BOCA DE SAPO Nº14

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14 BOCADESAPO Revista de arte, literatura y pensamiento

Cosa de locas. Jorge Panesi Dossier Cuerpos: Sibilia, Romero, Cámara, Almada, Feld, Bardet, Sabsay Remake de Jimena Néspolo. Problemas de la historieta argentina Opina Cecilia Palmeiro Tercera época | año XIII | Nº14 | Diciembre 2012


14 Tercera época | año XIII | Nº14 | Diciembre 2012

SUMARIO

STAFF

• Editorial 1 • Cosa de locas. Jorge Panesi 2 Dossier Cuerpos

• El culto al cuerpo purificado. Paula Sibilia • Emma Bovary, su cuerpo. Walter Romero • Cuerpo y democracia. Mario Cámara • Chicas muertas. Selva Almada • Los “NN” y la visibilidad de los desaparecidos en la prensa de la transición. Claudia Feld • Pensar con mover. Marie Bardet • La voz del cuerpo. Leticia Sabsay

Jimena Néspolo

SECRETARIO DE REDACCIÓN

10 18 22 30

Felipe Benegas Lynch

CONSEJO DE DIRECCIÓN Diego Bentivegna - Emanuele Coccia Claudia Feld - Gisela Heffes - Walter Romero

36 42 48

Remake

JEFE DE ARTE Jorge Sánchez

DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN

• La cabeza del muerto. Jimena Néspolo 56 Ensayo

• Problemas y agendas de la historieta argentina. Laura Vazquez

DIRECTORA

Mariana Sissia

ILUSTRADORES

68

Paula Adamo - Víctor Hugo Asselbon Santiago Iturralde - Florencia Scafati

Opinión

• Néstor cumple, Rosita dignifica. Cecilia Palmeiro

Salvador Sanz

76 COLABORADORES

Historieta

• Zombies en Puán. Eiti Leda y Gilimón

Selva Almada - Marie Bardet - Mario Cámara -

79

Cecilia Palmeiro - Jorge Panesi Leticia Sabsay - Paula Sibilia - Laura Vazquez

ARTISTAS INVITADOS Mirtha Bermegui - Julio Lavallén Marta Vicente

La obra de tapa y las que ilustran el dossier Cuerpos pertenecen a Julio Lavallén. Lavallén es entrerriano, nació

E-mail: redaccion@bocadesapo.com.ar

en 1957. Es autodidacta. Además de trabajar en su obra personal, actualmente dirige un espacio de arte que lleva

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su nombre y coordina un taller de fabricación de objetos de hojalata. Para conocer más, visite su sitio web: http://

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Editor responsable: Jimena Néspolo Dirección de envíos postales:

El tema musical que acompaña el flash-book de la revista es “Cenizas”, de Me darás mil hijos. El tema pertenece

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al disco “Me darás mil hijos” (Independiente/2003). Letra: Mariano Fernández. Música: Me darás mil hijos.

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EDITORIAL

L

a poesía de Perlongher atraviesa 14 I BOCADESAPO como un animal carbunclo habitado por un fulgor oximorónico, urdido como en caverna: una luz interior refulgente que expulsa hacia el exterior un halo de sombras. Para recordar el chorreo de sus barrosas elucubraciones, el éxtasis contaminante que desde abajo rompe con cualquier noción de identidad, sólo hace falta mentar algunos versos de “El cadáver de la Nación”, el modo en que se insiste en enjoyar con nylon y maquillaje de purpurina a una Eva muerta: “El poder, sus botones de harmalina, no/ da para trepar (ya desgarrando) los pliegues o/ sayales de santa, en lapa escayolada, momificada/ o muesca, desgarrando, a dos ojos/ cejijuntos, en balde mito, rito que te frustra/ (…) tembladeras y enroques, no da para/ siquiera sostener en el aire la sombra/ de esa mujer”. Dice Roberto Echavarren que hay que vivir un tiempo para digerir la poesía de Perlongher. Atravesada por la seducción de lo monstruoso, la mezcla de modas, lo humorístico, los motivos vergonzantes y fuera de la Ley, su poesía no es sino la excusa para una investigación desenfrenada de las posibilidades de gozar en la entretela de la lengua, con estrategia micropolítica, el poder insospechado de decir y el frenesí del estar fuera. Jorge Panesi abre esta nueva edición reflexionando sobre “Las lenguas de Néstor Perlongher” y las dispares apropiaciones que su obra ha generado. Cecilia Palmeiro cierra el número con un balance sobre el reciente homenaje al poeta realizado en la Biblioteca Nacional (del cual participaron Cecilia Pavón, Washington Cucurto, Francisco Garamona, Gabriela Bejerman, Ariel Schettini, etc.). Entre unas y otras páginas se sucede el “Cuerpo”: el cuerpo de los zombies que Eiti Leda y Augusto Gilimón traen a escena en clave de historieta, el cuerpo purificado por las nuevas tecnologías de la comunicación sobre el que reflexiona Paula Sibilia, el cuerpo de Emma Bovary revisitado por la lectura de Walter Romero, el cuerpo y la palabra democrática que Mario Cámara restituye al analizar la novela Em liberdade del brasilero Silviano Santiago, el cuerpo que danza y que invita a Marie Bardet al pensamiento filosófico, el cuerpo de los “NN” que Claudia Feld estudia en la prensa argentina de la transición, la voz del cuerpo que Leticia Sabsay busca en un impasse. Completa el dossier, ilustrado con obras del artista plástico Julio Lavallén, un adelanto del libro de investigación de Selva Almada sobre casos de feminicidios ocurridos en Argentina en la década de 1980. En los pliegos finales, Laura Vazquez analiza el estado actual de la historieta vernácula luego de que un relato de Hans Christian Andersen sea remixado en veinte sonetos tremebundos.


LAS LENGUAS DE NÉSTOR PERLONGHER

COSA DE LOCAS | BOCADESAPO

Por Jorge Panesi

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A

veces la lengua se vuelve loca. O al menos eso creía Derrida. Salvo que la locura de esa loca esté desde siempre allí, como un agente que actuará tarde o temprano en el momento menos pensado, y también y sobre todo, en todos los momentos. La regularidad de los versos, su recursividad regulada parece lo contrario de la locura, pero justamente, los esquemas de la razón esconden monstruos. Cuando una lengua se vuelve loca deja salir a los monstruos, los desata, los desvela; cuando una lengua se vuelve loca son las locuras del mundo las que combaten con ella. Cuando una lengua se vuelve loca pueden acudir todos los artificios barrocos y con ellos el chillido de las locas que están siempre al borde de parodiar su propia monstruosidad. Una vez interrogué a Néstor Perlongher acerca de un diferendo, una polémica intelectual de la que había participado, y me respondió: “No hagas caso. Es cosa de locas.” Obedezco, pero creo que hay una encrucijada, un nudo en esa expresión “cosa de locas”: él supo hacer una política no sólo con lo suburbano, lo minoritario y lo lumpen, sino que le dio una dimensión poética a la lengua de las locas. Perlongher: hacer con toda deliberación que la lengua enloquezca, pero hacer también que la poesía definitivamente hable la lengua de las locas, que es muy otra cosa que la consabida identidad nómade del género, o esas serias manifestaciones programáticas que pueblan y etiquetan la jerga crítica con que se aborda a Perlongher desde hace veinte años. No estoy juzgando la eficacia del profuso discurso que ha recibido su obra, sino la relación que la crítica misma mantiene con esa lengua que, con una porosidad inaudita para la poesía argentina, da un golpe inesperado en el rumbo de su historia. Lengua de las locas, las locas nunca pudieron hablar así en la poesía, y los intentos anteriores en toda Latinoamérica se convierten en recatados gestos pudibundos y culposos que sólo ensalzan la moral establecida, la trampa cuyo mecanismo se padece. No es solamente que Lezama, Góngora o el modernismo rubeniano posibilitaran (como de hecho lo hacen) el enloquecimiento de la poesía de Perlongher, sino que Austria-Hungría o Alambres permiten avizorar o paladear lo que de locas tenían los amaneramientos de esos discursos anteriores. Cuando una lengua cambia, no es sólo la lengua la que cambia. Son la historia misma y el entrecruzamiento de sus procesos los que están siempre enloqueciendo. Sería pueril desear que la crítica literaria o los que se dedican a hurgar y establecer los cuadros o los mapas con los que se ha de pensar históricamente la poesía argentina mimetizaran la lengua de su objeto, y sin embargo, algo de la objetividad académica debe haber cambiado, si bien no en la materialidad misma con la que se escribe, al menos en la panoplia conceptual a la que esa lengua estudiada da lugar, o al combate de posiciones y de lenguajes heteróclitos que asomaban entre los versos de la tradición barroca. Si, como creo, la irrupción de Perlongher, produce una serie de efectos inesperados en la poesía argentina, más allá de las etiquetas –barroco, neobarroco, neobarroso– que los grupos poéticos necesitan para hablar de sí mismos y para establecer sus poéticas, es lógico pensar que

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Jorge Panesi nació en Buenos Aires en 1945. Es crítico, ensayista, profesor de Teoría y crítica literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de Universidad de Buenos Aires y en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de La Plata. Ha sido profesor invitado en la Universidad de la República (Uruguay), en la Pontificia Universidad Católica de Santiago (Chile), en la Universidad de California, ha dado conferencias en la New York City University, Boston University, Yale University, entre otras. Fue varias veces Director del Departamento de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Fue Prosecretario de Publicaciones y Consejero Directivo en la misma Facultad, e Investigador del CONICET. Publicó los libros Felisberto Hernández (1993), Críticas (2000) y codirigió el volumen El beso de la mujer araña de Manuel Puig para la colección Archivos de la UNESCO (2002). También prologó una nueva traducción de El problema de la lengua poética de Iuri Tinianov (2010). Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas sobre temas de crítica literaria argentina y latinoamericana.


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también esa poesía, entre sus alcances haya producido algo que repercutió en la lengua de la crítica. Hace ahora bastante tiempo, Martín Kohan en un congreso reprochaba a los críticos de entonces (supongo que yo estaba incluido) que nos hubiésemos mimetizado con la lengua de Perlongher, esto es, el no haber guardado la debida distancia con la poesía que abordábamos, y que hubiésemos embarrado nuestra lengua con el limo de esos versos tan idiosincrásicos. Puede ser cierto, aunque no sé si mi prosa cedió a la fuerza incantatoria del discurso que debía desentrañar, o si se trataba precisamente de que la lengua de ciertos poetas logran hacerse sentir más allá de sí mismos, de la poesía que escriben y de los círculos sociales en los que se mueven. Son cimbronazos efectuados con la lengua. El modernismo y la lengua de Rubén Darío, además de ser capítulos en las historias de la literatura, en su contexto de origen tuvieron el efecto de cimbronazos: cambiaron la sensibilidad con que los lectores se acercaban a la poesía, pero además provocaron una alteración quizá menos perceptible, aunque de todos modos rastreable, en el discurso crítico. De hecho, el objeto de la crítica obliga al discurso que se ocupa de

él, lo obliga al juicio, que no es otra cosa que una cierta distancia empática o de lejanía históricamente variable y determinable. Y son dos las historias que la crítica ha intentado contar acerca de Perlongher, dos historias que no siempre coinciden, aunque cada una de ellas esté obligada a mentar o considerar a la otra. Como si estuvieran en la certeza de su propia incompletud, como si reconociesen de antemano que van a simplificar engañosamente la narración explicativa. Una es la historia de la poesía argentina y el lugar dado al neobarroco, o la diferenciación poética que supone lo que Perlongher llamó “neobarroso”: aquí la faceta de agitador político no se olvida, pero tiene escaso relieve en un relato por momentos demasiado cerrado sobre sí mismo y sobre los menudos avatares (algunos excesivamente narcisistas) con los cuales los protagonistas de la poesía argentina sazonan su propia historia. La otra historia que se cuenta de Perlongher se centra en sus luchas políticas e identitarias, y la referencia a su poesía es también obligada, aunque pocas veces se intenta aclarar qué valor tiene o cómo llega a producirse lo que él hubiese denominado


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“un agenciamiento político-poético”. Advierto que no me gusta la palabra “militante” que suele usarse para estos casos, y que le sienta menos que a ninguno: prefiero la expresión que usan Baigorria y Ferrer en su prólogo1 a Prosa plebeya, “agent provocateur”, porque como provocador lo que logra poner de relieve es la jerarquización policíaco-militar de las facciones políticas y de la “militancia”. Las dos historias, la del provocador político y la del poeta, otorgan a Perlongher un lugar preponderante en cada una de las tramas, una especie de sitio inobjetable al que las resistencias y las solapadas objeciones, en su timidez, no logran derruir. Y es en la poesía, en la emergencia del neobarroco en las riveras del Plata, donde las reticencias y los atajos valorativos son más fuertes y abundantes. Una obra que tiene a la trinchera, la guerra o la lucha como metáforas privilegiadas, estaba destinada a que surgiese en medio de una oposición que ya forma parte casi canónica de esa historia: un saludo al barroco (el de Nicolás Rosa2), y una acre valoración no menos belicosa hacia el grupo de poetas neobarrocos (la de Daniel García Helder desde Diario de poesía en 1987). En García Helder, Perlongher desaparece en medio del grupo formado por Piccoli, Carrera, Sarduy, Kamenszain y los poetas que aparecieron en la revista Xul, un grupo dedicado a la frivolidad y el hermetismo injustificado de una secta extranjerizante (sentencia García Helder) que muere por las novedades de París y de Tel Quel. Tiene razón Ana Porrúa cuando relata este diferendo3: hay en García Helder un enorme fastidio por el modo poético de este grupo, sin embargo García Helder nos dice que le gustan poemas sueltos de los neobarrocos, y en el caso de Perlongher prefiere “El cadáver”, y “no ese otro poema Cadáveres”, lo que nos indica que en 1987 este último ya ha comenzado a ser la síntesis político-poética que condensa y cierra una época tenebrosa. Cuestión de grupos, de posiciones reactivas, fastidios y rivalidades. Lo cierto es que junto con el neobarroco nace, como un contrapunto, otra tendencia nucleada en Diario de poesía, el llamado objetivismo, con concepciones de la lengua, el signo, y el referente, totalmente divergentes. Como si la identidad de ambos grupos se jugase en ese contrapunto. Los gastos de la batalla corren a cuenta de los objetivistas nucleados en el Diario que rechazan y censuran el neobarroco cuyos integrantes no polemizan ni contestan.4 Sintetizando los años de la dictadura militar, en 1993 Daniel Freidemberg (otro integrante de Diario de poesía), también celebra la importancia del poema Cadáveres de Perlongher, pero cree en una conspiración entre neobarrocos, críticos universitarios y periodistas, que denomina “fenómeno periodístico-cultural del neobarroco (…), un aparato de teóricos, críticos y periodistas de algunos medios culturales”5. Está claro que los gestos interpretados como tendencia a la hegemonía (ese es el sentido de la “conspiración” que ve Freidemberg) tiende a aplanar y poner en segundo plano la diversidad de las voces y las tendencias poéticas. Se trata entonces de que el neobarroco no ocupe toda la escena, y de dar en el hilo histórico mayor visibilidad a otros grupos, en particular a quienes, paradójicamente, como los objetivistas, rechazan por superficiales e inútilmente herméticos a sus rivales, que con este hostigamiento adquieren una unidad identificatoria y un reconocimiento polémico a regañadientes. Mucho más tarde, ya en la primera década del siglo XXI, la convivencia (inclusive dentro de Diario de poesía) muestra que unos y otros se sienten parte de una historia en la que son partícipes opuestos y dialécticos: se impugnan constitutivamente

| Son cimbronazos efectuados con la lengua. El modernismo y la lengua de Rubén Darío, además de ser capítulos en las historias de la literatura, en su contexto de origen tuvieron el efecto de cimbronazos: cambiaron la sensibilidad con que los lectores se acercaban a la poesía… |


| No menos complicados son los avatares con los que se narra la provocación de Perlongher en el campo de las reivindicaciones de homosexuales, lesbianas, travestis y transexuales. Aquí, en esta trama, Perlongher es tanto el precursor, el avanzado, como el que preanuncia las encrucijadas del porvenir y los desarrollos de la teoría queer.|

Entre los/as integrantes de esta segunda ola, la personalidad y la capacidad arrolladora de Perlongher se impondrían hasta casi identificar al FLH con su persona. Y esto no es metáfora. Él solo, con su solo juicio, llegó a decidir la permanencia de compañeros/as en las filas del movimiento: sus posturas antijerárquicas muchas veces no lo incluían.10 Es en esta articulación entre políticas libertarias de los grupos minoritarios segregados y la políticas de la izquierda argentina donde se produce el efecto más radical e innovador que convierte a Perlongher en un vatici-

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porque ambos se constituyen en la impugnación. Reeditan inesperadamente a Florida y Boedo, salvo que ahora son dos facciones que habitan el mismo barrio. Esto se desprende de la historización interesada que realiza en el año 2006 Martín Prieto atento al calembour con el que siempre juega la historia6: luego de Onganía se esperaba una poesía que descendiera de Gelman, el coloquialismo y la poesía de los sesenta, pero en cambio apareció un grupo que “hacía base” en la revista Literal. Lo que no quiere decir –afirma Prieto– que la política estuviera ausente, como lo prueba Cadáveres de Néstor Perlongher (¿y por qué estaría ausente la política?– me pregunto yo). Prieto celebra que la biblioteca neobarroca sea “eminentemente nacional y abierta a al diálogo y a la confrontación con una biblioteca latinoamericana que históricamente la literatura argentina después del Modernismo prefirió no mantener ”7. Prieto empareja a neobarrocos y objetivistas, en varios rasgos, entre ellos el rechazo a la poesía de Gelman y la coincidencia en revalorizar a otros poetas como Leónidas Lamborghini. Con el correr del tiempo, en la fábula de este relato, objetivistas y neobarrocos, según Prieto, tendrán enemigos comunes que habrán de impugnar una consagración que ambos grupos comparten en el reciente panteón del canon. Lo cierto es que Perlongher atraviesa indemne los “fastidios” y las “reticencias” de sus contemporáneos, y hacia fines de la década de los noventa, poco menos que intocable, es uno de los referentes obligados de los jóvenes, según se desprende del relato de Edgardo Dobry, ligado al Diario de poesía: “su gesto irreductiblemente provocativo, su lengua llena de escatología y erotismo crudo, su ‘juego’ con el habla popular lo convierten en uno de los claros antecedentes de los objetivistas de los noventa”8. Desde el lado neobarroco, el bucle se cierra con un gesto de hastío, el de Tamara Kamenszain, que prefiere adosar a la cadena barroco-neobarroco-neobarroso, el de neoborroso, porque el de Perlongher fue “un intento por manchar de barro – pero sobre todo de barrio– un concepto que se empezaba a estereotipar tornándose cada vez más funcional a la crítica”, y citando “Cansancio” de Girondo, sintetiza: “ahora tal vez yo me afiliaría a un movimiento que bien podría llamarse neoborroso”9. No menos complicados son los avatares con los que se narra la provocación de Perlongher en el campo de las reivindicaciones de homosexuales, lesbianas, travestis y transexuales. Aquí, en esta trama, Perlongher es tanto el precursor, el avanzado, como el que preanuncia las encrucijadas del porvenir y los desarrollos de la teoría queer. Tampoco esta historia se narra sin objeciones ni reticencias como las que formula Flavio Rapisardi cuando reseña la irrupción intransigente de Perlongher en un segundo tiempo del pionero Frente de Liberación Homosexual:

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nio de las futuras estrategias de los movimientos de diversidad sexual y de género. Dice muy bien Javier Gasparri: “Perlongher trabaja con la suma de saberes actuales de sus años, pero también contiene en potencia lo que vendrá”11. ¿Qué cualidad o don es el que otorga a Perlongher poeta o provocador político la capacidad de estar más allá del cerco de su presente? Creo que, en primer lugar, este don tiene que ver con su desconfianza hacia la consolidación de la palabra oficial, o para ser más exactos, de las palabras oficiales que se estratifican como jerarquías en los grupos políticos contestatarios, o son directamente la voz de la jerarquía en esos grupos. La mirada de Perlongher es siempre una mirada desde abajo, la mirada que desanda y destruye el empinamiento del orden jerárquico allí donde este se forma o se solaza. Por eso no es anecdótica su mordaz polémica con los intelectuales que han apoyado a los militares en la suicida guerra de las Malvinas, cuando el orden de la dominación coincidía con el asesino interés del Estado12. Es el machismo visceral de los militares o de los militantes de izquierda, el que siempre se recompone y resurge, no como un agregado periférico inocuo de la política, sino como un rasgo esencial de su accionar. La loca y la lengua de la loca, más que replicar en negativo el machismo al que se subordinaría, es la provocación que se ríe tanto de la fuerza del dominio como de su propia y aparente fragilidad frente al dominador. En segundo lugar, hay en los atribulados vaticinios de Perlongher una percepción muy aguda de las fuerzas históricas que se agitan en los remolinos de su horizonte: desdeña lo que se estanca o gelifica, lo que se territorializa, y por esta misma conciencia, está siempre pendiente del movimiento y el devenir. En el momento en que sale el libro sobre el miché, ya plantea su estudio como un momento pasajero, un estado arqueológico del deseo masculino paulista destinado a desaparecer por la medicalización que arrastra el Sida y el deslizarse hacia un modelo “gay” que destrona la polaridad loca/chongo, lo que Perlongher llama “la muerte de la homosexualidad”, vale decir, su disolución o indiferenciación en el cuerpo social13 (“…los gays a la moda norteamericana, de erguidos bigotitos hirsutos, desplomándose en su condición de paradigma individualista en el más abyecto tedio –un reemplazo del matrimonio normal que consigue la proeza de ser más aburrido que éste–”). Perlongher historiza siempre, no sólo el legendario Frente de Liberación Homosexual del que formó parte, sino que pone el presente en la duda sobre qué fuerzas se agenciarán en el futuro: si la homosexualidad perdió su carga disruptiva, es la droga –sostiene– la que ahora preocupa a los estados y las policías. La mística y la droga, producen en la cultura el efecto contrario a la normalización del esquema individualista gay: es el salir de sí, la fuga o el puro gasto a la manera de Bataille. Cuando comenta Alambres14, es la historia y el deseo los que se unen en una “épica barroca, donde la historia es deseada, alucinada en el deseo”. En la poesía, la historia se pone a delirar; poesía e historia alucinan, deliran juntas en una condensación corporal, o según lo dice él mismo: “se trata en el plano de la escritura de hacer un cuerpo”15. Si la poesía es en la definición de Perlongher “un ramo del éxtasis”16, entonces la multiplicidad y la heterogeneidad de su proyecto tienen en la lengua poética que de allí surge, no un sistema, no un resumen, no una totalidad y una jerarquía, sino un hilo que permite enhebrar la lectura, más allá de los géneros, y el privilegio de un género sobre otro. No se podría abordar su obra de otra manera, sin separar la poesía del ensayo o el relato, no se la podría abordar por migajas o retazos, por más que en apariencia esta sea la modalidad que la obra solicita. Porque también solicita el delirio,

| La loca y la lengua de la loca, más que replicar en negativo el machismo al que se subordinaría, es la provocación que se ríe tanto de fuerza del dominio como de su propia y aparente fragilidad frente al dominador. |


solicita que la crítica delire con ella, que se someta al delirio de esa lengua, y frente a esta demanda, la crítica que la sigue está obligada a razonar el delirio. Me parece que si la lectura fundante de Nicolás Rosa nos enseñó a leer a Perlongher, si ha sido una lectura potente y magnífica, su poder reside todavía en que ha sabido delirar junto a su objeto, esto es, delirar y razonar junto con Perlongher. Porque sin mimetizarse con él, la prosa de Nicolás Rosa es barroca, excesiva y proliferante, da a leer el exceso y la heterogeneidad, al mismo tiempo que le agrega el deslinde y la reflexión a la reflexión que ya es la actitud poética delirante. Para Rosa, Perlongher es ante todo “un artesano de la locura lingüística”17. Desde otra perspectiva, esta vía sintética, textual y cultural a la vez, es la que coloca a Perlongher en tramas más vastas, más ligadas al desarrollo de esas mismas puntas culturales y lingüísticas que él comenzó a andar. Es lo que hace Cecilia Palmeiro en Desbunde y felicidad18, preocupada por seguir el trazo de Perlongher más allá de sus propios límites temporales, teóricos, textuales y de acción política. Palmeiro sabe leer en la dispersión hacia distintos ámbitos la persistencia de una huella que se desborda a sí misma. Porque eso es lo que Perlongher entiende por “delirio” o “locura”: el salirse de sí, como el sistema poético de Lezama Lima, que alucinando historia y literatura sustituye a la religión. Si hay un ímpetu religioso en Perlongher es ese afán de desborde que puja por salirse de sí, por salir de sí y perderse en una incognoscible fusión. El barroco de Lezama –dice Perlongher– es una divinidad de “una demencia incontenible” que tiene “cierta disposición al disparate” y que apunta “al nódulo del sentido oficial de las cosas”19. Con lo que, el delirio o la locura, en su desarreglo, atacan la jerarquía establecida de los órdenes culturales y sociales. Si hay una política que atraviesa toda la acción de Perlongher ésta es la de una actitud anárquica, la no sumisión por principio ni a las jerarquías, ni los discursos o las políticas oficiales. La proliferación barroca del sentido, la lateralidad manifiesta de los significados poéticos enloquecen deliberadamente mediante una profusión periférica que normalmente el discurso serio reprime y subsume en el establecimiento de jerarquías semánticas. Por eso, la microfísica del poder se corresponde en Perlongher con una microfísica de la acción lingüística. El barroquismo es el garante para que ese desarreglo lingüístico se produzca, un ataque a la lengua como orden idealizado, como el agente solapado u ostensible del nacionalismo reaccionario. En Francia asiste al culto de la pureza y la jerarquía de la lengua francesa, un culto religioso esencialista y narcisista de la lengua propia: … aquí en la Argentina a nadie se le ocurriría amar el español, decir como un elogio que alguien tiene un buen español. ¡En Francia el francés es lo máximo! Decir que alguien tiene buen francés, es el máximo elogio, al borde de la perpetua beatificación. […] Es una lengua de élite, una lengua de poder, la lengua como instrumento de poder y de dominación. O, para decirlo con Adrián Cangi, “[la literatura] comienza cuando el poeta a fuerza de insistencia produce una lengua contra la lengua, una escritura contra la escritura”20. “Crueldad” llama también Cangi a esta acritud polémica que disuelve cualquier falsa esperanza idealista. Y en esta disolución ha consistido todo el empeño de Perlongher. La construcción de una lengua hiperbólica y excesiva pudo parecer en el momento en que surgía, como un gesto injustificado, un lujo sin fundamento, o un jugueteo bizantino, intrascendente, con la materia significante.

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| Si hay una política que atraviesa toda la acción de Perlongher ésta es la de una actitud anárquica, la no sumisión por principio ni a las jerarquías, ni los discursos o las políticas oficiales. |

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Pero nada vano hay en el volverse loca de la lengua de Perlongher. Ahora sabemos que a semejante locura la estábamos esperando como una necesidad de la historia. El principio que encontramos en ese cimbronazo es el de la contaminación generalizada, porque lo que se contamina, lo que se intercambia, anula la jerarquización. La jerarquía siempre instaura una distancia que permite el dominio y el sometimiento, en cambio, el principio de contaminación lingüística (que es la acción de la lengua misma fuera de sus usos jerárquicos o de dominación) mezcla, perturba la clasificación establecida, afecta las polaridades, y se afecta a sí misma en la contaminación. Y la lengua de Perlongher se deja afectar por este principio: el barroquismo no es patrimonio exclusivo de la poesía, avanza hacia el relato y el ensayo. Y toda la obra de Perlongher, la poética, la ensayística, la narrativa, la del investigador social, la del agitador, se halla afectada por la contaminación, no otra cosa es lo barroso del barroco. La lengua se enloquece (o se “emputece” como le gusta decir a Cecilia Palmeiro21), y lo hace desde “abajo”, contamina la idealización, el estereotipo, los flecos del mito político (como en Evita vive22) desde el registro popular, desde las hablas de los márgenes, las locas y los chongos, mezclados con el decir de la teoría o la filosofía de Deleuze-Guattari, que se avienen en la contaminación a ser en un habla más entre las hablas, aunque, sin embargo, en Perlongher mantienen una adhesión explicativa llena de fervor teórico y emancipador. En “Nueve meses en París”, Deleuze-Guattari son presentados por Perlongher como lo marginal de “una cultura completamente cerrada sobre sí, unos feudos más cerrados que una concha”, y el Antiedipo

como un texto inasimilable para la cultura francesa que “es objeto de una execración generalizada”. Salvo que aquí tampoco Deleuze-Guattari se salvan de la crueldad, pues, nos advierte, “… en Mil Mesetas ellos se juegan a la desterritorialización a la violeta”. Para Perlongher, lo contrario del delirio es el mito. La acción política bordea lo mítico, lo usa, trabaja para alcanzar la máxima eficacia cuando su forma o su contenido se convierten en mito. En este sentido, los delirios de Perlongher son anti-mitos que se construyen con la misma substancia que emplea la acción política, pero para destruirla desde adentro, con su propio mecanismo hipertrofiado, sexualizado, lumpenizado. El delirio es eficaz porque escapa, huye, no forma centro ni se estratifica, es difícil de asir y resiste los embates del silogismo. La lengua se ha vuelto loca para desestabilizar el mundo y dar vuelta la historia. Pero como figura, las locas han coqueteado siempre con la autodestrucción y la muerte, han jugueteado con la risa de la calavera. Perlongher siempre lo ha sabido y lo ha dicho, lo ha repetido hacia el final, en Chorreo de las iluminaciones, en un poema que titula “Gemido”: … reírse como locas (locas, locas) del tiempo de las otras locas, del dolor de las locas y del loco dolor de la locura. […] al verlas marchitarse exasperadamente entre los vastos ademanes de la histeria […], disminuyendo día a día la distancia que las separa de lo trágico y las acerca a lo ridículo, a lo kitsch las locas desaparecen por cañerías de acero que no llevan a nada o al sitial de las profanaciones de los zombies en la noche agrisada por sus centauros.23

| La construcción de una lengua hiperbólica y excesiva pudo parecer en el momento en que surgía, como un gesto injustificado, un lujo sin fundamento, o un jugueteo bizantino, intrascendente, con la materia significante. Pero nada vano hay en el volverse loca de la lengua de Perlongher. Ahora sabemos que a semejante locura la estábamos esperando como una necesidad de la historia. |

Obras de Mirtha Bermegui. Para ver más, visite el sitio: http://bermegui-artistavisual.blogspot.com/


10 Rapisardi, Flavio. “Escritura y lucha política en la cultura argentina: identidades y hegemonía en el movimiento de diversidades sexuales entre 1970 y 2000” en: Revista Iberoamericana. Vol. LXXIV, N° 225, octubre-diciembre 2008, págs. 973-995. 11 Gasparri, Javier. “Perlongher en la trinchera: sexualidad y afección” en: VI Congreso Internacional de Estudios sobre a Diversidade Sexual e de Gênero da ABEH. 12 Cfr. Perlongher, Néstor. “Todo el poder a Lady Di”, “La ilusión de unas islas”, “El deseo de unas islas”, en: Prosa Plebeya. Ob. cit. 13 Perlongher, Néstor. “Avatares de los muchachos de la noche” en: Prosa Plebeya. Ob. cit. 14 “Sobre Alambres” en: El Porteño. N° 74, febrero de 1988, recogido en: Prosa Plebeya. Ob. cit. 15 “Sobre Alambres”, ob. cit., pág. 140. 16 “Sobre Alambres”, ob. cit., pág. 140. 17 Rosa,Nicolás. “De estos polvos, estos lodos…” en: Cuadernos de Recienvenido/18. São Paulo, 2002, pág. 24. 18 Palmeiro, Cecilia. Desbunde y felicidad. De la Cartonera a Perlongher. Buenos Aires, Título, 2011. 19 Perlongher, Néstor. “Caribe transplatino” en: Prosa plebeya. Ob. cit. 20 Cangi, Adrián. “Néstor Perlongher: metamorfosis, crueldad, dislocamientos” en: Perlongher, Néstor. Evita vive y otros relatos, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2009, pág. 9. 21 Palmeiro, Cecilia. Desbunde y felicidad. Ob. cit. 22 Perlongher, Néstor. Evita vive y otros relatos. Ob. cit. 23 Perlongher, Néstor. Poemas completos (1980-1992). Buenos Aires, Seix Barral, 1993, págs. 349-351.

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1 Perlongher, Néstor. Prosa plebeya. (Ensayos 1980-1992). Selección y prólogo de Christian Ferrer y Osvaldo Baigorria. Buenos Aires, Colihue, 2008. 2 Rosa, Nicolás. “Prólogo” en: Piccoli, Héctor A. Si no a enhestar el oro oído. Rosario, La Cachimba, 1983. Véase también su “Seis tratados y una ausencia sobre los ‘Alambres’ y rituales de Néstor Perlongher” en: Los fulgores del simulacro. Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, Departamento de Extensión Universitaria, 1987. 3 Porrúa, Ana. “Una polémica a media voz: objetivistas y neo-barrocos en el Diario de poesía” en: Boletín/11. Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria. Univ. Nac. de Rosario, diciembre de 2003. Véase también “La novedad en las revistas de poesía relatos de una tensión especular” en: Orbis Tertius. La Plata, 2005, X, 11. 4 Cfr. Porrúa, Ana. “Una polémica a media voz”, ob. cit. 5 Freidemberg, Daniel. “Poesía argentina de los años 70 y 80. La palabra a prueba” en: Cuadernos Hispanoamericanos. N° 517-510, juniosetiembre 1993. 6 Prieto, Martín. “Neobarrocos, objetivistas, epifánicos y realistas: nuevos apuntes para la historia de la nueva poesía argentina” en: Delgado, S. - Premat, J. (editores). Movimiento y nominación. Notas sobre la poesía argentina contemporánea. Cahiers de LI.RI.CO, N° 3, Université de Paris 8- Université de Bretagne-Sud, Paris, 2007, págs. 23-44. 7 Prieto, Martín. Ob. cit. 8 Dobry, Edgado. “Poesía argentina actual: del neobarroco al objetivismo” en: Cuadernos Hispanoamericanos, n° 588, junio 1999, pág. 52. 9 Kamenszain, Tamara. “Neobarroco, neobarroso, neoborroso” en: Revista Ñ. Diario Clarín. Sábado 1 de abril de 2010. Imprescindible para esta historia es otro trabajo de Kamenszain, “Testimoniar sin metáfora. La poesía argentina de los 90” en: La boca del testimonio. Buenos Aires, Norma, 2007.

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EL CULTO AL CUERPO PURIFICADO

Por Paula Sibilia

* Paula Sibilia. Investigadora y ensayista argentina residente en Río de Janeiro. Estudió Comunicación y Antropología en la Universidad de Buenos Aires, luego cursó una maestría en Comunicación (UFF), un doctorado en Salud Colectiva (IMS-UERJ) y otro en Comunicación y Cultura (ECOUFRJ). Escribió los libros El hombre postorgánico: Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales (2005), La intimidad como espectáculo (2008), ¿Redes o paredes? La escuela en tiempos de dispersión (2012), todos publicados en castellano y en portugués. Es profesora del Postgrado en Comunicación y del Departamento de Estudios Culturales y Medios de la Universidad Federal Fluminense (UFF), además de investigadora becaria de las instituciones públicas brasileñas CNPq y FAPERJ. En 2012 realizó un post-doctorado en la Universidad Paris VIII, sobre los temas que desarrolla en el presente artículo.


São Paulo, 11 de mayo de 2006.

Hay personas de 42 años que hoy se hacen cirugías de rejuvenecimiento facial porque son métodos poco invasivos y que realmente dan resultados muy interesantes y duraderos. [...] Si llevan una vida absolutamente moderada, normal, sin percances ni otros incidentes, no tendrán que pensar en hacerse otra plástica hasta veinte años más tarde. Dr. José Gardel Director médico del servicio de cirugía plástica reparadora en el hospital público Santa Casa da Misericórdia, Río de Janeiro, Brasil, 2007.

¿Q

ué significa rendirle culto al cuerpo? En varias civilizaciones orientales, así como en aquellas que habitaron los territorios americanos antes de la llegada de los colonizadores europeos, los cuerpos humanos estaban magnetizados con potencias míticas que los hermanaban al cosmos. Sus rasgos reflejaban los movimientos secretos de las aguas, las tierras y los cielos; algunos gestos evocaban las variadas transformaciones de la vida y hasta podían insuflar la fecundidad o provocar la muerte. Ciertos cuerpos especialmente cargados de energías sagradas, como aquellos de los chamanes o los sabios ancianos, eran capaces de comulgar con las fuerzas sobrenaturales para arrancar las enfermedades de las entrañas ajenas, para prever o cambiar el rumbo de los acontecimientos e incluso para transformarse en tigres, pájaros o murciélagos y, de esa manera, tener acceso a otros niveles de lo real. En los pueblos incaicos, los cuerpos infantiles más bellos y fuertes simbolizaban la plenitud del vigor terrenal y, por eso, se ofrecían a los dioses en altares construidos en las cimas de las altísimas montañas andinas. De modo semejante, la sangre caliente de los corazones humanos extirpados en los rituales aztecas era la única sustancia capaz de saciar la sed divina, garantizando nada menos que la salida del sol en el cíclico misterio de las mañanas. A su vez, tradiciones originadas en la India —como el tantrismo y el kamasutra— sondearon los sentidos profundos de la copulación para llegar al éxtasis: entre las ascesis del yoga y las destrezas eróticas, el cuerpo transmutaba en una especie de templo con vistas a la superación física, mental o espiritual. Por otro lado, desde los antiguos egipcios hasta los mayas,

el fallecimiento del organismo humano en este mundo implicaba el inicio de un largo camino, como lo atestigua la riqueza de las ofrendas encontradas en tumbas y mausoleos, que no sólo comprendían grandes cantidades de comida y bebida sino también valiosos tesoros y hasta un séquito de difuntos recientes para servirlos y acompañarlos en tal jornada rumbo al más allá. Muchas otras culturas desarrollaron sus propios esoterismos a partir de esa conexión sutil entre los cuerpos humanos y las potencias siderales o telúricas: desde el universo árabe de Las mil y una noches hasta el budismo tibetano, el taoísmo chino y la constelación de los orixás africanos, con sus ricas liturgias corporales y místicas, a través de las cuales se ha intentado desbravar otros estados de conciencia y experimentar diferentes formas de rendirle culto a la condición encarnada. A la luz de experiencias como ésas, tan ricas y variadas, tanto nuestro mundo como nuestros cuerpos parecen pobremente desencantados. El racionalismo instrumental en que se basan las creencias cientificistas de la actualidad es refractario a ese tipo de cosmovisiones mágicas, relegándolas a meras opciones en un catálogo de hermetismos de ocasión, sólo disponibles en caso de interés individual por esas experiencias más o menos extravagantes en un mundo gradualmente uniformizado bajo los procesos de globalización. Ese ofuscamiento se ve aún reforzado por los valores de mercado que sirven como denominadores comunes a todo cuanto existe entre nosotros, sin excluir las aguas, las tierras, las plantas, los animales y los cuerpos humanos. De modo que, para bien o para mal, no es por ninguno de esos exóticos motivos que los cuerpos contemporáneos son reverenciados en el marco de ese fenómeno tan actual que recibió el rótulo de “culto al cuerpo”.

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Especialistas de la Universidad de California desarrollaron un espejo que muestra los efectos que alguien sufrirá si se alimenta erróneamente, si toma sol en exceso, fuma o consume drogas. Este espejo inteligente cuesta alrededor de veinte mil dólares y fue creado para mejorar la calidad de vida. Los científicos esperan probarlo con jóvenes para que éstos puedan ver cómo quedarán en el futuro si no abandonan algunos de esos hábitos. Revista Galileu

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¿Cuáles serían, entonces, las fuentes de esa extraña devoción que hoy se despliega con tanto entusiasmo en la circunspecta cultura occidental? En principio, constatamos que a toda hora y por todas partes, en las sociedades aglutinadas por los mercados globales, cuerpos femeninos y masculinos se proyectan en la visibilidad y se vuelven objeto de adoración. Al mismo tiempo, el organismo propio concentra buena parte de las atenciones cotidianas y suscita una intensa serie de cuidados. Se expande una deslumbrada admiración por las buenas formas anatómicas, ésas que en las últimas décadas se han vuelto tan apreciadas y ambicionadas por sectores crecientes de la población mundial. Es precisamente en busca de esos bellos relieves que cada vez más gente está dispuesta a hacer cualquier cosa: pequeñas constricciones o sufrimientos rutinarios, ciertas renuncias más o menos amargas y hasta verdaderos suplicios se computan en trueque por tales anhelos. Y lo que resulta más curioso es que a nadie parece molestarle demasiado que esto ocurra en el seno de un modo de vida comandando por las sesudas leyes del racionalismo laico, la eficacia sin dilaciones, la tecnociencia y el mercado. A pesar de ese aparente despropósito, los albores del siglo XXI ven surgir legiones de hombres y mujeres dispuestos a sacrificarse en una infinidad de tortuosos rituales para conseguir tan precioso fin. Dietas, cirugías, píldoras, masajes, cosméticos, ejercicios musculares: el comercio del embellecimiento pone a nuestro alcance una miríada siempre renovada de productos y servicios que prometen rediseñar el aspecto físico, conquistando nuevos usuarios día tras día. Así, en nombre de valores bien contemporáneos como la autoestima y el éxito, la carne humana se somete obstinadamente a un conjunto de


convenientemente ejercitados y esculpidos con cotidiano rigor, logran proyectar su brillo en los podios mediáticos e inspiran el arrobamiento de todos los demás. Pero la avidez de esa mirada no se agota en una mera contemplación embelesada: los cuerpos-modelo que se exponen por doquier también encienden una fuerte voluntad mimética. No se trata solamente de consumir con los ojos los contornos ejemplares de esas figuras ajenas, sino de confeccionar un cuerpo propio que merezca ser observado de modo semejante. Todos, o casi todos, en mayor o menor medida, desearían incorporar esas imágenes bien torneadas y fulgurantes: quisieran ser igualmente celebrados por derrochar la gracia inconmensurable de ser bellos, jóvenes, delgados y tonificados. O, cuanto menos, de parecerlo: simular con cierto éxito que lo son o que logran seguir siéndolo. Para satisfacer semejante demanda, la tecnociencia invierte buena parte de sus empeños en crear los más milagrosos adminículos con el fin de ofrecer, así, a los afanosos consumidores, un amplio catálogo de soluciones en venta. Desde alimentos y productos dietéticos hasta la última novedad deportiva o el más reciente prodigio dermatológico, pasando por un sin fin de terapias, remedios, máquinas y tratamientos para adelgazar, endurecer, alargar, rejuvenecer, estirar, drenar, resecar y definir los volúmenes corporales. Lo que se pretende, en síntesis, es alcanzar el tan anhelado fitness: la adecuación del propio cuerpo a los parámetros ideales diseminados hasta la saciedad, sobre todo, por los medios de comunicación. Sin embargo, no suele ser fácil: para que cada uno pueda ajustar sus propias formas físicas según los rígidos criterios del cuerpo perfecto, hay que burilar una materia orgánica que se sabe defectuosa por definición. Por tal motivo, precisamente, requiere tanto esmero y dedicación. En esa lucha cotidiana contra el contumaz desajuste corporal, no es raro que abunden las frustraciones y, por la misma razón, todo un abanico de exageraciones. En casos extremos, aunque cada vez más frecuentes, esa búsqueda tan desesperada por la buena forma corporal es capaz de incitar hasta la destrucción del organismo. Los esfuerzos por cincelar la propia carne para circunscribirla en los moldes de la buena imagen pueden tener consecuencias imprevistas: en vez de adaptarse a las medidas deseadas, el cuerpo humano puede evidenciar catastróficamente sus límites y dañarse o, inclusive, morir. Buena parte de la generación que hoy tiene | Muchas otras culturas desarrollaron sus propios esoterismos a partir de esa conexión sutil entre los cuerpos humanos y las potencias siderales o telúricas (…), a través de las cuales se ha intentado desbravar otros estados de conciencia y experimentar diferentes formas de rendirle culto a la condición encarnada. |

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técnicas de modelado corporal, que requieren variadas dosis de esfuerzo, tiempo y dinero. Todo eso en la tentativa de consumar una de las metas más codiciadas del momento: crear para sí un “cuerpo perfecto”. ¿Qué significa eso? A veces, la etimología y la filología operan como ciencias casi ocultas: la lectura de los indicios que se esconden bajo la superficie del lenguaje puede revelar algunas aristas escondidas, aunque bastante ilustrativas, de nuestras verdades más preciadas. Es lo que ocurre con el ubicuo vocablo fitness, por ejemplo, un término importado de la lengua inglesa que remite a la adecuación: esa palabra resuena en los gimnasios como una consigna que exige to fit in, incitando a sus devotos para que se encuadren en la estrecha horma hegemónica. O, al menos, para que lo deseen e intenten lograrlo con suma vehemencia. Teniendo en cuenta esos ecos, no sorprende que la actual obsesión por las buenas formas físicas suela engendrar, al mismo tiempo, un inquietante desprecio por el organismo humano: una inusitada devaluación de todas sus potencias invisibles, así como un visceral fastidio motivado por su espesor carnal. De modo que la creciente ansiedad que lleva a asumir esos ideales en la propia piel abona, también, un agudo rechazo de la materialidad corporal. Esa mezcla de sentimientos y emociones puede atizar cierta inclinación a masacrar la propia carne hasta el infinito, en un intento de librarla de su pertinaz imperfección. Una meta siempre frustrada, por cierto, ya que según las peculiares creencias de nuestra tribu, esa falta de perfección parece inherente a la constitución biológica del cuerpo humano. Así, ya sea entre los aparatos de los gimnasios o en los consultorios de los cirujanos plásticos, en las sesiones confesionales de los “vigilantes del peso” o en los salones de belleza, arriba de la balanza o frente al espejo, una y otra vez, se acusa al cuerpo humano de ser inadecuado. Y, por tal motivo, éste recibe su merecida punición. Hay que admitir, entonces, que en esta era del culto al cuerpo que irrumpió con arrojo —aunque no sin cierta perplejidad— en nuestra civilización, no todos los cuerpos son igualmente idolatrados. No todas las figuras humanas suscitan idéntica reverencia ni son veneradas con la misma exaltación. El culto al cuerpo de la sociedad contemporánea es, en verdad, un culto a cierto tipo de cuerpo. Además, se trata de una religión bastante peculiar, con sus propias reglas, ceremonias y expiaciones. En una cultura que llevó lo visual hasta la hipertrofia, tanto las lentes de las cámaras como las miradas de los espectadores se sienten atraídas por los poquísimos perfiles capaces de ostentar la silueta esbelta y las facciones juveniles que asimilan los patrones irradiados por los medios de comunicación. Solamente esos cuerpos singularmente agraciados por sus dotes naturales, además de

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entre cincuenta y sesenta años de edad, por ejemplo, encarna la viva prueba de esa tendencia: acostumbrados a trabajar sus cuerpos para mantenerlos jóvenes, bellos y saludables, estos nuevos adultos están empujando los límites convencionales de las capacidades biológicas de la especie humana. Como consecuencia de tales excesos, no sólo ocurren loables conquistas jamás conseguidas en la historia de la humanidad: además, la cantidad de lesiones y otros problemas de ese tipo, igualmente inéditos, también están en aumento. Pero no se trata solamente de los ejercicios físicos: hay una incesante diversificación de técnicas que apuntan al perfeccionamiento corporal, cuya fervorosa utilización puede llegar a ser fatal. Es lo que informan las noticias ya casi cotidianas sobre complicaciones graves en cirugías plásticas como la lipoaspiración o los implantes de silicona, por ejemplo, o sobre las consecuencias indeseadas de ingerir anabólicos y otros productos químicos, para mencionar tan solo algunos casos típicos. Esa lista comprende, también, las heridas o enfermedades causadas por ciertos métodos de bronceado artificial y las muertes provocadas por el uso de diversas técnicas cosméticas, desde las substancias tóxicas como el formol para alisar cabellos hasta los shocks eléctricos para

atenuar las estrías o borrar manchas del cutis, pasando por las quemaduras derivadas de la depilación a laser y las deformaciones en el rostro por el abuso de inyecciones de toxina botulínica. Imposible olvidar, en esta enumeración fatídica, todo el séquito de los trastornos alimentarios que se han convertido en una llamativa “epidemia de época”. Entonces, la pregunta es inevitable: ¿cómo explicar esas derivaciones aparentemente tan descarriladas de nuestra liberación corporal y sexual, en plena era de las libertades individuales, los derechos de las minorías, la diversidad del multiculturalismo y hasta del postfeminismo? Es evidente que los modos y usos corporales han cambiado mucho en las últimas décadas: sería difícil negar la feliz relajación de aquellos rigores que amarraban y presionaban a los cuerpos heredados de la cultura decimonónica, cuya vigencia permaneció casi intacta hasta bien adentrado el siglo XX. Sin embargo, algo insiste en conspirar contra la tan buscada libertad corporal, aquella que casi se creyó alcanzar al galope de los revoltosos años sesenta y setenta. Una mirada genealógica, atenta a las metamorfosis más recientes, sospecharía que los dispositivos de poder se reacomodaron tras aquellos ataques que intentaron dinamitarlos, redoblando su eficacia al suscitar fervores y ataduras más a tono con el nuevo clima de época. Lo cierto es que hoy en día, en plena era del culto al cuerpo y de la felicidad compulsiva, ya no nos desvelan ni la represión de los deseos prohibidos ni las culpas ceñidas en polvorientos recatos. Pero tampoco parece tratarse de un regocijo que brota en sabia plenitud, a flor de piel o en grata comunión con los demás, sin ningún tapujo capaz de aguar esa fiesta tan arduamente conquistada. No es exactamente ése el cuadro contemporáneo. ¿Por qué? Al menos en parte, porque son otras las fuerzas que movilizan a quienes circulan por este planeta a principios del siglo XXI, impulsando determinadas configuraciones corporales y subjetivas mientras se desalienta cualquier desvío de esos carriles priorizados. Sin embargo, cabe aquí cierta desconfianza: ¿acaso puede hablarse, todavía, de normas y desvíos? Si es cada vez más evidente que las reglas del juego se han redefinido en las últimas décadas, también parece innegable que una vigorosa estimulación constante se infiltra en los cuerpos contemporáneos, sembrando un vasto conjunto de apetitos contradictorios que riñen unos con | Esa mezcla de sentimientos y emociones puede atizar cierta inclinación a masacrar la propia carne hasta el infinito, en un intento de librarla de su pertinaz imperfección. Una meta siempre frustrada, por cierto, ya que según las peculiares creencias de nuestra tribu, esa falta de perfección parece inherente a la constitución biológica del cuerpo humano. |


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otros en goloso torbellino. Y solicitan, todos juntos, su urgente consumación: probar o devorar todo lo que se nos antoja pero, al mismo tiempo, ser delgados y musculosos; disfrutar de la vida al máximo y no estresarse con nada, aún estando siempre en condiciones de competir y vencer a todos los demás; coleccionar experiencias únicas y extremas, pero sin abandonar los estilos de vida saludables y moderados que se recomiendan; ser felices, pese a todo y sin altibajos, demostrándolo constantemente. Nada simple, desde luego: liberados al fin de las severidades disciplinarias y de ciertos moralismos de otrora, los cuerpos del nuevo milenio se ven suavemente intimados a adecuarse a otros ritmos y moldes, que a toda velocidad se desmienten y reciclan. Además, los sujetos contemporáneos son incitados a respetar novedosos tabúes que, al final de cuentas, terminan canalizando productivamente sus potencialidades y, en ese mismo movimiento, también las cercenan en sus virtualidades inimaginables. En ese camino descubrimos —con cierto asombro, aunque no raramente anestesiado debido a su veloz “naturalización” en el sentido común— algo que suena a estafa: el nuevo pacto no es tan generoso como prometía ser. Para poder disfrutar de las delicias inherentes a la celebración corporal que supimos conseguir, hay que cumplir una serie de requisitos. Todo un cortejo de valores sumamente actuales se alinea en torno a la flamante moral de la buena forma, que exige no sólo autoestima, bienestar y calidad de vida, sino también originalidad, éxito y alto desempeño en los ámbitos más diversos. Todo eso regado con generosas dosis de placeres inmediatos y constantes, y todo espectacularmente visible. Se despliega, entonces, una paradoja tan imprevista como elocuente: el culto al cuerpo de la sociedad liberada del siglo XXI no ha traído solamente sensaciones agradables, asociadas al goce de la feliz condición encarnada. El lado sombrío de esa tendencia es la inesperada transformación del propio cuerpo en una fuente permanente de inquietudes y disgustos. Al tener que someterse a una incesante labor correctiva, que suele ser tan entusiasta como penosa, el cuerpo también sufre. Una y otra vez se lo castiga debido a la tenaz intransigencia de su constitución material, que se juzga siempre inadecuada a la luz de un modelo cuya consistencia es tan volátil y deslumbrante como las imágenes que lo asedian. No obstante, vale la pena insistir en el cuestionamiento: ¿cómo explicar tanta incomodidad con respecto a la materialidad orgánica del cuerpo humano, en una época que supuestamente lo enaltece como nunca y ha optado por sumergirse sin culpas en toda la ligereza del bienestar mundano? ¿Cómo entender esas exageraciones en busca de una determinada apariencia corporal,

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| Una mirada genealógica, atenta a las metamorfosis más recientes, sospecharía que los dispositivos de poder se reacomodaron tras aquellos ataques que intentaron dinamitarlos, redoblando su eficacia al suscitar fervores y ataduras más a tono con el nuevo clima de época. |


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visiblemente estimulada por los insistentes arquetipos mediáticos y el fecundo mercado del embellecimiento, que a su vez diseminan una repulsión feroz hacia cualquier alternativa que se atreva a negar o cuestionar tales modelos? ¿Por qué los juicios son tan rigurosos y las consecuentes condenas terminan siendo tan serias? ¿Cuál es la extraña fe que lleva a tanta gente a efectuar esos sacrificios en nombre del cuerpo considerado perfecto o, cuanto menos, suficientemente bueno? ¿Qué es lo que se busca en esos insaciables procesos de expurgación corporal? ¿Cuál es la meta que lleva a extenuar los cuerpos contemporáneos para dejarlos secos y bien definidos, tal como recomiendan los manuales de la buena presencia? Al final, ¿de qué cuerpo se trata? Y, a través suyo, ¿qué es lo que estamos idolatrando? Parafraseando a Gilles Deleuze, la incógnita aquí sería: ¿para qué se nos usa, a qué estamos sirviendo?1. Las respuestas no son simples, sin duda. Encierran varias contradicciones y trampas; entre otros motivos, porque estos fenómenos son bastante recientes y tienen múltiples rostros, además de que todavía están cuajando en nuestra sociedad. De todos modos, vale la pena explorar algunos de sus afluentes para intentar, al menos, formular más finamente las preguntas. Lo primero que surge es una sospecha: la peculiar moralidad que subyace a las nuevas prácticas corporales merece investigarse teniendo en cuenta su génesis histórica y sus raíces políticas, porque —a pesar de su aparente banalidad— tales tendencias parecen responder a las severas demandas de un determinado proyecto de sociedad, actualmente vigente en vastos sectores de este universo globalizado y, probablemente, todavía en expansión. Por un lado, entonces, se percibe un evidente enaltecimiento del aspecto físico y un estímulo a la exploración de los disfrutes corporales más valorizados, bajo el imperativo de una felicidad siempre urgente, individual e inmediata. Así, en su condición de último baluarte que sirve de vitrina para la subjetividad contemporánea, el cuerpo se ha vuelto objeto de un diseño epidérmico que recomienda el cultivo de la propia imagen, en una era en la cual la visibilidad y el reconocimiento de la mirada ajena resultan esenciales para definir quién se es. Por otro lado, al mismo tiempo —y he aquí la paradoja que

desafía al pensamiento más allá de las evidencias— los cuerpos actuales son cotidianamente maltratados con una agresividad inédita. Es justamente la textura carnal y material del cuerpo humano, su consistencia biológica y su viscosidad orgánica, lo que se ha vuelto blanco de cierto rechazo activo en las sociedades occidentales de principios del siglo XXI, configurando un tipo de malestar absolutamente contemporáneo. De nuevo, entonces, y llegando ya al final de este breve recorrido, persiste la interrogación que estas páginas se aventuraron a reformular: ¿frente a tan árido desencantamiento, qué tipo de culto es ése? Dos vocablos graves, colmados de múltiples sentidos, parecen claves en esta compleja adoración: pureza y sacrificio. Según los implacables dictámenes de esa “moral de la buena forma” que se justifica en nombre del placer y la felicidad, toda impureza orgánica debe ser repelida y debería extirparse de la apariencia corporal. Y, para eso, se impone una austera cartilla de rituales que conducen a un nuevo tipo de inmolación de la carne. Dichas ceremonias implican la inversión sin pausa de tres recursos sumamente apreciados en la cosmología contemporánea, a cuyo ahorro se exhorta en todos los demás campos: tiempo, dinero y dolor. Así, junto con cierto impulso virtualizante que caracteriza a la tecnociencia contemporánea, con su pretensión de superar los límites materiales del cuerpo humano transformando sus esencias en información pasible de ser decodificada —y, por tanto, eventualmente reprogramable—, se desarrollan nuevas e imprevistas formas de cierto ascetismo. La finalidad de dichas consagraciones es paradójica: contribuir a esa aspiración tan compartida en la actualidad que implica delinear el propio cuerpo como una imagen lisa y pura, insuflada por el horizonte digitalizante que orienta a nuestra cultura desde fines del siglo XX. Así es como emerge el sueño de edificar un cuerpo icónico y, de algún modo, desmaterializado: desprovisto tanto de sus volúmenes tridimensionales como de cualquier mancha o defecto. Una silueta diseñada exclusivamente para ser ostentada como una marca subjetiva, en fin, cuya meta consiste en someterla al consumo visual. En suma y paradójicamente, por tanto, una entidad poco digna de grandes celebraciones.

| …en su condición de último baluarte que sirve de vitrina para la subjetividad contemporánea, el cuerpo se ha vuelto objeto de un diseño epidérmico que recomienda el cultivo de la propia imagen, en una era en la cual la visibilidad y el reconocimiento de la mirada ajena resultan esenciales para definir quién se es. |


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Obras De Julio Lavallén. 1 Deleuze, Gilles, “Posdata sobre las sociedades de control” en: Ferrer, Christian (comp.). El lenguaje libertário. Vol. II, Montevideo, Ed. Nordan, 1991, pág. 23.


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EMMA BOVARY, SU CUERPO Singular rompecabezas compuesto de veintitrés piezas, el cuerpo de Emma se vuelve en estas páginas una buena excusa para revisitar la gran novela de Gustave Flaubert. Por Walter Romero


2. Apenas se nos da a conocer, como la señorita Rouault, Emma se nos presenta como en una instantánea, para desaparecer de inmediato en medio de los objetos de un entorno que Flaubert, en su afán descriptivo, se empeña en focalizar con esmero. En principio, parece como si viéramos sólo un esbozo de Emma -como si de una aparición se tratase-. al que irá sumando –al contrario que las acabadas descripciones balzacianasbreves notaciones escalonadas. 3. Al hablar de ese cuerpo hecho en red -o en redes de conexión-, la primera instancia es la de la vectorialidad con que los sentidos –como a Barthes le gustaba – pululan, acaso bajo formas cubistas, lejanas –en principiodel realismo. El cuerpo de Emma nuclea puntos de tensión de donde parten vectores de magnitud física, definidos por su longitud, su dirección (orientación) o su sentido, tal como la física lo requiere. El vector se tensa, acorde a intensidades o a leves desplazamientos hacia otros puntos. Gilles Deleuze dice: “Los mecanismos físicos son flujos infinitamente pequeños, que constituyen desplazamientos, cruzamientos y acumulaciones de ondas, o “conspiraciones” de movimientos moleculares”.8 4. Al caracterizar Hugh Kenner a Flaubert como un comediante estoico, que anticipa a Joyce y a Beckett, nos aclara: “La marca distintiva de la enciclopedia es, entonces, su fragmentación de todo lo que sabemos en pequeñas partes, dispuestas de tal manera que podemos localizarlas una a una.”9 5. También hay gestos que son –acaso- momentos de estatuaria (dinámica) del cuerpo. Momentos que cristalizan vaya a saber qué razón que el cuerpo dice o pronuncia inconscientemente: es Emma y su “morderse los labios carnosos” –el suave y nervioso mordisqueo–, como si la palabra no pudiera nombrarse y viniera el gesto a reponerlo todo. León Bopp, en su extenso y detallado comentario de más de quinientas páginas a Madame Bovary, ve, en ese gesto, un claro tic en el que Emma viene a “llenar” los silencios propios y ajenos; sin dejar de agregar, en el juego sutil de una posible desgarradura, un claro indicio de sensualidad.10 1. De las múltiples apariencias (¿realistas?) de las que se reviste ese personaje llamado Emma Bovary, la primera traza –y no menos difusa y fantasmática que otras- es la del cuerpo, su cuerpo. Presente y ausente1, complejo entramado de polaridades o retrato en fintas, Flaubert duda o rectifica –en el transcurso del relato- la realidad (efectiva o tangencial) del cuerpo de

6. En una de las primeras acercamientos, construyendo así, toda la escena de su sino doméstico, Emma –la señorita Emma– se pincha los dedos al coser unas almohadillas. Y seguidamente se chupa la sangre. Los que se aguija son esos dedos sobre los que Charles estampará sus besos, con los que pronto jugueteará (en tamborileo) sobre las piernas de sus amantes, esos dedos de su mano “no bella”, “algo enjutos en las falanges”; allí donde minúsculas gotas de sangre contrastan con la blancura de sus uñas almendradas, “de agudas puntas”, y más acicaladas “que los marfiles de Dieppe”. 7. La descripción (en parte) de la blanca o azul contextura general de Emma contrasta con la descripción gótica de la primer mujer de Charles, la

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Emma2. El narrador hace foco -nos hace hacer foco- en detalles o en particolari (acorde a la tradición pictórica que designa a un detalle como el particular de un todo)3 de ese cuerpo que nos será dado siempre en fragmentos (corps en miettes)4 habilitando el polimorfo fetichismo moderno5, nunca ajeno a ambigüedades (gradaciones) de tono y sentido. ¿Son pardos o negroazulados los ojos (vacilantes) de Emma?6 ¿Su voz –si entendemos la voz como una emanación de ese cuerpo- es “clara o vibrante”, o languidece “en modulaciones que terminaban en murmullos”?7

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viuda Dubuc: flaca, de dientes largos, cubierta con un mantón negro “cuya punta descendía sobre los omóplatos”; su figura es la de una mujer de seca catadura, que, además, muere de un vómito de sangre. Dice Flaubert en una carta enviada a su amiga George Sand, fechada el 23-24 de febrero de 1869: “Hay naturalezas tiernas y naturalezas secas, irremediablemente. Nada debería haberme endurecido tanto como haber sido criado en un hospital, y haber jugado, de niño, en un anfiteatro de disección”.11 8. Las pelusillas tanto de la nuca -ligadas, y, a la vez, autónomas, a los cabellos anudados con un rodetecomo las (infinitesimales) de sus sonrosadas mejillas son filigranas de ese cuerpo. En las primeras noches del matrimonio, el narrador retomará estas precisas y delicadas características físicas de Emma para construir así el colmo del amor de Charles. 9. Según su origen germánico, el nombre Emma significa grande o fuerte. En griego, además de significar amable, remite, de manera inequívoca, a la palabra sangre. 10. Un vasto espacio vectorial se conforma desde el nacimiento del brazo hasta la nuca, incluyendo el trapecio que forman el hombro y el cuello. Hay figuraciones radiales que atraviesan el cuerpo de Emma. Los besos de Charles “desde los dedos al hombro” minan un campo que encuentra en la zona occipital un vector crítico: Emma grita al recibir en la nuca el beso cargante e inoportuno de Charles. 11. Madame Bovary es, entre otras cosas, la novela de un desorden de educación; el suyo es un caso en el que el motor del desastre se activa al darle a la hija de un granjero una educación no acorde. Educada por las Ursulinas, Emma aprende geografía, sabe tocar el piano, dibuja, sabe hacer labores. Pero será una solterona quien ingrese al convento para inocular en la joven el mal al deslizar -entre canciones galantes o levemente chuscas- novelas de amores, de amantes y amadas12. El raro ideal de esas existencias melancólicas, paradójicamente, se hace carne en ensoñaciones románticas, en fantasmagorías lamartinianas. El mal no hace otra cosa que extenderse. Se sabe que Emma se ensució las manos –durante seis meses y a la edad de quince años– con polvo de viejas bibliotecas públicas. Ese polvo en sus dedos vectorializa los problemas que traerá aparejada la lectura. 12. Emma parece no tener interioridad, parece un cuerpo hecho de meras superficies: “A medida que era más íntima su vida, más grande era el interior apartamiento que se producía en ella, desligándola de él”. Para Marc Augé,

que define a Madame Bovary como novela paradojal, “el sujeto está tan poco constituido que con frecuencia cuesta saber quién habla o quién siente”13. 13. Emma es ese cuerpo que se expresa con “imperativas” expresiones: “¿Por qué me habré casado, Dios mío?/¡Qué pobre hombre, qué pobre hombre!, se decía entre dientes y mordiéndose los labios/ ¡Cómo me aburro! –se decía– ¡cómo me aburro!”; hasta llegar al definitivo momento de su transfiguración –su “nueva pubertad”–, al verse en el espejo y asombrarse de su propio rostro –y de los ojos más negros y más grandes– al pronunciar: “¡Tengo un amante! ¡Tengo un amante!”. 14. Al mudarse de Tostes a Yonville, un displacer viejo, que el nuevo hogar no modifica, continúa y acelera su curso: “Emma, al entrar en el zaguán, sintió sobre sus hombros, como un paño húmedo, el frío de las paredes, completamente nuevas.” 15. Desmotivada y hundida en un progresivo tedio, Emma abandona la lectura, descuida la casa y manifiesta desprecio por todo. Mientras pasa de la “logorrea burguesa” a la mudez, lo único que la reanima es “derramarse un frasco de agua de colonia en los brazos”. 16. De nuevo, el dedo. Es indudable que hay objetos diseminados a lo largo de todo el relato que revisten un simbolismo fragrante: la gorra de Charles, la torta de bodas, una petaca de seda verde. Nuevamente la punta de los dedos de Emma habilitan vectores de múltiple significación: lo doméstico, la sensualidad de lo táctil, la lectura, ahora es la oportunidad del matrimonio fallido: “Cierto día que, teniendo en cuenta la marcha, arreglaba Emma un cajón, pinchóse un dedo con algo que resultó ser un alambre de su ramo de novia. Los capullos de las flores habían amarilleado con el polvo, y las cintas de raso ribeteadas de plata desflecábanse por los bordes. Echó el ramo al fuego, donde prendió como la paja seca.” 17. A León le irrita que Emma cosa, le disgusta ver a Emma en la parsimonia de sus largas puntadas con hilo gris. En esas tareas, retomando la vectorialidad doméstica, siempre problemática, las yemas de Emma se despellejan. 18. El pie (pequeño y bello) de Emma es lo inestable y lo mutable. Es una categoría difusa. El pie de Emma vive en el tembladeral. Su marcha parece hacer sistema (en el capítulo quinto de la segunda parte) cuando, en un trayecto compartido con León, su amante, los baches del camino la obligan a una marcha sobre peñones y canteras espaciadas por el lodo. Ese lodo será “el fango” de las citas14, que su criada, Felicité, la del corazón simple, se encargará de


19. Borges, en el brevísimo prólogo a Las tentaciones de San Antonio, nos recuerda que cuando los amigos de Flaubert, luego de pedirle que arrojara a las llamas ese manuscrito, le recomendaron que se dedicara a otro tema, calificaron a éste de pedestre. “Flaubert, resignado, escribió Madame Bovary, que apareció en 1857.”15 20. Ningún otro lugar especular donde ver los pasajes y estados de Emma que en el calzado que cubre sus pies, suerte de “fatalité vestimentaire”, a la cual Flaubert es muy afecto, y ya evidente en la ridiculez de la grotesca vestimenta de Charles con que se abre el relato. El viaje de Emma es el pasaje tortuoso del zueco granjero al zapatito de raso de fiesta, y, de la bota negra de fina canilla (burguesa) a la polaina sobre las zapatillas de orillo de la decepción. Si bien, en un principio, Emma se abstiene de la compra de ropa y ajuares, más tarde –como una Creusa moderna, al aceptar como regalo de bodas el vestido emponzoñado de Medea, maga y ex esposa despechada–, pagará muy caras sus coqueterías femeninas. ¿Es Flaubert, como Eurípides, el autor de la misoginia o el autor del amor y la comprensión hacia personajes femeninos de rango? Habrá que esperar que León desaparezca de su vida para que Emma empiece su espiral de compras. Primeras adquisiciones: brillo para uñas, un vestido azul de cachemira y un chal para cubrir sus hombros. 21. Emma no se atreve a comprarle al tendero uno de los primeros artículos que éste le ofrece: cuellos bordados. Pero será sobre un fino cuello de encaje donde su beba, Bertha, la vomite. En una de las primeras escenas madre-hija, el narrador nos muestra el “afecto atenuado” hacia el escándalo físico y emocional que representó para Emma la maternidad. 22. En la archi famosa escena de los comicios agrícolas, mientras su amante le habla del magnetismo de las vidas pasadas entre discursos sobre el abono del estiércol, drenajes y premios a razas porcinas, el perfume del bálsamo y de la pomada que abrillanta los cabellos de Rodolfo aunará en su nariz tanto el recuerdo del aroma de vainilla y limón del vizconde al valsar en Vauleyessard como la llegada de León: “De esta suerte la dulzura de aquella sensación despertaba en ella sus antiguos deseos, y como granos de polvo en el aire bullían en la sutil tufarada de perfume que extendíase por su alma: Dilató las aletas de su nariz repetida y fuertemente para aspirar la frescura de la hiedra que colgaba de los capiteles.” 23. Jacques Rancière determina que todo este sensorium (desplegable) que es Madame Bovary forma parte de los “verdaderos acontecimientos de la novela”: “Si Emma abandona su mano en la de Rodolfo, el día de los comicios, es menos por el efecto de su retórica que por una combinación de elementos sensibles…”16

Guy de Maupassant recuerda a Gustave Flaubert, su maestro, en la fisicalidad de su sufrimiento por conseguir le mot juste: “Y con la cara hinchada, el cuello congestionado, la frente enrojecida y los músculos tensos como un atleta en plena competición, luchaba desesperadamente contra la idea y contra la palabra, agarrándolas, acoplándolas a su pesar, manteniéndolas unidas indisolublemente con la fuerza de su voluntad, cercando al pensamiento, subyugándolo poco a poco con agotadores esfuerzos sobrehumanos, y encerrándolo, como a un animal cautivo, dentro de una forma sólida y precisa.”17 1 Braker, F. Cuerpo y temblor. Un ensayo sobre la sujeción. Buenos Aires, Per abbat, 1984, pág. 114. (Traducción Carlos Gardini). 2 Suffel, J. Gustave Flaubert. México, FCE, 1986. 3 Arasse, D. Le détail. Pour une histoire rapprochée de la peinture. Paris, Flammarion, 1996. 4 Mario Vargas Llosa hablará de “desmembrar la figura y describir sólo una o algunas de sus partes omitiendo a las otras” (La orgía perpetua. Barcelona, Brughera, 1985, pág. 122). 5 Perrot, P. Le corps féminin. Le travail des apparences. XVIII-XIX siècle. Paris, Seuil, 1984, pág. 67. 6 Barnes, J. El loro de Flaubert. Barcelona, Anagrama, 1994, pág. 89. 7 “La voz es precisamente lo que no se puede revisar, es siempre mutable y fugaz”. Dólar, M. Una voz y nada más. Buenos Aires, Manantial, 2007, pág. 198. 8 Deleuze, G. El pliegue. Leibniz y el barroco. Buenos Aires, Paidós, 2005, pág. 125. 9 Kenner, H. Flaubert, Joyce y Beckett. Los comediantes estoicos. México, FCE, 2011, pág. 27. 10 Bopp, L. Commentaire sur Madame Bovary. Paris, A la banconniere, 1951, pág. 30. 11 Flaubert, G. - Sand, G. Correspondencia (1866-1876). Barcelona, Marbot Ediciones, 2010, pág. 96 12 Véase Flaubert, G. El origen del narrador. Actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire. Buenos Aires, Mar dulce, 2011, pág. 76. 13 Augé, M. Futuro, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2012, pág. 53. 14 Para otras significaciones véase el apartado “El oro del estiércol” del capítulo IX “El irrealismo de Flaubert” en Macherey, P. ¿En qué piensa la literatura?, Bogotá, Siglo del Hombre editores, 2003, págs. 239-248. 15 Flaubert, G. Las tentaciones de San Antonio. Madrid, Hyspamérica, 1985, pág. 9. Prólogo de Jorge Luis Borges. 16 Rancière, J. Política de la literatura. Buenos Aires, Libros del zorzal, 2011, pág. 93. 17 Maupasant, Guy de. Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert. Madrid, Periférica, 2009, pág. 94.

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borrar. El pie de Emma –como también su voz– es, de alguna manera, lo irresoluto; parece nunca pisar en firme. Más adelante, el fracaso en la intervención quirúrgica que Charles emprende sumirá a Emma en la desesperación. El episodio del pie deforme, zopo o zambo de Hipólito, y su ulterior gangrena y amputación será la manifestación fragrante de un error garrafal. La curación de la estrefopodia (del griego strephõ, girar y podos, pie) había sumido a Emma en una mirada nueva sobre su esposo, dado que había pensado en su próxima fortuna, en las mejoras que harán en la casa, en el renombre “Sólo un instante pasó por su cabeza la idea de Rodolfo, pero sus ojos se volvieron a Charles, e incluso notó, con sorpresa que no tenía, en absoluto, los dientes feos.”

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SOBRE EM LIBERDADE, DE SILVIANO SANTIAGO

CUERPO Y DEMOCRACIA En 1953, se publica en Brasil Memórias do cárcere, de Graciliano Ramos. Bajo la forma de un diario íntimo apócrifo, Silviano Santiago construye su novela Em liberdade (1981) como homenaje y denuncia de la construcción martirológica propia de la política. Cuerpo y palabra se enuncian como partes indisolubles de un todo a recuperar. Por Mario Cámara

*Mario Cámara es doctor en Letras, profesor de Literatura Brasileña (Universidad de Buenos Aires), Investigador Adjunto de CONICET y editor de la revista GRUMO, literatura e imagen. Ha publicado recientemente Cuerpos paganos. Usos y efectos en la cultura brasileña 1960-1980 (Santiago Arcos editor).


SUFRIMIENTO

En las primeras páginas de Em Liberdade, el protagonista Graciliano Ramos1, recién salido de un encarcelamiento injustificado dispuesto por el gobierno de Gétulio Vargas, escribe, “Escrevo para não deixar que o meu corpo doente e masacrado exista, prosiga, influa, direccione, convençame finalmente da sua importancia e da sua riqueza para mim”2 (28). Las palabras y la escritura aparecen no para dar cuenta del sufrimiento, no para describir sus detalles y sus ínfimas variaciones, no para relatarnos su desarrollo y su crescendo, sino por el contrario, como conjuro contra el sufrimiento, como barreras que se interponen contra el dolor, como aplazamiento de eso que amenaza con invadir la vida y la subjetividad. A partir de ese enunciado inicial, el relato desplegará una serie de objetivos: recuperar un cuerpo que deje atrás las marcas carcelarias y (re)construir un modelo de intelectual que trascienda la memoria del dolor y del martirio: “Quando o mártir passa a ser exemplo, não o é da pujança inicial (repito), mas da derrota final. Criase assim uma mentalidade derrotista nos que se inspiram pelos atos da sua vida […] Os mártires políticos são semelhantes a essas imagens sofridas que aparecem nos ‘santinhos’, distribuídos às crianças no catecismo” (184). Cuerpo y palabra o, lo que en este caso es lo mismo, cuerpo y razón se enuncian desde el inicio como partes indisolubles de un todo a recuperar. La tendencia a la construcción de mártires que el Graciliano de Silviano Santiago atribuye a la actividad política surge no sólo del activismo, propio y de sus camaradas, sino también de escrutar los modos de escribir la historia, del memorialismo, de las historias oficiales, y del testimonialismo. Sobre ellos y contra ellos trabaja la ficción Em liberdade. El gesto de Graciliano3 –y el de Silviano Santiago como autor de la novela- resulta significativo teniendo en cuenta que uno de los caminos de la literatura brasileña de la segunda mitad de los setenta y comienzos de los ochenta, como señaló el crítico Davi Arrigucci Jr., estuvo constituido por un registro alegórico y/o paraperiodístico4 que buscó producir un relato sobre el período más represivo de la dictadura que gobernaba el país desde 1964. Flora Süssekind definió a esa emergencia, refiriéndose al registro paraperiodístico, en términos de una

| La tendencia a la construcción de mártires que el Graciliano de Silviano Santiago atribuye a la actividad política surge no sólo del activismo, propio y de sus camaradas, sino también de escrutar los modos de escribir la historia, del memorialismo, de las historias oficiales, y del testimonialismo. |

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n 1981 Brasil parece definitivamente encaminado a recuperar su democracia, perdida en abril de 1964. Culmina así una dictadura que se había prolongado casi veinte en años en el poder, atravesando diversas etapas, más o menos represivas. Durante la dictadura, se reconfiguraría toda una tradición política de izquierda, cuyo resultado consistió en una reflexión y una autocrítica por parte de sus protagonistas, y en última instancia en la fundación del Partido de los Trabajadores actualmente en el poder. En el último período de la dictadura, conocido como el período de la “distensión”, el escritor y crítico Silviano Santiago, publica su primera novela, Em liberdade, que se propone como un diario íntimo del, también, escritor e intelectual, Graciliano Ramos. La historia narra las reflexiones que Graciliano anota inmediatamente después de la salida de la cárcel, a donde había sido enviado por el gobierno de Gétulio Vargas. La forma de la novela, un diario íntimo apócrifo, la narración de la experiencia de la libertad con una especial atención al cuerpo y no a la experiencia carcelaria, las dificultades concretas y cotidianas que debe enfrentar un escritor en un país como Brasil, constituyen una intervención en los debates literarios y políticos en torno al pasado reciente y a la democracia por venir que se estaban produciendo como consecuencia de las experiencias estéticas y políticas de los años sesenta.

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función compensatoria de la literatura, que ofrecía información que la prensa no podía o no quería dar y permitía una catarsis en lectores arrepentidos de su pasividad o aún de su apoyo a la dictadura. Las minucias del horror o la estética de la abyección, por utilizar las definiciones acuñadas por Flora Süssekind e Idelber Avelar, emergían como el resultado de lo que la política y los aparatos represivos del Estado habían realizado sobre los cuerpos de los activistas políticos, de los artistas considerados disidentes y en general de todo aquel que la dictadura creyó peligroso. Recordemos, para dar dos ejemplos de textos producidos en aquellos años, los comienzos de O que é isso companheiro? de Fernando Gabeira, y Em Câmara Lenta de Renato Tapajos. Irrazabal chama-se a rua por onde caminhávamos em setembro. É um nome inesquecível porque jamais conseguimos pronunciálo corretamente em espanhol e porque foi ali, pela primeira vez, que vimos passar um caminhão cheio de cadáveres5 Se a dor vier e rasgar o corpo de cima a baixo é um alívio: a corda vibrando até o ponto de romper, os ossos latejando como se tivessem vida própria, os mortos aqui ao lado, no banco de trás, em toda a rua, todos os mortos reunidos num só corpo, aquele corpo 6 El mismo tipo de registro se puede encontrar en Tempo de ameaça (autobiografía de um exilado) o Cadeia para os mortos de Rodolfo Konder. Sin embargo creo que también es necesario observar que estos relatos no sólo se encuentran una serie de testimonios que narran aquello que la prensa había censurado, no sólo una probable mitificación del dolor, sino también un ajuste de cuentas con el pasado. En efecto, al repasar estas narraciones se observa que los autores proponían una reflexión sobre el significado de su militancia política y la opción armada que, en algunos casos, había acompañado esa militancia, y sobre los modos de enfrentar el futuro político del país, encaminado en aquellos años hacia un proceso de reapertura democrática.7 Esa voluntad es perceptible, por ejemplo, en la nota inicial “O autor por ele mesmo” que escribe Renato Tapajos, antes de comenzar Em Câmara Lenta: O romance é uma reflexão sobre os acontecimentos políticos que marcaram o país entre 1964 e 1973 e, mais particularmente, entre 1968 e 1973. Seu aspecto é a discussão em torno da guerrilha urbana que eclodiu nesse período, em torno da militância política dentro das condições dadas pela época. É uma reflexão emocionada porque tenta captar a tensão, o clima, as esperanças imensas, o ódio e o desespero que marcaram essa extrema tentativa política que foi a guerrilha8 Respecto del conjunto de estas cuestiones, principalmente de esta última que compromete el uso de la


| “Não quero sentir o meu corpo agora, porque é pura fonte de sufrimento”. Es decir, Graciliano siente un cuerpo pero no quiere que ése sea su cuerpo. Siente un cuerpo que ha sido sometido al encierro de la cárcel, siente un cuerpo que sufre y decide, por lo tanto, no reconocer como propio ese sufrimiento. |

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violencia como medio de transformación social y política, Em Liberdade no sería apenas una novela contraclimática9, sino una narración que marca con su singularidad el escenario cultural en el que emerge. En efecto, el texto de Silviano Santiago parte de un hecho real y concreto –el encarcelamiento, durante diez meses en 1936, del escritor Graciliano Ramos– no sólo para construir una reflexión sobre la experiencia política reciente, ni únicamente para denunciar los modelos martirológicos que están funcionando en determinadas narraciones históricas, sino, y esto tal vez sea lo más importante, para imaginar un nuevo discurso político, activista, militante, que prescinda de todo relato derrotista –y aquí la figura del mártir, contra la cual lucha el personaje Graciliano, constituye una suerte de fundamento imagético de aquellos que se regodean en y con el fracaso. Para construir esta reflexión, Silviano hurga en la historia brasileña y se detiene en tres momentos históricos. El primero es el del propio Graciliano Ramos, que mediante sus notaciones en el diario, reconstruye el clima cultural brasileño de los años treinta, un período marcado por la instauración definitiva del Estado Novo del presidente Gétulio Vargas, y de lo que Sérgio Miceli describe como la cooptación de un conjunto importante de intelectuales modernistas en diversos puestos de gestión en el Estado.10 Por otra parte, el personaje Graciliano, en su diario, relata y reescribe la muerte de uno de los líderes de la Inconfidência Mineira11 al proponer que el suicidio de Claudio Manuel Da Costa fue, en verdad, un asesinato12. En el interior de esa narración, nosotros lectores del presente percibimos una referencia que nos conduce al asesinato, en 1975, del periodista Vladimir Herzog, que la dictadura militar buscó presentar como un suicidio.13 Aparecen ante nuestros ojos el siglo XVIII bajo la arbitrariedad portuguesa, las tropelías del Estado Novo durante los años treinta y la posterior y brutal represión de una de las dictaduras latinoamericanas más duraderas de la segunda mitad del siglo XX. Las tres temporalidades se unen en el espacio de la ficción que es Em liberdade para intervenir en la distenção de comienzos de los años ochenta. Observemos entonces, a fin de proseguir, un detalle no siempre lo suficientemente enfatizado. Graciliano se niega a narrar su experiencia carcelaria y sin embargo en su diario leemos dos acontecimientos carcelarios, el de Cláudio Manuel da Costa y el de Vladimir Herzog. Esta aparente contradicción en verdad se debe a una estrategia narrativa. Graciliano necesita negarse a narrar su experiencia en la cárcel para convertirse él mismo en un intelectual militante capaz de hacer funcionar su militancia por fuera de las coordenadas clásicas que la cárcel implicaría. Sin embargo, Graciliano necesita de la cárcel por, al menos, dos motivos: para no dejar de remarcar que en la cárcel brasileña uno puede ser asesinado, pero también para resignificar su lugar –el lugar de la cárcel, el lugar de la derrota– en la militancia política. “Toda e qualquer luta política que se repousa sobre a prisão e o ressentimento conduz a nada, no máximo a uma ideologia de crucificados e mártires, que terminam por serem os fracasados heróis da causa” (59). En esta cita, el personaje Graciliano no nos está diciendo que en el horizonte de la lucha política se deba excluir la posibilidad de la cárcel, sino que la experiencia carcelaria no engrandece. No hay uso político posible para la cárcel. Pero si la cárcel no engrandece ¿en qué consiste la experiencia carcelaria? Si se pretende escapar de la martirología, claramente una resaca teológica que sobrevive en el léxico político, la experiencia carcelaria debería ser expresada nada más que como el resultado de unas condiciones materiales adversas, en otras palabras, como una derrota política. De lo contrario, lo que sobreviene es el mártir que sólo triunfa en el fracaso o tal vez, aun peor, un proceso de desubjetivación producto del maltrato de la institución y de la lástima de los visitantes.14

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LOS CUERPOS DE GRACILIANO

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Quiero centrarme ahora y en detalle en las primeras frases que Graciliano escribe el 14 de enero de 1937, un día después de haber recuperado su libertad. En esas frases surge un primer indicio de la relación que Graciliano pretende establecer con su cuerpo –figura clave para escapar de la tentación martirológica–, lo que le va a exigir y el sentido de esa exigencia. En la primera frase entonces leemos, “Não sinto o meu corpo”, y en la siguiente, “Não quero senti-lo por enquanto”. ¿Cómo debemos interpretar esta segunda frase? ¿cómo una refutación de la primera? ¿Afirmando no querer sentir su cuerpo, Graciliano nos dice que efectivamente lo siente pero su voluntad y su decisión buscan no sentirlo? La respuesta surgirá un poco más adelante, en la misma entrada del diario, cuando Graciliano escriba las mismas frases pero completándolas con: “Não quero sentir o meu corpo agora, porque é pura fonte de sufrimento”. Es decir, Graciliano siente un cuerpo pero no quiere que ése sea su cuerpo. Siente un cuerpo que ha sido sometido al encierro de la cárcel, siente un cuerpo que sufre y decide, por lo tanto, no reconocer como propio ese sufrimiento. Graciliano no se apropia del sufrimiento que le ha sido impuesto y decide no querer sentir su cuerpo. De modo tal que entre el primer y el segundo enunciado aparecen dos cuerpos. “Não sinto meu corpo”, refiere a un cuerpo otro, a un cuerpo anterior al encierro y a un cuerpo que deberá aparecer si en verdad quiere liberarse de la cárcel y del encierro. Y luego está el otro, el que no quiere sentir, el cuerpo supliciado que le pesa, que todos –esposa y amigos– insisten en ver, que todos parecen querer cuidar, y por lo tanto perpetuar. Un cuerpo dócil este segundo; un cuerpo en libertad el primero. Las entradas del diario van mostrando una aparición temblorosa y frágil de aquel otro cuerpo anterior a la experiencia carcelaria, como cuando Graciliano va a la playa con su mujer Heloisa y enuncia: “Pisar a areia. Ver o mar. Sentir a brisa úmida de encontro à (con acento al revés) pele do meu rosto recém-escanhoado. Dia quente, céu azul, o sol brilhando sem tréguas. Verão carioca. O sol forte cega-me. Sinto que o pouco contato com ele, durante o ultimo ano, fez com que os meus olhos esquecessem a clara e plena luminosidade. Como velhos amigos que se reencontram, por enquanto tateamos um ao outro no nosso primero contato (38). La visión pero también el olfato se hacen presentes en esa expedición: “sentia o cheiro agridoce do mar” (38). Se trata de ver, oír y oler, es decir el cuerpo como percepción y sensorialidad, como relación con el mundo de la vida: la arena, el mar, el aire.

La entrada decisiva para la recuperación del cuerpo, sin embargo, se da pocos días después de esa expedición, cuando Graciliano decide ir caminando hasta la playa de Botafogo. Allí, enfrentado a una joven de veinte años, a la que decide seguir, Graciliano reflexiona: “Fazia-me sentir como se fosse um animal alado. Uma ave de rapina sobrevoando a presa, deixando-se dominar pelo instinto de posse” (94), para concluir que “Andando de membro duro pela praia de Botafogo, sentia-me finalmente em liberdade”(95). Observemos no sólo su deseo sexual, sino la identificación con un animal alado, más exactamente con ave de rapiña y por fin el enunciado que da título a la novela: em liberdade. Ahora bien, ¿recuperar el cuerpo sería recuperar el deseo sexual? No únicamente, recuperar el cuerpo consiste, más bien, en recuperar la pasión: “Encontrei a paixão como meta da minha situação significativa no mundo. Paixão em todas as direções e por todos os lados. Saber que o meu corpo se deixa atrair por tudo o que me cerca no cotidiano” (72). Recuperar el cuerpo implica rechazar toda idea de predestinación, otro residuo teleógico puesto que ésta “reduz sua força e energia à meiguice e obediência do cordero” (64), para reinscribirlo en el dominio de lo terrenal. La pulsión martirológica exige un cuerpo dispuesto al sacrificio, la creencia en un destino ultraterreno y trascendente. “Ousamos a vida, porque é dela que se extraem os prazeres mais voluptuosos do corpo” (148). En clave nietzscheana, Graciliano se pronuncia contra la obediencia del cordero y a favor de la libertad del ave de rapiña. La forma “diario” contribuye a ese objetivo. A diferencia de la memoria, que se reconstruye de modo retrospectivo y se autopresenta como una totalidad de sentido, el diario íntimo esta sujeto a la digresión permanente, si se quiere es un texto escrito en libertad. Luego de aquel episodio –cuatro días después– Graciliano vuelve a escribir literatura. En efecto, entre el 26 y el 31 de enero escribe un libro para niños. Este texto es la antesala de su proyecto de reescritura del episodio de la Inconfidência mineira protagonizado por Cláudio Manuel da Costa. Por ello, se puede postular que Graciliano no comienza a vivir su condición de liberado a partir de la rescritura del episodio de Manuel da Costa. Por el contrario, sólo a condición de haber experimentado lo que experimentó con Heloisa en la playa, y luego frente a esa joven, puede emprender su proyecto literario. De este modo, cuerpo y palabra son finalmente recuperados.

| El cuerpo, ha sostenido Michel Foucault, siempre es un cuerpo impregnado de historia y la historia, como sabemos, es la destructora del cuerpo, encargada de transformarlo en un objeto dócil y utilitario. |


El cuerpo, ha sostenido Michel Foucault, siempre es un cuerpo impregnado de historia y la historia, como sabemos, es la destructora del cuerpo, encargada de transformarlo en un objeto dócil y utilitario.15 El Graciliano de Em liberdade parece comprender que la primera de las batallas políticas, en el siglo XX, se libra en el propio cuerpo. A las imágenes de debilidad, fragilidad, dolor y sufrimiento que invaden cuerpo y subjetividad, les contrapone otras de vitalidad, representadas a través de las figuras de los animales con los que Graciliano se identifica: el ave de rapiña y, posteriormente, el león colérico. Para poder pensar una nueva política se necesita un nuevo cuerpo, nos dicen Graciliano Ramos y Silviano Santiago. Un cuerpo que no descanse en los modelos cristianos del dolor y de la crucifixión, un cuerpo que no construya su triunfo en el fracaso, sino uno que abreve en la voluntad de poder, en las figuraciones de los animales salvajes. No se trata, sin embargo, como se podría pensar, de una utopía del cuerpo, como la que por ejemplo está proponiendo João Gilberto Noll en otra novela publicada también en 1981, A furia do Corpo16, o como la que propondrá el propio Silviano pocos años después en su novela Stella Manhattan.17 El cuerpo sólo no alcanza, no hay únicamente una política del cuerpo, sino una política para la que el cuerpo es indispensable pero también lo es una razón vigilante y escrutadora. El militante de Silviano Santiago no es el hippie reciente de los años setenta, ni el cuerpo sin órganos deleuziano, ni nos propone, al menos no aquí, en esta novela, una experiencia de la transgresión según un modelo batailleano. No hay comunidad18 en Em liberdade ni devenir minoritario, sino una voluntad de intervenir en la nación, en el Estado, en el futuro de esa democracia como promesa que está por arribar a Brasil. Sin embargo, las promesas son frágiles e inciertas. Por ello, Cláudio Manuel da Costa muere. Graciliano lo saca del lugar del mártir sin salvarlo de la muerte. Por ello también la referencia al reciente crimen del periodista Vladimir Herzog. Salir de la condición de mártir no implica ninguna garantía de triunfo. No se trata de un relato eufórico. Ni para Silviano ni para Graciliano hay un afuera del espacio público constituido por las instituciones estatales, lo que no significa que todo se dirima allí. Lo que hay es una plena conciencia de las condiciones materiales en el Brasil de los años ochenta, con sus posibilidades de éxito y de fracaso. La construcción encajonada de relatos –Cláudio Manuel da Costa, Graciliano Ramos, Vladimir Herzog– permite a Em liberdade disputar los sentidos en circulación sobre la militancia política de los setenta. Desnuda el cúmulo de fracasos sobre los que se asienta la historia brasileña y al mismo tiempo los rescribe. Repitién-

dolos los modifica, y encuentra, en algunos de ellos, un diagnóstico que devela los errores cometidos, y en otros, una potencialidad revolucionaria. En conjunto, al cúmulo de fracasos se lo narra por fuera de las coordenadas martirológicas a las que la historia y la ficción brasileñas son tan afectas. Desactivada la farsa del suicidio, puesta en circulación por los militares, Herzog, y también Cláudio Manuel da Costa, emergen del relato como víctimas de un juego de fuerzas que les ha sido adverso. Su condición de víctimas no es auroleada por el relato de la inocencia. La víctima política al escapar de su condición de inocencia, escapa también de su condición de mártir, y recupera, de este modo, el estatus del activista político junto con su potencial peligrosidad. No hay, sin embargo, un fundamento mesiánico en la intervención de Silviano al escribir Em liberdade –como si lo propone la lectura de Idelber Avelar19– ni en la de Graciliano al escribir el relato de Cláudio Manuel da Costa. La intervención historiográfica, aunque es un primer paso, no va a cambiar nada por sí misma. Ni en la reescritura de la historia que Graciliano hace de Cláudio Manuel da Costa ni en su apreciación sobre el futuro hay lugar para el optimismo. Si aun debiéramos adicionar una nueva caracterización para este discurso militante por fuera de la martirología, esta sería, precisamente, que se intenta evitar las trampas de la fe. Es decir, se trata de conjugar una voluntad de poder junto a un diagnóstico materialista de las posibilidades ciertas de transformación social. Las trampas de la fe sería el último ardid teológico que Em liberdade se propone desmontar. La última entrada del diario así lo atestigua: “Fui buscar Heloisa hoje no casi. Veio com as nossas duas filhas menores. Não sei como vamos todos a caber no exíguo quarto da pensão” (235). No se debería abusar, por lo tanto, de una lectura benjamineana de la novela. El epígrafe inicial firmado por Adorno constituye un alerta: A análise da sociedade poder valer-se muito mais da experiência individual do que Hegel faz crer. De maneira inversa, há margem para desconfiar que as grandes categorias da história podem enganar-nos, depois de tudo o que, neste meio tempo, foi feito em seu Nome. Ao longo desses cento e cincuenta anos que passaram desde o aparecimento do pensamento hegeliano, é ao individuo que coube uma boa parte do potencial de protesto. Não pretendo negar o que há de contestavel em tal empresa […] Não chegava, então, a confessar o peso das responsabilidades de que não escapa aquele que, diante do indizivel que foi perpretado coletivamente, ousa falar do individual (19) 20 El fragmento que funciona como epígrafe de la novela forma parte de la “Introducción” que Adorno escribe

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¿CUÁNTO IMPORTAN LOS CUERPOS?

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para su libro Mínima moralia, un conjunto de fragmentos divididos en tres partes, escrito por un intelectual en el exilio en un mundo en guerra. La “Introducción” es un ajuste de cuentas y una relectura del proyecto hegeliano, al que Adorno acusa de haber hipostasiado lo social en detrimento del sujeto. Si bien el fragmento recupera el valor del individuo, Adorno es riguroso para pensar las dificultades de una transformación social. Por ello, Em liberdade debe ser leída como una novela de sujetos o de cuerpos/sujetos sin que ello signifique obliterar las fuerzas configuradoras y condicionantes de lo social. La potencialidad revolucionaria mentada se enfrenta a condiciones materiales y a fuerzas productivas que sólo una militancia organizada y vigilante puede, eventualmente, modificar. Ello sin duda no obtura al individuo, que tal como señala Adorno, osa protestar frente a lo indecible, pero lo condiciona a interactuar con otros y a esclarecerse continuamente acerca de las condiciones con las que lidiar. Como el trapecista que Graciliano recuerda en su entrada al diario del 15 de febrero, el individuo construye un equilibrio siempre inestable, una dialéctica entre lo social y lo individual.21 Sin embargo, sostener que Em liberdade es una novela de sujetos requiere una importante aclaración. El aparato paratextual construye y reconstruye simultáneamente el artificio del diario. El hecho de que sepamos que el diario de Graciliano Ramos es una novela escrita por Silviano Santiago implica no sólo un cuestionamiento de la condición de posibilidad de todo testimonio, tal como lo ha expresado notablemente Wander Melo Miranda22, sino la puesta en evidencia de que toda subjetividad nunca es plena, sino un tejido de voces y experiencias, de que el sujeto es al mismo tiempo un ser constituido y constituyente. Para concluir, si hubiera una ética en Em liberdade deberíamos buscarla en esta paradójica conciencia de la pluralidad, liberadora y trágica al mismo tiempo. En el horizonte de la publicación de este texto, pero también en nuestro presente, se alza la democracia como promesa de un nuevo recomienzo, sin certezas sobre las condiciones materiales que acechan a un intelectual, sin certezas sobre la palabra que enuncia y que lo enuncia, Silviano y Graciliano, pese a todo, avanzan.

1 Graciliano Ramos es uno de los más importantes escritores brasileños del siglo XX. En su juventud fue electo intendente de Palmeira dos índios (1927). Se desempeñó en su cargo durante dos años, luego de lo cual renunció (1930). En 1933 publicó su primera novela Caetés. Entre 1930 y 1936 vivió en Maceió, trabajando como director de la Imprenta Oficial y director de Instrucción Pública del Estado. En 1934 publicó su segunda novela, São Bernardo, y cuando se preparaba a publicar su próximo libro fue detenido por el gobierno de Gétulio Vargas. Graciliano estuvo detenido en la cárcel Ilha Grande durante diez meses. Aun estando preso consiguió publicar la que se considera su mejor novela, Angústia (1936). Dos años más tarde publicó Vidas Secas. En 1945 ingresa al Partido Comunista de Brasil y ese mismo año publica su relato autobiográfico Infancia. En 1953, de manera póstuma, pues Graciliano muere ese mismo año un poco antes, se publica su texto sobre su experiencia carcelaria, Memórias do cárcere, a partir del cual Silviano Santiago construye su novela Em liberdade. 2 Em liberdade. Río de Janeiro, Rocco, 1981. 3 Idelber Avelar ha demostrado cómo en Memórias do cárcere Graciliano evita una mitificación del dolor y del sufrimiento. Ver: Alegorías de la derrota: La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 2000. 4 Sostiene Arrigucci: “Eu acho o seguinte: na ficção de setenta para cá apareceu uma tendência muito forte, um desejo muito forte de voltar à literatura mimética, de fazer uma literatura próxima do realismo, quer dizer, que leve em conta a verossimilhança realista. E com um lastro muito forte de documento. Portanto, dentro da tradição geral do romance brasileiro, desde as origens”, en: Ficção em debate e Outros Temas. San Pablo, Duas Cidades, 1979, pág. 135. 5 San Pablo, Companhia das Letras, 1996, pág. 9. El libro fue editado originalmente en 1979. 6 San Pablo, Editora Alfa Omega, 1979, pág. 14. El libro fue editado originalmente en 1977. Podríamos agregar también a: Cadeia para os mortos de Rodolfo Konder (1977) y Os carbonários, de Alfredo Sirkis (1980). 7 Brasil retorna finalmente a la democracia en 1984 pero hay un largo período anterior conocido como distenção (distención), que incluye una amnistía para los exilados, elecciones estaduales y locales, progresivo retiro de la censura en la prensa y en arte, entre otras medidas. 8 Ibid. pág. 12. 9 En este contexto la novela de Silviano Santiago trabaja con la decepción del lector. El anticlímax de Em Liberdade se establece a partir de varios contrapuntos: frente a la narración de la experiencia carcelaria y las sesiones de tortura de otros relatos, el texto de Silviano se detiene en los primeros meses en libertad de Graciliano; frente a los testimonios del pasado reciente la narración se remonta al año 37, año en que Graciliano recuperó su libertad; frente al imperativo confesional, Em Liberdade se presenta como el diario íntimo de Graciliano Ramos escrito por Silviano Santiago. 10 En efecto, durante la presidencia de Gétulio Vargas, el ministro de

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carcelaria, publicado sólo de manera póstuma a partir de 1953. 15 Me refiero concretamente a su texto “Nietzsche, la genealogía, la historia”, publicado en: Microfísica del poder. Madrid, Ediciones de la Piqueta, 1991. 16 A fúria do Corpo es la primera novela de João Gilberto Noll. Narra una historia de amor y sexo entre dos mendigos. 17 A través de la narración de las desventuras del travesti Stella Manhattan/Eduardo da Costa e Silva en Manhattan durante los años 70. La novela se publicó en 1991. 18 Me refiero a la tradición filosófica que comienza con Nietzsche, prosigue con Bataille, Maurice Blanchot y continua en el presente a través de las reflexiones de Giorgio Agamben, Jean Luc-Nancy, Roberto Esposito, entre otros. 19 Me refiero a su excelente Alegorías de la derrota. La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo (1981). 20 Reproduzco la versión en castellano, publicada por Taurus, con traducción de Joaquín Chamorro Mielke: “Mas por eso mismo le es posible también al análisis social sacar incomparablemente más partido de la experiencia individual de lo que Hegel concedió, mientras que, inversamente, las grandes categorías históricas, después de todo lo que, entretanto, se creó con ellas, ya no están a salvo de la acusación de fraude. En los ciento cincuenta años que han transcurrido desde la concepción de Hegel, algo de la fuerza de la protesta ha pasado de nuevo al individuo […] Todo ello no debe negar la impugnabilidad del ensayo. […] Aún no me había confesado a mi mismo la complicidad en cuyo círculo mágico cae quien, a la vista de los hechos indecibles que colectivamente acontecen, se para a hablar de lo individual”. (12) 21 La novela dice así: “Não busco a paz que se confunde, nas cabeças mediocres, com a preguiça. É a paz do trapezista que busco: misto de tigre e de gato. Carnívoro, quando em gala de apresentação; lânguido, quando transita com suas ideáis e corpo pelo mundo” (175). 22 Melo Miranda, Wander. Cuerpos escritos, memoria y autobiografía. Santiago de Chile, Universidad Arcis, 2002.

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Educación y Salud Pública Gustavo Capanema conformó un gabinete con numerosos intelectuales modernistas. Como Jefe de Gabinete nombró a Carlos Drummond de Andrade, y conformando el grupo de asesores figuraron Mário de Andrade, Cândido Portinari, Manuel Bandeira, Heitor Vila-Lobos, Cecília Meireles, Lúcio Costa y Vinicius de Moraes, entre otros. El libro de Sérgio Miceli es: Intelectuais e classe dirigente no Brasil (1920-1945). San Pablo, Difel, 1979. 11 La Inconfidencia Mineira, tal como se la conoce, constituye, según la historiografía brasileña, el primer intento separatista brasileño de la corona portuguesa, producido en 1798. Además de Cláudio Manuel da Costa participaron Tomás Antônio Gonzaga, los coroneles Domingos de Abreu Vieira e Francisco Antônio de Oliveira Lopes, los clérigos José da Silva e Oliveira Rolim e Carlos Correia de Toledo e Melo, el sargento mayor Luís Vaz de Toledo Pisa, el alférez Joaquim José da Silva Xavier, cuyo sobrenombre era “Tiradentes”. El saldo de aquella intentona fue la muerte de Cláudio Manuel da Costa, la ejecución de “Tiradentes” y el exilio de muchos de los sublevados en colonias portuguesas en África. 12 La historiografía brasileña aun debate si la muerte de Cláudio Manuel da Costa fue asesinato o suicidio, aunque el relato oficial lo presenta como suicidio. 13 Herzog fue periodista, profesor universitario y dramaturgo. Militante de la resistencia comunista durante los años setenta. En octubre de 1975 fue encarcelado, torturado y asesinado por la dictadura militar que gobernaba el país en ese momento. Su muerte, presentada primero como un absurdo suicidio y luego develada como un asesinato, produjo una profunda movilización social y una fuerte crisis en el interior de la dictadura, dividida en ese momento entre aquellos que buscaban el regreso –lento y gradual– a la democracia y aquellos que pretendían continuar con el régimen. 14 La persona biográfica de Graciliano Ramos, como ya advertimos, fue encarcelada por el gobierno de Gétulio Vargas durante diez meses a partir de marzo de 1936. El autor Graciliano Ramos escribió un extenso texto –editado originalmente en cuatro volúmenes– sobre su experiencia

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NO-FICCIÓN

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CHICAS MUERTAS Chicas muertas es un proyecto de investigación y un libro en ciernes sobre tres feminicidios impunes, ocurridos en la década de 1980 en Argentina. El libro relata cada uno de los casos de manera separada. “La chica en la represa”, cuenta la historia de María Luisa Quevedo, una adolescente de 15 años, de Roque Sáenz Peña (Chaco), que desaparece a la salida de su trabajo y aparece, violada y estrangulada, dos días después, flotando en una represa en las afueras de la ciudad. “La chica a orillas del Tcalamochita”, narra la desaparición de Sara Mundin, una joven madre de 20 años, prostituta, de Villa María (Córdoba), ocurrida a fines de marzo de 1988. Un baqueano encuentra los restos de Sara, el 29 de diciembre del mismo año, enganchados entre las raíces de un árbol, a orillas del río Tcalamochita. “La chica en su cama” (del que se reproducen algunos fragmentos), se centra en el feminicidio de Andrea Danne, una chica entrerriana de 19 años, de San José, que muere apuñalada en el corazón, en su cama, mientras dormía. Ninguno de los casos tuvo justicia. Por Selva Almada


lo encontré, colgado de una percha en su funda de nylon. Lo acerqué a la ventana para verlo mejor. El color rosa de la tela ya se puso amarillento. Y eso que pasaron pocos años. Antes de dormirme pensé que tenía que despertarme cuando llegara mi hermana del baile para preguntarle quién había ganado. Con suerte, volvería a meterme en el sueño con las sandalias plateadas en los pies. Cómo iba a saber que me despertaría enseguida y que sólo estaría despierta un instante, el necesario para darme cuenta de que estaba entrando, descalza, a la muerte. 2. Tu grito, mamá, me despertó tu grito. ¿O eso fue después? Sí, fue después: cuando vos gritaste parada en el vano de la puerta yo ya no estaba ahí, en el dormitorio; miraba desde otro sitio la cama de mi hermana hecha, las sábanas tirantes y dobladas en la cabecera, ajustadas bajo el colchón, como nos enseñaste. La cama sobre la que un rato después ibas a sentarte, como velándome, aunque con la mirada perdida. Las manos sobre la falda, sin animarte a tocarme. Llamaste a mi padre. ¿Cuántas veces tuviste que gritar su nombre? Varias. Los hombres tienen el sueño pesado, dicen. Las mujeres siempre dicen de sus maridos: tiene el sueño pesado, los hombres son así. No lo sé. No lo voy a saber nunca. Nunca dormí una noche entera con un hombre. Nunca voy a tener un marido. Pero ahí, desde la puerta, sí me mirabas. ¿Por qué no te acercaste, mami? ¿Por qué no me abrazaste, por qué no viniste a ver qué me pasaba? O ya sabías qué me había pasado. ¿No le dijiste eso a la policía? Me despertó un grito o un portazo, no sé, y tuve el presentimiento de que algo malo le había pasado a mi hija. ¿Por qué, má? ¿Tenía que pasarme algo malo? ¿Dónde estaba escrito? La lluvia cantaba sobre los techos, el viento quebró algunas ramas en el patio. Una tormenta preciosa de verano, o de fines de primavera. Ahora me gustan las tormentas. No sé antes, no recuerdo. Hay muchas cosas de las que ya no me acuerdo. Allí, en mi cama, parecía dormida ¿no, má? Boca arriba, el cabello suelto sobre la almohada, los brazos a los costados del cuerpo, el cubrecama tapándome hasta la cintura. Como si me hubiesen arropado. Como hacías vos cuando yo era una nena chiquita, me movía mucho dormida, pataleaba, desacomodaba las sábanas, las frazadas iban a parar al piso; en mitad de la noche vos te levantabas y arreglabas la ropa de mi cama para que no tuviese frío. ¿Cuándo empezamos a distanciarnos, mamá? Esa noche también te levantaste. Un rato antes del grito, de tu grito, mamá, también te levantaste, abriste la puerta de mi habitación… ¿encendiste la luz? No te acordás. Tratando de re-

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1. ¿Dónde empezó la tormenta? Digo, ¿afuera en el mundo: sobre mi pueblo, la plaza del centro, el baile de las quinceañeras en el club Santa Rosa? ¿O acá adentro, en mi casa? Me acosté cuando empezaba a levantarse viento. Estuve un rato con los ojos abiertos mirando las sombras que los árboles del patio proyectan en la pared del dormitorio a través de la ventana. Las paredes desnudas. Las paredes de los cuartos de mis amigas son una pegatina de posters, fotos, poemas escritos en hojas de carpeta. Las del mío, que comparto con mi hermana, limpias, blancas como celda de convento. Así es como te gusta, mamá, ninguna imagen pagana, ningún galancito de la tele, ninguna estrella de rock. Antes de dormirme pensé en las chicas del baile desfilando sobre el escenario del club, con sus vestidos como hechos de crema chantilly, llenos de volados, encajes, tules, la mayoría blancos, algunos en tonos pastel. Y los peinados como el adorno de la torta: cintas, hebillitas, moñitos, rizos, jopos gigantes endurecidos de spray. Caminando inseguras sobre los tacos que usan por primera vez en público: tan fácil que parece cuando una se pone a escondidas los de mamá y ensaya frente al espejo. No los tuyos, má, adentro de tus mocasines de taco cuadrado ninguna nena se puede sentir una princesa por más imaginación que tenga. ¿Habrán llegado a entrar todas antes que se largue el viento? Me las imagino agarrándose la falda para que no se les vean los calzones, sosteniéndose los peinados, las coronitas, doblándose los tobillos tratando de llegar rápido a la puerta antes que el desastre sea mayúsculo. Qué risa. Y después el coro de llantos porque en la carrera se soltó un ruedo, el vuelo de una manga, se quebró un taco. Las mejillas empastadas de lágrimas negras. Una es tan tonta a los quince años. Cualquier pavada se vuelve una tragedia. ¿Quién será la ganadora este año? Con Eduardo anduvimos dando vueltas por el centro y mirando en las vidrieras las fotos de las participantes. Cada uno eligió a su candidata. Yo aposté por la hija del dentista. Si gano, él me regala unas sandalias que vi en una zapatería de Colón: son un sueño, plateadas, con muchas tiras finitas y plataformas. Vas a quedar más alta que yo, me dijo, me vas a mirar desde arriba. Yo no le dije nada y me puse triste porque me doy cuenta que, desde hace un tiempo, yo a Eduardo lo miro desde arriba aunque no tenga esas sandalias. Si gana su candidata, no sé qué le prometí. ¿Si el año que cumplí quince me hubieses dejado ir al baile, mamá, habría ganado? No creo. Con ese vestido que me hiciste parecía una momia. Capas y sobrecapas de raso cubriéndome el cuerpo como una coraza, tapándome las formas, cerrado hasta el cuello. Me faltaba el aire y eso que estábamos en invierno. Hace poco, buscando algo en el ropero de tu pieza,

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construir la serie de hechos no recordás si la primera vez prendiste la luz o lo hiciste todo a oscuras, a la luz de los relámpagos que iluminaban todo con pequeños latigazos azules. Entraste y cerraste la ventana que da al patio. Las cortinas volaban y las hojas de vidrio bailaban en las bisagras del marco. Cuando se largase la lluvia, entraría agua, mojaría el piso de mosaicos. Quizá iba a entrar tanta agua que hasta mojaría mis apuntes caídos junto a la cama, habrás pensado. Quién iba a decir que los apuntes se mojarían igual, pero en un charco de sangre. Cerraste. Yo dormía, dijiste. ¿Yo también tengo el sueño pesado como él, má? ¿Por eso no me desperté con el alboroto del viento? Entonces no podés acordarte si prendiste la luz. Terminaste de ver una película en la trasnoche. No sabés por qué la viste si no te gustaba. No tenías sueño. No podías dormirte. Antes, rezar el rosario era como contar ovejitas, las pequeñas cuentas saltaban entre tus dedos y antes de dar la vuelta completa caías rendida. Pero hace un tiempo que no, con rezar no alcanza. Dios te perdone, pero es así, las oraciones repetidas de memoria son palabras sin sentido. Así que ves la televisión hasta que cierra la transmisión y la pantalla se divide en barras de colores y hay un pequeño zumbido de rayos catódicos que se evaporan. Te incorporás para apagar el aparato y de golpe la habitación se hunde en la oscuridad completa. Tratás de dormir flanqueada por los ronquidos de mi padre y la respiración sostenida, profunda de mi hermanito. Los niños cuando duermen, duermen. No tienen el sueño pesado de

los hombres. Su sueño es liviano como una pluma, pero esa misma ligera consistencia es la que los lleva muy lejos del sitio donde duermen. Los chicos no tienen el sueño pesado de los hombres, tienen el sueño profundo de los benditos, de la conciencia limpia. De chiquita, cuando me iba a acostar, miraba veinte veces debajo de mi cama, veinte debajo de la cama de mi hermana, y otras tantas adentro del ropero. Quería asegurarme de que el monstruo no estuviese adentro de la pieza. Ahora que me pongo a pensar me pregunto si uno no tendrá la información de su muerte desde que nace. No digo la conciencia de que vamos a morir, sino de cuándo, cómo y dónde. Tal vez por eso yo revisaba cada rincón de mi cuarto. Porque sabía que la muerte estaba debajo de mi cama, escondida atrás de una inocente pelusa. Ahora sé que el monstruo siempre estuvo aquí adentro. 3. Me llamo Andrea y me asesinaron cuando tenía 19 años. Me apuñalaron mientras dormía en la casa donde vivo con mis padres y mis hermanos desde que era muy chiquita. Nos mudamos allí cuando tenía 2 o 3 años, mi hermana era apenas un bebé y mi hermano apenas el deseo de un hijo varón de mi padre. El nuestro es un pueblito donde nos conocemos todos. No es un pueblo lindo, hay que decirlo. Casas bajas, chatas, calles de pedregullo, pocas asfaltadas, el río está lejos: hay que salir del


sierren pezuñas, cola y cabeza, y separen el cuero de la carne, sintiéndose toritos con sus grandes cuchillos afilados, fantasearán con montarse a las secretarias como a vacas. Todas las chicas del pueblo soñamos con ser secretarias de Vizental. Sin embargo, la mayoría de nosotras sólo llegará al gorrito blanco, las botas de caña alta, el uniforme de acrocel manchado de sangre. En vez de uñas largas y nacaradas, dedos arrugados de manipular carne cruda. En vez de rostro terso, cutis grasiento de andar sobre las ollas gigantescas donde bullen rabos, cartílagos, bofe… todo lo que no se puede vender bajo su forma en los supermercados, todo lo que se pueda hervir, procesar y meter adentro de una lata. Cuando terminamos la escuela primaria debemos decidir si anotarnos en el bachillerato o en el perito comercial. Como terneras estúpidas, las chicas se inscriben en el comercial con la esperanza de conseguir un puesto en las oficinas del frigorífico. Para los muchachos es más simple, ni siquiera tienen que esperar cinco años. El mismo verano que terminan la escuela llenan los mismos formularios que antes llenaron padres, tíos, hermanos mayores y esperan a que se los llame. Mi padre también fue, durante años, uno de esos operarios de Vizental: lo escuchaba salir muy temprano en la madrugada y lo veía volver, a la tarde, oliendo a sangre y lavandina. En la cuadra donde está mi casa, somos todos parientes: al lado viven mis tías y mi abuela, nuestro fondo linda con el de un primo de mi padre, en la esquina un tío de mi madre. No sé

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pueblo para llegar al río. Pero lo peor de todo es el frigorífico Vizental que llena todo el pueblo con su olor untuoso y pestilente, a carne cocida, a restos que se pudren a la intemperie. De madrugada, las calles se llenan de hombres y mujeres vestidos de blanco de pies a cabeza, pedalean lentos sus bicicletas, en silencio, todavía dormidos, como fantasmas ciclistas llamados por la sirena del frigorífico que suena a lamento. No hablan entre ellos y sólo se saludan con un gesto de la cabeza. Además de la sirena, lo único que se oye es el ruido de los piñones cuando van en bajada y el siseo de las ruedas sobre el asfalto lisito. A medida que van llegando entran por el gran portón de hierro abierto y estacionan frente a las oficinas de la administración. Las mujeres miran con envidia a las secretarias a través de los ventanales iluminados: bien vestidas y bien peinadas, escriben a máquina o sacan cuentas en la calculadora o hablan por teléfono. Entran temprano pero, al contario de las operarias que ya llegan gastadas en sus informes ropas blancas, con las botas de goma de caña alta, los gorritos que esconden sus cabellos, la cara sin maquillaje, ellas, las secretarias, parecen flores recién abiertas, húmedas por el rocío nocturno. Y si uno se acerca, cómo huelen esas chicas, a cítricos y jazmines, una nube perfumada que aleja la nube densa de las chimeneas. Los hombres las miran con hambre. En la hora del refrigerio, a eso de las ocho de la mañana, intentarán acercárseles mientras ellas fuman, elegantes como estrellas de cine, inalcanzables como una galaxia. Y cuando ellos vuelvan al trabajo, mientras

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quién hizo primero su casa; no sé quién compró primero su sitio y recomendó los lotes vecinos a la parentela. La cuestión es que todos vamos de una casa a otra como si fuera una extensión de la propia. Al menos, fue así mientras con mis hermanos y mis primos fuimos chicos. Un enjambre de niños abriendo la puerta de una casa y entrando a otra casa como si usáramos un transportador de materia. Después algo cambió. Un buen día mi madre nos dijo que ya no podíamos andar de casa en casa, llevando y trayendo, que debíamos quedarnos adonde pudiera echarnos el ojo. Un buen día nuestra casa dejó de tener las puertas abiertas y empezó a replegarse sobre sí como si ocultáramos algo. 4. Al doctor Favre lo sacaron de una cena con amigos que se había prolongado hasta la madrugada, tal vez por la tormenta o porque se estaban divirtiendo y esas reuniones son así, se estiran entre música, juegos de cartas, vasos de whisky. En casa nunca hubo ese tipo de reuniones. Un poco porque mis padres no tenían amigos y otro poco porque es la gente pudiente del pueblo la que las hace. La gente como nosotros, tirando a pobres, a lo sumo nos juntamos en los cumpleaños o en los aniversarios, siempre entre parientes. Y por lo general esas fiestas terminan con alguna pelea, se sacuden viejos trapitos al sol, siempre hay alguno de mala bebida que le saca en cara algo a otro, o algún tío borracho que insiste en que la sobrinita de 12 se suba a su falda para hacerle caballito: si en la navidad pasada te gustaba, qué te pasa ahora, te creés muy señorita y no sabés lavarte los calzones. Así que mi padre, en medio de la lluvia, fue a golpearle la puerta al amigo del doctor Favre. No sé si alguien le dijo que lo encontrarían allí o si de pasada vio su auto estacionado afuera. Me imagino a la gente sentada en un living coqueto, con sus vasos en las manos, las señoras bien vestidas, los hombres ya un poco pasados de copas, riendo, el aire pesado por el humo de los cigarrillos. Debió haber golpeado varias veces para que lo escucharan a través de la música-jazz o algún disco de Los Beatles- y el ruido de la lluvia. No sé qué habrá pensado el dueño de casa cuando abrió y lo vio mojado, mal entrazado, con su ropa de fajina. ¿Habrá notado la sangre en su camisa? No creo. Sin invitarlos a pasar ni a mi padre ni al vecino que lo acompañaba, habrá volteado la cabeza desde el vano de la puerta y habrá alzado la voz para hacerse oír: ¡Raúl, te buscan! Quizá el doctor justo estaba contando una de esas anécdotas de quirófano que tanto le gustan a todo el mundo: entonces el tipo estaba ahí, con todas las tripas afuera, y no va que… Las risas se habrán congelado en los rostros y todos habrán vuelto la vista hacia la puerta, alguna mujer habrá cogoteado un poco para ver de quién se trataba, quién venía a interrumpir una velada tan entretenida. Tal vez Favre hizo un gesto cómico al levantarse, algo así como abrir los brazos y bajar levemente la cabeza, tal vez alguien bromeó acerca del juramento hipocrático. Y el doctor salió a la puerta, al porche que pobremente guarecía a mi padre y al vecino de la lluvia persistente, de las últimas ráfagas de viento de la tormenta alejándose. Y ya no volvió a entrar. Los dejó a todos sin el final del cuento del tipo del quirófano y también con la espina de qué habría pasado para que lo fueran a buscar a esas horas. La reunión habrá retomado su curso agradable enseguida. La esposa del doctor habrá puesto los ojos en blanco y habrá dicho: alguna vieja con un patatús. Y cuando oyó el motor del auto: y ahora me quedé a pie. Quizá hasta terminó ella de contar la anécdota, sabida de memoria a fuerza de escucharla. Mi padre le habrá ofrecido al doctor llevarlo en su chata, pero él habrá preferido conducir su propio auto por si después había que ir al hospital. No sé qué le habrá dicho. ¿Qué yo estaba herida? ¿Qué había habido un accidente? O simplemente: venga a ver a mi hija, doctor, no sé qué tiene. Lo que sé, porque le vi la cara, es que el doctor Favre no se esperaba lo que encontró. Lo escuché saludar a mi madre y a la esposa del vecino que estaban en la cocina y lo vi entrar en mi habitación atrás de mi padre.

Creo que apenas me vio supo que estaba muerta. Pero se inclinó sobre mí, me tocó el cuello, y apoyó dos dedos sobre mi pecho, sobre la mancha cada vez más grande y mojada en la camiseta, y se miró las yemas pegoteadas, y me miró larga, profunda, tristemente. Mi padre, que hasta ese momento había estado en silencio, empezó a preguntar excitado: ¿está muerta, está muerta, está muerta? Parecía un nene caprichoso. No le bastaba que el doctor asintiera con la cabeza, mientras seguía mirándome y mirando alrededor, tratando de explicarse. ¿Está muerta, está muerta, está muerta? Hasta que Favre lo miró directo a los ojos y le dijo: sí, está muerta. Recién entonces pareció calmarse: está bien, está muerta, ahora no hay nada que hacer, dijo. Mientras, mi madre se había escabullido en la pieza sin que nadie lo notase. Sentada en la cama de mi hermana, ajena a las maniobras del doctor, a la cantinela de mi padre, miraba al vacío y tenía las manos cruzadas sobre el regazo como si rezara. Por un momento todo pareció detenido: el doctor al lado de mi cama, mi madre sentada en la cama de al lado, mi padre. En la cocina, el vecino y su esposa estaban callados, llenos del respeto que impone estar en la casa de un muerto. El viento también había cesado y hasta la lluvia parecía más calma. Hasta que Favre dijo: voy a buscar a la policía y salió con paso rápido, como si quisiera alejarse lo más pronto posible de aquí. 5. No sé cuánto tiempo estuvo mi cuerpo aquí, en mi habitación, en la misma cama en la que duermo desde que dejé la cuna. Entraron todos. Nadie se acobardó, nadie dijo que prefería recordarme viva… algo que solemos decir cuando nos dan no sé qué los muertos. No vi muchos muertos en mi vida. Y no porque no hubiese muertes en la familia. Somos una familia grande, parentela numerosa por parte de padre y de madre, es natural que dos o tres veces al año muera alguno. Cuando con mi hermana éramos chicas, estábamos disculpadas de ir a los velorios. Pero de más grandes mamá nos


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arrastraba con ella, decía que era una falta de respeto no ir a despedirse. Muchas veces ni siquiera conocíamos al difunto o cuanto mucho lo habíamos visto una sola vez, de lejos, en alguna reunión familiar. ¿Despedirse de qué?, pensaba con bronca mientras buscaba en el ropero un vestido que se ajustase a la ocasión. Ni que se fuera de vacaciones. ¿Despedirse de quién? ¿Cómo se despide a alguien que apenas se conoce? Y cuando llegábamos a la sala velatoria o a la casa del finado –a algunos todavía se los velaba en su propio cuarto-, mamá tenía que tironearme del brazo para que me acercara al cajón. Aun así, yo miraba para otro lado, no podía mirar al muerto, me daba impresión, quería irme rápido, tomar aire, sacarme de encima el olor de las flores pasadas, de las velas de la capilla ardiente, del café y del anís que se servía en vasos del tamaño de un dedal. Sacudirme de la cabeza el rumor de las avemarías, que se iban hilvanando una sobre otra, delicada escalerita por donde subiría el alma al cielo. Y sacudirme de la cabeza el sonido de las risas ahogadas de los que contaban chistes para distraerse. Y el lamento de algún deudo que, de tanto en tanto, cortaba el aire, metálico y filoso. Pero esa madrugada nadie se ahorró el espectáculo de verme, tendida sobre mi cama, con mi herida abierta, roja, como si llevara un ramillete de claveles en el pecho. Cosa rara, mamá nunca nos dejaba llevar amigas al dormitorio. Mientras que en la casa de las otras chicas, el dormitorio era el refugio anti-padres, el sitio donde podíamos hablar de nuestras cosas sin que nadie se metiese, probarnos ropa, pintarnos, hacer el seguimiento en vivo y en directo de cómo nos iban creciendo las tetas, en casa el dormitorio era sólo para dormir. A las reuniones había que hacerlas en la cocina, donde mamá pudiese supervisar nuestras charlas, nuestros movimientos. Eduardo sí estuvo en mi cuarto, unas pocas veces, de las pocas en que todos salían, nos metimos en mi pieza y cogimos en esta misma cama. Sin embargo, esa madrugada, mamá no se opuso al desfile de vecinos, parientes y amigos. Entraban y salían con los zapatos llenos de barro, la lluvia goteando de la ropa y los cabellos. Algunos observaban desde el vano de la puerta, otros se acercaban como si sólo así pudiesen comprobar que efectivamente estaba muerta en mi cama, que lo que ya se andaba diciendo por ahí era verdad, aunque les pareciera mentira. En cierto modo era divertido tanto alboroto. Es decir, ahora me parece divertido; en ese momento todavía no entendía nada, todavía estaba tan confundida. Creo que empecé a entender algo cuando entró mi hermana a la habitación. Mi hermanito y el hijo del vecino habían ido a buscarla al baile del Club Santa Rosa –ahí terminó de correrse la voz de que algo me había sucedido-, la buscaron entre la gente, le dijeron que tenía que volver a casa, que yo había tenido un accidente. No sé si se les ocurrió a ellos o fue el recado que les dieron mis padres: decile que venga, que Andrea tuvo un accidente. Alguien la trajo en auto, su novio creo que, por primera vez en tres años de noviazgo, ponía un pie en mi casa; y la acompañaron unas chicas amigas de las dos. Tuvo que empujar porque había curiosos bloqueando la puerta. Cuando la vi entrar lo primero que pensé fue en sentarme en la cama y preguntarle si ya se sabía quién había ganado el concurso de las quinceañeras y en quedarnos las dos charlando mientras ella se iba sacando la ropa y me contaba los chismes del baile como hacíamos siempre cuando alguna salía. Aun cuando ella se metía en su cama y apagábamos la luz, seguíamos hablando horas, en voz muy baja, hasta que una se dormía y la otra seguía hablando sola hasta dormirse también. Allí fue cuando me di cuenta de que todo eso había terminado para las dos, para siempre. Se arrodilló al lado de mi cama y me acarició el pelo, los brazos, la cara y empezó a llorar, lágrimas gordas que arrastraban el rimmel y le dejaban dos chorros negros en las mejillas. Me hubiese gustado abrazarla y consolarla. En vez de eso, allí estaba yo, su hermana mayor, tendida inmóvil, poniéndome rígida y fría, tan lejana. De golpe, mi hermanita se puso de pie y se secó los ojos con las manos. Detrás de ese gesto apareció su cara endurecida, rabiosa: fue él, el maldito la mató, dijo y salió de la habitación.

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*Selva Almada (Entre Ríos, 1973). Fondo Nacional de la Artes financió parte de esta investigación, a través de una beca, en 2010. Es autora de la novela El viento que arrasa (2012), del libro de relatos Una chica de provincia (2007), de la nouvelle Niños (2005), y del poemario Mal de muñecas (2003). Vive en la ciudad de Buenos Aires y coordina talleres de lectura y de escritura. Gestiona el blog: www. unachicadeprovincia.blogspot.com.ar


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LOS “NN” Y LA VISIBILIDAD DE LOS DESAPARECIDOS EN LA PRENSA DE LA TRANSICIÓN Mediante la utilización de estas siglas los diarios argentinos de los primeros meses

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de 1984 presentaron como “noticia” a los cuerpos innombrados por el sistema desaparecedor de la dictadura. En el marco del destape mediático desatado en la prensa sin censura, esta presentación periodística, más que informar sobre el terrorismo de Estado y revelar las violaciones sufridas por las víctimas, generó un espectáculo macabro y sensacionalista conocido como el “show del horror”. Por Claudia Feld Se entiende? Estaba claro? No era un poco demás para la época? Las uñas azuladas? Hay Cadáveres Néstor Perlongher, “Cadáveres”.

V

erano de 1984. Con la democracia recién recuperada, los medios de comunicación argentinos abordan por primera vez la cuestión de los desaparecidos como un tema central de la información. La represión clandestina, hasta entonces sólo conocida mediante las denuncias del movimiento de derechos humanos o a través de rumores y versiones poco difundidas por la prensa, es tratada permanentemente por los medios. ¿Dónde están los desaparecidos?, ¿qué les ocurrió?, ¿quiénes fueron los responsables de las desapariciones? Estas dramáticas preguntas, abiertas por el sistema desaparecedor, parecían a punto de hallar respuestas. Sin embargo, en el marco del “destape” mediático desatado en la prensa sin censura, esta presentación periodística, más que informar sobre el terrorismo de Estado y revelar las violaciones sufridas por las víctimas, generó un espectáculo macabro y sensacionalista que algunos observadores de aquel momento denominaron “show del horror”. En diarios y revistas, en noticieros y programas periodísticos, el protagonismo de la información lo tuvieron los “cuerpos NN”, que constituyeron a la vez una primera posibilidad de conocimiento sobre lo que había

ocurrido con los desaparecidos y la contundencia de un interrogante nunca contestado. NN, nomen nescio, sin nombre. Quien recorra las páginas de los diarios argentinos publicados en los primeros meses de 1984 encontrará una gran cantidad de noticias cuyos títulos incluyen esas dos letras mayúsculas. Se trata de las primeras investigaciones sobre los desaparecidos, que –varios meses antes de que se publicara el informe Nunca Más– algunos juzgados iniciaban ante los pedidos de familiares y funcionarios del nuevo gobierno democrático. Después de la asunción de Raúl Alfonsín, en diciembre de 1983, los trámites de exhumación e identificación de cuerpos empezaron a ocupar espacio en los medios de comunicación. ¿Cómo se construyeron los relatos sobre la desaparición de personas en ese momento? Ante la ausencia de informaciones sobre los miles de secuestrados, ante la invisibilidad de la violencia ejecutada de manera clandestina en los centros de detención, ante los asesinatos masivos realizados sin que nadie supiera dónde se habían escondido los cuerpos, estas noticias parecían aportar nuevas respuestas. Sin embargo, como podrá observarse, ni la investigación forense de entonces, ni la presentación periodística generaron tales certezas. Sólo una nueva manera de “ver” a los desaparecidos: secuestrados con vida, ocultados en su muerte y mostrados ahora como cadáveres sin nombre, los “NN” ponían de manifiesto lo que la dictadura había generado, no tanto como estrategia de disciplinamiento de los cuerpos, sino como política de su visibilidad.


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DESENTERRAR LO ENTERRADO 1

Entre enero y mayo de 1984, diarios nacionales como Clarín, La Nación, Crónica y La Razón hablan de denuncias y exhumaciones en más de cuarenta cementerios de todo el país, tanto en grandes ciudades como en localidades pequeñas. La crónica diaria presenta fundamentalmente una acción: la de descubrir lo encubierto. El anuncio sobre “hallazgos” y “descubrimientos” se repite en los titulares: “Hallaron 30 NN en el cementerio de Campana” (Clarín, 3/1/84) 2 “Gigantesca fosa común fue descubierta en el Cementerio de Morón” (Crónica, 5/1/84) “Encontraron 200 tumbas NN en una localidad del Chaco” (La Nación, 14/1/84) “En Boulogne hallan restos de cadáveres” (La Razón, 9/1/84) Si bien la acción de desenterrar lo enterrado opera como una metáfora que alude a todo el proceso de dar visibilidad a lo oculto, desde los primeros testimonios sobre torturas que se producían en ese momento hasta las inspecciones de la CONADEP en centros clandes-

tinos de detención, esta acción se produce literalmente cuando distintos juzgados del país ordenan la apertura de fosas comunes, con el fin de identificar los cuerpos que habían sido inhumados sin nombre durante la dictadura. La descripción de tumbas que se abren condensa e ilustra esa acción. Lo que se descubre son cadáveres, huesos, cráneos, prendas personales. Huellas de acciones violentas que, en estas noticias, no se describen. Recordemos que la práctica de la desaparición forzada ejerció una triple ocultación: de las víctimas, de los victimarios y de la violencia ejercida. No obstante, esos hallazgos, que parecieran develar lo que había sido ocultado por el terrorismo de Estado son, a la vez, la evidencia de que lo que sale a la luz todavía no responde las preguntas abiertas: ni las que los familiares sostuvieron durante la dictadura (¿dónde están los desaparecidos?, ¿qué pasó con ellos?), ni los interrogantes de las mismas investigaciones que promovían las tareas de exhumación (¿quiénes son esos muertos?, ¿cómo murieron?). Al mismo tiempo, esas primeras exhumaciones, dejadas en manos de los médicos forenses que solían colaborar


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con la Justicia, no permitieron muchas identificaciones porque no se hicieron con los métodos adecuados. Según el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), “las técnicas de identificación en uso no incluían la recolección de datos con los cuales comparar la información obtenida de los restos óseos. En consecuencia, como resultado de las exhumaciones de gran cantidad de esqueletos, los jueces obtenían una colección de descripciones muy generales que carecían de interés para las investigaciones en curso”3. Aunque la prensa trata el tema como un “descubrimiento”, el vínculo entre los desaparecidos que fueron secuestrados como personas vivas y los “NN” que fueron encontrados como cuerpos se mantiene en el terreno de los indicios y las conjeturas. En el diario Clarín, las noticias sobre exhumaciones se presentan separadas de las que informan sobre denuncias y reclamos de los familiares. Las descripciones se realizan en claves distintas y se clasifica a las víctimas en dos categorías: “NN” y “detenidos-desaparecidos”. Por un lado, cuando se nombra al desaparecido seguidamente se alude a los organismos de derechos humanos, a sus familiares y a su búsqueda; y son definidos como personas o jóvenes bajo la categoría de detenidos-desaparecidos. Pero, por otro lado, sin utilizar la categoría de desaparecido, las páginas de Clarín están pobladas de notas acerca de los hallazgos de N.N. en diferentes cementerios. Estos cuerpos son definidos por su edad, sexo, altura; es decir todos los datos que se pueden recoger sobre ellos son semejantes a los de una ficha policial más que a una nota periodística. Lo que es interesante de rescatar que estas dos formas que finalmente refieren a lo mismo no están conectadas en la construcción del discurso de Clarín.4

La separación, en el espacio de la página, entre “NN” y desaparecidos parece reproducir y llevar al ámbito mediático la escisión entre cuerpos e identidades que había generado el método de la desaparición forzada. Según los miembros del EAAF, el sistema desaparecedor generó “identidades sin cuerpo y cuerpos sin identidad”5. Por un lado, los familiares podían dar cuenta de las identidades de quienes buscaban –mostraban las fotos, escribían sus nombres, narraban sus historias de vida– pero no lograban encontrar los cuerpos; por otro lado, esas mismas marcas identitarias habían sido sustraídas de los cuerpos enterrados en los cementerios6. En los primeros meses de la transición democrática, los medios de prensa no parecen ser capaces de situar la representación de los desaparecidos en otro orden que el dispuesto por el sistema represivo. Es cierto que en ese momento no se disponía de una información sistematizada que sirviera para comprender lo sucedido; pero es verdad también que esa construcción periodística no logró ligar lo que sí se sabía –las informaciones que ya se tenían y que provenían de la labor del movimiento de derechos humanos– con los nuevos datos que se encontraban entonces. Por eso, el primer rasgo notorio de esta cobertura mediática es la construcción de la figura del “cadáver NN” como protagonista de las noticias, al mismo tiempo que se observa una falta de análisis y de explicación sobre el sistema represivo que causó la existencia de esos restos anónimos. Sin embargo, es notoria la fuerza de revelación que tienen esos cuerpos hallados. En las noticias son tratados como evidencia. Como si, por sí solos, pudieran mostrar y demostrar los crímenes. En esta primera presentación mediática, todo el proceso de desaparición se condensa en el hallazgo de esos cuerpos.


“Lo que comenzaba a saberse sobre las víctimas se convirtió en una operación periodística sensacionalista en la que primó la saturación de los datos, la abundancia de detalles descontextualizados y las descripciones insoportables. No por nada, la figura del momento fue el NN.”7

En algunos títulos, las cifras son enormes, de modo tal que la acumulación de cuerpos desafía lo imaginable:

Para pensar con más profundidad esta construcción mediática que algunos denunciaron como “show del horror”, vale la pena detenerse a analizar los elementos con los que se construyó, en el discurso periodístico, la figura de los “NN”. En principio, este discurso se centra en “el cadáver” o “los cadáveres” en plural, pero no se habla de “muertos”. El discurso prolonga así, en términos simbólicos, la deshumanización y la privación de la muerte que había producido, en los hechos, la modalidad de la desaparición forzada:

“Fueron sepultados 482 cadáveres como NN en el cementerio de La Plata, entre 1976 y 1982” (La Razón, 11/1/84) “240 cuerpos no identificados fueron inhumados en dos cementerios de Mar del Plata, entre 1976 y 1983” (La Razón, 28/1/84) “Exhuman mañana cadáveres NN en Grand Bourg, donde habría más de 300 tumbas” (La Razón, 12/2/84)

Hay un acto que es peor que la muerte y que no encuentra explicación en ninguna contingencia histórica: negar la posibilidad de morir como ser humano, desdibujar la identidad de los cuerpos en los que la muerte puede dejar testimonio de que ése que murió había tenido vida. (...) Porque cada uno tiene una muerte propia, sólo el muerto es testimonio de su muerte. Sin muerte propia, no es verdaderamente un muerto. El sustantivo ‘muerto’, no casualmente, evoca únicamente al hombre.8 En muchas noticias, los cuerpos están reducidos a la noción de cosa: ya no son personas sino que “pertenecen” a personas. Pero, a la vez, son los sujetos de la acción: salen de los cementerios, ingresan a las morgues, llegan a las oficinas periciales. En estos textos, la descripción de los restos condensa los “signos de la violencia”, sin que todavía esa violencia pueda relatarse como acciones ejecutadas contra cuerpos vivos. Es en la descripción minuciosa de los cuerpos desenterrados donde se genera del modo más evidente lo que fue denunciado como “macabro” en el “show del horror”. Esto se acentúa en el tipo de imágenes que se publican. Contrariamente al uso de fotografías que hicieron las organizaciones de derechos humanos, en estos diarios no se incluyen retratos de los desaparecidos. En cambio, para “ilustrar” las noticias sobre exhumaciones se publican imágenes de fosas abiertas, de sectores de cementerios en los que la tierra está removida, de policías y funcionarios trabajando alrededor de una tumba, de bolsas de plástico con restos humanos. Al mismo tiempo, las cámaras de los noticieros televisivos se instalan en los cementerios para mostrar “en directo” las exhumaciones, exhibiendo el mismo tipo de imágenes de “cuerpos sin identidad”, sin muerte y sin historia. Junto con las iniciales “NN” las cifras protagonizan las noticias. Los titulares de los diarios dan la idea de una progresión: cada vez son más los cuerpos hallados y exhumados. Una cantidad incontrolable que colma las morgues y los cementerios. Estos titulares aparecieron en un solo diario en el lapso de una semana: “Boulogne: hay 41 cadáveres N.N.” (Clarín, 29/12/83) “Nuevas exhumaciones en Moreno y Boulogne” (Clarín, 30/12/83) “Hay 37 cadáveres NN en Dolores” (Clarín, 31/12/83) “Prosiguen con la exhumación de NN” (Clarín, 2/1/84) “Hallaron 30 NN en el cementerio de Campana” (Clarín, 3/1/84) “Hallaron más cadáveres NN” (Clarín, 4/1/84) “Morgue colmada de cadáveres NN” (Clarín, 5/1/84)

La sensación de acumulación se produce también en el espacio de cada noticia. Se hace referencia a cuerpos hallados en cementerios de distintos puntos del país, con subtítulos como “En Chaco”, “En Santa Fe”, “En Córdoba”, etcétera. De ese modo, en una misma noticia se reúnen casos, cementerios y cadáveres, presentados en la forma de datos sueltos, que no se ensamblan en explicación más amplia. Al construir la figura del “cadáver NN” como protagonista de la información, los diarios no sólo ponen el acento en lo macabro, sino que además prolongan muchos de los efectos producidos por el sistema desaparecedor: las informaciones se dan de manera fragmentaria e insuficiente, la violencia se hace visible en las huellas que deja y sigue oculta en tanto práctica sistemática, las personas privadas de su muerte no aparecen y a los cuerpos hallados no se les asigna una identidad.

| El mismo tono macabro y sensacionalista que cubría páginas enteras con noticias acerca de hallazgos de “NN” se utilizaba para mostrar “las colas del verano”. |

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LOS “NN”

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EL DESTAPE MEDIÁTICO

SILUETAS BLANCAS

Pero el llamado “destape mediático” provocó la visibilidad de otros cuerpos ocultados, cuando los medios empezaron a tratar aquellos temas que la dictadura había prohibido. Además de la política, todo lo que era percibido como “amoral” por los militares empezó a ocupar espacio en la escena mediática: el sexo, las “malas palabras” y los cuerpos semidesnudos de modelos perfectas que posaban de espaldas en mini-tangas. En los meses del verano, la costa argentina ofrecía el escenario ideal para esa desnudez, antes ocultada, y ahora mercantilizada interminablemente. Las tapas de las revistas de actualidad exhibieron las fotos a todo color de esos cuerpos sexuados, provocativos, junto con las informaciones sobre los responsables de la represión y sus víctimas. El mismo tono macabro y sensacionalista que cubría páginas enteras con noticias acerca de hallazgos de “NN” se utilizaba para mostrar “las colas del verano”. La mixtura obscena era denunciada por algunos periodistas, que recordaban además la manera en que esas mismas revistas (Gente, Siete Días, etc.) habían silenciado la temática durante años:

El “show del horror” fue, principalmente, una construcción mediática. Sin embargo, no fue la única modalidad con la que se visualizó en el espacio público la cuestión de los desaparecidos. En esos mismos meses, diversos actores utilizaban otros ámbitos para manifestar sus reclamos de verdad y justicia, y para hacer visible la desaparición a través de modalidades expresivas creadas al calor de la lucha antidictatorial. Las expresiones generadas por el movimiento de derechos humanos interpelaban al ciudadano común y se hacían presentes en las calles, especialmente en grandes ciudades y en espacios cargados simbólicamente como la Plaza de Mayo: pañuelos blancos, pancartas con fotos de desaparecidos y –en el período que estamos examinando– siluetas de personas en tamaño real que empapelaban los muros. Aunque contemporáneas al fenómeno de los “NN”, estas modalidades de expresión aparecieron muy poco en los medios masivos. El siluetazo, cuyo primer episodio se produjo en septiembre de 1983, generó un fenómeno de visibilidad singular, muy distinto al de los “cuerpos NN” y al de las pancartas con fotos llevadas a esas mismas marchas. Las siluetas se realizaban sobre papel, a partir del cuerpo acostado en el suelo de los manifestantes. Eran huellas de cuerpos que, pegadas en las paredes, expresaban la ausencia de los miles de desaparecidos.

Mantenerse más o menos confortablemente dentro de un puño cerrado, para abalanzarse luego alegremente sobre una tumba abierta, les da a los quioscos el aspecto de tienda miserable: la tanga más chiquita junto al crimen más grande (Humor, febrero de 1984, pág. 9) Si la dictadura se había ensañado con los cuerpos jóvenes y activos de miles de militantes, ahora la prensa resolvía su propio “destape” con imágenes insistentes de cuerpos muertos y de esos otros cuerpos transformados en objeto. Eran no sólo cuerpos vaciados de subjetividad sino también de política. En el oxímoron que es la expresión “show del horror” se expresaba esa inquietante convivencia.

La silueta se convierte, de ese modo, en la huella de dos cuerpos ausentes, el que prestó su cuerpo para delinearla y –por transferencia– el cuerpo de un desaparecido (...). La acción de poner el cuerpo porta una ambigüedad: ocupar el lugar del ausente es aceptar que cualquiera de los allí presentes podría haber ocupado el lugar del desaparecido y correr su incierta y siniestra suerte y, a la vez, es encarnarlo, devolverle una corporeidad –y una vida– siquiera efímera. Su condición de sujeto.9


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De esta manera, las siluetas blancas no sólo daban a “ver” la ausencia de los desaparecidos, sino que proponían una manera de representarlos opuesta tanto al show mediático de los “cuerpos NN” como a la invisibilización del sistema desaparecedor. Desarticulaban, en suma, una política de visibilidad, expresada en lo que los medios masivos proponían, pero que era esencialmente lo que la dictadura había generado cuando instauró la práctica represiva de la desaparición de personas. La desaparición no fue sólo una modalidad de disciplinamiento, un sistema específico de ejercer la violencia sobre los cuerpos de mujeres y hombres que el régimen designaba como “subversivos” (sistema que incluía la tortura, la violación, la apropiación de niños, la reclusión en condiciones extremas, el asesinato masivo y oculto), sino también una política de visibilidad puesta al servicio de ese crimen. La combinación entre información y secreto, entre lo encubierto y lo mostrado, estuvo en el fundamento de esa política: si los secuestros de las víctimas eran “visibles”, ya que muchas veces se hacían en lugares públicos y en presencia de testigos, luego se ocultaba lo que sucedía con los detenidos. La aparición de algunos cuerpos “abatidos” en supuestos “enfrentamientos” o con signos de haber sido torturados brutalmente permitía suponer que los secuestrados eran sometidos a algo horroroso. La dictadura buscaba que la sociedad viera esa invisibilización, para que el terror se diseminara hacia fuera de los centros clandestinos.10 Por todo esto, la lucha del movimiento de derechos humanos estuvo enfocada, desde sus inicios, a denunciar los secuestros, quebrando el cerco de silencio en torno a las desapariciones, y uno de sus objetivos fue hacerlas visibles. En ese sentido, las siluetas que representan cuerpos ausentes, pero que sin embargo ocupan el espacio y se visibilizan, permitieron construir nuevas miradas sobre la desaparición, en un momento en que los medios –aun tratando el tema permanentemente– generaban un efecto de sentido que prolongaba el horror. Frente a un régimen de visibilidad de los cuerpos construido por la dictadura y reproducido en la prensa de la transición, el movimiento de derechos humanos instalaba una práctica que no sólo generaba nuevas imágenes sino también cuerpos políticos, que resistían en los muros durante semanas después de haber ocupado las calles.

1 El episodio de los cadáveres NN en sí mismo, pero también su tratamiento por los medios de comunicación, es de alguna manera la materialización más cruda del sentido que reviste el término, en última instancia metafórico, de “desaparecido”. Si la palabra desaparecido designa la ausencia de visibilidad a los ojos de un tercero, los cadáveres NN, en cambio, son aquello que se torna visible en el momento que estamos analizando. Quisiera llamar la atención sobre la dificultad que genera el hecho de examinar, como “analista”, estos sucesos específicos sin prolongar, al mismo tiempo, el horror inevitablemente asociado a las iniciales NN. Nos encontramos frente a acontecimientos confrontados tanto al dilema de la ausencia de palabras adecuadas como a un umbral de pudor que esta realidad impone. Las páginas que siguen restituyen el tratamiento de los medios y ponen el acento en las palabras y los acontecimientos presentados por esos mismos medios en el año 1984. 2 En todos los ejemplos presentados el enfatizado es mío. 3 Cohen Salama, Mauricio. Tumbas anónimas. Informe sobre la identificación de restos de víctimas de la represión ilegal. Buenos Aires, Catálogos y Equipo Argentino de Antropología Forense, 1992, pág. 88. 4 De Candia, Roxana. “Cómo la prensa escrita argentina construye la categoría de desaparecido en dos momentos posteriores a finalizada la dictadura militar”, Universidad de Buenos Aires, Mímeo, 2001. 5 Olmo, Darío - Somigliana, Maco. “La huella del genocidio” en: Encrucijadas. Revista de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, enero de 2002. 6 Los quiebres identitarios que provocó la desaparición, tanto en un nivel individual como social, exceden esta somera presentación. Pero es necesario aclarar que la “desidentificación” de los desaparecidos comienza mucho antes de su hallazgo como “NN” en los cementerios, con la tortura y el cautiverio en los centros clandestinos. 7 González Bombal, Inés. “’Nunca Más’: el juicio más allá de los estrados” en: AAVV, Juicios, castigos y memorias. Derechos humanos y justicia en la política argentina. Buenos Aires, Nueva Visión, 1995, pág. 204. 8 Schmucler, Héctor. “Ni siquiera un rostro donde la muerte hubiera podido estampar su sello (reflexiones sobre los desaparecidos y la memoria)” en: Confines. Buenos Aires, número 3, septiembre de 1996, pág. 9. 9 Longoni, Ana. “Fotos y siluetas: dos estrategias contrastantes en la representación de los desaparecidos” en: Crenzel (ed.). Los desaparecidos en la Argentina. Memorias, representaciones e ideas (1983-2008). Buenos Aires, Biblos, 2010, pág. 54. 10 Calveiro, Pilar. Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina. Buenos Aires, Colihue, 1998.

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UN ENCUENTRO ENTRE DANZA Y FILOSOFÍA

PENSAR CON MOVER

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Este encuentro replantea los gestos, las

EL PROBLEMA DE SÓCRATES DANZANDO

palabras y los textos de artistas y filósofos.

Al inclinarse sobre la danza la filosofía se encuentra tomada en una espiral. Interrogando posturas, proximidades y andares, la danza plantea a la filosofía el problema de la captación de sus “objetos”. Tomar la medida de una posible filosofía de los cuerpos en movimiento exige medir el acercamiento que la filosofía puede tener respecto a la danza. El primer escollo sería una captación exterior de esos movimientos danzados – directamente implicada por su formulación en términos de objeto– que dibuja un lugar para la filosofía como espectadora y espectadora objetivante, en la medida en que, por ejemplo en una perspectiva aristotélica de un movimiento como cambio de lugar y de estado, los movimientos danzantes podrían ser examinados desde los puntos de referencia de dichos cambios. La filosofía buscaría hacerse una mirada objetivante que determina la medida de dichos movimientos en un espacio de referencia, para describir y explicar su objeto: la danza.

Ni palabra revelada, ni palabra que espera una interpretación sabia, más bien una heterogeneidad de palabras y de gestos en movimiento. Un encuentro con la extrañeza: reivindicar las situaciones, compromisos y anclajes concretos y conceptuales del cuerpo que danza.

Por Marie Bardet Traducción de Pablo Ires

* Marie Bardet es doctora en filosofía por la Universidad Paris 8 y en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, bajo la co-dirección de Stéphane Douailler y Horacio González. Se desempeña como docente universitaria (Paris 8, UBA, UNC, UNLaR) y en instituciones de formación artística (Centro Coreográfico Nacional de Rillieux, en Francia, Teatro San Martín, en Buenos Aires). Editorial Cactus ha publicado recientemente su libro Pensar con mover. Un encuentro entre danza y filosofía (traducido por Pablo Ires de la edición francesa realizada por L’Harmattan, París, 2011), este texto es un extracto del mismo.


en una imagen que se esboza simétricamente y sin embargo en otra parte, sin que la danza ni la filosofía tengan completamente lugar en dicho reflejo? De hecho, ya no son los puntos los que cuentan, las detenciones las que ponen de manifiesto la línea sobre la cual vendría a aplicarse en el espacio un trayecto del movimiento; así como las referencias que suministran los puntos para atrapar un tema en sus redes, aquí, la danza. Ni medición de un objeto danza, ni su objetivación por una filosofía que la analizaría, la interpretaría, para darle un sentido, haciendo por ejemplo de ella una metáfora de sí misma. Un espejo no remite a un idéntico o a una metáfora. Las captaciones en este encuentro pertenecen a un registro distinto: rozamientos de la realidad en movimiento antes que proyecciones de coordenadas representativas; intensificación de detalles, de reflejos que no se agotan en un punto de referencia, en lugar de esquematizaciones; claridades tornasoladas provenientes de lo real mismo antes que elucidaciones a través de una iluminación sabia.

| Es probablemente aquello que Sócrates descifraba danzando frente a su espejo, buscando ver la manera en la que se unían aquello que sabía de sí mismo, sus diversas posturas, el terreno desde el cual intervenía y su dirección, las posturas a través de las cuales tomaba parte en los debates, tal punto teórico o tal otro sobre el cual se apoyaba, variando según el terreno de la discusión y según el interlocutor o el adversario. |

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Pero cuando por ejemplo, entre las ocasiones primeras del movimiento danzante en filosofía, encontramos en Jenofonte un Sócrates danzando (El Banquete de Jenofonte), es para describir otra escena. De ninguna manera una mirada objetivante sino un Sócrates que, por una parte se observa danzar a sí mismo ante un espejo, estudia sus movimientos y sus actitudes en un cara a cara turbio con su reflejo, y por otra parte lo hace al margen de las miradas de los demás1. Estamos entonces en una situación completamente distinta de una medición de los cambios dentro de referencias espaciales. Estamos en un encuentro. Encuentro con uno mismo danzando, en lo cual quizá sigue siendo enigmático saber qué era aquello en Sócrates. ¿Qué miraba y qué buscaba al observar su cuerpo moviente? ¿Qué relación de sus gestos con ese sí mismo habitado por una razón al mismo tiempo que por un demonio? ¿Qué articulaciones entre pensar y mover a través de sus gestos y sus reflejos percibidos? Se hará la apuesta de que intentaba descifrar concordancias y discordancias, sus posturas conocidas y desconocidas, en la situación singular de danzar y de verse danzar. Se entregaba a un encuentro entre su actividad (que opera en un registro dominable de las categorías de cambios de lugares –lugares discursivos, otros lugares–, y cambios de estados –enseñar, dar el ejemplo, etc.) y su existencia fenoménica y sensible; un encuentro entre medidas y desmesuras en los juegos de lo sensible y de la representación. La escena esbozada por este encuentro plantea el problema liminar de una filosofía sobre, de o en danza, por el hecho de que redistribuye las relaciones habitualmente disyuntivas entre teoría y práctica. Estas relaciones desbordan entonces, como casi siempre, la operación de medición de una práctica por una teoría, o la de aplicación de una teoría en una práctica. Hybris, desmesura propia a una danza que “arrastra”; desborde que es quizá la filosofía misma. Ni objeto medido, ni aplicación, la práctica constituye en este sentido para Deleuze, en su diálogo con Foucault, “un conjunto de relevos de un punto teórico a otro”2, mientras que la teoría es “un relevo de una práctica a otra”3, sin que ésta represente a aquella, ni se aplique a ella, no más de lo que aquella se inspira en esta, en una relación que sería totalizante, al reducir una a la otra. Se juega y se vuelve a jugar en este encuentro la distribución de las posturas, de las intervenciones, de los discursos y de los gestos, en relevos entre ambas que desbordan el marco de su simple aplicación. Es probablemente aquello que Sócrates descifraba danzando frente a su espejo, buscando ver la manera en la que se unían aquello que sabía de sí mismo, sus diversas posturas, el terreno desde el cual intervenía y su dirección, las posturas a través de las cuales tomaba parte en los debates, tal punto teórico o tal otro sobre el cual se apoyaba, variando según el terreno de la discusión y según el interlocutor o el adversario. Sabiendo siempre Sócrates cómo intervenir, desde qué punto teórico, teniendo sobre ello una intuición segura, pero ignorando aquello que los une entre sí, fuera de dichos debates y lejos de los interlocutores. ¿Qué movimiento, el cual es cierta dinámica de sí mismo, une todos esos puntos? Observa eso en el espejo, y ve a Sócrates danzando. ¿Esta danza es todavía filosofía? Pregunta que plantean las risas y las bromas de los comensales del banquete cuando Sócrates cuenta que danza frente a su espejo, sabiendo bien que será objeto de burlas. ¿Es una conciencia de sí misma de la filosofía, que se observa danzar, como un saber sintético de todos sus puntos y de su medida? ¿O bien es ella misma transportada en otra dimensión, en la intensidad de los reflejos del movimiento en el espejo,

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PE(N)SAR

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El pensamiento no es serio más que por el cuerpo. Es la aparición del cuerpo la que le da su peso, su fuerza, sus consecuencias y sus efectos definitivos: “el alma” sin cuerpo no haría más que juegos de palabras y teorías. ¿Qué reemplazaría las lágrimas para un alma sin ojos, y de dónde sacaría un suspiro y un esfuerzo? Paul Valery, “Soma et Cem” en: Cahiers I, 1905-1906. Paris, Gallimard, La pléiade, 1973,

La filosofía tiene con el cuerpo una relación más que ambigua: el descrédito puro y simple, muchas veces sentenciado, que el espíritu filósofo lanzaría sobre un cuerpo tomado en la analogía soma/sêma (cuerpo/ tumba), si bien es claro que ha marcado de manera profunda la tradición occidental, no puede ser tomada como la única relación que la filosofía mantiene con el cuerpo. Aquello en lo que se convierte rápidamente “la cuestión del cuerpo” es a menudo más complejo que ese rechazo simple, y amerita prestar atención a estos matices. Nuestro cuerpo nos hace pe(n)sar sobre la tierra, en la medida en que nos hace levantar vuelo en cielos numerosos, a veces muy carnales. Ninguna pretensión de una definición del cuerpo, tarea a todas luces inimaginable, sino, en la perspectiva que Valery enuncia aquí en epígrafe, trabajar la presencia del cuerpo en la práctica del pensamiento, aquí de la filosofía, allí de la danza, en lo que ofrece de peso al pensamiento, en el sentido de que la presencia del cuerpo se da a través de su relación con el peso y trabaja el pensamiento en su efectuación y sus límites. El pensamiento resulta con ello situado por cierto anclaje en su contexto. Este anclaje, de una aleación “alma” y “cuerpo”, según los términos que retoma Valery en “Soma y Cem”, evitaría a la filosofía quedarse en los juegos de palabras –nada que ver con el humor y la risa rabiosa y en la teoría abstracta. La anécdota según la cual Kant hacía todos los días el mismo paseo a Königsberg –salvo el día en que le llegaron los ecos de la Revolución francesa– circula de manera continua en los cursos de filosofía planteando, además de la constancia casi extraordinaria del filósofo, la cuestión del caminar como actividad filosófica… Se trataría de empujar un poco el asunto, planteándose la cuestión del agenciamiento de los cuerpos que da lugar a tal o cual filosofía, tomando nota del hecho de que, de cierta manera, hacer filosofía es hacer la experiencia de la realidad. Esta manera de ver permite afinar un poco esa imagen del tratamiento que la filosofía hace del cuerpo. Los usos de la imagen de la danza que muy a menudo es la de la bailarina, en algunas páginas selectas de la filosofía, reflejan ya la complejidad de esta relación con el cuerpo. El cuerpo, al igual que la danza, serán tomados aquí no como objetos sistemáticos de un

estudio de los textos filosóficos, sino como lugares de una operación posible en su encuentro teórico-práctico. La bailarina da algunos pasos sobre las puntas, se lanza, hace piruetas, y estimula con ello el espíritu del filósofo en su supuesta elevación; he aquí lo que podría ser una imagen recurrente de la aparición de la bailarina en la filosofía occidental. Respecto de esta escena se plantean dos problemas: el de las cuestiones de género y el de la ligereza. La primera imagen es la de la bailarina como musa femenina del espíritu del filósofo masculino. Además de que el filósofo no observa el arte de la danza, sino la imagen de la bailarina, los movimientos de esta que inspiran el pensamiento de aquel sin ser ella misma uno de ellos, esta repartición de género de los roles activo y pasivo de aquel que piensa y aquella que inspira no puede pasar inadvertida… Fantasma de una feminidad pura de una bailarina que suministraría la materia inerte para la creación conceptual del filósofo, ella que logra incluso sublimar su existencia de mujer en una pura metáfora, feminidad de movimientos sin cuerpo real: ella sugiere sin incluso decir palabra, evoca sin danzar concretamente; se mueve sin que sus pies toquen el suelo. El pensador que observa a la bailarina le reconoce con frecuencia la extrema cualidad de no ser completamente una mujer4, abstraída en la medida en que puede serlo por la elevación de su realidad más corporal, biológica, terrestre, que parecería caracterizarla… Esta representación de la bailarina exige para un pensamiento entre filosofía y danza plantear la cuestión de la ligereza de la danza, que caracterizaría a un arte del cuerpo que justamente se libera de ella. La danza pone en juego de manera esencial para la filosofía su relación con la pesantez. Sin constituir necesariamente un repertorio de los textos de filósofos sobre la danza, ir a los textos mismos de algunos filósofos permite ver cómo se forja y cómo se matiza esta imagen de la bailarina como la “ligera”. Más allá del contexto histórico de la danza que rodea a cada época, la imagen de la danza como ligereza dice a la vez algo del pensamiento y algo del cuerpo. En esta suerte de imagen de Épinal de la danza para la filosofía –cuando no es una negación pura y simple de la danza la cual, es preciso decirlo, tiene muy poco lugar en los escritos de los filósofos– casi nunca se trata de pensar la danza de igual a igual, como un pensamiento, ni siquiera como objeto de una filosofía estética: en tanto que arte. De hecho, cuando la filosofía quiere hablar de arte, convoca gustosamente a la pintura, a la literatura o a la música. La danza apenas es un reflejo que inspira a un filósofo que se observa en ella y ve a través de ella sus propios movimientos de abstracción. La bailarina solo se constituye en referencia para la filosofía en tanto la ligera, la


| La bailarina solo se constituye en referencia para la filosofía en tanto la ligera, la musa, la abstracta, aquella que, mientras pasa por el cuerpo, se sale de él, abstrayéndose, por su ligereza, de la pesadez, en una articulación entre cuerpo moviente, pensamiento, pesantez y metáfora. |

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musa, la abstracta, aquella que, mientras pasa por el cuerpo, se sale de él, abstrayéndose, por su ligereza, de la pesadez, en una articulación entre cuerpo moviente, pensamiento, pesantez y metáfora. La bailarina es entonces el cuerpo liberado de su peso, en todos los sentidos del término. ¿Sería entonces el ideal de una filosofía que se pretendería liberada de su presencia física? La bailarina no sería, en tal caso, evocada ni siquiera invocada por sí misma, por su práctica y por su arte, sino como metáfora de un pensamiento que revolotearía en el mundo con ligereza, lejos de toda pesadez. Constituiría entonces una imagen ideal para una filosofía que se querría ligera y metafórica. Sin embargo, cuando toma a la danza, la más física de las artes, la filosofía se coloca en una postura ciertamente más compleja de lo que este cuadro maniqueo puede fácilmente hacerle creer, al retratar una filosofía ingrata y negadora del cuerpo, de los placeres, de la carne en tanto aquello que pesa, la cual quiere tomar vuelo en el mundo del espíritu ligero, o más bien alzar vuelo ligeramente en el mundo de las ideas serias. ¿Por qué lazos inextricables se encuentran entonces ligados metáfora y ligereza? La metáfora puede presentar diversos aspectos5: si ella es transporte, y transporte de un nombre, puede ser un desplazamiento del género, o una analogía o bien tender a un desplazamiento concreto; y entonces la relación entre ligereza y metáfora varía en cada uno de esos aspectos. Los pocos textos de filosofía, clásicos y contemporáneos, que vuelven a tocar estos problemas de la ligereza y de la metáfora observando la danza, darán a leer esta variación y afinarán los múltiples matices según los cuales la danza puede decirse –o no– metáfora. En efecto, si la metáfora es considerada como la operación conjunta y distinta de la danza y de la filosofía, entonces su alianza con la ligereza varía según que ella sea semejanza, analogía, comparación, metamorfosis o desplazamiento, o bien, para nombrar los extremos, abstracción retórica o transformación. Son finalmente las variaciones entre metáfora y ligereza las que constituyen índices de las operaciones de la danza y de la filosofía, y de sus relaciones; sin que una cronología lineal de la historia de la filosofía indique a priori un progreso cualquiera en la materia.

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NIETZSCHE

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Ante todo “el intempestivo”, quien ha pronunciado la necesidad vital de la música y de la danza, y que en sus textos por aforismos, imágenes, renueva radicalmente la escritura filosófica, y en particular el uso de las metáforas. Si todavía puede hablarse de metáforas en este caso, ellas poseen una fuerza especialmente pregnante de concreción. Así Nietzsche, hace andar la danza de una manera muy singular con Zaratustra al ritmo de las imágenes de una filosofía que no lo es menos. Contra “ese diablo” que es “el espíritu de pesadez”, Zaratustra convoca en primer lugar los pasos de las bailarinas de pies ligeros. Zaratustra anuncia “el canto de la danza” como los movimientos de los “ligeros” que danzan contra “el espíritu de pesadez”6: “Abogado soy de Dios frente al diablo; mas este es el espíritu de pesadez. ¿Cómo habría yo de ser, oh ligeras, hostil a bailes divinos? ¿O a pies de muchachas de bellos tobillos?” (162). Ligeros, divinos, contra el diablo de pesadez, los bailarines en tanto que ligeros son aliados del filósofo. ¿Se aproximaría entonces en este punto preciso este enunciado del proyecto filosófico al que aparecía antes como cierta imagen de la tradición del pensamiento que busca en la danza la bailarina, y en la bailarina una abstracción del cuerpo pesado para elevarse por los aires? Sin embargo, Nietzsche apela a esta imagen de la ligera para su filosofía, sin permanecer por ello en un dualismo que opone cuerpo pesado y espíritu ligero. La distinción se hace de manera transversal: el espíritu es pesadez, y el cuerpo, a través del movimiento de los pies, sería ligereza. No se oponen entonces dos instancias (cuerpo/espíritu, pesado/ligero) sino operaciones que mezclan ambas de manera diferente, que dejan entonces de estar separadas. Hace falta notar desde ahora que esta operación es principalmente vista, efectuada, y leída por los pies. En este sentido no puede tratarse de una simple inversión en la que el espíritu se convertiría en pesado y el cuerpo en ligero y aéreo, sino más bien de pensar con esta ligereza de la danza una operación que toma la ligereza como una “risa”, “un canto de danza y de broma”(163), que no se abstrae de los juegos de los pies sobre la tierra. La evocación de la ligereza no es por tanto unívoca, puede ser abstracción, pero también con ella puede cuajar la relación con el suelo, el polvo levantado por sus pasos. Tampoco es pura metáfora retórica, pura imagen del pensamiento: cuando Nietzsche convoca a la bailarina para esta ligereza, la deja ver como presencia bien real, incluso como actividad concreta para el filósofo… Así Zaratustra entra en la danza, en “el segundo canto de la danza”:

Solo dos veces agitaste con tus manos tus castañuelas –y ya se balanceaba mi pie, con furia de bailar. Mis talones se encabritaron, mis dedos se tensaron para escuchar; ¿no lleva el bailarín sus oídos en los dedos de sus pies? (309-313) Como en una risa que tienta, la danza se com-parte*, contagiosa; ver danzar es ponerse a danzar: ninguna parte predefinida en la repartición de los lugares entre aquel que mira y analiza, y aquel que danza. Este contagio del movimiento danzado, a través de los pies, es ante todo una escucha, una partición del suelo, de la rabia de danzar. Zaratustra no habla tanto de salto como del paso de las bailarinas, el movimiento de los pies y de los tobillos sobre la tierra; pensar con sus pies sobre la tierra tanto como con el aire: la binaridad pesado/ligero se retuerce, de risa, con la danza. Escuchar con sus pies, esa sería la actividad de la danza en una filosofía en la que el filósofo se pone a danzar: la ligereza de la danza es la de una risa que no se abstrae del suelo y es rabiosa. La relación con el suelo es entonces más compleja que la de un simple desapego, o despegue. La imagen abstracta de la bailarina como metáfora ideal de un pensamiento ligero, pasa a ser la del “viejo adivino” que “danzaba por placer” (422); más una práctica filosófica que una metáfora inspiradora. El movimiento del pensamiento emprende una lucha contra el espíritu de pesadez, y en este sentido es ligero, fuerte en su reír, la risa que mata a través de su “rabia de danza”, desde las primeras páginas de Así hablaba Zaratustra. El pensamiento es arrastrado en una danza, por la fuerza del ritmo, todo a lo largo de la página: Y yo mismo, que me entiendo bien con la vida, me parece que quienes más saben de felicidad son las mariposas y las pompas de jabón, y todo lo que entre los hombres es de la misma especie. Ver revolotear esas almitas ligeras, locas, encantadoras, volubles, – ¡eso hace llorar y cantar a Zaratustra! ¡Solo creería en un dios que supiese danzar! Y cuando vi a mi demonio, lo encontré grave, aplicado, profundo, solemne: era el espíritu de pesadez, por el que caen todas las cosas. No es con ira, sino con risa que se mata. ¡Coraje! ¡Matemos a ese espíritu de la pesadez! Aprendí a caminar; por mí mismo, a partir de allí, corro. Aprendí a volar; desde entonces, ¡ya no quiero que se me empuje para avanzar! Ahora soy ligero, ahora vuelo, ahora me veo a mí mismo por debajo de mí; un dios es el que ahora danza a través mío. Así hablaba Zaratustra. (70-71)


La escritura nietzscheana y sus aforismos crean un uso de las metáforas completamente singular: antes que una imagen abstracta, o una referenciación subtendida en la semejanza, las metáforas funcionan más concretamente articulándose en el mismo plano que los conceptos más bien que formando una representación por imágenes, parabólica, de dichos conceptos. Como una ficción a igual nivel que los conceptos, algo así como personajes y paisajes filosóficos8. Así las bailarinas no son musas inspiradoras por su abstracción de un pensamiento etéreo puramente retórico que encuentra en la danza la metáfora de su abstracción. El encuentro concreto con estas bailarinas crea otro paisaje, donde la oposición entre lo pesado y lo ligero es removida, y donde la metáfora opera de otra manera.

| Hay en Nietzsche una rapidez de la operación del pensamiento en tanto convoca a la danza, y si la operación del pensamiento es metáfora, ella es captada en el curso de su trayectoria, operación del desplazamiento, en la risa a carcajadas, veloz tanto como ligera, pies encabritados y risa rabiosa, en una tensión entre anclaje y vuelo. |

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La ligereza está ahí, pompas de jabón, mariposas y vuelos, sin constituir no obstante un icono a contemplar para abstraer su pensamiento, inspirado por la bailarina-musa. Ponerse a danzar, hacer la experiencia de esta ligereza que, paradójicamente, me hace ver “por debajo de mí mismo”: no elevar la perspectiva en una abstracción, sino invertir la visión y devenir Dios por los pies. Es así que la primera práctica de Zaratustra fue el caminar, y caminando corrió, voló, y danzó. El caminar como primer paso de danza anuncia una relación fundamental con el suelo, y con la gravedad. Es preciso subrayar que la danza, que es aquí la risa del filósofo, es colectiva, y es la danza de las bailarinas que arrastran al filósofo en su rastro sobre el suelo. El caminar es entonces una figura fuerte para una danza que se entiende con el suelo, y traza allí su repartición. La ligereza no se abstrae del mundo por una metaforización; el pensamiento pisa el suelo y teje con él una relación singular, una vivacidad, una rapidez. Ciertamente las bailarinas ponen en juego la ligereza contra la pesadez, pero la lucha contra el espíritu de pesadez pasa por una relación tupida de los pies al suelo y no por una abstracción de la gravedad. Una lucha en el cuerpo a cuerpo, pies a pies, no una fuga hacia los aires. Esta relación tupida con la pesantez, por el juego de los pies sobre el suelo, no es en ningún caso sinónimo de lentitud. Se retuercen en todas las direcciones las oposiciones y las correspondencias entre las series pesado/concreto/lento y ligero/abstracto /rápido. La filosofía, en tanto convoca a la danza, se coloca efectivamente en el corazón de esta tensión gravitatoria identificando allí lo que anima a la danza misma. Retoma aquí cierta oposición entre pesado y ligero, pero se sitúa, en su encuentro con la danza, en el corazón de la tensión, antes que en una contemplación de cualquier metáfora ligera de la abstracción. La danza opera en cambio un desplazamiento, un ingreso en la danza del filósofo. Hay en Nietzsche una rapidez de la operación del pensamiento en tanto convoca a la danza, y si la operación del pensamiento es metáfora, ella es captada en el curso de su trayectoria, operación del desplazamiento, en la risa a carcajadas, veloz tanto como ligera, pies encabritados y risa rabiosa, en una tensión entre anclaje y vuelo. La escena del encuentro entre danza y filosofía ya se ha complicado a través de aquel entre las bailarinas y sus pies, y el de Zaratustra y sus talones.

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1 Jenofonte. El Banquete, capítulo II, parágrafos 19-20. 2 Deleuze, Gilles. “Les intellectuels et le pouvoir” en: L’ile déserte et autres textes. Paris, Minuit, 2002, pág. 288 [Ed. cast.: La isla desierta y otros textos. Pre-textos, Valencia, 2005.] 3 Ibid, pág. 288. 4 “[…] A saber que la bailarina no es una mujer que danza, por esos motivos yuxtapuestos de que no es una mujer, sino una metáfora que resume uno de los aspectos fundamentales de nuestra forma […]”. Stéphane Mallarme, “Crayonné au théatre” en: Divagations. Paris, Gallimard, 1997, pág. 192-193. Traducción propia. 5 “La metáfora es el transporte hacia una cosa de un nombre que designa otra, o bien transporte del género a la especie, o de la especie al género o de la especie a la especie o según la relación de analogía”. Aristóteles. Poétique. Citado por Paul Ricoeur en: La Métaphore Vive. Paris, Seuil, 1975, pág. 19. 6 Nietzsche, Friedrich. “El canto de la danza” en: Así hablaba Zaratustra. Alianza, Bs. As., 1995, págs. 162-164. En lo sucesivo, las citas refieren a esta edición. * Este término partage, y su infinitivo partager, significan tanto repartir como compartir, y su utilización (cuantiosa) por parte de la autora remite deliberadamente a ambos sentidos. Por lo tanto, hemos decidido emplear en esos casos “com-partir” de manera tal que el guión permita la doble lectura. En otros casos puntuales, diferentes del general, hemos traducido partager por “partición” o “repartición”. (Nota del traductor.) 8 Cfr. Deleuze, Féliz - Guattari, Gilles. “Personajes filosóficos” en: ¿Qué es la filosofía? Barcelona, Anagrama, 1997.


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¿Qué es lo que el cuerpo sabe? ¿Qué es lo que un cuerpo puede saber? Del infinito y múltiple entramado de señales que un cuerpo emana, constante e involuntariamente, ¿a cuáles atender para que sus mensajes no pasen desapercibidos? Entendido como la casa de nuestras verdaderas experiencias, el cuerpo se ha vuelto también morada de la afectividad y síntoma de la distancia entre quienes somos y quienes creemos o queremos ser. Por Leticia Sabsay La relacionalidad desplaza a la ontología, y esto es algo bueno... Judith Butler1 I

Hace unos años escribí un artículo que llevaba por título “La voz del cuerpo entre la materialidad y la significación”. En ese artículo ponía a dialogar algunos textos de Judith Butler con la perspectiva dialógica de Mijail Bajtin. La excusa de ese diálogo fue un conjunto de piezas audiovisuales sobre las que se me pidió que escribiera un texto. Se trataba de la obra videográfica de Stefano Scarini y Julia Chiner2. Una de las facetas más llamativas de la obra que intentaba analizar con la ayuda de Butler y Bajtin era el uso de la voz. Una voz que no significaba a través del lenguaje, sino que adquiría toda su significación a partir de su grano, como diría Roland Barthes. En ese ensayo me concentré en la textura de la voz humana, previa a la palabra, para reflexionar sobre el cuerpo como un quiasmo merlopontiano entre la materia y la significación. Esta mañana me desperté con el título que quería darle a este otro texto sobre el cuerpo –el que estoy escribiendo ahora, y el que usted, lectora, está leyendo también ahora– transposición temporal al margen, y sobre la que tal vez vuelva más tarde. Ese título era, otra vez, “La voz del cuerpo”. “Ese título ya lo usé!”

fue lo primero que pensé. Y sin embargo, en ese volver a ocurrírseme el mismo título para un motivo sobre el cuerpo totalmente diferente, me di cuenta de que aquel otro artículo no era sobre la voz del cuerpo, sino más bien sobre el cuerpo de la voz. Pero, ¿se anuncia acaso alguna diferencia sustancial entre esos dos sintagmas, o es este nada más que un juego de palabras? Siendo el cuerpo la ocasión de una encrucijada en ambas instancias, creo que “el cuerpo de la voz” alude al carácter corporal de nuestras significaciones, a la dimensión corpórea del lenguaje cuando cobra vida –y efectivamente es– en la comunicación y la relacionalidad humana; mientras que “la voz del cuerpo” evoca, en cambio, otro lenguaje, que es el lenguaje del cuerpo, el lenguaje corporal dirían algunos analistas, un lenguaje que requiere, demanda, un elaborado ejercicio de traducción. ¿Cómo hacer para comprender lo que el cuerpo nos dice, o parece querer decirnos? ¿Cómo hablar con ese cuerpo? ¿Qué escucha desplegar para que sus mensajes no se nos pasen desapercibidos? Del infinito y múltiple entramado de señales que un cuerpo emana, constante e involuntariamente, a qué señales atender? ¿Cuáles son los signos que

* Leticia Sabsay es socióloga y doctora en estudios de género. Investigadora Asociada de la Open University (Reino Unido) y miembro del Instituto de Investigaciones Gino Germani (Universidad de Buenos Aires). Es autora de los libros: Las normas del deseo. Imaginario sexual y comunicación (2009) y Fronteras sexuales. Espacio urbano, cuerpos y ciudadanía (2011).

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LA VOZ DEL CUERPO… UN IMPASSE

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II

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hacen de ese cuerpo un cuerpo al que pueda reconocer como capaz de decir algo? Hablar del cuerpo, así, tan abstractamente, es un problema. Esto ya lo supo denunciar el feminismo en su momento, y también fue un tópico en los derroteros de la crítica postcolonial. El cuerpo abstracto, obviamente, es en realidad el efecto de una imagen ideal de un cuerpo ya signado por su (negada) particularidad: generizado y racializado de cierta manera, ese cuerpo ideal niega, de hecho, el atravesamiento y las exclusiones del género y la etnicidad, entre otras exclusiones, que el mismo ideal supone –claro está. Ya lo reconocía Richard Sennett en su entrado en años e invalorable libro, Carne y Piedra: “…el lenguaje genérico del cuerpo es un lenguaje que reprime mediante la exclusión”3. Pero, por ello mismo, continúa el autor, esa imagen ideal y colectiva de un cuerpo (también colectivo) invita necesariamente a la ambivalencia y está sujeta a la fragmentación. A riesgo de ser criticada duramente, en este breve ensayo no he de referirme a los cuerpos en plural, los cuerpos de unos sujetos y otros, los cuerpos como prácticas, tecnologías del poder, o sitios potenciales de subversión. No. Esta vez quiero hablar del cuerpo en singular, en tanto que noción. Esta noción formal que sobrevuela en todos estos usos, ya sean normativos o críticos, alude a la manera que tenemos de entender no tanto qué es el cuerpo (pregunta ontológica), o cómo lo representamos (pregunta pertinente para la reflexión crítica), sino en todo caso, qué significación tiene lo corporal en nuestra existencia relacional. Unos cuantos otros conceptos aparecen inmediatamente en el horizonte de mi recorrido en su cruce con el cuerpo: placer, dolor, deseo, espacialidad, movimiento, soledad. Placer, dolor, deseo: emociones, posibles campos de afectividad. Espacialidad, movimiento: dimensiones o campos, modalidades de la experiencia. Soledad: una manera de estar en el mundo, una emoción también, o una modalidad de la experiencia, quizás definitoria, como sostendrá Sennett, de la modernidad occidental?

| La evolución de la experiencia de estar en soledad es lo que preocupaba a Sennett. En Carne y Piedra, reflexionando acerca del vínculo de esta experiencia con la sexualidad, el autor afirma que el énfasis en la sexualidad como medio de acceso a la verdad de sí y la centralidad que consecuentemente la sexualidad ha adquirido en la cultura contemporánea, se ha conseguido al precio de una des-intensificación radical de las relaciones interpersonales y supuso incluso “un angostamiento de la sensibilidad física al deseo sexual”. |

¿Qué es lo que sabe un cuerpo? ¿Qué es lo que un cuerpo puede saber? La crítica que Foucault desarrolló con respecto a la sexualidad, y que el autor redefinió como un dispositivo emergente de la modernidad occidental, sigue aún vigente4. Con Foucault aprendimos que la sexualidad devino, en el marco de la episteme moderna, una dimensión de la experiencia capaz de develar la verdad sobre nosotras mismas. Es mediante esta concepción moderna de la sexualidad que el quehacer erótico o sexual, así como las fantasías que evocan lo sexual, pasan de ser meras prácticas, a ser consideradas portadoras de signos clave de nuestra identidad personal, o al menos expresiones de algo que supuestamente las precede, a saber nuestra identidad sexual. Bajo este régimen de saber/poder, el descubrimiento de la verdad de sí, va a encontrar en la sexualidad –subjetivizada y privatizada, convertida en propiedad del individuo aislado del mundo moderno– el lugar privilegiado donde hallar la verdad acerca de quiénes somos. A través de la sexualidad, el cuerpo se convertirá, entonces, nada más y nada menos que en el hogar –el refugio– donde se alojará la verdad última del sujeto. Gracias a la sexualidad, mi cuerpo será investido con el poder de saber verdaderamente quién soy. Esta idea, que en el caso de Foucault sería objeto de crítica y, consecuentemente, algo contra lo que deberíamos rebelarnos ya que es precisamente gracias a esta idea de verdad corporal que nuestros cuerpos se vuelven objetos de regulación –y clave de los regímenes biopolíticos–, ha sobrevivido al embate de la deconstrucción, y es, de hecho, un nudo clave sobre el que se sostienen muchas de las reivindicaciones de la disidencia sexual hoy. Vis a vis la intrincada co-dependencia entre poder y deseo, el pensamiento de Foucault iba en la dirección de un ética fundada en el desplazamiento de la lógica del deseo hacia la lógica de los placeres. Pero, ¿hasta donde ese desplazamiento lograría desarticular la instrumentalización de una sexualidad construida al servicio del gobierno de los otros? ¿Hasta donde nos protegería de la vulnerabilidad de nuestro cuerpo, sujeto ahora a la obligación de tener que proporcionarnos algún placer, cueste lo que cueste? Si el deseo-sexo como registro de la verdad ha perdido en cierta medida su peso, si ya no importa tanto conocer nuestros verdaderos deseos como asegurarnos de que efectivamente los tenemos, tampoco el mandato del goce ha salvado al cuerpo de tener que cargar con el peso de brindarnos la experiencia verdadera. De hecho, el imaginario de la verdad corporal ha encontrado –psicoanalización o psicoterapeutización del sujeto mediante– otras formas de articulación a través del deseo en un sentido más amplio y de todas las afecciones que atraviesan el cuerpo también.


plinarios, la relación ética con una misma. En el caso de Sennett, la reflexión sobre la sexualidad formaba parte de una historia de la soledad en la sociedad moderna. Para Sennett, la experiencia de la soledad era una buena forma de aproximarse al problema, infinitamente más amplio y cuyo abordaje era, por ende, casi imposible, acerca de “cómo el concepto del ‘Yo’ había cambiado a lo largo de los dos últimos siglos”. La evolución de la experiencia de estar en soledad es lo que preocupaba a Sennett. En Carne y Piedra, reflexionando acerca del vínculo de esta experiencia con la sexualidad, el autor afirma que el énfasis en la sexualidad como medio de acceso a la verdad de sí y la centralidad que consecuentemente la sexualidad ha adquirido en la cultura contemporánea, se ha conseguido al precio de una des-intensificación radical de las relaciones interpersonales y supuso incluso “un angostamiento de la sensibilidad física al deseo sexual” (27). La promoción de la posibilidad de estar a solas en presencia de otros, de sentirnos solas, o más crucial aún, de experimentarse a una misma como una persona sola entre muchos, dice Sennett, puede valorarse en el diseño de las ciudades modernas, donde se consigue la libertad de movimiento individualizado. En la modernidad, según su análisis, la libertad empieza a concebirse como libertad de movimiento… Ahora bien, señala el autor, el precio de esta transformación es el aislamiento, la pérdida de contacto, y en sintonía con el énfasis en la sexualidad –cuya contra-cara es la des-intensificación de las pasiones del cuerpo–, el miedo a la proximidad corporal, y yo avanzaría, a la intimidad, cuando esta desborda la rígida organización social del deseo.

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En esta instancia, el cuerpo, entendido como la casa de nuestras verdaderas experiencias, se ha vuelto también la morada de nuestra afectividad. Motor, origen y destino de nuestro sentir, el cuerpo ha devenido también síntoma de la distancia entre quienes somos y quienes creemos o queremos ser. El cuerpo, como nuestro inconciente, sabe hoy más que nosotras –sujetas de la conciencia–, y tiene sus modos de hacérnoslo saber, si bien sus conocimientos no nos serán directamente revelados. En efecto, si los sentires del cuerpo han de convertirse en los portadores de nuestra verdad, este saber del cuerpo, sin embargo, no será evidente. Este repositorio de saber alojado en el cuerpo será algo que el sujeto tendrá que descubrir. Se trata de un saber oculto a la conciencia, un saber cuyo lenguaje tendremos que aprender. Y es precisamente en el modo de entender esa verdad no evidente que traen las emociones alojadas en el cuerpo, donde se dirime nuestro desdoblamiento como sujetos y la conclusión que lo corona: la verdad última del sujeto es lo que el cuerpo siente. En “Sexuality and Solitude” (1981), un trabajo a dos voces con Michel Foucault, Richard Sennett comenta que su encuentro se debió a que ambos estaban interesados en el mismo problema, a saber por qué la sexualidad se había convertido en “el medio por el cual la gente busca tener conciencia de sí misma”5. En ambos, el interés por la historia de la sexualidad era parte de una investigación más amplia sobre la genealogía del sujeto moderno. En el caso de Foucault, gran parte de ese proyecto se asociaría a la pregunta por la relación del cuerpo con la verdad, no sólo en el campo de la sexualidad, sino también en relación con la locura, los regímenes disci-

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III

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Pienso en la libertad de movimiento de la que habla Sennett, o mejor, en la obligación del movimiento y el impacto que la migración tiene sobre el cuerpo y sobre el espacio, o mejor dicho, sobre la relación entre los dos. En esa asociación, no puedo hacer otra cosa que recurrir a Doreen Massey. Leo: “La conceptualización del espacio como “abierto, incompleto y en constante devenir” es un pre-requisito esencial para que la historia sea abierta”6. Así se plantea el espacio Doreen Massey desde la geografía social. El espacio, plantea la autora, “es una de las cosas más obvias que se movilizan como término en una infinidad de contextos distintos, pero cuyos significados potenciales son raramente tematizados o explicitados.” (103). Contra la presunción de esta obviedad, que desde luego no es tal, la autora volverá su mirada sobre la espacialidad para interrogar la categoría de espacio que circula en las distintas disciplinas humanas y sociales, y cómo –en tanto presupuesto– esa categoría funciona como una condición de posibilidad de la producción de conocimiento. En este derrotero, una de las proposiciones fuertes de Massey es que el espacio es condición de posibilidad de la temporalidad. Afirma Massey que para que haya tiempo tiene que haber interacción, y para que haya interacción, a su vez debe haber multiplicidad. Finalmente, para que haya multiplicidad, concluye la autora, tiene que haber espacio, de modo que no puede pensarse el movimiento temporal sin el pre-requisito de la espacialidad. La clave para comprender esta línea argumentativa es la concepción del espacio que desarrolla Massey. La autora propone la idea de que el espacio es una forma que asume la multiplicidad, y es también una forma que asume la relacionalidad –entendida como condición inextricable de nuestra existencia, muy en sintonía con la posición de Judith Butler (2005)–. El espacio, en tanto modalidad de la multiplicidad y la relacionalidad es, por definición, constitutivamente abierto; el espacio está sujeto al devenir. En cuanto a la relacionalidad, Massey dice: “… podría afirmar que las identidades/entidades, las relaciones ‘entre’ ellas, y la espacialidad que es parte de ellas son todas co-consitutivas” (106). Y tanto es así que el “entre” se pone entre comillas, porque no hay tal “entre” sino más bien un cierto carácter indiscernible o cierta indecibilidad en torno de los límites de las entidades y el espacio mismo que hace a la identidad de cada uno de los elementos en sí. Esta relacionalidad confluye con la multiplicidad de trayectorias que se encuentran, disrumpen y entrecruzan para configurar el espacio, y de allí resulta que su siguiente característica sea la apertura: “el espacio siempre está en proceso de realización, nunca se halla concluido”, observa Massey (119). En tanto el espacio es multiplicidad, relacionalidad y apertura constitutiva, éste es condición de posibilidad de la temporalidad. Y asimismo, agregaría al hilo de mis disquisiciones, condición de la corporalidad. La identidad de un lugar como punto de referencia, así como la identidad de un cuerpo como mi cuerpo, o el cuerpo discernible del sujeto de Sennett, capaz de sentirse uno y solo entre muchos, necesitan de un espacio con respecto al que ubicarse. Pero más importante aún, la misma noción de

| Para que mi cuerpo sea mi cuerpo, para que mi libertad me sea dada como libertad de movimiento, dependo de una frontera nítida que me separe de los otros, una frontera que me indique también unos límites que me permitan distinguirme de esa multiplicidad relacional y ubicarme en el espacio, antes que formar parte de él. |


| Mi voz, un trazo de mi cuerpo, va extendiéndose por el espacio –deconstruyendo el espacio– a través del teléfono… Esas imágenes multiplicadas en los álbumes del facebook, en la instantaneidad de la foto subida ipso facto via instagram, esas caras skypeando en las pantallas del ipad, del iphone, mensajes infinitos, mensajes que no son en realidad propiamente “mensajes”, sino apenas indicios de un cuerpo ahí, queriendo establecer contacto, casi al modo de la comunicación fática de la que hablaba Jakobson, whattsapp… todas estas tecnologías desterritorializan el cuerpo y el espacio. |

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cuerpo depende de la de frontera, una noción netamente espacial. Para que mi cuerpo sea mi cuerpo, para que mi libertad me sea dada como libertad de movimiento, dependo de una frontera nítida que me separe de los otros, una frontera que me indique también unos límites que me permitan distinguirme de esa multiplicidad relacional y ubicarme en el espacio, antes que formar parte de él. De otro modo el cuerpo se convertiría también en sitio de la multiplicidad, la relacionalidad y la no clausura. ¿Pero es que acaso no lo es? En efecto, la individualización de la experiencia del cuerpo va de la mano de la ontologización del espacio como magnitud. Pero si el espacio no es una magnitud y el cuerpo tampoco se limita a ser una “superficie de inscripción”, ¿cómo hemos de entenderlos? Pues, siguiendo estas argumentaciones, tanto el espacio como el cuerpo asumirían todas las características de una relación social. Como relación social, el espacio y el cuerpo se “des-substancializan”; y la frontera, que es la que define (y ontologiza) la territorialidad del espacio y la del cuerpo pasa a ser concebida como una práctica social. Mediante la frontera entendida como una práctica, se pone de manifiesto el carácter performativo de la articulación cuerpo/espacio y de las formas espaciales que asume la articulación cuerpo/verdad. Este proceso es claro en la experiencia de la migración. En la configuración de una subjetividad migrante la transformación del cuerpo, del espacio y de cómo concebimos la fronteras se vuelve nodal. Por un lado, la experiencia de la migración –como otras experiencias límite, la muerte de un ser querido, la pasión, el pánico– es intransferible. En esas situaciones, se trata precisamente de lo que experimenta el cuerpo: es eso lo que difícilmente y siempre de modo fallido encuentra alguna forma de traductibilidad. Pero hay otro sentido en que la articulación cuerpo/espacio/verdad son transformadas en la migración, compartiendo con otras experiencias cotidianas, la desterritorialización y la fragmentación. En la diáspora mi cuerpo se ve a sí mismo multiplicado a través de la pantalla de skype. Mi voz, un trazo de mi cuerpo, va extendiéndose por el espacio –deconstruyendo el espacio– a través del teléfono… Esas imágenes multiplicadas en los álbumes del facebook, en la instantaneidad de la foto subida ipso facto via instagram, esas caras skypeando en las pantallas del ipad, del iphone, mensajes infinitos, mensajes que no son en realidad propiamente “mensajes”, sino apenas indicios de un cuerpo ahí, queriendo establecer contacto, casi al modo de la comunicación fática de la que hablaba Jakobson, whattsapp… todas estas tecnologías desterritorializan el cuerpo y el espacio. Pero los sentimientos de ese cuerpo desterritorializado acaso se pueden desprender de esa materialidad que es el cuerpo ahí, solo, necesitado de abrazo, desconocido en cierto sentido para los otros, siempre recién llegado. Mis afectos están dispersos por el mundo, ¿pero en qué sentido puedo decir que mi cuerpo también lo está? La añoranza, el dolor de la soledad que a veces llega a ser insoportable, ¿no es acaso un indicio de que en cuanto ser relacional, mis sentimientos están dispersos, pero mi cuerpo no?

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¿Qué es lo que un cuerpo puede conocer? Hay ciertos conocimientos, o determinadas formas de conocimiento, a los que sólo se accede a través del cuerpo. ¿Cómo sabernos queridas, o real y profundamente acogidas en las vidas de los otros si no? ¿Cómo determinar qué tipo de amor es el que colectivamente profesamos? ¿Cómo aprehender el deseo o el dolor si no es a través del cuerpo? Reflexionando sobre cómo la libertad es re-concebida en la modernidad occidental como libertad individual, Sennett se concentra en la metáfora de la libertad de movimiento individualizado: La condición física del cuerpo viajante refuerza esta sensación de desconexión del espacio… El viajero, como el espectador de televisión, experimenta el mundo en términos narcóticos; el cuerpo se mueve pasivamente, desensibilizado del espacio, hacia destinos fragmentados y discontinuos de la geografía urbana… Tanto el ingeniero de autopistas como el director de televisión crean lo que podría llamarse “libertad frente a la resistencia”. El ingeniero diseña formas de moverse sin obstrucción, esfuerzo o compromiso; el director explora modos para que la gente mire cualquier cosa sin llegar a sentirse demasiado incómoda. (1994: 18) La cita de Sennett podría sonar un tanto arcaica con sus referencias a la TV, ese medio que hoy resulta tan demodé, pero no deja de ser cierto que la virtualización de la comunicación gracias a la cual nuestros cuerpos pueden estar presentes cotidianamente en muchos sitios a la vez (y que, en este sentido, ha alterado radicalmente la geografía y la experiencia que podamos tener de lo espacial), se conjuga con una suerte de desapego emocional. Porque si bien es cierto que las pantallas, los posts y los chats nos acercan de un modo impensable hace apenas diez años, lo hacen al costo del desarrollo de una emocionalidad de baja intensidad… La metáfora del movimiento y las pantallas sirven a Sennett para reflexionar sobre la experiencia de la individualización y la libertad como soledad, la cual se asocia, según el autor, a la disminución de la intensidad de “la conciencia que tenemos de los otros a través del cuerpo, tanto en el dolor como en la promesa del placer” (27). Hay algo de profunda verdad en este veredicto, creo: para sobrevivir este mundo, no hay más remedio, parecería, que vivir en una realidad prozac. Sin embargo, esta emocionalidad de baja intensidad se contrapone con otras instancias en las que el cuerpo también se nos revela (y rebela) como un impasse de las fronteras del “yo”. Pensemos, por ejemplo, en la experiencia erótica. Aquí no sólo se juega el deseo en su sentido más amplio, sino también el dolor, su contraparte favorita –¿o acaso no nos habla de eso Eros? Como señala Anne Carson, “Homero y Safo coinciden en presentar a la divinidad del deseo como un ser ambivalente, enemigo y amigo a la vez, que impregna

Obras de Julio Lavallén.


Ser deshecha por otro es una necesidad primaria, una angustia, seguro, pero también una oportunidad –de ser apelada, reclamada, atada a aquello que no soy yo, pero también, de ser conmovida, motivada a actuar, dirigida hacia otro lugar, y de este modo evacuar el “Yo” auto-suficiente como una especie de posesión.8 (2005: 136, mi traducción) Butler funda en esta escena una ética posible. Según la autora, es posible fundar un ética no tanto en la capacidad del sujeto como sujeto autónomo, sino al contrario, en “los límites del auto-conocimiento” (19). Esta relacionalidad constitutiva atenta contra la ontología del yo y del cuerpo individualizado. Como en el caso de la experiencia erótica en tanto paradigma de la experiencia ex/tática del yo, en el momento en el que más personalmente sentimos el deseo (o la necesidad ética) que nos arroja a nuestra soledad, reconocemos que nuestra singularidad depende de la inalienable situación de estar expuestas al otro, y de ser “des-hechas” por un otro. La paradoja es que sólo es gracias a este carácter desposeído del self, gracias a esta relacionalidad constitutiva por la que siempre ya estamos siendo fuera de nosotras, que podemos sentir nuestro cuerpo como un ente singular. Esa falta, ese deseo, ese dolor profundo de estar lejos, esa angustia de la desaparición, el desasosiego al que nos arrastran quienes abandonan este mundo, nos confrontan con la paradoja de la corporalidad, la voz del cuerpo, un impasse entre la desposesión y la soledad, ya que es en y por el atravesamiento de los otros, reconociendo lo engañoso de su ontología, que sólo puedo acceder a la posibilidad de sentir mi cuerpo en mí.

| Como en el caso de la experiencia erótica en tanto paradigma de la experiencia ex/tática del yo, en el momento en el que más personalmente sentimos el deseo (o la necesidad ética) que nos arroja a nuestra soledad, reconocemos que nuestra singularidad depende de la inalienable situación de estar expuestas al otro, y de ser “deshechas” por un otro. La paradoja es que sólo es gracias a este carácter desposeído del self, gracias a esta relacionalidad constitutiva por la que siempre ya estamos siendo fuera de nosotras, que podemos sentir nuestro cuerpo como un ente singular. |

| Porque si bien es cierto que las pantallas, los posts y los chats nos acercan de un modo impensable hace apenas diez años, lo hacen al costo del desarrollo de una emocionalidad de baja intensidad… |

1 Butler, Judith. Parting Ways. Jewishness and the Critique of Zionism. Nueva York, Columbia University Press, 2012, pág. 5. 2 Sabsay, Leticia. “La voz del cuerpo entre la materialidad y la significación” en: V.V.A.A. Obertures del Cos. Valencia, Universitat de València, 2007, págs. 42-49. 3 El título original del libro de Richard Sennett, del que traduzco las citas, es Flesh and Stone. The body and the city in Western civilization. Nueva York, W. W. Norton & Company, 1994, pág. 24. [Edición en castellano: Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Madrid, Alianza, 1997.] 4 Foucault, Michel. Historia de la sexualidad Vol. I: La voluntad de saber, México, Siglo XXI, 1991 (publicado originalmente en 1976). 5 Foucault, Michel - Sennett, Richard. “Sexuality and Solitude”, London Review of Books 3(9), 21 de Mayo de 1981. http://www.lrb.co.uk/v03/ n09/michel-foucault/sexuality-and-solitude (página visitada el 02 de Diciembre de 2012). 6 Massey, Doreen. “La filosofía y la política de la especialidad: algunas consideraciones” en: Arfuch, Leonor. Pensar este tiempo. Espacios, afectos, pertenencias. Buenos Aires, Paidós, 2005, pág. 109. 7 Carson, Anne. Eros. The Bittersweet, Princeton, Princeton University Press, 1986, pág. 5. 8 Butler, Judith. Giving an Account of Oneself. Nueva York, Fordham University Press, 2005, pág. 136 (mi traducción). [Edición en castellano: Dar cuenta de sí mismo. Buenos Aires, Amorrortu, 2009.]

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la experiencia erótica con emociones paradojales”7. Estas emociones son las del amor y la del odio a la vez, la excitación que provoca la anticipación de lo deseado y el dolor de su falta actual, el dolor de la pérdida del sí mismo en el rapto del deseo por aquello que no es yo. De ahí lo agridulce de Eros, no sólo deseo sino también dolor. Dice Carson acerca de Eros: “El momento cuando el alma parte de sí misma en el deseo es concebido como un dilema entre el cuerpo y los sentidos… (un momento en el que) los límites del cuerpo, las categorías del pensamiento, se confunden.” (7, mi traducción.) Eros, esa emoción que Carson define como agridulce –su libro se titula Eros. The Bittersweet–, quizás figure como el arquetipo de la paradoja a la que nos somete quizás más claramente que ningún otro universo, el mundo emocional: justo allí donde se presenta el sentimiento que más agudamente acusa nuestra singularidad, se produce nuestra dispersión. Esta experiencia corporal puede enseñarnos algo sobre los límites de la ontología del individuo. Como afirma Butler,

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LA CABEZA DEL MUERTO

I Antes de que la noche vuelva quieta con pañuelo de rotas hermosuras y arda en mi pecho la pavura, el triste sino de una piedra escueta, quiero contarles –niños– en un tris una historia de amor y de tormento vivida hace cien años, un momento, cuando el bosque era puro aromo y lis. Hagan silencio, tomen asiento que me sufro de tan sólo recordar los trágicos detalles de este cuento del que yo, simple elfo, fui testigo instalado en el faro de una rosa que ahora es letra doliente conmigo.

Por Jimena Néspolo Ilustraciones de Marta Vicente


II

III

Mientras convertía en hogar este jardín de madreselvas, nardos y estrellas afilábase lejos la querella, la cruel inquina bailaba su festín.

Almendras dulces tenía por ojos, cabellos de seda caían sin daño, mirada lunar, perfume a castaño: su orfandad era festín de los topos.

Sucedió que un mercader de renombre traído por la guerra mudó casa al poblado de aburrida argamasa que en el valle dormía un sueño pobre.

Quince años, y cinco de pena tenía, cuando sus padres embarcaron prestos a un naufragio que los hundió sin estros dejándola anclada en tierra baldía.

Era tan fría su tiesa mirada que al bajar su porte del carruaje mi rosa, mi hogar, tembló helada

Su hermano, convertido en tutor de su pequeña existencia infantil, infligió al luto más sentir, más dolor

y dijo: -¡Oh, ha traído a su hermana! Tras él, arrastraba su equipaje la niña de belleza soberana.

convirtiendo el solar tierno en prisión, la soledad en ancha isla sin fin, el querer fraterno… en pura aflicción.

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20 SONETOS INSPIRADOS EN “EL ELFO DEL ROSAL”, DE HANS CHRISTIAN ANDERSEN

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V

Temprano abre el negocio, la cortina metálica y azul como el recelo con que el mercader vistió su duelo en la extranjera ciudad diamantina.

Lee: “Se necesita empleado” El joven ofrece su vida incierta al franquear trémulo la puerta sencillamente vestido y afeitado.

Algunos dicen por allí que es espía, que vende armas y secretos de guerra, nadie sabe a ciencia cómo yerra los oficios de la muerte impía.

En el cobertizo de noche hundía sus sufrimientos de aprendiz pequeño, niño aún para patrón o dueño de la prisión que labra su fantasía.

–¡Alfombras, alhajas y baratijas, pañuelos, telas o raros licores: compre ya para su abuela o su hija!

Trabaja, de sol a sol deambula entre enseres, humana arquitectura, vende, esconde espanto, pulula…

Grita el mercader mientras mercadea, bulle la calle del poblado quieto y la fachada impone su marea.

El mercader se llena de bravura. Tres monedas en bolsa de bambula son la poca paga a su cordura.

VI Antes de que un mes cumpliera Lorenzo en el horario de sus penas tales la niña irrumpe de carmín y chales, al son del corazón de aquel lobezno. ¿Qué fulgores hechiceros, extraños, encienden de pronto aquestas mejillas? ¿Qué hecatombe desbarata sillas? ¡Mil ángeles bajando por los paños! ¿Fue un tornado lo que entonces ví yo –simple elfo– esa tarde hermosa que bañó al desierto en rojo carmesí? ¿Fue el dado del amor en pensamiento –ahora pregunto desde mi rosa– que selló con su luz mi entendimiento?

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VII

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Entre los sauces y olmos del jardín, amorosos siempre se encontraban, como trinos sus sentir recitaban hasta que la luna aullaba su fin. Imposible describir esa dicha del que ama y es así amado, más difícil que descifrar los hados de quien sólo fermenta calma chicha. Un clavel amarillo y otro blanco, nocturno hilvana su diadema, las horas de su esperar estanco, hasta encontrar a la amada gema, la niña huérfana de sus amores por quien al vivir más y más se quema.

VIII Al alma del malvado el amor hiere cual agravio de circunstancia en falta, aguijón que a cada mirada salta, el amante suspiro que pondere. Los celos del hermano tremebundo crecen como una zarza ardiente, lo inundan, le afilan presto diente puesto a la venganza de su mundo. Urde el mercader un plan macabro, tan siniestro y lúgubre que acaso imposible será cualquier milagro… El tic-tac tétrico marca la era. ¡Ay Lorenzo! ¡Ay mi niña Morena! ¡Si el dolor de este elfo ficción fuera!


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IX

X

En doce horas se sella su suerte. Por la mañana apronta el equipaje, al mediodía le entrega el pasaje… Que es condena, es distancia, es muerte.

¿Cuántas cenizas de flores sombrías derramé cual señal en la partida? ¿Qué frase quiso mi voz remanida trocar en poema de alerta, esos días?

–Viaja al extranjero por negocios– explica el mercader su pericia a quien quiera degustar sin malicia la monserga gratuita de sus ocios.

La casa se encriptó en lo dado. Sucedieron, sin tregua, atardeceres mientras ella cumplía quehaceres, esperaba noticias de su amado.

Los amantes se despiden con prisas en las palabras de corazón puro, tres besos dolientes rasgan las brisas

¡Ah… mi pobre y hermosa Morena! En un rincón lúgubre y oscuro una mañana encontró su pena.

de aquella noche en que partiera. Ah Lorenzo… Ah mi niña Morena. ¡Si el dolor de mi pecho ficción fuera!

¿Qué planta es ésta que sus ojos ven? Tan bien huele que acaricia su tallo y rauda llévala a su cuarto, edén…


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XI La niña es hermosa cuando enarbola un reino blanco donde el dolor no es más que una escarapela en flor y el terror, una novela española. Pero toda rima entre nieblas oníricas es negra, falsa, ajena. Tiemblas sin sospechar tu condena, triste muñeca de estrategia en tablas… ¡Morena, niña, despierta! –digo. Cual demiurgo misterioso anunciarte debo que tu amado es un dulce higo. Es parte de la tierra… Árbol. Ya espino. La farola de un cuento de hadas. Un relincho de la luz. Un camino.

XII La casona se desarma en sombras… En los pasillos baila la soledad aquella música de entera orfandad. ¡El temor acuchilla en las alfombras! Esa escalera es un lamento, la platería de la sala y los cristales ya no brillan, no lucen como tales, son el vivo espejo del tormento. Este hombre, el hermano, el mercader camina como fiera enjaulada que en su andar más se deja oler. ¡Ah si yo hubiera muy antes visto lo que ese monstruo de hueso escondía: Aquí ni tragedia, clavos, ni Cristo!


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XIII Mientras vegetal crece aquel rincón, sueños la aturden ahora de verdad, enferma cae, sin gozo, sin piedad… La muerte en su colmillo de pasión. Como una invitación, esa fragancia de floral exuberancia y ambrosías envuelve la estola de sus días con la promesa de otra errancia. ¡Hasta mi rosa envidiaba en su juego ya esos pétalos de plata y nácar, ya ese dulce imantar de acero! Porque aquel verdor era de fuego, olía a bosque de mundo, a mar, a tempestuoso viento de enero.


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XIV

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Quien sabe si sonámbula o despierta, una noche abraza en el delirio a la planta en flor de su martirio, triste misal de su fiebre en puerta. ¿Qué furor de pronto así te quiebra? Tropiezas con la nada, te astillas y caes con tu maceta de rodillas, rompiendo contra el suelo aquella hiedra. Oh niña… ¿Qué encuentran tus ojos allí? ¿Qué asoma entre sangres y raíces? ¿Conocés esos cabellos de rubí? ¡Es la cabeza de tu amado entera! ¡Ay niños… si yo contara lo que ví en un poema que feliz fin tuviera!

XV Prohibido tienen los elfos entrar en contacto con el reino humano, más tiernos y frágiles que una mano, cualquier aliento los hace crepitar. No por quebrantar leyes naturales sino por frenar de la muerte la hoz a los animales del bosque di voz, para detener al fin tantos males. Ardillas, tejones y mil abejas, asisten sin domesticar su vuelo lechuzas blancas y lechuzas negras a la mansión destrozando rejas. La agonía despliega su velo en la salvaje casa de las fieras.


Niña, ¿por qué apurar la partida? ¿Por qué no despiertas en la cohorte? Si el bosque entero es tu consorte, y éste, el comienzo de tu vida… ¿Por qué aceleras el paso diestro? Aquel que los espíritus dibujan al dejar ese mundo que estrujan en su herido palpitar de fieltro. Ya la muerte la envolvió cautiva, en esa débil vida que agoniza inútil fue la cita alternativa. ¡Oh penumbra de escolar y tiza! ¡Ay Morena de espuma y hiedra del cruel soneto que me atiza!

XVII Llegados hasta aquí, preciso es decir que los pies de la destrucción cobarde bordean con astucia y alarde el abismo del amor y del vivir. En su salvaje bramido montaraz las fieras reunidas en la mansión acorralan con premura al bribón y su crimen terrible avienta sin más. En pergamino dorado apunté, al detalle tal confesión que luego a los notables del pueblo entregué. ¡Ah la justicia en celda de las cumbres tan ligera, apocada y tenue es frente a la ignominia de los hombres!

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XVIII

XIX

El hermano, el mercader, dijo así: –¡Fuera de mí bestias abisales, aquí reino sólo yo y mis males! ¡Quita tu colmillo, aguijón baladí!

La cabeza del amado muerto junto a la niña en la misma tumba fue colocada en llantos y rumbas, por aquel poblado muy antes tuerto.

¡Quita tu conciencia del dolor! Al amor lo ensarté con mi facón, y su cabeza rodó por mi faldón. Mi hermana es mía, es mi sola flor.

Lorenzo, Morena y esa hiedra que creció allí con tanto ahínco que el vegetal bosque dio un brinco en frenético despertar de piedra.

¡Bestias malditas de mi entendimiento! ¡Ella ha muerto! ¿Que haré yo ahora? ¡Insectos atenazan lo que siento!

La ola de tierra los une en su edad, con cráneos y huesos urde caminos, amorosa en su augusta piedad.

¡Yo planté la cabeza pretendiente en vasija, y lejos de su cuerpo, por abrirle al Infierno expediente!

Un lobo aúlla bajo una morera, ya mi corazón de fruta se parte, si el dolor de una vez se fuera…


XX (Canto final)

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El fin llega a todo elfo y su rosal. Pero queda un canto y su lamento, mientras vueltas da el ornamento de esa eficaz máquina musical. Espoleo tus Quevedos y tu misal, soneteo la palabra sin vergüenzas ya tus Juanas, Góngoras y Sigüenzas, se mofan de mi tarea de manual.

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¿Es preciso extraer más moraleja de este cabeceo tan primoroso que hasta el silencio suena a queja? ¿Podrán los pétalos de mi cornisa trastocar la piel de la fortaleza en cruel anhelo rosa de Artemisa?

* El presente libelo se desprende de manera parasitaria de los poemarios La señora Sh. (2009) y Nuevos episodios de la señora Sh. (2012).


PROBLEMAS Y AGENDAS DE LA HISTORIETA ARGENTINA

Ilustraciones de Víctor Hugo Asselbon.

*Laura Vazquez es doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, investigadora del CONICET y docente. Publicó El oficio de las viñetas (2010), es responsable de la sección “Ojo al Cuadrito” de la revista Fierro y dirige el Congreso Internacional Viñetas Serias (2010, 2012). Las entradas del presente artículo forman parte su reciente libro Fuera de cuadro (Agua Negra Ediciones, 2012).


Por Laura Vazquez

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UN MAPA DE SIETE PIEZAS

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1. SOBRE GUSTOS Y RAREZAS

La amenaza de un cambio en el gusto y en los cánones establecidos ha sido motivo de reacción en la pintura, pero también en el cine y en la literatura. La historia se repite siempre: lo nuevo y lo viejo entablan una disputa contradictoria y cíclica. Sin embargo, en la historieta (por lo menos, en la argentina), tal proceso de rechazo hacia «lo moderno» es inexistente. Los estilos se superponen, nos resultan familiares, y el «salto de fe» es una declaración de principios. Con esto no quiero decir —en absoluto— que no haya autores originales ni novedades en el campo, aunque, convengamos, diversidad no es ruptura. Mientras que en otras artes aquello que irrita y consterna produce movimiento y reactiva el mercado, en el medio historietístico puede dejar a la gente sin trabajo. Porque, es cierto, lo «joven» no es mejor por ser «nuevo». Sin embargo, una cosa es decir que en la producción actual no hay renovación y otra muy distinta es sostener que sí la hay cuando, en muchos casos, es una repetición de lo ya visto, pero diferente. Nunca como en esta época la industria estuvo tan ávida de la audacia de los artistas ni la rareza cotizó tan en alza. El límite, entonces, parece estar en otro lado: no hay lugar para los enfants terribles cuando predomina la estabilización del lenguaje. Lo diré sin rodeos: si por un lado son evidentes el talento, el profesionalismo y la búsqueda, por el otro, la historieta como medio sigue pareciéndose demasiado a su pasado. Una de las preguntas para hacerse es si se han agotado las potencialidades de la narrativa gráfica. A fin de cuentas, todos los lenguajes llegan a ese momento en que proclaman «su muerte». ¿En la historieta no estamos frente a una coyuntura que expresa esa «hora crítica»? Cuando Peter Greenaway afirmó que el cine había alcanzado su fin no estaba firmando un acta de defunción, sino planteando la necesidad de transformación del arte cinematográfico. Y fue la llegada del control remoto motivo suficiente para replantear las reglas del juego. Ya sabemos que la discusión sobre la muerte del montaje ha sido una constante y que el presentimiento de sus límites resultó clave para producir un nuevo cine. Pero si el cinematógrafo y la historieta son resultado del desarrollo tecnológico del siglo xix, en este último caso, el debate crítico todavía gira en torno a su hipotética especificidad antes que alrededor de su disolución y contornos. En otros términos, mientras que otros medios ya hace tiempo previeron su rehabilitación bajo otras formas, la historieta, como «arte joven», parece transitar el paso previo y, en lugar de desestabili-


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2. LA ESPECIALIDAD “DE LA CASA”

zar su lenguaje, sigue persiguiendo una relativa autonomía: la diferenciación antes que la ruptura en mil pedazos. La academización de la técnica y la autoconciencia del oficio pueden dar por resultado una producción de calidad, repetitiva, exitosa y aburrida. Cuando no se desconfía del lenguaje, el arte se torna evidente. Si la historieta devino en convención o desconcierto es algo que no puedo responder, aunque estoy convencida de que «la magia» no reside en el sistema ni en las jerarquías. Y es el lenguaje el que debe adaptarse al autor, y no a la inversa.

| La academización de la técnica y la autoconciencia del oficio pueden dar por resultado una producción de calidad, repetitiva, exitosa y aburrida. Cuando no se desconfía del lenguaje, el arte se torna evidente. |

Con frecuencia oigo hablar de la falta de oportunismo editorial en el mercado de historietas. Es cierto. Los editores no están «viendo el negocio». Pero la pregunta no es por qué no advierten que la historieta es rentable, sino qué cambios se produjeron en los procesos de edición de este medio. Mientras que, tradicionalmente, el editor de historietas encarnaba el modelo de un trabajador de la industria (casi siempre, un dibujante o devoto admirador del rubro), el potencial editor deberá adecuarse a las nuevas reglas del campo: las historietas que publique no se leerán en el baño. Y, lo que es más, la empresa supondrá una inversión riesgosa y a largo plazo. Editar historietas se volvió una actividad en la cual la incertidumbre y el azar no deberían preocupar a sus inversores. El consumo de historietas (novelas gráficas, ediciones de autor, álbumes de lujo) se volvió una práctica legitimante y «desinteresada». No veo por qué los editores van a desistir de contribuir a este circuito. Entonces no es que las empresas editoriales excluyan per se al mercado masivo y popular, sino que, para responder a la demanda existente, todo indica que deben ir contra la vulgarización de la obra, las grandes tiradas y el elevado volumen de producción. En este sentido, construir un buen catálogo supone una selección precisa, sesgada y restringida: autores que ganen premios, publiquen «afuera» y, en lo posible, sean reconocidos por su firma antes que por su obra. A excepción de las tiras gráficas publicadas en los diarios o


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3. COSA DE MINAS

de algunas historietas humorísticas que siguen la lógica que dicta el mercado, la historieta dejó de ser un género popular. Soy consciente de lo provocativa que puede sonar la sentencia, pero el consumo de historietas devino en placer estético y narcisista y, guste o no a quienes aman o hacen este arte, ir en sentido contrario afecta sus propios intereses. Los libros de historietas, y no sólo sus contenidos, transmiten información sobre su modo de empleo. Los distintos aspectos del diseño, los títulos, la tapa, el papel, indican que ese libro no puede ser barato. Lo sustancial, en el campo de la historieta, es que han cambiado los principios de percepción convenientes. En este universo exclusivo y elitista no se desea suprimir las diferencias. Por el contrario, las nuevas reglas de funcionamiento parecen ir en sentido inverso. A pesar de los propios historietistas, que seguirán apelando a la masividad y al gran público, la historieta abandonó su función práctica y utilitaria: difícilmente se consuma por el mero placer del entretenimiento o se adquiera con fines didácticos y formativos. La vieja fórmula editorial que oponía un tipo de publicación a otra «para leer historietas sin vergüenza» caducó por completo. Ya no tiene sentido echar mano de desgastadas astucias comerciales para diferenciar calidad y cantidad, precio y duración. La razón más obvia es que carecemos de un mercado de publicaciones competitivo. La menos evidente es que el cambio de hábito de los lectores, sus preferencias y sus gustos obligan a repensar el sentido de la estrategia.

Las nuevas perspectivas de los estudios de género cuestionan la adscripción exclusiva al universo de representaciones de «lo femenino» y «lo masculino». El desplazamiento y la bifurcación de fronteras movilizan un conjunto de imágenes, configuraciones y estereotipos. La ambigüedad, la bisexualidad y la intersexualidad aparecen allí como una herramienta valiosa para disputar normas y prácticas diferenciadas. Ya sabemos que el género no es expresión del sexo y que los atributos de la identidad sexual son establecidos por la cultura. Entonces ¿por qué hacer una revista de y para mujeres? ¿Un sitio o blog de mujeres? ¿Una mesa redonda de mujeres? Las categorías «femenino»/«masculino» son taxonomías irrelevantes. Después de todo, en los últimos años, la representación de «otra mujer» en la historieta argentina vino de la mano de un hombre: Dora, creada por Ignacio Minaverry, serializada en Fierro y recopilada por Editorial Común. Ya no se trata de pensar si una historieta reproduce o no la ideología patriarcal, sino de ampliar los márgenes de construcción de la femineidad. A mediados de los ochenta, el espacio de resistencia que desde las páginas de Fierro propició «Sin novedad en el frente», la historieta de Patricia Breccia, fue clave para resquebrajar el discurso dominante. Otros cuerpos, identidades y visiones de mundo salieron al ruedo. Porque, al final, ellas cohabitan. Las Pochitas Morfoni con las Ramonas, las Mafaldas con las Susanitas, las Mujeres Sentadas con las Claras de Noche, las


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4. EL FIN DE LA AVENTURA

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Bárbaras con las Martitas, las histéricas de Maitena con las Pampitas. Hace un tiempo en una muestra de historieta y humor gráfico me sorprendió ver una travesti. No fui la única “afectada” por la situación. Horas después, en una pizzería de Corrientes, fue el comentario de la mesa. El punto es interesante. Alguien dijo: «Al ambiente le faltaba glamour. Faltaba un “trava” para estar completos». El juicio, por extraño que parezca, es certero. En otros medios y campos —las artes plásticas, el cine, la literatura, la fotografía y la televisión—, la diversidad llega antes. En la historieta, cierto anacronismo histórico o modernidad desfasada llevó a que, prácticamente hasta la década de los sesenta, el único dibujante abiertamente homosexual fuera Copi, quien no por nada vivía en Francia y era el más transgresor de todos. Predisponerse a contar «desde lo femenino», «con una mirada femenina», no es una buena estrategia. La guionista o la dibujante que encare un proyecto en este medio es, antes que nada, una laburante. Bastante tiene ya que lidiar con el tablero como para que se le pida, además, que dibuje como mina pero no piense como una. Al final del camino, los resultados estarán a la vista. Asumir este desafío de superación individual y profesional es un gesto político. Más doloroso, difícil y complejo que sacar una revista de mujeres, pegarle a Maitena o participar de una «mesa femenina». Las historietistas ya se abrieron paso. La calidad es despareja, pero están. Nos pueden gustar más o menos. Son un ejército, sí, pero de individualidades: “no de minitas”.

¿Realmente asistimos al fin de la aventura? Es posible que sólo sea el fin de «La Aventura» tal y como la definimos (o «vivimos» y recordamos en nuestra infancia), pero aceptemos el desplazamiento de los términos y conceptos. Tradicionalmente, una buena aventura debía desprenderse del contexto de la vida, debía discurrir al margen de la continuidad y, por su naturaleza específica, constituía una forma del experimentar. La ficción actual ya no parece perseguir los mismos ideales. Ya no tememos a una invasión extraterrestre, ni la Guerra Fría, ni a los monstruos de dos cabezas ni, mucho menos, a los pieles rojas. Ese «otro» especular e imprescindible para que la aventura adquiera sentido se parece bastante a nosotros mismos. Afuera no hay nada amenazador (a excepción de la mitología terrorista) y el enemigo se desliza en el reino de la comodidad y la seguridad. Estoy convencida de que una novela gráfica cuyo autor relatase sus ataques de pánico vendería más que una buena historia de marcianos. En los últimos años, la inmediatez del testimonio y del documento gana pasos a la ficción. El repliegue hacia el nombre cobra una dimensión nueva: porque no se trata de evocar ni de rememorar nada y son escasas las miradas retrospectivas. La fórmula narrativa predominante parece contar un futuro sin utopías: un presente donde el azar y el suceso ya tuvieron lugar. Y ello es porque la noción misma de realismo se ha transformado. En un mundo sin superhéroes ni villanos ya no hay instancias trascendentales para contar una historia: «Me levanto, me cepillo los dientes, desayuno, voy a trabajo,

veo a mi novio, vamos al cine y me vuelvo a acostar». Esta subordinación al yo, ese hablar de sí mismo (donde los detalles son significativos porque la totalidad no alcanza su forma), es también hablar de alguien que no está del todo seguro de quién es. Como en los diarios íntimos de una adolescente, donde los dramas más terribles oscilan entre el odio crónico a los padres, los frecuentes «me dejó mi novio» y los (aún más frecuentes) «me volví a enamorar». En la historieta, la mayoría de esos relatos se vuelven insufribles. El desenfrenado egotismo de nuestro siglo, el culto romántico al yo de los artistas y la promoción del relato autobiográfico parecen decirnos que exponernos (contarlo todo, decirlo todo, exhibirnos) es una buena estrategia para ser publicados y reconocidos. Probablemente este sea uno de los motivos (aunque no el único) del ocaso del género de aventuras. Ya mucho se ha reflexionado sobre el giro autobiográfico que tomó la literatura argentina de los últimos años; movimiento visible no sólo en la edición de escrituras íntimas (confesiones, cartas y diarios) y en la expansión de blogs de escritores, sino también en relatos, novelas y hasta ensayos críticos e históricos. Y entonces, la historieta también se hizo cargo de una tendencia del mercado.

| A excepción de las tiras gráficas publicadas en los diarios o de algunas historietas humorísticas que siguen la lógica que dicta el mercado, la historieta dejó de ser un género popular. |


La práctica del coleccionismo está ligada a una aventura extenuante. A un pasatiempo, placer o manía siempre inacabado e imperfecto: los recorridos por las librerías de viejo en búsqueda de una totalidad imposible. Ser cazador de ofertas y usados es estar siempre insatisfecho. No hay colecciones completas, el trabajo es acumulativo y el orden siempre está amenazado. Mis primeras incursiones por estos locales atiborrados de ediciones baratas y populares no salieron de lo previsto: de Callao a la 9 de Julio (sin cruzar), ida y vuelta por Corrientes. Egresada 1990, los primeros viajes a «la Capital» perpetuaron un rito extraordinario: entre mis placeres privados y vicios públicos favoritos ocupa un lugar privilegiado la compra de revistas de segunda mano. El plan era casi siempre el mismo: salir por la tarde, revolver los estantes bajos de las librerías, encontrar «el elegido», meterme en un bar con baño y en buenas condiciones (era indispensable que tuviera espejo), cambiarme de ropa y alistarme para la noche. Entre rímel, tacos y una mochila que ocultaba la «joya» conquistada pasaba mi noche de sábado. Y nunca era lo mismo volver a casa con las manos vacías. Así compré, por azar e intuición, la «Biblioteca de Ciencia Ficción» de Hyspamérica y varias revistas de Editorial Frontera. Luego, seguí con De la Flor, Quinterno y García Ferré. Todavía no pedía descuento por cantidad. La habilidad del regateo vino después, cuando, volviendo a los mismos sitios, nadie había conquistado esa maravillosa edición de Mort Cinder; nadie se había avivado de que, entre las revis-

tas de labores y las de crucigramas, había una Corto Maltés en perfecto estado, o que llevando un Crimen y castigo podías reclamar una Patoruzú a mitad de precio. Todavía eran tiempos en los que la historieta no era tema de estudio universitario y el terreno no había sido arrasado por becarios del Conicet. Por entonces, los puesteros del parque Rivadavia y del Centenario no embolsaban a Oski y lo vendían a precio oro. El entrenamiento fue mejorando con los años, y el circuito se amplió a distintos barrios de Buenos Aires, ciudades del interior y una agenda de contactos: coleccionistas, vendedores de usados y libreros. Con el tiempo vinieron Internet, Mercado Libre, Amazon, y explotó la compraventa. Ya no era cuestión de llegar primero al puesto para hacerse de la revista deseada ni alcanzaban el ojo clínico o la destreza para el negocio y el trueque. Los usuarios más rápidos de la Red no siempre coinciden con los amantes de libros. El acto casi compulsivo de recorrer librerías de viejo cada vez que llego a un nuevo lugar (e incluso, durante las vacaciones) me produce algunas contradicciones. Cada tanto miro mi biblioteca y pienso: “es hora de donar todo a una biblioteca pública”. Al decir verdad, esa sensación de “convivir con los muertos” no me hace mucha gracia. Hay un cuento de Mc Ewan esclarecedor sobre este punto. Cuando la esposa de un anticuario reprimido y neurótico lo insulta, pidiéndole sexo y pasión, lo humilla diciéndole: “te arrastras sobre la historia como una mosca sobre el excremento”. Esa revista que conseguí de rebaja y que ya nadie reclama, me convierte en una mosca.

La competencia entre dos clientes se mide en clics de distancia: gana el que llega antes a cargar los números de su tarjeta de crédito. Ese desafío ya no me resultó tan atractivo, ni tampoco la oferta en un mercado que se cotiza en alza. El acto de comprar una revista vendida al mejor postor por Internet no se iguala al de hallar entre el polvo y los ácaros, y en el último estante de una librería rosarina, un Inodoro Pereyra, primera edición, con dedicatoria y, entre sus páginas, una fotografía.

| El desenfrenado egotismo de nuestro siglo, el culto romántico al yo de los artistas y la promoción del relato autobiográfico parecen decirnos que exponernos (contarlo todo, decirlo todo, exhibirnos) es una buena estrategia para ser publicados y reconocidos. Probablemente este sea uno de los motivos (aunque no el único) del ocaso del género de aventuras.|

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5. COLECCIÓN Y RECUERDO

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6. RETRO DORADO Y CULTURA VINTAGE

La cultura de masas de la primera mitad del siglo xx funcionó para muchos intelectuales como «cantera» de posibilidades para leer los signos de la modernización nacional. Allí donde otras voces interpretaban fenómenos de dependencia cultural, imperialismo e imposición de prácticas y gustos, los intelectuales peronistas buscaron descifrar en los medios y en los márgenes de la cultura formas de resistencia y autonomía nacional. Escritores, dibujantes y periodistas provenientes de las clases bajas de la sociedad accedieron a la industria de cultura. Y esa profesionalización e ingreso al mercado de bienes culturales sólo puede entenderse si reponemos el horizonte de intereses y las expectativas de movilidad social. Durante esa etapa, un hijo del proletariado urbano podía salir relojero o historietista, mecánico o dibujante. Las opciones estaban echadas sobre la mesa: bastaba con talento, sacrificio y constancia. Ahora sabemos que la cosa es más compleja: el famoso batacazo es más que un «golpe de suerte» y la carrera no es tan promisoria como parece. Quizás por ello, exista consenso acerca de una llamada «edad de oro de la historieta argentina»: porque quienes la vivieron (autores, lectores, intelectuales y críticos) formaron parte de las bonanzas de la política peronista. Sin embargo, cabe agudizar la mirada y observar en qué medida las políticas de Estado y las condiciones del mercado alentaron el crecimiento y la diversificación de la industria de la historieta. La aceptación de un tiempo dorado basado en el crecimiento exponencial de la edición merece una discusión, ya que esas lecturas contrastan con la casi inexistencia de estudios sobre las políticas concretas del gobierno en materia de industria editorial. Por otro lado, ese tiempo dorado es traducido como «industria nacional».

Y allí está la trampa argumentativa donde lo ideológico cobra un sentido central. ¿Fue la historieta de los años de oro nacional y popular? ¿Y en qué medida los géneros y formas de la industria editorial historietística dieron lugar a transformaciones, desvíos y resistencias? No es mi interés reponer este problema amplio de la cultura argentina, pero sí señalar que no siempre la relación medios/industria/sectores populares tiene un carácter «positivo». Las inflexiones tuvieron lugar durante la «década peronista» (que va de 1946 a 1955), cuando una masa de trabajadores y profesionales se incorporó de manera productiva a la industria cultural: los medios gráficos, el cine, la industria discográfica, la publicidad, la radio y, en la década de los cincuenta, la televisión. En este marco, cobra especial importancia el desarrollo de un mercado de revistas de historietas. A comienzos de los setenta, los enfoques sobre historia de la historieta introducen como hilo conductor la cuestión de lo nacional popular. La explicación habría que buscarla en el proceso histórico y cultural que atraviesa la Argentina a partir de ese momento. Entonces, lo que es necesario revisar es hasta qué punto podemos seguir hablando de «lo nacional y popular», cuando la categoría estuvo ligada a las bondades de una industria que permitió el ascenso de las clases populares y a la inclusión de los «lenguajes menores» y «literaturas marginales» en el circuito de cultura. Hoy día, más cercano al «retropop» que a un dato de la realidad, el concepto tiene un efecto vintage. Y, en este sentido, ser «nac & pop» es más un estilo y un efecto de discurso que la construcción de la diferencia o un modo de producción específico.


En el campo de la historieta, ser parte es casi lo mismo que estar y permanecer. Y es tan fácil entrar como salir. No se requieren credenciales ni gustos cultivados o consciencia de la desposesión. Planteemos una diferencia respecto del funcionamiento de otros circuitos culturales. La historieta actual está más cerca del teatro off y del cine independiente (pienso en el Bafici o las puestas de Alternativa Teatral) que de las reglas y disposiciones que rigen campos como la literatura o las artes plásticas. La situación no es nueva y hay que remitirse a los noventa. La autogestión, las revistas independientes y el movimiento de fanzines generaron prácticas colectivas que hicieron de los encuentros (Leyendas, los eventos de la Asociación de Historietas Independientes, Fantabaires) un espacio estratégico. Como en el ambiente del rock, en la historieta también surgió «el aguante». Entre ese estar y permanecer y ese sentido de comunidad y camaradería se van armando las identidades. Las cosas no cambiaron tanto desde entonces. La historieta es un campo endogámico, casi una cofradía de desconocidos amigables que se ven varias veces al año, cruzan abrazos, toman una copa y terminan, con suerte, en una buena parrilla. Se puede hablar del último libro de Gustavo Sala, del nuevo chisme nunca confirmado, de lo grande que es Liniers, de lo incorrecto que es Nik y de pavadas por el estilo. Los novatos siguen reglas de deferencia y rituales de formación porque, créase o no, el campo de la historieta construye jerarquías como cualquier otro. Afirmados en un nosotros que valora, sin embargo, la diferencia, los historietistas fundan rituales de celebración y consagración basados en principios de legitimidad específicos. La división entre el amateur y el consagrado se rige por posiciones basadas en la lógica del mercado. Más allá de esos principios diferenciadores, críticos, profesionales, recién llegados y «maestros» comparten rituales de sociabilización y fraternidad. Por lo tanto, ¿qué conserva (o hereda) un evento de historietas de prácticas como las muestras de arte? O mejor aún: ¿cuál es el desvío?

| Oscar Masotta estaba convencido de que había que jerarquizar el medio. Ya no estamos tan seguros de eso. Ni de que el Estado y el mercado sigan en el mismo sitio. |

Partamos, entonces, de la diferencia: en los museos y las galerías de arte aún la entrada libre es una entrada facultativa. Pierre Bourdieu y Alain Darbel escribieron un libro maravilloso sobre el público de los museos y señalaban que el «amor al arte» es la marca de la elección que aparta. Es por ello que estos espacios traicionan (como el shopping, agrego), porque refuerzan en unos el sentimiento de pertenencia, y en los otros, el sentimiento de exclusión. Por el contrario, los eventos de historietas exigen muy poco a su público. Aunque las viñetas se amplíen, se exhiban planchas de originales y se monten bocetos sobre bastidores, la ilusión dura poco. Tenía razón Hugo Pratt cuando decía que, aunque Roy Lichtenstein ampliara cien veces un cuadrito, seguiríamos frente a una historieta. En este sentido, el mayor intento de conciliación entre la institución artística y la cultura de masas o entre arte e historieta (como si no fueran homologables) tuvo lugar en la Bienal Internacional en el Di Tella (1968). Oscar Masotta estaba convencido de que había que jerarquizar el medio. Ya no estamos tan seguros de eso. Ni de que el Estado y el mercado sigan en el mismo sitio. Los tiempos cambian y las revistas de historietas no están en los quioscos, los lectores se transforman en público, los profesionales —además de contar buenas historias— tienen que ser populares y ofrecer buenos shows y hasta es posible que una página de Fontanarrosa se exhiba en el museo; fenómenos que no son buenos ni malos en sí mismos. Como todo bien escaso, la historieta se legitima y se valora en el mercado del gusto refinado y el circuito restringido. La reproducción de Los girasoles de Van Gogh en un hogar obrero y el cuadrito de Solano López (un original de El Eternauta) en el living de un reconocido crítico de arte algo nos deben estar diciendo de la transformación de la cultura.

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7. VERNISAGE

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POR CECILIA PALMEIRO

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Néstor cumple, Rosita dignifica

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Notas sobre las Jornadas Perlongher: veinte años después (Biblioteca Nacional, 27 y 28 de noviembre de 2012, Ciudad de Buenos Aires). Flor de la V, la primera dama trans de la Argentina, posa en la tapa de Gente bautizando a sus dos hijos junto con su marido en una iglesia. Ella no aspira a ser una sex symbol, sino una Señora. Antes de dejar de hablar de su identidad como para olvidar el hecho de que es una mujer devenida, más molar que molecular, cuando alguien le preguntó cuál era su meta en la vida, ella dijo que su sueño ya era realidad porque había pasado de un puto pobre de provincia a ser una de las mujeres mejor vestidas de la Argentina. Ahora, que tiene su propio programa de televisión dirigido a la familia, reemplazando el original Hola Susana, cuando no los clásicos almuerzos de la Señora Mirtha Legrand de Tinaire (lo mismo que a Rosita L. de Grossman, a las señoras bien les gusta usar el nombre de casadas, cosa que Flor no hace simplemente porque su nombre es una marca registrada). Aparentemente, para ser una diva, categoría que en nuestro país tiene como referentes a los dos dinosaurios mencionados, ella tiene que ir lo más a la derecha posible: contra las drogas, contra la promiscuidad, defendiendo los intereses de la clase alta con la que quiere mimetizarse y, sobre todo, a

favor de la Familia. Y hasta de la Iglesia. Tal el precio de la mercantilización de las identidades: la familia argentina almuerza viendo un “show de travestis” donde el modelo femenino que se mimetiza es el de la Señora de su casa, y se refuerzan los valores más reaccionarios: tradición, familia, propiedad. No estamos tan lejos de lo que la ponencia de Ariel Schettini sobre Perlongher y el portuñol adelantaba no sin espanto: que luego de entrar al ejército, los gays querrían entrar a la Iglesia. Como en Estados Unidos, donde el hecho de que putos y tortas, antes reprimidos y ninguneados, quieran y puedan ahora sumarse a las filas de sus propios represores, es considerado una victoria del movimiento LGBT, y como acá, donde luego de 40 años de lucha, el activismo tiene entre sus mayores victorias haber llegado al “yugo conyugal” (Schettini) o al “matrimonio obligatorio”, como lo dijo la Presidenta en un acto fallido que denunciaba el dispositivo de control que subyace a todo derecho. La idea de las Jornadas Perlongher no era producir una canonización indeseada, neutralizadora, como advirtió la diosa Marlene Wayar, activista y editora de El Teje. Se trataba más bien de tomar la Biblioteca Nacional para hacer chocar el discurso institucionalizado de la identidad, de la corrección política conservadora y del canon literario con un pensamiento libertario, radical hasta las últimas consecuencias. Felizmente, gracias a los aportes de los expositores y del público, se abrieron líneas de debate urgentes para la agenda del presente: el derecho a la soberanía sobre el propio cuerpo (coger con quien unx quiera, cambiar de género, drogarse, abortar son cosas que tenemos que poder hacer si queremos, sin ir presxs). Pero también publicar y escribir lo que se nos antoje, buscar en la literatura modos de transformación de la vida. Y en ese sentido, Cangi señalaba en Perlongher la emergencia de cuerpos que insisten en otro reparto político del mundo. Damian Ríos tiró una línea clave: Perlongher habilita. Nos habilita a pensar fuera del sentido común de la política molar para pensar la lógica del capitalismo contemporáneo desde su unidad mínima, la subjetividad, de cuya mutación dependen las transformaciones a escala macro (la ley, la economía, la cultura). Perlongher habilita la locura y el delirio, coincidieron


genos, inocuos para el cuerpo y altamente recomendables para el alma), sus derivados químicos como el LSD, el éxtasis, o el MDMA (las drogas de diseño), las drogas legales que administran las adicciones de manera de alimentar una industria de monstruos monopólicos, y las drogas “capitalistas”, la cocaína que provee de la energía extra necesaria para no parar: para seguir trabajando o bien consumiendo (alcohol, otras drogas, tabaco o lo que sea), y los menos glamorosos paco, crack, pasta base y otros derivados mas económicos de la merca, que también pueden ser llamadas drogas “matapobres”. Se trataría de diferenciar venenos de medicinas. Perlongher nos habilita a pensar el fenómeno de las drogas en términos económicos y de deseo, como un problema de clase y de género: el discurso moral sobre las drogas, que esconde los verdaderos motivos económicos de su interdicción, legitima la masacre de jóvenes varones de clases populares a nivel masivo, particularmente en América Latina en relación con la cocaína. Es la misma “Moral sexual de la Argentina”, de la que hablaba el documento homónimo del Grupo Política Sexual de los 70, donde junto con la Rosa activaban Sarita Torres y Osvaldo Baigorria (quien señaló el lado punk de su amigo, cuando como un DJ pasó una versión punk rock de “Cadáveres”). Esa moral es la misma que condena las drogas y el aborto a la ilegalidad y ejecuta un feminicidio, como recalcó Mabel Bellucci, activista feminista queer. En su exposición mencionó también otra nueva minoría maldita: los defensores de la liberación sexual

Collages de Jorge Sánchez.

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los poetas y editores Gabriela Bejerman, Cecilia Pavón, Francisco Garamona y Washington Cucurto, quienes tomando el modelo de la poesía joven del desbunde brasileño que vivió Perlongher, se autogestionaron su propia industria contracultural, más cerca de la feria que del mercado, a partir de la cual se recicló el paisaje editorial latinoamericano. Ellos encontraron en Perlongher la habilitación. Tal palabra refiere tanto al mundo de las drogas (habilitar significa, en una jerga como la de “Evita vive”, convidar), como al universo del control asfixiante al que nos somete el gobierno de la ciudad de Buenos Aires (a tono con la onda global de control absoluto), que a falta de edictos usa el dudoso tema de las habilitaciones de los locales para controlar las actividades creativas y recreativas de los jóvenes y de todos los que quieran vivir de ese modo. (Recuerdo que cuando presentamos mi libro Desbunde y Felicidad en Tu Rito, un local de arte oculto en una galería comercial, tuvimos que salir corriendo de los inspectores y la cana de Macri.) En todo caso es una acción que abre espacio para los demás: Perlongher habilitó el delirio para que los que vinieron después pudieran inventar una nueva literatura y nuevas formas de vida. Cuando la lengua se vuelve loca deja salir a los monstruos, sugirió Jorge Panesi en su ensayo “Cosa de locas: las lenguas de Néstor Perlongher”, donde hace delirar al perlongher de “El sexo de las locas” sobre sí mismo. El delirio es lo opuesto del mito y bajo esa lógica interviene la historia para inyectarle una sobredosis de deseo, embarrándola (“Evita vive”, “Cadáveres”). Esas formas creativas de la locura se relacionan también con las iluminaciones narcóticas, aquellos estados en los que la consciencia se abre a lo nuevo, a lo inesperado: algo de eso pasa cuando uno lee a La Néstor (así concluimos en la mesa de política que había que llamarlo). Perlongher convoca a volverse loca, pero esa locura no es destructiva sino iluminadora. En el corazón de su última poesía está el viaje de ayahuasca como motor de visiones y revelaciones. El ensayo que leyó Roberto Echavarren (“El azar y la droga”) aborda la faceta selvático-medicinal de las imágenes neobarrosas de Aguas aéreas y el Chorreo de las iluminaciones. Justamente, el debate actual sobre la despenalizacion del consumo y/o producción y distribuición de drogas necesita establecer diferencias entre las drogas medicinales (las americanas como la ayahuasca, el peyote, o el San Pedro, pero también la marihuana, el floripondio y los hongos alucinó-

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de menores. Cada época tiene su chivo expiatorio, su minoría maldita: ahora que lxs trans son reconocidxs como ciudadanxs (de segunda, ya que sin ninguna inclusión social), quedan los “pedófilos”. Sin embargo, habría que preguntarse, ¿qué subyace debajo del tabú sobre la sexualidad de los adolescentes? Perlongher fue un maestro en el arte de desarticular el pensamiento binario: cuando había dos términos en tensión, él siempre los hacía explotar (en tres o en mil). Así su escritura logró, de acuerdo con Tamara Kamenzsain, sacar a la literatura argentina de un dualismo poco productivo: la clásica oposición entre arte comprometido y arte autónomo, Boedo y Florida (también resuelta en Belleza y Felicidad) por su efecto neobarroso, que se lanza hacia el futuro en plan neoborroso. Pero no sólo se habló de política a escala micro, sino también, y desde esa perspectiva, a escala macro, uno de los mayores desafíos del debate. Omar Espíndola, de Putos Peronistas, hizo una reivindicación en clave militante, no activista, del pensamiento de la Rosa, especialmente en la época del Frente de Liberación Homosexual. Se trata para ellos de una alianza frustrada en los 70 pero redimida ahora: una articulación entre desigualdad y diferencia: el peronismo de base y los putos, tortas y travas del pueblo. En 1973 algunos miembros del FLH fueron a Ezeiza a recibir a Perón con un cartel que rezaba: “Para que reine en el pueblo el amor y la igualdad”. Era un verso olvidado de la Marcha Peronista, que para los

PP, como en una imagen dialéctica del pasado redimido, se vuelve legible en la administración Kirchner y sus leyes de ampliación de las libertades civiles. La mesa de política coincidió en que no se trata de saber, a la manera de un médium, qué pensaría la Néstor del kirchnerismo (ya sabemos lo que pensaba del matrimonio igualitario porque lo previó hace más de veinte años), sino de usar sus herramientas para un pensamiento crítico, más cerca del delirio que del mito. Pensarlo desde la perspectiva del deseo. Creo que “Evita vive” sienta un precedente, y espero que dentro de unos años alguna atrevida escriba “Cristina Vive” (“Néstor Vive” ya lo escribió Cucurto como poema). Las ponencias, las charlas, los chistes, las cosas de locas que ocurrieron esos dos días en la Biblioteca, no sólo actualizaron el pensamiento indomable de Perlongher, sino que nos arengaron a imaginar nuevas fantasías y proyectos. En un after en la librería La Internacional Argentina (presentando la biografía de Néstor Sánchez por Osvaldo Baigorria) se deliró con la fundación de La Néstor Perlongher, una agrupación en contra del matrimonio civil, a favor de la despenalización de las drogas y del aborto (una vez con ese terreno allanado, iríamos por la propiedad privada). Sobre todo, las Jornadas dejaron en claro que finalmente el sujeto de su escritura somos nosotrxs, lxs que deliramos leyéndolo, y jugamos a otra vida posible: color de rosa.


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Zombies en Pu谩n, por Eiti Leda y Gilim贸n.


14 BOCADESAPO ISSN 1514-8351


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