del cráneo, Thais deja escapar un quejido o, más bien, es como si expulsara por entre los dientes apretados su reserva de aire. Casi al mismo tiempo cae al piso –acompañada de un buen estruendo–. Me quedo mirándola unos instantes, ensimismado. Después, voy hasta la mesa y dejo la talla, que ahora tiene la nariz teñida de sangre. Pienso: “Es curioso hasta qué punto una mancha más pequeña que cualquiera de mis uñas descalifica, ridiculiza.” Otra vez me detengo con la mirada perdida, ensimismado. Me digo: “No tengo que perder más tiempo. Hay que ser ejecutivo.” Reflexiono. Trazo mentalmente un plan de acción y lo cumplo paso a paso.
Primero, busco y localizo la valija con el dinero y la ubico junto a la puerta; segundo, riego con la cachaça todo el piso de la habitación, la ropa –sin sacarla de la valija– y los cuerpos; tercero, reúno mis pocas pertenencias –las siete piedras bordó, la talla, mi pasaporte, una guía de la ciudad, la pipa y una bolsa de tabaco– y las meto dentro de un bolso; cuarto, enrollo dos servilletas de papel, las enciendo con un fósforo y las dejo caer sobre un almohadón; quinto, bajo la escalera de madera. En una mano, llevo la valija; en la otra, el bolso.
DIECINUEVE Estoy en la calle. Desde donde estoy parado contemplo la ventana que corresponde al cuarto que acabo de abandonar. Pienso que todos a mi alrededor ignoran que detrás de aquellos postigos crece la semilla de un incendio. Apoyo mi equipaje en el piso, pero tomo la precaución de rodear con mis piernas la valija y de tener el bolso agarrado de una de sus largas manijas de cuero. Los transeúntes caminan algo rígidos y con cierta torpeza. La mayoría son pordioseros; algunos se detienen a hacerme muecas o hablarme. No les contesto, ni siquiera los miro. Uno, probablemente afectado por mi indiferencia, me empuja y, por el tono de su voz y el énfasis de sus gestos, entiendo que me insulta. Lo miro sin asombro ni curiosidad. En una de sus mejillas tiene un delta de venas azules que, temblorosas como hilachas, descienden hacia el cuello. Sus párpados son muy amarillos, casi dorados, y están abandonados en mitad de los ojos. No tiene demasiado para decirme: ya se aleja, medio encorvado y con la última protesta apretada entre los labios. En esta parte de la ciudad, la luz artificial es insuficiente. Acentúa el patetismo de la miseria. Dentro de un rato, cuando las llamas se instalen como tragedia, se dibujará un nuevo perfil en medio de esta precariedad. Espero. Estoy con la mirada puesta en la ventana. Quiero ser el primer testigo. A mi alrededor, sin sosiego, el incomprensible bullicio de Marrakech. Ahora sí, diviso la danza inestable del fuego a través del postigo. Incluso, si me esfuerzo –la luz, como dije, es débil y soy algo miope– creo distinguir un humo blancuzco que se filtra por el zócalo de la ventana. Es el comienzo.
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Un análisis del mercado transnacional
El fenómeno de la narconovela en México La gran variedad de producciones que conforma la llamada “narcoliteratura” pone en entredicho la posibilidad de defender la existencia orgánica del género. Además de su éxito de ventas en el mercado editorial, la narconovela mexicana cuenta con al menos dos obras contundentes: Contrabando de Víctor Hugo Rascón Banda y Trabajos del reino de Yuri Herrera.
Felipe Oliver
L
* Felipe Oliver es doctor en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente trabaja como profesor e investigador en el Departamento de Letras Hispánicas de la Universidad de Guanajuato. Es vocero del Cuerpo Académico “Estudios de poética y crítica literaria hispanoamericana”, y Coordinador Académico de la Maestría en Literatura Hispanoamericana en dicha universidad.
o que comenzó, al parecer, como un invento del mercado, o al menos como una moda literaria no exenta de sospechas, hoy pareciera haberse consolidado. Me refiero a la así llamada “narcoliteratura”, que hoy por hoy ocupa un porcentaje importante dentro de la oferta editorial disponible en las librerías del mundo hispanohablante. Sin embargo, el creciente interés por las obras literarias que se acercan al fenómeno del narcotráfico ya no es exclusivamente una cuestión del mercado; la academia igualmente ha vuelto sus ojos sobre dichas ficciones para abordarlas con mayor profundidad. Para no ir más lejos, en abril del 2013 tuvo lugar en Suiza el primer I Coloquio Internacional de Narcoficciones en América Latina, en donde académicos de todo el mundo tuvimos la oportunidad de exponer y compartir nuestras inquietudes y sospechas en torno a lo que pareciera ser ya un verdadero subgénero literario, plenamente reconocido y legitimado como tal. ¿Pero existe verdaderamente una “narcoliteratura”? ¿La presencia de un conjunto numeroso de ficciones con una temática construida en torno al contrabando de narcóticos garantiza la existencia de una “narcoliteratura”? El problema no es sencillo de resolver, basta con ponerse un poco escépticos para concluir que la temática en sí misma no es garantía de nada. Para reconocer a un subgénero literario es necesario contar además con cierta regularidad en la designación de objetos, en el encadenamiento de los sucesos y en determinadas articulaciones conceptuales. Dicho en términos más simples, la narcoliteratura no puede deber su especificidad únicamente a la temática sino al tratamiento al
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que ha sido sometida. En ese sentido, el objeto de estudio que nos convoca –si existiera como tal– no está exento de dificultades epistemológicas. Hasta donde sabemos, la primera “novela” mexicana en abordar abiertamente el problema del narcotráfico es Diario de un narcotraficante de a. Nacaveva, publicada en 1967 por la editorial Costa Amic. Primera observación: el texto ha sido firmado por una simple “a” (¿Ángelo? ¿Arturo?) minúscula. Segunda observación: como el título mismo lo sugiere, el texto pretende jugar con la ambigüedad en torno a su carácter ficcional, pues en varios momentos de la narración el autor afirma referir vivencias estrictamente reales. Más allá de estas peculiaridades, es poco lo que podemos decir de la obra, cuya lectura muy pronto se torna aburrida. Por lo demás, la prosa accidentada de Nacaveva, llena de errores gramaticales, y la escasa calidad de la impresión dejan mucho que desear. Más de treinta años después, el prolífico novelista e historiador Paco Ignacio Taibo II, responsable de haber revitalizado el género negro en la narrativa mexicana, publicó Sueños de frontera (1990). Se trata de un episodio más dentro de la larga serie de novelas protagonizadas por el detective Héctor Belascoarán Shayne. Gracias a esta obra, Taibo II declaró al periódico Sin embargo: “Yo inauguré eso que hoy llaman «Narconovelas», y que no es otra cosa que un cuento de las editoriales. Después mi compadre (Élmer Mendoza) dignificaría esas historias” 1. La afirmación es curiosa: por un lado se precia de haber inaugurado no precisamente un subgénero literario pero sí una tendencia, al mismo tiempo que pone en duda la existencia misma de aquello que asegura haber iniciado. En todo caso, Taibo II no es el primer ni el único escritor en haber reclamado la paternidad de la narcoliteratura. El novelista y periodista Gonzalo Martré asegura haber fundado la narconarrativa mexicana gracias a El cadáver errante, publicada por la editorial Posada en 1993. Esta obra es la primera de una zaga de novelas negras protagonizadas por el detective Malverde, a la que siguieron Los dineros de Dios en 1999 publicada por Ediciones la Daga, Pájaros en el alambre en el año 2000, La casa de todos en el mismo año, y Cementerio de trenes en el 2001, estas tres últimas publicadas por la editorial La Tinta Indeleble. El nombre del personaje, está claro, ha sido tomado del popular santo de los narcotraficantes, quien dispone incluso de una capilla en el Estado de Culiacán. También en la década del noventa, el hoy mundialmente conocido Élmer Mendoza publicó una serie de trabajos con temática narco como Trancapalanca (recientemente reditado por Tusquets), y Cada respiro que tomas, ambas publicadas por el Departamento de Investigación y Fomento de Cultura Regional, y Buenos muchachos, cónica sobre el narcotráfico publicada por Cronopia Editorial.
Este recorrido no pretende ser exhaustivo. Lo que me interesa destacar es lo siguiente: antes de entrar al nuevo siglo existía ya un corpus no precisamente numeroso pero sí significativo de obras literarias abocadas a describir el fenómeno del narcotráfico. Sin embargo, basta con revisar las editoriales en las que los textos fueron publicados para entender su escaso efecto al interior del campo literario. Hablamos de empresas pequeñas con poco poder de distribución y limitadísimos recursos destinados a la promoción publicitaria. El narcotráfico ya estaba ahí, pero muy al margen de la gran industria editorial. En ese sentido es por demás significativo que Taibo II y Martré reclamen la paternidad de la narcoliteratura en la década del noventa, desconociendo o ignorando la existencia de la novela de Nacaveva publicada treinta años antes. Conviene insistir, el recuento recién esbozado no pretende dar cuenta de todas las obras literarias centradas en el narcotráfico publicadas en el pasado siglo, ni mucho menos aspira a sistematizar un corpus. Pretende, únicamente, dar una idea general de la poca visibilidad comercial del narcotráfico dentro de la industria editorial; situación que habría de cambiar radicalmente al entrar el siglo XXI. En efecto, en el año 2000 el hasta entonces partido político de oposición, PAN, alcanzó la silla presidencial a través de Vicente Fox. De dar crédito a los rumores callejeros, Fox reorientó la política que hasta entonces había seguido el Estado priísta con relación al narcotráfico, al respaldar al cártel de Sinaloa en demérito del resto de las bandas. Por consiguiente, las calles comenzaron a calentarse pues el nuevo esquema no satisfacía a todas las partes. Seis años después, Fox fue sucedido por Felipe Calderón, quien desde los primeros días de su mandato declaró la guerra a los cárteles de la droga. A partir de ese momento, el narcotráfico acaparó la atención de todos los medios masivos de comunicación al tiempo que las calles del país eran en el escenario de cruentos enfrentamientos entre distintos grupos armados, con notables daños colaterales entre la población civil. Es fácil comprender que la excesiva cobertura mediática que recibía el combate a los cárteles, aunado a la militarización de cientos de ciudades del país, generó un mercado editorial para que el narco irrumpiese con fuerza en la escena literaria. Empresas como Tusquets, Planeta y Mondadori pusieron su poderío editorial al servicio de autores como Élmer Mendoza, Hilario Peña, Juan José Rodríguez y Heriberto Yépez, por dar sólo unos nombres. En el proceso, España recogió el fenómeno posibilitando en gran medida la consagración (al menos desde el punto de vista comercial) de lo que en algún momento terminó por llamarse oficialmente como narcoliteratura. No es necesario recordar la importancia de España como epicentro de la literatura latinoamericana; ya desde los tiempos del
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Boom las editoriales españolas han jugado un papel decisivo en la promoción y difusión de los escritores de este lado del globo. No es menor que las editoriales ibéricas apostasen por el potencial comercial del narco. Por dar sólo unos ejemplos, en el 2007 Élmer Mendoza recibió el Premio Tusquets de Novela por Balas de plata, primer volumen de lo que a la postre se convertiría en una zaga de narraciones negras protagonizadas por el detective el Zurdo Mendieta. Dos años después, la pequeña pero prestigiosa editorial Periférica recuperó la que acaso sea la mejor narconovela escrita hasta ahora. Me refiero a Trabajos del reino de Yuri Herrra, publicada originalmente por el Fondo Editorial Tierra Adentro en el 2004. Verdad es que por la primera edición de Trabajos del reino, Herrera obtuvo el Premio Binacional de Novela “Frontera de Palabras”, pero fue gracias a la redición española que conquistó un lugar protagónico en la escena literaria contemporánea. La proliferación de narconovelas no ha estado exenta de ciertos excesos sospechosos. Pienso por ejemplo en Chinola Kid de Hilario Peña, aparecida en Mondadori en el 2012. Esta novela incluía en su portada un cintillo de papel con la leyenda “El primer narcowestern de la literatura mexicana”. Si en la década del noventa las obras literarias que abordaron el fenómeno del narcotráfico fueron publicadas en su mayoría por editoriales marginales con poco o nulo poder de difusión, hoy los grandes sellos compiten fieramente entre sí para captar a los lectores abrumados por la inagotable oferta. Aquí el “truco” consiste en asegurarle al lector que el texto que se le ofrece no es una narconovela más, sino el primer narcowestern mexicano. El gesto pretende entonces inaugurar un subgénero literario sin detenerse a pensar que la existencia misma de la narconovela como un macro-género narrativo es ya bastante cuestionable. Sospechosa es también la reedición del libro de cuentos Pasado pendiente y otras historias conversadas de Héctor Aguilar Camín publicado por Seix Barral en el 2010. Se trata de un conjunto de cuentos que ya habían sido publicados en 1992 por la editorial Cal y Arena bajo el título de Historias conversadas. La edición original incluye el relato que más adelante habría de encabezar el título de la redición del 2010, “Pasado pendiente”, una interesante narración sobre los orígenes del narcotráfico en México narrado en clave rulfiana. Verdad es que el volumen aparecido en Seix Barral recupera algunos relatos incluidos en la edición original al tiempo que incorpora piezas hasta entonces inéditas. Pero en el contexto de la sobreproducción de trabajos literarios con temática narco por parte de los grandes sellos editoriales, no deja de llamar la atención que el título original aparezca relegado a un segundo plano para concentrar el grueso de la atención en un relato concreto. El gesto es por demás obvio:
conceder el rol protagónico al relato que aborda el narcotráfico en demérito del resto, que parecieran estar ahí como un simple complemento. Llegado a este punto es pertinente volver sobre la pregunta que quedó pendiente: ¿Existe realmente la “narcoliteraura”? Tenemos, en definitiva, un conjunto bastante numeroso de textos sobre el narcotráfico, así como un grupo de autores a los que les ha sido otorgado el rol de figuras icónicas dentro de la “narcovertiente” narrativa, como Élmer Mendoza, Hilario Peña o Alejandro Almazán. Sin embargo, el debate crítico no ha sido capaz hasta ahora de defender la especificidad de la narcoliteratura más allá de la temática. No es lo mismo hablar de literatura sobre el narcotráfico que hablar de narcoliteratura. Las implicaciones detrás de una u otra expresión no deben ser tomadas a la ligera por razones más o menos obvias: mientras el prefijo “narco” encasilla la obra literaria hasta casi anular cualquier lectura al margen de “lo narco”, la preposición “sobre” traza o define una ruta de acceso que no clausura otras posibilidades. ¿Pero qué quiere decir exactamente el prefijo que convierte a la novela en narconovela? Uno de los problemas críticos que surge de inmediato apunta a la necesidad de deslindar la así llamada narcoliteratura de la literatura producida en el norte de México. Al respecto, por ahora me limitaré a recordar brevemente la polémica del 2005 protago-nizada por Rafael Lemus y Eduardo Antonio Parra en la revista Letras Libres. Resumiendo en unas pocas líneas, en el número 81 de dicha publicación, con la excusa de reseñar la novela Balas de plata (2008) de Élmer Mendoza, Lemus arremetió en contra de todos los autores del norte del país. Su acusación, utilizar el narcotráfico para seducir lo mismo al mercado que a los lectores con el espectáculo fácil de la violencia. En el número siguiente, Parra respondió a Lemus argumentando que la narrativa del Norte se ha posicionado en la escena literaria no gracias al contrabando sino a pesar de él. La literatura del norte de México, imposible negarlo, cuenta con una tradición muy anterior a que el narco irrumpiese en escena. Escritores como Jesús Gardea o Daniel Sada, por referirme a los primeros nombres que me llegan a la mente, lograron construir poéticas personalísimas y muy sugerentes sin necesidad de poner el narcotráfico en primer plano (la excepción en Sada sería la novela apócrifa El lenguaje del juego publicado por Anagrama en el 2012). Por lo demás, no todos los “narcoescritores” escriben desde o sobre el norte de México, por lo que la postura de Lemus es difícil de sostener. Al leer con detenimiento ambas notas, queda en evidencia que la discusión lejos de centrarse específicamente en las narrativas sobre el narcotráfico, gira en
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torno a una disputa de poder al interior del campo literario. La existencia de una narrativa sobre el narcotráfico es sólo la excusa que ambos utilizan para confrontar la literatura escrita en el norte del país con aquella producida por el centro. Poco importa entonces que Lemus descalifique a los norteños poniendo al narcotráfico al centro del debate y Parra los defienda apartándose de él, pues en el fondo ambos coinciden en la existencia de una literatura otra, ajena, distinta a la literatura del centro del país (suponiendo que verdaderamente podamos hablar de una literatura central y una norteña). En cualquier caso, el examen debe hacerse al margen del narco pues no es ni mucho menos el rasgo característico de la literatura del norte de México. Otro problema crítico pendiente consiste en establecer la relación de la narcoliteratura con la novela negra. Por dar algunos casos, en la zaga de novelas de Élmer Mendoza protagonizadas por el Zurdo Mendieta, Balas de plata (2008), La prueba del ácido (2010) y Nombre de perro (2012), las obras de Gabriel Trujillo Muñoz sobre la frontera Norte de México, Nostalgia de la sombra (2002) de Eduardo Antonio Parra, o Los minutos negros (2006) de Martín Solares, el narcotráfico aparece como parte del tejido social en el que se desenvuelven los personajes. Pero más allá del marco referencial, las novelas actualizan los códigos característicos de la novela negra: una intriga construida en torno al crimen y su ulterior investigación y resolución en un espacio social en crisis en el que la corrupción se encuentra instalada en el corazón mismo de las instituciones. Acaso la más ingeniosa de estas obras sea la de Parra, quien transgrede la fórmula convencional del género al focalizar la novela en la figura del asesino. Así, en lugar de llevar al lector paso a paso a la clarificación de un crimen enigmático, el autor recorre el camino inverso para ofrecer una descripción pormenorizada sobre la génesis, planeación y ejecución del delito. En cualquier caso, al abordar estas novelas con ojo crítico difícilmente podemos hablar de narconovela como tal pues el narcotráfico aportaría sólo un contexto, como el tráfico de alcohol durante la Ley seca en las novelas de Dashiell Hammett. Acaso la mayor dificultad a la hora de tratar de definir la narcoliteratura reside en la diversidad de formatos: novela negra (Mezquite road, Tijuana dream, Balas de plata, La prueba del ácido, Nombre de perro, Nostalgia de la sombra, Los minutos negros…); crónicas (Malayerba, Chicas Kaláshnikov, Los morros del narco…); novelas de (anti) formación (Trabajos del reino, Fiesta en la madriguera, Perra brava…); y picaresca (El amante de Janis Joplin, Malasuerte en Tijuana, Al otro lado), por dar sólo unos ejemplos. Hablamos de géneros disímiles que ponen en entredicho la posibilidad de defender
la existencia orgánica de una narcoliteratura. Por no hablar de la calidad dispar entre un texto y otro, lo que sin duda responde a la demanda: el narco vende y pareciera ser que nada más importa. Creo, sin embargo, que la así llamada narconovela mexicana cuenta con al menos dos obras maestras: Contrabando (escrita en la década del noventa pero publicada hasta el 2008 por Planeta) de Víctor Hugo Rascón Banda y Trabajos del reino de Yuri Herrera. La primera de ellas es una novela de espacio que narra los devastadores efectos del crimen organizado en la otrora idílica comunidad de Santa Rosa. El argumento es muy simple: seducido por la posibilidad de relajarse en la quietud del paisaje chihuahuense, lejos del caos y el ruido de la Ciudad de México, un escritor emprende un viaje a casa de sus padres para escribir un guion cinematográfico. Pero la promesa se desvanece aún antes de llegar a su destino, cuando en el aeropuerto de Chihuahua presencia el asesinato de dos hombres por asuntos pendientes con el narcotráfico. A partir de ese momento, el viaje del narrador estará en todo momento permeado por la violencia, borrando así la promesa del regreso al paraíso perdido de la infancia. Tomando un pasaje de la obra: Ni los verdes campos menonitas, con mujeres de faldas negras hasta el tobillo y pañoletas floreadas que se inclinaban en los surcos, me borraron la impresión del aeropuerto. Ni las llanuras desiertas de la Junta, ni los secos llanos de Miñaca, con león gigantesco dormido, eso parece la montaña que da nombre al lugar, me quitaron de la vista los rostros de Rubén y de Santos que no pudieron tomar el avión a ciudad Juárez. Ni el pueblo de Tomochic con su leyenda de rebeldes ni el cañón del Zopilote con sus estatuas de piedra, ni la cuesta del Caballo con su abismo sin fin, ni el angosto desfiladero del rio Cadameña, ni el susurro de los pinares, ni los troncos rojos y blancos de los madroños me hicieron olvidar a esos dos hombres acorralados en medio de la gente sorprendida por la persecución.2 Baste este pequeño ejemplo para constatar cómo la descripción de los sucesivos paisajes idílicos que recorren y habitan los personajes aparecen cifrados por violencia, el fracaso y la impotencia. La inmensidad y riqueza de la geografía de Chihuahua se reduce a una simple enumeración toponímica y, en el mejor de los casos, a un escueto adjetivo de las peculiaridades distintivas de los espacios transitados (verdes campos, angosto río, llanuras desiertas…) pues el efecto del narcotráfico
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irrumpe aquí y allá para minimizar la impresión que el entorno pudiera tener lo mismo en el personaje que en el lector. La simple mención a comunidades menonitas o a rebeldes de Tomochic implica reconocer la coexistencia de idiosincrasias, prácticas sociales y contextos históricos diversos enclavados en una naturaleza de inmensa riqueza, pero el interés o simple curiosidad geográficas son dejadas de lado para hablar de aquello que unifica a toda la región hasta invalidar las preguntas por la unicidad de la historia, la cultura, la etnia o la religión: la omnipresencia de la violencia. Como la Cómala de Rulfo, novela a la que Rascón Banda claramente rinde homenaje en varios momentos, la comunidad de Santa Rosa se convierte entonces una alegoría que muy pronto escapa de lo local para poner en escena un drama de dimensiones nacionales. Por su parte, Trabajos del reino narra las peripecias de un cantante de corridos que accede a una organización criminal para celebrar mediante la música las “bondades” del narcotráfico. Lo que comienza entonces como un cuento de hadas para el Artista, atmósfera que el texto conscientemente evoca al referirse al entorno y los personajes desde vocablos como El Palacio, el Rey y la Bruja, pronto deviene en un espacio asfixiante en donde las intrigas palaciegas amenazan a todos por igual. El cuento de hadas se transforma en una tragedia isabelina, y el Artista comprende que es un simple clown ingenioso pero desechable. Más allá del narcotráfico, el mérito incuestionable de la novela de Herrera reside en el lenguaje. El autor parte del habla popular para transformarla mediante el artificio en una prosa poética tan sugerente como efectiva. Así, lejos de limitarse a reflexionar sobre el funcionamiento intrínseco del narcotráfico, sus códigos y tejemanejes, el texto explora además en los límites mismos de la lengua, en su incapacidad para dar cuenta de un fenómeno tan complejo como el narcotráfico que a todas luces desborda a la palabra. Llegado a este punto, no puedo
sino citar un fragmento de Trabajos del Reino especialmente oportuno: Ella rió con ternura, quizá, y luego lo condujo a un cuarto lleno de estantes vacíos. –La biblioteca– dijo sin énfasis, como si no hubiera dicho nada. Sí, había unos pocos papeles, una biblia, mapas, periódicos con historias de muertos, una revista en la que los miembros de la Corte aparecían retratados a color en una boda. Mentalmente el Artista desarrugó un papelito para anotar la idea de un corrido sobre el Rey y los suyos planeando la guerra. 3 La biblioteca está prácticamente vacía. Tan vacía como la propia palabra biblioteca que la mujer pronuncia “como si no hubiera dicho nada”. Contiene, sí, algunos legajos y papeles pero el único libro es la Biblia. Las revistas y periódicos, algo más numerosas, están ahí sólo porque en ellas aparece la “familia real”. Se trata de un simple fetiche, de un trofeo personal que exhibe la fama y la riqueza fácil a la que acceden quienes militan en el narcotráfico. En un palacio en el que abunda de todo escasean los libros. De ahí que frente a los anaqueles vacíos el Artista piense en su siguiente composición, como si quisiera subsanar el vacío con un lenguaje otro, el único relevante por lo demás: el narcocorrido. La conclusión que se desprende de este pasaje es por demás obvia: mientras los novelistas se desgastan inútilmente por describir y entender el narcotráfico, éste ha desarrollado un metalenguaje propio como el narcocorrido, las narcomantas, los narcoblogs, e incluso los cuerpos de sus víctimas a los que despedazan siguiendo cierta lógica para nosotros impenetrable.
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Castañeda, Alfonso. “Narcoliteratura. Que el tiempo diga” en: Sinembargo. Periódico digital con rigor. Septiembre 23 de 2011. Rascón Banda, Víctor Hugo. Contrabando. México, Planeta, 2008, p. 9. 3 Herrera, Yuri. Trabajos del Reino. Cáceres-España, Editorial Periférica, 2010, p. 55. 2
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arte latinoamericano frente a la narco-máquina capitalista
Metonimia o constelación La obra de Adriana Bustos denuncia la realidad del narcotráfico como ilusión, reponiendo una constelación que revela el aspecto maquínico del capitalismo. Su propuesta se destaca en el panorama del arte latinoamericano por sobre abordajes como el de Teresa Margolles, cuyo trabajo roza el fetichismo al detenerse en la mera señalización de la violencia sin lograr una aproximación crítica que la vuelva inteligible.
Mariano López Seoane
E
l complejo escenario del tráfico de drogas en América latina ha producido en los últimos años trabajos e investigaciones de distinto alcance crítico. 1 Se destacan entre estos los esfuerzos tendientes a una conceptualización novedosa de las condiciones en que se producen, circulan y se consumen estas sustancias ilegales y, sobre todo, de la violencia que parece ser inherente a la actividad. Rossana Reguillo ha propuesto recientemente uno de los diagnósticos más sofisticados del problema2. Retomando intuiciones de Deleuze y Guattari, Foucault, Hannah Arendt y Primo Levi, Reguillo introduce el concepto de narcomáquina para referirse a la estructura social, económica y política que sostiene este conjunto de prácticas ilegales y criminales, estructura que articula eficiencia organizativa, ubicuidad y descentralización de los nodos de decisión. Se sabe que esta discusión teórica, política e historiográfica ha tenido como contraparte una multiplicación de las imágenes de la narcoviolencia en las artes, las letras y la industria cultural latinoamericanas 3. En este trabajo me concentraré en el trabajo de dos artistas con el objeto de indagar las opciones estéticas y políticas que se le presentan al arte contemporáneo frente a esta problemática, y de calibrar la potencia cognitiva y transformadora que estas opciones pueden encerrar. Presentaré un cotejo entre los esfuerzos de la mexicana Teresa Margolles y los de la argentina Adriana Bustos, esfuerzos que constituyen dos modalidades de intervención divergentes: una más cercana al procedi-
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Mariano López Seoane es doctor en Literatura y Estudios Culturales Latinoamericanos (NYU). Entre 2011 y 2013 desarrolló una investigación posdoctoral auspiciada por CONICET sobre los cruces entre literatura y narcóticos en América latina. Actualmente enseña en la Maestría de Estudios Latinoamericanos de UNTREF y en la sede porteña de New York University. Ha publicado artículos en revistas académicas y publicaciones culturales como Cuadernos del Sur, Papel Máquina, Apuntes Hispánicos, Otra Parte, Radar y Soy, ente otros. Es además traductor especializado en teoría y dirige la galería de arte contemporáneo “miau miau”.
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miento metonímico, otra a las constelaciones benjaminianas, para un arte que se quiere abierto a lo real 4. Si como sostiene Slavoj Zizek la práctica estética puede proporcionarnos una imagen alternativa de la violencia, una que escape a la repetición acrítica de lo espectacular, entonces las intervenciones que consideraremos deben ser rescatadas como oportunidad de estudiar este problema sosteniendo una mirada indirecta, oblicua, capaz de alentar un revisión de las relaciones entre la violencia del narcotráfico y la violencia sistémica que la hace posible.5 Esta revisión nos permitirá a su vez evaluar las limitaciones de diagnósticos como los de Reguillo y otros.
Teresa Margolles: ruinas de la narcomáquina En la Bienal de Venecia de 2009, el crítico Cuauhtémoc Medina le encargó una instalación total a Teresa Margolles. La artista escogió un título elocuente para presentar su intervención: ¿De qué otra cosa vamos a hablar?, y utilizó el entero pabellón mexicano para alentar una reflexión sobre las causas y los efectos de la narcoviolencia que se cierne sobre la sociedad mexicana. Tres banderas daban la bienvenida al pabellón: una de la Comunidad Europea, una de la república de Venecia, y una tercera que no podía identificarse con ningún país y cuyos colores tampoco podían precisarse: teñida con una mezcla de agua y sangre de las víctimas de la narcoviolencia, la bandera se debatía entre el rojo, el rosa y el naranja. El uso de material tan cargado no se detenía allí: Margolles llenó sendos baldes con la siniestra mezcla y apostó a familiares de las víctimas en las galerías, para que día a día “limpiaran” los suelos con ese preparado. Margolles sumía así a los visitantes en un verdadero festival gore, haciendo estallar el espacio ideológico de la contemplación y volviendo imposible todo intento de fuga o retracción en la negación. Margolles es una veterana en estas batallas. Comenzó su carrera como parte del colectivo SEMEFO, con el que realizó distintas performances e intervenciones de gran impacto. A mediados de los 90s realizó un curso de medicina forense en la morgue del DF que determinaría en gran medida el tono y los materiales de su trabajo (Gallo 2004). Es lo que se comprueba en un recorrido superficial por sus obras tempranas, entre las que se destacan Dermis (1995), en la que la artista colgó sábanas de hospital que conservaban restos de la sangre de los cadáveres que habían cubierto y en las que podían observarse siluetas que remiten a las impresiones tenues de los sudarios; Tatuajes (1996), una serie de tatuajes
sobre piel humana arrancada de cadáveres asociados con la violencia del narcotráfico; Lengua (2000), la lengua de un joven muerto por sobredosis de heroína, colocada en una caja de cristal; y Vaporización (2000), en la que la artista llenó un museo con vapor producido a partir de agua que había usado para lavar cadáveres en la morgue del DF.
Adriana Bustos: capitalismo e imaginación En su ambicioso proyecto Antropología de la mula, Adriana Bustos investiga la condición de las mujeres que en la actualidad son utilizadas como correo humano por los narcotraficantes, y propone un paralelo entre estas “narcomulas” y las “bio-mulas” que transportaban metales preciosos desde el Alto Perú hacia el resto del Virreinato del Río de la Plata. Bustos realiza un trabajo etnográfico cualitativo, conduciendo entrevistas a mujeres presas por transportar drogas desde Córdoba hacia distintos destinos del exterior. Estas entrevistas le reportaron a la artista un material valiosísimo, que no podría encontrarse en las estadísticas sobre el crimen asociado al narcotráfico ni en las espectaculares imágenes e historias que circulan en los medios masivos de comunicación. Bustos reconstruyó de ese modo las historias de vida de estas mulas contemporáneas, poniendo especial énfasis en los sueños y proyectos que llevaron a estas mujeres a volverse engranajes de la narcomáquina. El resultado de este trabajo es la serie de Ilusiones, fotografías en toma directa que muestran a las internas enfrentando representaciones en óleo (pintadas por la propia Bustos) de los sueños que constituían su norte. “Leonor y su ilusión”, por ejemplo, nos muestra a una interna de espaldas mientras contempla la representación del salón de belleza que buscaba instalar con el dinero obtenido en la operación de tráfico. La foto está en blanco y negro, una elección estética que subraya que Leonor vive privada de su libertad y nos recuerda que su sueño no se ha cumplido. La obra forma un par con “Yolanda y la ilusión de Leonor”, en la que Bustos hace el retrato no ya de una interna, sino de una mula animal, que posa de frente delante del mismo óleo representando un salón de belleza. En este caso, la toma fotográfica es en color, acaso un indicador de la libertad del animal que en tiempos coloniales se dedicaba a esta misma tarea de transporte siguiendo rutas que asombrosamente coinciden con las del narcotráfico. Esta coincidencia es subrayada por Bustos en “Antropología de la mula”, la pieza que le da nombre al proyecto, una fotografía en blanco y negro en la que vemos a una mula
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frente a un mapa antiguo en el que se trazan las rutas de los metales preciosos de los tiempos coloniales y las rutas del narcotráfico del siglo XXI. La obra de Bustos produce entonces una doble intervención en la discusión sobre la narcomáquina: repone, en primer lugar, las condiciones subjetivas de la reproducción del capital narco, humanizando de paso a sus participantes; caracteriza, en segundo, las condiciones económicas y políticas en las que estas prácticas y los horrores asociados a la narcomáquina deben entenderse, alentándonos en parte a trascender esta categoría y el foco excesivo en la variable narco.
Límites de la metonimia En su trabajo sobre arte contemporáneo mexicano, Rubén Gallo explica que el trabajo de Margolles gira alrededor de un elemento nuclear, siempre aludido e implicado pero nunca presente: “El cuerpo está ausente, nos dice, como en la escena de un crimen misterioso” 6. La obra de Margolles alentaría al espectador a convertirse en un detective, a preguntarse por la localización y el origen del cuerpo del delito. La tarea, sin embargo, no sería digna de un Sherlock Holmes. Gallo se apresura a decirnos que “no hay que mirar demasiado lejos”: no hay cuerpos en las instalaciones de Margolles, pero hay numerosos cuerpos en la historia mexicana reciente. El elemento ausente en el trabajo de Margolles puede ser leído como alusión a la infinidad de cuerpos que han aparecido durante los 90s, una década plagada por una truculenta ola de violencia, desde los asesinatos políticos a los crímenes relacionados con las drogas, que ha dejado tras de sí una estela de cuerpos, algunos tan destrozados como los cadáveres que se pueden encontrar en la morgue (Gallo, 119). Allí donde la apelación a la figura del detective parecía prometer una intensa actividad intelectual, nos encontramos con la “evidencia” de los cadáveres. Y es la obviedad aparente de la solución, el hecho de que no haya que mirar lejos, lo que le resta fuerza crítica y potencia cognitiva a las obras de Margolles. El camino que lleva al cadáver, más que un recorrido intelectual, parece un callejón sin salida. En un ensayo sobre Margolles aparecido en Altre Modernitá, Julia Banwell entiende esta operación como un procedimiento metonímico: los restos y fragmentos que exhibe Margolles serían una imagen metonímica de los cadáveres y también de las condiciones que los han
producido 7. Es esta última afirmación la que cabe cuestionar. En efecto, ¿qué imagen de la realidad histórica de la narcoviolencia nos proporcionan estas obras? Consideremos obras como “Lengua” o “Dermis”. El espectador puede reconstruir el lazo que une a esos restos con los cadáveres que le dieron origen sin inconvenientes. La pregunta es si las obras lo alientan a ir más allá, y a multiplicar las conexiones en línea con un argumento informado y complejo. O si, por el contrario, lo congelan en el shock ante el horror de la lengua y la sangre. En efecto, ¿qué hay en la obra de Margolles que permita o aliente una conexión entre obra y condiciones históricas de la obra que trascienda la alarma, la denuncia y el escándalo ante el cadáver? Veamos: están por un lado la lengua, las burbujas, la sangre; y por otro el contexto de la violencia mexicana tal como lo presentan los medios de comunicación. La obra de Margolles no ofrece elementos para construir un argumento complejo, novedoso o iluminador; el fragmento de realidad bien puede funcionar como la foto de un muerto en la llamada prensa amarilla, reforzando el sentido de escándalo y alarma, pero bloqueando la búsqueda de una causalidad más compleja. En este sentido, “Lengua” y otras obras de Margolles pueden pensarse como fetiches, en tanto ocultan o al menos no conceptualizan el violento circuito que las hizo posibles. Se revela en este punto que el procedimiento metonímico es insuficiente. Más que ayudarnos a reconstruir las condiciones históricas que podrían echar luz sobre la narcoviolencia, se limita a crear la ilusión de que estamos en contacto con la realidad más cruda 8. Las limitaciones de este procedimiento quedan claras cuando lo contrastamos con otros modos de figurar la narcomáquina, modos más críticos, más políticos, que ofrecen algo más que la mera evidencia del horror. Es en este punto que propongo volver a la obra Bustos. Sus trabajos no se detienen en la exhibición de un fragmento horroroso; ofrecen también un relato que da cuenta de ese fragmento y que intenta explicar históricamente el desastre que le dio origen.
Pintura y fotografía Ya hemos visto que Adriana Bustos no trabaja con restos, sino con las palabras, los sueños y las historias de algunos de los implicados en la narcoviolencia. Así lo explica Gustavo Blázquez Inscribiéndose en una tradición chamánica capaz de materializar, como imagen, los deseos de los sujetos, la
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artista hace visible conexiones, vínculos, y relaciones que produce la narcomáquina con el objetivo explícito de desestabilizar la marcha triunfal del narcocapitalismo. Apoyándose en una observación de los “restos diurnos” (Freud, 1998) del polvo que levanta el tráfico, Ilusiones llama la atención acerca de las pesadillas de las que están hechos los sueños 9. Quiero detenerme en lo que dice Blázquez sobre el rescate de la tradición chamánica en las intervenciones artísticas de Bustos porque me permite plantear una oposición entre las perspectivas de Bustos y Margolles teniendo en cuenta las opciones que Walter Benjamin plantea para el arte en la época de su reproductibilidad técnica. Benjamin plantea una oposición entre el arte que quisiera seguir sosteniendo la posibilidad del aura (representado por la pintura) y el arte que toma la pérdida del aura como punto de partida (representado por la fotografía). Y recurre a dos figuras para caracterizar la actitud inherente a cada una de estas modalidades: ¿Cómo se compara el camarógrafo con el pintor? Para responder a esta pregunta recurrimos a una analogía con una operación quirúrgica. El cirujano representa el polo opuesto del mago. El mago sana al enfermo posando las manos sobre su cuerpo; el cirujano penetra en el cuerpo del paciente (…) En breve, en contraste con el mago (…) el cirujano en el momento decisivo se abstiene de enfrentar al paciente hombre a hombre; es en cambio a través de la operación que penetra en él. El mago y el cirujano se asemejan al pintor y al camarógrafo. El pintor mantiene en su trabajo una distancia natural de la realidad, el camarógrafo penetra profundamente en su red. Hay una gran diferencia entre las imágenes que obtienen. La del pintor es una imagen total, la del camarógrafo consiste en múltiples fragmentos que se ensamblan de acuerdo con una nueva ley 10. La oposición entre el mago premoderno y el secular cirujano parece hecha a la medida de nuestra discusión: si en su rescate de la tradición chamánica Bustos puede pensarse como pintora, es más que clara la afinidad de Margolles con la figura del camarógrafo. Sabemos que Benjamin privilegiaba la representación que ofrecía la cámara en tanto producto de una operación no aurática y por lo tanto contraria a la creación de mitos e ilusiones ideológicos; sin embargo, el recorrido que he intentando presentar debería dejar claro que la operación que propone la “pintura” resulta ser más útil para los fines de la educación política en nuestro presente. Claro que
Bustos proporciona no una imagen total (la que podría proporcionar el pintor de Benjamin) sino una constelación que tiene como norte la figuración de la totalidad (aun cuando la reconoce imposible): su obra, como se ha visto, reconstruye recorridos y ofrece láminas y mapas que ayudan a conectar el actual tráfico de drogas con el tráfico de otras substancias en el pasado. Por medio de esas imágenes dialécticas, Bustos ilumina aspectos del proceso histórico (social, económico, político) responsable de la situación de sus sujetos. En palabras de Buck-Morss, Bustos intenta “imaginar el capital”, consiguiendo así que sus temas se alejen de la crónica roja para revelarse como engranajes de un proceso que en la discusión pública tiende a mantenerse oculto. Cuestiona así lo que Hal Foster llama “presupuesto realista”, y nos recuerda que no podemos imaginar la realidad ofreciendo un pedazo de ella, por más brutal que sea, sino incluyendo los fragmentos y las piezas en un argumento, una constelación o en lo que Fredric Jameson ha llamado “mapa cognitivo”. En este sentido, el trabajo de Bustos alienta a superar una de las categorías que inició nuestra reflexión (y que forma parte del vocabulario crítico de aquellos que se dedican a la problemática). Me refiero a la noción de narcomáquina, que hemos utilizado porque alude a un consenso mínimo en las discusiones sobre el tema pero que debemos pensar en todas sus limitaciones. En efecto, hablar de la economía del narcotráfico como algo esencialmente más violento, cruel o cruento que el proceso de producción en los tiempos de la segunda revolución industrial, el taylorismo y el fordismo es por lo menos ingenuo. Si el narcotráfico “destroza cuerpos”, la revolución industrial hizo algo similar, y a similar escala. Lo propio de la economía narco, entonces, no puede ser lo que se ha comprobado una y otra vez para todo capitalismo no regulado. Dicho de otro modo, no son las sustancias las que transforman al capitalismo en un modo de producción anárquico, violento y asesino (eso es lo que parece desprenderse por momentos de la obra de Margolles y de las caracterizaciones de estudiosos como Rossana Reguillo o Sayak Valencia, que habla de “capitalismo gore”) sino la falta de regulación de la búsqueda de ganancia por vía de la explotación. Cada vez que el norte de reproducir la plusvalía de forma ampliada se despliega sin normas que lo contengan y lo hagan obedecer mínimos criterios de dignidad humana, los efectos son devastadores para las sociedades que proveen las materias primas, la fuerza de trabajo y el mercado de consumo. No basta entonces pensar en una “narcomáquina” para definir el capitalismo contemporáneo, ni en un sistema singularmente terrorífico o sangriento, sino en una máquina capitalista desatada,
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propia del posfordismo, que encuentra zonas de desregulación absoluta, sea geográficas (ciertas regiones del globo), sea de actividad (la producción y el tráfico de drogas, la trata de personas). Lo narco o lo gore se insertan entonces en los modos de funcionamiento pautados por ese modo de regulación del capitalismo actual, modos de regulación que no define. Adriana Bustos, al ligar el circuito del narcotráfico con el circuito comercial de la colonia, produce imágenes dialécticas, reconoce ligazones entre el pasado y el presente, y prepara de ese modo mejor a los espectadores para entender las especificidades de su tiempo. Entre ellas se destaca la constatación de que el capitalismo actual produce una subjetividad de nuevo cuño, que Blázquez llama “subjetividad mula”, y que nos recuerda las elaboraciones de Giorgio Agamben en torno al concepto de “vida desnuda”. Esa subjetividad se lee en las obras de Bustos, en los deseos e ilusiones subjetivas que desnuda. Conclusión: formas del arte político En su reflexión sobre el ensayo de Benjamin sobre la obra de arte, Susan Buck-Morss propone un cotejo entre el arte “modernista” y el arte que llama “fantasmagórico”. El programa de un Wagner, por ejemplo, implica el ocultamiento de la fragmentación y la alienación propias del mundo moderno, y ofrece la experiencia adormecedora de la “obra de arte total”. El arte que Buck-Morss llama modernista, por el contrario, afirma la fragmentación y el desastre. Buck-Morss coloca en la misma línea al expresionismo y al fotomontaje.
Teniendo este cotejo presente me pregunto si se puede identificar a Margolles con la tradición modernista/expresionista. Su obra registra la violencia de su presente y no recompone artificialmente lo fragmentado. Hay, en este sentido, una débil fuerza crítica en Margolles: trabaja en contra de la negación, contra la ilusión de invulnerabilidad, contra la idea de que no estamos afectados por este desastre. Señala nuestra implicación, nuestra necesaria participación. El problema es que se detiene en esa señalización, corriendo el riesgo de transformar sus obras en fetiches, sin la dimensión de constelación que tenía el fotomontaje. El fotomontaje, como explica Buck-Morss, vuelve a juntar los fragmentos en una imagen nueva que sin embargo no tiene la unidad impuesta de lo fantasmagórico. Margolles no reúne; su operación es incompleta: no recoloca los fragmentos en una constelación que además de registrarlos, de mirar de frente la violencia y sus efectos, los vuelva inteligibles. El término constelación nos recuerda que Benjamin le asignó al arte politizado una función muy clara: en vez de duplicar la ilusión que llamamos realidad como si fuera real, debe interpretar la realidad en sí misma como ilusión. Creo que Bustos colabora con esta denuncia de lo real como ilusorio al reponer las condiciones globales del funcionamiento de la narcomáquina y al tratar de imaginar el modo en que el capital se reproduce en forma ampliada a escala global. Mientras que Margolles se detiene en la “realidad” de los cadáveres, prestándose fácilmente a recepciones escandalizadas, detenidas en lo espectacular de la violencia narco y replegadas acrítica-
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mente en el lamento, Bustos denuncia la realidad del narcotráfico como ilusión –al intentar visibilizar el circuito capitalista que le da sentido– y a la vez opone a esta ilusión ideológica y mistificante las ilusiones truncas, cargadas de fuerzas utópicas redimibles, de las mujeres que le proporcionan su fuerza de trabajo.
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Una lista breve de estudios sobre diversos casos nacionales debería incluir los esfuerzos de Silva de Sousa (“Narcotráfico y economía ilícita: las redes del crimen organizado en Río de Janeiro”. Revista Mexicana de Sociología. Año LXVI, num. 1, enero-marzo 2004.); Gootenberg (“Between Coca and Cocaine. A Century or More of U.S.-Peruvian Drug Paradoxes, 18601980” en: Hispanic American Historical Review. 83:1. 2003); Federico (País Narco. Buenos Aires, Sudamericana, 2011) y Thoumi (El imperio de la droga: Narcotráfico, economía y sociedad en los Andes. Colombia, Planeta, 2002). 2 Reguillo, Rossana. 2012. “The Narco-Machine and the Work of Violence: Notes Towards its Decodification” en: E-Misférica, 8.2. #Narcomachine, 2012. 3 En el arte contemporáneo cabe citar a Teresa Margolles, Adriana Bustos, Violeta Luna, Tanya Bruguera y Doris Salcedo. Las letras latinoamericanas cuentan con crecientes ejemplos de “narconarrativas”: desde las ya clásicas novelas colombianas La virgen de los sicarios y Rosario Tijeras, pasando por las crónicas de Cristian Alarcón (Si me querés queréme transa) y la reciente novela de Juan Pablo Villalobos, Fiesta en la madriguera. El cine de la región no se ha quedado atrás, baste mencionar los films mexicanos Miss Bala, El velador, El sicario y El infierno, las versiones cinematográficas de las novelas colombianas mencionadas y las fantasías norteamericanas sobre el “caos latino” en Maria full of grace o Blow. El boom de los narcocorridos debe ser leído como la expresión musical de esta insidia de lo narco. En lo que respecta a Brasil, deben mencionarse los filmes Cidade de Deus y Tropa de elite, y el auge que tuvo a principios de los años 2000 un género directamente asociado con el poder narco al interior de las favelas: el baile funk. 4 La formulación refiere al clásico trabajo de Hal Foster, El retorno de lo real. De acuerdo con Foster, el retorno a modos de figuración fascinados con el trauma y lo abyecto se relaciona con la extenuación de los modelos textualistas del posmodernismo, pero también con procesos históricos traumáticos como la crisis del sida, el colapso del estado de bienestar, y la multiplicación de conflictos armados interminables (Foster, Hal. The Return of the Real. Cambridge, The MIT Press, 1996). El diagnóstico puede completarse con la siguiente intuición de Susan Buck-Morss: “la política como espectáculo (incluyendo el espectáculo estetizado
de la guerra) se ha convertido en un lugar común en nuestro mundo televisual (…) la alienación sensorial está en el origen de la estetización de la política. Hemos de asumir que la alienación y la política estetizada, en tanto condiciones sensoriales de la modernidad, sobreviven al fascismo y que del mismo modo lo sobrevive el goce obtenido en la contemplación de nuestra propia destrucción” (Buck-Morss, “Estética y anestésica. Una reflexión sobre el ensayo de la obra de arte” en: Buck-Morss, Susan. Walter Benjamin, escritor revolucionario. Buenos Aires, Interzona, 2005, p. 171). Si el postfordismo ha modificado las condiciones de la percepción sensorial, no puede sorprender el carácter turbulento de las transformaciones de la práctica estética en los últimos años. 5 Zizek, Slavoj. Violence. New York, Picador, 2008. 6 Gallo, Ruben. New Tendencies in Mexican Art. New York, Palgrave Macmillan, 2004, p. 119. 7 Banwell, Jessica. “Agency and Otherness in Teresa Margolles’ Aesthetic of Death”, en: Altre Modernitá (4), 2010, p. 46. 8 En este punto, el trabajo de Margolles participa de las ilusiones de gran parte del arte contemporáneo a partir de 1970, tal como lo describen Hal Foster y Rosalind Krauss. De acuerdo con Krauss, citada por Foster, en artistas como Gordon Matta-Clark y Bruce Nauman se observa una apelación a “marcas indexales”, tomadas como “una huella que produce su significado en relación directa con su referente”. En general, estos trabajos proponen una “fundamentación indexal del arte en la presencia física” (Foster, 80). Este registro de la “pura presencia física” pretendería sustituir un lenguaje de convenciones estéticas que se considera en crisis. 9 Blázquez, Gustavo. “Yuppies, Yonquis y mulas. Subjetividades narcóticas, imágenes dialécticas y arte contemporáneo en Córdoba” en: E-Misférica, 8.2. #Narcomachine, 2012. 10 Benjamin, Walter. “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” en: Benjamin, Walter. Discursos interrumpidos. Madrid, Aguilar. 1973, p. 234.
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Últimos movimientos
Fármacos y vejez La longevidad plantea una pregunta ética por la vida, la muerte y el “farmacopoder” en el presente. Un análisis de testimonios y textos en busca de una experiencia que se ubique más allá de la ciencia y las desigualdades sociales.
Adriana mancini
E
n una de las entradas de su Diario, correspondiente al año 1967, el escritor norteamericano John Cheever (1912-1982) escribe:
Vago por la casa repitiendo… “Estoy contento de estar solo, muy contento de estar solo”. Bebo en la terraza, converso con los perros. Viene el médico… Un joven de cara extrañamente redonda, ojos redondos y un entusiasmo por la ciencia médica que no incluye el menor conocimiento ni respeto por la fuerza del dolor. Prevé un futuro color de rosa en el que habrá píldoras para el colesterol y la melancolía, para la pereza, la lujuria, la homosexualidad, la ira, la ansiedad y la avaricia. “Tome esta roja para el miedo a volar” – dice con entusiasmo. “Esta amarilla para el vértigo. La blanca cuando se sienta deprimido”. Píldoras, píldoras, qué píldoras más bonitas fabrican últimamente. 1
* Adriana Mancini es doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, docente de la cátedra de Literatura Argentina e investigadora (UBA). Dictó seminarios en las Universidades de La Plata, Venecia, Milán, Köln y Jena. Editó Denkbilder. Epifanías en viajes (Cuenco de Plata, 2011) y, en colaboración con Nora Domínguez, La ronda y el antifaz. Lecturas críticas sobre Silvina Ocampo (FyL UBA, 2009). Publicó los ensayos Silvina Ocampo. Escalas de pasión (Norma, 2004) y Bioy Casares va al cine (Libraria, 2013). Actualmente trabaja en un libro sobre sobre la vejez y la muerte en literatura.
Sobre la apuesta de los jóvenes formados en las ciencias de la salud, belleza y vigor, una promesa ampulosa de juventud eterna, generada en intereses económicos y disociada de las urgencias individuales… Puede afirmarse –más allá de la ironía que imprime Cheever– que hoy, en los albores del siglo veintiuno, hay fármacos que ofrecen con relativa certeza un plus de vida en condiciones aceptables o un morir sereno con sostén psicológico. Es verdad, abundan paliativos dudosos, píldoras de colores cuidados e incluso placebos. Y si no las hubiere y no se vislumbraran en el horizonte –como por ejemplo un antídoto para la avaricia– la manipulación genética contemplará, algún día, la píldora para el faltante y el poder camaleónico y lo venderá como imprescindible para ser consumido por el bien general. En “Tu bata blanca, el pastillero mío, ambos trofeos”, Edgardo Rodríguez Juliá desarrolla una anécdota en primera persona en la que su protagonista recorre su existencia en relación a los fármacos y drogas que acompañaron sus días. Con lucidez, el narrador protagonista presenta cómo el abuso de los fármacos –en los que incluye las drogas duras– se consumen con insensatez, sea por hipocondría del paciente, por entu-
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siasmo desmedido del profesional, dolor de existir, o sencillamente por imperativo social. La medicina, ya para ese entonces, (fines de los años ochenta) había cambiado radicalmente. El fantasma de la medicación excesiva y el diagnóstico defectuoso, comenzaba a sitiarme cada vez que me acercaba a un médico; además, la salud, ya que no solo el bienestar, se convertía en un bien de consumo. Por primera vez comencé a reconocer en los anuncios de la televisión y rótulos publicitarios en las carreteras anunciando desde medicamentos para el colesterol –al lado de los anuncios de Burger King y Mc Donald’s hasta remedios para la función eréctil. 2 Sin soslayar el humor, el texto subraya con acritud cómo se pervierte la intimidad del sujeto; su alcoba y sus fluidos son instancias de máxima exposición pública; cómo las grandes industrias del dolor, la belleza, la sexualidad remplazan los ungüentos caseros y la discreta receta del médico de cabecera de antaño cuyo Rp. (lat. recipere) las legitimaba prestigiándolas. El arte suele abarcar problemáticas y desvaríos de la realidad sin incomodarse. En este sentido, es ejemplar el final con el que Rodríguez Julia, a modo de coda, remata su relato. Se trata de un comentario acerca de la instalación de Susie Freeman, David Critchley y Liz Lee en el British Museum: un gran tapiz de trece metros de tela negra sobre el cual están tejidos catorce mil medicamentos –“o sea, cápsulas, tabletas, pastillas”(214) – que los ingleses ingieren a lo largo de sus vidas. La instalación llamada Cradleto Grave recaba en la vida de cuatro hombres y cuatro mujeres ingleses/as, quienes habrían tomado alrededor de cuarenta mil pastillas; la misma se completa con series de fotos de los pacientes consultados. Uno de ellos, víctima de un derrame cerebral, muerto a los setenta y cinco años, pero en los últimos diez años había tomado tantos medicamentos como en los primeros sesenta y cinco años de su vida. No sólo los avisos en la autopista o en la pantalla televisiva pueden persuadir al paciente de tentar el consumo desbocado de medicación. Las curas alternativas ligadas creencias que venden esperanzas endebles también son habituales. El relato “Colonizadas” de Diamela Eltit ensambla la sugestión que ejerce un médico sobre dos mujeres, madre e hija, “colonizadas” por su entrega a un tratamiento dudoso que reciben ambas por sus respectivas enfermedades. La madre, en estado terminal; la hija, enferma desde niña por una relación insalubre con su madre: colonizada. El relato es válido para pensar la arista de la farmacología enlazada con la creencia ajena a la razón científica. Por su parte, el
hecho de que las protagonistas respondan a dos generaciones aunque ambas sean bastante mayores implica que la dependencia de fármacos o la influencia por sugestión, o ambas, no depende de la edad ni del estado. Es elocuente el párrafo final del relato en el que la hija enferma, narradora en primera persona de todo el texto, concluye sobre las características de la situación que las entrampa: Pero lo único importante es que ahora estamos cautivas por un médico medieval que vive en la era de conversiones y plegarias. Un médico que duerme con su rosario y nos da medicamentos tras medicamentos porque todavía nos mantiene demasiado enfermas pero vivas. Un médico que lucha para que alcancemos la gloria del arrepentimiento y nos empuja, jeringa a jeringa, para llevarnos al gozo religioso que nos permita morir en paz. Sí, la misma paz que mató a la multitud de mártires tontas a las que venera. 3 El final de “Colonizadas” es inquietante. Las preguntas emergen desde la afirmación “morir en paz”. ¿Qué es morir en paz? ¿Hay en la reflexión final una propuesta solapada de eutanasia? Lo que no se puede soslayar es que la longevidad es uno de los temas de investigación aplicada de mayor magnitud en los últimos años: implantes, píldoras inteligentes, órganos cultivados, prótesis, etc., aumentan considerablemente los costos de la salud y se eleva el riesgo de crear nuevas y profundas desigualdades, por un lado; y, por otro, se impone la necesidad de establecer un límite a los avances de la ciencia. Podemos recordar, entonces, el planteo que propone Swift en Los viajes de Gulliver: los Struldbruggs, ancianos selectos, muy escasos, que nacen para ser inmortales; sin embargo, después de cierto tiempo se aíslan con melancolía, malhumor y gestos inequívocos de venganza y crueldad porque son incapaces de sobrellevar la soledad a la que la inmortalidad los condena. Llega pues el momento en el que se los debe aislar por no poder compartir pautas sociales ni lazos comunicacionales con el resto de la población.4 Asimismo, la novela de Saramago Las intermitencias de la muerte 5 presenta una hipótesis social de ciencia ficción donde “la muerte había dejado de operar en el país desde principio de año”, para describir con gruesos rastros de verosimilitud el colapso social demográfico, económico y cultural que tal hecho produce. Joël de Rosnay, bioquímico y escritor científico, afirma que en Estados Unidos y otros países pioneros en el estudio del bienestar de la población longeva se está considerando que los ancianos sean aconsejados por
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especialistas pero no asistidos, para lograr que el individuo recupere su poder sobre sí haciéndose cargo de la “gestión de su propia vida”6. El objetivo es mitigar así la dependencia a los médicos y a la industria farmacológica. Es cierto, muchos mayores no saben qué hacer con su “vida extra”, por tanto tienen derecho a decidir que no le prolonguen la vida artificialmente; y la sociedad debe aprender a aceptar su deseo. A su vez, no sería sensato descartar el avance de la tecnología y la investigación en las ciencias ligadas a la medicina, pero sí sería deseable que se considerase un criterio de aplicación que evalúe todos los aspectos. Por no ser cómplices de ganancias espurias: ¿Dejaríamos de vacunar a un niño para evitar con cierta certeza la poliomielitis? ¿Seríamos capaces de rechazar un tratamiento aunque sea experimental contra el cáncer o el sida aunque el paciente tuviera baja expectativa de supervivencia? ¿Por qué soportar el dolor si puede atenuarse? ¿Hasta dónde debe extenderse la vida? ¿Cuál es el límite? Las respuestas pueden parecer ingenuas y es natural suponer que todo dependería de un adecuado consenso entre la sociedad y el individuo; del respeto a las decisiones individuales sobre el propio cuerpo sin dejar de considerar parámetros que establecen los especialistas en ética en las ciencias. Hay algo cierto: el envejecimiento es irreductible. Afecta a todas las especies y además la muerte es necesaria para la vida. De Rosnay asegura que a ningún científico se le ocurriría pensar en la inmortalidad, pero sí se sabe cómo retardar la muerte; y con certera convicción afirma que “las revelaciones más agudas de la ciencia coinciden con los consejos del sentido común en relación a la alimentación y al modo de vida, incluso con procedimientos ancestrales” (11). Sin embargo, en el envejecimiento, convergen una serie de fenómenos que llevan a un “desorden creciente en el mundo celular, como un chirrido parásito en un circuito eléctrico, ‘un ruido de fondo’ que remplaza a las señales precisas de la vida” (37). Los contaminantes, la debilidad en las defensas, la excesiva medicación –contra la hipertensión, contra el colesterol, contra el insomnio o contra el infaltable stress– habitual en las personas de edad favorecen ese “ruido de fondo” que allana el terreno para enfermedades hasta ahora controladas pero incurables. El cáncer, es un ejemplo. Y aunque la experiencia diaria de cirujanos y especialistas indica que cada vez son más jóvenes los afectados por esta enfermedad, en general se instala con comodidad en los cuerpos debilitados por la edad.
Cuerpos debilitados 1. Afectado de cáncer, en 1982, Cheever describe su lucha encarnizada contra la enfermedad. La ironía explícita sobre la medicación abusiva a fines de los sesenta se revierte; en los años ochenta se entrega con resignación y esperanza a la terapia prescripta para su enfermedad. Al despertar pienso que la causa de mi cansancio en las últimas cuarenta y ocho horas es la ausencia de algo que me parezca verdaderamente auténtico (…). Por eso me encanta preparar café en la cocina y charlar con la vieja perra. Soy Bette Davis y ella es Geraldine Fitzgerald en la última escena de Dark Victory. “Ahora debemos aprender a vivir otra vez” digo a la perra y añado: “Si puedo reír, puedo vivir”. Entonces río incansablemente... (Diarios, 398-9). Aunque sepa cercana su muerte, Cheever no dejará de someterse a la aplicación sistemática de rayos de cobalto sobre sus huesos; y mientras tanto, sabrá valorar circunstancias, personas, objetos que le dan instantes de felicidad y que nunca antes los había valorado: “Entonces mi esposa, que es incapaz de hablarme, ahora se hace oír. Abre la ventana y exclama: ‘¡Oh, qué hermoso pájaro! Qué hermoso pájaro que está en mi ventana!’. Qué importantes son las mujeres” (398). En sus últimos días envía a arreglar el reloj, como si también quisiera intentar un pacto fáustico con la máquina del tiempo. Con su último aliento sube a la cama del segundo piso para llegar a la máquina de escribir. Toda una hazaña. No sé qué se ha hecho de la disciplina o fuerza de carácter que me ha permitido llegar hasta aquí durante tantos años. (…) Ahora me estoy desvistiendo y la fatiga es tan abrumadora que me desnudo con el apuro propio de un amante. (…) Apago la luz y me dejo caer en la cama. (409). La muerte y la entrega de Cheever a su dominio se piensa como un acto de amor que se deja entrever en la última entrada de su diario. 2. La llamaremos Lilian. Ahora tiene 89 años, es vital e independiente, muy inquieta. Está un poco desmemoriada pero se esfuerza por reparar la situación. Anota las actividades pendientes o lo que debe hacer día a día. Hace ejercicios para fortalecer la memoria, concurre a un centro municipal especializado donde se reúnen mujeres generalmente solas, viudas o separadas (los hombres desertan a las pocas clases). Ellas se divierten y
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se burlan de sí, de su condición de viejas, mientras cumplen con las consignas de los ejercicios que dos pacientes psicólogas les proponen. Lilian lee el diario, comenta las noticias con sus hijos. Ve películas y trata de recordar el argumento al día siguiente. Recita en italiano los versos de Giosuè Carducci que recuerda de sus clases en la Asociación Dante Alighieri. Fue esgrimista de joven y siguió practicando deportes siempre. Concurre al Centro Cultural Rojas donde practica expresión corporal y danza. Me miman, dice. Sus compañeras tienen la edad de sus hijos. Siempre es la mayor y nadie relaciona su edad con su estado. Goza en plenitud. También tiene un amigo admirador con quien habla por teléfono porque no vive en la misma ciudad. A veces se encuentran. La última vez fue para el nonagésimo cumpleaños del señor. Él la llama palomita mía y ella, palomo –cuando la llamada se atrasa, el viejo. A los 84 años los médicos descubrieron en Lilian un cáncer avanzado. Quizás por temor no había comentado su malestar. Se notaba cansada pero lo atribuía a su actividad. Fue asistida con urgencia, tiene familiares muy cercanos médicos. Fue operada por eximios especialistas y tratada con prudencia por su edad. No había muchas expectativas pero Lilian tomaba sus pastillas en dosis abultadas con estoicismo. A los dos años apareció una recidiva del cáncer. Tenía 86 años. ¿Es pertinente que un viejo de 86 años requiera estudios o tratamientos prolongados con medicamentos de altísimo costo? ¿Ya vivió su vida? ¿Ya cumplió su ciclo? ¿Habría que haber dejado a Lilian morir “en paz” a pesar de su entereza? Lilian, a veces, se resistía a los controles, sí; pero llegado el momento se abandonaba con docilidad y se dejaba hacer con esperanza enmascarada. Estaba enojada y tenía miedo, se desquitaba con quien la acompañara en las visitas a los hospitales pero se sostenía fuerte del brazo y con pasos ligeros y seguros como para no arrepentirse, entraba a la sala. Los médicos más próximos –oncólogo, cirujano– apostaron a la vida. El cirujano aconsejó estudios específicos que el sistema de salud se negaba a aceptar. El oncólogo recetó un tratamiento de quimioterapia de última generación de costos inimaginables e inalcanzables para cualquier ciudadano o ciudadana que viva de su trabajo, desprotegido laboralmente o sin cobertura social. En cada caso y en cada oportunidad, para que la obra social gremial a la que pertenecía entregara la medicación, el oncólogo debía justificar su pedido señalando con énfasis la integridad física y psíquica de la paciente a pesar de su edad. La obra social respondió casi en su totalidad y Lilian, encontró mil y una maneras de mitigar el dolor adaptándose, no sin angustia pero con muchas ganas de
vivir, a las reacciones adversas colaterales que la quimioterapia suele provocar. Así fue como Lilian cumplió 89 años. Ese día irradiaba belleza y juventud. Ella sabe muy bien que toda la felicidad que absorbe en estos años es como una “vida extra” que debe a la valentía de los especialistas que apuntalaron sus fuerzas, que no la entregaron, desprotegida, a las garras de la vejez; ni se entregaron ellos a las estadísticas de supervivencia para el equilibrio social, económico y político y la ayudaron a encontrar la felicidad –que también habita entre las fauces abismales de la vejez. 7 3. Sartre es un buen ejemplo del acomodamiento de los viejos; de su resistencia a abandonarse a los dolores físicos e imposibilidades. En Autorretrato a los setenta, una entrevista que le realiza Michel Contat, responde sobre su estado de salud. Sus dolencias son incontables y ciertamente graves: dolor de piernas, pero todavía puede caminar hasta un kilómetro; problemas de hipertensión considerables, pero un tratamiento con medicación logró estabilizarlo; tuvo un derrame ocular, no puede leer y apenas arma las palabras. “Mi oficio de escritor está completamente destruido. Sin embargo puedo hablar. (…) fui y ya no soy. Pero, debería estar muy abatido y por alguna razón que ignoro, me siento bastante bien; nunca estoy triste ni melancólico pensando en lo que he perdido.”8 Tampoco Jorge Luis Borges reniega de la vejez, ni es pretencioso: Ante un comentario de su amigo Mastronardi y su esposa sobre la resignación que cabe en esa época –“Tenemos que convencernos que somos viejos”, “No podemos esperar nada”– Borges se distancia del criterio que subyace en la afirmación: “No me gusta esa actitud. Yo creo que podemos esperar muchas cosas, casi todas las cosas: un café con leche rico; oír una frase que nos divierte. Yo prefiero esperar e interesarme, y no sentirme apartado y concluido.” 9 Otro sería el caso de Gianni Vattimo, quien con melancolía determina una entrada a la vejez el día que cumple setenta años. Y en una carta que envía a un amigo expresa su temor: “¿Envejecer atenúa el dolor de la vida? ¿Nos hace menos capaces de padecer y por lo tanto de amar y de experimentar pasiones; nos vuelve más cínicos y duros, más insensibles? Me lo pregunto hoy al comienzo de mi vejez.”10 4. Una anécdota recogida entre las incontables que pueden rastrearse en una sala de terapia intensiva de enfermos graves. Un par de médicos jóvenes asisten con concentración, intensidad y alta tecnología a un paciente ya mayor muy grave. Luchan contra la muerte, guías en
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las venas, masajes cardíacos. Ante la falta de una respuesta de ese cuerpo cansado, apelan a aquello que va más allá de sus intentos y retumba como un eco un imperativo desesperado, desesperante: “No se muera”. “No se muera”. “No se muera”. Una voz tenue, junto al último aliento, se impone: “Basta muchachos, no trabajen más”. Y la entrega. “Sí, la muerte se anuncia”, asegura uno de los médicos con un gesto en su rostro que delata la amargura de fracaso. 11 Tal vez, como le ocurre a Ivan Ilich, la muerte ya no atemoriza cuando se acerca. “En vez de la muerte había luz (…) ‘Se ha terminado la muerte –se dijo–. Ya no existe’. Aspiró el aire, se detuvo a media aspiración y falleció.” 12 Los ejemplos de viejos son tan variables como casos de vejez se indaguen. Es difícil trazar una variable segura de comportamiento a pesar del ineludible “ruido de fondo” en la última etapa de vida. La vejez no puede definirse con precisión porque tiene un componente social que determina con arbitrariedad cuándo se es viejo –la edad de la jubilación, la pérdida de ciertos beneficios de seguro o el permiso para manejar por breve tiempo. Y hay un componente individual que depende de las características del sujeto. Sí, puede afirmarse que para ser viejo con dignidad hay que valorar el presente y prepararse con energía a resistir los embates del afuera y resignarse a ellos. Quizás sea la soledad una de las sombras más difíciles de sobrellevar en los viejos. Las enfermedades se agudizan por falta de atención y cuidado familiar. Ya empiezan a aparecer en los anuncios comerciales empresas de seguros que garantizan a los familiares de los viejos (enfermos o no) servicios de acompañantes. La familia trabaja. Las viviendas son pequeñas, la vida del viejo se alarga. La vejez transita otro carril. La sabiduría y la experiencia no son moneda de cambio. El mundo moderno tiende a fascinarse cada vez más con la juventud y la belleza. Valora la eficacia y la fuerza: el poder. Y los viejos no pueden nada. Es lícita la preocupación de las sociedades desarrolladas por el desequilibrio social que todas las variables sobre el tema desencadenan: “La bomba de la longevidad”: disminución de la tasa de natalidad, disminución de la edad de la jubilación y los jubilados no producen (generalmente son “ociosos rentistas” que cada vez viven más años). En Francia, un siglo atrás, la expectativa de vida era de 49 años. En la última década las mujeres alcanzan en promedio los 84 años, los hombres 77 y se calcula que cada cuatro años se aumenta en uno el índice de vida. 13 En Japón, por ejemplo, en 2020, un japonés cada cuatro tendrá más de 65 años. ¿Quién trabajará para pagar jubilación y salud para estos
mayores longevos que consumen, en el último tercio de vida, la medicación y asistencia que nunca habrían consumido de jóvenes?14 El panorama futuro con relación a la medicación para los males de la vejez es incierta. Pero para tranquilidad del “farmacopoder”15, hoy jóvenes con ansias de experiencias fuertes, o para vencer la barreras de cuerpos inexpertos ante las exigencias de una sociedad consumista despiadada, asaltan los cajones de los abuelos en busca de vasodilatadores, analgésicos y otras drogas que prometen ser eficaces a la hora de no ceder, aguantar, ser los campeones de la noche… Un batido con alcohol y el coma etílico llega sin aviso. El Viagra también desviará su destino final. Si pasa de la alcoba a las carreteras perdiendo su pudor, en el 2015 estará en los maletines de los médicos deportólogos. El rendimiento de los deportistas de alto nivel no debe disminuir. No se puede perder, todos quieren ser campeones. Entonces, para jugar en altura, no nos entrenamos: ¡Tomamos Viagra! ¿Qué tomarán en la vejez? ¿Seguirá funcionando el poder de las drogas? Alguna fórmula llegará… O no. Quizás se imponga la comida saludable y las reconfortantes caminatas. Eso sí, con zapatillas de marca y vajilla descartable.
1
Cheever, John. Diarios. Barcelona, Emecé, 1993, p. 251. Rodríguez Juliá, Edgardo. “Tu bata blanca, el pastillero mío, ambos trofeos” en: Los excesos del cuerpo. Ficciones de contagio y enfermedades de América latina. Javier Gerrero y Nathalie Bouzaglo (comps.) Buenos Aires, Eterna Cadencia , 2009, pp. 211-2. 3 Eltit, Diamela. “Colonizadas” en: Los excesos… Ibídem, p. 194. 4 Swift, Jonathan. Los viajes de Gulliver. Madrid, SM, 1988. 5 Saramago, José. Las intermitencias de la muerte. Buenos Aires, Alfaguara, 2005. 6 De Rosnay, Joël, Jean-Louis de Servan-Schreiber, François de Closets y Dominique Simonnet. Una vida extra. La longevidad: un privilegio individual, una bomba colectiva. Barcelona, Anagrama, 2006, p. 89. 7 Archivo personal. 8 Sartre, Jean Paul. Autorretrato a los setenta. Buenos Aires, Losada, 1977, pp. 46-7. 9 Bioy Casares, Adolfo. Borges. Buenos Aires, Planeta, 2006, p. 1326. 10 Vattimo, Gianni y Piergiogio Paterlini. No ser Dios. Una autobiografía a cuatro manos. Buenos Aires, Paidos, 2008, p. 15. 11 Archivo personal. 12 Tolstoi, León. La muerte de IvanIlich. Barcelona, Brughera,1983, p. 95. 13 Cfr. De Closets, François. Una vida extra… Ob. cit. 14 Bianchi H., J. Gagey, J.Moreineet alt. La cuestión del envejecimiento. Perspectivas psicoanalíticas. Madrid, Biblioteca nueva, 1992,p. 151. 15 Tomo el término de Beatriz Preciado: Texto yonqui: sexo, drogas y biopolítica. Buenos Aires, Paidós, 2014, cap. 8. 2
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Testimonio
Medicamentos que matan
PETER C. GØTZSCHE Traducción de Pau Gros Calsina
L
as grandes epidemias de enfermedades contagiosas y parasitarias que acabaron con tantas vidas en el pasado están ya bajo control en gran parte del mundo. Sabemos cómo evitar y tratar enfermedades como el sida, el cólera, la malaria, el sarampión, la peste y la tuberculosis, y hemos erradicado la viruela. Aunque es cierto que las cifras de fallecidos por el sida o la malaria siguen siendo muy elevadas, esto no se debe a que no sepamos cómo combatirlas, sino más bien a las desigualdades económicas existentes y a los costos excesivos de los fármacos para curar enfermedades mortales en los países en desarrollo. Por desgracia, nuestra sociedad es víctima de dos epidemias creadas por nosotros mismos: el tabaquismo y los medicamentos de venta por receta, ambas extremadamente mortales. En Estados Unidos y en Europa los medicamentos son la tercera causa de muerte, después de las cardiopatías y el cáncer. Si las muertes causadas por los medicamentos fueran una enfermedad contagiosa, una cardiopatía o un cáncer provocado por la contaminación ambiental, habría ya multitud de grupos de defensa de los pacientes recaudando fondos para combatir la situación, y se habrían puesto en marcha varias iniciativas políticas de gran calado. Es algo que me cuesta entender. Al tratarse de medicamentos, nadie mueve un dedo. La industria tabaquera y la farmacéutica tienen mucho en común: ambas comparten una total y moralmente repugnante desconsideración por las vidas humanas. Las tabaqueras se enorgullecen de haber incrementado sus ventas en países de renta baja o media y, sin ningún ápice de ironía o vergüenza, el consejo de dirección de Imperial Tobacco anunció a sus inversores que en el año 2011 la empresa, con sede en el Reino Unido, ganó la calificación de Premio de Oro en un índice de responsabilidad empresarial. Las empresas tabaqueras ven “muchas oportunidades para desarrollar nuestro negocio”, negocio que fue descrito por la revista Lancet como el fomento de la venta, la adicción y la muerte, seguramente el modelo empresarial más cruel y corrupto que la humanidad haya podido inventar nunca.
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Los ejecutivos de las tabaqueras son conscientes de que trafican con la muerte, y lo mismo ocurre con los ejecutivos de las empresas farmacéuticas. Resulta ya imposible esconder el hecho de que el tabaco es un producto mortal, pero la industria farmacéutica ha sido muy hábil escondiendo el hecho de que sus medicamentos son aún más mortales. El propósito de mi intervención es explicar la manera en que las empresas farmacéuticas han escondido deliberadamente los efectos letales de sus fármacos mediante actividades fraudulentas (en términos tanto de investigación como de marketing) y cómo han negado rotundamente todas las acusaciones cada vez que han tenido que enfrentarse a los hechos, del mismo modo que, en 1994, los altos ejecutivos de las tabaqueras aseguraron en una audiencia en el Congreso de Estados Unidos que la nicotina no era adictiva, a pesar de que sabían desde hacía décadas que eso era totalmente falso. Philip Morris, el gigante tabaquero de Estados Unidos, creó una empresa de investigación que documentó los peligros del tabaco para los fumadores pasivos, pero a pesar de que se realizaron más de 800 informes científicos, ninguno de ellos fue publicado. Tanto las tabaqueras como las farmacéuticas cuentan con sus propios “mercenarios”. Cada vez que un estudio serio demuestra que un producto es peligroso, aparecen multitud de estudios de calidad inferior que proclaman lo contrario; esto confunde al público debido a que, como
dicen los periodistas, “existe divergencia de opiniones entre los investigadores”. Esta industria de la duda es muy eficaz a la hora de distraer a la gente para que ignore los peligros; así se gana tiempo mientras la gente sigue muriendo. Esto es corrupción. La corrupción puede interpretarse de diversas maneras, pero lo que yo entiendo por corrupción es lo que aparece en mi diccionario personal: decadencia moral. Otro de los significados es el de soborno, es decir, realizar un pago secreto en efectivo a cambio de un servicio que de otra forma no se prestaría, o al menos no de manera tan rápida. Sin embargo, la corrupción en el sistema sanitario adopta diversas formas, como por ejemplo la remuneración por una actividad aparentemente honrada, que en realidad no es más que una tapadera para entregar dinero a buena parte de los profesionales de la medicina. Los protagonistas de la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley, publicada en 1932, podían tomar a diario pastillas de la felicidad para tener el control sobre sus vidas y solucionar sus problemas. Pues bien, los anuncios televisivos en Estados Unidos instan a los telespectadores a hacer exactamente lo mismo. Estos anuncios están protagonizados por personajes infelices que, una vez han tomado un comprimido, vuelven a sentirse felices y creen que llevan el timón de sus vidas. Además de superar la imaginación desmedida de Huxley, la venta de medicamentos no hace más que aumentar. En Dinamarca (mi país) tomamos tantos medicamentos que cada ciudadano, enfermo o no, consume una media de 1,4 medicamentos al día; desde la cuna hasta la tumba, como se dice. A pesar de que hay muchos medicamentos que salvan vidas, es fácil pensar que medicar a una sociedad hasta niveles tan elevados resulta perjudicial. Si tomamos tantos medicamentos es porque las farmacéuticas no venden medicamentos: venden mentiras sobre sus medicamentos. En todos los casos que he estudiado, además, se trata de mentiras flagrantes que han seguido usándose incluso una vez se había demostrado su falsedad. Ésa es la principal diferencia de los medicamentos respecto a cualquier otro aspecto de nuestras vidas. Si queremos comprar un coche, o una casa, juzgaremos nosotros mismos si se trata de una buena o mala compra. Ahora bien, en el caso de los medicamentos no tenemos tal poder de decisión, ya que prácticamente todo lo que sabemos de ellos es lo que las empresas farmacéuticas han decidido explicar a los médicos y a los pacientes. Quizá sería interesante definir qué es para mí una mentira: una afirmación que no es cierta, aunque quien la diga no tiene por qué ser necesariamente un mentiroso. Los visitadores médicos sueltan muchas mentiras, pero a menudo es debido a que sus superiores les engañan o les esconden premeditadamente la verdad (y por lo tanto esos sí son mentirosos, desde mi punto de vista). En su libro On Bullshit, el filósofo ético Harry Frankfurt
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declara que una de las principales características de nuestra cultura es que está llena de mierda, lo que él usa como sinónimo de mentiras. Mi investigación no trata de los beneficios tan bien conocidos de los fármacos, ni del progreso que han supuesto para la curación de enfermedades, cardiopatías, algunos de los tipos de cáncer y deficiencias hormonales como la diabetes tipo I; en su lugar prefiero hablar del fallo general del sistema actual, un sistema que permite todo tipo de delitos, además de dar a conocer los casos de corrupción existentes y los detalles de una regulación farmacéutica impotente que pide a gritos reformas radicales. Algunos lectores verán esta intervención como parcial y polémica, pero en mi defensa diré que no tiene mucho sentido describir aquello que funciona bien en un sistema que escapa al control social. Si un criminólogo lleva a cabo un estudio sobre atracadores, nadie esperará una explicación “equilibrada” en la que mencione que muchos de ellos son buenos padres de familia. Por cierto: en el caso de que no crean que el sistema está fuera de control, sean tan amables de mandarme un correo electrónico explicando por qué los medicamentos son la tercera causa de muerte en los países en que más medicamentos se toman. Si una epidemia así de mortal hubiera sido consecuencia de una bacteria o de un virus, o incluso de un centenar de ellos, habríamos hecho todo lo posible para tenerla bajo control. Lo peor de la situación es que resultaría muy fácil tener
controlada esta epidemia de fármacos, pero nuestra clase política, la que tiene la capacidad de realizar cambios, no ha hecho nada en absoluto. Y la mayoría de las veces en que sí ha actuado sólo ha logrado empeorar la situación, puesto que los grupos de presión de la industria farmacéutica han conseguido hacerles creer toda clase de mitos seductores. El principal problema del sistema sanitario es que los incentivos económicos que lo dominan impiden por completo el uso razonable, económico y seguro de los fármacos. La industria farmacéutica sigue prosperando a la vez que ejerce un control informativo hermético. Las publicaciones de investigación sobre los fármacos son constantemente tergiversadas por medio de ensayos con errores de diseño y de análisis, la publicación selectiva de ensayos y datos, y la eliminación de resultados indeseados y artículos redactados por escritores fantasma. Los escritores fantasma escriben artículos por encargo, sin que en ellos aparezca nunca su nombre. En su lugar, la autoría se atribuye a médicos y especialistas influyentes, aunque su aportación a los manuscritos sea ínfima o incluso inexistente. Esta mala praxis científica es la que realmente vende fármacos. Comparada con otras industrias, la farmacéutica es la mayor defraudadora del Gobierno federal de Estados Unidos conforme a la False Claims Act5 [Ley de falsas denuncias]. Parece que la sociedad conoce las verdaderas intenciones de las farmacéuticas. En una encuesta de opinión, se pidió a 5.000 daneses que clasificaran a 51 sectores según la confianza que les despertara; la industria farmacéutica quedó penúltima, y superó únicamente a los talleres de reparación de automóviles. Otra encuesta, esta vez estadounidense, situó a las farmacéuticas en última posición, empatadas con las empresas tabaqueras y las petroleras. En 1977, otra encuesta de Estados Unidos publicó que el 79% de los encuestados consideraba que las farmacéuticas realizaban un buen trabajo, porcentaje que descendió hasta el 21% en 2005, lo que supone un pronunciado declive en lo que respecta a la confianza general. En este contexto, resulta bastante contradictorio que los pacientes tengan tanta confianza en los medicamentos que sus médicos les recetan. Pero estoy convencido de que el motivo por el cual los pacientes confían en los fármacos que toman es que la confianza que tienen en sus médicos se extrapola a lo que éstos les recetan. Pero lo que la gente ignora es que, aunque sus médicos sean expertos en enfermedades, fisiología y psicología humana, es mucho mayor su desconocimiento sobre muchos fármacos más allá de la información que las farmacéuticas hayan decidido hacerles llegar. Es más, la gente también ignora que puede que sus médicos tengan motivaciones personales a la hora de escoger qué fármacos recetan, o que muchos de los delitos perpetrados por las farmacéuticas han sido posibles gracias a la colaboración de los médicos.
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Cambiar completamente de sistema no es una tarea fácil, por lo que tampoco sorprende que los que conviven con un sistema defectuoso traten de sacarle el máximo partido, hasta llegar al punto que a menudo, a pesar de sus buenas intenciones, acaben llevando a cabo malas acciones. Con todo, esta excusa no sirve para los altos cargos de las farmacéuticas, pues ellos sí mienten deliberadamente a médicos, pacientes, legisladores y jueces. Dedico estas líneas a todas las personas honestas que trabajan en la industria farmacéutica y que comparten mi horror ante las continuas acciones delictivas de sus superiores y lo perjudicial de sus consecuencias, tanto para los pacientes como para las economías nacionales. Algunos de estos infiltrados me han confesado que desean que sus superiores acaben en la cárcel, ya que es la única manera de impedir que sigan cometiendo delitos.
* Peter C. Gøtzsche es danés y director del Nordic Cochrane Center. Realizó una maestría en Biología y Química, y se doctoró en Medicina en 1984. En su juventud, trabajó en los departamentos de ensayos clínicos y regulación de medicamentos de algunas empresas farmacéuticas; posteriormente ejerció la medicina en diversos hospitales de Copenhague. Junto con otros colegas internacionales, fundó The Cochrane Collaboration, y en 1993 creó el Nordic Cochrane Center. Desde 2010 ocupa la cátedra de Diseño y Análisis de Investigaciones Clínicas en la Universidad de Copenhague. Ha publicado más de setenta artículos en las Big Five, las cinco principales revistas científicas mundiales dedicadas a la medicina (British Medical Journal, The Lancet, JAMA, Annals of Internal Medicine y New England Journal of Medicine). Es autor de los libros Mammography Screening: Truth, Lies and Controversy (Radcliffe, 2012) y Rational Diagnosis and Treatment: EvidenceBased Clinical Decision-Making (Wiley, 2007). El presente texto es un adelanto de su libro Medicamentos que matan y crimen organizado, que próximamente será publicado por Los libros del lince.
BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Gøtzsche, p.54.
crónica sobre el Festival de Poesía en Cali, Colombia
Droga y poesía
maría casiraghi
V
amos por una verde carretera, al sur de Colombia, en el valle de Cauca. Es Cali, ciudad que dio su nombre a uno de los carteles más poderosos del país, exterminado hace poco más de una década, y al largo río que renació casi al mismo tiempo de la caída de los grandes narcos, en 1996; como parte de un plan de recuperación de espacios naturales, fue saneado y reconstruida la ribera que hoy embellece sus calles; una tregua, por fin, tras años de luchas en aguas turbulentas. Confieso que apenas conocía esta ciudad por series televisivas narcos, y a través de alguna loca historia de los años de mochilero de Teuco, mi compañero en la vida y en la poesía, que viaja conmigo al XIV Festival Internacional de Poesía de Cali. Colombia, pienso, mientras aspiro el aire caliente de los árboles de la Avenida del Río, que dan sombra al monumental Gato y sus quince gatas, un conjunto de esculturas que ofrece también una loca historia del arte de la poligamia felina. 1 Vengo con cuaderno vacío, la consigna: una crónica del viaje en torno al vínculo entre droga y poesía. En estas tierras, los paraísos que propagan el aroma a café, la suavidad del aguardiente antioqueño, el compás sinuoso de la salsa y los ecos lejanos de los entrañables vallenatos del Caribe, no bastaron para contentar en vida a una larga tradición de poetas que siguiendo las tendencias modernistas francesas buscaron sus propios modos de armarse paraísos artificiales a la manera de Baudelaire, todos ellos nacidos y criados en esta suerte de fiebre inexorable que es la vida en Colombia. Desde el spleen de fin de siglo encarnado en los versos de José Asunción Silva hasta la demencia poética de Gómez Jattin –el “loco”–, un extraordinario poeta que pasó su vida entre neuropsiquiátricos y cárceles y que terminó con ella (¿o se la terminaron?) debajo de una buseta en Cartagena de Indias en mayo de 1997. Pero también pienso en el escandaloso Miguel Ángel Osorio Benítez, más conocido como Porfirio Barba Jacob, el vagabundo incansable de América Latina a quien se llevó de estas tierra una tuberculosis a mitad del siglo XX. Un malditismo sin clase social; mientras Silva encarnaba y retrataba a la élite de la época, representado quizás en su alter ego (el poeta-burgués adicto al opio y la morfina protagonista de su novela Sobremesa), Barba Jacob era por el contrario de clase popular; su afición a la marihuana y su poema “La Balada de la Loca Alegría” le valieron el apodo de “marihuano”: “La Muerte viene,
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todo será polvo/ bajo su imperio: ¡polvo de Pericles,/ polvo de Codro, polvo de Cimón! Mi vaso lleno –el vino del Anáhuac–/ mi esfuerzo vano –estéril mi pasión–/ soy un perdido – soy un marihuana –a beber y a danzar al son de mi canción”. En estas divagaciones previas estoy cuando llega la primera noche del festival, que se abre en una de las sedes de la Red de Bibliotecas Comunitarias de Cali, con un homenaje al poeta Fabio Arias (alias Farías) quien ha muerto hace semanas y era uno de los invitados al encuentro. Después, un largo brindis, que se extiende hasta altas horas con los consecuentes diálogos nocturnos entre poetas ebrios siempre melancólicos y felices de ensoñación y vigilia. Al día siguiente, nuestro anfitrión y amigo, el poeta y narrador José Zuleta, nos lleva a recorrer Cali. Primero los barrios coloniales, elevados en las montaña, donde nos va señalando cada una de las casas en donde vivió de niño. Como en toda ciudad latinoamericana se ven los contrastes de clase en cada barrio, como estampas naturales de una sociedad acostumbrada a la desigualdad. En el centro urbano recorremos el gran Mercado de Alameda, donde me sorprende la maravillosa promiscuidad de frutas y verduras desconocidas. De ahí al Calvario, una seguidilla de calles con locales donde se venden todo tipo de objetos robados; allí no entran los turistas y apenas los lugareños. Seguimos por la calle de las putas, donde están los principales cabarés; allí se nuclea el mercado negro de bebidas alcohólicas importadas
que se consiguen a bajísimos precios. En esta zona sólo es recomendable andar de día. En un semáforo nos sorprende un compatriota con la cara completamente albiceleste y vestido con la remera de Argentina, con ojos desorbitados y rojos grita eufóricas canciones de cancha porque ese día Argentina se disputa su paso a la final con Holanda. “Acá vienen muchos viajeros que prueban el crack y no se van nunca más”, nos dice Pepe haciendo referencia al hincha que parece más un zombie de la película La guerra de los Mundos Z, que un argentino en Cali. Es que en esta zona hay jíbaros por todos lados. Pepe nos cuenta de un jíbaro del barrio San Antonio al que llaman “Detodito” porque vende todo tipo de drogas; su nombre hace alusión a los paquetes “DeTodito” (mezcla de papas fritas con plátano y chicharrón). A las tres de la tarde atravesamos la llamada “calle de los viciosos”, unos cien eternos metros, donde niños y adolescentes aspiran bazuco y surungo en pleno día; bajo el solazo de la siesta, vemos cuerpos tirados en la vereda, sucios y haraposos, totalmente idos, parecen muertos. “Aquí no se puede pasar caminando, ni de día ni de noche, ni lugareño ni turista, porque no salís vivo”, nos dice Pepe. La desoladora imagen me ocupa toda la tarde. No es una imagen de poetas trágicos. Esos niños no consumen para crear, consumen para soportar. Y eso que consumen los vuelve cada vez más miserables. Pienso en esta dicotomía: entre las clases altas, droga para soportar la abulia de la vida (el spleen de Silva); entre los poetas, droga para ampliar los sentidos, para acceder al infinito, para romper las fronteras del yo; y finalmente esta droga de clase baja, para soportar lo insoportable, la pobreza, que “es la peor de las cárceles”, en palabras de un recluso, miembro de uno de los talleres literarios “Libertad bajo Palabra”, dirigidos por Jozé Zuleta en quince cárceles de Colombia. A raíz de esta labor, Pepe y su equipo han recogido numerosos textos ficcionales y poéticos de los presos en antologías cuyo contenido es realmente sorprendente. Entre semáforo y semáforo nos cuenta la historia de una viejita convicta quien al terminar su condena ruega a sus carceleros que no la suelten pues no quería volver a la calle; después de toda una vida, esa era su casa. Los mismos carceleros le sugieren que salga, cometa un delito y vuelva a entrar. Y así lo hizo. Al día siguiente ya estaba entre rejas de nuevo. Antes de terminar el recorrido paramos a tomar unos jugos de guayaba y mandarina en la Librería Nacional. Doy un vistazo a los libros, impresiona la cantidad de ejemplares vinculados a la droga, a la violencia, a la narco-cultura. Leo una frase en la tapa de un libro de Roberto Serrano: Cero cero cero, publicado por Anagrama. Dice: “Mira la cocaína. Veras polvo. Mira a través de la cocaína. Veras el mundo”. Según nuestro anfitrión, se ha escrito mucho sobre estos temas en Colombia pero nada demasiado bueno. Nos revela entonces lo que considera “la joya” de su
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literatura, se llama Tomás González, ahí mismo nos regala un libro suyo, el primero, quizás el más importante, titulado Primero estaba el mar2 en alusión al bellísimo poema de la Comunidad Kogui, “La Creación”. En la novela González narra entre líneas la trágica historia de su hermano Juan en los años 70 quien hastiado y asfixiado de la sociedad de Medellín, busca su paraíso mudándose junto a su esposa a una isla; finalmente la isla, su casa, su vida, su matrimonio, se le vuelve un infierno que lo lleva a morir asesinado. Si bien el libro fue publicado en los 80, a González se lo empezó a reconocer recientemente. No es casual, que el mismo día, caiga en mis manos un exquisito libro de Horacio Benavídez, gran poeta colombiano, premio nacional de poesía 2013, a quien había conocido en Quito. Nos invita a almorzar comida caleña a su casa, donde nos recibe cálidamente junto a su mujer, María. La editorial Frailejón Editores de Medellín le ha publicado Conversación a oscuras, un delicado poemario en memoria de su hermano Javier, asesinado en 2012 en un “crimen político” que es a la vez un homenaje a todas las víctimas de la guerra que sufre Colombia desde hace medio siglo. En el libro los que hablan son los muertos: “Si al menos me hubieran dejado/ el corazón/ podría ir con ustedes./ El corazón es un norte/ una piedra lumbre/. Así que sigan adelante/ no carguen con un peso muerto./ Yo regresaré tanteando/ al lugar donde me lo arrancaron/ y no los dejaré en paz/ hasta que me lo devuelvan”3.
Estos dos libros nacen de experiencias comunes, (la violenta muerte de hermanos de sangre) y ambos autores, de distinta manera, intentan sublimar el innombrable dolor a través del arte. Es que desde hace tiempo, en Colombia ha empezado a darse un efecto inverso en el vinculo droga y poesía; si antes decíamos que la droga ha sido útil a la poesía a una larga tradición de poetas universales, aquí y ahora es la poesía la servidora, una de las más eficaces herramientas para paliar la violencia y el consumo de droga en jóvenes y niños en barrios marginales de diversas ciudades colombianas. Decía Barba Jacob: “La poesía es la religión de los cultos. Si en lugar de adorar a Jesús amáramos a Homero, la humanidad no sufriría tanto”. En este sentido, lo que distingue a los encuentros poéticos de muchos países latinoamericanos es la llegada social que tienen, sus recitales no son monopolizados ni dirigidos a una determinada clase social o cultural. Aquí durante el día tienen lugar los recitales “descentralizados” en barrios, bibliotecas, centros culturales de toda la ciudad. Lo mismo sucede en Venezuela, en Perú, y en el llamado “mundial de fútbol de la poesía” que es el gran festival de Medellín –iniciado en 1991 y declarado Patrimonio Cultural de Colombia en 2009–, dirigido por el poeta Fernando Rendón y cuya nota distintiva es la masividad de su público (1500 personas que pueden pasar horas oyendo poesía incluso bajo la lluvia). Poetas de todo el mundo recitan en más de 40 lenguas, en teatros al aire libre y auditorios de diversos pueblos y ciudades. Y este mismo festival tiene el mérito más alto: la fuerte baja en las tasas de violencia que estos encuentros han producido en Medellín, en su momento considerada entre las ciudades más violentas del mundo. Otro factor de gran ayuda allí fue la construcción de “Parques Biblioteca”, en el corazón de los barrios más carenciados, espacios de recreación, de arte, de reunión, tan imponentes que han capturado la atención y el ocio de miles de adolescentes callejeros. Aquí en Cali el paralelo son las diversas centrales didácticas construidas con mismos fines, espacios culturales y tecnológicos abiertos a toda la comunidad, y las 56 Bibliotecas que hay en el municipio, que en palabras de Pepe “han sido muy importantes para muchos jóvenes, pues allí tienen la puerta para encontrar otras posibilidades distintas a las de la inercia del barrio y a las de las pandillas o grupos de drogadictos”. Decía Pessoa que el arte es la mejor droga. Hay que decirlo, en tema de vicios los juicios morales no tienen cabida; para un evangelista es tan horroroso el vino como la cocaína. Todos queremos soportar la existencia de la mejor manera posible, con la poesía, con la droga, con la música, con el trabajo frenético; tolerar lo intolerable, como sea. Esa calle de los viciosos, esa escena que degrada y entristece, se reproduce quizás en más lugares y países de los que pensamos y paradójicamente, la repugnancia, el dolor, y el rechazo visceral ante esta realidad,
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genera más arte, más poesía. Y aquí vuelve la eterna disyuntiva del huevo y la gallina. Si Ginsberg no hubiese consumido Peyote no existiría Howl, uno de los poemas más bellos que leí en mi vida. Pero tampoco habría existido Howl si Ginsberg no hubiese sido testigo de la locura, de la marginación, de la homofobia, de la violencia y la hipocresía de su país, una de las potencias más odiadas de la tierra, y al mismo tiempo productora de geniales músicos, escritores, artistas, de atractivas ciudades y paisajes infinitos. Así, “lo bello y lo feo”, ese lema del romanticismo, es la fibra que atraviesa todo lo que vemos y tocamos en el mundo, la misma poesía, se nutre de todo ello, de los contrastes, de las atrocidades a las que no debemos acostumbrarnos. Si la droga es el paraíso y el infierno, ¿qué es la poesía? Quizás Pessoa tenía razón, quizá podamos arriesgarnos a decir que la poesía es la mejor de las drogas. Lo comprueba toda esta gente en la Biblioteca Alto Polvorines, inmersa en un barrio humilde en las laderas de Cali, donde nos reciben niños, adolescentes, ancianas, tan diversos entre ellos, en condición cultural y en edad, que emociona verlos. Ante el silencio del público, el colombiano Hernando Revelo lee su largo poema dedicado a una maestra que muere baleada mientras daba clase en su pueblo. Y también hay silencio cuando del público se levanta Sebastián, un niño de 11 años, que comparte con nosotros su poema “Traición”. Al cuarto día el festival llega a su fin. Cada cual partirá a su comarca, a
su país, a su mundo cotidiano. A escribir con sangre y locura al estilo de cada uno (lúcido, sereno, alterado, poseído, maldito, asceta o exceso) los versos que nos vuelvan a reencontrar. Porque todo poeta lleva adentro un Baudelaire, obseso por hallar a su otro yo en la poesía, y lleva adentro un Beatnik, eternamente dedicado a ampliar sus márgenes de conciencia, contra la insulsa way of life de todos los tiempos, porque todos, como Aldous Huxley, queremos un mundo feliz; sólo que para un poeta nada se parece más a la felicidad que el mismísimo infinito, al que intenta llegar, en palabras de Octavio Paz, por su “aspiración a lo absoluto”. Paz, que jamás escribió “El humo de la pipa” como Rubén Darío, ni “Hashish” como José Martí, ni “Canción de la Morfina” como Julián del Casal, dedicó numerosos artículos al vínculo entre droga y poesía porque observaba que ambos habían alcanzado en la modernidad su autonomía: ya no servían a la religión ni a la filosofía sino que exploraban el universo “por cuenta propia”4. Para terminar, y en homenaje a los poetas del festival, cierro estas desordenadas reflexiones con un toque de humor; extractos de un artículo del diario satírico El Mundo Today titulado “Cae una red de poetas que escondían droga entre líneas –Hallados restos de cocaína en varias metáforas–” 5. Aquí van: “Las investigaciones, realizadas por especialistas en la lucha contra el tráfico de drogas de Sevilla y Málaga, se centraron en decenas de versos sospechosos que hablaban del “río de nieve que recorre las oscuras fosas del deseo” o directamente el “pálido polvo que tiñe de placer tus sedientas arterias palpitantes”. (...) “Estos pasajes se recubrían de otros muchos versos floridos escritos para despistar, de modo que sólo un lector que sabía lo que estaba buscando podía detectar la droga.”(...) “Eran profesionales de la palabra, admite uno de los agentes de la Unidad de Análisis del Subtexto de la Policía Nacional, que tardó varios meses en demostrar que el gran poema épico “La raya que no cesa” utilizaba un supuesto homenaje a Miguel Hernández como excusa para el tráfico de estupefacientes”. (SIC)
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El Gato del Río es obra del pintor y escultor Hernando Tejada. Diez años más tarde se convocó a un concurso entre artistas para realizar una gata que acompañara al gato pero el jurado, según se dice, no pudo elegir una sola de ellas y decidieron dejar las 15 participantes como las 15 novias del gato de Tejada. 2 En 2013 Nomos Editores, Colombia, realizó la tercera edición de la novela. 3 Benavídez, Horacio. Conversación a Oscuras. Medellín, Frailejón Editores, 2014. Encuadernación artesanal, ejemplares firmados por el autor, numerados y terminados a mano. 4 Herrero Gil, Marta. El Paraíso de los Escritores Ebrios. Madrid, Editoril Amargord, 2007. En este libro la autora hace un recorrido por la obra de poetas y narradores universales en torno al tema de las drogas y a su consumo con fines artísticos. Allí expone algunas opiniones de Octavio Paz en relación a esta temática. 5 Cfr. El Mundo Today, 21 de marzo de 2013.
BOCA DE SAPO |17. Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Casiraghi, p.58.
BOCA DE SAPO |17. Era digital, a単o XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Dibujos, p.59.
BOCA DE SAPO |17. Era digital, a単o XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Dibujos, p.60.
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