BOCA DE SAPO Nº15

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Revista de arte, literatura y pensamiento

Reseñas 2010-2013 Anna Rossell, Fabián Soberón, Jimena Néspolo, Karina Wainschenker, Julieta Lerman, Rosana Koch, Natalia Gelós, J.S. de Montfort, Walter Romero, Laura Cabezas, Rosa Chalkho, Ana Ojeda, Marcos Seifert, Ramiro Segura, Felipe Benegas Lynch, Silvana López, Pablo Manzano, Mauro Peverelli, Marcelo Damiani, Julieta Tonello, Christian Martí-Menzel, Marta Aponte Alsina, Leticia Moneta, Marcos Herrera, Rosana Guardalá, Ignacio Bosero, Diego Niemetz, Laura Mombello, Nicolás Hochman, Sandra Gasparini, Matías Scafati, Gisela Heffes, Nicolás A. Chiavarino, Marisa do Brito Barrote, Diego Bentivegna, Adriana Mancini, Carlos Maslaton.

Tercera época | año XIV | Nº15 | Mayo 2013

15 BOCADESAPO


15 Tercera época | año XIV | Nº15 | Mayo 2013

AUTORES, ARTISTAS Y PENSADORES RESEÑADOS

Arthur Schnitzler - John Banville - Ödön von Horváth - Marc Augé - Richard Ford Stella Manaut - Mariano Caligaris - Mauro Molina - Tamara Kamenszain Virginia Woolf - Alejandro Zambra - Bernhard Schlink - María Zambrano Susana Cella - Sylvia Molloy - Martin Mosebach - Luiz Ruffato - Hermann Ungar Pierre Bergounioux - Alberto Vanasco - Shirli Gilbert - Esteban Bertola - Valentí Puig Roberto Bazlen - Alicia Genovese - Ernesto Mallo - Lionel Shriver - Lynne Ramsay Marie Darrieussecq - José Manuel Lucía Megías - Belén Iannuzzi Louis Ferdinand Céline - Anne Huffschmitd - Valeria Durán - Paul Virilio - Bob Dylan Julian Maclaren Ross - Roberto Ferro - Josefina Licitra - Muriel Spark - Luisa Valenzuela Guillaume Apollinaire - Lázaro Covadlo - Natalia Gelós - John Berger Pierre Bergounioux - Juan Martínez Moro - Patricio Pron - Friedrich Christian Delius Héctor Libertella - Marcelo Cohen - Clarice Lispector - Emmanuel Carrerère Karina Androvich - Daniel Jorge Fernández - Peter Handke - Gloria Lenardón Marta Ortiz - Juan Manuel Mora Fandos - Sjón - Diego Fischerman - Julian Barnes Jorge Consiglio - Juan José Mendoza - Friedrich Dürrenmatt - José Fraguas Salvador Sanz - Cristina Feijóo - Juan Villoro - Herbert Read - Jorge Carrión Leonard Cohen - Jimena Néspolo - Rafael Rubio - Fritz Breithaupt - Matías Capelli Friedrich Torberg - Marcelo Damiani - Banana Yoshimoto - Damián Tabarovsky César Aira - Armonía Somers - Osvaldo Bossi - William L. Shirer - Luis Sagasti Cristina Jarillot Rodal - Martín De Ambrosio - Pablo Pineau - Fernando Spiner Maximiliano Crespi - Hebe Uhart - Walter Mario Delrio - María Martoccia María Negroni - Kader Abdolah - Javier Gomá Lanzón - Odilon Redon - Pablo Larraín Raúl Eguizábal - Carlos Dámaso Martínez - Martin Seel - Marcela Aguilar Julián Rodríguez - Jin Joo Chun - Marie Vaudescal - Alejandra Karageorgiu Sibylle Lewitscharoff - Carlos Schilling - Cristina Iglesia - Fabián Zylberman María Rosa Lojo - Luciano Lamberti - Graciela Montaldo - Juan Martini - Sergio Olguín Pablo Katchadjian - Marisa González de Oleaga - Ernesto Bohoslavsky Marcos Rosenzvaig - Rodolfo Palacios - Marcel Beyer - Ricardo Piglia - Max Gurian Mariano García - Leila Guerriero - Pascal Quignard - Manuel Puig - Albert Lladó Daniel Llamas - Juan Rodolfo Wilcock - Sonia Budassi - Antonio Oviedo - Martín Kohan Ivonne Bordelois - Boris Vian - Rebecca Miller - Fabián Casas - María Teresa Andruetto Cecilia Romana - Sergio Bianchi - Facundo Ruiz - Irene Sola - Pola Oloixarac Analía Hounie - Amos Tutuola - Marcos Herrera - Ricardo H. Herrera - Federico Levín

STAFF

DIRECTORA Jimena Néspolo

SECRETARIO DE REDACCIÓN Felipe Benegas Lynch

CONSEJO DE DIRECCIÓN Diego Bentivegna - Emanuele Coccia Claudia Feld - Gisela Heffes - Walter Romero

JEFE DE ARTE Jorge Sánchez

DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN Mariana Sissia

ILUSTRADORES Paula Adamo - Víctor Hugo Asselbon Santiago Iturralde - Florencia Scafati Salvador Sanz

E-mail: redaccion@bocadesapo.com.ar suscripcion@bocadesapo.com.ar prensa@bocadesapo.com.ar Editor responsable: Jimena Néspolo Dirección de envíos postales: El tema musical que acompaña el flash-book de este número especial de BOCADESAPO es “J´attendrai”: arre-

Casilla de correo N°60, Pedro Lagrave 451,

glos e interpretación de Leo Scafati.

(1629) Pilar, Pcia. de Buenos Aires

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EDITORIAL

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esde marzo de 2010 hasta enero de 2013 se publicaron en la agenda y en el blog de reseñas de la Revista BOCADESAPO los textos que componen este volumen. Lo que empezó como “miércoles de reseña” se fue enriqueciendo con otras variantes como “crítica de cine”, “crítica de teatro”, “crítica musical”, “crónica”, “opinión”, “entrevista”, “ensayo-ficción”. El factor común, más allá de las etiquetas que se usaron para clasificar los textos, es el espíritu de colaboración. El blog de reseñas se convirtió en un espacio para compartir miradas, que aun hoy conservan su ímpetu crítico y su actualidad. Por eso nos pareció importante que no se perdiera ese material colectivo en las solapas de la web: era necesario reunir todos los trabajos en un mismo plano. Los nombres de los colaboradores salen de la nube de etiquetas y pasan a marcar la sucesión diversa de lecturas a través de estos tres años. “El oficio del lector”, “El desconcierto del presente”, “El ejercicio de leer” son sólo algunos de los títulos que sirven para ilustrar lo que se ha elaborado durante este tiempo. Quien remonte estas páginas se encontrará con textos que revelan la lectura paciente y crítica de un vasto abanico de autores, algunos consagrados, otros emergentes; algunos publicados por grandes editoriales, otros por pequeños sellos independientes. Los géneros frecuentados varían: poesía, novela, ensayo, literatura infantil, música, teatro. Es una constante la reflexión acerca de una gran variedad de fenómenos culturales, que inspiraron columnas de opinión, decálogos, “textículos” y hasta tiras de “Humor crónico”. Optamos por ordenar el material cronológicamente de adelante hacia atrás. Los recorridos, sin embargo, son múltiples e impredecibles. Nunca se sabe hacia adónde pueden conducir los emprendimientos colectivos. Estas páginas son la prueba de que una buena idea, sumada a la creatividad y a la generosidad de quienes creyeron en ella, puede dar buenos resultados. Desde los “miércoles de reseña” hasta el número 14 de la revista, el blog ha sido un excelente contrapunto para cada ejemplar de Boca de Sapo. Este número especial es el merecido homenaje al trabajo de todos los colaboradores. Expresamos aquí nuestra gratitud para todos ellos con la certeza de que su aporte nos deja un cuadro elocuente de la cultura de nuestro tiempo.


JUEVES, 10 DE ENERO DE 2013

| BOCADESAPO | RESEÑAS

“Arthur Schnitzler, exponente de la literatura vanguardista”, por Anna Rossell

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Doctor Graesler. Médico de balneario, de Arthur Schnitzler. Traducción de María Esperanza Romero. Barcelona, Marbot Ediciones, 2012, 152 págs.

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ienvenida sea la traducción al español de este relato, nunca publicado antes en España, de Arthur Schnitzler, un vienés vanguardista y rompedor de los moldes y tabúes de su tiempo, de quien sí se conoce en nuestro país la obra narrativa más destacada, si bien no su obra teatral –con excepción de La ronda (Der Reigen) y Anatol-, que, sin embargo, no ha perdido actualidad. Arthur Schnitzler (Viena 1862-Viena 1931), médico y escritor interesado desde joven en la psicología, conoció y mantuvo correspondencia con Freud y supo reflejar este interés en su obra, lo cual habría de provocar escándalo y reportarle problemas con la censura, el estamento militar y la justicia (Liebelei, Professor Bernhardi, Der Reigen, Leutnant Gustl…). Su desenfadada presentación del deseo, la seducción, el poder o el adulterio chocaban con las convenciones morales de su tiempo que en buena parte siguen vigentes aún. Recuérdese la película Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick, que hace pocos años dio a conocer al gran público la novela corta de Schnitzler Relato soñado. Su obra es valiente y rompedora no sólo en los temas sino también en lo formal –El teniente Gustl (1900) fue el primer relato en lengua alemana escrita en forma de monólogo interior, seguiría en este mismo registro La señorita Elsa (1924). La prohibición de representar sus obras teatrales estuvo vigente hasta 1982. Probablemente porque conocía mejor sus ambientes y su psicología, la mayoría de sus personajes tienen que ver con su propia vida; sus protagonistas son a menudo oficiales del ejército, médicos o artistas y éste es de nuevo el caso de Doctor Graesler. Médico de balneario. En consonancia con su interés por la ciencia freudiana, Schnitzler dedica muchas de sus narraciones a individuos –como el título anuncia- y al estudio de su idiosincrasia. El subtítulo, Mé-

dico de balneario, avanza un prototipo profesional de connotaciones negativas, que entra en conflicto con la convención social de fin de siglo: el supuesto refinamiento de los “pacientes” y de la atmósfera de los baños termales. Porque este médico soltero de cuarenta y ocho años, que ejerce su profesión a caballo entre balnearios de Tenerife y Berlín, se nos presenta como un individuo inseguro, egocéntrico y superficial que anda por la vida con el único objetivo inmediato de satisfacer su necesidad de compañía femenina, sin importarle nada más que la apariencia física y sin ser siquiera un Don Juan. Su debilidad de carácter y su egoísmo se manifiestan en todos los niveles: la ausencia de verdadera vocación médica en la reticencia que manifiesta de asistir a la única paciente realmente enferma que se le presenta, la nula relación que ha tenido con su hermana, con quien ha convivido muchos años antes del suicidio de ésta; la incapacidad de adquirir responsabilidad o compromiso también en lo personal, lo cual le lleva a cambiar constantemente de pareja sin pestañear ni sufrir la más mínima agitación emocional. La mediocridad esencial de Emil Graesler queda más subrayada aún por el carácter del personaje que el autor vienés le inventa como contrapunto: Sabine, una joven mujer resuelta, de notorio intelecto y segura de sí misma, que contrasta fuertemente con el “maduro” doctor. El relato ha sido llevado al cine en varias ocasiones; las más recientes A Confirmed Bachelor, por Herbert Wise, en 1973, en Gran Bretaña (BBC), con Sheila Brennan, Rebecca Saire y Robert Stephens, y en 1991, en Italia, Mio caro dottor Gräsler, por Roberto Faenza, con Keith Carradine, Kristin Scott Thomas, Sarah-Jane Fenton y Miranda Richardson.

MIÉRCOLES, 2 DE ENERO DE 2013

“Obsesivo (y no pálido) fuego”, por Fabián Soberón Antigua luz, de John Banville. Traducción de Damià Alou. Alfaguara, 2012, 304 págs.

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ntigua luz es una novela inolvidable, uno de esos libros que merecen ser leídos una y otra vez. Apoyado menos en la trama que en el desarrollo inagotable de los personajes, despliega un uso del lenguaje que deja pasmado a los lectores desprevenidos. El propio Banville, en una entrevista del año 2008, asegura que él no

es un novelista sino “un poeta que escribe prosa”. Aunque los juicios de los autores sobre sí mismos suelen ser mera charlatanería egotista, en el caso de Banville, este juicio, esta afirmación exagerada, puede ser considerada una aproximación acertada al modo de composición de sus novelas.


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Vacilante, el actor Alex –contratado para su primer papel en el cine– cuenta con obsesión nabokoviana los encuentros amorosos con la señora Gray. Uno de los problemas es que la excitante señora Gray no sólo tiene la edad de su madre sino que es la madre de su mejor amigo. Este hecho, escandaloso para los tiempos de la historia, es aún más sombrío y siniestro, ya que es narrado sin culpa, sin una sombra de remordimiento. Alex disfruta, a la manera nietzscheana, de lo que cuenta. La novela, entonces, no se centra en el carácter ético de la traición, sino que, acertadamente, propone un personaje narrador que se regodea en el lado idealista y evanescente del amor. Los vericuetos de la trama, las idas y vueltas de los personajes, los escarceos de la memoria, dependen menos de una estructura sólida que de las recurrentes y secuenciales espirales que arma la mente de Alex. Banville se vale del narrador en primera persona –que dispone y oculta los recuerdos– para organizar los episodios. Se podría decir que compone un rompecabezas sentimental y arbitrario siguiendo los caprichos de la memoria. Y al decir memoria, el lector debe pensar en el olvido como su exergo necesario. A pesar del bello azar que domina la mente de Alex la historia no se reduce a la mera evocación de los benéficos fantasmas del pasado. A la par que cuenta su versión del pretérito, narra una serie de escenas que tienen que ver con el presente. Mientras evoca su antiguo affaire –tan antiguo como la lejana y grácil luz de la casa del amor– cuenta la relación con su esposa, con el director de cine Toby Taggart, con la inefable y suicida actriz Dawn Devonport, con la temible y pícara Billie, con el curioso personaje real llamado Fedrigo Sorrán. Astuto actor y curioso

especialista en los meandros del amor adolescente, vive la angustia por su hija Cass muerta en Portovenere. La novela oscila, prudente, cautivadora y verosímil, entre el pasado, las conjeturas sobre el pasado, el presente y las interpretaciones del presente. De hecho, el sorpresivo giro que reordena el sentido de los hechos hacia el final de la novela, no podría haber ocurrido si Banvilleno hubiese usado el recurso del narrador dubitativo o vacilante. El propio Alex confiesa al comienzo de la novela: “Madame memoria es una gran y sutil fingidora”. Ahora bien, el relato podría ser la narración trivial de escenas eróticas o pornográficas. Banville lo convierte en la narración detallada y obsesiva de un breve amor que fracasa. En Antigua luz importa menos la serie de certeros episodios que la forma brillante del recuerdo. Si bien es cierto que Banville se demora en repetir oportunamente –al modo de Alfred Hitchcock en El hombre que sabía demasiado– el hecho que va a demoler el amor, lo crucial es el método de narración, el escorzo narrativo, la mirada indirecta y reflexiva, el análisis que disfruta de las palabras, las evocaciones proustianas y sus usos. Hay cierta arrogancia en la prosa de Banville. Hay cierto dominio profesional, cierta corrección llevada al paroxismo. Pero el lector lo agradece. La desmesura controlada de la prosa es una virtud. Es difícil ser discípulo de Nabokov. Y Banville lo es. Pero no es un mero epígono. Es un nabokoviano que va más allá de su maestro. Cuenta su historia con el placer inobjetable de los narradores que saben que detrás de una prosa brillante, sensorial y minuciosa, está la poesía: ese regusto por la lengua que logran los poetas desde su extraño y atribulado corazón. MIÉRCOLES, 12 DE DICIEMBRE DE 2012

“Desenmascarar la conciencia”, por Anna Rossell El eterno pequeñoburgués. Novela edificante en tres partes, de Ödön von Horváth. Trad. de Isabel García Adanes. Barcelona, Marbot Ediciones, 2012, 218 págs.

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n acierto la publicación de esta novela de Ödön von Horváth (Fiume –hoy Rijeka–, 1901/París, 1938), autor austrohúngaro de expresión alemana. Sobre todo porque es la pieza que le faltaba al lector para disponer al completo de lo que nació como una trilogía, de la que El eterno pequeñoburgués, que vio la luz en 1930, es el primer volumen –el sello Espasa había publicado en 2001 y 2002 los otros dos: Juventud sin Dios y Un hijo de nuestro tiempo-. Horváth, que se dio a conocer en los años veinte del siglo pasado como prolífico dramaturgo, dejó sólo cuatro novelas, escritas en los últimos años de su vida, y nos legó con ellas en clave de ficción un documento

del ascenso del nacionalsocialismo al poder. Horváth nunca se afilió a ningún partido político, pero simpatizaba con la izquierda y supo reconocer como pocos los síntomas sociales que propiciaron el caldo de cultivo en el que iba fraguando el nazismo. Él, que había cursado en Munich estudios en psicología, literatura, teatro y arte, supo captar la psicología de la desclasada clase media emergente, que con su actitud haría posible el proyecto de Hitler. La obra de Horváth, en su conjunto, es una afilada crítica político-social de su tiempo a través de un amplísimo abanico de representantes de la pequeña burguesía. Sus personajes son individuos alienados, casi


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siempre pobres diablos sin conciencia ellos y seres indefensos ellas, atrapados bajo la opresora mano patriarcal a la que no consiguen sustraerse y a la que a menudo hacen el juego. Horváth, que conocía la obra Die Angestellten –Los asalariados-, del sociólogo Siegfried Kracauer, se propuso retratar a través de sus protagonistas con ojo experto y aguda observación psicológica una sociedad en la que podía medrar y medró cualquier política. A este fin adaptó un subgénero teatral ya existente, especialmente útil a su intención, el Volksstück –pieza de tendencia trivial con protagonistas de raigambre popular–, que él subvirtió, poniendo en boca de sus figuras lo que denominó el Bildungsjargon, una jerga pseudocultivada para desenmascarar la verdadera conciencia de los personajes. Nada de esto se echa en falta en El eterno pequeñoburgués. Ya el título es programático en su intención caracterizadora de un prototipo y el subtítulo, Novela edificante en tres partes, anuncia el registro irónicamente punzante y caricaturesco. Las que en principio estaban concebidas como tres historias independientes –la del señor Kobler, la de la señorita Pollinger y la del señor Reithofer– se nos presentan unidas en una para ofrecer al lector un espectro matizado de caracteres y subrayar el ademán generalizador. Se pierden en la traducción –como bien señala Isabel García en la

introducción– las connotaciones que sugiere el sociolecto en que Horváth hacía hablar a sus personajes –elemento también esencial del Volksstück- y la que contiene la palabra alemana Spießer del título original –Der ewige Spießer–, que alude a una actitud más que a una clase social y que en español pudiera recoger mejor el término filisteo, pero la novela sigue conservando su fuerza y su voluntad de ácida delación. Horváth construye su crónica, que transcurre en 1929, principalmente sobre estos tres caracteres: el bobo y egoísta Kobler, vendedor de coches usados, estafador nato y arribista, que viaja a la exposición universal de Barcelona a la caza de alguna millonaria que lo mantenga, su amiga Pollinger, modista, que siguiendo su consejo se vuelve práctica y se hace prostituta, y el señor Reithofer, quien en un arranque de filantropía la devuelve a la vida honrada consiguiéndole por amiguismo un trabajo de costurera. La novela está escrita en un registro extremadamente hilarante de denuncia, los personajes, de trazo caricaturesco, son con todo a buen seguro más realistas de lo que a primera vista pudieran parecer. Del teatro del autor, que en España llegó a algunos escenarios en los ochenta, se han traducido Historias de los bosques de Viena. El divorcio de Fígaro (Cátedra, 2008), en español, y, en catalán, Amor, fe, esperança (Arola, 2007).

MIÉRCOLES, 5 DE DICIEMBRE DE 2012

“Pensar en futuro”, por Jimena Néspolo Futuro, de Marc Augé. Trad. Rodrigo Molina-Zavalía. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2012, 160 págs. La vida en doble. Etnología, viaje, escritura, de Marc Augé. Trad. Heber Ostroviesky. Buenos Aires, Paidós, 2012, 167 págs.

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a vida en doble no es una autobiografía intelectual –dice el etnólogo francés creador del hit del “no lugar” y la “hipermodernidad”, como soplando lo que la negatividad instala– pero… podría serlo. Ha excluido –asegura– todo lo que refiere a su vida privada pero… sin embargo, Augé logra arrastrarnos a lo largo de las páginas con el ímpetu de una subjetividad que encuentra claro anclaje en ese yo autobiográfico que ya se pierde contando la temprana influencia que su tío, oficial de marina y héroe de la Segunda Guerra Mundial, ejerció en su infancia, ya revive sus escaramuzas entre árabes y pied-noirs durante su servicio militar obligatorio en Argelia o reflexiona en cómo aquella experiencia de patrullar una ciudad caótica que bregaba por dejar de ser colonia marcó su vida intelectual futura: “La disciplina militar es antes que nada una cuestión de lenguaje; es lo que le da fuerza; estructura un universo que en la vida corriente tiene límites claros, pero que en los períodos de acción, que son su razón de ser y su fin último, ofrece a cada uno de los que forman parte de él la comodidad inmediata del sentido absoluto.” Marc Augé cursó estudios literarios y luego se inició en

la antropología con un trabajo de campo que desmenuzaba las diferentes formas de poder pergueñadas a través del linaje en la sociedad alladian, en Costa de Marfil; entre 1985 y 1995 dirigió L´Ecole des Autes Études en Sciences Sociales (EHESS) y la Office de la Recherche Scientifique et Technique Outre-Mer (ORSTOM) mientras realizaba más investigaciones en África. Sabe, por tanto, que el hombre es ante todo un animal simbólico que para vivir necesita ordenar el universo a través de las jerarquizaciones que la ritualidad y el lenguaje ofrecen. Por eso Futuro, este ensayo breve y vital, a la vez que denuncia la falsa “transparencia”, el efímero “eterno presente” y el déficit ritual del mundo contemporáneo, intenta ser fiel a sus propios postulados y esbozar un camino posible, porque para Augé pertenecer al propio tiempo supone la capacidad de poder sobrevivirlo: “Ser contemporáneo es poner el acento sobre aquello que en el presente esboza algo de porvenir.” Pensar el futuro, dice el autor de Un ethnologue dans le métro (1986), es una necesidad inherente del hombre, es una construcción que el ser humano realiza desde que vive en la cultura y que sólo es posible en comunidad


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a través de una puesta en intriga del tiempo. El proyecto intelectual de Marc Augé está atravesado desde sus comienzos por una fuerte conexión entre etnología, viaje y escritura. Por más que declare que Jacques Le Goff y Jean-Pierre Vernant fueron sus intelectuales faro, su concepción del tiempo como dilatación e intriga supone un conocimiento profundo del estructuralismo y las teorías narratológicas. A su vez, la fascinación ejercida por Lévi-Strauss, en especial por Tristes trópicos, se patentiza en su consideración del etnólogo en tanto sujeto que vive urgido por la necesidad de salir de sí mismo. Se trata de una necesidad –dice en La vida en doble– que puede adoptar distintas facetas, y la escritura en general y no solamente la escritura etnográfica, es una de ellas. “Todo escritor lleva una vida duplicada que nos recuerda el tipo de existencia y de influencia que siempre y en todo lugar se le ha atribuido, más allá del nombre que se le diera, a los espíritus fuertes considerados capaces de agredir, desestabilizar o influenciar a sus semejantes.” En ambos casos se trata de una etnología de encuentros que impulsa al sujeto a viajar al interior de sí mismo para encontrar al otro: un etnólogo que se desprende de su yo íntimo para ocupar un lugar que no es el del otro, sino un espacio intermedio en el que se encuentra con uno o con varios “informantes”

que por decisión propia se acercaron a él. Todos se han desplazado, han salido de sí para estar “fuera de lugar” porque sus posiciones relativizan la noción de lugar y la distancia de la evidencia ordinaria que marca la norma. Ser, por tanto, itinerante es darse la oportunidad de hacer pausas en lugares que quizá puedan ser efímeros, lugares de paso; significa también no descuidar el regreso, el recorrido circular mediante el cual volvemos a nosotros mismos al reconocer la pertenencia. “Los verdaderos lugares –dice Augé– están en nosotros. La necesidad de escribir se parece a esa necesidad de regresar en la que se experimenta al mismo tiempo el recuerdo y la espera, la tentación del pasado y la urgencia del porvenir.” Futuro y La vida en doble parecen haber nacido de un mismo impulso que es a la vez evocación, ajuste de cuentas con el presente y una apuesta a futuro que se singulariza en la noción de “imagen”: imágenes que se multiplican en miles de pantallas e invitan a la despersonalización planetaria de la comunicación y que es preciso denunciar, imágenes que regresan del pasado y se instalan en la percepción del presente, imágenes que son recuerdos pero también esquirlas de lo que no sucedió y que por tanto contienen aún la promesa de un mañana.

DOMINGO, 25 DE NOVIEMBRE DE 2012

“Richard Ford en el desierto”, por Fabián Soberón Flores en las grietas. Autobiografía y literatura, de Richard Ford. Barcelona, Anagrama, 2012, 224 págs.

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na noche, Raymond Carver y Richard Ford se encuentran y leen juntos un cuento de Chejov bajo la terca luz amarillenta. Richard le da su meditada opinión sobre el cuento y después se va a su casa y anota, sigiloso y sereno, unos versos simples y contundentes. A la madrugaba, con la nimia claridad del alba, Carver lo llama por teléfono y le cuenta que ha escrito un cuento sobre el mítico dramaturgo ruso. Ese cuento se llama “Tres rosas amarillas”. Richard Ford recupera esa experiencia y narra en Flores en las grietas cómo se inició la amistad entre él y Carver. Este texto atípico es una lección narrativa. Muchos de los que imitan a Carver deberían leerlo. Ford no solo toma la lección de narración lenta, minuciosa y parca de Carver sino que procesa esa herencia y logra un relato intimidante y evocativo. Es una extraña crónica autobiográfica y es un claro homenaje que retrata una pasión. Es un disparo que entrega el fuego de una mirada precisa sobre los cuentos de Carver. El relato de Ford da en la tecla. No es una mera melodía: es una elegía, una lección de humildad y una búsqueda nostálgica y misteriosa para recuperar al amigo muerto en los mínimos detalles. Tal como dice de Chejov,

el relato de Ford es sutil: muestra en los recovecos minúsculos y suculentos el sentido o el sinsentido de la vida. Ford ha jugado al golf, ha vivido en un hotel, ha golpeado a mucha gente en la cara y se dedica a la caza. Flores en las grietas muestra las huellas de esa vocación atípica y deportiva. Sobre el golf ha escrito una crónica-relato con un suspenso demorado y contenido, al mejor estilo Carver. Ford narra su iniciación como aburrido jugador de golf. Uno de los empleados en el hotel del abuelo era el negro Chester Mathews. Este hombre alto y gordo lo llevó a un campo de golf que estaba en el límite de un bosque. Más allá de la extraña cancha, había un hospital psiquiátrico. Cada tanto, los internos se paseaban como fantasmas en el perímetro. Cuando Ford estaba ensayando un golpe estratégico, uno de los fantasmas del hospital empezó a gritar. El grito no era un mero alarido sino una burla. El paciente decía que era la primera vez que veía a un maestro negro con un discípulo blanco. Ford cuenta la escena sin estridencias. El relato aspira a la sutil denuncia social. Pero no hay nada en el relato que lo diga. Al contrario, el relato fluye y todo parece indicar que el objetivo es evocar sólo una sombra de la nostalgia.


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A la par de su vocación deportiva, Ford recuerda el inicio de su actividad como lector. En “La lectura”, narra una escena de iniciación. En el año 69, él se dio cuenta de que, a pesar del arduo recorrido por las aulas universitarias, no sabía leer. Con cierto temor al fracaso, se acercó una noche crucial a la oficina de Howard Babb, “un yanqui corpulento, al final de los cuarenta, con acento de Maine”. Babb era un profesor inteligente y abierto que, a diferencia de los expertos profesores universitarios, era un hábil lector. Ford narra minuciosamente la inolvidable noche con Howard Babb y cuenta cómo éste le dio las claves para leer en profundidad un cuento de Sherwood Anderson. La crónica evocativa es un ensayo autobiográfico. El encanto del texto radica en el modo sinuoso y melancólico de narrar como si fuera el episodio de una novela. Una de las perlas del libro es “El hotel”. Allí, recuerda el viejo y hermoso hotel de su abuelo y cuenta que él vivió allí. ¿Cuánto ha influido la “vida anormal” del hotel en su escritura? “El hotel se llamaba Marion y no era pequeño”, dice Ford. “Little Rock era una ciudad descolorida y baja sobre un río lento y el hotel su lugar más moderno y lujoso”. En la crónica aparecen los personajes del hotel: Harry Truman y Jack Dempsey y coquetas señoras del Delta. “Los vendedores alquilaban habitaciones donde podían mostrar sus mercancías. Los suicidas, habitaciones individuales”. Era evidente que se trataba de una vida rara,

con un sentido diferente de la privacidad. Los clientes tenían su propia excentricidad y todos eran adultos. Ford tenía once años y un padre enfermo que viajaba mucho. Como si fuera una confesión que aclara el sentido de la escritura, Ford anota: “ahora sé que la vida normal es la que se puede explicar en una frase. La que no requiere preguntas”. Ford es un gran novelista, un narrador prodigioso y elocuente. Ha publicado una trilogía que ya forma parte de la historia. En Flores en las grietas ha cultivado el relato de vida, la crónica que entrecruza la memoria, la ficción, el hábil recorte autobiográfico y el olvido. Sí, el olvido. Él no sólo escribe lo que su memoria inventa sino aquello que le quita al olvido. Los mejores momentos del libro son aquellos en los que narra escenas de iniciación, de convivencia, de lectura. Esos relatos prodigiosos y encantadores navegan y oscilan entre el recuerdo y la construcción narrativa, entre la invención y la pericia sinuosa y melancólica para armar el pasado. Sus recuerdos como deportista frustrado, como boxeador impulsivo e irracional, como un niño que observa la decadencia iridiscente y rampante de un pueblo pequeño forman parte de una autobiografía ejemplar. Flores en las grietas es una lección de cómo narrar por otros medios con el oficio del novelista experto.

MIÉRCOLES, 5 DE DICIEMBRE DE 2012

“Entre la novela y la historia”, por Anna Rossell Enamorada de un cura comunista. Desde Alfonso XIII al exilio mexicano, pasando por la URSS y los Niños de la Guerra, de Stella Manaut. Valencia, Carena Editors, 2012, 214 págs.

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iempre es un gozo contar con una obra de la que podemos decir que contribuye a mantener viva nuestra memoria histórica, pues los acontecimientos traumáticos de una sociedad exigen un proceso de duelo y de digestión que raras veces se hace como se debiera, precisamente cuando las partes implicadas o sus descendientes directos viven aún y remover el pasado supone para ellas enfrentarse a sentimientos de dolor o de culpa. Sin embargo enfrentarse a los hechos, conocerlos y, sobre todo, reconocerlos es un ejercicio conveniente de catarsis para los antiguos frentes, una necesidad que hace posible el análisis de los errores que condujeron a aquellas situaciones críticas y con ello hace también posible evitar caer de nuevo en ellos, hace posible la reconciliación, al tiempo que lega a las generaciones jóvenes el conocimiento más sereno y objetivo de los hechos. Por este motivo cumple dar la bienvenida a un libro como el que hoy tengo el gusto de presentarles, la novela

que Stella Manaut ha construido basada en hechos y personajes reales, como ella dice “un reconocimiento hacia aquellas mujeres luchadoras que, en una etapa tan difícil de la historia de España como es la de los primeros años del siglo XX, fueron capaces de defender sus derechos, estudiar y amar en libertad”. Enamorada de un cura comunista. Desde Alfonso XIII al exilio mexicano, pasando por la URSS y los Niños de la Guerra, como reza el título, recoge la historia de España desde principios del siglo XX, aquellos años en que empezó a forjarse la España actual. El título y, sobre todo, el subtítulo anuncian ya los momentos en los que la autora hace hincapié. Así la novela nos ofrece una amplia panorámica de la convulsa historia española más reciente: con mirada retrospectiva hacia la Primera República, la Dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República, el golpe franquista, la Guerra Civil, el envío de niños de familias republicanas a la Unión Soviética, el exilio de los vencidos, el regreso…


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Como la propia autora nos informa en el epílogo, la mayor parte de los personajes de la novela son reales – llevan su propio nombre y apellido– y lo son también en lo esencial los hechos narrados. Stella Manaut los conoce bien, a unos y a otros. Porque Manaut glosa en la novela el devenir de una mujer de su familia, una tía suya, por la que la narradora profesa claramente una profunda admiración. Con empatía evidente y el conocimiento que su tía y su propia madre le dejaron de los acontecimientos Stella Manaut construye un edificio ficticio en el que hará encajar la realidad histórica: Josefina Roca –que así se llama la protagonista–, interna en un geriátrico de un pueblo catalán que sabe su última morada, es consciente de que ha vivido cuanto hubiera de vivir y de que lo ha hecho intensamente. A su avanzada edad y en la soledad de su internamiento en hogar de ancianos lo único que la aferra aún a la vida son sus recuerdos, los sucesos que la marcaron y la sostienen, acontecimientos de unos tiempos difíciles y convulsos que reclamaban de sus protagonistas –mucho más aún si eran mujeres– un posicionamiento claro y exigían definición y madurez. Así Josefina deja de ser una única mujer para pasar a ser un prototipo determinado de mujer de su tiempo: aquella a la que tocó abrir el camino en la lucha de la mujer por sus derechos, unos derechos de los que ella sabía que conllevaban deberes y responsabilidades y que nunca los rehuyó. Por lo mismo esta novela no es únicamente un homenaje a una excepcional mujer, sino a todas las mujeres que, como ella y con ella, asumieron en España la ardua tarea de abordar su vida como ciudadanas de pleno derecho cuando la historia les ofreció un resquicio para intentarlo. El armazón de la novela parte de esta situación en el geriátrico y de la soledad de Josefina Roca que la lleva a rememorar su vida. La motivación para ello se la brinda la idea de escribir sus recuerdos en una libreta de notas que más tarde alguien pueda encontrar y publicar. Éste es el marco ficticio de la narración. Así la novela está escrita teniendo en cuenta a un supuesto futuro lector, al que Josefina se dirige de vez en cuando; todo ello condiciona y marca el estilo narrativo, que alterna diferentes registros: la descripción de los sucesos históricos con carácter de crónica “objetiva” con el relato de la vida personal de la protagonista en los momentos históricos concretos y con los comentarios y reflexiones que Josefina aporta desde la actualidad de su escritura, que la autora marca con letra cursiva para distinguir los dos tiempos: el pasado y el presente, y en los que se invoca y se involucra directamente al lector. La autora opta con decisión por mantener estos registros bien separados probablemente porque su intención es también documental y quiere darle a su obra el sello inconfundible de documento: la novela no está escrita en un único registro en que los hechos históricos pudieran

desprenderse indirectamente de la vida de los personajes, sino que Manaut decide describir, aparte, primero el marco histórico, como tal, antes de pasar a continuación a glosar cada momento concreto de la vida de la protagonista, como si necesitara de este marco aclaratorio para que se comprendan en toda su profunda dimensión los retazos vitales de los personajes que el lector habrá de situar mejor después, como si no quisiera perder nunca de vista la importancia que las situaciones socio-políticas tienen para la cotidianidad de los individuos, en su devenir y en su destino. Ello se hace patente a través de lo que se desprende de los títulos de los capítulos, que rezan, por ejemplo: Breve resumen de la Revolución Rusa. Primera parte, al que siguen los títulos Mi vida en la URSS, Breve resumen de la Revolución Rusa. Segunda parte y, a continuación, ¡Por fin llega el permiso para viajar! Me voy a la “Casa nº 5”. Llego a París. Y así sucesivamente. Esta voluntad de cronista, la de escribir un documento histórico –dirigido tanto a quienes lo protagonizaron como a las generaciones futuras a las que la autora desea dejar un legado– queda subrayada también por el hecho de que Stella Manaut escribe un epílogo en el que nos aclara el cómo y el por qué de la novela y cuyos epígrafes evidencian esta intención. Estos epígrafes son: La verdad, solo la verdad y nada más que la verdad. Devenir de los principales personajes. Familia de Manaut en México y Hablemos, ahora de los demás personajes reales. A esto la autora añade alguna bibliografía –una página– de la que ella ha echado mano para documentarse. Sin embargo se echan en falta obras de historia española de todas las etapas de que trata la novela, que Manaut a buen seguro ha utilizado como fuente. Y es de debido cumplimiento su inclusión en una futura segunda edición, pues conviene por razones de rigor de la publicación por una parte y de utilidad al lector, por otra, ya que quien lea esta novela de Stella Manaut habrá de interesarse no sólo por la literatura, sino por la historia de la España de este período. El libro capta al lector por los dos aspectos: el literario y el histórico y suscita avidez de saber más de esta etapa, de la que lamentablemente poco se enseña en nuestras escuelas y que es un deber rescatar del olvido.


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MIÉRCOLES, 7 DE NOVIEMBRE DE 2012

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“Mujeres en escena”, por Karina Wainschenker Sobre Baja Costura y Muñecas Rotas (las fichas técnicas de las obras y sus próximas funciones pueden visualizarse en sus sitios web).

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urante el Festival ESCENA, realizado entre el 13 y el 27 de octubre en 22 teatros de Buenos Aires, y organizado por el colectivo de salas que lleva el mismo nombre, se presentaron más de cien obras. Entre esta abultada oferta, encontramos un interés común en las problemáticas de la mujer, el cual se observa en las muchas piezas que pusieron cuerpos femeninos sobre las tablas; e incluso, como evento especial, se realizó el ciclo “Mujeres autoras-directoras” con la consigna “Producción en contextos de encierro”, el cual consistió en un panel integrado, entre otros, por Olga Guzmán (autora del libro Esta vez decido yo y presa en el penal de Ezeiza) y Agnes O. (una mujer cuya familia internó en instituciones ligadas al Opus Dei para alejarla de su lesbianismo y adicciones). La mujer puerca, Niñas cálidas y Luz azul son algunas de las piezas que tomaron a la mujer como protagonista, aunque, en esta oportunidad, serán Baja Costura y Muñecas Rotas las que recibirán el foco de atención por sus rasgos en común. La dramaturgia de la primera de ellas es de Soledad Galarce y su dirección quedó a cargo de Mariano Caligaris, mientras que Muñecas Rotas cuenta con dramaturgia y dirección de Mauro Molina, sobre textos de Patricia Suárez -del estreno de ambas, dista ya más de un año. En Baja Costura nos encontramos con Delfina y Catalina, dos mujeres que se dedican al diseño textil y cuyos productos son confeccionados en un taller clandestino, espacio en el que ocurre la trama y con el cual, al decidir coser ellas mismas las prendas por un imprevisto legal, terminarán por familiarizarse al ponerse en la piel de las trabajadoras. Muñecas Rotas, por su parte, nos presenta la historia de Tabita y Margot, dos víctimas de la trata de blancas que narran sus historias personales entre la ilusión de libertad y la amenaza de un fatal destino. Ya desde estas breves sinopsis encontramos que ambas abordan problemáticas de género vinculadas al ejercicio de poder sobre el cuerpo femenino. Baja Costura coloca sobre tablas a dos mujeres del mundo del high fashion, a los cuales observamos víctimas de las exigencias de la moda sobre el cuerpo, y de los cuales nos permitimos reír por un trabajo actoral que toma al estereotipo para hiperbolizarlo y llevarlo al cliché. Luego, estos mismos cuerpos serán los representantes escénicos de las víctimas del trabajo esclavo en la industria textil, logrando así una condensación que provoca un fuerte contraste, poniendo de manifiesto la coexistencia de estos dos mundos, entendiendo que no son antagónicos sino las dos expresiones de una problemática que pertenece al

mismo universo. El contraste que se observa en Muñecas Rotas es logrado a través de las referencias al mundo del tango. Margot, nombre que ella misma elige para sí, remite a aquel tango en el que un hombre sufre por ver a su Margarita transformada en una prostituta, “desde el día que un magnate cajetilla” la “afiló”. Pero la nostalgia del mundo del tango, como el melodrama de un hombre que zanganea entre la mujer-madre y la mujer-prostituta, se revierte para mostrarnos el mito desde otro puerto. Será la misma Margot quién encarne los dos modelos, siendo una prostituta que cae engañada en la red al intentar darle un futuro mejor a sus hijos; quien también expresa toda su desgracia al cantar que “guarda escondida una esperanza humilde, que es toda la fortuna de mi corazón”, versos del tango Volver, que se resignifican al ponerse en la voz de una víctima de la trata, expresando la tragedia de la mujer cuyo cuerpo es comercializado y convertido en producto a ser adquirido por el hombre. Las obras tienen en común la construcción del vínculo de los personajes con el entorno que las oprime. Baja Costura pone en escena un montón de elementos que comprenderemos a medida que avance la obra, como -por ejemplo- un colchón, que adquiere significado cuando se afirma que “en el taller se trabaja, se come, se duerme, se vive; no se sale porque se pierde el tiempo”. También se hace referencia a la luz del día, aquella a la que no se tiene acceso por falta de ventanas y que impide a las víctimas del trabajo esclavo tener noción del paso del tiempo. En Muñecas Rotas la escena metaforiza a una caja de música, en la que estas dos muñequitas pasan su tiempo entre cliente y cliente. El encierro se siente por la constante referencia al afuera y el anhelo de libertad. La referencia a la luz del día también aparece, por medio de Rusita, un personaje extra escénico al que recuerdan las protagonistas y cuya historia retumba. Se trata de una compañera, una quinceañera a la cual secuestraron a la salida del colegio, que iba a todas partes con su muñeca cual si fuera Vasilisa en el bosque. “Un mes duró”, porque su familia la buscó y se publicó su fotografía. La fatalidad de su destino es sugerida por Margot, quien encontró su muñeca destruida bajo su cama y quien recuerda que Rusita sólo veía la luz del afuera en un pequeño espacio del pasillo que la llevaba de la habitación en la que la tenían encerrada hacia aquella en la que atendía a los clientes. La espacialidad, en ambos casos, se construye en relación a un afuera vedado, al deseo explícito de salir del lugar en que se encuentran, y a la imposibilidad de hacerlo sino a través de la muerte.


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Estos espacios de opresión sirven de marco a las problemáticas abordadas por las obras y hechas carne escénica a través de los cuerpos de las actrices; mientras que en Baja Costura esos cuerpos viven entallados en las prendas de alta moda y sufren el polvillo del ambiente de un trabajo de largas jornadas y la mala alimentación, en Muñecas Rotas son comercializados hasta el desgaste, como el personaje de Tabita, que expresa en su tos y escualidez la enfermedad e insanía producida por la explotación sexual. Tanto Baja Costura como Muñecas Rotas han utilizado, de manera sutil en términos de significación dramática, recursos físicos y coreográficos para las transiciones entre los distintos cuadros escénicos que las componen; recursos que, economizando en otras cuestiones, como escenografía y vestuario, y siendo su uso profundizado, serían capaces de poner de relieve al cuerpo, el verdadero protagonista de estas obras y víctima de las problemáticas que se denuncian -discurso teatral mediante. Por otra parte, los cuerpos de las actrices distan de aquellos a los que representan, no tienen las marcas de la explotación que llevan a escena. Sin embargo, estas se construyen en nuestro imaginario como espectadores, de una manera cruda y conmovedora producto de la presencia física de un cuerpo que narra violencia. En ambas piezas se pone de manifiesto también la mercantilización del cuerpo, tesis que se expresa en la referencia al valor monetario que opera sobre el mismo. En Baja Costura, el cuerpo de la víctima de los cánones de la moda se refuerza a través de la puesta en pantalla

-en formato videoclip- de los costos de operaciones estéticas, como una rinoplastia o la colocación de implantes, montados con fotografías de los personajes. En la misma pantalla, veremos avisos de pedido de mano de obra para los talleres de costura y el testimonio explícito de los honorarios por hora que cobran las empleadas de estos talleres, que contrastan por tres ceros a la derecha con los mencionados anteriormente. En Muñecas Rotas, el precio del cuerpo varía según la procedencia, el color de la piel, o bien el comportamiento que haga olvidar al cliente de la transacción comercial; y será este valor el que determine la distancia a la realización del sueño de libertad. Sobre el final, interpelan al espectador a través de lo emotivo: en Baja Costura con monólogos que narran los casos de los incendios en los talleres de costura de la Triangle Company en 1911 en Nueva York y en un taller clandestino en el 2006 en el Bajo Flores, y con material audiovisual extraído de periodismo de investigación; en Muñecas Rotas con ese desenlace trágico que lleva la mencionada reversión de los arquetipos del tango a su límite. Por todo lo mencionado, puede afirmarse que el mayor interés de estas obras no radica en su acción dramática o narrativa, la cual pierde absoluta prioridad, sino por en poner en escena a estas mujeres privadas de poder sobre sus propios cuerpos, privadas de espacio, privadas de tiempo; a través de cuadros vivos en los que estas problemáticas de género se hacen cuerpo, y no dudan al apuntar a estreñir las vísceras del público. VIERNES, 2 DE NOVIEMBRE DE 2012

“La novela de la vida”, por Julieta Lerman La novela de la poesía. Poesía reunida, de Tamara Kamenszain. Edición al cuidado de Violeta Kesselman. Prólogo de Enrique Foffani. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2012, 408 páginas.

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os años después de haber arriesgado la idea de escribir una novela, como dicen los últimos versos del libro El eco de mi madre, de 2010, (“y hasta me parece que a lo mejor/…quién te dice…/ mañana empiezo una novela”), Tamara Kamenszain se dio cuenta de que ya la había escrito. Y ahora, bajo el título La novela de la poesía, reúne los ocho libros publicados entre 1973 y 2010, de los cuales la mayoría hace rato no circula por las librerías, más un puñado de poemas inéditos escritos entre 1971 y 1974 y, por último, un nuevo poemario que le da nombre a todo el conjunto, o viceversa, titulado del mismo modo, La novela de la poesía. Como señala Enrique Foffani en el agudo prólogo que acompaña la edición, este Libro con mayúscula se acerca más a una Novela que a una Biblia donde, sobre todo en el caso del primer libro De este lado del Mediterráneo, de 1973, las escenas bíblicas forman parte de lo novelesco. Allí, la voz que conduce las prosas remonta la historia fa-

miliar hasta los antepasados, inmigrantes judíos venidos de Polonia, de Besarabia, y los mezcla con su presente, los actualiza en su mirada que los “lleva puestos”. Quizá este primer libro de Kamenszain constituya una especie de demarcación del territorio de la enunciación, un plantar bandera que explicita quién habla o, más bien, desde dónde habla la que habla, qué historia lleva puesta la que mira en su mirar. Los textos despliegan, así, una especie de construcción o deconstrucción de una mirada en particular, porque, como decía un poeta muy citado por Kamenszain, Paul Celan, se escribe siempre “bajo el ángulo de incidencia de la propia existencia”. En el ángulo de De este lado del Mediterráneo, se cruza la línea de la Historia (que trae consigo todo el peso de la tradición y religión judía, una cantidad de fábulas, etc.), y la línea de las historias con minúscula. Dos historias que en verdad son una sola porque cada una es protagonista de la otra. El pasado es, aquí, presente: la historia habita en todos y cada uno


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de los elementos y, en ese sentido, está contundentemente viva. “Ese pan está grabado en una enorme historia familiar (…) el pan que yo añoro porque aunque no lo comí lo recuerdo.” Muchas veces se ha señalado que una de las particularidades de Kamenszain es que combina o alterna entre la escritura de poemas y la escritura ensayística, y alguna vez ella comentó que no hay un tipo de escritura que haya “inaugurado” o precedido a la otra sino que en el origen están las dos, “como que empezaron juntas, alternándose”. Quizá a la luz de esta combinación pueda leerse su obra, no sólo como una alternancia entre dos géneros distintos sino, más bien, fusionados. Porque a menudo el límite de dónde empieza uno y dónde termina el otro es borroso: su escritura ensayística suele ser bastante poética y, a la inversa, en las líneas ajustadas de un poema solemos encontrar yuxtapuestas las puntas de los hilos de una trama lingüística que condensa múltiples niveles de sentido. Una trama que se abre a diversas lecturas posibles y pide ser desplegada, “llena de mundo”, como dice un verso de César Vallejo. Un buen ejemplo de ese diálogo íntimo o esa especie de convivencia entre los dos tipos de escritura es uno de los poemas inéditos del período ´71-´74 titulado, precisamente, “Lo que empieza donde termina”. El poema describe el proceso de escritura y de armado de un libro alrededor de la metáfora del trabajo de la modista cuya maestría consiste en invisibilizar su labor. Dice el poema: “Para armar un libro hay que hacer/ como las modistas que cosen/ siempre del lado de adentro/ y cuando dan vuelta la tela esas costuras/ que ellas trabajaron confiadas/ desaparecen para dejar ver/ un aceptable/ lado de afuera.” Esta misma idea aparece en un ensayo titulado “Bordado y costura del texto”, donde Kamenszain arriesga una teoría acerca de la escritura en relación con lo femenino, con la madre, con las tareas domésticas: “Coser, bordar, cocinar, limpiar, cuántas maneras metafóricas de decir escribir.” Las mujeres, dice, son especialistas en ver los detalles, cualidad propia de cierto tipo de escritor. “Son ellas las que ven el polvo escondido detrás de los objetos y las que se detienen en él. En esa lenta práctica de ir descubriendo lo que otros no ven, perfeccionan su oficio.” Este parece ser el criterio a la hora de elegir los afectos literarios que están siempre por detrás o por delante de lo que Kamenszain escribe. Allí están Celan, Vallejo, Lezama Lima, Delmira Agustini, Viel Temperley, Osvaldo Lamborghini, Enrique Lihn, entre tantos otros. No se trata de un amor pasivo sino que parecería ser lo que pone en marcha la escritura. El lado invisible, el entramado silencioso de las cosas tiene, también, una historia que es la que parece hablar por la boca de esta poesía que, como señala Foffani, aunque trabaje con episodios autobiográficos, está lejos de lo

confesional. “Poesía episódica del yo” la llama el crítico, aclarando de nuevo que, en todo caso, está más cerca de la novela que de otra cosa, porque la verdad de la experiencia no se corresponde necesariamente con la experiencia verdadera sino que se construye a través de la fabulación. Si la poesía busca una verdad, o busca tratarse con ella, esa verdad es una novela, parece venir a decir el título que reúne estas obras. Porque, ¿dónde empieza lo ficcional y dónde termina lo no ficcional? Como los actores, que tienen que adentrarse en la piel de sus personajes para hablar desde ahí, la voz del poeta se adentra en la piel de las vivencias recordadas, imaginadas, fabuladas, y las hace hablar. Aunque haya verbos en pasado, dijo por ahí Tamara Kamenszain, la poesía siempre habla en presente: “tacho había una vez escribo ahora o nunca/ ya tengo un nombre lo actualizo in memoriam”. El aquí y ahora del poema es uno de los recursos principales de los que se vale la poesía para crear verdades, es decir, dar actualidad a lo que cuenta. Algo de esto se puede leer en el poema de la famosa torsión en femenino del término “sujeto” tan en boga en los años en que se publicó La casa grande (1986), si pensamos que soñar es también otro modo de decir escribir: “Se interna sigilosa la sujeta/ en su revés, y una ficción fabrica/ cuando se sueña.” Novela, poesía, ensayo: distintas líneas se funden en el ángulo que cobija los poemas del último y novísimo poemario, La novela de la poesía. Líneas y tonos distintos que se anudan en torno a una pregunta sobre la muerte. Foffani dice que podría llamarse El libro de la pregunta, parafraseando el título del libro del poeta judío Edmond Jabès, El libro de las preguntas. Pero enredada a la pregunta sobre la muerte, o más bien, a las preguntas sobre cómo hablar de la muerte (“¿Ya hablé de la muerte?”, “¿Eso es hablar de la muerte?”), aparece una pregunta sobre la poesía, en torno a la cual parece sugerirse que innovar en el modo de hablar de la muerte es el nudo central de la innovación poética. Porque avanzar con la palabra sobre el terreno de lo indecible, de lo impensable, donde se encuentra siempre el tema de la muerte –dice Kamenszain en un ensayo sobre Pizarnik– constituye una de las principales apuestas del género poético. Cómo hablar, entonces, de un tema que, pasada tanta agua debajo del puente, se ha convertido en un lugar común, en moneda corriente: “Pero Cadáver lleno de mundo me consta/ es un verso que ya no impresiona/ porque ahora el cadáver es lo que hay.” ¿Cómo hablar de la muerte después de todos los poetas que componen la “familia ensanchada” de Tamara Kamenszain, como la llama Foffani? Pero es una familia muerta, de la cual Kamenszain es la sobreviviente que pregunta cómo hablar de la muerte hoy. ¿Qué significa, qué implica actualizar esa pregunta? ¿De qué hablamos? Unos versos responden: “un estribillo despreocupado nos avanza el milenio/ ahora Alejandra diría debajo/ no es-


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toy yo debajo/ no estoy yo/ y está bien que así sea/ (…)/ una épica de lo que no/ hay/ muerto el suicidio a nadie se le ocurriría resucitar/ eso ya fue ya fue ya fue”. Se trata, entonces, de una pregunta sobre la época, más que de una pregunta sobre la esencia de la muerte, porque después de todos los poetas malditos, eso “ya fue”. Paradójicamente, una de las respuestas que parece lanzar este poemario a

la pregunta sobre cómo hablar de la muerte es: con vida. Una “épica de lo que no hay” equivale a afirmar otro estribillo del que un verso se hace eco, “es lo que hay es lo que hay”. Porque según nos dice el último poema, escribir poesía es una prueba de vida, contar el cuento, “es dar y recibir una promesa/ de supervivencia”. MARTES, 2 DE OCTUBRE DE 2012

“Como el agua fresca”, por Rosana Koch Freshwater. Una comedia y textos breves sobre teatro, de Virginia Woolf. Selección, traducción y versión teatral de María Emilia Franchignoni.

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Buenos Aires, El cuenco del plata, 2012, 133 págs.

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ice Henri Bergson que “lo cómico, para producir todo su efecto, exige como una anestesia momentánea al corazón” porque se dirige a la inteligencia pura y le pide “silencio a la sentimentalidad”. Seguramente Freshwater, comedia teatral de tres actos escrita por Virginia Woolf con la única finalidad de divertir a su círculo de amigos y familiares, haya anestesiado por momentos la emoción de esa sociedad de “inteligencias puras” para dar lugar a la risa, que nunca es única sino que materializa el eco polifónico de un grupo social. Los 80 espectadores de esta representación teatral, reunidos “a las nueve y media de la noche del viernes 8 de enero” de 1935 en el estudio de Vanessa Bell, hermana de Virginia, reconocieron en conjunto que la violación a la regla allí fue una transgresión autorizada y cómplice, cuyo fruto fue la carcajada ante los diálogos embriagados de absurdo y el avance de la obra hacia una feroz crítica de las rígidas concepciones victorianas. Esta edición de Freshwater es una versión de María Emilia Franchignoni –la adaptación intenta nivelar aquellos efectos cómicos intraducibles a otro idioma y el humor privado entre el grupo– de las dos versiones escritas por Woolf: una en 1923 y la última en 1935, retomada para ser representada en el cumpleaños número dieciséis de su sobrina Angélica. Es una desopilante sátira representada por Julia Margaret Cameron, tía abuela de Virginia y fotógrafa, su esposo filósofo y jurista Charles Hay Cameron, el pintor simbolista George Frederick Watts y el poeta romántico Tennyson, ambos amigos reales de los Cameron. El personaje que imprime movimiento a la obra es Ellen Terry, joven esposa del pintor Watts (30 años mayor que ella), quien después de haber servido a su marido como musa esclava decide abandonar el sofisticado mundo del arte por amor y libertad personal. La acción central se ubica en Dímbola Lodge, casa de los Cameron en Freshwater. Como una antesala del teatro del absurdo –el propio Eugéne Ionesco representó la obra en 1983– cada personaje vive una situación aislada e individual: mientras Julia M. Cameron reflexiona sobre el arte de la fotografía, Tenny-

son recita pasajes de Maud y Watts intenta retratar lo más fielmente posible el dedo de Mammon, sus discursos no logran descentrarse de sí mismos y reflejan la incomunicación y la solemnidad del discurso del arte en una trama que no se dirige hacia ningún objetivo definido salvo la carcajada. La elección de los personajes femeninos centrales (tanto de la obra de teatro como de los ensayos sobre teatro que se adjuntan en esta edición) no escapan de la búsqueda personal de Virginia por aquellas mujeres que intentan conquistar un espacio de independencia en la creación artística: Julia Margaret Cameron era una mujer de extremos, excéntrica y extravagante, centro de reunión de intelectuales y artistas, además de la más destacada retratista fotográfica de la cultura inglesa de la época. Virginia siempre sintió una fascinación por las mujeres pertenecientes a la rama materna y fueron ellas (con sus anécdotas y sus aires aristocráticos) las que le enseñaron que los carriles de la vida podían desviarse del destino doméstico de la mujer para crear un espacio en la esfera del arte. Con la misma mirada, en el ensayo Ellen Terry, Woolf indaga en la propia autobiografía de la reconocida actriz de teatro, los bocetos sueltos, contradictorios e incompletos de su vida: “¿Cuál de todas estas mujeres es entonces la verdadera Ellen Terry? ¿Cómo unir todos los bocetos dispersos? ¿Es ella madre, esposa, cocinera, erudita o actriz? Cada rol parece el indicado, hasta que ella lo descarta y desempeña otro (…) El teatro no podía contenerla, tampoco el cuarto de los niños.” Finalmente Virginia le encuentra una respuesta a lo que la actriz no podía reprimir y debía obedecer: su “Naturaleza” que es esencia, causa y origen. Los Textos breves sobre teatro concluyen con una erudita intervención, en clave poética y desde el detenimiento y la cercanía con el lector, de la versión Noche de Reyes en el Old Vic, el “territorio salvaje” pero inconmensurable de una obra isabelina (Sobre una pieza isabelina) y el silencio intraducible por distante y original de la literatura griega (Por no saber griego). La escritura de Virginia Woolf está lejos de ser moldeada definitivamente, porque desde los márgenes de los


cánones impuestos, Freshwater y textos breves sobre teatro interpela y desarticula ese territorio para desbordar los límites

y permitir reconstruir otra pieza más, la teatral y humorística, en la construcción poliédrica de su obra.

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MIÉRCOLES, 26 DE SEPTIEMBRE DE 2012

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“El ejercicio de leer”, por Natalia Gelós No leer, de Alejandro Zambra. Buenos Aires, Editorial Excursiones, 2012, 150 páginas.

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l poeta fracasado (“Parecen niños asustados, adolescentes ya muy viejos para suicidarse”), la eficacia de la lectura en voz alta, el lugar del crítico de acidez prefabricada, la impostura de leer, la alegría de no leer lo que no genera el goce de ser leído. “Cuando dejé la crítica literaria semanal, sentí muchas veces el placer de no leer algunos libros”, escribe Alejandro Zambra en el prólogo de este libro publicado por la flamante Editorial Excursiones. Explica el título, da cuenta de esa actividad que le llevó a producir textos cortos pero efectivos en los que desgranaba las novedades literarias, e introduce, además, una idea de la crítica como oficio terrenal: una especie de lectura en overol. Estos artículos salieron durante los últimos años en periódicos y revistas chilenos y argentinos. Aquí, reunidos en una selección que termina por conformar un mapeo de las distintas geografías a las que lleva la acción de leer y sus ejecutores, Zambra, lector que escribe, tal es su lugar en este libro, realiza un trabajo casi etnográfico, una especie de lectura tridimensional de ese mundo a veces histérico, las más de las veces apasionante, que es la literatura. Cada entrada podría ser una tesis, pero aquí va directo al grano y se presenta contundente y clara: cada semana, el Zambra lector tenía algo para decir y lo hacía corto y al pie, su manera de mostrar, al igual que su literatura, que la extensión y las largas peroratas no son indispensables para desarrollar ideas. Lo breve, en Zambra, no es enemigo de la idea. Lo breve no es sinónimo de liviandad. Entonces, en textos que a veces tienen la intimidad de las memorias, el escritor habla de la escritura y la infancia, de la letra como artefacto, las clases de caligrafía como una doma al exabrupto personal; las lecturas desinfectadas que se imponen en la secundaria; la escritura de los hijos de grandes escritores; las anotaciones de otros en libros usados; los libros fotocopiados, anillados, esos libros pirata que saciaban su voracidad por la lectura en años de estudiante; el afán por comprar ediciones preciosas, por complicar cada viaje con el pesaje de sus ejemplares encontrados en cada destino: el papel ante el digital como su batalla y su cliché (“No se me escapa que esta crónica es vieja, impúdica y muy burguesa”, se sincera o se ataja el autor). La lectura, sus lecturas, como experiencias personales que, a su vez, se vuelven universales. En cierto punto, No leer se hace fuerte por el lugar de identificación que, intencional

o no, logra producir Zambra en el lector. Por sus páginas, además, desfilan escritores contemporáneos, puestos a interactuar con los clásicos. Los autores, sus obras, se vuelven títeres y el autor de Bonsai funciona como titiritero. Entonces, en un mismo texto, pone a dialogar a Richard Ford y a Albert Cohen; a Pèter Esterházy con Héctor Libertella. En una primera parte, Zambra deja en evidencia su destreza como narrador. No se trata sólo de una mirada aguda, de una lectura a contrapelo, de oficiar de director de orquesta entre libro y libro, entre las palabras inauguradas por los autores. Se trata, también, de seducir. Nada tiene sentido sin esa seducción que apuntala un buen texto, porque es ahí donde el triunfo es completo: cuando eso que se lee produce el goce de haber sido transitado, no el padecimiento de palabras clonadas o sin sabor. Cada vez que abre una entrada, el escritor escribe una historia, logra una especie de relato que acompaña de alguna manera a su crítica de cada semana. Algo en ese movimiento recuerda las contratapas de Juan Forn en Página/12: se trata de lectores voraces que a su vez ofician de escritores y que no reniegan de la tiranía del espacio que ofrece un periódico. Narran sus lecturas, releen lo que otros narran, cuentan que leyeron y la vida de los otros, de esos escritores que generan el placer/displacer del que hablamos al leer. En la segunda parte del libro, Zambra abandona el texto breve y se inclina al ensayo. Roberto Bolaño, Cesare Pavese, Nicanor Parra, a ellos, Zambra los desgrana, los inspecciona. En ellos, se queda largas temporadas, quizá porque el poeta no se decide a partir. Y a ellos les dedica sus mayores cuidados. La tercera parte es más introspectiva. El autor mira a su obra, reflexiona sobre el acto de escribir: critica al boom, a los cool hunter literarios, desacraliza la escritura (“Al escribir Bonsái o La vida privada de los árboles no sabía muy bien qué quería representar. Tal vez nada.”). Habla de no escribir. Pone el broche en esa cuerda que mantuvo tensa, la de la autoconciencia: Zambra no quiere ser pillado en su juego. Por eso, ante la duda, se expone. Se declara culpable de los crímenes que denuncia. Un lector que no lee. Un escritor que no escribe. Un autor que foguea su propia impostura. No leer es el juego. Y no leer para Zambra es imposible.


MARTES, 18 DE SEPTIEMBRE DE 2012

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“La razón personal, última instancia de la moralidad”, por Anna Rossell

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Mentiras de verano, de Bernhard Schlink. Trad. Txaro Santero. Barcelona, Anagrama, 2012, 258 págs.

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espués de la famosísima novela El lector, que catapultó a Bernhard Schlink a la fama –traducida a 39 lenguas, fue el primer libro alemán que encabezó los más vendidos en la lista del New York Times–, cualquier nueva publicación del autor es esperada con impaciencia y hasta acogida con exagerada generosidad. Es difícil superar o incluso igualar el logradísimo equilibrio entre la acertada selección de ingredientes que reunía El lector: polémico por excelencia, sobre todo en su país, por poner el tema del nacionalsocialismo una vez más en la palestra bajo una óptica osada y renovada, el arte de saberlo prolongar planteándolo en su vertiente filosófica universal, una buena dosis de suspense en el desarrollo y la habilidad para suscitar una porción de mórbido interés a través de la relación sentimental entre sus protagonistas, un joven alumno de instituto y una mujer madura. Mentiras de verano, publicado en Alemania en 2010, que desde abril cuenta ya con la segunda edición en España, no ha sido concebido con la ambición de la novela, ni tan siquiera con la algo más modesta de la serie del inspector Selb del mismo autor, de la que el lector hispanohablante puede gozar también en lengua española. El acertado título parece querer no llevar a nadie a engaño, anuncia la intención de una serie de textos sin desmesuradas pretensiones, de fácil lectura y temática desenfadada, ideal como entretenimiento de verano. Y cumple con este objetivo esta colección de siete cuentos, que, con todo, sigue teniendo el sello filosófico que caracteriza todos los escritos de su autor, que tampoco ahora renuncia a plantearse preguntas y a confrontar a sus lectores con la complejidad del comportamiento humano. Bernhard Schlink (1944, Großdornberg –Alemania–), parece querer compensar en la ficción literaria el espinoso realismo de la práctica de su profesión de juez, pues todas sus obras giran en torno a la dicotomía ley versus justicia

como dos planos diferentes condenados a no coincidir. Y si bien el autor pretende plantear el tema de modo imparcial y lanzar al aire la pregunta sin arriesgar una respuesta, se insinúa claramente la tesis de que la injusticia es inherente a cualquier sentencia. Así tanto en la serie policíaca de Selb como en El lector la ley se nos presenta como un instrumento inapropiado para administrar justicia y en este último se hace evidente que la moralidad y la legalidad siguen caminos propios y trabajan con materiales distintos. A Schlink le interesa estudiar esta temática, que a menudo le hace plantearse la moralidad de la verdad y la mentira. Ya El lector partía de una mentira en el desarrollo de la trama. En Mentiras de verano Schlink explora las consecuencias de la mentira (o de silenciar la verdad) en la vida de los protagonistas de sus siete historias –algunas algo forzadas– y en sus relaciones. En este caso el autor alemán sale airoso en su intención de no juzgar a sus personajes, la voz narradora se abstiene de cualquier opinión, ni siquiera insinuada, y se limita a su papel de observador imparcial que transmite los hechos tal y como supuestamente sucedieron. Tampoco existe en lo narrado un intento de introspección psicológica, si hay que arriesgar alguna tesis, quizá entonces la de que todos los seres humanos nos servimos en la vida de la mentira, más o menos consciente –también del autoengaño–, para compensar nuestra debilidad y encontrar el propio equilibrio en situaciones de otro modo insuperables o superables sólo con dolor y dificultad. Ante la imparcialidad del narrador cada historia –una breve incursión en la vida cotidiana de individuos corrientes– lleva al lector a plantearse por sí mismo el por qué de la mentira, incluida la propia; a cada lector le corresponderá en cada caso la respuesta. Vistas las Mentiras de verano como una parte del conjunto de su obra, diríase que el autor subraya la motivación personal como único y auténtico referente moral. MIÉRCOLES, 12 DE SEPTIEMBRE DE 2012

“Razones para vivir la vida”, por J.S. de Montfort Confesiones y Guías, de María Zambrano. Edición, introducción y notas de Pedro Chacón. Ilustraciones de Miguel Ángel Moreno Gómez. Editorial Entelequia, Madrid, 2011, 166 páginas.

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na de las preocupaciones fundamentales de la filósofa española María Zambrano (1904-1991) en su exilio –por causa de la guerra civil– y que se prolongó durante 45 años, y que la llevó a peregrinar

desde México y Puerto Rico hasta La Habana, pasando por París o Roma, es la de cómo reparar el abismo infranqueable entre razón y vida. En Confesiones y Guías, Zambrano nos ofrece dos modos literarios (o formas del pensa-


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miento) con los que perseguir una forma del pensamiento distinto del filosófico, incapaz –en su opinión– de transformar el conocimiento puro en conocimiento activo. La primera de esas formas es la Confesión que, como género literario, es propio y exclusivo de la cultura occidental y aparece en momentos decisivos, en esos momentos, nos dice Zambrano, “en que parece estar en quiebre la cultura” (como hoy mismo, cuando el hombre ha perdido la intimidad consigo mismo). La Confesión es palabra, viva voz y a diferencia de la novela, que crea otro tiempo (el tiempo del mito), y de la novela autobiográfica, en la que el sujeto revela una cierta complacencia sobre sí mismo, es el lenguaje del sujeto en cuanto tal. La Confesión surge de una desesperación que antes fue queja, en aquel sujeto en estado de confusión y dispersión y es “salida de sí en huida”. Y ello porque el sujeto se siente humillado, por sentirse en abandono, “fuera de un orden” y la Confesión le ofrece una esperanza: la sensación de unidad que no posee la fragmentariedad de la vida humana. La Confesión, que se suele producir por una evidencia, se nos ofrece así como salvación a la pérdida de la realidad que hemos sufrido por causa del post-racionalismo, pues según Zambrano, nos pone en situación de recibir a la vida y de alguna manera, recobrar “algún paraíso perdido”. Por ello, es necesariamente contraria a la búsqueda romántica y postromántica (y en la que se diría que todavía nos encontramos hoy) de los paraísos artificiales y que supone “una nostalgia terrible de una vida donde la realidad responda exactamente al deseo”. Y las Confesiones no son solo útiles para quien las escribe, sino también para quien las lee, pues según Zambrano, “obligan al lector a verificarlas, le obligan a leer dentro de sí mismo” (y tal condición ejecutiva es su única exigencia para ser considerada Confesión). El exceso de conciencia de los surrealistas revelaría, según Zambrano, su método y haría

del surrealismo la forma confesional de nuestros días. Una forma confesional, sin embargo, más valiosa por su método que por sus logros. La segunda de las formas de pensamiento de las que nos habla Zambrano es la Guía y que, a diferencia de la confesión, está polarizada al que lee, y en ella se da cuenta de una situación vital de la que se quiere hacer salir a alguien. De lo que andaría más cerca, formalmente, sería de un tratado filosófico, pero dirigido a aquel que no sabe filosofía y es incapaz de hacerla. Así, tendría la Guía la pretensión de sistematizar las experiencias de la vida, en una suerte de método, servido en base a una idea que sirva de inspiración. Puesto que “vivir bien no es solamente cuestión moral sino de estética”. El volumen consta de cinco textos, de los cuales solamente uno es inédito (el que lleva por título “La Guía”); texto que se trataría quizá, nos dice Pedro Chacón, compilador del volumen, de un ensayo preparatorio para su proyectado libro –pero nunca escrito– sobre las Guías españolas. En él, Zambrano viene a decir que el Quijote sería la Guía máxima de “la intrincada vida española” y nuestro mayor libro de moral y “aun de metafísica”. De los otros dos textos restantes, uno lleva por título “Una forma de pensamiento: la Guía” y no sería más que una suerte de híbrido o resumen de los dos primeros textos (los más largos), una sobre la Confesión y otro sobre la Guía (a los que nos hemos referido antes), cerrándose el volumen con un artículo dedicado al místico español Miguel de Molinos y motivado por la aparición en 1974 de la Guía Espiritual, en edición de José Ángel Valente. El volumen trae además unas bellas (y sobrias) ilustraciones de Miguel Ángel Moreno Gómez que sirven como separadores de los diferentes textos, dándole al volumen ese toque vivaz y humano –poético– que demandaba Zambrano para su filosofía.

JUEVES, 6 DE SEPTIEMBRE DE 2012

“Coreografías complejas: la veloz multifocalidad del presente” por Walter Romero Escenario móvil. Cuestiones de representación, por Susana Cella (ed.). Buenos Aires, Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2012.

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caso el realismo sea una de las constantes de la historia literaria; sus “aplicaciones” son transnacionales, transculturales, transhistóricas. El problema central de la mímesis y sus derivas (y avatares) son parte constitutiva de la literatura en términos de arte de representación, del orden de lo que está representado, o de aquello que -en un determinado marco- es presencia y mostración de ese recorte que asume la imitación de la vida.

Las cuestiones de representación, entendidas en sentido amplio, son un tembladeral no ajeno a una contemporaneidad que no logra reponerse de una posmodernidad ya deslucida o muy deshilachada; sobre todo en tiempos en que todo arte de representación aguarda a sus nuevos gurúes, sus nuevas tendencias, a una nueva y “viral” denominación, que, obligadamente será –lo sabemos e intuimos- también de muy vasto, de muy amplio espectro.


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Acaso sólo Reinaldo Laddaga ha tentado en nuestro medio, entre conceptos tan variados como emergencia, volatibilidad, contemporaneidad y representación cauterizar un poco el sentir de una época, a modo de “torniquete hermeneútico” que aborde un presente lábil, difuso y complejo. Las figuras se mueven con rapidez insospechada, el corrimiento y las tensiones se multiplican, los desdoblamientos en los que el artista queda preso de su obra (la presenta por sí mismo, la representa, es parte de ella y, a su vez, la vuelve más que nunca un objeto), son el constructo o el gesto de los tiempos que, más que correr, vuelan. “Coreografías” todas que intentan capturar una verdad –una realidad– escurridiza, cuyos “procedimientos constructivos” se mueven en agrupamientos (o apareamientos) insospechados, en una multifocalidad de “complejo estatuto”. El volumen, editado por la Facultad de Filosofía y Letras, que compila acertadamente la doctora y directora de investigación Susana Cella, no viene a reponer otra cosa que ese estado de la cuestión en un amplio abanico de modalidades de representación (autores y obras) cuyo “escenario móvil” intenta, del mismo modo en que una buena fotografía, la captura de un momento que, en su conjunto, es y será irrepetible. Este libro es una muy buena serie de viñetas de la forma en que, sin prisa pero sin pausa, la literatura, de manera casi recidiva –cada tanto, y más pronto que tarde (y mucho más cerca de nosotros que la imagen que ilustra la tapa, donde una madame decimonónica contempla un fuera de campo, aunque regalándonos, a su vez, un reflejo de “la otra cara” de su rostro)– vuelve, una y otra vez, sobre la cuestión del realismo, de las condiciones de representación y sus muchos conflictos, o malentendidos. El resultado es vario porque variada es la suma de trabajos que aborda, pero la introducción guía en su reco-

rrido algunos trabajos que bien podríamos entender en una liminaridad que completa el “tema”: lo sabemos, el “engarce” hace más preciosa la joya. Puestos en la molesta e incómoda tarea de elegir algunos estudios más destacados de esta compilación, diremos que preferimos aquellos trabajos que parecen ir un poco más allá, emprendiendo un abordaje más decididamente teórico, que siempre se agradece, y, que parece responder mejor al horizonte de lectura que este trabajo construye. Así, el trabajo contrastivo entre Molloy y Semprún que emprende Guadalupe Maradei implica una idea de la forma en que la memoria se representa, la interesante lectura de Gorki que elabora Omar Lobos nos da a conocer las diferencias notables entre shazkas y bilinas de noble tradición, y, el estudio benjaminiano de Martha Fernández Arce anuda la memoria al problema interminable de la mimesis; sin dejar de señalar lecturas, también de interesante recorrido, en la voz de Leonardo Candiano, Roxana Ybañes, Diego Alonso, respectivamente dedicados al realismo de los 60, a las configuraciones de la palabra poética, y, en una celebrada deriva, a la poética de Tarkovski y su “realismo”: otra vez esa maldita palabra. Mención aparte merecen dos trabajos: por un lado, el del riguroso Eugenio López Arriazu que enlaza una concepción del realismo á la Henry James con técnicas de notoria aplicación en el maestro norteamericano, y, por otro, el estudio de Ruth Alazraki, donde el realismo –y sus reflejos– están abordados en términos de apresar, de alguna manera, lo que Barthes sostenía respecto de cuál era en definitiva la función crucial de la literatura: es decir, cómo hace la literatura para institucionalizar una subjetividad, en este caso, referida al arrinconado pero grandioso Enrique Wernicke, y sus acuáticas e inolvidables metáforas. VIERNES, 31 DE AGOSTO DE 2012

“La mirada indiscreta”, por Laura Cabezas Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la modernidad, de Sylvia Molloy. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, 304 págs.

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n “¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud de Foucault”, Judith Butler sostiene, siguiendo al filósofo francés, que el crítico o crítica no sólo necesita aislar e identificar el nexo peculiar entre el saber y el poder que permite que surja el campo de cosas inteligibles, sino que también debe seguirle la pista a la manera en que ese campo encuentra su punto de ruptura, sus momentos de discontinuidad, los lugares en los que no logra constituir la inteligibilidad que representa. En Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la modernidad, Sylvia Molloy relee escenas emblemáticas de la construcción de la nación en el entrecruce secular (XIX-XX) detectando pequeños desvíos que desestabilizan la normatividad que rige el “deber

ser” socio-sexual, recordándonos así que la definición de la norma no precede sino que sucede a esas diferencias. Con una mirada curiosa, incisiva y vouyerística, Molloy nos entrega un recorrido otro por los cuerpos y las sexualidades que se exhiben, ocultan o travisten en el modernismo latinoamericano, a la vez que nos ofrece un ejemplo paradigmático de cómo hacer crítica desde el género, volviendo político lo mínimo, lo que aún no tiene nombre, lo que está en proceso de clasificación. Ya publicados en diversos medios a lo largo de los años noventa, los artículos que componen el libro encuentran en el conjunto la posibilidad de entablar un diálogo entre ellos (cámara de ecos textuales) y de afianzar una má-


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quina de lectura que se detiene en la figura de la pose para pensarla como una fuerza desestabilizadora que deviene gesto político. En efecto, en tanto asociada al derroche y al amaneramiento signados por lo no masculino, la pose finisecular configura para Molloy un concepto que problematiza el género, su formulación y deslinde, subvirtiendo clasificaciones, cuestionando modelos reproductivos, proponiendo nuevos modos de identificación basados en el reconocimiento de un deseo más que en pactos culturales. En este sentido, invita a desactivar cualquier pretensión unívoca de lo identitario, proponiendo lo paradójico como fundamento corrosivo: la pose dice que se es algo, pero decir que se es ese algo es posar, o sea, no serlo, explica la autora. Así, desestabilizando la dupla ser/parecer, la pose plantea una fuga constante de los binarismos tranquilizadores que organizan el mundo occidental e instaura lo monstruoso, aquello que produce atracción y rechazo al mismo tiempo, un sentimiento que experimentan tanto Martí como Darío frente a la visibilidad excéntrica de Oscar Wilde. El cuerpo en el modernismo latinoamericano es objeto de deseo pero también de perversión. Que la pose implique necesariamente la imposibilidad de definición la convierte en una de las obsesiones del discurso psiquiátrico que Molloy rastrea siguiendo los estudios de José Ingenieros sobre la simulación. Simular conlleva no sólo el poder de la no determinación, sino también la configuración de una práctica basada en la copia y la reproducción que el perito médico debe investigar para distinguir la verdad de la falsedad, lo original de la falsificación. Pero lo interesante de la propuesta radica en el pasaje hacia la literatura, cuando leemos que el mismo Ingenieros también posa, se exhibe como literato, y, al mismo tiempo, se enmascara detrás de diversos seudónimos. Porque la literatura se ubica al lado del cuerpo, ambos son percibidos como fuerzas irresistibles que cuestionan los límites de lo social, la ciencia, el género, lo plausible de reglamentación. Del otro lado, el Ariel de Rodó, un libro creador de comunidad que propone conductas y una hermandad entre varones, en el que lo corporal es borrado y sustituido por frisos, mármoles y monumentos. No obstante, Molloy no se detiene ante el frío trazado y va hacia lo no dicho, buscando las grietas en la piedra ro-

doniana. Y las encuentra, en sus cuadernos personales, en los que se vislumbra una escritura otra, donde reaparece ese resto material, corpóreo, arcano, dejado de lado por la construcción de una personalidad cultural que se deseaba asexuada y etérea. Dos lazos comunitarios se exploran en Poses de fin de siglo: una dada por la adhesividad masculina celebrada por Walt Whitman, la otra trazada a través de la ternura entre mujeres. En la primera se construye una genealogía y un linaje de varones que Martí coloca del lado de lo natural americano, dejando su pérdida asociada a una visión degradada de lo femenino. Sin embargo, nuevamente el ojo crítico de Molloy se detiene en un desplazamiento menor, la mención a Safo, que trae lo espiritual y casto junto con la sensualidad; pero también trae la reiteración de una estrategia, la afirmación de la negación, que desbarata su paradigma masculino heterosexista, aun cuando insista en la potencia erótica y política de la virilidad heterosexual. La comunidad femenina, leída desde la relación que Teresa de la Parra mantuvo con la antropóloga cubana Lydia Cabrera, también se nos presenta atravesada por lo no dicho y por la aseveración negativa. Leyendo los vacíos y las lagunas que se dejaban en la biografía de Parra, Molloy intenta reflexionar sobre la incomodidad que plantea el lesbianismo en la crítica latinoamericana. Para hacerlo, recurre a las autobiografías falsas de la escritora venezolana donde encuentra alteridades femeninas que funcionan como reversos de Parra, permitiendo así una autodefinición por contraste. Ya en su correspondencia, la superioridad de la ternura por sobre el amor físico –sinónimo de una heterosexualidad obligatoria que reglamenta los cuerpos– será propuesto por Molloy como un modo de crear lazos afectivos entre las mujeres y como una estrategia de resistencia grupal contra una modernidad cuya taxonomía genérica y sexual no las incluye. Rigurosa y coloquial al mismo tiempo, la pluma de Sylvia Molloy transita textos, archivos, cuerpos, sexualidades, en busca de aquello no percibido, no visto o reprimido, habilitando así la posibilidad de repensar no sólo las relaciones entre género, cultura y nación, sino también nuestra propia labor como críticos.

MIÉRCOLES, 22 DE AGOSTO DE 2012

“Vender la piel del oso antes de cazarlo”, por Anna Rossell El príncipe de la niebla, de Martin Mosebach. Trad. de José Aníbal Campos, Acantilado, Barcelona, 2012, 357 págs.

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omando como punto de partida un hecho histórico de la Alemania Guillermina y ubicando la acción en los últimos años del siglo XIX, Martin Mosebach (1951, Frankfurt del Meno, Alemania) pergeña

una fábula que es a la vez un retrato de época y de todos los tiempos, en tanto que saca a la palestra actuaciones universales del comportamiento humano. Éste es el mayor mérito de una novela que airea los entresijos de la menta-


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lidad y la actuación del prototipo del estafador moderno, tan real en los años de aquel cambio de siglo como en la actualidad. El príncipe de la niebla, sobrenombre del protagonista Theodor Lerner, muestra los mecanismos más clásicos de hacer negocio a base de la especulación. Condensando en su nombre la esencia de su personaje –lerner significa en alemán aprendiz- Mosebach construye en el dueto de los principales protagonistas –la señora Hanhaus y Theodor Lerner- una relación maestra-alumno de la estafa. Ella, una mujer frívola de oscuro pasado, vividora a la caza y captura de cualquier negocio imaginable, consigue captar para sus fines al pupilo Lerner, un periodista ocasional cuya ingenuidad y ambición maneja a su placer. Así es como ambos se embarcarán en la aventura de hacerse con la propiedad de la Isla del Oso, un arrecife situado al norte de Noruega, con la expectativa de hacer allí negocio con el carbón y con lo que se pueda. Este objetivo sirve a Mosebach para sacar a la luz el funcionamiento de la actuación especulativa, que vende la piel del oso antes de cazarlo (nunca mejor dicho) y se sirve de los medios que sean necesarios utilizando a este fin la imagen de exotismo y el espíritu de aventura fomentado por las revistas y diarios de la época colonial: con la excusa encubridora de un rescate humanitario uno consigue la financiación de su viaje, aprovechando la laguna legal se apropia de una isla desconocida que supuestamente se encuentra en el camino, se inventa riquezas del subsuelo y una empresa explotadora para la que sabe atraer algunos capitales, mueve políticos a través de sobornos y relaciones y así sucesivamente. Los trazos básicos de la conducta

de los personajes están diseñados con realismo y también está lograda la connivencia de la prensa en la creación de los tópicos que alimentan un imaginario de lo exótico, que es capaz de igualar el Sáhara con el Polo Norte. Ello queda bien retratado con claro ánimo crítico y humor sutil en una escena de circo en que una mujer de color culmina un espectáculo de nieve con osos polares incluidos. Sin embargo la novela muestra algunas carencias que, si bien en algunos casos pueden ser entendidas como una virtud al logrado servicio de la economía narrativa, en otros impide entender situaciones y relaciones entre los actores de la historia, lo cual repercute en la coherencia y la credibilidad y puede poner en entredicho la concesión al autor del Premio Georg Büchner 2007. Las razones del jurado, que adujo “esplendor estilístico”, son difícilmente comprobables en la traducción y hay en la crítica alemana quien opina lo contrario –para Sigrid Löffler, en una entrevista en la emisora Deutschlandradio el 5 de octubre del mismo año, su léxico es afectado, ampuloso y anticuado-. La historia se lee como un caso de tantos de suprema actualidad en el marco de la imperante Nueva Economía neoliberal, y la novela podría ser calificada como aguda crítica social si no fuera porque acaba con el encarcelamiento de alguno de los actores y el fracaso estrepitoso de la estafa, lo cual no casa con la expectativa que el autor ha ido creando, ni con la realidad. De Mosebach, autor prolífico, que cultiva casi todos los géneros, se han publicado, además, en España, en el sello El Tercer Nombre, El temblor (2008) y La luna y la niña (2009). MARTES, 14 DE AGOSTO DE 2012

“Un cruel caleidoscopio de la ciudad”, por Fabián Soberón Ellos eran muchos caballos, de Luiz Ruffato. Trad. Mario Cámara. Buenos Aires, Eterna cadencia, 2010, 160 págs.

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ómo narrar el ritmo turbio, heterogéneo y nervioso de una metrópolis? ¿De qué manera escribir el febril movimiento de los cuerpos, las pasiones, los grupos sociales? Estas preguntas surgen de la prosa precisa que dispara la novela de Luiz Ruffato. El autor, hábil observador y diestro artesano verbal, construye una película parlante y enloquecida de una ciudad en ebullición. Ruffato narra sesenta y ocho historias mínimas que incluyen robos, amores encontrados y abandonados, rezos, recetas de restaurante, ancianos perdidos y olvidados, señores de la alta sociedad, putas, intendentes, ladrones y sexópatas. A pesar de hacer foco en la compleja y diversa realidad social de una ciudad como San Pablo (con sus marcadas y terribles diferencias sociales), Ruffato no se olvida de que el arte del escritor es un arte, ante todo, verbal. La novela está plagada de innovaciones sin-

tácticas y verbales. Incluye relatos separados que cambian de narrador y de ritmo, explosiones lingüísticas, catálogos que imitan los catálogos reales, cartas manuscritas, escuetas y melancólicas declaraciones, confesiones triviales, típicas escenas de una burguesía decadente y pretenciosa. Ellos eran muchos caballos se inicia con las indicaciones precisas de día, ciudad y temperaturas. Esos anuncios triviales ayudan a armar el río cruel, el mapa simultaneo de historias que bucean solas y aisladas. Los datos iniciales marcan un principio de estabilidad. El resto de la novela es un pulpo descontrolado, un monstruo deforme que avanza, imparable, solo, y que nadie puede detener. Los personajes se fugan y se pierden en una ciudad que los alberga, los atrae y los expulsa. Ruffato explora el mar del lenguaje con una buena dosis de experimentación y de ruptura sintáctica. La tra-


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ducción realizada por Mario Cámara logra transmitir esas rupturas de la sintaxis. Hay capítulos íntegros escritos con la disposición espacial de un poema (la historia de Cerebro, por ejemplo) y eso exige en el traductor una habilidad para mantener el ritmo del poema, ritmo –por cierto– muy distinto al de la prosa, sobre todo por la disposición espacial, gráfica, que tiene la poesía. La novela tiene capítulos en los que se eliminan los signos de puntuación y eso le exige al lector rearmar el “sentido” con la unión aparentemente azarosa de la secuencia de palabras. Esa secuencia sin signos de puntuación genera un fluido verbal potente que, a veces, descolocan al lector y que, al mismo tiempo, le dan una libertad de interpretación. Esos fragmentos díscolos y esenciales se combinan con capítulos completos que tienen autonomía narrativa, episodios que se pueden leer como cuentos, o relatos autónomos.

Ellos eran los muchos caballos es un caleidoscopio verbal, narrativo, una especie de filme afiebrado y embravecido que arma un mapa desenfadado de un día brutal en la ciudad de San Pablo, una cartografía esbozada con cierto cinismo. Una luz cruda y hermosa baña los sucesos y las horas y nos recuerda que una metrópolis no es solo el recorrido infinito por una ilusión sino también el escenario triste y desolado en el que se desarrolla, anónima, la heterogénea y desgraciada vida de millones de “caballos”. Si Ruffato se lo hubiera propuesto, la novela podría seguir, inagotable, y podría tener más capítulos. La realidad de una ciudad es vasta e interminable y la novela nos da una aproximación terrible, milimétrica, de esa vastedad, infatigable. El arsenal verbal de Ruffato es una lupa que agranda y enfoca, aunque sea por un instante, las historias heteróclitas que siempre se pierden en el olvido de la Historia.

MARTES, 7 DE AGOSTO DE 2012

“Mutilación como esencia natural del ser humano”, Anna Rossell Los mutilados, de Hermann Ungar. Trad. de Ana María de la Fuente. Madrid, Siruela, 2012, 158 págs.

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ublicada en España en español y catalán por Seix Barral y Eumo respectivamente en 1989, Los mutilados de Hermann Ungar (1893, Boskovice/ Mähren-1929, Praga) recupera para el lector hispanohablante un tema universal en el espacio y en el tiempo, el de los bajos instintos del ser humano, el mundo anímico irracional e incontrolado bajo la apariencia de corrección moral y compostura del buen ciudadano burgués cumplidor de sus obligaciones ciudadanas. Los mutilados, que vio la luz en 1923, es la novela más emblemática de este autor checo de expresión alemana y ascendencia judía, que, como Kafka, sabe trasladar al mundo de la ficción los descubrimientos del psicoanálisis a través de ambientes y personajes que recuerdan muy de cerca los de su compañero de letras praguense. Como éste, de ascendencia judía, conocedor del checo y del alemán y formado en ciencias jurídicas, Ungar se dedicó sin embargo al teatro y a la literatura: algunos ensayos además de novelas y relatos: Knaben und Mörder, 1920; Die Klasse, 1930; Colberts Reise, 1930 -, de los que se han publicado en nuestro país los dos primeros: Chicos y asesinos, La clase, Nens i assassins (en Seix Barral aquéllos y en Eumo el catalán), todos en 1991. Al igual que sucede con Kafka, la temática de Ungar es obsesivamente recurrente, y la novela que nos ocupa condensa lo más característico de su obra: el instinto destructor y autodestructor del ser humano a través del sadismo, el masoquismo y la misoginia. Ungar se complace en estudiar los deseos más inconfesables del alma humana, en sus deformaciones, lo cual le valió elogios de

Thomas Mann y la reserva de Stefan Zweig, quien consideraba que su obra rozaba el límite de la depravación. En una atmósfera asfixiante, circunscrita estrictamente a la regulada vida de un personaje mediocre, psicológicamente enfermo a causa de las vivencias traumáticas de su infancia, el autor crea un mundo cerrado de siete personajes Franz Polzer, Klaus Fanta, Dora Fanta, Franz Fanta, la viuda Klara Porges, la amiga Kamilla y el enfermero Sonntag, más algunos secundarios, a partir del cual expone una curiosa teoría sobre la necesidad de revivir nuestros pecados para expiarlos. Si bien la acción transcurre en Praga, es sintomática la ausencia de paisajes o entornos abiertos; lo que interesa al autor son las relaciones interpersonales que parecen darse de modo generalizado a partir del modelo que él presenta. Todo sucede en espacios pequeños y cerrados, habitaciones donde transcurre la sofocante existencia de los personajes, que no necesitan más para nutrirse que el alimento que les da vida: su perversión. El protagonista, Franz Polzer, un empleado de banca gris y acomplejado por su origen humilde, que no soporta la más mínima alteración de sus hábitos cotidianos sin que por ello peligre su exiguo equilibrio, mantiene con su único amigo de la infancia un vínculo de dependencia mutua que constituye el eje de su razón de ser y de la narración, alrededor del cual se irá tejiendo la red de acontecimientos. Sin embargo el lenguaje de Ungar no se recrea en lo exuberante morboso, al contrario, su estilo tiende al laconismo sintáctico y a la sobriedad adjetiva, su léxico no es explícito sino calculadamente contenido. Es


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sospechosamente significativa la semejanza que se da en los nombres de algunos de los personajes –Porges / Polzer- y hasta el hecho de que el único niño –Franz Fanta- se llame igual que el protagonista. Narrada en tercera persona, Ungar consigue transmitir la mezcla confusa de la mente obcecada del trastornado Polzer entre momento actual y pasado infantil en un registro que a veces trans-

grede la frontera entre el realismo y lo onírico y que recuerda mucho a Kafka. Reveladoramente metafórico es, además del título de la novela, el hecho de que el cínico amigo de Polzer, Klaus Fanta, sufra de una enfermedad degenerativa que deriva asimismo en una progresiva amputación de sus extremidades. VIERNES, 3 DE AGOSTO DE 2012

“(A vueltas) con la novela de la vida”, por J.S. de Montfort

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El río de las edades, de Pierre Bergounioux. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia. Barcelona, Ed. Días Contados, 2012.

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l río de las edades, quinto libro que se publica en español en los últimos dos años y medio del escritor francés Pierre Bergouniux, reúne en un mismo volumen dos textos: El río de las edades (2004) y Universos preferibles (2003), introducidos por un extracto de una entrevista de 1998 que lleva por título “No escribe uno lo que quiere”. Tal preámbulo sirve para establecer el tema central de todo el volumen. Aquí, Bergounioux se refiere a la vieja fórmula flaubertiana y que podría resumirse así -en palabras del propio Bergounioux-: “la dominación de la burguesía de los negocios, la primacía del puro interés económico devalúa de forma brutal el trabajo de los artistas, que se sienten desclasados, malditos”. De ello se colige el tema de este libro: un intento de exposición de una idea del mundo, impermeable, autónoma, que comprometa únicamente al escritor. El primero de los relatos, El río de las edades (24 págs.), resulta una suerte de tratado sobre cómo nuestra interioridad se configura gracias a ciertos arcanos del pasado y de cómo el conocimiento de tal pasado remoto, que sucede -si es que sucede- con algún hecho relevante y que acontece con el correr del tiempo, nos inserta en la conciencia el mal del tiempo. O dicho en otras palabras, que nuestra individualidad personal no es, en el fondo, más que un detalle irrelevante para la naturaleza y que las leyes de los hombres solo sirven -si es que sirven- para agudizar tal verdad que evidencia la “divergencia entre lo ideal y lo real”; o entre “el orden de la naturaleza y los propósitos que conciben las criaturas”. Aquí, como siempre en su literatura, Bergounioux se sirve de un recuerdo de infancia para ensayar una teoría general, que tiene tanto más de poética que de estatutaria. El niño Pierre se encuentra con la nada, antes del alba y yendo un día cualquiera a la escuela, con esa voracidad del tiempo que borra nuestros rastros y que “camina sin ruido pisándonos los talones”. Y esa experiencia de confrontación con “la resurgencia de la era diluviana”, esa vuelta de la realidad genesíaca, se materializa en una gran riada que “duró tres o cuatro días”, convirtiéndolo todo en un “pai-

saje anfibio”. Un hecho tras el cual desaparecen “las trazas materiales de la catástrofe”, pero no así su recuerdo; su herida, por así decir, que provoca que se extinga “una parte de nosotros, la primera y, seguramente, la única”. En el segundo texto, Universos preferibles (59 págs.), Bergounioux incide con más precisión en la idea flaubertiana de la maldición de la economía y así, el texto la confronta abiertamente, oponiendo a ésta la ociosidad de la más pura imaginación. La idea central, y que sufre cualquiera que viva en una ciudad (o pueblo, o aldea) pequeña y tenga un mínimo de sensibilidad, es la siguiente: qué se puede hacer cuando uno no encaja en un lugar determinado y se siente fuera de sitio. Este es el propio conflicto de Bergounioux, y que él (en tanto que no puede salir de Brive-la-Gaillarde) solventa con paciencia, tomando un punto del espacio ligeramente alejado de su pueblo, “una casa grande en la curva de Cressensac”, e imaginando de qué modo podría ser su vida allí. Un lugar (la casa), inspirada en el “sentido de la proporción” de las casas de labor, y que le permite la ensoñación arcaica (afuera de la tiranía moderna del trabajo). Un punto equidistante entre “un contexto casi inalterado desde tiempos del Antiguo Régimen” y los ruidos y las informaciones que le llegaban desde la lejana gran ciudad. Y se planta Bergounioux en ese lugar inestable por la razón de que la estrechez del lugar y la imposibilidad de encontrar ningún hombre “que respondiera a la idea que me hacía yo ingenuamente de los hombres” le dejan sin modelo al que poder imitar o enseñanza recta que poder seguir, y queda así felizmente abocado a la escritura mental de fabulaciones. El texto da cuenta de la pugna entre los dos yoes: el yo del cuerpo, el de la existencia real y aquel “otro yo”, el del pensamiento, la existencia imaginada, el universo paralelo. Y aquí se reincide en la idea de que la personalidad se crea desde fuera-adentro, y el peligro de que los lugareños “te incorpora[sen], sin acuerdo tuyo, al texto que creaban ellos por su cuenta”. En definitiva, una lectura de la vida en clave imaginativa, con el abandono a la crédula fantasía con la que se lee una novela. Una prueba de lo difícil que resulta “tener una idea personal y actuar en consecuencia”.


JUEVES, 26 DE JULIO DE 2012

“Retrato en penumbras de una generación perdida”, por Fabián Soberón | BOCADESAPO | RESEÑAS

Los muchos que no viven, de Alberto Vanasco. La Plata, Mil botellas, 2011, 144 págs.

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lberto Vanasco nació en Buenos Aires en 1925. Fue traductor, remisero y profesor de física y matemática. Trabajó en el Poder Judicial y en las Fuerzas armadas; escribió guiones para cine y televisión. Miembro de una familia acomodada, viajó por Europa y Estados Unidos. Publicó poemas, cuentos, novelas, ensayo filosófico, teatro y es considerado un precursor de la ciencia ficción en Argentina. De su obra diversa se destacan las novelas Sin embargo Juan vivía (1947) y Nueva York Nueva York (1967). Cercano al grupo de los surrealistas, escribió un ensayo sobre el racionalista Hegel. Murió en Buenos Aires en 1993. Los muchos que no viven (novela publicada en 1964 y reeditada recientemente) no es una narración de aventuras, ni una novela negra, ni la evocación depurada y triste de un triángulo amoroso. Es todo eso y, al mismo tiempo, mucho más. Alberto Vanasco elige el pretérito imperfecto para hablar de Emilio y de su grupo de amigos. Ese tiempo imperfecto le sirve para esbozar el ritmo intelectual de una generación y de un modo de enfrentarse a la vida y a las circunstancias. Con una prosa incandescente, Vanasco habla de sí mismo (a través de Emilio) y traza el mapa díscolo de su tiempo: expone de manera narrativa las hipótesis políticas y filosóficas de los años ´50 en la ciudad de Buenos Aires. La novela, entonces, es una narración precisa y poética sobre las vacilaciones de una vida, sobre el desencanto de un hombre y de su época. Antes que peripecias, Vanasco crea atmósferas oscuras, neblinosas y, a partir de esos climas, cuenta las circunstancias irreversibles de su protagonista. Emilio es lúcido, vagabundo y mujeriego. A pesar de su búsqueda de una vida mejor, no encuentra en nada el asidero para su existencia. Su rutina incluye las reuniones con sus amigos Miguel, Román, Tolosa y los otros. Dice el narrador: “Más que hacer cosas, nos dispersábamos en euforias musicales, en borrosas dialécticas de café.” Todos están a la deriva. Nadie tiene un oficio fijo. Miguel es una especie de intelectual que está harto de la vida en su país. Con parsimonia, Emilio escucha sus discursos eufóricos sobre la falta de conciencia latinoamericana. En medio de las

infidelidades y los desencuentros amorosos, los jóvenes sin norte, discuten sobre el futuro del país. En este sentido, Los muchos que no viven es un relato crítico, un conjunto de ideas sobre el pasado fracasado y sobre el porvenir incierto. Pero la novela no se define por la elaboración de una trama. Es, antes que nada, un tono, una voz, un flujo de ideas, de sensaciones, de ritmos íntimos. Dice Emilio: “Todo estaba impregnado por la perseverancia, el vapor y la decrepitud de la lluvia.” Vanasco entrelaza la narración mínima y justa de episodios con la evocación afantasmada de una manera de ver el mundo, la de su narrador protagonista. Ese tono es la marca de la novela, un mantra reflexivo y poético: “Yo me echaba hacia atrás en el asiento y contemplaba la noche a través del parabrisas abombado. Miraba las calles húmedas y resplandecientes, la ciudad arrogante pero dormida, la lluvia que trizaba los vidrios. ¿Qué hago yo aquí con esta mujer? El auto se deslizaba silencioso entre otros autos, también silenciosos y suaves, cada uno con su urgencia exacta y sus pasajeros difusos, guarnecidos por las sombras, en la azulada y confortable penumbra donde parecían urdirse los destinos del mundo.” En muchas páginas no ocurre nada. Es decir, la trama, en un sentido cinematográfico, no avanza. Lo que escucha el lector es la conciencia de Emilio, el flujo melancólico y arrollador de alguien que observa, que atraviesa “el” mundo con una pena interminable. Vanasco hace de Emilio el síntoma de un periodo de desolación. La novela traza el arco de una juventud perdida entre la conciencia del fracaso en el pasado y la inexistente gloria en el futuro. La novela es un fresco destemplado de un tiempo histórico, y también es la taquigrafía desoladora de un estado de la existencia. Anota Mario Trejo en el prólogo a la novela, escrito en 2011: “Esta es una novela de los años cincuenta, sobre Buenos Aires en los años cincuenta. Muestra las carencias de nuestro país… Todo era negación y dificultad.” Los muchos que no viven es un mapa de la abulia de unos desencantados, en una hora precisa, en el tiempo de la frustración y el desconcierto.

SÁBADO, 21 DE JULIO DE 2012

“Decálogo del Perfecto Manipulador”, por Jimena Néspolo 1. Ámate a ti mismo por sobre todas las cosas. 2. Haz de tu vida un espectáculo y de las personas que te rodean, meros extras de tu farsa, marionetas descarta-

bles de acuerdo a las exigencias de tu sainete. 3. Permite que cualquiera pronuncie tu nombre en vano. Recuerda que ante todo tú quieres ser conocido, admi-


de misterio. Recuerda que sin misterio estás condenado al fracaso. 8. Perfecciona, con el tiempo, tu puntería y tus estrategias de inmunidad evasiva. Un buen manipulador no necesita más de una víctima, pero esa víctima debe ser la adecuada. 9. Procura que alguna persona con talento artístico te ame y luego se suicide. Esta cumbre trágica le otorgará espesor real a tu vida, desde entonces habrá una historia que contar y, principalmente, un guardián de su memoria. 10. Procura que alguna persona con talento artístico te ame y luego suicídate. Esta cumbre trágica le otorgará espesor real a tu vida, desde entonces habrá una historia que contar y, principalmente, un guardián de su memoria. LUNES, 16 DE JULIO DE 2012

“Música y resistencia espiritual en el Holocausto”, por Rosa Chalkho La música en el Holocausto. Una manera de confrontar la vida en los guetos y en los campos nazis, de Shirli Gilbert. Traducción de María Julia de Ruschi. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010, 384 págs.

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lejandro Kaufman, en el prefacio a la edición castellana de En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final reflexiona acerca de la escasez de publicaciones sobre los llamados estudios sobre el Holocausto en castellano, como también acerca del retardo en décadas en la traducción de obras centrales como las obras de Raul Hilberg. Esta vacancia evidente tendría varias razones, una de ellas es la consideración que la temática pertenece a la esfera de interés de “lo judío”, otra es la consideración controvertida, sostenida por Finkelstein (quien fue prontamente traducido y publicado en España) respecto a una sobreabundancia de narrativas sobre el tema a las cuales critica como “industria del Holocausto”; sin olvidar otras razones más espurias como el antisemitismo en su faceta revisionista y negacionista. En cualquier caso, la mayor parte de las investigaciones y publicaciones se quedan del otro lado de los Pirineos para el mundo editorial español, con similares consecuencias para el hispanoamericano. Valgan entonces también los argumentos de Kaufman para celebrar como contrapartida la traducción y publicación de La música en el Holocausto en la colección sobre música dirigida por Diego Fischerman de la editorial Eterna Cadencia. El libro condensa los resultados de una exhaustiva investigación sobre la vida musical en los guetos y en los campos de exterminio, y a partir de este estudio que recopila documentos y reconstruye testimonios nos permite recomponer los rasgos de humanidad en las más aterradoras circunstancias y por otro lado, nos insta a pregun-

tarnos acerca del valor, el lugar y la naturaleza misma de la expresión musical, que como acción simbólica y canal de expresión tuvo existencia en circunstancias que supondríamos inimaginables. Es interesante pensar el contexto en el cual Theodor Adorno expresa su famosa frase “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie” ya que la gran conmoción y el shock por un horror inimaginado pareciera invalidar cualquier acto estético por bárbaro o pueril. Pero por otro lado, devela una concepción de lo poético, cuya ascendencia se entrama en las estéticas europeas del Iluminismo que él mismo critica. De esto se puede desprender que para Adorno la poesía es una secundidad o un lujo, un segundo escalón que no se debe subir frente a la muerte de millones. Si la poesía es belleza, su imposibilidad para poetizar el Holocausto es abyecta, el horror no puede ser estetizado. Lo que Adorno no tuvo en cuenta es que la poesía ya existía en el medio del horror, como sublimación y como resistencia a la deshumanización. Hombres y mujeres despojados de la dignidad básica por la industria de la muerte encuentran en versos y cantos furtivos alguna manera de conservar la condición de sujetos y de simbolizar como manera aferrarse a lo humano cuando las condiciones físicas del sometimiento nazi lo cosifican. Esta facultad de encontrar resistencia en el canto en ocasiones escondido, y en otras legitimado en orquestas y coros por las SS como pantalla, era también un privilegio en campos y guetos, quienes estaban abatidos por la degradación física y moral no accedían ni siquiera a estos momentos consoladores.

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rado, deseado, vendido, comprado, tasado… 4. Eleva un altar a San Maquiavelo y pronúnciale cada noche religiosas jaculatorias antes de acostarte. 5. Si eres actor o actriz intenta por todos los medios que tus compañeros no se luzcan, así brillarás más. Si eres músico, sabotea todas las bandas en las que participes hasta que te conviertas en solista. Si eres escritor, coloca a tus personajes nombres que los sujetos a manipular decodifiquen fácilmente (su primer nombre con su segundo apellido, por ejemplo), envía tus mensajes cifrados y luego hazte el despistado. 6. Pon en acción tu plan Egótico con todas las tecnologías que tu época te ofrezca. No descuides nunca la escritura de tu diario íntimo. 7. Urde alrededor de tu profesión o de tu oficio un aura

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Como expresa Gilbert, los relatos y representaciones predominantes post Holocausto son los de la resistencia, por un lado con la historización de los grupos partisanos, de los cuales Gilbert recopila canciones imbuidas de sentimiento de ánimo y enaltecimiento de la moral en los alrededores de Vilna y en el mismo gueto; y por otro lado, toda una gama de canciones, conciertos, músicas y representaciones que se engloban bajo la llamada resistencia espiritual, como aquello que a pesar del sufrimiento refuerza la construcción de la subjetividad, es decir de la humanidad en un contexto inhumano. En este sentido, el libro abre el juego a otros relatos posibles y a toda la gama de manifestaciones musicales que incluyen las canciones que expresan sin rodeos la cruel realidad, en donde el relato esperanzador convive con el humor negro, las crisis religiosas, la corrupción, la niñez y la necesidad de dar en las canciones un testimonio al futuro frente a la inminencia de la muerte. Tal vez el arte y la música en el Holocausto ocuparon la función que siempre habían tenido desde la época de las cavernas y el ritual: el de la salvación, la catarsis, y la simbolización como arma de resistencia; un lugar necesario aun en el desfiladero de la muerte en masa. La cuestión de la función de la música había sido desterrada por la concepción burguesa de arte de la Europa moderna,

que se encargó de desritualizarla y de constituirla en abstracta, como fin en sí misma. Parafraseando nuevamente a Adorno, el arte entendido como necesidad ya no es algo prescindible o accesorio como bien burgués, sino que es la materia sensible misma de las operaciones vitales de simbolización, y que como documenta el libro refuerzan la condición de persona aun en la ruta a la muerte. Sin embargo, estas no fueron las únicas funciones de la música, sino que su utilización también estaba instalada en el aparato nazi: como telón de ocultamiento de la realidad de los campos, como esparcimiento para los jerarcas y como acompañamiento de torturas. En este sentido, la discusión moral sigue abierta, como lo demuestra el debate suscitado con Daniel Baremboin y su intención de interpretar obras de Richard Wagner, cuya música está fuertemente asociada al nazismo. Si bien Gilbert no menciona la ejecución de música de Wagner en los campos, la polémica actual se fundamenta en la evocación de esta otra utilización de la música, siniestra y cuyas marcas dolorosas afloran en este debate moral en la actualidad. Como concluye Shirli Gilbert la música representó “la cara humana” en toda su complejidad y el libro la aborda fuera del estereotipo, revelando la humanidad en el proceso mecanizado de aniquilación.

MARTES, 10 DE JULIO DE 2012

“A pelo sobre el lenguaje”, por Ana Ojeda Convoy, de Esteban Bertola. Buenos Aires, Editores argentinos hnos., 2012, 192 págs.

Cómo hacer para no terminar el viaje. Cómo hacer para no llegar nunca. Ni volver. E. Bertola, Convoy

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on el movimiento del tren se mueve mi cerebro y escribe mi mano”: en dos palabras, la trama de este libro. Pero Convoy es mucho más que su argumento, es puro lenguaje, lenguaje en estado puro. Es palabras que se juntan para chocar o continuarse, armando cadenas fónicas libradas de sus significados, que también se trenzan (a la distancia, en otro plano) para organizar una deriva independiente. Convoy es una narración que fluye a pesar del lenguaje, a contrapelo de él, con un narrador que, una vez que comienza a cuestionar la adecuación de las cristalizaciones lingüísticas que nos son propias, que nos constituyen, no puede evitar la digresión, caer en: “toda asociación al paso”. En ese sendero, descubre –para el lector– que la vida es la que rima: “Llevar un libro a Salta, donde vive Peralta”. Aquí, otra esquirla argumental: excusa y objetivo del viaje que monta al narrador sobre un tren que –como el propio lenguaje– avanza

lento y meandroso en una deriva plagada de “desperfectos de rutina”, desde Retiro a Socompa. “Lo que se puede hacer es algo que no está hecho”. La yuxtaposición como reducción de la temporalidad a su mínima expresión organiza las declinaciones de la percepción del narrador, que mezcla presente y pasado, paisajes y recuerdos: “La imaginación está desatada por la realidad. Es un encuentro sangriento”. No hay en su deriva tensión argumental ni teleología posible: todo pasa en la llanura de un presente desembarazado de futuro. Abundan las informaciones temporales que, sin embargo –“diez años después”, “más adelante”, “años después”–, no anclan ni ordenan temporalmente lo sucedido, sino al contrario: contribuyen a crear la sensación de que todo ocurre al mismo tiempo o en un orden que no interesa dilucidar, que es –en última instancia– irrecuperable. “Una estela de berretería en imágenes”. Sobre este fondo rítmico, Bertola obliga a su lector a no dormirse, no distraerse. Las palabras se encadenan velocísimas, construyendo escuetos pasadizos sin pasamanos, que dejan al lector librado a su capacidad, a su memoria, a su suerte. Van


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a los saltos, de un promontorio al siguiente, ágiles, etéreas. Nosotros corremos tras ellas a los tumbos, siguiendo sus huellas, recogiendo informaciones, datos, nombres: encajando las piezas de un rompecabezas móvil e inestable, que se arma durante un momento y luego es nuevamente como un viento que arrasa con todo. En este sentido, Convoy propone una superficie densa, de alto tránsito. Una primera lectura alcanza tan solo para intuir sombras, como amagues, de los movimientos tectónicos que arrebolan sus profundidades. “Ahí ya miente y mete la cola el lenguaje”. Regodeándose en la sonoridad de las palabras, Convoy encarna un lenguaje alejado de la entelequia mítica del “español neutro o panhispánico”. Propone un trabajo con la oralidad que resulta en una lengua preñada de “literaturidad”. Es un lenguaje desceñido de su función referencial, que existe, simplemente, en ebullición. La lectura despierta a la conciencia de sí misma como un ejercicio de escucha. Escucha de un narrador crítico para con el lenguaje que utiliza, que es propio y también heredado: “Se miran –lo que se dice mal, que es muy bien y mucho”; “pregunta el guarda primero rompiendo un silencio que no se rompe y que se revela mayor, un silencio que existe con sonido y pregunta incluidos”. Los sintagmas cristalizados (los lugares comunes) se retoman para pensarlos, trastocarlos en

una reflexión que deja en evidencia la irracionalidad de lo consuetudinario: “Metele la media en la cabeza, le dice Cecilio a Tocayo. La cabeza en la media, sería más preciso, pero no”. Así, el narrador va y vuelve, del plano de la historia al de su materia (el lenguaje) hasta que éste se vuelve también objeto de la narración: se narra por asociación fónica, por sonido. Otra vez: “La vida es la que rima”. Publicado por el joven sello Editores argentinos hnos., que tiene en carpeta la redición de, entre otros, El riseñor y Un amor como pocos, de Leónidas Lamborghini, y Los envolventes, de Milita Molina, el Convoy de Bertola está organizado en tres partes, que articulan “estas líneas cruzadas, desparramadas y juntas, [que] se entremezclan como en la vida se mezcla todo. Sin ton ni son.” Al comienzo, una introducción sin título, que es un poco resumen de todo lo demás que está por venir. Luego, “Pajarracos” y a su cola “Caravanerías”. Dentro de ésta apolilla una bitácora: momentos, nada más. Sin orden, sin jerarquía: pura yuxtaposición y avance hacia ningún lugar. Porque en realidad quien viaja está clavado en su silla, libro en mano, un poco apocalipsicado por la escritura de Bertola que, a fuerza de literatura, lo deja con “un ametrallante jijijijí felizoide” como conclusión, en cualquier parte. JUEVES, 5 DE JULIO DE 2012

“Extraña forma de madurez”, por J.S. de Montfort Ratas en el jardín, de Valentí Puig. Barcelona, Libros del Asteroide, 2012, 173 págs.

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l escritor y periodista mallorquín Valentí Puig (Palma de Mallorca, 1949) acaba de publicar en castellano Ratas en el jardín, el volumen de su dietario que se corresponde con el año 1985 y que sería la continuación de dos volúmenes anteriores (publicados en catalán): Boscendins (1982), cuyas notas se referían a los años 1970-1979, y Materia obscura (1991), que se ocupaba de los años 1980-1984. El dietario nos presenta a un escritor y periodista de 36 años, temeroso de haber dejado de ser un jeunne homme, vislumbrando ya la frontera de la cuarentena, un viejo adolescente que confiesa no entender nada, y que teme ir cogiendo peso, quedarse calvo; un hombre que, de repente, se da cuenta de que ya no es joven, “físicamente joven”, y que se intuye en esa forma sesgada de madurez, la de “saber que todas las cosas que te rodean –el mundo exterior– son mucho más importantes que tú”. Ese final largo de la juventud en el que, en definitiva, se halla uno frente a “un gran vacío que solo llenan los libros”. El dietario, por tal razón, está atravesado por la creencia de que “la literatura siempre conecta con la vida”, y

es que sostiene Puig que “el escritor –si quiere- por oficio está dotado para dar testimonio de la época o contra la época”. Y Puig escribe contra esa época sin nobleza que le ha tocado vivir, esos años ochenta del siglo veinte de falsa apariencia ecléctica, esa farsa relativa donde todo es un principio de ruina, “una insinuación de cómo extinguirse que no tiene límites”. Y lo hace desde la sentimentalidad del “animal casero que se abreva en los bares”, del afrancesado que defiende el pluralismo crítico y la tolerancia, y siempre desde las formas particulares de la literatura, rehuyéndole a la filosofía. Se diría, en este sentido, que comparte el dictum del también escritor mallorquín Joan Bonet (quien cada vez que Puig ha publicado un libro, nos confiesa, “ha sido el lector más amable y entendedor”) y que dice así: “entre el cinismo y la nada, elijo la ternura y la verdad”. Esa conexión de vida y literatura se concreta en cierta admiración por las formas de la bohemia, a la que Puig le toma la medida en largas noches en los bares y las coctelerías, con su “tentación de impudor”, y en las imprevistas noches de amores nómadas en hoteles con mujeres de


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cuerpos de tela, “con trama de colores, tacto, orden, como un tapiz”, y los viajes a Barcelona, donde visita con igual devoción a editores, amigos, whiskerías y habitaciones de meretrices varias; una Barcelona “de sorpresas infantiles, suspendida en un instante ahistórico”. Puig nos habla de sus gustos, íntimos deseos y predilecciones Así, nos cuenta que le hubiera gustado ser pianista, pero también haber sido Mérimée, “para poder considerarse el amigo joven de Stendhal”. Confiesa su preferencia por “las personas normales y discretas” y su repudia del “amor espectáculo”. Como lector, está del lado de los lectores ávidos, esos lectores “tumultuosos, boquiabiertos delante de un libro como un niño frente al escaparate de una pastelería o una gran pecera”. En lo que respecta a la estética literaria, nos hace partícipes de su convicción de que el grandstyle “no es un recurso, sino el resultado, la culminación, una conquista” y el convencimiento de que el gran fracaso del nouveauroman es que “la experimentación vana pretendió sustituir al gran talento”. Las anotaciones le sirven a Puig para recordar: los años sesenta, años de estudiante en la universidad de Barcelona, por ejemplo, o la memoria de una boda (con M.) que casi llegó a celebrarse, pero no (y preguntarse cómo

sería todo entonces, ahora, de haberse producido). Pero también se ciñe a la actualidad del presente de la escritura: al trato con los amigos cotidianos. Nos cuenta, pues, por ejemplo, la boda del también escritor y dietarista mallorquín José Carlos LLop, una visita al poeta valenciano Joan Fuster o nos ilustra con diversos retratos de ambición (neo)costumbrista de personajes secundarios mallorquines (que aparecen innombrados, apenas descritos en sus actos y delirios) y con los que el escritor se encuentra en el deambular por las calles y los bares de Palma de Mallorca. Y ello sin desatender los sucesos políticos del momento, sobre los que Puig reflexiona a tiempo real. Ratas en el jardín es así una defensa severa, pero juiciosa y tierna contra la insidia de ese “trajín de las ratas entre la hojarasca”, ratas que “vienen y van por el huerto y el pequeño jardín” de la casa de verano de Alaró, en la que el escritor pasa solo el verano, buscando olvidarse de la vanidad y la ambición, disfrutando del trabajo de la escritura, resistiendo, previniéndose así contra la maledicencia y envidia mallorquinas, simbolizadas por esas ratas promiscuas y ruidosas que se amparan en la profundidad oscura de la noche para malmeter e incordiar.

LUNES, 2 DE JULIO DE 2012

“La escritura como profesión”, por Rosana Koch La muerte de la polilla y otros ensayos, de Virginia Woolf. Traducción de Teresa Arijón. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2012, 272 págs.

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uenta Virginia Woolf en el ensayo “Profesiones para mujeres” que para escribir literatura tuvo que batallar con el Ángel de la Casa, mujer-esclava-fantasma cuya sombra intentaba interponerse entre el papel y su yo, guiar su pluma y arrancar el corazón de su escritura, así es que decidió matar al fantasma y “ahora que se había deshecho de la falsedad (victoriana), esa joven mujer (la propia Virginia) sólo tenía que ser ella misma. Ah, ¿pero qué es ser ‘ella misma’?” Estos veintiséis ensayos, compilados y corregidos por su esposo Leonard Woolf, conforman ese intento constante de contestar esa pregunta mediante la escritura, ubicando a la literatura en la centralidad de su vida. Algunos ensayos encuentran en contextos cotidianos interrogaciones profundas que enfrentan a las preguntas más esenciales, pero siempre desde el detenimiento y la contemplación: “La muerte de la polilla”, escrito en 1942, a partir de la observación de una polilla “que parecía estar contenta con la vida” y se tropieza con la inexorable inevitabilidad de su muerte, que además es la vencedora; en “Atardecer sobre Sussex: reflexiones en un automóvil” el espacio externo la reencuentra con la intensidad de la vida, en este caso, un amable atardecer le regala instantes de una

abrumadora belleza en el recorrido del paisaje; “Merodeo callejero: una aventura londinense” es el paseo de una tarde de invierno en una calle de Londres y también una aventura que permite la posibilidad de abandonar “las líneas rectas de la personalidad”, componer la historia de tantos transeúntes y “penetrar en cada una de esas vidas, lo suficiente para alimentar la ilusión de que no estamos atados a una sola mente sino que, por unos breves instantes, podemos adoptar los cuerpos y las mentes de otros.” La obra de Virginia Woolf ha sido leída desde las particularidades estéticas e ideológicas del grupo Bloomsbury, desde la teoría de género que va encadenando la historia de la mujer que escribe y su debate constante entre su fuerza creadora y la falta de instrumentos para expresarse con libertad desde “un cuarto propio”, y desde las vanguardias literarias –por la invención de su técnica narrativa donde el lenguaje fluye como el agua y se diluye en la relación entre pensamiento y habla para dar lugar al “fluir de la conciencia”. Sin embargo, estos ensayos proveen pistas para una autobiografía intelectual de la escritora, porque circulan personalidades literarias fundamentales (Henry James, Shakespeare, Horace Walpole, E. M. Forster, Shelley, entre otros) y dan muestras de ese capi-


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tal intelectual adquirido por su vocación lectora que, con su sensibilidad, habilita la sensación de estar viviendo la vida interior de estos escritores en su intento de querer captar “el vuelo de la mente”. El ejercicio de la crítica literaria había sido habitual en la vida de Virginia Woolf desde que con su esposo, después del intento de suicidio en 1913, decidieron emprender la tarea de editores con Hogarth Press –además de las publicaciones de la autora en varios periódicos de la época. En los ensayos, las cartas, diarios, confesiones, autobiografías son los “libros híbridos” los que mejor le permiten bucear el mundo de la literatura: “Madame de Savigné”, “esta robusta y fértil escritora”, creó su ser en sus cartas “escribiendo trazo a trazo lo que se le venía a la cabeza como si hablara”. “El hombre en el portón” es Samuel Taylor Coleridge, “pionero de todos los que han intentado revelar los vericuetos, capturar los pliegues más sutiles del

alma humana”. A este ensayo le continúa“Sara Coleridge”, hija de Samuel, en donde se detiene en los puntos suspensivos con que finaliza cada capítulo de su autobiografía intentando descifrar lo indescifrable del alma de aquella mujer inconclusa. En “Henry James”, la edición de Percy Lubbock de “Las cartas de Henry James” le brinda los lineamientos interpretativos más sólidos para dar certezas sobre una figura tan compleja y completa. En “Dos anticuarios: Walpole y Cole”, se adentra en la correspondencia de Horace Walpole “como con un estetoscopio”. La lectura de estos ensayos posiciona a Virginia Woolf en una “profesional de la escritura” por su mirada puntillosa, sagaz y profunda, y permite reconstruir en clave poética los latidos de una pluma que todavía desea escuchar el sonido del silencio en medio de tantas voces enloquecedoras, esas que una mañana la condujeron hacia el Río Ouse… MARTES, 26 DE JUNIO DE 2012

“El oficio de lector”, por Fabián Soberón Informes de lectura. Cartas a Montale, de Roberto Bazlen. Traducción de Ernesto Montequin. Buenos Aires, La bestia equilátera, 2012, 128 págs.

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ué es un lector? Esta pregunta es un arma veloz y mortal. El libro de Bazlen la dispara con balas certeras y voraces que dan en el centro. ¿De qué modo se lee? ¿Cómo se arma el oficio de lector? Las preguntas asaltan al que entra en los breves y múltiples relevos de lecturas hechas por Roberto Bazlen. Bazlen nació en Trieste; una zona límite, fronteriza, en la que se cruzaron Svevo y Joyce, y desde la que leyó con displicencia a los autores que armaron el canon en una época de expansión de la literatura moderna en Europa. Desde Trieste, escribió los informes minuciosos para editoriales como Einaudi y Bompiani. Aunque era reconocido por sus amigos, era un desconocido para los lectores. Bazlen no firmaba la crítica de los domingos ni avalaba los premios. Era un lector ocioso y anónimo, una especie de Macedonio de la lectura. Desde el margen solitario, desde ese lugar desplazado, desde un fuera de foco intencional y grácil, leyó Bazlen a los autores ignorados y hoy canónicos de la literatura. Con la soltura y tranquilidad de un dandy al revés, Bazlen tuvo la linterna inusual, los ojos, el oficio, para ver, para leer entre líneas las grandes obras de ese período y lanzar, ávido, sus dardos de entrenado cazador, como un recolector de tesoros y de piezas únicas, difíciles, incómodas. Los informes no son críticas ni sesudos ensayos. Son informes mínimos, anotaciones punzantes, borradores certeros. Y tal vez eso es lo que impresiona: la desfachatez, la sinceridad, la frescura de sus líneas mínimas y frontales. De Nagel, personaje de la novela Misterios, de Ham-

sum, dice: “Es el Gran Desquiciado, dominado por el inconsciente, diez años antes de las primeras publicaciones psicoanalíticas…”. De MacLuhan dice que es un “maníaco obsesionado por la causalidad” pero al final lo aprueba. Sobre Maurice Blanchot, al principio expone sus dudas y lo critica. Lo reta. Pero luego vacila y confiesa que hay un capítulo de El espacio literario que lo ha extasiado. Sostiene que Alfred Jarry pertenece a la literatura francesa más viva, esa que se relaciona con el gótico. Se entusiasma con Ferdydurke, de Gombrowicz, y manifiesta que contiene una de las historias de amor más impactantes de la literatura del siglo XX. La novela El mirón, de Robbe-Grillet, le parece aburrida: “no logró atraparme, y no creo que eso hable mal de mí”. Bazlen fue amigo de Eugenio Montale, de Saba, de Debenedetti y de otros poetas italianos. El volumen compila, también, las cartas que le envió a Montale. En las misivas irónicas se puede leer, además de las anécdotas personales, los juicios de “Bobi” sobre ciertas lecturas comunes y sobre otros intelectuales de la época: Rilke, Svevo, Joyce. La particularidad de Bazlen es que no terminó novelas ni dejó una obra cerrada o conclusa. Bazlen no hizo otra cosa que leer. Y sus apreciaciones no pasaron al futuro en sesudos libros de crítica académica sino que perseveran en cartas y anotaciones desprolijas: hojas ajadas por el viento de la historia, envueltas en la fugacidad de la vida. Bazlen supo ver, con lupa lúcida y sagaz, la luz titilante de algunos autores. ¿Cómo hizo Bazlen para “ver” en medio de las olas turbias de la moda? ¿Cómo eligió los puntos de


mira? ¿Acaso el margen le servía como espacio privilegiado? ¿Cómo desarrolló su agudo y extraño oficio de lector? Estas preguntas, aparentemente triviales, son las que se despliegan, involuntarias, en las páginas cruciales de los informes de lectura.

En la penúltima carta a Montale dice: “He limitado al extremo el número de personas que veo… he abolido el alma, la sensibilidad, el disenso cultural europeo, y todos sus derivados”. ¿Se puede imaginar a alguien más solitario dedicado exclusivamente a la lectura?

JUEVES, 21 DE JUNIO DE 2012

“Peligro, poesía!”, por Jimena Néspolo Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco, de Alicia Genovese. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2011, 168 págs.

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ómo leer un poema? El capítulo IV, que es el que da nombre al libro Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco, se abre con esa pregunta. La interrogación –dice Alicia Genovese– aparece hoy con recurrencia en talleres y claustros como si la crítica tradicional careciera de instrumentos para abordar la presencia caótica de la poesía contemporánea, como si el presente no alcanzara la comprensión plena de una de las expresiones más antiguas, primarias e intensas del ser humano. En tratar de remedar esa falta (de elementos, de astucia, de herramientas) se cifra la verdadera valía de este ensayo que, ante todo –en sus páginas iniciales– confiesa el compromiso emocional que guía la selección de su corpus: “el affectus que genera un texto cuando ha logrado conectarnos como lectores en su círculo de deslumbramiento, que es su círculo mágico”. El libro se organiza en dos partes, la primera (“Poesía y Modernidad”) reúne tres ensayos atravesados por la tensión entre lo clásico y lo experimental, la tradición y la vanguardia, e intenta abordar la especificidad del discurso poético en relación con otros discursos sociales. La segunda parte (“Leer poesía”) aborda distintas obras y desglosa algunas nociones que habitualmente se suelen tener en cuenta en la lectura de poemas (el yo poético, la subjetividad, el imaginario, el tono, la métrica, etc.). Genovese, autora también del poemario Puentes (2000) –orquestado como un contrapunto entre imágenes fotográficas y texto–, alerta que leer este tipo de discurso implica asumir el riesgo de situarse en el mismo movimiento compositivo, entre el non sense, la multiplicidad significante y el silencio, con la única guía de aquello que la injerencia de lo onírico, de lo anómalo o del ruido desfamiliariza de la experiencia cotidiana. Aunque muchas veces el poema presente zonas transparentes o de lenguaje directo y comunicable, la composición poética busca siempre la apertura y el desquicio de la significación cerrada, busca la sensualidad y el festivo desparpajo de absorber y a la vez “herir” todos los discursos sociales. “Este hacer no solo se constituye a través de operaciones intelectivas sino que se sitúa simultánea y contradictoriamente entre las ideas y las pulsiones, entre el pensamiento y una fluencia emocio-

nal, según la definición de Ezra Pound” (p.100). La escritura, entonces, se ubicaría entre el logos y la irracionalidad, porque llega a decir más y/o distinto de aquello que el poeta se propone en un primer momento escribir. Su sostén es su deseo y su ceguera. Su público: un coro de fantasmas. Es notable el esfuerzo que realiza la autora por lograr la mayor apertura diafragmática y leer en un diálogo fructífero obras supuestamente antitéticas: en el capítulo V (“Poesía y subjetividad”) aborda a poetas tan distintos como Alberto Girri, Leónidas Lamborghini y Enrique Molina; en el VII, a Marosa di Giorgio; en el VIII, a Hugo Padeletti; en el V, a Juanele Ortiz, Juan Gelman y Olga Orozco. Si bien el libro abre varios frentes de discusión –con la esclerosis crítica y la manera estanca de leer la tradición, con esas modas de pulsión bursátil que de pronto ubican a ciertos autores “en alza” y a otros “en baja”– es de observar también que el estilo ameno y cuidado de la prosa evidencia esa pasión lectora sobre la que intenta teorizar. Así, por ejemplo, cuando analiza el trabajo con las tipografías, el espacio, la mezcla de discursos y registros que la poesía de Susana Thénon pone en escena, trama con su corpus un diálogo fresco que al fin resulta especular: “Filosofía significa ‘violación de un ser viviente’/ Viene del griego filoso, ‘que corta mucho’,/ y fía, 3° persona del verbo fiar, que quiere decir ‘confiar’” (p.51). A través del disparate etimológico, la mezcla de lo alto y lo bajo, lo serio y lo cómico, la parodia del supuesto saber erudito, la/s poeta/s escenifica/n dentro del texto un pequeño drama con los crímenes y las absurdidades que la Razón puede desatar. De manera no tan solapada, la selección de los poetas convocados por Genovese se ancla en la idea de “genio”, con el soporte conceptual de Giorgio Agamben. En Profanaciones, Agamben reivindica la idea de genio como la de ese dios íntimo y propio, ligado al nacimiento y a la fecundidad, a cuyas exigencias nos rendimos aunque nos puedan parecer poco razonables y caprichosas. Según Agamben el genio es “el que destruye la pretensión del Yo de bastarse a sí mismo”, el Yo –cuyo centro es la conciencia– dialoga con el genio en la intimidad de una


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zona de no-conocimiento, y el estilo de un autor sería esa mueca, “esa marca sobre el rostro del Yo”. “Retomar aquella idea para ponerla en relación con la lectura de poesía implica reconocer como ineludible el sustrato subjetivo con el que se conforma la escritura, a través de la interacción entre contenidos conscientes e inconscientes

dentro de ese proceso.”(p.99) Así, la autora desnaturaliza el modus operandi de la crítica estructuralista de las últimas décadas del siglo XX que, privilegiando la sola construcción formal de los textos literarios, obturó la posibilidad de leer de manera integral la dimensión más revulsiva y peligrosa del arte. MARTES, 19 DE JUNIO DE 2012

“Un futuro brillante”, por Fabián Soberón (Entrevista a Ernesto Mallo) Del 11 al 17 de junio se realizó en Buenos Aires la primera edición del Festival de Novela Policial Buenos Aires Negra. Fabián Soberón entrevistó a su organizador, Ernesto Mallo, a modo de balance de la experiencia.

-¿Por qué organizar un encuentro sobre el policial negro? Todas las grandes ciudades del mundo tienen uno. En Francia, por ejemplo hay 60 festivales de novela policial cada año, Alemania, Inglaterra, España etc., también tienen sus festivales. Buenos Aires, a pesar de ser la primera ciudad del mundo hispanoparlante que publica un relato policial, carecía del suyo. La idea es llenar ese vacío, e incorporar a esta ciudad al circuito negro internacional. Estos festivales son útiles para que el público conozca nuevos autores, se entere en qué andan los ya consagrados. -¿Por qué sigue vigente el policial? ¿Por qué conquista tantos lectores? Creo que la gente necesita comprender qué está pasando con el crimen en general y no puede confiar en lo que digan al respecto ni los políticos ni los medios ya que ambos responden a grupos de poder y dicen lo que les conviene. La novela, al estar liberada de intereses corporativos puede, a través de la ficción, contar cosas y revelar verdades que de otra manera quedan soterradas. -¿Creés que el género expresa algún síntoma de la sociedad de nuestro tiempo? Me parece que el género es un síntoma de la sociedad de nuestro tiempo. El relato policial se nutre de lo que sucede a diario en el ancho mundo del hampa. -Es evidente que el negro ha sido publicado con mucha pericia en los últimos años por escritores que están fuera de la órbita de USA (suecos, italianos, griegos, etc.). ¿Qué pensas de este fenómeno? La criminalidad se extiende por todos los países del mundo a la velocidad de un Tsunami, detrás vienen los escritores para relatarlo. -¿Cómo ves al policial negro en Argentina? Están surgiendo tantos autores, colecciones y editoriales últimamente que es muy difícil elaborar una respuesta general. Lo que sí puedo decir es que con tal auge vamos a tener libros buenos, mediocres y malos, pero para que surja un Chandler o un Hammet tiene que haber muchos

otros escritores menores. Creo que Argentina es un muy buen caldo de cultivo. -¿Creés que se mantiene el prejuicio de la universidad sobre el género? Algunos lo siguen sosteniendo, cada vez menos, de modo que el tema cada vez tiene menos importancia. Personalmente no le atribuyo ninguna. - ¿Cómo pensás a la mujer como autora del negro? ¿Creés que hay una diferencia que se traduce en la escritura? Pienso en PD James, por ejemplo (en el extranjero) y en Claudia Piñeiro, por ejemplo (en Argentina). Sí, por supuesto que hay diferencias y muy profundas. La escritura está directamente relacionada con la sensibilidad y las experiencias del autor y, en tal sentido, las mujeres tienen experiencias que los hombres nunca vamos a conocer, no importa lo que hagamos y de qué nos disfracemos. La maternidad por ejemplo. Ellas están incursionando en un género que durante muchísimo tiempo fue territorio casi exclusivamente masculino. P. D James y Agatha Chirstie fueron excepciones, pero esto está cambiando y enriqueciéndose con el aporte de las escritoras. Lo policial que, como dijo Borges, se nutre de la delicada transgresión de sus leyes, tiene también la virtud de incorporar nuevas tendencias, nuevas formas expresivas y estilísticas sin ningún problema, por eso sigue vigente y tiene una dinámica de enorme agilidad. -Muchos autores han trabajado la denuncia política a través del negro. ¿Por qué pensas que ocurre esto? Yo no creo que el policial sea un medio apto para la denuncia política expresa y me parece un error muy grueso que haya autores que crean que lo es. Ocurre por oportunismo, quienes desean hacer denuncia política ven en el policial un vehículo popular para expresar su prédica, pero un libro no va a cambiar el mundo. Para hacer denuncias está la justicia, los medios de comunicación y los ensayos o estudios. Una denuncia debe justificarse y sustentarse con pruebas y debe servir o contribuir a que


una situación de injusticia sea detenida. La ficción nunca puede ser una prueba de nada porque es, precisamente, ficción. El policial negro se limita a narrar, a describir el mal y con eso, ya tiene bastante trabajo. -¿Cómo te imaginás el futuro del género?

Como la criminalidad va siempre delante de la ley y es muy creativa en cuanto a nuevas formas de delinquir, nuevos delitos y nuevas situaciones, le imagino un futuro brillante dado que todo lo que es malo para la humanidad es bueno para la literatura. Mientras el crimen esté en alza, el género también lo estará.

VIERNES, 8 DE JUNIO DE 2012

“Tenemos que hablar de…”, por Natalia Gelós

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ue sea sanito. Que tenga cinco dedos en cada mano, cinco dedos en cada pie. Ante la llegada de un hijo, es difícil que a alguien se le cruce por la cabeza algo como: “Que no sea un asesino”. Sin embargo, a veces sucede, a veces el retoño crece y mata gente. ¿Y qué pasa entonces con la madre, con el padre? ¿Qué sucede? De eso y de la parte menos cándida de la relación madre/hijo habló Lionel Shriver en su libro Tenemos que hablar de Kevin (Anagrama), en el 2003 y ocho años después, otra mujer, la escocesa Lynne Ramsay (que dirigió Ratcatcher y Morvern Callar), se animó a llevar al cine esa historia que logró el respeto de la crítica y que armó revuelo por mostrar una maternidad que es bien cercana a los cardos y lejos, muy lejos de los algodones. De ese modo, no sólo logró presentar la genealogía de una masacre desde el punto de vista de la madre del que la perpetra, sino la radiografía de las tensiones e hipocresías que se esconden tras la institución familiar y del lugar de la mujer sometida a presiones que no parecen ceder demasiado con el correr de los años. Tenemos que hablar de Kevin forma parte de esas obras que agarran el tabú por las astas y lo ponen, vencedoras, a su servicio. La historia de la novela de Shriver tuvo sus inconvenientes. Fueron treinta las editoriales que se negaron a publicar ese libro en el que la protagonista, Eva Khatchadourian, decía, por ejemplo: “Esto es todo lo que sé: que el 11 de abril de 1983 di a luz a un hijo, y no sentí nada”. Se refería, claro, a su hijo adolescente Kevin, el asesino en esta historia, el que mata a flechazos a nueve personas en su colegio secundario. Hoy la novela es un clásico, ganó el prestigioso Premio Orange (que se otorga a mujeres escritoras), y la autora es considerada por muchos una de las mejores novelistas vivas de Norteamérica. Periodista y escritora, Shriver nació en Carolina del Norte en 1957 y vivió en varios países: Londres, Tailandia, Irlanda, Israel, Kenya. La fama la consiguió a los cuarenta años. En una nota para el diario inglés The Guardian, Shriver reconocía que tenía sus reparos al dejar en manos de Ramsay la adaptación de su novela. En realidad, temía dejarla en manos de cualquier director. Confesaba en ese artículo que era consciente de que una mala adaptación

acompañaba al escritor por el resto de su vida. “No hay una adaptación neutral – escribió– o le hace bien a la historia, o la empeora”. Si alguien se aproxima al film antes que a la novela, la percepción queda mediada por eso que de la película se desprende y a decir verdad, en el campo de las adaptaciones, no suelen ganar los aciertos. Entre otras cosas, Shriver reconocía temer que su novela fuera tamizada por la mirada de algún director ávido de taquilla, que eligiera a “un rostro alegre y bonito, como el de Cameron Díaz” para interpretar a la compleja Eva, esa mujer que cumple con los deberes maternos a su pesar, que no expresa cariño por su hijo, que lo mira con resignación, como se mira a un montón de platos sucios que hay que lavar. Para tranquilidad de Shriver ahí estuvo digna, enorme, la actriz Tilda Swinton. Y también, por supuesto, Ezra Miller con un magnetismo impregnado de perversidad que le da el tono justo a ese muchacho incomprensible, o incomprendido, a ese joven siniestro al que, sin embargo, dan ganas de arropar. Ella y su hijo son uno, por eso a lo largo del film, el cuerpo de Swinton deambula derrotado, como dejado al juicio de ese barrio que sabe lo que ocurrió y la hace responsable. Durante toda la película, el presente de la protagonista se convierte en un vía crucis mechado con los flashbacks que le corren el velo a la historia. Ramsay intenta lograr el tono frío, impávido, que consigue la novela. Pero claro, si Shriver usó como recurso el epistolario unilateral de Eva hacia su ex y padre de su hijo, una serie de cartas que son casi un acto de contrición, la película queda sometida a la imagen: es cine, claro, y el espíritu de Eva cambia de tono, quizá porque pierde el monólogo, el pensamiento omnipresente en la novela, quizá porque la visión de Ramsay, la directora, lo impregnó todo con su mirada. Lo cierto es que en el film las razones son sugeridas, y es trabajo del espectador llenar esos espacios vacíos, sin respuesta. El relato ancla en el presente de Eva, que intenta rehacer su vida en una comunidad que la conoce, que la repudia, y ella acepta esos castigos con ascetismo. Los flashbacks que la azotan se encargan de contar el pasado, el camino que llevó a ese estado de situación: ella en empleo insignificante, visitas de rutina a


blemas de las sociedades modernos se animó con el tema: el austríaco Michael Haneke dirigió El video de Benny, en el que un adolescente de clase media-alta lleva su pasión por los videos caseros de violencia extrema hasta sus últimas consecuencias y mata a una chica en su propia habitación, y filma su propio crimen. Los padres de Benny se enteran de esto antes que la justicia, como ocurre también en La Cena, de Koch. Se trata de historias que plantean cuestiones delicadas, de las que es imposible salir con una respuesta airosa: sea como sea, la ética sale manchada en cada opción. La película de Haneke ubica en escena un televisor que deja ver una película norteamericana: es un testigo de los asesinatos, una máquina que escupe brutalidad en silencio. Al igual que Tenemos que hablar de Kevin, El video de Benny no intenta suavizar la cuestión, como si ocurre en La Cena, con un giro que quita fuerza a la historia. De todos modos, las preguntas son las mismas: ¿Cuánto hay de naturaleza? ¿Cuánto de lo psicológico? ¿Cuánto de lo social? La comunicación, por lo pronto, es clave en todas ellas. Y Kevin se lo dice a su madre, cuando habla de su padre. Lo dice así y ante las cámaras: “Me habría sentido muy feliz si hubiéramos tenido alguna pelea. Pero no, él era todo alegría y diversión, perritos calientes y ganchitos de queso. (…) ¿Cómo se come eso de que tu padre te quiera y no tenga ni p… [pitido] idea de quién eres? ¿A quién quería mi padre entonces? Sería a algún chico de alguna serie de la tele. No a mí”. A menudo aparecen estas historias en los diarios, pero por alguna razón la literatura, el cine, la ficción en su totalidad, generan más revuelo y logran cierta incomodidad reflexiva que no se pierde en la vorágine de noticias en la que a veces se licúa la realidad. Estas ficciones narran una historia en particular, pero esbozan algo más amplio: la sociedad en la que se generan. Quizá la película de Ramsay no logra la grandeza de novela en la que se inspira, pero ambas triunfan en mostrar sin remilgos las zonas más oscuras de la sociedad y sus individuos. En última instancia, la película es una excelente excusa para buscar la novela, para ver el hueso de esa historia, para comprobar que sí, que tenemos que hablar de Kevin. MARTES, 5 DE JUNIO DE 2012

“Ánimo y ánimas de animales”, por Jimena Néspolo Zoo, de Marie Darrieussecq. Traducción de Lil Sclavo. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2012, 200 págs.

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os editores suelen decir que su forma de intervenir en la realidad es a través de los títulos que publican, de los autores que impulsan, del diálogo sutil que trama su catálogo con la tradición y con su entorno. Por alguna razón desconocida, la reciente traducción de Zoo, de la francesa Marie Darrieussecq (1969), me atrae y me

invita a la reflexión ya desde su arte de tapa, con esa playa y esos nadadores simpáticos que atraviesan el mar a manotazos, que hacen plancha, enlazan sus lenguas, se abren de gambas o muestran el culo. En estos cuentos las féminas son las protagonistas. En estos cuentos las tramas se construyen con sucesos nimios

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su hijo en el penal y toda la soledad. El pasado: Kevin bebé llora y no para, el cuerpo de su madre está cansado hasta la derrota, y ella mujer añora una vida que se le escapó así, como si nada. Eva, con el niño en el carrito, dando gritos infernales sin parar, se detiene en la calle, junto a un taladro que rompe el asfalto y lo llena todo de un ruido extremo que en ese momento, para ella, se vuelve misericordioso porque tapa el bramido de su hijo. Eva, la misma mujer que hace poco iba de país en país, para escribir en su famosa guía de viajes, con su pelo largo, suelto, y su libertad a granel, cambia los pañales de Kevin. Apenas termina, el niño a propósito, vuelve a ensuciarlos y la mira desafiante, del mismo modo en el que la mirará años más tarde, cuando ella entre al baño y lo encuentre masturbándose. En eso se juega la película, en mostrar las pequeñas grietas cotidianas –y no tanto– que predicen la masacre. Ramsay dejó de lado el modo epistolar que estructura la novela de Shriver, pero eligió sí las escenas clave y fue fiel a ellas. De todos modos, lo más descarnado se mantiene y el drama se transforma por momentos en terror psicológico. El punto de vista de los padres ante un hijo asesino abre un mundo de posibilidades: ¿Qué sucede? ¿Cuánta responsabilidad hay en ese acto? ¿Cuándo se convirtió en un asesino? ¿Cómo ocurrió y no lo vieron? Las respuestas nunca son políticamente correctas. Sobre esto también habla la novela La Cena (editorial Salamandra) del holandés Herman Koch, que pone al narrador ante estas preguntas cuando su hijo golpea, humilla y mata junto a uno de sus primos a una homeless que se refugiaba en el calor de un cajero automático. Inspirada en hechos reales, ocurridos en España, la novela tiene otros elementos que complejizan esa trama: los chicos fueron filmados, su hermano es el candidato más firme a ganar las elecciones para primer ministro, pero sólo ellos, los padres, saben lo que la justicia ignora, que fue su pequeño muchacho el autor de ese crimen que repiten una y otra vez en la televisión. Lo público y lo privado se ponen en juego y abren otras preguntas. En cine, ya otro director diestro en mostrar los pro-

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que desequilibran de pronto la cotidianeidad que los (las) sujetos narradores se obstinan en representar dentro de ciertos parámetros ofrecidos por la racionalidad y el sentido común. Generalmente es un detalle pequeño que al fin derriba toda pretensión realista y estalla la dimensión fantástica del relato: un mono famélico que es la mascota dilecta de una anciana pero que además habla, una mujer que se borda las piernas para ir a una boda u otra que congela a su marido muerto y que luego decide clonarlo para no sentirse tan sola. Pequeños detalles que instalan “lo anormal” en el centro de la escena de una acomodada pequeño-burguesía, incapaz a todas luces de esconder su aburrimiento o su hastío. En el cuento “Juergen, yerno ideal”, por ejemplo, la desaparición del gato de la madre de la narradora dispara la acción narrativa; a causa de esa desaparición la protagonista –que se declara artista y fotógrafa (“Sé muy bien que todas esas personas que fotografío van a morir. Eso hace que mis fotografías luzcan esa suerte de pátina melancólica, pálida y verdosa. Los que admiran mi fotografía la valoran precisamente por eso…” pág.80)– y su marido viajan una y otra vez de Londres a Baviera para asistir a la anciana en ese trance. La aparición del cuerpo de un gato muerto al costado del camino plantea en el devenir de la trama otra serie de preguntas: ¿Qué hacer con el cuerpo del animal? ¿Es posible que un embalsamador reconstruya el estropicio? ¿Los animales tienen alma? ¿Hay cementerios para ellos? ¿Dónde? Finalmente, el grupete formado por la madre, la hija y el yerno logra enterrar al gato con pompa, lápida y sermones; pero hete aquí que al cabo de unos días el animal aparece vivito y coleando en la casa de la anciana. Se sucede entonces otro viaje de la pareja y la narradora vuelve disparar sus preguntas: ¿Es posible que su madre esté desequilibrada? ¿A qué mascota mima ahora? La tensión narrativa se distiende, la pareja se olvida de la anciana hasta que un día llama para avisarles que debe retirar los restos mortales de la tumba del padre de la fotógrafa pues el lapso de tiempo reglamentario para conservarlo en el panteón está por vencer. La madre se queda con la urna en la casa. Días después es sorprendida intentando enterrar los restos cenicientos en la tumba del gato “resucitado”. La oscilación fantástica del relato se instala al final, cuando la narradora nos muestra a un hombre mayor en el living de la casa de su madre, un hombre que se parece extrañamente a su marido Juergen y que su madre le presenta como su padre. Me he detenido en la descripción de cómo ingresa la dimensión fantástica en este relato, en esa duda que se instala en los párrafos finales (¿Logró la madre resucitar al padre de las ruinas? ¿O la madre está loca? ¿La hija también?), porque este artificio recurrente con que se construyen estos cuentos es el mecanismo que singulariza al relato fantástico moderno: el escenario tenebroso de la ficción

gótica desplaza y concentra lo ominoso en el corazón de la subjetividad (en el fantástico de Julio Cortázar, por ejemplo, de tradición franco-argentina suficientemente comprobada). En los cuentos “La rondadora” y “Cuando de noche me siento muy cansada” la oscilación fantástica es utilizada ahora en función de la temática del doble y la creación artística; en “El vecino” o “Aún aquí” en la posibilidad de que el narrador sea un fantasma. “Navidad entre nosotros” utiliza también este artificio pero lo complejiza un poco más: las últimas líneas del relato sugieren que la narradora no sólo ha muerto de niña sino que esos días pasados en la casa de su infancia, esos días que son la materia adulta y presente del relato, son sólo un sueño de su madre. Como se recordará Darrieussecq ha tenido la desgraciada dicha de alcanzar con su primera novela, Truismes (traducida al español como Chanchadas –por Alfaguara– y Marranadas –por Anagrama), récord de ventas en Francia y traducciones en más de treinta idiomas. En la página que oficia de presentación a este volumen de relatos, titulada “¿POR QUÉ UNA CHANCHA?”, dice la autora: “Creo sin temor a equivocarme que, exceptuando ¿cómo estás?, ésta es la pregunta que más me han formulado desde la publicación de Chanchadas en 1996. En realidad no tengo una respuesta precisa sino meras aproximaciones estadísticas. A menudo comprobamos que a las mujeres se las trata mucho más como chanchas que como yeguas, vacas, monas, víboras o tigresas; más aún que como jirafas, sanguijuelas, babosas o tarántulas; y mucho más aún que como ciempiés, rinoceronte hembra o koala.” Darrieussecq dice consultar estadísticas y no tenemos por qué no creerle. Según parece la chancha es el animal más popular a la hora de identificar a la mujer con un animal. Marie dice también, al final de ese opúsculo, que “un relato no es una novela breve. Es una idea cuya escritura se perfila en los bordes de la novela, en su proceso de escritura”, que crece como farsa o como fábula, que “nunca escribe relatos si no es por demanda (de una revista, de un editor, un museo o un artista)” –por eso mismo en este volumen apunta, al pie de cada texto, el medio para el que fue escrito y/o la circunstancia que lo inspiró. Sé de un chancho que engorda en la Península Ibérica, en las dehesas de Extremadura y Andalucía, a base de bellotas a fin de que el sabor de su carne recuerde a ese fruto. Me pregunto si Marie sabrá de su existencia…


VIERNES, 1 DE JUNIO DE 2012

“Un presente maravilloso”, por J.S. de Montfort | BOCADESAPO | RESEÑAS

Elogio del texto digital, de José Manuel Lucía Megías. Madrid, Fórcola, 2012, 148 págs.

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logio del texto digital, del catedrático de Filología Románica de la Universidad Complutense de Madrid y experto en Crítica textual y Humanidades Digitales, José Manuel Lucía Megías (Ibiza, 1967), se pretende una reflexión al modo del mosaico sobre el nuevo paradigma en el que nos encontramos inmersos (el paradigma digital o virtual, se entiende) y así servir para (re) pensar el modo en el que se crean y se difunden los textos digitales hoy (y los muchos retos que quedan todavía pendientes a este respecto). La propuesta fundamental de Lucía en este libro es doble. Por un lado, hace una cartografía histórica para demostrar cómo nos halla(ría)mos inmersos en una segunda textualidad y en una tercera oralidad y cómo ambas desembocarían juntas en el paradigma de la virtualidad. Y, por otra parte, busca persuadirnos de la beneficiosa –y necesaria- implementación de lo que él llama “plataformas de conocimiento” y que deberían ser promovidas por las universidades. Nos recuerda Lucía en el libro cómo la primera textualidadhubo de surgir con el impulso democratizador de las polis griegas a partir del s. VIII a. de C., y gracias a la generalización de la educación. A ello contribuyó la aparición de las vocales en el alfabeto griego (que alentaba una alfabetización más fácil) y la lectura de izquierda a derecha; pero, sobre todo, el cálamo, una caña más gruesa, rígida y hueca que el tallo de junco que utilizaban los egipcios y que permitirá escribir sobre el papiro con mayor facilidad. Esto conlleva(rá) que la tecnología de la escritura pierda su carácter elitista y sirva como monopolio casi exclusivo para la “creación, conservación y difusión del conocimiento que perdurará hasta el siglo XX”. Hasta entonces, el método para la difusión del conocimiento había sido la oralidad, de naturaleza más inmediata y más compleja, debido a la necesidad de la interacción de la voz, los gestos, y el propio tiempo del lector (siendo este al tiempo receptor y nuevo agente transmisor). El que sólo existiese en la memoria (en la lectura oral) hacía muy complicada, además, su conservación. Por eso finalmente el texto escrito triunfa como método para la conservación y difusión del saber. Sin embargo, en el siglo XX, con el teléfono, la radio, el cine o la televisión, aparece una nueva oralidad, la segunda, caracterizada, igual que la primera y según Walter J. Ong, por la mística de la participación, la insistencia en el sentido comunitario, la concentración en el momento presente y el empleo de fórmulas, pero con la diferencia fundamental de su ámbito de influencia (la así

llamada “aldea global”) y de que no sirve la voz ya para la construcción del discurso, que suele ser escrito. Así, hoy, superados el paradigma de la oralidad y la textualidad, hablaríamos –según José Manuel Lucía- de un paradigma virtual, que sería una suerte de síntesis de ambos y que se concreta(ría) en el texto digital, de doble naturaleza, pues implica una codificación artificial –matemática- que sólo el ordenador es capaz de codificar y descodificar, así como de una “capa” de naturaleza humana (información lingüística representada con una forma de escritura humanamente legible, basada en una codificación lógica y en un registro de signos gráficos de manera mecánica). Respecto a la idea de la “plataforma de conocimiento” tiene esta que ver con las bibliotecas digitales de los campos universitarios, y vendría a ser “una aplicación que integra un conjunto de herramientas y de aplicaciones que se adaptan a las necesidades del usuario para albergar todo el material necesario para su quehacer científico y docente […] que puede ser ampliado por el usuario, el cual tiene acceso tanto a la información y servicios generales como a los materiales personales que ha subido, que pueden permanecer privados o hacerse públicos según su deseo”. Lo que reside detrás de tal concepto propuesto por Lucía es el hecho de que no nos podemos contentar sencillamente con la acumulación de la información y el saber en las bibliotecas digitales, sino que se ha de fomentar una “arquitectura de la participación”. Para tal fin, deberían darse cuenta las universidades de que, como dice José Antonio Magán, han de compaginar el servicio a sus usuarios más cercanos con “la ética más alta del pensamiento humanista representada por el espíritu universitario de compromiso hacia ciudadanos que superan [sus] fronteras”. En fin de cuentas, se trataría pues de añadir valor al texto digital, de ir más allá de la reproducción digital de textos analógicos (que es en lo que nos hallamos hoy, en esta fase todavía de transición), de no tener miedo de innovar, buscando que la información esté (inter)relacionada, que se produzca una verdadera universalización del saber (partiendo de la idea de la escritura no secuencial del hipervínculo). Pero, por sobre todo, de pensar que el autor no es ya el guardián soberano del texto, sino que es “un paso más dentro de todo el proceso” y que ahora el usuario, el receptor surgido de la web 2.0, y cuyo principio básico para acceder a la información es la interactividad, adquiere un “nuevo protagonismo y centralidad”. La tecnología, nos dice José Manuel Lucía, ya está aquí. Ahora sólo nos queda no ya inventar el futuro, sino aprovecharnos de todas las potencialidades del presente, sin recelar de la experimentación.


SÁBADO, 26 DE MAYO DE 2012

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“Decálogo del Perfecto Provocador”, por Jimena Néspolo

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1. Elabórate un disfraz. Pon especial atención en la construcción de la máscara. Recuerda que una buena máscara debe condensar a simple vista los rasgos que más te molestan de tu personalidad. 2. Identifica en la sociedad en la que vives las costumbres y actitudes en las que tu máscara se solaza gustosa, y prepárate para desnaturalizarlas. 3. Deja que la bestia que te habita respire su hiel destruyendo todo lo que encuentre a su paso. 4. No sientas culpa. Recuerda que el odio es otra forma de amor y que si dedicas tanto tiempo a la faena es porque la faena te importa. 5. Manten tu tarea en secreto. Saborea el anonimato. 6. Deja que el terror se expanda como un virus. 7. Permite que la duda sobre tu verdadero Ser se instale

a tu alrededor. 8. Haz que el sujeto civil que aún eres emprenda tareas positivas y reparadoras de la destrucción que tú mismo has generado. 9. Recuerda que tu figura es el oxímoron, que tu arte se asienta en tu capacidad de sostener en simultáneo la contradicción sin que ésta te destruya (lo Apolíneo y lo Dionisíaco, el Bien y el Mal, la Vida y la Muerte). Surfea tu esquizofrenia, no permitas que la ola te tu locura te derribe condenándote al suicidio, al manicomio o al silencio. 10. Intenta que todos estos ítems se reúnan en la “obra” que tu vida y tu nombre propio encarnen. Recuerda que si no logras llegar hasta aquí la ordalía de tu desesperación habrá sido en vano.

VIERNES, 8 DE JUNIO DE 2012

“Entre el verde y el frío”, por Natalia Gelós Todos los bosques, de Belén Iannuzzi. Ed. Pánico el pánico, Buenos Aires, 2012, 48 págs.

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n paseo agridulce por la infancia, o por cualquier tiempo muerto en el que el aire fresco y los días ardientes se plantan para hacerle de escenario a esta especie de poesía del camino. A eso juega El origen de las especies, un libro breve y exquisito en el que la autora, Belén Iannuzzi, logra pintar un universo al calor de los recuerdos, de a ratos azotado por versos que, sin aviso, aguijonean al lector. “Hice un barco de papel/ con un pañuelo descartable/ para invitarte a navegar/ río arriba/ por el agüita/ de mi pena”. Tan bello. Tan simple. Editado por Pánico el pánico, dividido en dos partes: “Poemas de la ruta” y “Poemas que le gustan a otros”, El origen de las especies viaja al pasado pero también retrata el presente. Posa la mirada en esos detalles que todos vemos, pero de los que nada decimos. Pinta una época. “Nadie escribió/ la novela de mi generación, / tal vez porque mi generación/ ya no tiene novelas,/ tendrá nouvelles/ o cuentos/ en antologías que me aburren./ ¡Qué me importa!/ Yo quiero que me llames/ y me invites a salir,/ si es al cine, mejor.”, escribe en “La voz humana por internet”. Amor 2.0. O la caprichosa belleza del desamor de siempre. Son quince poemas, perlitas que chispean como gotas de agua fresca contra el sol de la hora de la siesta en cualquier verano. Ahora Iannuzzi vuelve con Todos los bosques, también editado por Pánico el pánico. Otra vez la potencia de las imágenes. El lirismo disparado por la mirada. Por el plano

detalle que condensa mundos, pesares, esperanzas: “Vos y yo/ y todos los bosques que fuimos/ antes de ser nosotros/ y las flores del aloe/ que parecen estrellas de día/ sostenidas en la ventana”. Hay una melancolía a la intemperie, hay bosques de invierno, centelleos por doquier, hay una mujer que crece y no se anima a decirle adiós a la niña que fue, hay una mujer que se obstina por conservarla. Y la nieve, la ciudad, y la juventud asentada, esa que inicia el estado contemplativo. Son poemas simples, que tienen la belleza del bonsái. Es el suyo, como bien dice Miguel Grinberg en el prólogo de Todos los bosques, un “lenguaje vegetal”. La voz de una generación que no imposta, que no busca el choque por el hambre del ruido. Hacia el final, se integra el “Diario de Noruega”, escrito, justamente, en ese país helado. Una crónica de viaje que muestra la vida de unos seres acostumbrados a la nieve, a la vida bajo cera, a buscar el calor en lo sutilmente templado. El extrañamiento natural de quien mira ese territorio con cierta fascinación. Es un cierre coherente con la vibración del libro en su totalidad: esa sensación de viaje, de tránsito constante. Aquí, una vez, hay frío, árboles, niños, y está esa sensación agridulce de constante despedida. Así se cierra un libro que tiene la impronta de una margarita vagabunda en la ciudad de humo.


VIERNES, 18 DE MAYO DE 2012

“Conversaciones con Céline”, por Fabián Soberón | BOCADESAPO | RESEÑAS

Conversaciones con el profesor Y, de Louis Ferdinand Céline. Buenos Aires, Caja negra, 2011,128 págs.

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ouis Ferdinand Céline sale, bajo fianza, de la cárcel de Copenhague. Céline es médico y percibe las eczemas, los dolores invisibles, la pelagra, la ansiedad que sube como una enredadera y no puede hacer nada. Con Lucette, su mujer, se instala en un campo blanco, al borde del helado y áspero mar Báltico. Ella es bailarina y ama, como él, a los animales. Ama al viejo gato Bebert. Lucette aprovecha el amplio corredor vacío y baila sola y, a veces, da clase a tímidas señoritas danesas que no saben quién es ella ni quién es él. Lucette a veces nada sola, en verano, en el agua baldía del mar Báltico. A la vista no hay nada. Solo una choza raída, llena de alimañas en verano y de tristeza larga, irreparable, en invierno. Una estufa a carbón ilumina, tenue, los manuscritos y el corazón que palpita aislado como un paria. Céline y su mujer pasan hambre y frío. No tienen baño. No lo necesitan. Como un perro, él orina en la tierra blanca, al lado del agua congelada. En las noches largas como fantasmas escribe unos borradores. Lejos de las luces de París, su odio se recrudece. Céline no se amilana. En medio del sórdido desierto, prepara un contraataque para nadie. O sea, para sí mismo. Pasa noches perdido en el frío, mirando el devenir absurdo de las olas negras en la noche blanca. De vuelta en París, Céline es el peor traidor a la patria. Su escritura, antes elogiada, ahora es vista como la marca negra de un furioso y despreciable antisemita. En ese marco, desde un lugar incómodo, el gran vociferante Céline, redacta una entrevista falsa, un diálogo irreal pero certero sobre sus aficiones literarias, sobre el

sentido de su estilo. Con el odio guardado en una valija, Céline prepara su autodefensa, un ataque irónico, mordaz, a sus múltiples detractores. Sin respiro, escribe una apología poética. Ese libro es Conversaciones con el profesor Y. Con los repetidos tics de su estilo, Céline habla, en clave autoficcional, de sus taras, de sus obsesiones, de sus virtudes. Y lo hace sin ahorrarse el tono grandilocuente, megalómano, hiriente y oral. Evita las alusiones políticas. Solo en una ocasión lo hace y asocia a la política con la ira, con la cólera fácil. Sin pudor, repasa y repite sus aficiones, sus descubrimientos, sus aciertos. Conversaciones con el profesor Y mezcla la impúdica autoapología con la falsa crónica. Propone un diálogo entre el otro/el mismo Céline y un extraño teniente llamado Y. Atrapado por la corriente turbia de la voracidad verbal, Céline se autodenomina “el único inventor del siglo”. Toda la obra de Céline es un enigma. Todas sus páginas plantean un enigma, una serie de preguntas hirientes: ¿De qué modo se unen en un hombre la obra brillante, única, y el iracundo ataque antisemita? ¿Es posible separar las aguas de la creación artística de la corriente tumultuosa de las ideas racistas? ¿En qué nudo ciego se imbrican la vida miserable y la obra ejemplar? ¿Por qué podemos disfrutar de Viaje al fin de la noche al mismo tiempo que repudiamos al malicioso apólogo del nazismo? No podemos no leer a Céline. Leer a Céline es nuestro imperativo categórico. Si Viaje al fin de la noche es la gran novela francesa del siglo XX, Conversaciones con el profesor Y es su complemento estético. MARTES, 15 DE MAYO DE 2012

“La intimidad, una serie de violencias salteadas”, por Marcos Seifert En breve cárcel, de Sylvia Molloy. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012, 155 páginas.

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osé Luis Pardo en La intimidad distingue lo privado de lo íntimo. Esto último, afirma el autor, remite a un resto de indeterminación inapresable desde la duali dad entre lo público y lo privado. Una distancia que violenta la enunciación y transforma cualquier búsqueda autobiográfica en una experiencia de lo ajeno, de lo extraño. La novela de Molloy, reeditada por FCE con prólogo de Ricardo Piglia, materializa este hiato en la decisión narrativa que instala una fractura entre la voz que narra y el sujeto de la acción. La novela, narrada en tercera persona, pero con un enfoque interno, propone una

división entre un sujeto que escribe y otro que lo narra como una manera de poner en evidencia el asedio de ajenidad y extrañeza que socava la interrogación subjetiva. En el texto de Molloy la inmersión en los recuerdos fragmentarios, las anécdotas amorosas y los relatos de la infancia son parte, a su vez, de un cuestionamiento de los límites y alcances de la escritura fraguado en una suerte de desdoblamiento en la marcha enunciativa que retrocede y avanza, y mediante ese movimiento da pie a una reflexión sobre lo narrado: “Mientras espera escribe; acaso fuera más exacto decir que escribe porque espera: lo que


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anota prepara, apaña más bien un encuentro, una cita que acaso no se dé”. Junto al efecto de cercanía con los hechos, destacado por Piglia en el prólogo a esta edición, que parece volver al lector un espía de una “escena prohibida”, se establece también una distancia, una fisura que es, a la vez, un espejo en el cual se ve a sí misma como otra. La escritura, impulsada por un “desgarramiento inquisidor”, tacha, borra, inventa, desarma, reconstruye los encuentros amorosos con Vera y Renata, su espera, sus celos, su geometría de las pasiones. Al exponer el proceso de producción escrituraria, las dificultades y limitaciones del recuerdo y el registro de lo vivido, la novela no sólo desarticula las convenciones del relato autobiográfico, también evidencia sus vacíos, sus zonas oscuras. La intimidad, afirma Pardo, “aparece en el lenguaje como lo que el lenguaje no puede (sino que quiere) decir.” En breve cárcel acecha y señala esta inaccesibilidad de lo íntimo. En su prólogo, Piglia reconstruye su escena de lectura de la novela para destacar el modo en que lo atrapó “la voz que narraba la historia”. Un tono que toma forma en el vínculo emocional entre el que narra y lo narrado. Esta articulación es clave dentro de la novela ya que el forcejeo narrativo con los recuerdos elusivos se experimenta desde la voz como una bisagra fundamental entre el cuerpo y la palabra.

La contraposición entre phoné y logos es referida ya por Aristóteles en la Política. Por un lado, la capacidad para expresar placer y dolor, por otro, la de discernir lo justo de lo injusto. Se puede pensar cómo en la novela la emoción modula el tono, interviene en el ritmo, pero hay que advertir que la pasión se vuelve, también, un exceso que hiere y violenta la escritura, le enclava silencios, la mutila. Su reedición, como toda reedición, desplaza la novela y la reubica en un nuevo contexto de lectura. La aproxima no sólo a un corpus que es parte de una tendencia que Alberto Giordano llamó “el giro autobiográfico en la literatura argentina actual”, sino también a los criterios de lectura y los debates en torno a las “escrituras del yo” y a la idea del “retorno del autor” que dieron lugar a distintas denominaciones (“imaginación intimista”, según D. Link) e incluso al cuestionamiento o negación de este movimiento (“decir yo siempre estuvo de moda”, sostiene, por ejemplo, María Moreno). Si de alguna manera el texto de Molloy se vincula con lo autobiográfico, lo hace, más bien, en el sentido en que el pintor y filósofo Eduardo de Estal define este género: Una ´matriz de dispersión´ del texto literario resultante de la interacción disgregante de elementos particularmente inestables como yo, tiempo, memoria. Aquí se ejecuta el doble salto mortal por el que la primera persona del verbo Ser deviene la tercera persona del verbo Estar”.

MARTES, 8 DE MAYO DE 2012

“Sobre la conflictividad constitutiva del espacio urbano”, por Ramiro Segura Topografías conflictivas: memorias, espacios y ciudades en disputa, de Anne Huffschmitd y Valeria Durán (Editoras). Buenos Aires, Nueva Trilce, 2012, 430 págs.

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esultado de una modalidad de trabajo intelectual que fomenta el diálogo, el intercambio y el debate entre personas de latitudes diversas, quienes se inscriben en campos académicos y/o profesionales distintos, y que desde sus lugares específicos reflexionan sobre los procesos de las memorias y los olvidos de la historia reciente de/en tres ciudades (Buenos Aires, Berlín y México), el libro Topografías conflictivas renueva la indagación sobre un problema clásico: la relación entre el espacio y la memoria. Continuando esta tradición, los artículos nos recuerdan –valga la redundancia– que la relación entre espacio y memoria no es mecánica ni sencilla, tampoco persistente o estable. En efecto, la noción de topografía supone desplazarnos del espacio en sí hacia los modos de apropiación, uso y representación, el espacio como efecto antes que como sustancia, como relación antes que como esencia. De esta manera, si bien es indudable que los procesos históricos (y, en el caso específico del libro, las violencias) dejan huellas en el espacio urbano, éstas no constituyen

en sí mismas memoria, a menos que sean evocadas y ubicadas en un marco que les dé sentido. Por evidente que parezca, entonces, no hay una relación necesaria –mecánica, lineal o esencial– entre espacio y memoria. Analizando procesos y escalas diversas, desde ciudades (como el maravilloso ejercicio comparativo de Estela Schindel sobre el río y la memoria en Buenos Aires y Berlín, o el artículo de Mónica Lacarrieu sobre la conmemoración del bicentenario en Buenos Aires), pasando por el análisis de lugares de memoria (como los trabajos de Claudia Feld sobre la ESMA en Buenos Aires, de Julia Binder sobre el muro de Berlín y de Vázquez Mantecón sobre el Memorial del 68 en México) hasta llegar a las huellas que ciertos procesos sociales dejan en el espacio (como el análisis de Emilio Crenzel sobre el Hospital Posadas) y los usos que actores sociales específicos hacen del espacio de la ciudad (como la presencia de los militares en el espacio público analizada por Máximo Badaró y las territorialidades de los migrantes bolivianos en Buenos Aires abordada por Sergio Caggiano), los artículos muestran


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que una ciudad, un lugar o una huella son objeto de negociación y conflicto acerca de sus sentidos y de sus usos. Además, varios capítulos remarcan que los emprendimientos de memoria se enfrentan también a cierta tendencia a la naturalización, la rutinización y/o la estabilización del espacio urbano. La experiencia cotidiana de la ciudad se organiza muchas veces por medio de un relato que elude el conflicto y que restituye un sentido no problemático de la ciudad. Es precisamente contra esta tendencia que se realizan muchas de las intervenciones analizadas en el libro: los escraches y renombramiento de calles por parte de HIJOS México estudiada por Olga Burkert y relatada por los miembros de la agrupación en un texto colectivo; la irrupción de López en la vida cotidiana que tematizan Ana Longoni a partir del “activismo artístico” y Hugo Vidal por medio de un ensayo fotográfico sobre esas irrupciones en distintos espacios y contextos de la vida cotidiana (el viaje en colectivo, los vinos en el supermercado, el calendario, una publicidad callejera, entre otros); los movimientos orientados a desmonumentalizar a Julio A. Roca en distintas ciudades argentinas abordado por Diana Lenton. Se trata de prácticas de espacio orientadas a fracturar el relato, interrumpir la temporalidad cíclica de lo cotidiano, hacer visible lo naturalizado. En definitiva, como lo denomina Longoni retomando a Wal-

ter Benjamin, se trata de “debilitar la prepotencia de lo dado” a través del uso y la significación del espacio. En síntesis: los artículos muestran que entre espacio y memoria hay trabajo y conflicto, hay destiempos y articulaciones cambiantes, y hay indiferencias e irrupciones, dependiendo tanto de los actores involucrados como de los tiempos y los momentos. Así, cada uno de los textos nos permite reflexionar sobre las formas concretas que asume en contextos particulares aquello que Anne Huffschmitd describe como la “conflictividad constitutiva” del espacio urbano, que más allá de su apariencia cotidiana no tiene nada de estable, cristalizado o perenne. De esta manera, por las propias cualidades del espacio y la memoria –y más allá de los sentidos que los emprendedores de la memoria le otorguen a determinados espacios–, el libro nos muestra que nos encontramos ante un proceso social y político abierto, siempre en riesgo, sin garantías, en el cual las marcas y lugares de memoria son intrínsecamente accesibles y apropiables, y consecuentemente polivalentes. La paradoja, en definitiva, emerge con claridad: necesitamos del espacio para recordar y, a la vez, lo que se recuerde y lo que se olvide no dependerá exclusivamente de lo que inscribamos en el espacio.

VIERNES, 4 DE MAYO DE 2012

“Cuestión de ritmo”, por J. S. de Montfort La administración del miedo, de Paul Virilio. Ed. Barataria / Pasos Perdidos, Barcelona, 2012, págs.113.

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n su último libro publicado en castellano, La administración del miedo, y que se presenta bajo la forma de una larga entrevista, ahonda el fenomenólogo Paul Virilio en su idea de la tiranía del tiempo real, cuya aceleración ya habían denunciado largo tiempo atrás los surrealistas; velocidad que, según el teórico crítico francés, se ha convertido en un nuevo “culto solar”. Contra la presencia invasiva de la velocidad, Virilio propone “una cultura del empleo del tiempo, un modo de vida distinto y opuesto [al régimen de la velocidad que no distingue ya entre pasado, presente y futuro]”. Virilio mira a esta velocidad desde lo viviente, lo vivo (siguiendo a Bergson), y desde la concepción del espacio como lugar en y a través del que experimentamos nuestro propio cuerpo (siguiendo a Husserl). Así, Virilio reflexiona sobre la velocidad pero no como un fenómeno singular, sino como “la relación entre los fenómenos”, como relatividad que ha de entenderse desde la dromología (la ciencia del movimiento y la velocidad). Virilio demanda una cronodiversidad, es decir, la libertad de poder acceder a una variedad de ritmos humanos. Por-

que lo que aquí está denunciando el pensador francés es que la crisis actual es de tipo antropológico. La razón es que estamos “tocando los límites de la instantaneidad, el límite de la reflexión y del tiempo propiamente humano”. Por tanto, no queda más que el reflejo condicionado, lo que nos vuelve incapaces para pensar el espacio real. Ello conlleva que el arrebato haya sustituido a la reflexión, y la ira se haya vuelto una suerte de afecto compartido (Virilio lo llama “comunismo de las emociones”). Su base se halla en el infantilismo del miedo, un miedo imaginario que viene promovido por las “bombas informacionales” (difundidas por los mass media) que sincronizan las emociones a nivel mundial, pues elevan el miedo a la categoría de entorno global, tornándolo cósmico (gracias a que abarca nuestra relación con lo universal). Ello abre el camino para que el pánico venga rodeado de un aura mística, y constituya nuestro “hábitat”; o sea, el lugar en el que se desarrollan nuestros hábitos. Tal hábitat es un espacio de secesión intransitiva, un éxodo giratorio, un“circuito cerrado, en bucle”, un ultramundo fractal (regido por el turbo-capitalismo) y cuyas


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normas son la ubicuidad y la inmediatez. Un hábitat dominado por la velocidad inmóvil de la interactividad que, paradójicamente, nos fuerza al inmovilismo, nos dice Virilio. En otras palabras, se ha producido una separación entre nuestra conciencia inmediata y la realidad (algo que ya dejara dicho Merleau-Ponty). Se trataría, pues, nos urge Virilio, de recuperar “la línea melódica”, La implicación más clara -y evidente- de tal desajuste se halla(ría) en el lenguaje, en nuestra falta crucial de su dominio, pues por causa de nuestra desmesura (la recobrada hybris griega) nos gobierna el arrebato que impone la precipitación (siguiendo el dictado de la ideología de la pura instantaneidad y el futurismo) y nos dejamos vencer por la ira permanente. Esto nos conduce, según Virilio, a ser incapaces de verbalizar nuestra frustración (y a caer en

la difamación y el insulto). Y es que no podemos escapar a la sensación de que siempre vamos con retraso. Así, por vencer tal (auto)impuesta ubicuidad e instantaneidad, tal “masoquismo voluntario”, deberíamos preguntarnos, como sugiere Virilio, dónde estamos con respecto al ser-en-el mundo en la era de la velocidad límite. Para tal propósito, deberíamos “tomar la iniciativa para definir las grandes opciones acerca de qué sociedad queremos construir”. Pero para ello, como me parece que ya ha quedado claro, deberíamos ponernos de acuerdo para bailar todos el mismo son, un son humano, claro; o sea, deberíamos ser capaces, sin gritos ni amenazas, ni odios ni chantajes, de entendernos. Se trata(ría) de reconocer que “nuestra totalidad geofísica está efectivamente accidentada” y que (se) nos va la vida en ello.

LUNES, 30 DE ABRIL DE 2012

“El desconcierto del presente”, por Felipe Benegas Lynch You think I’m over the hill You think I’m past my prime Let me see what you got We can have a whoppin’ good time “Spirit on the water”, 2006 Feel like my soul is beginning to expand Look into my heart and you will sort of understand You brought me here, now you’re trying to run me away The writing on the wall, come read it, come see what it say “Thunder on the mountain”, 2006

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l rockabilly, el cowboy y Serrat. Ése, literalmente, fue mi entorno en el show de Dylan del viernes en el Gran Rex. El cowboy a mi izquierda, rockabilly en la fila de adelante y Serrat a dos filas y un par de butacas a la derecha. Después de dos o tres canciones Serrat se paró y se fue con su mujer, no sé si a algún vip donde el sonido, extremadamente fuerte, no le lastimara los oídos, o simplemente a cenar. Rockabilly mantuvo su peinado y su entusiasmo todo a lo largo del show. El cowboy se levantó para ir al baño pero regresó. Había algo de gran equívoco en la sala. Mucha gente que esperaba al suave canta-autor folk que nunca llegó; que ni siquiera se colgó la guitarra acústica. Mucha gente queriendo fotografiar o filmar el aura de este pequeño demonio musical a través de los disparos de los láser rojos y verdes con los que los exaltados guardias del teatro luchaban por evitar que esas imágenes se plasmaran. Hasta le dispararon a una señora que se paró a bailar eufórica con “Like a rolling stone”, provocando la ira del hombre que

la acompañaba, que gesticuló vehementemente que “eso ya era demasiado, que la cortaran”. La mujer siguió bailando sola, tratando de recordar en su mente la canción, posiblemente en la versión de los Stones, porque la que sonaba fraseada por Dylan definitivamente no la habilitaba para el baile tipo Woodstock que estaba realizando. El cowboy, por otro lado, parecía inmune a los lásers y seguía sacando fotos a pesar de que lo acribillaban. Yo observaba todo esto como parte de un ensueño mayor a cargo de la música. Las canciones no eran las canciones, pues variaban las melodías y hasta los acordes. Dylan hacía las veces de un juglar recitador al que era imposible seguir. Todo eso era la música, que se despegaba del pasado, de los discos, de la paz del recuerdo de los espectadores que no podían hacer coincidir su emoción prefabricada con lo que veían. Tal vez era eso: que no estamos preparados para ver un show que no satisfaga nuestras expectativas. Queremos ver lo que fuimos a ver, que el bufón repita su gracia, no que se despache con una nueva y desconcertante variación. Dylan, sin embargo, no hacía sino sembrarnos de preguntas: ¿Cómo se puede cantar sin voz? ¿Cómo hacer folk sin una guitarra acústica? ¿Cómo hacer un solo de guitarra o de teclado como si se estuviera jugando con un instrumento que no se domina? ¿O que apenas se domina en comparación con la solidez de los otros músicos? Parecía un niño jugando a solear, tratando de desconcertar y captar la atención de su banda. No sé si la nuestra. La estaba pasando bien, con un bailecito aquí y allá, de la guitarrita eléctrica al tecladito Korg, pequeños como él, como si fueran de juguete. La armónica se ajustaba más a los criterios de prolijidad y contundencia, pero res-


secreto que hay que esforzarse por escuchar. Y en el desequilibrio del fraseo está la fuga. La libertad para alguien que no quiere dejar que lo capturen. Que debajo del sombrero confabula para abrirle grietas a la voz. Me hubiera gustado que el sonido de la sala estuviera a la altura de esa voz. Para terminar, un pequeño y elocuente fragmento de Dylan hablando sobre pintura (ya que de mamarracheos se trata) en una entrevista del 2011 a cargo de John Elderfield: You also said that a well-known painter (whose name I won’t mention) had said to you, “Nobody else paints like this.” It isn’t clear to me whether that was praise or bafflement, or both. But, from how you talk about the paintings, I get the strong impression that you are not interested in the socalled art world, especially with the exclusivity track of what kind of art is in and what isn’t in. I didn’t know what to make of that statement either. What’s in or not in changes all the time, doesn’t it? Some artists are always in— Picasso, Rembrandt, Dickens, Son House, Keith Richards. There’s nothing the authoritarian order can do about that. If you were never in, you were never out. People are only out once they’ve been in. We never hear of the ones that are truly out. They’re so out, they’re in. It’s all relative, isn’t it? I’ve always been more of a traditionalist and followed my own star—to thine own self be true and all that. What’s in or not in is mostly media-manipulated for commercial reasons anyway. You have to believe in what you do and stay dedicated. It’s easy to get sucked in to what others think you should do. But there’s a price to pay for that.

VIERNES, 13 DE ABRIL DE 2012

“Las fascinantes crónicas de un dandy sombrío”, por Fabián Soberón Noches en Fitzrovia, de Julian Maclaren Ross. Buenos Aires, La bestia equilátera, 2011, 248 págs.

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éroe secreto de la literatura inglesa del siglo XX, Julian Maclaren Ross ha publicado novelas como Veneno de tarántula, cuentos como Tostadas de jabón y fragmentos autobiográficos que lo ubican entre los prosistas destacados de su generación. Nacido en 1912 y muerto en 1964, ha sido considerado el subterráneo antecesor inglés de esa generación norteamericana que la crítica denominó beatniks y que él, burlonamente, llamó vagabundos. Noches en Fitzrovia reúne una serie de relatos que evocan, sutilmente, los años de su niñez, juventud y madurez. Estas notas dibujan, bajo la rara mezcla del recorte biográfico y de la evocación decididamente ficcional, una

vida que parece existir para ser escrita. Maclaren Ross no escatima a la hora de narrar los estragos de la droga y el alcohol sino que hace de ese pasado la materia amarga para sus lúcidos relatos autobiográficos. En este sentido, se podría decir que la crónica cede el paso a la ficción y que la ficción hace lo propio con el relato crónico. Sea cual sea el procedimiento, ningún relato autobiográfico desmerece el nombre de literatura. En “Monsieur Félix”, narra el feliz y melancólico descubrimiento de los títeres de la mano de un amargo y gruñón titiritero. Maclaren evoca el tránsito del interés por los cines y los bordes en una pequeña ciudad francesa a la fascinación que le provoca el espectáculo de los muñecos

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taba al desconcierto. Eso: un desconcierto. Mucha gente de la platea, muy seria, parecía a punto de irse. El volumen seguía subiendo. El set acústico seguía sin aparecer. Mientras escribo escucho Modern times, de 2006, y entiendo las letras. En el teatro no se entendía nada: ni palabras ni melodías. Pero no importaba: todo se fundía en un fraseo. Dylan era un fraseo desconcertante sobre el contundente ritmo que la banda, en trance, se esforzaba por mantener. Un ritmo sobre el ritmo. Contra el ritmo. Algo que apenas llega. Que se va. La banda, de hecho, hubiera sonado mucho mejor sin él. Pero, ¿qué es “mejor”? Lo que hace Dylan con sus irrupciones es mantener a su banda en vilo, evitar que caigan en la comodidad de repetir una fórmula consagrada. Por eso no se rodea de coristas ni acepta que alguien doble su cascada y agónica voz. Le escapa al virtuosismo. Lo suyo es empequeñecer, murmurar. No se quiere colgar del espejismo de su pasado. Quiere que uno lo mire ahora, que escuche atentamente lo que dice hoy. Por eso mamarrachea sobre sus mejores logros (vease si no la para nada inocente versión de “It ain´t me, babe” teniendo en cuenta que una banda con tres guitarras que funcionan a la perfección no necesita una cuarta guitarra que desafine en primer plano). Quiere traernos al presente porque parte de la premisa de que si está ahí parado es porque tiene algo para decir. Basta con asomarse a Modern times (el título del disco ya es un claro indicio de cómo escucharlo: no es el pasado) para confirmar que es cierto. Ha cambiado. Porque todo cambia. Y ser fiel al cambio es lo que lo mantiene vivo. He ahí la genialidad de este duende musical que desafía y desafina todas las reglas con su juego: él dice las cosas de un modo singular. Como un

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inertes y parlanchines. Un día, dentro de la cabina despojada y pobre de Félix, éste le enseña los rudimentos del arte del titiritero. Después, en París, Maclaren recordará, con Félix ya muerto y frente a otros artistas populares, ese gesto inmaculado que no puede borrase de su memoria. Maclaren no reniega de los procedimientos de la ficción. Aunque el lector percibe que está leyendo el rompecabezas de una vida, siente que el autor es un hábil mago que organiza las piezas con un arte inusual. El autor inglés habla de los otros para hablar de sí mismo y recuerda anécdotas íntimas para referirse a los otros: sus padres, sus amigos y una anciana que ocupaba el trono en una taberna de Fitzrovia. “Reunión con un editor” no solo muestra de una manera indirecta el mundo difícil y cerrado de los editores sino que, además, incluye el recuerdo dentro del recuerdo. En la conversación con el editor, éste recuerda cómo conoció a Faulkner en EEUU. Cuenta que Faulkner le dijo que en Santuario se narraba la infancia de Popeye, uno de los personajes de la novela. El editor, absorto, había leído la novela y no había encontrado dicha referencia. Faulkner, altivo y tranquilo, releyó el manuscrito y se dio cuenta de que se había olvidado de escribir ese pasaje. Sin remordimientos, escribió el fragmento. Como la novela ya estaba en la imprenta, para solucionar el inconveniente el editor decidió incluir el pasaje al final de la novela. De ese modo, Santuario adquiere, para los ignorantes lectores, la forma de una curiosa innovación. No es menos atrapante el relato denominado “Viaje al país de Greene”. Maclaren, admirador del autor de El cónsul honorario, lo visita en la mansión de Clapham Common antes de la guerra. Maclaren tenía veintiséis años y se dedicaba a vender aspiradoras. Cuando se presentó a la ama de llaves, ésta le dijo que ese día no comprarían artículos domésticos. Es decir, lo confunde con un vendedor. Ya en la conversación con Greene, Maclaren le cuenta que vende aspiradoras. El elegante Greene, con una jarra de cerveza en la mano, le dice que seguro lo hace para co-

nocer mejor el ambiente para después escribir. Maclaren, alelado, le confiesa que no es así, que lo hace porque de otra forma no podría sobrevivir. El humor es un recurso que aparece de manera continua en las crónicas-relatos. “El vecino estrella polar” es un largo retrato de su trabajo junto al poeta y narrador galés Dylan Thomas. Maclaren lo admiraba y alumbra, en esta inolvidable crónica, las horas que compartieron en una empresa cinematográfica que producía documentales. DylanThomas y Maclaren se dedican a escribir un guión sin conocer el asunto del que trata y proyectan otro –que suponen será la pieza cumbre del género– que nunca será terminado. A través de la lógica de la escena, Maclaren descubre el mundo desolado y pobre del cine en un país que sufre el impacto de la guerra y que deja sin trabajo a miles de personas. En una taberna, con la cara roja por el whisky, Thomas se queja de que Maclaren use saco blanco y bastón. Le pide que abandone esa maldita pose de dandy y que luzca más sórdido. Maclaren le confiesa que no los usa por mera impostación sino porque ha estado en la cárcel. El poeta, sorprendido, le pide disculpas y, a partir de ese día, entablan una extraña amistad. Maclaren fue un dandy oscuro, sombrío y lúcido, el personaje que OrsonWelles hubiera querido dirigir. Un escritor que supo reescribir la materia sórdida de su vida y convertirla en joyas que se leen como relatos precisos y rítmicos. Con avidez estética y cierto desencanto, escribe su autobiografía bajo la forma del cuento corto, de la crónica difusa y encantadora, del recuerdo perdido y encontrado, de la anécdota breve e inolvidable. Sus relatos autobiográficos son menos la memoria protocolar de un consagrado que los fragmentos desenfadados de la autobiografía ficcional de un dandy atípico. Valiéndose del uso prolífico del diálogo, del adjetivo preciso, de la referencia histórica, de la anécdota sencilla y trivial, Maclaren escribe un pasado que ya no le pertenece pero que sabe reconstruir con el arte de una prosa fascinante.

VIERNES, 30 DE MARZO DE 2012

“La escanción como dispositivo proliferante”, por Silvana López El otro Joyce, de Roberto Ferro. Lanús, Colección La orilla parda - Liber Editores, 2011, 269 págs.

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as ficciones narran una experiencia, narran un viaje o narran un crimen. En la de Jorge Cáceres, el narrador-protagonista de El otro Joyce, se entrelazan todos esos posibles relatos; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones o el repliegue dilatorio del porvenir o el parcelamiento de la temporalidad de un devenir fingido. La novela transcurre entre Buenos Aires y la Toscana,

en un período posterior a la era menemista. El protagonista busca por encargo un ejemplar del Finnegans Wake de James Joyce con notas manuscritas de Borges pero encuentra otro original, My testimony de William Joyce, un activista político y locutor de radio, hijo de un rico comerciante irlandés, condenado a muerte por traidor al gobierno británico durante la Segunda Guerra Mundial. Simultáneamente, Cáceres es contratado por un prestigioso


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estudio de abogados para seguir a un importante empresario, Marcos Almeida, dueño de un holding de dudoso estado financiero, hasta Florencia, con el objetivo de tomarle una serie de fotografías que prueben su infidelidad. Debido al trascurso de las circunstancias y siguiendo, entre otras, las indicaciones de Dick Tracy, Cáceres se convierte en un detective aficionado en el entramado de una compleja red de configuraciones genéricas en la que el policial es la excusa para la narración o la trama que permite el encuentro, perturbador, entre el relato y el metarrelato, el uso paródico de la escritura y los textos, la crítica y la teoría literaria junto a las obsesiones y formas de la autobiografía. Con un ojo estrábico, “que le permite abarcar la totalidad de la escena”, el personaje, un consumado perdedor devenido buscador de libros y personas para poder subsistir, construye un artificio que da cuenta de una biblioteca en la que no faltan ni los laberintos ni los espejos que duplican las apariencias. Como todo hombre de esa biblioteca, Cáceres va en busca de un libro y encuentra otro. Es perseguidor y perseguido. Lo involucran en una farsa y arma otra. Mientras se viste y se desviste, escribe y es escrito; encuentra, traduce y narra acerca de un traidor, diferente a Kilpatrick, el otro irlandés, y el mismo es un traidor, un impostor, un contrabandista, que llena su relato de alusiones y desplazamientos convirtiendo el texto en una biblioteca interminable. “Somos todos agentes dobles”, ha afirmado Paolo Fabbri y así se comportan tanto Jorge Cáceres como Ro-

berto Ferro, a su vez, creadores de dobles, autorías apócrifas y heterónimas, que juegan, todos juntos, a la verdad verdadera o a la falsa verdad en las maquinaciones de la conspiración, el engaño, el secreto y las traiciones. Las alusiones a la literatura de Jorge L. Borges, las figuraciones de Juan Carlos Onetti, las maniobras de Rodolfo Walsh, la poética de James Joyce, entre otros intertextos, y las reflexiones sobre el género policial, la épica, la traducción, la distinción entre original y copia, por una parte, la captura de una calle porteña o un pasaje florentino así como la demora en la letra al narrar un estado de ánimo, una postura, una presencia, por otra, se tensan en la novela en una erótica de la escritura plasmada en palabras minuciosamente elegidas para dar cuenta de las sinuosidades y vacilaciones del relato y/o cómo la escritura convierte las vicisitudes de la vida de los personajes en una trama de múltiples encastres aparentes. Aferrado a una lógica inefable, El otro Joyce se inscribe en el desvío, en el contra-bando, contra-la unidad de sentido y el confort de regocijarse en lo unívoco. Desestabilizar, escandir, parcelar, cada uno de las instancias narrativas y al mismo tiempo, novelizar y tematizar los motivos y procedimientos constructivos, se convierten en la interestancia en la que se trama el texto. De ese modo, Roberto Ferro o Erbóreo R. Frot o Miguel Vieytes o Jorge Cáceres, a veces también, Adelma Badoglio, mortifican el policial encriptándolo en una retórica del secreto que lo hace estallar en una multiplicidad de galerías hexagonales. LUNES, 26 DE MARZO DE 2012

“El ejercicio de mirar, el desafío de nombrar”, por Natalia Gelós Los otros, de Josefina Licitra. Buenos Aires, Debate, 2011, 140 páginas.

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ay dos barrios pobres enfrentados. Y hay un riachuelo hediondo. No cualquier riachuelo: El Riachuelo, que se filtra entre los habitantes de esos dos barrios como susurrante, como si fuera él el encargado de narrar sus pasadas derrotas, sus futuras desgracias. Pero, claro, esta historia de oposiciones no tendrá un nudo de amor que dirima las diferencias. Aquí hay odios, odios por los descuidos de un Estado que hace tiempo se olvidó de ellos, odios al vecino, generados por el miedo, odios por el paisaje que entrega la mañana: un muro que divide ambos barrios, basura desgranada que avanza por los rincones, animales moribundos y el olor casi corpóreo de la miseria. Esta es la historia de dos barrios enfrentados: Villa Giardino, por un lado, el territorio de “los tanos”; Acuba, por el otro, el territorio ganado al basural en el que se ubicaron los otros, “los negros”. Esta es la historia de sus diferencias, de pobres contra pobres en el conurbano bonaerense, y es la historia, a su vez, de

años y años de políticas de abandono. “Estoy podrida del periodismo Cáritas”, escribía Josefina Licitra, autora de Los Otros, hace un tiempo. Lo afirmaba luego de que su libro saliera, luego de las repercusiones, de las lecturas y relecturas, y lo decía pensando en la especial atención que había tenido uno de los pasajes del libro que decía así: “Soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son”, y era su manera de sincerar una situación que, de otro modo, quitaría fuerza a la integridad del relato. Porque, en principio, leer Los Otros es un modo de acercarse a una situación de pobreza extrema, desde una comodidad impúdica (la del que lee) frente a las situaciones que se narran. Y la que se acerca a ese territorio es una periodista que tampoco tiene que ver con ese mundo que en los últimos años ha sido abordado hasta el descaro por periodistas que asoman sus pies, muestran la miseria y se van. No es el caso de ella: No sólo porque se incluye en


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el relato y abre la discusión a estas cuestiones. También, porque llega a conocer a los protagonistas, porque habla con poderosos, porque se sincera ante sus propias flaquezas. En ese mismo artículo, Licitra explicaba el porqué de “soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres”. Decía: “ante la posibilidad de sentir lástima, preferí sentir rechazo. Ante el lagrimón con rimel importado, preferí la incomodidad de una frase que me interpelara y me obligara a buscar respuestas. Ante –en síntesis- la propuesta progre de sentar un pobre a mi mesa, preferí decir “no gracias” y sentarme a comer sola”. ¿Cómo narrar la pobreza? ¿Cómo describir la miseria si no se es parte de ella? Licitra da una pista: con sinceridad. Entonces Los Otros es eso: un libro sólido, que acierta en el rigor periodístico y también en la grandeza literaria. Literatura de la buena para abordar eso que llamamos realidad. Otra de las necesidades -y por lo general, las faltas- de relatos de este tipo, son las indicaciones claras de cadenas de responsabilidades políticas a lo largo de la historia que

llevan a que, finalmente, la mano de uno de los integrantes de un barrio dispare, o no, contra el cuerpo desnudo de un integrante del otro. Porque la violencia entre pobres es muchas veces una historia de ausencias varias. La historia de olvidos políticos es, tantas veces, la que prepara el gatillo. Esa desidia sistemática es nombrada, interpelada, es casi un olor más que apesta en los márgenes de ese Riachuelo omnipresente. Y, por su puesto, una historia como ésta no sería igual si no estuviera narrada como lo está: magnífica, atrapante, con un sinfín de descripciones precisas, impregnadas de la desesperanza del entorno, con un lirismo amargo, a tono con los diálogos, con la trama que visten; con un final que vuelve sobre la idea que recorre todo el libro: que a veces hay un límite, que, inteligente, Licitra reconoce y señala: el momento justo en el que, ante tanta realidad, las palabras se apagan.

VIERNES, 16 DE MARZO DE 2012

“Un curioso club”, por Fabián Soberón La intromisión, de Muriel Spark. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2011, 251 págs.

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ada impedirá que recomiende la novela La intromisión, de Muriel Spark. Ni el calor, ni los lectores desganados, ni la abulia de la industria editorial. Cuando se lee a una autora que ha escrito una novela magistral, llena de humor y de inteligencia, lo único que cabe es recomendarla. La voz de la narradora cuenta la historia en primera persona y lo hace con una naturalidad que produce una comunicación rápida y verosímil. La prosa se ajusta al tono confidencial y el lector siente que está leyendo los secretos de alguien desconocido que, sin embargo, con el correr de las páginas se convierte en una voz amigable y veraz. Fleur, la narradora, se queja, analiza, padece, y ofrece sus apreciaciones sobre la realidad y la ficción con la misma inteligencia (en todos los casos). La novela narra la difícil vida de Fleur, una curiosa escritora en ciernes que no tiene trabajo y que lo encuentra como secretaria de un delirante club de aspirantes a autobiógrafos. Los miembros selectos del grupo no tienen habilidades literarias y Fleur debe ocuparse de mejorar sus borradores mediocres. El líder y creador del club es Sir Quentin, un atildado caballero venido a menos amante de los títulos nobiliarios y defensor del espíritu místico. Con el paso de los días, Fleur se entera de que sir Quentin tiene propósitos menos inocuos con los miembros del club. Su pasión por la autobiografía y por la idea de un club selecto que deja documentos de nobles ciudadanos para la

posteridad tiene componentes no santos. Por contrariar el proyecto secreto de sir Quentin, Fleur se ve envuelta en sus redes paranoicas y místicas. Sir Quentin tiene como aliados a la fea sirviente de la casa, la señorita Tims, quien está enamorada de él, y a los pobres aspirantes a autobiógrafos. Pero ni sir Quentin ni la señorita Tims saben que Fleur se ha hecho amiga de la anciana madre de Quentin, Edwina, quien le ayudará no sólo a descubrir los pérfidos fines del líder del club sino también a recuperar el manuscrito perdido de su primera novela. Mientras la trama fluye y crece como un río, la voz de Fleur se las arregla para introducir la “discusión” sobre las relaciones entre literatura y vida, o entre ficción y realidad. Y precisamente es el modo de incorporar esa discusión lo que le da un tono peculiar a la novela. Muriel Spark introduce este “problema” y lo resignifica convirtiéndolo en un elemento de la trama. Una de las gemas que más brillan en el espacio de la novela es el personaje de la anciana Edwina. Ella, al igual que los personajes secundarios, no serán olvidados. La tierna y pícara anciana le ayuda a Fleur a descubrir el sentido de los hechos y de la vida. Hay en la voz de la narradora cierto tono de melancolía feliz que atraviesa toda la obra. Pero este tono está particularmente logrado cuando Fleur habla de la escritura de su “primera novela”. Estas apreciaciones, lejos de aburrir con sesudas reflexiones literarias, lo que hacen es


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describir sin ambages y con humor la tensión entre autor y editor de una manera original. Con sobriedad y sentido de la ironía, Spark aborda cuestiones que están en el centro de los debates literarios y dibuja enredos con pericia y encanto. La construcción de la trama es precisa y calculada. Además de crear personajes inolvidables, Spark es una ar-

tista al dibujar el perfil indirecto y breve de los personajes secundarios. Y el sutil sentido del humor palpita en las páginas como un corazón agitado y vital. Celebro la reedición que hizo La bestia equilátera de esta novela de Muriel Spark. Los que ya la han leído, pueden hacerlo de nuevo. Para los que no se han acercado a Spark, esta es una excelente oportunidad. MIÉRCOLES, 7 DE MARZO DE 2012

“El humor como credo”, Rosana Koch

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Cuidado con el tigre, de Luisa Valenzuela. Buenos Aires, Editorial Seix Barral, 2011, 210 págs. ABC de las Microfábulas, textos de Luisa Valenzuela, ilustrados por Lorenzo Amengual. Buenos Aires, Ediciones La Vaca, 2011.

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uidado con el tigre y ABC de las Microfábulas son las dos obras que Luisa Valenzuela ha presentado a fines de diciembre de 2011. Cuidado con el tigre es una novela escrita en los años 60, “engavetada” durante largos años para que recién ahora salga a la luz. “Este eslabón perdido” devela un plan de escritura coherente con todos los temas que recorre su obra, especialmente se cuela ese imperativo de cuestionar la autoridad opresiva y comenzar a reflexionar sobre el poder que posteriormente Valenzuela explorará hasta las chispas. La novela recrea una “pseudo organización” que intenta lograr organizarse en su propio poder y se disuelve en ese intento, al estilo de una farsa. El asesinato del Che Guevara, los ecos de una revolución, las primeras agrupaciones guerrilleras, la figura política de Onganía son el escenario donde los personajes, a veces de manera caricaturesca, se aglutinan en “la organuta” en busca del desesperado intento de que la realidad se adecue a sus sueños, para fracasar hasta el ridículo –como los volantes políticos que no llegan a destino porque terminan desparramándose en plena carretera a causa de unas vacas. El argumento pone en primera escena un triángulo amoroso, sin embargo el amor desaparece para reducirse a una mera y digitalizada lucha por el poder: poder que se cubre con contrastantes máscaras, pero que la autora logra finalmente deconstruir con un tono paródico y humorístico: de la revolución política se pasa a la revolución sexual entre las recámaras privadas de los tres personajes principales de la historia, el tigre Alfredo Navoni, y su cotejo a las dos hermanas, Emanuela, “la capitana”, y Amelia. La interacción de estos tres personajes revela el oscuro secreto del poder, aquel que afirma que la mejor arma para dominar al otro es el sexo: “(…)porque a Navoni la posibilidad de amar a las dos hermanas, o al menos de dejar que se pelearan por él, no le resultaba nada desagradable”; y Emanuela “sospechaba que quería tenerlo para sí y tragárselo en cuerpo y alma y hacer con él lo que

no podía hacer con el país, es decir manejarlo. Amelia en cambio era más sutil, y por ende más perversa, porque cuando él se dormía después de hacer el amor se levantaba sigilosamente para lavarle las medias (…). Y a la mañana siguiente le preparaba el desayuno como le gustaba a él y lo mimaba y poco a poco lo iba encerrando en una domesticidad pegajosa como una telaraña”. ABC de las Microfábulas es un Abecedario Ilustrado que se presenta como un libro de artista con una tirada única de 300 ejemplares numerados y firmados por los autores, además de que consta de 28 láminas de bordes dorados. En la Macromoraleja, especie de prólogo, Valenzuela comienza a barajar esta aventura: “Toda fábula es un mundo, acotado en este caso por exigencias de la minificción pero ampliado hasta el paroxismo (para usar un término lewiscarrolliano) gracias a los geniales dibujos de Lorenzo (Lolo) Amengual, que trascienden el concepto de mera ilustración y nos guían por inesperados caminos de comprensión, sorpresa y juego que requieren su propio tiempo de lectura.” A cada letra corresponde el nombre de un animal, así la A es la “Astuta Aracné, araña por antonomasia, al atardecer ara las almohadas de ambiciosos andariegos y átalos con autosegregadas amarras afinadas para asegurarlos. Así las alondras, al aterrizar al alba, aguardan la aparición del astro ardiente anidando en las ansias ambulatorias de aquellos alocados audaces que al andar de acá para allá amenazan las áreas de acceso a las alucinaciones. Moraleja: Al llegar la noche entregate nomás al sueño. Si sos un vagabundo de lúcida vigilia podés caer en la red.” Cada risueña moraleja poco tiene que ver con una intencionalidad didáctica, además de que cada microfábula concluye con un glosario a modo de invitación para ensanchar los límites de nuestra lengua. El juego continúa con la M de Mimí, majestuosa mariposa monarca, la J de Jacinta, jirafa de Jaipur, la C de Claudio, caballo coscojero, la Ñ de Ñata, la ñandú ñañosa de Ñuñoa y tantos otros del bestiario fabuloso.


Ambas obras están atravesadas por el humor, porque es la herramienta que le concede a la escritora la cosquilla necesaria para desviarse a un movimiento de libertad. En Cuidado con el tigre hay un humor con el cual sonreímos debido a la contradicción entre los personajes de la “organuta”, y en las Microfábulas el humor es la estrategia para poder liberar al lenguaje “del corsé de su estructura” y jugar experimentando con sus múltiples posibilidades. Y

porque la propia Luisa Valenzuela ha sentenciado: “Si tuviera que escribir mi credo, empezaría por el humor: creo en el sentido del humor a ultranza, creo en el humor negro, acérrimo, creo en el absurdo, en el grotesco, en todo lo que nos permita movernos más allá de nuestro limitado pensamiento, más allá de las censuras propias y ajenas, que pueden ser letales.”

VIERNES, 2 DE MARZO DE 2012

“Haciendas”, por Jimena Néspolo Sobre Cuadernos LIRICO. Revista de la red interuniversitaria de estudio de las literaturas contemporáneas del Río de la Plata en Francia. “Juan José Saer: archivo, memoria y crítica”. Actas del Coloquio internacional, Maison de l´Argentine, Cité Universitaire, 4 y 5 de junio de 2010. Nro.6, Nueva época, diciembre 2011. Director de la publicación: Julio Premat.

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jorik estaba demasiado preocupado para disfrutar de aquel día en familia y con amigos que su mujer había cuidadosamente dispuesto ese domingo de otoño. La carne de belcebú de horneada casera se le antojaba dura, de pellejo cansino, y las hortalizas cocidas al agua de manera sencilla a fin de mantener los sabores puros se le deshacían en la boca sin dejar rastro alguno de placer. Las mujeres lidiaban con los niños, trataban de que terminaran de comer antes de que la urgencia del juego los arrebatara de la mesa de tamaño pequeño, improvisada para la ocasión junto al ventanal desde el cual se observaban las nubes y el impetuoso paisaje desértico. Los adultos, tres hombres de edad madura acodados en la grande (la gran mesa oval que coronaba el centro del comedor), mantenían un diálogo acalorado, mientras la pareja de ancianos que se encontraba sentada en la orilla oriental del recinto atendía embelesada. Djorik, sustraído de la escena, observaba el hacer de las cuatro mujeres ante la mesa de los niños y el ventanal y el desierto, sin llegar a participar en la escucha de la discusión que ahora mantenían los hombres. Toda la semana había sufrido esa presión en las sienes, ese dolor sordo y constante cuyo origen no llegaba a identificar y que por tanto persistía como un río de movimiento continuo y descompuesto, extendiéndose ya hacía sus piernas cansadas, ya hacia sus manos nerviosas o hacia su pecho y allí instalaba su agua dura, tal como si fuera una mariposa negra que batiera frenética sus alas, desesperada por salir de su carne. Entonces Djorik se encerraba en los viejos galpones y allí pasaba las tardes, ordenando el caos que por años la producción de su prole había generado. Su tarea, su misión –se decía– era administrar los restos. Ordenarlos. Realizar el certero mapa de las provisiones de su granja en ruinas. Según su cálculo, así abandonada e improductiva como estaba, con todas las reses carneadas y congeladas, con suerte y racionalidad podía darle de comer a él y a su familia durante

toda su vida. Djorik era el último eslabón de una estirpe que había ejercido la ganadería de un modo artesanal, contando las cabezas de ganado como si fueran las cuentas de un rosario sagrado. Y como último eslabón también había sido testigo en su juventud de los primeros incendios espontáneos que, por aquel entonces, habían comenzado a diezmar la corteza terrestre liquidando en poco tiempo esa forma de producción cárnica. ¿En qué año había sido aquello? Se preguntaba ahora, mientras observaba cómo Georgiano daba un puñetazo sobre la mesa y luego levantaba hacia Miquel un dedo acusador, con ira contenida. ¿Cuándo se había desatado la debacle? Si mal no recordaba, cuando su padre decidió pasar a cuchillo todas las reses y colocar grandes refrigeradores aislantes en los galpones que otrora habían sido de engorde y ordeñe, tenía apenas unos años más de los que él contaba ahora. Había tomado una medida drástica, única, y gracias a ella no se había fundido como muchos productores de la zona. Una res muerta y congelada –decía siempre cuando algún vecino le pedía consejo– es una res vendible. Y así lo fue. Sin plazo de vencimiento, gracias al nuevo sistema biorefrigerante, su padre vendía las reses a cuentagotas cuando el bolsillo lo apremiaba. Ahora Miquel le contestaba a Georgiano con gestos descompuestos, a todas vistas encendido, al punto que su mujer, Geraldine, colocada tras las espaldas del hombre, le pedía mesura a su marido con muecas silenciosas y gestos abnegados, como llamando a la paz y al orden. Los niños ya se habían retirado de la sala y las demás mujeres terminaban de levantar los últimos trastos. Delgadisa pasó junto a Djorik con una pila de platos en la mano, y le ofreció una sonrisa cómplice a su esposo mientras le decía a Martinia: –¿Y qué tal el nuevo cultivo de gerontes? Se los ve muy cómodos, muy felices, ¿verdad? –¡Ah… son divinos! ¡Y tan cariñosos! –ambas muje-


recto al Polo Club, una banca en el Senado o vía libre al crédito bancario. Miquel era un hombre práctico, y como tal encontraba siempre el modo exacto de expresar los conflictos. El cultivo de gerontes hoy movía el mundo. Había gerontes de ciento veinte a ciento cincuenta años sin descendencia y con fortuna al cuidado exclusivo de las CiudadesEstado, para las cuales significaban una responsabilidad y un gasto excesivos así que les ponía un precio y los vendían sin mayor preámbulo. Los gerontes, con su babeante docilidad y con su Historia, eran las llaves del Sistema. Para abrir una puerta, ocupar una plaza pública, subir un escalón en la pirámide social, había que hacerse con uno. Jote Andreu, que era un hombre extremadamente culto y reservado, asintió a todos los dichos de Miquel y los socios volvieron a la arena de la disputa justo cuando Djorik absorbía la última pitada de hierba de su pipa y una somnolencia acogedora de pronto lo envolvía. Qué poco le importaba aquello. Qué afuera que estaba del Sistema con su administración certera de la ruina. En unos minutos más seguramente su mujer vendría a buscarlo y, con el pretexto de que lo veía cansado, le anunciaría a todos que mejor se volvían a casa temprano, que mejor no se andaban de noche por la carretera con tanto pirata suelto por ahí. En su casa, seguramente, comentarían los pormenores de la jornada y se reirían juntos. Djorik tenía una preocupación, un malestar que ahora por suerte había olvidado. Quizá mañana lo recordara, o quizá no. Su padre había tenido la dignidad de encontrar sin miedo una buena muerte. Estaba seguro que, siguiendo sus pasos, su final sería también feliz. VIERNES, 24 DE FEBRERO DE 2012

“Los enemigos de la poesía”, por J. S. de Montfort El poeta asesinado, de Guillaume Apollinaire. Barcelona, Barataria, 2012.

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as dos líneas maestras de la nouvelle El poeta asesinado del escritor francés Guillaume Apollinaire (1880-1918) podrían ser la fatal admonición que brinda su peripecia (el aniquilamiento de la sensibilidad poética) y la disparatada sinrazón de su fluir discursivo (el lenguaje que conspira contra su arbitraria lógica interna; lo que Breton llama su liricismo). En El poeta asesinado, Apollinaire se vale de una praxis destructiva basada en el sinsentido del absurdo y que sirve como desacato de las normas de la vida y de la naturaleza (entendida ésta como espejo en el que el artista se ha de mirar para desentrañar los secretos del mundo) y que se nos presenta con diversos disfraces (drama, novela bucólica y pastoril, relato fantástico, relato naturalista, etc.) que se subvierten de manera provocadora en 18 cantos.

En su lectura contemporánea, más allá de la hipérbole fantasiosa, la exageración y el disparate (al estilo predadaísta), El poeta asesinado mantiene su fuerza en la carga alegórica y que el poeta nos presenta al modo de la metáfora continuada. Su leitmotiv podría ser el siguiente: “frente al arte está su apariencia, de la que los hombres no recelan y que los rebaja de donde el arte los había elevado”. Apollinaire hace de tal apariencia la naturaleza de la denuncia de su arte, encontrando en ella un canto a la mezquindad destructora del mal. Para ello, Apollinaire nos cuenta la historia del poeta Croniamantal, un poeta que queda huérfano y es entregado para su educación a un holandés llamado Janssen, que ejerce de maestro y le instruye en las diversas lenguas y en la poesía y las ciencias. En su juventud Croniaman-

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res se dieron vuelta a mirar a la pareja de ancianos que se hacía arrumacos–. Estoy tan feliz con esta nueva adquisición de la familia... Esta semana ocupamos su lugar en el Cocot, por primera vez asistimos al espectáculo del circo central en un palco de lujo. ¿Qué decirte? ¡Fue como tocar el cielo con las manos! Djorik se acomodó en el sillón azul que lo cobijaba desde hacía media hora. Prendió su pipa de granito siberiano con hierbas aromáticas, ideales para la digestión de carne magra, e intentó prestar atención a la discusión de la que Jote Andreu, el marido de Martinia, ahora oficiaba de árbitro, parapetado tras su rostro de expresión adusta. Si la conversación seguía el curso previsto, era posible que sus amigos lo interpelaran a él en busca de una opinión que dirimiera el conflicto, así que al menos debía enterarse de qué estaban hablando. –Señores, les pido que mantengamos la cordialidad, el que ustedes sean amigos y socios en los negocios no es excusa para que ofendan con sus comentarios groseros y confianzudos a los nuevos integrantes de mi familia –intervino Jote Andreu, de pie junto a los ancianos que seguían sonriendo tomados de las manos sin manifestar incomodidad alguna. –Desde ya, desde ya… van mis disculpas. –Contestó Miquel con celeridad. –Es que si vamos a compartir con Georgiano un cultivo de gerontes, al menos debemos ponernos de acuerdo del rubro a cubrir. Claro que lo más saludable sería que cada cual tuviera el suyo, pero ya ves… La economía de nuestra pequeña empresa no nos permite lujos, o compartimos el cultivo, o nada. Así que lo mejor es que tengamos claro si queremos conseguir un pase di-

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tal se enamora de Mariette y siente la tristeza trágica del amor (pues el deseo queda enclaustrado en una imposible memoria platónica: en el recuerdo). Al llegar a la mayoría de edad, su tutor muere y Croniamantal se va a París a entregarse “apaciblemente a su inclinación por la literatura”. Allí, un pintor trasunto de Picasso y a quien se menciona como “el pájaro de Benín” le vaticina que Tristusa Bailarineta (a quien Croniamantal no conoce) habrá de ser su mujer (su musa). En un retorno a la naturaleza (en el bosque de Meudon) y en el que Apollinaire hace converger diversos tiempos del relato (al modo cubista, igual que en su poema Zona, con el centro del eje narrativo oculto), Croniamantal se encuentra con la voz hipnótica de Tristusa Bailarineta que le canta y le enamora y, al tiempo, encuentra a su doble –y quien habrá de ser su rival sexual–: el ´falpoeta` Paponat. Tristusa se hace amante de Croniamantal y se vuelve hermosa gracias a los versos que este le compone, pero pronto le abandona por su rival Paponat, en tanto que Croniamantal se vuelve célebre. La trama (y el drama) se disparan cuando Tristusa y Paponat huyen y Croniamantal se dedica a perseguirlos por Europa, guiado por el hechizo de Tristusa. Ahora los premios de poesía se han extendido tanto (había más de ocho mil) que aparecen los detractores. Y el más furibundo es Horace Tograth que publica el artículo “Le laurier” (el laurel), donde habla de ese viejo signo de gloria de la poesía, gloria que dice Tograth ya han perdido sus portavoces (los poetas), convertidos en holgazanes irredentos

y, así, ya no tienen razón de ser y han de ser exterminados. Los poetas son, en opinión de Tograth, una raza privilegiada “que consume la humanidad”. Así, se dictan edictos para apresar a los poetas del mundo y para matarlos, y se conspira contra la misma palabra poética. Croniamantal se convierte en un mártir, en “el más grande de los poetas vivos”, quien dice haber visto a Dios cara a cara, mientras Paponat reniega de la poesía y Tristusa (“la poesía divina que cura mi alma”, en palabras del propio Croniamantal) le clava la punta de su paraguas en el ojo a Croniamantal. Finalmente, el pájaro de Benín (el alter ego de Picasso) le construye a Croniamantal una “profunda estatua de nada, como la poesía y como la gloria”, en un hueco donde no queda sino su fantasma. Las construcciones alegóricas son relevantes al permitir que cada época las (re)interprete. Así, podemos ver hoy la pérdida de la sensibilidad estética de la que habla El poeta asesinado en términos (post)humanistas y sentir que lo que amenaza al arte hoy es, en palabras de Roberto Juarroz, la incapacidad del escritor para construir “una escritura que resista / la intemperie total”, una representación válida para esa nada (post)picassiana, ese desencanto fútil del mundo contemporáneo en el que el arte ya se ha vuelto (post)autónomo y ha ido un paso más allá de la autonomía que le demandaba Apollinaire. En suma, la continuación todavía no satisfecha del todo de la promesa de liberación de las vanguardias históricas y que el postmodernismo trivializó con su pirotecnia.

VIERNES, 17 DE FEBRERO DE 2012

“Virtudes y callejones”, por Jimena Néspolo Callejón sin salida, de Lázaro Covadlo. Barcelona, Colección Bichos, Sigueleyendo, 2011.

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fectivamente la Bestia tiene el pelo hirsuto, dimensiones antropométricas desproporcionadas, un aspecto general de chanfaina en pena y, para colmo de males, un tufo que hiede. Su madre se lo advertía siempre: “Estás llevando tu vida a un callejón sin salida”, pero no hubo caso. Quién sabe si por no escucharla, o por escucharla demasiado, no sólo terminó en el callejón, sino también condenado a ver el espectáculo del afuera en un curioso espejo con propiedades de telepantalla. Aquel extraño adminículo forma parte de los artilugios mágicos que el Hada Puta le entregó para compensar las privaciones causadas por su maleficio; gracias al espejo, la Bestia puede presenciar íntimos detalles en la vida cotidiana del mundo circundante para luego entregarse “a las delicias de Onán acometido por un ambivalente sentimiento de placer y congoja”. El remake de La Bella y la Bestia realizado por Lázaro Covadlo explota la popularidad lograda por la versión

más difundida de la historia –la de Walt Disney Pictures (1990)–, rescata personajes presentes en versiones menos conocidas del relato –las de Gianfrancesco Straparola (1550), Gabrielle-Suzanne Barbot deVilleneuve (1740) y Jeanne Marie Leprince de Beaumont (1756) – y, con frescura y extrema pericia, centra la tensión narrativa en el conflicto porno-erótico que liga a los sujetos. En este sentido, su narración demuestra cómo las temáticas fundamentales de la subjetividad psicoanalizada pueden ser explicitadas hoy en una suerte de folklore naïf: el deseo incestuoso entre Bella y su padre, la envidia histérica de las hermanas, el Edipo ejemplar de la Bestia y la fatal transferencia que realiza hacia el Hada Puta es el esqueleto universal que este “clásico infantil para adultos” –según se presenta en la tapa del volumen– actualiza en su flagrante carnalidad. Pero diseccionemos una frase hecha de márketing editorial que bien podría cuadrarle al autor, y que en esta


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bonita y accesible edición digital que nos ofrece Sigueleyendo no consta: “[Covadlo] Es el secreto mejor guardado de la literatura argentina”. Bien: ¿Qué relación existe entre “poética” y “secreto”? ¿La “Literatura” se construye a base de precintos y secretos? ¿Quién y por qué guarda lo guardado? ¿Lo no-secreto pertenece al orden de la literatura? ¿A qué orden pertenece lo literario-no-secreto? Estamos hablando de los discursos que legitiman “lo literario”, y en ese complejo campo de fuerzas “lo secreto”, “el pudor” o “la virtud” son significaciones que –aun en sus antípodas– van de la mano. Y la mención no es fortuita, porque la Bella que nos ofrece Covadlo es una verdadera Justine sadiana, digna de todos “los infortunios

de la virtud” que sufre por no entrar en la rosca orgiástica y bursátil de su época (tematizada en la lascivia de la Bestia y en “la burbuja” de especulaciones inmobilidarias que su fortuna habilita). Casualmente, el ensayista Reinaldo Laddaga intituló un opúsculo reciente dedicado al creador de Mickey Mouse: “Los infortunios de la virtud: sobre Walt Disney” (en Tres vidas ejemplares, 2008). Pero mientras que allí, sólo las contundentes tres páginas finales del texto nos salvan de la extraña sensación de haber leído un resumen novelado del memorial de la empresa, la narración de Covadlo explora el tenue límite que separa “lo infantil” de “lo obsceno” y, sin estridencias, gana la partida. VIERNES, 10 DE FEBRERO DE 2012

“La incomodidad de los hechos”, por Felipe Benegas Lynch Antonio Di Benedetto Periodista: una historia que pone en tela de juicio el rol de la profesión, de Natalia Gelós. Buenos Aires, Capital Intelectual, 2011, 192 pág.

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ntonio Di Benedetto periodista es una rigurosa semblanza del autor que lo muestra en su faceta menos visible, pero no por eso menos importante. Como todo gran escritor, en torno a su vida se han tejido mitos y ambigüedades. Gelos realiza un exhaustivo relevamiento de diversas fuentes, puntualmente detalladas y contrastadas en cada caso, que permite echar luz sobre los hechos más importantes de la vida personal y profesional del mendocino, siempre poniendo el foco en la profesión que Di Benedetto ejerció de modo remarcable. El balance entre lo personal y lo profesional es atinado para mostrar al hombre detrás del periodista. Porque para ahondar en las luces y sombras de la profesión, es necesario observar cómo vivó quien dedicó su esfuerzo y puso en riesgo su integridad física y la de su familia para llevar adelante dignamente la dirección de uno de los diarios más importantes de Mendoza (si bien su cargo era nominalmente “subdirector”, era director de hecho). De allí, de la redacción del diario, se lo llevaron los militares que lo secuestraron en 1976 y marcaron el comienzo de un periplo absurdo que habría de marcar su vida para siempre. Gelós hace honor al Di Benedetto periodista al presentar estos aspectos tan oscuros de su biografía con rigor periodístico y objetividad. Los hechos abundan en el libro, siempre bien respaldados por un obsesivo corpus de citas que permite discernir mito de verdad. Esto deja en evidencia ciertas miserias del Di Benedetto hombre, especialmente en relación a su tormentosa relación con las mujeres. Como que el “amigo” al que el autor decía haber dirigido las cartas en las que escondía los cuentos que escribió durante su cautiverio era en verdad una “amiga”, Adelma Petroni, que verdaderamente

movió cielo y tierra para que lo liberaran y para la cual él no mostró mayor gratitud, al menos públicamente. El perfil del hombre se complementa con el del riguroso periodista, cuya ética a la hora de manejar la información salvó vidas y le costó el trance más difícil de su existencia. ¿Qué hace una empresa periodística cuando capturan a su director? ¿Qué hacen los otros medios? ¿Qué pasa con la familia de ese director? ¿Y con él si es que alguna vez lo liberan? El caso Di Benedetto abre todas estas consideraciones y más: nos da la posibilidad de hacer un recorrido por la historia nacional reciente y, en estos tiempos de revisionismo histórico y periodismo militante, nos permite reconsiderar el rol de los medios de comunicación y pensar una ética del periodismo más allá de los intereses sectoriales. Recorremos así escenas míticas del mundo de la cultura argentina, como el famoso almuerzo de Borges y Sábato (quien intercedió por Di Benedetto, entre otros) con Videla y el heroico protagonismo del Buenos Aires Herald de Robert Cox en esos oscuros años. Como indica el subtítulo, la de Di Benedetto es “una historia que pone en tela de juicio el rol de la profesión”. Más allá de las opiniones y los juicios de valor, hay hechos, y esos hechos muestran a un Di Benedetto que efectivamente dignificó el oficio periodístico porque se rigió por una ética que no le permitió callar o esconder lo que pasaba, volviéndose de este modo blanco para el terrorismo de estado. En palabras de Gelós: “Di Benedetto quizá no comprendió o no se conformó con saber que, en épocas nefastas, para quienes buscan el silencio o la mentira, los que manejan y difunden la información son ante todo sos-


pechosos porque tienen en su poder el arma más poderosa: la palabra.” El volumen se cierra con un apéndice que aporta nueve notas periodísticas que nos permiten apreciar la prosa del mendocino. Otro aporte digno de mencionar es la transcripción de la carta que escribió el autor el último

año de su vida tratando de que le otorgaran su merecida jubilación –que no obtuvo– y explicando por qué en el año 1976 se habían suspendido “por causa mayor absolutamente insuperable” sus aportes. El documento, de tinte kafkiano, es ilustrativo de las miserias a las que se vio sometido el gran periodista y autor.

VIERNES, 3 DE FEBRERO DE 2012

“La epopeya del aprendiz de lenguas”, por Pablo Manzano

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ace tiempo mi mujer me regaló un libro que ella había leído cinco veces y que se convirtió en una de mis novelas favoritas, escrita por John Irving y titulada La epopeya del bebedor de agua, con cuyo protagonista, Fred Bogus Trumper, realicé mi primer viaje premonitorio a la ciudad donde ahora resido.

Einfach zu lesen He recibido la revista del FPÖ. ¿Por qué me la envían? ¿No deducen por mi apellido que soy un Ausländer? Durante las primeras páginas compruebo que no me pierdo en la sintaxis, lo cual me alegra el día y me anima a seguir leyendo. Los liberales azules sí que están indignados, no como esos veraneantes de Plaza Cataluña y la Puerta del Sol. Motivos no les faltan. ¿Sabía usted que en un colegio primario vienés los niños tienen que disfrazarse de mujer? ¡Y la idea ha sido de una profesora húngara! Peor aún es que los soldados austriacos fueran agasajados por el gobierno socialista con una comida al final del Ramadán, y ¿qué les sirvieron? ¡Cuscús, Kebabs y Humus! Por si fuera poco los ciclistas podrán circular libremente por cualquier calle de la ciudad, sólo porque ellos son los buenos y los conductores de coche los malos. La revista es fácil de leer, y eso se agradece cuando estás aprendiendo una lengua incómoda a los cuarenta. Si algo necesito son textos sencillos. Si algo se le da bien a la extrema derecha de cualquier país es explicar las cosas de la manera más clara y sencilla posible. Es wird schon kommen No es lo mismo leer que escuchar. Hace tiempo traduje a O’Henry (del inglés, claro), y recuerdo que un personaje suyo, en alusión a una lengua ajena y remota, hablaba de palabras que suenan como dados en un cubilete. Recién llegado a esta ciudad yo no era capaz de asimilar ni un microfonema, así que me concentraba en la música de esos dados. Oír a los austriacos es como oír a mejicanos hablando alemán. En una conversación empañada uno aprende a hacerse el idiota, a adivinar, a reírse de lo que cree entender. Mi mujer (entonces mi novia) me veía

apenado: «ya va a venir, entender lleva su tiempo». Ella habla español pero es nativa, conoce su país. Me sugirió que, si todavía no me sentía seguro al hablar, me comportara como un angloparlante descarado que no está dispuesto a hacer concesiones: en el banco, en las tiendas, en la AMS, en el tranvía era mejor que hablara inglés. «Así la gente será mucho más freundlich.» A los amigos y conocidos vieneses no quería obligarlos a cambiar de lengua, así que sólo podía escoger entre dos papeles: el autista o el indígena. No se puede ser un autista cuando uno siempre quiere impresionar a todo el mundo, así que me lancé a hablar (al principio como un indio). Al poco tiempo empezaron a dolerme todos los nervios, huesos y músculos de la cara; todo derivó en una pesadilla bucal y tuvieron que extraerme tres muelas. No es una hipérbole, es la consecuencia directa de intentar hablar esta lengua. Um ein Haar A veces cuesta reconocer a un Schwarzkappler de paisano. Por eso existe una web adonde la gente envía advertencias desde el iPhone, indicando en qué estación o medio de transporte han sido vistos y describiendo su aspecto en un lenguaje telegráfico y comprensible. «U6 Spitelau. Hace 20 minutos. Señora gorda, hombre bajito y calvo. Parecen un dúo cómico.» Cuando uno detecta a un sospechoso, se pregunta: ¿es un Schwarzkappler o sólo un austrodemente retratado por Deix? Hoy me pillaron desprevenido en el tranvía. Recordé el consejo de mi mujer, pero descubrí que desde que he empezado a estudiar la lengua mi inglés ha desaparecido (se ha escondido). Lo busqué por todos los rincones de mi cerebro, sin éxito, y quizá fue eso lo que me salvó. El Schwarzkappler tuvo que resignarse a que la comunicación con el autista hispano que tenía delante era imposible, y que por tanto no podría multarlo. Se marchó gruñendo. Algo llegué a entender de sus gruñidos, algo de que la próxima vez setenta euros. Ohne Zweifel, bin ich verzweifelt Al principio elaborar una frase correctamente puede llevar el mismo tiempo que escribir una novela en la propia lengua («Erres un exagerrado», diría mi mujer), y


Liebe auf den ersten Fick El dentista se quedó con tres muelas y una parte de mis ahorros, y me prescribió un tratamiento de raíz para salvar una cuarta muela. Los números en alemán suelen resistirse al oído, pero las cifras se dejan leer en cualquier idioma. Kostenvoranschlag: 1.200 €. Si no quería seguir desembolsando necesitaba mi propia e-card (tarjeta sanitaria), que para un ciudadano comunitario como yo es muy fácil de obtener. Sólo tenía que conseguir un trabajo: en alemán. (Lo juro, el vocabulario de todos los empleados sonrientes de Viena que trabajan en atención al público se reduce a tres frases cantarinas: Bitte schön, Danke schön, Schönen Tag. De mí, sin embargo, esperaban algo más.). Así que finalmente me casé para que mi mujer pudiera compartir conmigo su seguro médico público y convertirme en Amo de Casa (los títulos en Austria son importantes: ella es Diplom-Ingenieur y yo Hausmann, y así figura en nuestro buzón). Lo nuestro siempre ha sido amor y bla bla bla, pero cuando el juez del Standesamt hizo sonar sus dados en el cubilete para mí, me pareció escuchar: «Herr Manzano, ¿acepta a esta mujer y a esta e-card hasta que la muerte los separe?». Die Familie Lo que habla mi cuñado Franz no es Deutsch, sino Umgangssprache (dialecto). A mí se me da bien leer y escribir, así que a menudo chateo con él por Facebook, a ver si consigo familiarizarme con su manera de expresarse. Pero Franz escribe como habla. «Waunst des lesn kaunst deafst di a echta weana nenan». Traducido al alemán: «Wenn du das lesen kannst, darfst du dich einen echten Wiener nennen». Y al castellano: «Si eres capaz de leer esto, puedes considerarte un auténtico vienés». A Franz lo veo una vez al año en un pueblo de Steiermark, en la casa de mi suegra, para celebrar la Navidad con mucha nieve y toda la familia. A mi suegra la adoro, y ella me adora: ventajas de una comu-

nicación limitada. En la última Navidad, a la medianoche, todos fuimos a recoger nuestros regalos. Mi generosa suegra había colgado en el árbol varios billetes de cien euros, uno para cada miembro de la familia, y los billetes estaban enrollados como canutos. Recuerdo la escena posterior: todos reunidos alrededor de la mesa, expectantes, cada cual sosteniendo un billete enrollado. Mientras mi suegra abría una caja de metal (luego supe que adentro sólo había galletas), me miró con una sonrisa y me dijo: «Ich habe mich immer sehr auf Weihnachten gefreut». Yo entendí: «Para Navidad siempre pillo de la mejor, de la que tomaba Freud». Gebildet und eingebildet El curso está subvencionado por la AMS (algo así como el IMEM). Mis compañeros son de Irán, Mozambique, China, Serbia, Afganistán y otros países poco atractivos. Algunos son refugiados y ninguno tiene estudios superiores. Mientras que yo llevo ocho meses en Austria, todos ellos residen en el país desde hace diez años o más. Si la AMS todavía los envía a hacer cursos de alemán es porque así no cuentan como parados sino como gente en formación. Si bien hablan y entienden la lengua sin problema, en voz alta leen como disléxicos (algunos tuvieron que empezar por el alfabeto latino) y la gramática todavía les resulta inasible, por lo que acuden a mí, que aunque empiezo a dominar la gramática sigo hablando como un indio y entiendo más bien poco. Hemos tenido suerte con Daniela, la profesora, que es muy paciente y prepara unas clases estupendas. Dentro de lo posible, ya se sabe. El abanico temático de cualquier libro o curso de idioma es siempre deprimente. «Pablo, ¿tú practicas deportes de riesgo?» Daniela se dirige a mí en un alemán pausado y funcional. «Natürlich, tres hora por día, en esta clase». Risas, pero de gracioso nada. Sigo convencido de que uno puede desencajarse la mandíbula con el trabalenguas constante que es este idioma. Dich, mich, sich, ich. La semana pasada Daniela estaba de vacaciones y la sustituyó el Profe Ilustrado, que no preparaba las clases ni quería trabajar: repartía quince fotocopias de ejercicios por alumno y luego se sentaba a leer obras literarias selectas de mil páginas con letras doradas en lomo y cubierta. A veces yo le planteaba alguna duda, sólo para que levantara el culo de la silla y se acercara a la pizarra. En medio de una explicación, como si tal cosa, le dejé caer que yo era traductor. «¿Pero cómo, usted ha ido a la universidad?» Picaste, Profe Ilustrado. «¿Y qué es lo que traduce?» Normalmente traduzco narrativa comercial, pero le respondí: «Literatur, Hochliteratur. Aus dem Englischen ins Spanisch.» Para el Profe Ilustrado el resto de los alumnos se volvieron invisibles. Se sentó a mi lado y empezó: oh, Faulkner, oh, Joyce. Excitadísimo, me preguntó. «¿Y qué lee usted? Porque usted lee, ¿verdad?» «Der Mann ohne

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cuando finalmente se consigue la sensación de incertidumbre literaria es la misma: ¿me ha quedado bien, me ha quedado mal, dónde la he pifiado? Con los diccionarios online o digitales las palabras poco familiares acuden a la mente en un pestañeo, y si se trata de una mente agotada (adulta) la abandonan con la misma rapidez: memoria de pez. La incorporación de elementos lingüísticos extraños se adquiere mediante cursos intensivos. Es la única manera de desarrollar las cuatro destrezas: escribir, leer, hablar, comprender. Porque se trata de destrezas y no de inteligencia. Algunos monos poseen la destreza para saltar de un árbol a otro, y otros para hablar y comprender los idiomas (sprachbegabt). Pero los cursos, ya se sabe: un gran negocio. Y la burocracia del este, ya se sabe: una larga espera. Pasé ocho meses estudiando en casa por mi cuenta hasta que por fin conseguí un curso subvencionado.

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Eingeschaften, lo leo a todas horas.» Oh, Musil, oh, Heimito von Doderer. Le nombré a Bernhard, pero el Profe Ilustrado lo consideraba un escritor menor. «Y dígame, Herr Manzano, ¿usted fuma?» Asentí. «Pues yo fumo en pipa», dijo él. Oh, en pipa. Establecimos una complicidad pedante que excluía al resto de la clase. El último día le pregunté: «Perdone, profesor, ¿qué significa die Malerei?» Afinó las cuerdas vocales y empezó: Tiziano, Bruegel, Delacroix, Rembrandt, Manet, Monet, Cézanne, Gauguin… Se hizo la hora y nos marchamos todos a casa. No sé qué ha sido del Profe Ilustrado, tal vez sigue allí sentado enumerando pintores. Wahrscheinlich. Die Nachbarin En el edificio de la calle Dreihackengasse donde vivo, hace tiempo vivieron Marie Hilfreich y Olga Treuer. Hay una placa en la puerta: Deportiert nach Auschwitz am 23.1.1943. ¿Habrá vivido alguna de ellas en este mismo piso, quizás en el de abajo? Qué más da, lo cierto es que ahora en el piso de abajo vive una vecina treintañera que ha llamado a mi puerta varias veces. Uno ya no puede seguir escondiéndose debajo de la mesa cada vez que suena el teléfono o llaman a la puerta: para aprender una lengua hay que estudiarla, pero también practicarla. En cualquier caso la vecina, que es de Linz, advierte mis dificultades de comprensión y me habla en inglés, un idioma que traduzco a diario pero que sigo sin encontrar. No es lo mismo traducir que producir, y el inglés que ahora produzco tiende a llevar el verbo al final. Así que le respondo a la vecina en alemán. Un alemán quizás algo lento (der, die oder das? DAT oder AKK?), pero correctísimo: gracias, Daniela. La primera vez la vecina se quejó porque según ella aporreo el piano. Claro, estamos en Viena. Antes de venir yo había pensado: allí sólo hay pianistas buenos, seguro que necesitan alguno malo. Pues no. La segunda vez se quejó porque según ella piso demasiado fuerte al caminar por la sala. Claro, estamos en Viena, debería andar de puntillas como una bailarina clásica. La vecina vino por tercera vez (aquí el lector piensa: ésa anda buscando algo, y el autor subraya que es un hombre casado, y que la vecina no está para nada buena). Dijo que lo de anoche ya era demasiado, inaceptable. ¿Lo de anoche? ¡Sí, esos gritos de sexo, fue escandaloso! «Du irrst dich. Das waren wir nicht» (Te equivocas, no fuimos nosotros). La vecina: «Come on, I don’t believe you». Me esforcé, pero no pude convencerla de que mi mujer y yo a esa hora sólo dormíamos. Ella seguía increpándome, y mi proceso de pensamiento era demasiado lento para defenderme (mejor así, porque llegué a pensar: vinieron a por Marie, vinieron a por Olga, ¿por qué no vienen a por ti?). Pero aquella presión, quién iba a decirlo, finalmente sacó lo mejor de mí. Una forma simple y una compuesta en la misma frase. Konjunk-

tiv II Präsens + Konjunktiv II Präteritum. Daniela estaría orgullosa. La frase fue espetada a continuación de: «¡Ya te he dicho que no fuimos nosotros!» Sin titubeos y levantando la voz: «Ich wünschte, wir hätten es getan!» Traducción: ¡Ojalá hubiéramos sido nosotros! Justo antes de cerrarle a mi vecina la puerta en la cara. Deutsch muss verbessert werden La vecina no regresó. Pero después de su última visita yo descubrí que ya me sentía seguro al hablar. Ahora soy capaz de formulaciones gramaticales cada vez más complejas. Las nebensätze son pan comido. Escribo frases más largas que las de Bernhard, sin cometer un solo error. Podría incluso discutir con Wittgenstein, siempre y cuando mi mujer esté presente. «Esto no puede ser –dice ella–. Descolocas a la gente». Y es que el problema sigue siendo mi oído. Las conversaciones con amigos y conocidos vieneses transcurren así: ellos me hablan en alemán (glot, tschun, kriag, net, juasch, trot, oachka, owa, echt: dados en un cubilete, oder?), mi mujer traduce al castellano, y yo les respondo en un alemán fluido y florido. Conversamos sobre la lengua que ellos hablan, y yo les explico que me gusta pero que sin duda es una lengua incómoda en la que hay mucho por modificar o eliminar. Les explico mi proyecto lingüístico para mejorar el alemán, para que no sea un atentado contra la salud de los aprendices del idioma. Entonces se acerca una camarera y me pregunta algo (si quiero otra cerveza, por ejemplo), y me quedo mirándola con cara de idiota, y luego miro a mi mujer: ¿qué ha dicho? «Esto no puede ser», dice mi mujer, que me pide coherencia, es decir, que vuelva a hablar como un indio. ¡Ni hablar! ¡No puedes pedirle eso a un escritor! Sé que es extraño lo que me ocurre, pero creo que eso también me ha ocurrido siempre en mi propia lengua. No es tan raro después de todo. Señálenme a uno, a una sola persona, que no hable más de lo que escucha.


LUNES, 30 DE ENERO DE 2012

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ntre 1974 y 1978 John Berger escribe Puerca tierra, la primera parte de la trilogía titulada De sus fatigas. Este grupo de relatos y poemas, donde se explora el desarrollo evolutivo del campesinado europeo del siglo XX (y que la editorial alfaguara reedita con traducción de Pilar Vázquez), traza el mapa de una dramática transformación en los sectores rurales del viejo continente. El avance de la industrialización y del mundo de los servicios comienza a modificar el orden de las necesidades de una sociedad que, lentamente, ingresa en un contexto cultural que ya aparece claramente estigmatizado por las marcas imborrables que le imprimen las dos grandes guerras y sus respectivos exterminios. Sin una directa alusión a ello, salvo en breves episodios, las historias se suceden en la descripción, sobre todo, de las relaciones que mantienen las actividades rurales (muchas de ellas en crisis de desaparición) con un tipo de desarrollo social y cultural que atraviesa siglos de historia europea. En ese desarrollo, en las actividades y costumbres que trae aparejada la vida campesina, con sus connotaciones positivas y negativas, el autor encuentra las claves de una identidad que las nuevas dinámicas del progreso, que sólo contemplan los aspectos económicos, amenazan con erosionar. Las historias son en su mayoría breves y simples; sus personajes, casi todos mujeres y hombres mayores, que simbolizan de alguna manera el otoño de una cultura en retirada, aparecen involucrados en las problemáticas cotidianas de la vida rural, desde la escasez del agua por problemas en las tuberías que vierten el deshielo en los hogares montañeses, pasando por los aparentes caprichos de no aceptar la ayuda de un tractor que remplaza al viejo caballo y así simplificar y cualificar el trabajo, hasta una

vaca que atraviesa campos y rompe cercos en la búsqueda ciega de un toro que debe servirla, todas ellas, también la entrañable “Las tres vidas de Lucie Carbol” –que es la historia más larga y con la que se cierra esta primera parte de la trilogía–, hacen foco en el paso del tiempo, pero no en aquello que la cronología inexorablemente borra, hace desaparecer, sino, por el contrario, en aquellas sutiles claves que determinada forma de vida, determinada cultura mantienen vigentes, perpetúan: “En las montañas el pasado nunca se queda atrás; siempre está al lado de uno. Bajas al anochecer desde el bosque, y un perro se pone a ladrar en un caserío. Hace un siglo, en el mismo lugar, a la misma hora, un perro se puso a ladrar al oír a un hombre que bajaba por el bosque, y el intervalo entre los dos momentos no es más que una pausa en los ladridos.” El concepto que sobrevuela la obra completa, más allá de las singularidades y riquezas que se exhiben en cada una de las piezas por separado, es el de la resistencia que ofrecen la totalidad de los personajes, a los argumentos con que se propone el avance de lo técnico, de lo tecnológico, y de los que deviene un contexto cultural al que se avizora adverso; pero no existe, en dicha resistencia, un caprichoso conservadurismo de los actos, ni la pobreza de una actitud y unos recursos con los cuales enfrentar lo nuevo, sino, por el contrario, lo que el autor consigue hacer emerger de la atmosfera lograda a través de las caracterizaciones y los sucesos: una sutil destreza para intuir que allí, detrás del resplandor con que se ofrecen los supuestos progresos de la vida moderna, se esconde la imposibilidad de un desarrollo de lo humano tal como la vida y la cultura del trabajo hasta entonces lo habían proporcionado. DOMINGO, 15 DE ENERO DE 2012

“Recuerdos del presente”, por J.S. de Montfort Un poco de azul en el paisaje, de Pierre Bergounioux. Barcelona, Minúscula, 2011, 92 páginas.

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n poco de azul en el paisaje es el cuarto libro del escritor francés Pierre Bergounioux (Brive-laGaillarde, 1949) que se ha publicado en castellano en los últimos dos años. En este caso nos encontramos ante la reunión en una miscelánea de textos breves (ocho relatos en torno a la docena de páginas cada uno de ellos). La agrupación feliz de los textos no procede tanto de sus temas, los cuales es cierto que concuerdan con el resto de la producción del francés (la infancia, el abandono de las zonas agrarias francesas y así sus sociedades, el exilio como forma de construir la individualidad, los

libros, etc.) como de la pulsión que los arrastra, y que se asemeja bastante a la del dietarista. Así los textos son menos metonímicos, más de memorialista. Esto es perceptible en la concreción de los datos referidos a la infancia del autor (presentados de manera menos elusiva que en otros textos) y en la negativa a la (auto)ficción en favor del recuerdo más o menos literal y fidedigno, la ambigua nostalgia, el monólogo en voz alta. También coadyuva a la sensación de conjunto el espacio que comparten todos los textos y que se corresponde con aquel de la niñez de Bergounioux, un mundo que “mostraba una forma irre-

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“Una pausa en los ladridos”, por Mauro Peverelli

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gular, muy estrecha, digitada”: La Corrèze, en el Lemosín. Y un leit-motiv, (algo ambivalente, habría que decir), el de que “hay un privilegio del origen, un sortilegio, también”, y que en el caso de Bergounioux le hizo “el alma estrecha y sometida”, obligándole a la “renuncia y a la desesperanza”; al estatismo, pues. Sépase que lo dicho no niega que Bergounioux no recurra a la mezcla de voces como estrategia discursiva (primera persona del singular entreverada con la primera del plural) en un intento de conformar una memoria colectiva y que sirva así para vincular su historia personal con la de esa necrópolis que es el universo agrario “cerrado, milenario”, “el lugar claramente circunscrito en [el] que el azar nos había situado”. La clave está en el movimiento, lo que Bergounioux llama “hambre de piedras” (y que es lo que le impele a volver al Lemosín, después de décadas viviendo en París): el vértigo de la mirada que, de niño, desposeía al paisaje de su mutismo (su cárcel impune) ahora, haciendo presente el futuro, es poseída por el paisaje (futuro que aquí se entiende como un modo particular del pasado, en cuanto que es un retorno al origen de la naturaleza salvaje: un (re) examinar las suposiciones, expectativas y temores de la infancia). La vida vivida así doblemente: primero con la biografía y, más tarde (ahora), a través de la literatura. Bergounioux, de este modo, dispone las palabras “escritas en la superficie de las cosas […] debajo del polvo, del musgo, de las telas de araña”. Y así, “recorre apaciblemente los capítulos de su vida”. Digamos que, con ello, hace novela no de su vida, sino de lo que de su vida se incrustó en el paisaje del Lemosín, en esa sustancia “extensa, tangible” que es la tierra madre. Los libros, dice Bergounioux, sugieren sin jamás certificar, pero el lenguaje “inmediato, mudo, irrecusable de las cosas” confirma lo que uno (pre) siente en el papel del libro: “el retorno del origen”. En este libro se produce justo ese mágico momento en el que lo pensado y lo escrito hallan constatación de que se ha producido la interiorización del “exterior y sus extravagancias” y, así, se nos muestra el paisaje de La Corrèze como espejo del alma de Bergounioux. Con ello, de una lado se demuestra que “lo sensible es inteligible” y que “la esencia y el fenómeno se confunden” y, de otro lado, que “la realidad es doble. Está compuesta de las cosas y

de la idea que de ellas nos hacemos”. En definitiva, que “ver es saber”. Y que la capacidad de imaginar y de pensar logran emanciparnos de esa parte de nosotros mismos reclusa por el peso de la realidad inopinable de nuestro pasado (que acaba siendo nuestro futuro). El azul del paisaje del título se corresponde con el último relato y se refiere específicamente al personaje de éste, un “segundón”, de “figura conmovedora”, un arquetipo que Bergounioux conoció en las novelas tardías de Faulkner, pero que tiene su correlato real en un individuo del pueblo de la infancia de Bergounioux. Se trata de un habitante predestinado a “la vida intermedia”, que lleva una “existencia incierta y poco visible”. Y el azul es el de su “ciclomotor antediluviano”, pero también el de la caja de frutas que lleva sujeta en la parte trasera de éste y que “ha pintado del mismo azul exacto”. E igualmente el azul del cielo inmenso con sus “fastos del aire libre”, mentado en diferentes ocasiones durante el libro y que sirve de remedio para las tristezas de la vida y es “nuestra morada en la creación”. Tal azul serviría de nexo y elemento simbólico de todos los textos, significando la triste medianía de la sociedad agraria, la cárcel sentimental de un paisaje con un aire gastado, que se repliega asfixiante y se cierra sobre sí mismo y esa caja de frutas que para Bergounioux fue la esperanza de los libros. La inmensidad de un azul que (re) juvenece el alma medio-citadina ya de Bergounioux, dejando que el tiempo, igual que en su infancia, ya no sea medible ni se cuente, permitiendo que las cosas vayan solas y que así, hagan temblar el suelo de la existencia, demostrando cómo “la vida, la verdadera, empieza después de haber satisfecho las reclamaciones de la necesidad”. Por último, ha de saber el lector que los textos aquí contenidos producen resonancias con otros textos del autor; es el caso, por ejemplo, de “La voz del bosque”, donde reverberan los ecos de Una habitación en Holanda (Minúscula, 2011), o acaso en “El traction”, una “aventura motorizada a los 16 años” que podría ser réplica o continuación de “Puntos Cardinales” (incluido en La Huella, Días Contados, 2010). No obstante, todos los textos contenidos en Un poco de azul en el paisaje son autosuficientes, salvajemente orgánicos y vivos, igual que el paisaje que (re)tratan.

JUEVES, 5 DE ENERO DE 2012

“La imaginación maniatada”, por J. S. de Montfort Crítica de la razón plástica: Método y materialidad en el arte moderno y contemporáneo, de Juan Martínez Moro. Gijón, Editorial Trea, 2011.

L

a dicotomía de la que parte Juan Martínez Moro (Santander, 1960), en su libro Crítica de la razón plástica, es la que nace como consecuencia de la aparición de la razón ilustrada y la secularización de la cultura y

su oposición a la clásica intuición plástica –e imaginativa– del artista. Desde la expresión de lo mucho en lo uno, y así la razón del “principio de razón suficiente” de Leibniz y el dualismo cartesiano del res cogitans, pasando por la lógica


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newtoniana y, con ello, el triunfo del método analítico. A ello se contrapondría lo contingente, el sensualismo de la experiencia empírica de Locke o las ideas de bello y lo sublime de Burkey que tomaría Kant para formular sus consideraciones morales, pero también el sturm and drang alemán como reacción anti-ilustrada, por ejemplo. Así, lo que plantea Martínez Moro en este libro (de manera menos proposicional que descriptiva) es la existencia histórica de estilos contrapuestos, unos basados en esquemas más normativos (y racionales) y otros que prefieren la expresión plástica; oposición que podríamos resumir en la recurrente dicotomía clasicismo/romanticismo. En el siglo XX la confrontación se produce fundamentalmente en los años sesenta entre la defensa de la materialidad de la obra que haría Clement Greenberg contra la tesis de Arthur Danto de que la idea se ha de anteponer a cualquier justificación material. Lo ineludible es que mucho antes se había producido ya una ruptura epistemológica con las primeras vanguardias, especialmente debido a la obra duchampiana, entendida como “un proceso genealógico de pensamiento”. Ello significará que el arte vira paulatinamente hacia el factor discursivo y racional, quedando a un lado la representación y, tal como preconizaría Giulio Carlo Argan, el arte mudará a un estilo de informativo. Hay, no obstante, algunos puntos en los que razón y plástica se encuentran, como con La Bauhaus (donde culminan las ideas de mesura y contención expresadas a comienzos de siglo XX por Adolf Loos), por ejemplo. Y otros en lo que podríamos decir que domina la plástica, con la angustia existencial expresionista, el surrealismo o el Art Brut de Dubuffet. La tendencia general, de todos modos, es la de que el arte incorpora a su praxis motivos de otras disciplinas (especialmente de la filosofía, la antropología, la sociología y la política) convirtiéndose en un arte de la lógica y el artista en un bricoleur cuyo nuevo paradigma será el collage, regido por la entropía estética, donde la realidad entrará en el cuadro y así la materia permuta(rá) a material. La naturaleza fenoménica dejará paso a la retórica citacionista (iniciada por Manet) y, sobre todo, a una implicación personal de tipo etnoló-

gico (a través del método inductivo, pero sin rigor propedéutico) que se propone la investigación de alternativas semánticas, preferentemente de corte político o social. O sea, una exaltación del Homo sapiens sapiens en detrimento del Homo faber. Una de las fallas de este proceder, en opinión de Martínez Moro es que tales procesos no le sirven nunca al artista para refutar su punto de partida, sino para ratificar su tesis. Ello supone la primacía del catálogo, implica la redundancia conceptual y, en la gran mayoría de los casos, fuerza a que la estrategia parta de una planificación anticipatoria al dirigirse de manera preferencial hacia los asuntos de la actualidad del momento. En resumidas cuentas, implica que se reconozca el carácter intelectual del artista y así la vigencia de la razón instrumental. Con ello, nos dice Martínez Moro, el arte contemporáneo hace uso de la razón pragmática, y así del marketing y la autopromoción y se deja dominar por la praxis productiva capitalista de la novedad. Ello implica que sea un arte sin emoción, un diletantismo (auto)referente cuyo centro ya no es el individuo sino los motivos de la masa; lo que Virilio llama apátheia, mera información, una retórica de “impasibilidad científica”, dotada de un cinismo que, en opinión de Sloterdijk, ”sigue a las ideologías naïf y a su ilustración”. Y aquí viene la crítica central de Martínez Moro, pues que “la cultura se levanta hoy sobre una masa informativa que copa la realidad visual cotidiana y provoca que la clave de interpretación de dicha realidad pase por emplear la misma casuística utilizada por los medios de comunicación”. Martínez Moro, con una prosa que funciona al modo del oleaje, dejando tras de sí rastros que se van recuperando en los capítulos sucesivos, nos expone sus exigencias: que el arte contemporáneo se abra hacia posiciones plásticas, favoreciendo la (re)semantización, para que afronte el “realismo verista e ideogramático de la imagen informativa” que ha sustituido invención por inflación. Sería este el único modo de confrontar esta época nuestra que es (parafraseando a Walter Benjamin) la de la obra de arte de reproducción.

VIERNES, 30 DE DICIEMBRE DE 2011

“Vivir afuera”, por Marcos Seifert El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, de Patricio Pron. Buenos Aires, Mondadori, 2011, 218 páginas.

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l cuento “Los huérfanos” que integra el libro de relatos El magnífico vuelo de la noche de Patricio Pron (publicado en el 2002) narra la historia de una mujer nacida durante la Campaña del Desierto que comienza a dar a luz hijos que hablan distintas lenguas de regiones y tiempos diversos. Ya aparecen aquí dos características

que surcan de par en par su posterior libro de relatos El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan: el desarraigo, una experiencia de orfandad radical y cierta proliferación y condensación de referencias culturales distantes entre sí. Si bien la idea de desajuste entre idioma y territorio, entre lengua y origen familiar es fundamental, Pron explora y


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exhibe distintos modos de ser extranjero. Formas de “estar afuera”. El desamparo asociado con cierta “lógica alephiana” que concentra imágenes y lugares persiste en un cuento como “Los viajes” donde un anciano doctor Maak divaga e inventa sobre un mapa paisajes inexactos, una geografía falaz que maravilla a la sirvienta que lo atiende. El personaje que posterga constantemente sus desplazamientos reales ofrece representaciones que, a fin de cuentas, se vuelven un viaje en tanto presentan un desplazamiento ficcional, una circulación disparatada de imágenes sin asidero. Los de Pron son relatos de un provocador. Patricio Pron nacido en Rosario, periodista free lance, premiado como narrador y doctorado en Alemania, se ha autoasignado el rol de la provocación. Su primer embate se nos manifiesta en el título del libro el cual se desprende de uno de los relatos que lo integran. Este escritor argentino que sitúa sus relatos en Alemania e involucra en ellos la cultura y la reciente historia alemana titula su libro con una frase que constituye un ejercicio de imaginación excluyente. Un enunciado, que compromete lo estético pero también lo moral, insinúa un recorte que es base de toda operación política que expulsa o busca, en el caso más extremo, liquidar al otro. Pensemos, entonces, en las resonancias de esa frase en un contexto que busca revisar su pasado nazi y notaremos las implicancias del gesto de Pron. Otra de sus acometidas apunta hacia “el lado de acá”: el uso de un español despojado de toda marca rioplatense. De alguna manera, su ejercicio de apropiación de “otra lengua”, si bien nos recuerda a los desplazamientos de Rodolfo Wilcock y Héctor Bianciotti, es más sutil, pero no por eso deja de ser provocador. Su lengua, que nos remite al español plano autotraducido del Puig de Maldición eterna a quien lee estas páginas, es una lengua robada del español neutral de las traducciones, una lengua apátrida. Pron cuestiona las relaciones entre lengua y propiedad y busca

eliminar toda naturalidad y familiaridad que engendra la cercanía. Lo logra. Varios cuentos, además de situarse en Alemania, proponen el cruce entre la revisión del pasado histórico alemán e historias de destinos familiares o individuales (“Dos huérfanos, “Una de las últimas cosas que me dijo mi padre”). Temática que desprende su escritura de una posible filiación con la tradición nacional y la vincula más con la tradición literaria alemana de posguerra. Tampoco está ausente una conciencia crítica de la Alemania contemporánea y su relación con los extranjeros (“Abejas”). Sin embargo, existen lazos que tensionan algunos de sus textos con la imaginación literaria local. Una referencia más relevante que el juego cortazariano de un cuento en que una pareja visita ciudades por separado y trata de que el azar los reúna es el diálogo que establece en “Contribución breve a un diccionario biográfico del expresionismo” con el “Pierre Menard” de Borges. Su exploración real en las vidas de los expresionistas alemanes colocando en el centro una biografía ficticia de un escritor que se propone escribir el Fausto de Goethe palabra por palabra da lugar a nuevas torsiones de la relación entre ficción y realidad. Su sucesión de biografías reescribe y desvía, también, otro texto: La literatura nazi en América de Roberto Bolaño. Sus personajes, en su mayoría extranjeros, desarraigados y solitarios (con trayectorias cargadas de desplazamientos como la del autor), examinan sus catástrofes íntimas y se tropiezan con microhistorias o anécdotas que resignifican o enrarecen sus situaciones. Pero, también, suelen interponerse con los reveses de la incomunicación, las barreras culturales que dificultan el trato con los demás. (“El corte”) Si bien están situados en el contexto alemán, los relatos de Pron se internan con precisión en una cotidianeidad que está más allá (o más acá) de las determinaciones nacionales, pero que, sin embargo, acusa en sus rincones más privados el impacto de lo histórico y lo político.

MARTES, 27 DE DICIEMBRE DE 2011

“La maestría de la sencillez”, por Anna Rossell Retrato de la madre de joven, de Friedrich Christian Delius. Traducción de Lidia Álvarez Grifoll. Barcelona, Sajalín Editores, 2011, 109 págs.

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omo es habitual en este autor alemán –galardonado con el prestigioso premio Georg Büchner 2011–, también en esta novela Friedrich Christian Delius (Roma, 1943) aborda un tema de la historia de su país. Ubicada temporalmente en 1943 y geográficamente en Roma, Delius nos introduce, de la mano de una discreta voz conductora, en los pensamientos de una mujer de veintiún años, eje de la narración. A partir de una sencilla idea –el paseo a pie de apenas

una hora desde su casa hasta la iglesia evangélica de la Via Sicilia, a donde se dirige para asistir a un concierto–, el autor nos permite acompañar a su protagonista. Contada en estilo indirecto libre –lo cual permite a un tiempo empatía y cierta distancia–, Delius consigue un relato magistral en el que retrata a un cierto prototipo de ciudadano alemán – Margarethe–, cuya infancia lleva el sello nacionalsocialista, a la vez que da cuenta del ambiente social y político en Alemania y en Roma y del transcurso de la guerra.


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Los pensamientos de Margarethe –nacida en una pequeña ciudad luterana, educada por una familia tradicional en esta religión y casada con un pastor evangélico, que ahora sirve en el norte de África– fluyen casi sin interrupción de principio a fin. Sólo los momentos de descanso, a los que la obliga su avanzado estado de gestación, permiten un alto en el camino. Ello se refleja con originalidad en la estructura de la novela, pues Delius construye el flujo narrativo a base de cortos párrafos separados –que pretenden transmitir las pausas físicas y emocionales de su heroína– sin que ello detenga sus reflexiones, que discurren encadenándose, contenidas sólo por la mesurada intervención de la voz narradora, articuladas con comas y un único punto al final de la novela. Siguiendo los pasos de Wolfgang Koeppen, que también eligió Roma como escenario de alguna de sus novelas, Delius se confirma como un maestro de la asociación: con extraordinario acierto y sin perder de vista la ascendencia de la protagonista, una humilde muchacha de pocos estudios. El hilo narrativo va tejiendo su entramado asociativo a partir de los monumentos romanos del trayecto, que el pensamiento de la heroína relaciona con otros de su contexto histórico-cultural, o incitado por carteles publicitarios o la visión de militares alemanes. Predispuesta por la añoranza de su marido –reclamado a filas a pesar de su lesión en una pierna precisamente cuando ambos iban a iniciar en la capital italiana su vida en común–, la joven esposa se entrega a sus recuerdos y reflexiones. Arropada en el aislamiento que le proporciona la casa de las Diaconisas Alemanas de Kaiserswerth, donde vive, Margarethe se

siente insegura y sola en las calles de una ciudad en la que todo le resulta ajeno y hostil. De su discurrir emerge una mentalidad sencilla pero sensible, que en su sincera religiosidad evoluciona desde el adiestramiento de los lemas inculcados por su educación nazi en la Liga de Muchachas Alemanas hasta encontrar su genuino lugar, acorde con su verdadero sentir. A ello contribuyen las contradicciones que la futura madre percibe entre las enseñanzas de la Biblia y las consignas nacionalsocialistas –magnífico el trabajo asociativo del autor al citar salmos y divisas–, en las que se desenmascara la sutil manipulación ideológicolingüística del Führer, así como el recuerdo de las lúcidas opiniones de su amiga Ilse, que sirve de contrapunto al personaje. La evolución en el sentir y el pensar de Margarethe culmina en las últimas páginas, que Delius –especialmente afecto al arte y a la música– construye como apoteósico catártico final sin faltar a la verosimilitud: en el propicio ambiente de la iglesia evangélica, que la envuelve en el manto familiar de su religiosidad e impulsada por el cuarteto de cuerda en do menor de Haydn y de la Cantata 56 de Bach, la protagonista da rienda suelta a su emoción. En una pormenorizada y extensa descripción el poder de la música conjura el miedo a la guerra y desencadena un pulso entre la muerte y la vida, que culmina en un vehemente clamor de “todos los generales de todos los frentes, cristianos, paganos, judíos, comunistas” por la paz. El mismo sello editorial publicó el pasado año, del mismo autor, otra pequeña joya: El paseo de Rostock a Siracusa. MARTES, 20 DE DICIEMBRE DE 2011

“El azar de la digresión”, por Marcelo Damiani A la santidad del jugador de juegos de azar, de Héctor Libertella. Buenos Aires, Mansalva, 2011, 92 págs.

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la santidad del jugador de juegos de azar de Héctor Libertella es una bella apuesta sacro-lúdica. Esa dedicatoria elevada a la categoría de título ya parece aludir a un cierto lugar que la ficción ha ido perdiendo poco a poco. Frente al empobrecimiento de la producción literaria, como sostiene Julio Premat, y a la transformación del libro y la figura misma del escritor en mera mercancía, es quizá el escritor de culto uno de los pocos que aún hoy mantiene viva la esperanza de que sea dicha esa palabra sagrada, que quizá le atribuiría algún sentido al mundo, y renovado valor a nuestro empobrecido lenguaje. Pero esta sacralidad está fuertemente cuestionada por el tono juguetón que atraviesa el libro. Así, Libertella lleva adelante su propuesta por medio de un doble juego de seducción (lúdica) y postergación (infinita) del sentido final, como ese perverso tipo de jugador que no busca ganar, sino mantener un extraño (y acaso aristotélico) equilibrio.

También hay, como siempre en Libertella, una necesidad de proyectar la falta fundamental sobre la que se cimenta todo lo real. El libro tiene un capítulo fantasma, “Góngora. Nada de lo humano”, sólo presente en el índice, y que funciona como una suerte de agujero negro que por momentos amenaza con tragarse el libro entero, como si se tratara de una versión literaria del famoso truco de magia (aunque en este caso, por cierto, no habría ningún truco): El acto de desaparición (nada por acá, nada por allá). El único acto que todos, tarde o temprano, estamos obligados a representar. En este sentido, “Desimone. Fobia y placer”, es un texto emblemático. Allí, con ecos borgeanos y alusiones casi herméticas a cierto líder político nacional (¿Vandor?), Libertella construye en pocas páginas la historia del lobo Desimone, “jefe de gobierno, dueño de la política italiana”, que “ha elegido vivir en una celda” y que cuando


“muere de muerte natural en Roma, en 1955, y abren su celda, claro, él ya se ha ido”. El gesto de Desimone (elegir su propia reclusión, desaparecer), como bien sugiere Martín Arias, parece deslizarse del hermetismo a la histeria, porque el encierro, antes que nada, es la sustracción del cuerpo al goce del otro.

A la santidad…, por último, es también una suerte de homenaje a Historia universal de la infamia de Borges, pero curiosamente ideada (o mejor, dictada) por Macedonio Fernández, y acaso transcripta por un amanuense distraído, decidido a arrojarse a los encantadores brazos de la digresión.

MARTES, 13 DE DICIEMBRE DE 2011

“Lo que da sentido al mundo”, por Julieta Tonello Balada, de Marcelo Cohen. Buenos Aires, Alfaguara, 2011, 136 páginas.

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sta es una historia de deseo y sacrificio. Ya empieza” se anuncia desde la primera línea de la novela. Sin duda, estas palabras iniciales anticipan acertadamente el núcleo temático de la obra: Balada es, en efecto, una historia de deseo y sacrificio. Pero es, asimismo, mucho más. Se erige tanto en una reflexión sobre la ambición desmedida del hombre y sus consecuencias, como en una travesía hacia un mundo fantástico y en el relato de una búsqueda espiritual. En una línea que se acerca a la ciencia ficción, aunque no se ciña a ella de manera exclusiva, la novela relata el reencuentro de Suano Botilecue, psicoanalista, y Lerena Dost, su ex paciente, quienes en el pasado sostuvieron una relación amorosa con final nefasto. Luego de dos años de separación, durante los cuales la vida de Suano fue desmoronándose sin pausa en todos sus aspectos, Lerena aparece en su vida para instarle a que la acompañe en una especie de misión espiritual. La ayuda solicitada se encuentra ligada a la aparición de una misteriosa mujer, Dona Murava, responsable de que Lerena gane una fortuna en la lotería y, a quien, en consecuencia, ésta desea hallar para recompensar con dinero: “Lerena piensa que el mundo se ha descoyuntado, y ella con el mundo, y que no va a componerse hasta que ella haga una ofrenda a la rectitud”. Suano, quien en principio se niega a acompañarla, termina por embarcarse en una aventura que los conducirá al encuentro de los más descabellados personajes. La búsqueda de Dona Murava, una antigua cantante que se ha transformado en líder de una secta, será demorada de manera sistemática por una serie de situaciones desafortunadas, y es justamente en esa búsqueda frustrada en la que se halla el material más rico de la historia. Cohen ubica a los protagonistas en el paisaje del Delta Panorámico, espacio que, cabe destacar, fue elegido por el escritor para emplazar sus textos durante los últimos diez años de su carrera literaria. Quien aborde la novela se sentirá transportado a un universo poseedor de un vocabulario propio, cargado de neologismos, en donde rigen reglas muy distintas a las del mundo real. Parece como si el autor, a través de las particulares características del

cosmos construido, intentara deliberadamente reforzar la idea de que se trata de un mundo ficcional, pincelado por su escritura. Uno de los rasgos destacables de la obra es la elección de la voz del narrador, representada por un “nosotros”, por momentos difuso, que corresponde a los habitantes de los alrededores de la fonda Deluxin, un espacio marginal donde desempeña su trabajo el personaje masculino: “Entonces ella nos ve, se diría que realmente por primera vez. Y en cuanto nos ha visto bien entiende de qué se trata en este patio”. Otra de las particularidades de la novela está constituida por la irrupción en el texto de versos sueltos tomados de diversas fuentes, como así también, en este mismo sentido, la mezcla de voces en otros idiomas que pueblan las páginas. Múltiples onomatopeyas y argumentos de canciones completan el espectro que ofrece como resultado un texto de absoluta libertad formal. Hay humor en la novela, pero no el tipo de humor que arranca carcajadas en el lector, sino, en cambio, una ironía sutil y refinada que matiza el dramatismo de ciertas situaciones, y que requiere de una lectura atenta. Más allá de la agilidad de la odisea narrada y de la acabada construcción de los personajes que aparecen a lo largo de la obra, se llega a la última página con la sensación de que un hilo conductor invisible atraviesa el texto. “Un anochecer se le ocurre, como si en otras épocas no lo hubiera sabido, que lo único que da sentido al mundo es el amor” se relata en el corazón de la historia, y en esta reflexión sobrevuela la idea que parece ser el sentido último de la novela. Idea que se refuerza por el final elegido por Cohen, un desenlace abierto que insinúa la posibilidad de una continuidad amorosa entre los protagonistas y que permite, a su vez, que la lectura de Balada se transforme en una aventura interpretativa libre.


MIÉRCOLES, 7 DE DICIEMBRE DE 2011

“Ese silencio que grita”, por Rosana Koch | BOCADESAPO | RESEÑAS

Cerca del corazón salvaje, de Clarice Lispector. Buenos Aires, El cuenco del plata, 2011, 206 págs.

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on la relectura, la obra de Clarice Lispector recorre senderos cada vez más amplios. Su escritura rompió en su momento con cierto realismo regionalista imperante e inauguró para las letras brasileñas una narrativa innovadora y experimental, que la sitúa en un lugar privilegiado. Cerca del corazón salvaje es la primera novela de la escritora. Publicada en 1943, en sus páginas se proyectan los temas que resultarán la piedra angular de su obra posterior. Esta novela fue escrita con anotaciones sueltas realizadas por Clarice desde los trece a los dieciocho años. Para la recopilación de dichas notas, se recluyó en una pensión y, en soledad, pudo concluir el diario de vida de Joana. En una entrevista fechada en 1974, afirma que escribió “con mucha angustia” y que “ese libro duró lo que un embarazo: nueve meses” puesto que la técnica del registro del instante se esfumaba por la lejanía del tiempo y la imposibilidad de recogerlo. Del epígrafe del libro, una frase de la novela de James Joyce, A Portrait of the Artist as a Young Man (Retrato del artista adolescente), Clarice decide el título de la obra. A finales de 1973 (después de haber sido rechazada por la primera editorial) aparecen mil ejemplares de Perto do coração selvagem. Para dicha publicación Clarice “no pagaría nada, pero tampoco recibiría dinero si la novela se vendía.” Al mes, recibe un premio y una novedosa acogida por los críticos, quienes mencionan una especial sensibilidad y fuerza creadora como también una marcada influencia de James Joyce y Virginia Woolf, por el monólogo interior en donde el lenguaje le fluye sin ordenación lógica. A partir de aquí comienza “el estallido de Clarice” según Héléne Cixous, en La risa de la medusa, porque “se adentra estremeciéndose en el incomprensible espesor tembloroso del mundo, con el oído finísimo, alerta para captar incluso el ruido de las estrellas, incluso el mínimo roce de los átomos, incluso el silencio entre dos latidos del corazón. Vigía del mundo.” El terreno de su escritura lo ilustra con Kafka, Rilke, Rimbaud, Heidegger porque donde respiran los autores de estas obras exigentes, Clarice Lispector avanza. La novela se divide en dos partes que alternan el pasado y el presente en la construcción de Joana, la protagonista, como un diario de fragmentos de su vida donde el discurrir de su existencia, que indaga su propio ser, se funde con la voz de la narradora y la propia Clarice Lispector. La narración es un torrente hacia el interior del personaje, repleto sólo de instantes, pinceladas y sensaciones que la conectan con la realidad, mediante el fluir de la conciencia, y que comienza en la infancia (en su dimen-

sión trágica) porque “la infancia para ella es un ‘estado’ de inocencia al que aspira todo su ser, un estado de comunión con la vida (…), algo que se sitúa más en el futuro que en el pasado, o mejor, fuera del tiempo, en la propia eternidad”, hasta la madurez. En esa infancia pierde a su madre muy tempranamente, vive con el padre y debe resignarse, luego, a su muerte; se instala con su tía, quien la cree maldita y la envía rápidamente a un internado; en la plenitud de la adolescencia se enamora de un profesor y se casa con Otávio hasta que finalmente se va, ”de viaje”, para encontrar una historia que no tiene porque, como dice Joana: “Nunca tendré una directriz (…) Resbalo de una verdad a otra, siempre olvidada de la primera, siempre insatisfecha”, extinguiendo su existencia en su propia pequeñez y entendiendo que sólo regresará a la infancia de la mano de la muerte. La narración (como una auténtica autobiografía por la lucha continua entre Clarice Lispector, su narradora y el personaje mismo) se construye desde el silencio de las palabras, porque el intento de explicar la existencia de lo que se resiste a ser dicho, tendrá como único desenlace la renuncia, el vacío y al fin, el propio silencio donde se sitúa lo indecible. Con Joana, no hay una necesidad de contar una historia o los acontecimientos de su vida, la ficción del personaje siempre se pierde: “Por destino tengo que ir a buscar y por destino vengo con las manos vacías. Pero vuelvo con lo indecible que sólo me será dado a través del fracaso de mi lenguaje”, y la única posibilidad de existir a partir de la escritura, intentando mirar el lenguaje desde afuera: “Me siento dispersa en el aire, pensando dentro de los seres, viviendo en las cosas, más allá de mí.” Joana (Clarice) se pierde en la incomprensión porque este personaje estalla en la certeza de su imposibilidad que es lo único que le permite vivir. Saber que está viva y que “basta con callar para ver, debajo de todas las realidades, la única irreductible: la de la existencia”. Clarice y Joana están ahí, en ese silencio que grita y en ese misterio que es más perfecto.


VIERNES, 2 DE DICIEMBRE DE 2011

“Las tormentas privadas”, por Natalia Gelós | BOCADESAPO | RESEÑAS

De vidas ajenas, de Emmanuel Carrerère. Barcelona, Anagrama, 2011, 260 pág.

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sta es la historia de gente que dice sí, y que se lo repite cada día para enfrentarlo. Un matrimonio al que se le muere una hija, unas hijas a las que se les muere una madre. El autor, Emmanuel Carrerére, lo dice: fue testigo de los miedos más grandes y para hacer algo con ellos, los escribió. Una especie de conjuro en forma de novela. De vidas ajenas es un libro de tormentas feroces. Si el inicio tiene lugar en Sri Lanka, en donde hace unos años un maremoto destruyó todo lo que se le interpuso, con un zarpazo de agua, barro y viento, lo que le sigue es la descripción de otro tipo de tsunami, el que enfrenta a las personas con la muerte cercana, con la enfermedad, con la inminencia de un final a corto plazo. El libro se despliega como un puñado de muñecas rusas: primero cuenta el tsunami, que cambia lo que hasta entonces eran unas vacaciones más. Lo hace con descripciones precisas, descarnadas. Luego muestra los modos de sobrevivirlo. Hay un matrimonio joven, cercano, al que se le muere su hija que es apenas una niña. Carrerère narra todo desde una distancia aséptica que funciona justamente por esa lejanía. Y mientras su propia mujer ayuda, corre, pregunta, trata de colaborar con las víctimas, él navega en sentimientos encontrados: siente que debería hacer algo, siente que no quiere involucrarse, aunque sabe que eso es imposible. Y si elegir para un relato las citas adecuadas es una ardua tarea, Carrerère es diestro en estas artes. Para describir su actitud recurre a una de El pez escorpión, del suizo Nicolás Bouvier (Ed. Altair S.A., 2011): “Aquella mañana habría querido que una mano extraña me cerrase los párpados. Como estaba solo, los cerré yo mismo”. El escritor leía ese libro en esas vacaciones. No avanza en esa dirección, pero entorna la puerta a un enigma: ¿cómo funcionan, cómo nos hablan los libros que nos acompañan en diferentes momentos y que a veces se vuelven oráculos involuntarios de nuestros días? El autor y su esposa vuelven a Francia. Al poco tiempo, Juliette, la hermana de su mujer, muere de un cáncer al que intentó combatir sin éxito. Esto lleva a Carrerère a hablar con un amigo de la muerta, un juez cojo que enfrentó la misma enfermedad. Habla con él para reconstruirla a Juliette, que también era jueza, para homenajearla. Habla también en el viudo, con sus hijas. Y cuenta cómo era su trabajo en el juzgado, por lo que describe el sistema de endeudamiento al que se someten las clases medias para saciar sus ansias de consumo que terminan, por lo general, en una deuda que los lleva a la corte. En esa instancia, el libro es también un tratado sobre el de-

recho de consumo. Una historia dentro de otra, una idea lleva a la otra. Es interesante y se agradece el lugar en el que se ubica el autor. Él es testigo directo. Nada más. Nada menos. Él lo sabe y no busca, no cae, en la conmiseración. Prefiere hablar con los protagonistas, escucharlos, reconstruir su historia, abordar esas vidas que, más allá de los lazos afectivos, son vidas ajenas. Lo que logra es una arqueología humana, las distintas maneras con las que diferentes personas lidian con la muerte. De alguna manera, recuerda a El año del pensamiento mágico (Global Rhythm, 2006), de la norteamericana Joan Didion. Allí, la autora realiza una autopsia de su duelo: se murió su marido, su hija está en coma y ella excava con frialdad quirúrgica en su interior para escribir, para describirse. Algo de eso sucede aquí. Carrère elige una mirada similar. Y aunque sea de modo indirecto, también se cuenta a sí mismo. En catálogos que se multiplican hasta la locura las historias autoreferenciales sobre la muerte, sobre su cercanía, sobre los modos de atravesarla, se acumulan. Se destacan las que eligen esquivar los golpes bajos, la sensiblería. Para roer el hueso no sirven los algodones. Se necesitan armas frías, bien filosas. Son ésas las que producen el corte más certero. Estos, los grandes temas, la enfermedad, las catástrofes, la agonía, Carrére las cuenta escena por escena. Así construye diferentes versiones de eso que hay que atravesar: el otro día. El otro día, cuando el viudo se prepara para darles el desayuno solo a sus niñas. Cuando los padres de la niña muerta se obligan a cenar. El otro día, cuando algunos otros se deciden a escribir ¿Por qué leemos estas historias? ¿Por qué son tan fascinantes? Quizá porque los temas universales son muy pocos, y lo magistral es saber domar el punto de vista. Quizá porque este tipo de libros son también para el lector una especie de conjuro.


MARTES, 29 DE NOVIEMBRE DE 2011

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Como el humo del té, obra teatral escrita por Karina Androvich y Daniel Jorge Fernández.

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En Querida Elena, Pi y Margall 1124, Capital Federal - Buenos Aires - Argentina

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aniel Fernández y Karina Androvich han logrado una obra de gran consistencia dramática y muy buena ejecución. El tema de la obra, extraño y desafiante, parte de una experiencia mística que pone en crisis a la protagonista y a todo su entorno. Jesús, el mismísimo Jesús, es quien, según nos cuenta Ángela, la ha visitado, más de una vez, y a quien espera en un estado de crónica insatisfacción. Claro que esa insatisfacción por no poder alcanzar la fusión con lo divino deja en evidencia otra insatisfacción mucho más cotidiana y natural: la que vivimos como sociedad de consumo. Ángela, a quien no le falta nada, de repente le falta todo. Ya no le importan ni su marido, ni sus hijos, ni su amiga, ni su casa en el country, ni su cuatro por cuatro, ni sus plasmas, ni sus plantas. Menos que menos el qué dirán. Ella espera, simplemente, a Jesús. Tampoco le importa que la llamen santa (más bien le molesta) ni que la gente peregrine hacia su casa en busca de respuestas o tratando de apoderarse de los bienes que ella desecha en su afán de volverse digna y deseable para aquel que la visitó. La obra es un camino de austeridad. Los silencios van creciendo, las miradas se vuelven profundas. Lentamente cada gesto empieza a significar mucho más. Androvich de a poco va asumiendo ese silencio y la obra gana en intensidad y se impregna de un sutil lirismo. Los avatares de una mujer de nuestro tiempo se ven reflejados en la crisis de este personaje que revela los límites de lo humano: la fragilidad psíquica y emocional de quien se ha medido con una vara que no le corresponde.

Ella quiere más. No le basta con ese aroma que todo lo ha impregnado. La sala de Querida Elena se va transformando en un retiro medieval. Apenas unas sillas, unas tazas y una puerta. Ser santa es una cuestión de austeridad. Como el humo del té evoca un despojamiento que se ha perdido y que el espectador recupera de a ratos en el vertiginoso abismo del unipersonal. El texto es sólido y se aprovechan al máximo los pocos elementos que pueblan la escena. El tema, apto para moralejas, simplificaciones y delirios, es abordado con inteligencia y lucidez. Quedan aún dos presentaciones antes de fin de año. Esperemos que el año próximo se abra la posibilidad de que más espectadores vivan esta intensa y valiosa experiencia teatral. Teléfono: 4361-5040 Viernes 21:00 hs (hasta el 16/12/2011) Actúa: Karina Androvich Diseño de vestuario: Daniela Torta Diseño de escenografía: Eduardo Spindola Diseño de luces: Brenda Bianco Fotografía: Gustavo Schneider Diseño gráfico: Felipe Fernández Lorea Asistencia de dirección: Belén Cabrera Pre-producción: Candelaria Sesín Dirección: Daniel Jorge Fernández

MIÉRCOLES, 23 DE NOVIEMBRE DE 2011

“Las lágrimas de Handke”, por Christian Martí-Menzel “Cuida de no manchar tu lenguaje con el habla de las ideologías.” Consejos a un joven escritor, de Danilo Kiš

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n ocasiones el compromiso del escritor con los tiempos que le han tocado vivir puede resultar muy saludable. Si éste es honesto puede llegar a iluminar esas sombras de duda que muchas veces se ciernen sobre nuestras sociedades, demostrando que la gran literatura es compatible con una actitud ciudadana crítica con los abusos e injusticias del poder. Me vienen a la me-

moria los casos de Ivan Turgueniev, Albert Camus o, actualmente, Javier Marías: son grandísimos escritores comprometidos con su sociedad. Sin embargo, bajar desde la «torre de marfil» a la realidad puede resultar peligroso, pues la falta de honestidad conduce al escritor hacia un terreno pantanoso peligroso y proceloso. En los países de expresión alemana la figura del escritor comprometido disfruta de larga tradición. Peter Handke es uno de esos excelentes escritores, que desde los años noventa se ha propuesto denunciar la desinformación y la postura «hipócrita o como mínimo ignorante» de los me-

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“Cavilaciones de una santa”, por Felipe Benegas Lynch

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dios de comunicación y las potencias occidentales frente a las guerras que finiquitaron la Yugoslavia moderna. En España se acaba de publicar, en traducción y con prólogo de Cecilia Dreymueller, su libro Preguntando entre lágrimas (editorial Alento). Es la única traducción de sus apuntes sobre sus viajes a Yugoslavia/Serbia y en torno al Tribunal de la Haya que ha visto la luz en todo el mundo, porque como él mismo denuncia, a raíz del «programa poético» por el que se guía su obra, los principales medios de comunicación occidentales, así como los políticos y buena parte de sus lectores, le han dado la espalda. Handke se pregunta entre lágrimas por qué no hay justicia para el «pueblo serbio». En mi opinión, y aún cuando es muy loable su compromiso con la población de esta república ex yugoslava, el compromiso requiere, como ya he apuntado, de honestidad, y prácticamente todo lo que ha escrito Handke sobre la guerra en los Balcanes y sus consecuencias peca de hipocresía o como mínimo ignorancia y roza la frivolidad. Llama la atención, por ejemplo, que siendo un buen conocedor de la historia de la antigua Yugoslavia, Handke acuda a muchos de los mitos esgrimidos, aunque él afirme lo contrario, por buena parte de los medios de comunicación y gobiernos occidentales. El vacío de poder que se produjo en Yugoslavia con la muerte del mariscal Tito (1980) provocó que a las diásporas serbia y croata se les presentara la oportunidad de pasar factura por las cuentas pendientes de la Segunda Guerra Mundial y que en el interior del país el Partido Comunista de Yugoslavia necesitara reinventarse para sobrevivir (la opción nacionalista fue la más sencilla). Acusar, tal como hace Handke, a las potencias occidentales de apoyar con logística y armas a las diferentes agrupaciones nacionalistas ilegales (que ya disponían de sus fuentes para ello), suena a primitiva y manida teoría de la conspiración, a atribuir al exterior las propias culpas, por otra parte algo muy propio de los nacionalismos identitarios y de inspiración romántica. Me pregunto por qué en sus frecuentes viajes a Yugoslavia durante los años ochenta, como intelectual de prestigio que era, Handke no llamó la atención de la comunidad internacional de lo que se estaba gestando en Belgrado: el recorte de la autonomía de Kosovo (más adelante también de Vojvodina), la octava sesión del Comité Central del Partido Comunista de Serbia de 1987, que Slobodan Miloševi utilizó como trampolín en su campaña por hacerse con el poder de toda Yugoslavia, los despidos masivos de periodistas independientes de la radiotelevisión y de los principales diarios serbios a finales de los ochenta y principios de los noventa... Ese incremento de la violencia verbal (Zlatko Dizdarevi afirmó en una visita a Barcelona, que si en su momento se hubiera juzgado a todos los irresponsables que incitaron a la violencia con sus palabras la guerra no habría sido posible) no fue producto de la presión de los medios internacionales y las

cancillerías occidentales, tal como él denuncia, pues éstos apenas sabían poner en el mapa Yugoslavia y cuál era su realidad. ¡Handke hace suya una «verdad» defendida a principios de los años noventa por casi toda la izquierda europea y muchos medios de comunicación de que Yugoslavia se desintegró por voluntad de las potencias imperialistas y que Slobodan Miloševi sólo quiso salvarla del nacionalismo croata de inspiración filofascista y del integrismo islámico de los bosnios musulmanes! En su estupendo y estremecedor libro «1941, el año que retorna» Slavko Goldstein, historiador croata, y como él mismo afirma, en su condición de judío poco sospechoso de ser un «nacionalcatólico croata», recuerda la advertencia que le hizo en octubre de 1988, participando como editor en la Feria del Libro de Belgrado, el coronel general en ´ la reserva Pavle Jakši , serbio de la Krajina croata, al que conocía desde 1944, cuando Jakši dirigía el Ejército de Liberación Nacional en Croacia: «Slavko, tú eres para mí un croata que trabaja para los eslovenos y eso es lo peor que podrías ser. Pero también eres judío y fuiste un buen pequeño partisano, por ello te hablo como a un amigo: diles a tus croatas y eslovenos que los serbios los hemos liberado dos veces durante este siglo, pero que si tenemos que volver a hacerlo una tercera vez nunca más nadie tendrá que ocuparse de ello. ¿Me entiendes?» Handke nos exhorta a no demonizar a Slobodan Miloševi y a su mujer Mira Markovi , pues los otros señores de la guerra, como los denominó Predrag Matvejevi , Franjo Tudjman y Alija Izetbegovi , son igual de responsables. Ciertamente fueron la otra cara de la misma moneda: el primero, antiguo partisano, el general más joven del Ejército Popular Yugoslavo, presidente en los años cincuenta del club de fútbol belgradiense Partizan, creó su partido nacionalista (HDZ) en 1989, cuando vio la oportunidad de convertirse en el fundador de la nueva Croacia y para ello no tuvo reparos en utilizar cualquier ideología que sirviera a sus propósitos. El segundo, que durante el gobierno de Tito estuvo en prisión por defender sus tesis islamistas y por actividades anticomunistas, fundó su partido (SDA) en 1990 y, entre sus muchos pecados, está el de no reaccionar cuando el Ejército Popular Yugoslavo cruzaba Bosnia para hacer la guerra en Eslavonia y Croacia. Todos ellos fueron responsables, pero como en el caso de la Alemania nazi, hubo uno (que no dudó pactar con Tudjman para repartirse Bosnia) que incendió la mecha del polvorín, y es para ese, y para el «pueblo serbio», que lo apoyó mayoritariamente desde finales de los años ochenta, para quien pide justicia Handke. Danilo Kiš ya advertía en su Lección de anatomía (1978) del peligro de caer en la mediocridad y la banalidad en la creación literaria. Asignándose el papel de poeta heroico (como ha afirmado Juan Villoro), Handke recurre siempre en su «programa poético» a las etnias, los pueblos, las religiones... Así, por ejemplo, nos relata su asistencia a los servi-

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económicamente y de conducir el país hacia la guerra. Handke parece olvidar además que uno de los principales instigadores del conflicto armado durante los años ochenta, y que tras la guerra aún seguía gobernando, enriquecido a costa de su «pueblo» y recibido por todos los gobiernos del mundo, fue el principal responsable de los bombardeos de su Yugoslavia en 1999. ¿No fue acaso A.H. el máximo y último responsable de los salvajes bombardeos de las ciudades alemanas y de la expulsión de más de catorce millones de Auslandsdeutsche del Este de Europa en los años cuarenta del pasado siglo? Una cosa es defender la Yugoslavia comunista (que no olvidemos era una dictadura, pero que ciertamente de alguna manera integraba a diferentes culturas y religiones) y otra muy diferente defender al siniestro funcionario de banca, aficionado al whisky y a las pastillas, que quiso convencer al mundo de que eso era lo que él quería preservar a toda costa, una Yugoslavia hermanada, y no su gran trozo de pastel. Una cosa es criticar las intervenciones sin razón de EE.UU. y de la OTAN en todo el mundo (está claro que el bombardeo en 1999 de Belgrado y Kosovo estaba fuera de lugar y que pagaron justos por pecadores) y otra muy diferente es hablar de una conjura internacional para finiquitar el proyecto yugoslavo. En sus tesis Handke utiliza el mismo lenguaje identitario que han venido utilizando y utilizan los nacionalistas balcánicos, los funcionarios de la UE que viajaron a los Balcanes a crear la Suiza de los cantones balcánica, los enviados de EE.UU. y buena parte de los medios de comunicación. Si desde los años ochenta se hubiera hablado de ciudadanos en lugar de etnias y religiones se habría marcado una clara frontera entre el discurso nacionalista más agresivo y los derechos de todos los ex yugoslavos, que sufrieron directa e indirectamente (y siguen sufriendo) las consecuencias de sus líderes pirómanos y de la estulta diplomacia internacional. En su ejercicio de relativismo moral Handke recurre en muchos casos a la ironía, pero no a esa ironía mordaz y negra de su paisano Thomas Bernhard, sino a la ironía del que se cree garante de la verdad, inamovible, cínica en algún momento, unida además a un burdo sentimentalismo, que le hacen caer en la misma ingenuidad y simplicidad que los mandos militares holandeses que brindaban con aguardiente con Karadži y Mladi en Bosnia. Y Cecilia Dreymueller (que según me informa ella misma nunca estuvo en la ex Yugoslavia, al contrario de Isabel Núñez, que para escribir su «mitificador» libro Si un árbol cae sí que se recorrió toda la ex Yugoslavia) quiere transmitirnos las lágrimas de Handke ante la injusticia que comete el mundo por intentar buscar la verdad, hasta el punto de visitar a Miloševi en La Haya y asistir a su entierro para «mirar, escuchar, percibir… y para estar al lado del pueblo serbio». Y yo me pregunto, ¿a qué pueblo serbio representaba Miloševi ? Bien haría Peter Handke en volver a su «torre de marfil».

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cios religiosos ortodoxos (tras la guerra en todas las repúblicas ex yugoslavas el fervor religioso subió como la espuma, ahora ya se va atenuando) y sus viajes por toda Serbia y la República Serbia de Bosnia (gobernada aún por otro pirómano nacionalista como Milorad Dodik). En su narcisismo llega a sorprendernos por la banalidad de ciertos paisajes (y no por sus burdas provocaciones cuando llega a comparar el sufrimiento de los serbios con el del pueblo judío, de lo que se retractó, o cuando ironiza sobre la existencia de las mezquitas bosnias), como si el solo hecho de estar inmerso en la vida cotidiana justificara cualquier atrocidad. En la página 57 de la edición española se lee: «En esta curva de la carretera experimento de nuevo, como en ocasiones anteriores, una sensación de llegada, como ocurre a menudo en los viajes con lugares que, sin ser propiamente la meta, se hallan próximos a ella. Sin embargo, hoy, y pese a la tranquilidad imperante, algo se inmiscuía en los sembrados, pastos y viñedos, algo que, según Robert Walser, permanece escondido incluso en el más bello y pacífico de los paisajes, una suerte de diablillo, si bien el diminutivo no cabe en este caso, para esto de aquí no cabe ninguna expresión. Se trata de algo imposible de captar, invisible, indescriptible, y así y todo malvado, algo que te deja sin habla, y que se desprende de la guerra, del estado de guerra, más allá de sus objetivos, de sus escenarios reales.» ¿Por qué, además, Handke no viajó por otras repúblicas de la ex Yugoslavia? Podría haber intercambiado opiniones con, entre otros muchos, Tomica B., de Zagreb, excelente poeta y escritor, que se alistó en el HVO croata y luchó durante cuatro años para defender la libertad (no la que representaba Tudjman, sino la de su propia familia y amigos, muchos de los cuales perdió en la guerra); o con el novelista Nenad V., de Sarajevo, que en lugar de emigrar a Belgrado quiso quedarse en su ciudad natal y defenderla de la agresión fascista que partía desde las montañas que rodean la ciudad (Bogdan Bogdanovi , antiguo alcalde de Belgrado, ya apuntó que se trataba de una guerra de lo rural contra lo urbano); o con el músico Orhan M., de Mostar, que se alistó en la Armija bosnia con sólo catorce años y después rechazó la pensión que le ofrecía el gobierno, pues no considera que matar sea algo de encomio. O, como mínimo, podría haberse leído, en lugar del Memorándum de la Academia de las Ciencias Serbia, la literatura de los disidentes serbios: la correspondencia entre Mirko Kova y Filip David de 1992 a 1995, El burdel de los guerreros de Ivan olovi o el revelador ensayo de Radomir Konstantinovi Filosofía de la provincia, que disecciona el nazismo serbio en los Balcanes. Si bien es cierto que en los últimos años en Serbia vuelve a repuntar la población que se declara yugoslava y que prefiere no elegir una nacionalidad específica, Miloševi pasará a la historia por bloquear toda posibilidad de reformas federales en una Yugoslavia agotada

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LUNES, 21 DE NOVIEMBRE DE 2011

“Pariente del mar”, por Marta Aponte Alsina | BOCADESAPO | RESEÑAS

El río en catorce cuentos. Selección de Gloria Lenardón y Marta Ortiz. Rosario, Editorial Fundación Ross, 2010, 167 páginas.

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n río insondable inspira pavor. El pavor debe ser la madre de la palabra, canto y ensalmo. La madre. El misterioso Paraná es madre de una literatura: corrientes de tinta espejean en la “espléndida monotonía” del poema de Juan Laurentino Ortiz; voces alucinadas deslumbran en Río de las congojas, la estremecedora novela de Libertad Demitrópulos. La escritura del Paraná deriva ahora hacia estos catorce relatos de otros tantos narradores, habitantes de las ciudades fluviales. Trascendido el lenguaje hiperbólico de lo real maravilloso, narran de otra manera las iluminaciones del agua y sus estaciones de paso. Actis, Callero, Catela, Convertini, Crochet, Gorodischer, Kozameh, Lagunas, Morán, Ortiz, Pfeiffer, Riestra, Solomonoff y Vignoli –la música de estos apellidos, la extrañeza que provoca su aproximación– cartografían el río en sus islas, barrancas, luces, olores, remolinos, pueblos, suciedades, marismas, camalotes, crímenes, memorias, cruces. La civilización es barbarie; la naturaleza es cultura; el

agua dulce es salada. Si el Mississippi arborescente se cifra en el “old man” del spiritual, en Twain y en Faulkner, el sinuoso Paraná (¿será cierto que su nombre significa pariente del mar?) encarna en el cuerpo femenino de la protagonista –asesina lujuriosa– de Angélica Gorosdischer. En algún emblema imperial el Paraná fue uno los cuatro ríos que nacen en el paraíso: el río mestizo de la fuente de Bernini. Los mitos fluviales figuran entre los relatos más antiguos. Se han usado para pulir las armas de los imperios y, en el clamor a los dioses de la fertilidad y de la muerte, para conjurar la fragilidad del ser. En todo caso, el río se “concibe” como cuerpo. La personificación del Paraná recorre estos escritos, incluso de manera oblicua, como en la crónica de Jorge Riestra, donde las aguas se miniaturizan en torno a una taza de té. El cuento de Marta Ortiz –irónico homenaje a la lectura, transformadora de la sordidez prostibularia en episodio elegante– contrasta con el duro relato “rulfiano” de Carlos Morán. La dignidad que aún conserva la literatura aflora en estos cuentos habitados por un río feroz.

JUEVES, 17 DE NOVIEMBRE DE 2011

“Voz a ti debida”, por J. S. de Montfort Tan bella, tan cerca [Escritos sobre estética y vida cotidiana], de Juan Manuel Mora Fandos. Sevilla, Ed. Isla de Siltolá, 2011, 160 págs.

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l escritor, crítico y traductor José Manuel Mora Fandos (Torrent, Valencia, 1968) nos presenta en su último libro Tan bella, tan cerca (Isla de Siltolá, 2011) unos apuntes sutilmente digresivos y de apariencia inconexa, cuyo subtítulo es el de “Escritos sobre estética y vida cotidiana”. El volumen, de una presentación pulcrísima y hermosa, envidiable, está dividido en seis partes: “Una bella inquietud cotidiana”, “Co-ser y cantar”, “Espacios y paisajes”, “Circular”, “Mirar con el otro (WinslowHomer)” y “Sobre nuestra identidad narrativa (preparando unas clases subversivas)”. En opinión de Enrique García-Máiquez (autor del prólogo) este libro guarda un “aire de familia” con el diario Otra Belleza, de Adam Zagajewski. Sin embargo, Tan bella, tan cerca no es precisamente un diario, a pesar de su paciente escritura (o anotación) de diez años; anotaciones, empero, que “han sido refinadas en su forma y contenido” y libradas así de la cualidad bruta del impetuoso diario. Viene esto a cuento de lo que García-Máiquez de-

nomina como “falta de hilo” (argumental) y que, en nuestra opinión, se debe a la naturaleza más intuitiva que racional del volumen, intrínseca a su escritura-definida ésta (en ocasiones) al modo del hipérbaton –y que goza de una suerte de “lamento digresivo”–. En otras palabras, los seis apartes de los que consta el libro tienen la apariencia de ser estructuras cerradas y (auto)suficientes, desconectadas las unas de las otras, formando una suerte de “diálogo inconcluso”, fingiendo no ser más que una incumplible promesa. Tal ilusión, sin embargo, resulta de la (re)afirmación de “la variedad como condición antropológica” (pues no hay “nosotros”, dice Mora Fandos, sin esa “radical variedad”). Además, se rompe al final del libro, la ilusión, demostrando que “el buen arte es la paradoja de un lujo imprescindible” y es allí donde se produce la chispa de fuego que ilumina y hace arder todo el carbón de letras que hemos venido trajinando en las páginas precedentes. Trataré de explicar esto. El libro finge una estructura que deambula en capí-


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tulos motivados por “una exploración personal [sobre] la belleza en la vida cotidiana”, un –supuesto– lugar residual que, nos dice Mora Fandos, quedaría representado “en su invisibilidad”. Y es esa misma invisibilidad en la que Mora Fandos dice moverse y la que quiere retratar, la de “el mundo de las personas que perseveran, con mayor o menor dificultad, en sus afanes de felicidad en medio de las aparentes grisuras de la vida cotidiana”. Esa estética de la cotidianidad viene expresada de diferentes formas, pero fundamentalmente en dos registros o modos de escritura, a los que hay que añadir la ékfrasis de un cuadro de Homer. Estos son: el de la escena o el retrato de diferentes personajes (sin ser traídos necesariamente por virtud de algún elemento relacional con el escritor) y el del (pseudo)ensayo que sucede por medio de un razonamiento lógico. Tal positivismo es, por momentos algo endeble, sobre todo –en mi opinión– al querer guarecerse en el paraguas filológico (y en un abuso de la cita literaria como razón no solo explicativa, sino justificativa). Ello tiene su razón de ser, por supuesto, y es aquella idea eliotiana, expresada en los Cuatro Cuartetos, la de que “el género humano / no soporta demasiada realidad”. Ambos registros buscan, no obstante, una misma cosa: la de evidenciar que sólo se puede ser auténticamente uno mismo con el otro, y que ello se produce a través de lo que Mora Fandos denomina “el canto” (el único modo de co-nectary co-ser con el otro). Tal canto tendría tres

etapas: el silencio (cuando “oímos de otro modo, incluso comenzamos a oír de verdad”), la afinación (“la finura del corazón”, que va “hacia algún fin” sirviéndose de la gramática, donde no hay sino “lo uno y lo múltiple”) y la expresión, el canto mismo (y que aquí habría que equiparar a la comunicación a través de la escritura). En cierto sentido, es este un libro reaccionario, pues anda en contra del simulacro y lo virtual, renegando del post-humanismo, en favor de la eternidad y el fraseo del jazz y los cánones de belleza clásica. Su leit-motiv podría ser el siguiente: “contra los ruidos de la rutina, contra la intimidación, se ha de levantar el canto personal”. Tan bella, tan cerca es así una declaración contra el solipsismo alienante, un texto, por ello, arrebatadoramente humano y asistido por cierto “sentido espiritual trascendente”. Un texto singular, que mira con los pies, intuyendo y dando vueltas, caminando y buscando ángulos nuevos: “merenderos desde donde contemplar y, si es posible, merendar allí mismo”. Así, Tan bella, tan cerca nos “conduce a una misteriosa presencia personal” (la de Mora Fandos en el texto; presencia potenciada precisamente por su ausencia), consiguiendo algo maravilloso y de una hermosura extravagante y que es la final conversión “de quien escucha en afinador del que habla”. Es decir, una experiencia de lectura que se experimenta igual que una lenta –y algo divagante, como ha de ser– declaración de amor. DOMINGO, 13 DE NOVIEMBRE DE 2011

“Regresión romántica a un pasado mítico”, por Anna Rossell Maravillas del crepúsculo, de Sjón. Trad. Enrique Bernárdez. Madrid, Nórdica Libros, 2011, 213 págs.

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aravillas del crepúsculo, del polifacético escritor islandés Sjón, cuyo nombre completo es Sigurjón Birgir Sigurosson (Reikiavik, 1962), es una historia fabulosa en el sentido más original de ambos términos, pues se inspira en una biografía real de una época en que la ignorancia y el miedo eran acicate de fábulas y leyendas, de seres mágicos y míticos, de superstición y brujería. En esta novela, publicada en su versión original – Rökkurbýsnir– en 2008, Sjón recrea el ambiente de la Islandia de la primera mitad del siglo XVII, a partir de la vida de Jón Guomundsson, que en su libro adopta el nombre de Jónas Palmason, un personaje fáustico, estudioso naturalista, también llamado El Erudito. El libro nos retrotrae al mundo frío y hostil en el que vive el protagonista en su aislamiento, el destierro al que le ha condenado el alto tribunal, que juzga como brujería sus conocimientos de la medicina. En la isla en la que vive con su esposa y sus hijos sin otro contacto humano, el confinado se entrega a sus pensamientos, al trabajo de compilar en un libro su

erudición naturalista científico-imaginaria y a la talla de imágenes. Tal diseño del personaje y de su situación determina la técnica de registros narrativos del texto, que no siguen la ortodoxia lineal y alternan la prosa poética –en ocasiones de tinte onírico, alucinatorio y mítico–, con el lenguaje lapidario y estrictamente descriptivo de las entradas de un diccionario enciclopédico, que el autor distingue con letra cursiva. Con estos ingredientes Sjón consigue descripciones bellísimas de la naturaleza que dan fe de su madera poética –ha publicado más poemarios que novelas–, así como de su adscripción a la orientación surrealista del grupo poético Medusa, que fundó en 1980. El lenguaje que evoca en su anacronismo la época en la que se ubica la acción y que la traducción trata de respetar arduamente, adopta en la novela un papel privilegiado, hasta el punto de que, como informa el traductor en una nota al final, documenta “incluso las palabras de una lengua piyin vasco-islandesa que usó en esa época y que conocemos por fuentes manuscritas islandesas de entonces”.


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La novela, que se estructura en cuatro capítulos narrados en primera persona, precedidos y seguidos de una “Obertura” y una “Coda o repetición” respectivamente, lleva intercalado un paréntesis, –“Piedra en el riñón”–, en tercera persona: el tiempo que transcurre a partir del momento en que Jónas Palmason logra salir de la isla con la esperanza de conseguir una revisión de su juicio y el levantamiento de su castigo, y que se cierra con la frustración de aquella y el regreso a su destierro de partida. Con todo, la desgraciada vida de Palmason, inmersa en la atmósfera de una Islandia que se debate entre el catolicismo y la reforma luterana, entre el oscurantismo y la ilustración, no transmite en absoluto un rechazo de aquel tiempo pasado, como parecen anunciar las últimas palabras de Lucifer en la escena del cielo de la “Obertura”: “[…] yo no incliné la rodilla ante aquel nuevo animalito

del padre, por eso fui expulsado del cielo. Pero a ti, ser humano, te regalé al despedirme mi visión de ti”. Al contrario, la novela rezuma añoranza romántica de un tiempo pasado en que el ser humano vivía en consonancia más armónica con la naturaleza, a pesar (o quizá precisamente por ello) de las creencias fantásticas que promueve lo desconocido. No es casual la cita de Los discípulos de Sais, de Novalis, que resumen la utopía romántica de la desaparición de los límites entre los seres vivos y las cosas para constituir el todo absoluto de la creación en comunión con Dios, una utopía en la que se extienden los pensamientos alucinados de Jónas Palmason en sus últimos días solitarios en la isla: “Ora las estrellas parecíanle hombres,/ ora los hombres parecíanle estrellas;/ las piedras, animales;/ y las nubes, plantas”.

MARTES, 8 DE NOVIEMBRE DE 2011

“La pregunta con respuesta”, por Rosa Chalkho Después de la música. El siglo XX y más allá, de Diego Fischerman. Buenos Aires, Editorial Eterna Cadencia, 2011.

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ay algo evidente respecto de toda la música “académica” (y aquí, con cualquier palabra que intentemos tendremos problemas en su enunciación) del siglo XX: su distancia con el gran público, y también con gran parte del público melómano. Las explicaciones para este fenómeno han sido muchas: la tiranía de las discográficas atentas a las demandas del mercado, el conservadurismo de programadores y curadores de salas de concierto y de canales de difusión entre otras razones. Una de las lecturas que el campo de la música contemporánea hizo sobre el divorcio entre el nuevo mundo musical y el público es la de atribuir el problema a la falta de difusión, como efecto culpable de mantener velado el nuevo orden sonoro; en parte por intereses conspirativos y en gran parte, por simple facilismo económico. El discurso integrado, parafraseando a Umberto Eco, se dedicaría a inculpar la falla al propio campo de los compositores cuya intrincadas dificultades compositivas o excéntricos experimentos los habrían alejado de los públicos para construir “una música para músicos”. La primeridad del huevo o la gallina no es el punto, y tampoco las concepciones maniqueas al respecto. Si el público melómano de la llamada “música clásica” es minoritario respecto al aluvión auditivo del musak, la música popular y la música envasada, todo indica que la audición de las poéticas sonoras del siglo XX se contrae a una minoría de minorías. El libro Después de la música (y después de un siglo de rupturas) acorta estas distancias y ofrece un panorama

descriptivo y reflexivo a la vez, cuyo resultado inmediato es el de abrir el apetito sonoro de desconocedores curiosos, nuevos y viejos oyentes; y por supuesto músicos, que encontrarán además un valioso análisis de los contextos históricos para ubicar los nombres consagrados. El libro comienza inteligentemente con el relato de una anécdota, una pregunta aparentemente pueril que una señora de barrio se atreve a formular ingenuamente a Luigi Nono en una conferencia en Buenos Aires en 1985: “yo querría saber qué es la música contemporánea...”. Contrariamente a lo que se suponía, a Nono es la única pregunta que le interesa contestar. Fischerman no cuenta la respuesta, pero intuición mediante, podríamos adivinar que no fue una respuesta determinista, llana y aliviadora. Porque seguramente lo más interesante es la pregunta en sí y el abanico de deliberaciones y disquisiciones que ella permite, y que de manera no reduccionista se responden en el libro. Las preguntas sin respuesta (o al menos sin respuesta taxativa) son una característica de la indeterminación crítica del siglo XX, del escepticismo de la dialéctica negativa frankfurtiana y sin duda de la herencia de la filosofía decontructivista, y hasta tienen su correlato musical en la metafórica obra de Charles Ives La pregunta sin respuesta, donde el interrogante está representado por una melodía diáfana y abierta, que se repite insistentemente cuando la respuesta, que no la conforma, se va quedando sin argumentos cada vez más nerviosa, informe y gritona. La escisión entre la estética musical y las prácticas mu-


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sicales masivas, o entre la composición y el público no es una novedad del siglo XX, Agustín de Hiponia, más conocido como San Agustín, enuncia hacia fines del siglo IV en su tratado De musica, de fuerte extracción platónico –pitagórica, que la música “est scientia bene modulandi”, que significa la ciencia del bien medir. Para los teóricos de la Edad Media, la música pertenece al campo de la ciencia, y su objeto de estudio son las relaciones numéricas entre las notas (intervalos). Su sonido es una consecuencia colateral de la cual hay que tomar recaudos, sobre todo por el poder sensual y emotivo que conlleva; y que además, puede ir de lo divino a lo demoníaco en un parpadeo. La belleza está en la perfección del número y no especialmente en el sonido, y menos aun en el acto pedestre de la ejecución musical. Cualquier intento en la actualidad de asimilar este orden epistémico tan distante debe atravesar todo un bagaje histórico contrario, ya que el orden de la música que hemos heredado es el de la expresión de las sensaciones, estados de ánimo y sentimientos cuya versión más acabada cristaliza en el siglo XIX, Romanticismo y Postromanticismo. Como lo expresa Fischerman en el último capítulo Posdata, el gran público coincide en que la música tiene por significado la expresión de los sentimientos; en cambio, la música del siglo XX puede a grandes rasgos medirse por sus intentos de sacudirse las referencialidades y sentidos extra-musicales para sólo organizar poéticamente con sonidos. Pero, sin ninguna pretensión de vuelta al pasado ni deseo de conexión medieval mediante, ni el serialismo inte-

gral más fundamentalista ha llegado a asimilarse a la escisión irreconciliable que la Edad Media construye entre teoría estética y práctica musical. El placer es meramente intelectivo, y como consecuencia del “flujo de correlaciones numéricas y de medidas temporales”. Aunque, cualquier similitud con el artículo del compositor del serialismo integral Milton Babbitt Who cares if you listen? (¿A quién le importa si escuchas?) será coincidencia? El libro interconecta los eventos del siglo XX en una suerte de árbol genealógico de los antepasados y parentescos; enhebra orígenes, progenies y ascendencias, peleas familiares e inesperadas reconciliaciones por lo que, en términos bourdianos, sería el bien en disputa: la definición legítima de la Música y porqué no, de su alter ego la “no música”. Paul Virilio enuncia que “todas las imágenes son consanguíneas”, y tranquilamente nos permitimos aplicar la idea de la consanguinidad a las músicas del siglo XX. En este sentido, Fischerman hilvana el derrotero musical del siglo en sus herencias proclamadas y evidentes, y también en aquellas recónditas, bajo la lupa de un adn familiar reconstruido por los discursos estéticos. La reedición del libro luego de 13 años habla de la vigencia de la pregunta, y también de un público general que sigue sin comprender (cabría preguntarse qué es “comprender” la música), y de un campo de compositores que no explica. En este sentido Después de la música es un nexo necesario, escrito en un lenguaje al alcance de cualquier lector no avezado en tecnicismos musicales y al mismo tiempo sin traicionar la especificidad que requeriría un músico. VIERNES, 4 DE NOVIEMBRE DE 2011

“Metáforas de la vida”, por Leticia Moneta Pulso, de Julian Barnes. Barcelona, Anagrama, 2011, 264 páginas.

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l último libro publicado del inglés Julian Barnes está escoltado por la muerte. Precedido por el largo ensayo Nada que temer, y seguido en enero del 2012 por la novela La sensación de un final, Pulso marca el regreso de Barnes a las librerías tras la repentina muerte de su mujer y agente literaria, Pat Kavanagh. Porque parece que la muerte nunca está satisfecha: fagocita todo, se infiltra incluso en los catorce cuentos que componen Pulso para dejarse ver abiertamente al final del volumen. Se trata de una colección de cuentos, publicados en su mayoría previamente, pero con un delicado trabajo artesanal que tiende puentes entre uno y otro para darle una consistencia sólida al total. En este libro Barnes vuelve a su tema favorito: el amor, las relaciones humanas, la vida y la muerte. Claro que, tratándose de un escritor muy inglés, el humor y el clima interfieren siempre. Y también lo

hace la sobriedad que impide que una colección de cuentos sobre temas tan trillados como el amor y la muerte sea un repertorio de lugares comunes. Pulso se divide en dos partes. La primera reúne nueve cuentos, cuatro de los cuales se titulan “En lo de Phil y Joanna” más un subtítulo (“60/40”, “Marmalade”, “Look, No Hands” y “One in Five”), y se intercalan con los otros cinco. Los cuatro relatos secuenciados ponen en escena una pequeña representación de El banquete de Platón: se trata de un número indefinido de amigos adultos de clase media que conversan sobre todo luego de haber comido y bebido opíparamente, pero que, inesperadamente, evitan hablar del amor. Los otros cinco relatos toman cada uno una actividad recreativa (la natación, la escritura, el trekking, la jardinería, el turismo ornitológico) con las que los personajes se


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evaden de o se encuentran en el mundo. En el fondo, lo que sopesa cada uno de estos cinco relatos es el porcentaje de hipocresía que acecha, como un cáncer, a cada pareja: lo dicho, lo no dicho, lo que se hace y lo que se querría hacer. El primero de los cuentos, “Viento del este”, lidia con la hipocresía en un país; otro relato, “Durmiendo con John Updike”, con la hipocresía entre dos amigas que comparten su carrera de escritoras como han compartido esposos y amantes; el quinto relato, “Mundo de jardineros”, señala la falta de sinceridad en un matrimonio en crisis; otro, “Infringir”, presenta a una pareja joven y reciente atrapada por la hipocresía de no poder decir lo que quieren decir; el último de los cuentos de la primera parte, “Líneas de matrimonio”, apunta a la hipocresía de una persona para consigo misma. La segunda parte, que consta de cinco cuentos, está organizada en torno a los cinco sentidos. Tres de los relatos están situados en el pasado. Uno trata sobre un retratista sordo y mudo, uno sobre una pianista ciega y otro sobre Garibaldi, “uno de los últimos héroes románticos de la historia europea.” Los otros dos parecen buscar una explicación a qué es lo que hace que el amor funcione, que dos personas se enamoren: “Complicidad”, referido al gusto, se entromete con el comienzo de una relación, y “Pulso”, quizás el relato más fuerte de la colección, es una

narración sobre una pareja que se arma y desarma y otra que no se desarma incluso con la muerte: el final muestra al padre del narrador acercándole a su mujer, que está en coma y próxima a la muerte, hierbas aromáticas “esperando que [los olores] le dieran placer y le recordaran el mundo y los placeres que ella había sentido”. Lo que parece preguntarse Barnes a lo largo de Pulso es cuál es la relación entre la falta y la presencia. ¿La falta de uno de los sentidos aumenta la percepción de los otros? ¿La falta del ser amado evidencia el amor? ¿El sexo es una metáfora del amor? ¿O el amor es una metáfora del sexo? ¿Qué es una metáfora? ¿Qué es, en última instancia, lo que no está? La colección parece estar tendida entre esos dos polos: el estar y el no estar, o la vida y la muerte. La muerte es aquello que va “aplastando los sentidos de a uno”. La vida es la carrera de los sentidos por percibir, por latir, por hacer algo que proporcione placer. El protagonista del último cuento, aquel que da nombre al libro, se evade del dolor por la enfermedad de su madre y por la inminente soledad de su padre saliendo a correr. Usa un monitor cardíaco y chequea su pulso. “Hay un solo pulso: el pulso del corazón, el pulso de la sangre.” El juego está en encontrar aquellas cosas que hacen que el pulso corra, que nos separan de la muerte. Ya sea el amor, la amistad, el trekking o la escritura.

MIÉRCOLES, 2 DE NOVIEMBRE DE 2011

“Sobre las pequeñas intenciones”, por Fabián Soberón Pequeñas intenciones, de Jorge Consiglio. Buenos Aires, Edhasa, 2011, 192 págs.

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a novela trabaja, sin énfasis, la narración de la vida monótona y cotidiana de un señor que vive en un pueblo pequeño. Su vida se resume en tres actividades: cuidar a su hermano deficiente, lidiar con un sobrino que le reclama una propiedad y sortear los avatares de un amor extraño y superficial. El protagonista cuenta los pormenores de su afición y ciertos problemas científicos; es muy interesante cómo ese narrador protagonista cuenta sus entusiasmos mínimos. La ingenuidad en su relación con la ciencia lo define a la perfección. El contraste acertado entre el candor del personaje y las dimensiones de los problemas que debe sortear dan un perfil justo de él y de los otros personajes, ya que él es el narrador. Por ese contraste, la novela adquiere un tono muy sugerente. Al narrar los hechos desde una mirada desenfocada, Pequeñas intenciones atesora potencia narrativa. De las tres novelas publicadas por Jorge Consiglio, creo que esta es la que más se juega en narrar la cotidianeidad. Por otro lado, creo que no deja de ser un riesgo usar un narrador en primera persona durante toda la no-

vela. Y creo que Consiglio pasa la prueba y logra darle a ese narrador un ritmo y una contundencia cruciales. No resulta fácil mantener la atención del lector con una voz en primera persona. Al mismo tiempo, ese recurso le otorga a la novela un atractivo especial. El narrador, vacilante, comunica sus juicios, sus desavenencias, sus alegrías y su indiferencia frente al mundo de manera directa, con el peso enrarecido de la subjetividad. Las pequeñas intenciones del narrador están teñidas por la curiosa mirada indiferente, a veces, o por la breve ira y la extraña acomodación a las desgracias. Esa subjetividad está en sintonía con el tono general de la novela. La prosa, exquisita, tiene un ritmo que surge del cruce de la lengua oral y del lenguaje refinado, minucioso, adjetivado. La prosa de la novela combina la tensión y la “brusquedad” de la lengua cotidiana y la levedad y el encantamiento de la poesía. Los personajes son memorables: el protagonista vive sus avatares cotidianos con parsimonia estoica, el hermano deficiente es retratado con precisión, el sobrino ambicioso y cruel, y la hermana au-


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sente, narrados todos con pinceladas justas y oportunas y; en la parte final del libro, los hombres rudos y elementales que el protagonista cruza en Salta son logradamente dibujados. Me detengo en dos secuencias: los días que pasa con María Ester, la mujer que conoce en el hospital y con la que después sale (se podría decir que esa relación está atravesada menos por el amor que por la extrañeza). La otra secuencia es la que resulta de la relación que el protagonista mantiene con un anciano en el hospital (durante un trabajo ocasional como electricista, se produce un in-

cendio y el anciano de la casa queda internado), él lo visita y dialogan como dos filósofos de barrio. ¿Se podría decir que la relación que mantienen es una amistad? Con el transcurso de los hechos, el protagonista debe viajar a Salta. El viaje es una aventura de consolidación: se profundiza su desencantamiento. En la escena final, cuando él gira la cabeza y ve que Quispe, su eventual visita, está dormido, la desilusión y el peso de la pérdida absoluta de sentido se cierne sobre él y sobre el lector. SÁBADO, 29 DE OCTUBRE DE 2011

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“El escritor argentino y la tradición en el siglo 21”, por Laura Cabezas

Escrituras past_ Tradiciones y futurismos del siglo 21, de Juan José Mendoza. Bahía Blanca, 17 grises editora, 2011, 108 páginas.

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n las líneas que inauguran Escrituras past_ Tradiciones y futurismos del siglo 21, Juan José Mendoza, como una suerte de dj-autoral que escoge, mezcla y combina diversos momentos de la literatura argentina para producir una nueva lectura sobre la tradición, escribe: “Las páginas de este libro pueden leerse como una teoría sobre la literatura software: la literatura como un loop, un scanner… Pero también como una novela en la que los conceptos son sus personajes”. Es que de igual modo que las textualidades que le sirven de corpus literario, el libro de Mendoza se ubica en un umbral teórico-narrativo donde ficción y crítica se (con)funden. Justamente, será esta elección por una escritura post-autónoma la que dote las páginas de Escrituras past de un clima mixturado entre la rigurosidad académica y el relato experiencial biográfico; logrando, de esta forma, una lectura dinámica, entretenida e interesante sobre la literatura argentina de los últimos años, sus posibles centros pero también sus potenciales bordes. Sin lugar a dudas, uno de los rasgos distintivos del libro es la utilización de un léxico proveniente del mundo tecnológico reciente que nutre al texto en su totalidad, desde sus títulos (que aúnan “escrituras” con past, loop, spam, samplers, etc.) hasta la bibliografía final que se presenta bajo la fórmula “On/off ”. Pero, ¿qué aportan a la crítica literaria argentina estas nomenclaturas tecno? ¿Nos encontramos frente a un cambio de paradigma crítico o son designaciones extravagantes y modernas para lecturas ya conocidas? Past, “apócope de paste y de pastiche”, es la figura que organiza la lectura de Mendoza en su interés filológico por las reapropiaciones, las reescrituras y las filiaciones entre los textos, es decir, por las voces que vuelven y resuenan a lo largo de la literatura universal. Sin embargo, lo past como máquina creativa no sólo mira hacia el pasado sino que tiene un ojo detenido en el futuro que habi-

lita la incorporación de lo nuevo en diálogo con la tradición. Bajo la estela benjaminiana del Angelus Novus –“que avanza con la mirada puesta hacia atrás”-, se arma una serie que comenzando en los años setenta se despliega hasta la contemporaneidad de las literaturas novoseculares. Así, más que discontinuidad, lo que se nos presenta es la formación de una suerte de canon de la narrativa argentina contemporánea que encuentra fundamento en el aparato “critificcional” Literal y en los escritos de Manuel Puig y Ricardo Piglia, principalmente. En ellos leer y reescribir diseñan la figura de lo past que funciona en consonancia con una práctica de apropiación que puede convocar, parodiar o negar la filiación con la tradición literaria. Amparado en la autoridad citada de Piglia y Graciela Speranza, la voz de Mendoza no logra imponerse con una lectura propia de la literatura argentina sino que más bien recae en la aceptación y repetición de lo ya estatuido por esta línea crítica. No hay cuestionamiento, sólo aceptación y tibias reformulaciones: lo past, o el pastiche, la copia, el desvío, el plagio y demás implicancias, termina perdiendo su potencia crítica para diluirse en la reafirmación de una tradición hegemónica que ya sentó un origen para la literatura argentina y erigió sus próceres desde el campo de la narrativa. Por el contrario, en la segunda parte del libro, titulada “El giro tecnológico”, es donde mejor se trasluce la labor de Juan Mendoza como crítico. Ahí se arriesga a pensar el lugar de lo letrado en la era digital, examinando no sólo las estrategias de recontextualización de la cultura humanista en la web, a través de los proyectos de digitalizaciones, de los ciber-paseos, de las Bibliotecas Virtuales, etc., sino también armando una serie con relatos contemporáneos que asimilan “temas, modos del relato y discursividades procedentes de lo tecnológico”: La ansiedad de Daniel Link, Keres Coger? = Guan Tu Fak de Alejandro López, Las teorías salvajes de Pola Oloixarac, Las aventuras de Barbaverde


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y El juego de los mundos de César Aira, entre otros. No obstante, si bien se lanza un planteo interesante sobre los nuevos modos de representación que estos textos proponen al tomar a las pantallas y a las tecnologías como “referentes”, la idea no se desarrolla quedando tan sólo enunciada. Diferente es el caso de los capítulos dedicados a las escrituras loop, scanners, spam y samplers donde Mendoza se concentra en cada caso en un autor determinado: Pablo Katchadjian, Ezequiel Alemián, Charly.Gr., Agustín Fernández Mallo y Eloy Fernández Porta, respectivamente; a quienes los aúna una práctica en común, la intervención y el “apropiacionismo” de la cultura letrada o audio-visual. Por caminos diferentes, cada uno establece un diálogo específico con las tradiciones –el tributo y/o la desacralización– para forjar su propio proyecto estético. Así, el ojo crítico de Mendoza recorre diferentes textos argentinos y españoles recientes (Qué hacer de Katchadjian, El tratado contra el método de Paul Feyerabend de Alemián, “Peronismo spam” de Charly.Gr., todos de 2010, o Nocilla Dream

de Mallo de 2006) relevando las operaciones de lectura y escritura que los caracterizan: la reescritura, el “materialismo de la lectura”, la “escritura automática”, la parodia y pastiche, la cita y el plagio. El panorama que nos traza la última parte del libro muestra entonces cómo el presente literario aparece interesado por indagar en las potencialidades de la experimentación formal y por cuestionar cualquier tipo de limitación estética que impida ensanchar las fronteras de la poesía y la narrativa contemporáneas. Con un estilo imbricado y misceláneo, Escrituras past brinda una estimulante reflexión sobre el campo literario y artístico de los últimos años. Frente a un escenario borroso y difuso por su cercanía, Mendoza torna visibles aquellas experiencias literarias y artísticas que transforman los horizontes de lectura al jugar con las formas, la tradición y los límites de la cultura letrada. En este comienzo novosecular las páginas del libro de Juan Mendoza invitan a pensar sobre las nuevas posibilidades estéticas que trae el reciente encuentro entre arte y tecnología.

MIÉRCOLES, 26 DE OCTUBRE DE 2011

“Filosofía en clave de novela negra”, por Anna Rossell La promesa, de Friedrich Dürrenmatt. Trad. del alemán de Artur Quintana. Viena Edicions, Barcelona, 2011, 176 págs.

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uienes conozcan a Friedrich Dürrenmatt (Konolfingen, 1921-Neuchâtel, 1990 –Suiza-) saben que La promesa no es su única novela policíaca. El dra maturgo y narrador suizo cultivó el género como una herramienta idónea para plasmar su concepción del mundo y de la realidad, así como también su obra teatral se acerca de algún modo a este registro. Sus novelas negras y sus obras dramáticas reúnen muchas características comunes que las hacen fácilmente intercambiables: los crímenes, el suspense, los inspectores de policía, el clímax, el elemento sorpresa, la casualidad, lo irracional, las magníficas sentencias contundentes que cierran capítulos o escenas como preludio enigmático de alguna clave, el giro inesperado… no son típicos únicamente de sus novelas sino también de su dramaturgia. Sin embargo se llevarán a engaño quienes se acerquen al autor buscando a un genuino representante del género policíaco. Porque Dürrenmatt rompe a conciencia las reglas que tradicionalmente lo definen. Él mismo lo anuncia en el subtítulo de la versión original de la obra que nos ocupa: das Versprechen. Requiem auf den Kriminalroman –La promesa. Requiem para la novela policíaca-, que escribió en 1958 desarrollando el guión que había escrito para la película Es geschah am hellichten Tag –Sucedió a plena luz del día-, del que no había quedado satisfecho. En La promesa el lector encontrará todos los ingredientes de la obra dürrenmattiana: personajes, arquitectura y

acción sirven al autor para construir su universo y su filosofía, su concepción del ser humano y su visión pesimista sobre la evolución del mundo. Buen conocedor de la teoría del teatro épico de Brecht, discípulo y detractor del autor alemán al mismo tiempo, Dürrenmatt utiliza el V-Effekt –efecto de distanciamiento– del materialismo dialéctico brechtiano para demostrar precisamente todo lo contrario de lo que pretendía su maestro. Con razón la historia del teatro de expresión alemana contrapone las dramaturgias de ambos autores. Si Brecht –marxista convencido– se sirve del efecto de distanciamiento, utilizando el extrañamiento y la sorpresa, para subrayar la dialéctica en que puede basarse cualquier acción, sugiriendo así que el ser humano rige su propio destino y el del mundo, Dürrenmatt echa por tierra esta visión positiva para afirmar todo lo contrario: que –como en la teoría del caos– cualquier imprevisto, una causa banal, la casualidad o la locura de una mente determinan en realidad los acontecimientos, lo cual nos aboca a la catástrofe segura. Lo grotesco y el sarcasmo son sus aliados favoritos, y el marco en el que sitúa la acción es casi siempre su Suiza natal, fácilmente reconocible aun con topónimos ficticios, que le ofrece la magnífica oportunidad de desquitarse con su país, de naturaleza y sociedad supuestamente idílicas, y presentar en él el microcosmos asfixiante y amenazador en que retrata el mundo entero. Contrariamente a Brecht, el autor suizo no es el pintor de lo deseable virtual sino de


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lo que es real, y está destinado a romper moldes que no se atengan estrictamente a ello. Así, ya al principio de la novela se nos invita a reflexionar sobre el género negro a través de la conversación que sostiene el narrador –un escritor de novelas policíacas– con el jubilado jefe de policía del cantón de Zúric, el doctor H, trasunto del autor, que polemiza con aquél poniendo en tela de juicio el estilo clásico de escribirlas. La crítica del policía contiene algunas de las claves esenciales: […] si haig de dir la veritat no en faig gaire cas, de les novel·les de detectius […] amb aquestes històries de lladres i serenos encara hi ha un altre engany. […]. L’acció hi és perfectament lògica, tot hi passa com en una partida d’escacs: vet aquí el criminal, la víctima, el còmplice i el qui se n’aprofita; només cal que el detectiu conegui les regles del joc, repeteixi la partida, i ja té localitzat el criminal i ha col·laborat al triomf de la justícia. Aquesta ficció em posa frenètic. Amb lògica només es pot copsar la veritat en part. […] hi ha tants factors de pertorbació que ens fan trampes en el joc, que ben sovint només la pura sort i l’atzar fan decidir les coses a favor nostre. ([…] si he de serle sincero no hago mucho caso de las novelas de detectives […] en estas historias de ladrones y serenos hay aún otro engaño. […]. La acción es absolutamente lógica, todo sucede como en una partida de ajedrez: he aquí el criminal, la víctima, el cómplice y quien se aprovecha; sólo es necesario que el detective conozca las reglas del juego, repita la partida, y ya tiene localizado el criminal y ha colaborado en el triunfo de la justicia. Esta ficción me pone frenético. Con

lógica sólo se puede captar la verdad en parte. […] hay tantos factores de perturbación que nos ponen trampas en el juego, que muy a menudo sólo la pura suerte y el azar ponen las cosas a favor nuestro.). Y nuestra novela responde en todos sus detalles a la teoría del jefe de policía. Pero no por anunciada la sorpresa dejan de ser sorprendentes los acontecimientos, Dürrenmatt domina el arte de esparcir pistas aquí y allá, cuyo verdadero significado no se desvela hasta el final, obligándonos a volver entonces la mirada hacia atrás para hilvanarlas. El principio se entiende sólo con el fin de la historia, forman el marco en que se encuadra. Verdaderamente la novela no es una novela policíaca cualquiera, su concepción da fe de la formación de su autor como teólogo, filósofo y científico. No se trata simplemente de resolver con maña y astucia un asesinato, sino mucho más de lanzar a la palestra pública un tema de reflexión mucho más profundo, existencial. Por ello el autor desplazó el acento, que en el guión cinematográfico inicial recaía sobre el crimen, a la persona del comisario que lo investiga, a su modo de actuar, al proceso y al resultado de su actuación. Un procedimiento genuinamente brechtiano. Para llegar a la conclusión contraria. Además de esta versión catalana, disponemos de la española de Xandru Fernández (Ed. Navona, 2008).

DOMINGO, 23 DE OCTUBRE DE 2011

“Arroz con monstruos”, por Walter Romero Señora grande, de José Fraguas. Buenos Aires, Casa Nova Editores, 2011, 108 págs.

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nimales, tejidos, iglesias, jardines (y estatuas de jardín): son formas todas –en lo autotélico de sus intenciones– de una realidad que se resiste a ser embalsamada por los regímenes de la literatura, para perdurar, por el contrario –nuevas y frescas– en lo anodino del gesto, en el cuadro que no llega a cristalizar ningún folklore. Señora grande es una antología de cuentos indefinibles, de un realismo indirecto o no eufórico que no apela a ninguna representación “con molde”, a ningún “efecto de realidad”: El mundo, “como lo conocemos”, no es, en verdad, ni supernumerario ni “en mosaico”, sino, más bien, infinitamente sencillo; los textos verdaderos son sólo aquellos que no está sobrecodificados; la más actual de las operaciones literarias consistiría en destonalizar el tono y su mensaje; para contar una historia no es necesario ninguna historia segunda, paralela o en filigrana que doble la acción principal. Es éste el modo en que su autor, José Fraguas, elige para revelar, con parsimoniosa constatación, la verdad que, sin ambages, postula: una “literatura sin atributos” es posible.

La forma en que hace germinar estas “historias” tiene algo de arborescente (“mientras tanto, los árboles seguían creciendo vigorosos”) pero sin copa o remate, casi como si cada una de estas “historias” fueran ramas infinitas que, como el lenguaje, tienden sólo a la proliferación, no importa hacia dónde o hasta dónde. Como en una imposible “espiral plana”, el texto crece y se imbrica a modo de realidades “sumadas”, que se van agregando, como si se tratase de una operación que le suma realidad a la realidad, para dejarnos atónitos o acaso improcedentes, sin avalar ni esperar ningún avance narrativo, ningún “cierre” o clausura de estos relatos: una literatura de superficie, sin relieves, con una ingenuidad que asombra: desde la guerra total que le presenta a cualquier peripecia, desde los títulos blancos (Manuela, Susana, Árbol, Zoo) o desde las dos ilustraciones de Santiago Erausquin, que abren y cierran el bello volumen, donde un personaje –siempre muy curioso, orejón, y de ojos enormes– se parapeta detrás de una Señora, a quien nunca le vemos la cara, y que bien podría ser la realidad en su mismidad toda, en su contundente y decapitada presencia.


El marco de esta serie de secuencias narrativas se desprende de los epígrafes de Marosa Di Giorgio y de Hebe Uhart que son el incipit ceremonial del libro: una suerte de gótico –acaso costumbrista– que anidaría en toda realidad, y que campea en todos los textos. Ya no “arroz con leche”, sino “arroz con monstruos”, dirá la cita que Fraguas extrae de la poeta (y sibila) uruguaya: es decir, realidad que desprende –sin quererlo– sus enrevesadas y pasmosas quimeras no siempre aladas, casi nunca con garras, más

bien quietas o hieráticas, deformes como si de una “realidad fija” se tratase, de un punto de inmovilidad que no se atreve a activar ni el más mínimo de los desplazamientos: Acaso, junto a Jacques Rancière, agregaríamos: “Ninguna singularidad heroica recubre lo que la banalidad misma contiene de potencia poética escondida (…) Es necesario que la vida supuestamente ´muda´ sea dotada de una palabra propia, que no se expresa por las vías del discurso articulado y la retórica sino que se encuentra inscripta sobre el cuerpo mismo de las cosas.”

JUEVES, 20 DE OCTUBRE DE 2011

“¡Ángela!”, por Jimena Néspolo Angela della Morte, de Salvador Sanz. Buenos Aires, Ovni Press, 2011, 96 págs.

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l hecho de que sus víctimas, en su minuto postrero, acometan el previsible clamor de la sorpresa no hace más que confirmar aquello que el personaje –y acaso el lector– desde la primera viñeta ya sabe: Ángela fue entrenada para matar y en eso de “des-almarse” y encarnar su nombre no hay quien la supere. Y es que esta mujer no fue instruida por cualquiera; en los laboratorios del doctor Sibelius (“la mente más brillante del siglo 21”) Ángela aprendió no sólo a familiarizarse con la muerte, sino a hacerla propia, a convertirla en simulacro de experiencia y realidad con el estricto objetivo de llegar a ser “nómadas de la carne”,“espíritus en el mundo de la materia”. Con cada muerte que encarna, y que efectivamente sufre a través de un complejo dispositivo tecnológico, ella libera su conciencia y con ésta la posibilidad de habitar [poseer] otros cuerpos [des-almados] que le permiten llevar a cabo nuevas misiones kamikazes. Ángela puede cambiar de sexo, de edad, de rostro y de saberes, para ella los cuerpos son como trajes que viste según el imperio de la necesidad y de la moda pero que no vacila en destruir cuando el minuto aciago se acerca y el golpe de gracia debe ser dado. En la contratapa del libro, junto al dibujo en grana de una mujer conectada hacia las alturas por una maciza correa y en cuyo casco ostenta la muerte a caballo, leemos las siguientes palabras del doctor Sibelius, vertidas en alguna parte de Sudamérica, a su iracunda tropa: “Si estas criaturas que llamamos muertes, se alimentan de nuestra alma ni bien abandonamos nuestro cuerpo… Entonces, ¿no hay más allá para el hombre? ¿No existe la trascendencia del alma? ¿Estamos condenados a ser ganado de estos seres, al término de nuestra vida terrenal? Entonces, a partir de hoy estamos en guerra con la muerte, y mientras no encontremos un antídoto contra ella, tenemos que permanecer en el mundo material, el tiempo que sea necesario. Todos ustedes harán un voto de sigilo. Volveremos a una época oscura, donde el conocimiento no será revelado a nadie. Nosotros seremos los dueños de los misterios.”

La nueva novela gráfica de Salvador Sanz (1975), Angela della Morte, es casi un thriller filosófico. Con un texto ajustado, una imagen precisa y una estructura de episodios autoconclusivos (debida a su previa publicación en las revistas Fierro y Bastión), la trama se presenta ante todo como una mordaz crítica a la moral de las corporaciones y a cierta obsesión por la belleza artificial de los cuerpos. Así, la novela se abre con una cita de René Descartes (“Es evidente que yo, mi alma, por la cual soy lo que soy, es completa y verdaderamente distinta de mi cuerpo, y puede ser o existir sin él.”) para dibujar un hipotético futuro en el que la ciencia permita hacer del platonismo una realidad, y de ésta una usina de conspiración terrorista de escala internacional. Con todo, la verdadera tensión que articula la trama, a partir de un sutil juego de elipsis que obliga a volver una y otra vez sobre las páginas precedentes buscando la información que se nos retacea o esconde, con el devenir de la historia se vuelve cada vez más patente: ¿Quiénes son los buenos y quiénes son los malos de este cuento? ¿El doctor Sibelius? ¿El Gobierno Fluo? ¿Y quién o quiénes los financian? Asimismo, esa vuelta de tuerca que desplaza el tema filosófico al conflicto ético entre el bien y el mal se da a partir de la segunda parte con la entrada de otro personaje, que sufrió el mismo entrenamiento en los laboratorios de Sibelius y que luego se vendió al Gobierno Fluo, que conoce íntimamente a Ángela y que acaso por todo ello sabe cómo destruirla: “Casi puedo ver su expresión al encontrar su tumba profanada. Sabe quién lo hizo. Lo conozco enojado: vendrá por nosotros” –se dice Ángela mientras huye desesperadamente de una presencia tan real como fantasmática, luego de haber realizado exitosamente la misión de eliminar todos los cuerpos desalmados que el “El Perezoso” solía habitar–: “¿Cómo ganarle una carrera a la muerte? A donde vayas te alcanzará.” En este sentido, quizá las páginas más originales del cómic sean aquellas que grafican la terrible lucha física y espiritual que se desata en el cuerpo de la mujer cuando


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éste se convierte en reservorio no sólo de su alma, sino también de la de su actual enemigo y ex amante. Por otro lado, si bien la cuarta parte (“Liberar a la bestia”) trae a la escena de la viñeta elementos argumentalmente ajenos en las páginas anteriores (el cambio de escenario – de paisaje ciudadano a base aeroespacial–, la novedosa presencia del mono astronauta y de la misma Ángela en la luna, etc.), es de observar que es absolutamente coherente al entramado externo e interno de la obra: Constituye una sutil referencia al cierre de la novela gráfica Desfigurado (Exabrupto, 2007), en que la búsqueda de dios desencadenaba un encuentro con el demonio, y donde lo último que observábamos era –Pink Floyd mediante– el “lado oscuro de la luna”. A su vez, el alejamiento espacial y la soledad le permiten al autor extremar de un modo radical la experiencia del Mal al que somete a su personaje:

luego de que el Gobierno Fluo invade la base, Ángela cae en un lodazal que a todas vistas parece ser mierda, una mano poderosa, gigante, fría y mecánica –tal y como Salvador Sanz, intuyo, imagina al inexorable destino–, la levanta… ¿o la hunde? Uno, tres, cuatro cuadros plagados de negro. Hay moscas. Muchas moscas. Está sola. Ella se obstina en mantener los ojos abiertos mientras asiste al abyecto y monstruoso espectáculo de su vida. La página final reza: “Debe ser la persona más hija de puta que existe.” No obstante, por alguna razón desconocida, el autor no sólo mantiene a su personaje vivo sino que ya ha anunciado la inminente publicación de los próximos episodios de la serie.

MARTES, 18 DE OCTUBRE DE 2011

“Una navaja en la cartera”, por Marcos Herrera Los puntos ciegos de Emilia, de Cristina Feijóo. Buenos Aires, Tusquets, 2011, 264 págs.

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milia es un personaje egoísta que accede, luego de una infancia nómade y bohemia con su madre, a una vida de clase media tradicional. Emilia pasa de un mundo inseguro a uno confortable. Al menos es lo que ella cree hasta que se desata la tragedia o las tragedias y todo empieza a tambalear. También podríamos decir que la protagonista cambia una pesadilla por otra. Sus ambiciones personales la llevan de un mundo (el de su madre) a otro (el de su marido y la familia corporativa de su marido). En este recorrido Emilia califica y clasifica lo que ella cree que está bien y lo que ella cree que está mal como un juez hipersensible y desesperado. Emilia se equivoca en sus análisis y conjeturas pero es una equivocación coherente, continua y sin fisuras que va construyendo un mundo en donde ella es el centro y la víctima. Cristina Feijóo desarrolla en Los puntos ciegos de Emilia una voz sufriente. Una de las características de la novela es el tono de temor continuo de la voz protagonista. Para Emilia la vida es una carrera de obstáculos y amenazas. Y aquí se me ocurre recordar la frase de Brecht que dice que un fascista es un burgués asustado. Y un burgués asustado (o sea un fascista) es capaz de matar cuando siente amenazado su status quo. Hay dos escenas que ponen de manifiesto claramente cual es la apreciación que Emilia tiene sobre las clases populares, sobre lo que en el imaginario de clase media se conoce como “los negros”. Una es la marcha de los familiares de las víctimas de Cromañón, en donde los cuerpos de los manifestantes asquean a Emilia. La otra es la del viaje en colectivo en donde Emilia teme ser violada por el chofer y saca una navaja para prevenir un ataque

que nunca ocurre. La destreza narrativa de Feijóo hace que esta escena aparentemente inverosímil no lo parezca. Digo inverosímil porque Emilia es una señora sensible, profesora de piano, que practica Tai Chi Chuan, preocupada por las formalidades y protocolos familiares… ¡Y lleva una navaja en la cartera! Me parece que en esta escena está la clave del personaje y de la novela porque condensa la violencia que puede generar el miedo. Con una prosa veloz, virtuosa y precisa, de narradora experimentada, Cristina Feijóo creó un relato que no puede dejar de leerse. Como Puig, utiliza técnicas del melodrama y del folletín. Pero a diferencia de Puig, que utiliza una multiplicidad de voces, trabajando con el estereotipo, Feijóo ahonda en los matices paranoicos de su protagonista en una escalada que termina, por supuesto, con una violación y asesinato, en una tradición bien reconocible dentro de la literatura argentina que va desde El matadero de Echeverría hasta Cabecita negra de Germán Rozenmacher. O sea: los cuerpos violentados son el campo de batalla de la lucha de clases. Así, en Los puntos ciegos de Emilia, Cristina Feijóo ficcionaliza la política desplazándola del centro de la historia, pero haciendo que cumpla la función de andamiaje del texto. Desde este punto de vista, la novela se puede leer como una parodia de la así llamada literatura femenina. Emilia ve cómo el príncipe se transforma en sapo y las conductas cotidianas en hipocresía. Finalmente, el golpe de gracia con el que el lector descubre la sutileza satírica que late en la novela está en el sueño final de la protagonista, en el que un lujoso vagón de tren nazi es saqueado por rastafaris.


VIERNES, 14 DE OCTUBRE DE 2011

“El temblor del hijo”, por Felipe Benegas Lynch | BOCADESAPO | RESEÑAS

Materia dispuesta, de Juan Villoro. Buenos Aires, Interzona, 2011, 280 páginas.

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nterzona publicó este año por primera vez en Argentina la segunda novela de Juan Villoro, Materia dispuesta, que viene a sumarse a Llamadas de Ámsterdam, Los culpables, Filosofía de vida y 8.8 El miedo en el espejo, publicados por la misma editorial. La creciente presencia del mexicano en nuestro medio literario y cultural es algo para celebrar. Me introduje a su obra a través del cuento “El mal fotógrafo”, que encontré casualmente en el sitio http:// www.letraslibres.com/ y a partir del cual me mantuve atento para leer más de aquel sobrio y efectivo cuentista que había descubierto. Luego leí algunos de sus ensayos críticos (sobre Rulfo, sobre Saer), descubrí su lado futbolero, otros cuentos y finalmente las novelas. Materia dispuesta, junto con la crónica intempestiva “Mi padre, el cartaginés”, publicada en la revista Orsai, son los más recientes rastros de Villoro que han llegado a mis manos. Ambos textos confirman mi interés por su escritura y revelan la coherencia de una obra que sigue creciendo bajo distintas formas y medios. El padre, como ya se perfilaba en “El mal fotógrafo” y se confirma con la reciente crónica, es uno de sus temas predilectos. Allí Villoro se pregunta: “Hasta dónde podemos recuperar una memoria ajena? ¿Es posible entender lo que un padre ha sido sin nosotros? Ser hijo significa descender, alterar el tiempo, crear un desarreglo, un desajuste que exige pedagogía, autoridad, transmisión de conocimientos. ¿Podemos entendernos como contemporáneos de nuestros padres, ser intempestivos a su lado?” Villoro alude a lo contemporáneo en diálogo con el texto de Agamben “¿Qué es lo contemporáneo?” (el artículo está disponible en el número 10 de BOCADESAPO), que plantea que los “mejores testigos de una época” son aquellos que “adquieren distancia para entender lo actual ‘en una desconexión y en un desfase’”. Lo suyo es una pregunta porque no debe haber forma de inmersión en una época más radical que la de ser hijo. Sin duda es difícil ser contemporáneos de nuestros padres; el tema del padre, sin embargo, excede el interés biográfico, autobiográfico o de cronista, es un motor de escritura que parte de lo más íntimo y se convierte en una herramienta de indagación. En la misma crónica dice: “Escribir significa desorganizar sistemáticamente una serie, el alfabeto. Del mismo modo, evocar significa desorganizar sistemáticamente el tiempo. ¿Hasta dónde debemos hacerlo?” Villoro busca en los recuerdos los hilos de sus histo-

rias. En el territorio inestable de lo anecdótico, “la molesta realidad complementaria” que “se derrumba en escombros”. Porque, de alguna manera, todo se derrumba: lo vivido y lo imaginado, y entre las pilas de materia dispuesta para el relato buscamos la huella de aquello que sea “definitivamente real”. Esto es lo que sucede en Materia dispuesta. La escritura de Villoro somete a temblor a todas las realidades parciales y se arroja como una piedrita al pozo de lo definitivo, de donde vendrá, si no una respuesta, al menos una resonancia que nos sitúa en un plano vasto pero certero. La búsqueda del padre y de la infancia son vertientes fuertes en la novela. El padre es el que puede irse, el que se ha ido, el que ha muerto, el que morirá. La infancia es esa identidad profunda que se ha perdido. Y todo conduce al tema de la identidad, a ser más verdadero detrás de las máscaras de lenguaje que se atraviesan a medida que crecemos. Hay un “desfasaje de las representaciones con la realidad”. El personaje se pregunta: “¿podía ser el mundo tan distinto a sus promesas?” En ese sentido el padre es una promesa que se va desmoronando. (“¿Por qué nunca le dijo a su padre que de niño confundía a los temblores con sus pasos?”) Del mismo modo el sexo, la religión, la justicia, el deporte: todo se presenta como una versión equívoca, hollywoodense, que poco a poco se revela falaz. Pues siempre hay “un relato que va más allá de la palabra”. Escribir es buscar la identidad en los lenguajes, atravesarlos y buscar sus límites. El narrador de Materia Dispuesta (Mauricio Guardiola) se debate entre la primera y la tercera persona, saltando sobre el abismo que significa pasar de la identidad de niño a la de adulto. ¿Qué permanece en ese salto? ¿Quién es “yo”? ¿Quién es “él”?: “Busqué algo que decir pero Mauricio se me calló. Me detesté en él. No teníamos voces. La vida me iba a brindar un tono en el que ya no era posible decir ´más mejor´ ni ´demasiado bueno´ pero en ese momento ni yo ni Mauricio tuvimos boca, algo se separaba y el tío me pedía, nos pedía, seguir ahí, ayudarlo, así fuera con un regaño. Sonreí canalla, como anunciando un duro escarnio; él aguardó, desafiante, pero no hubo voz. Yo quería seguir ahí, recuperarme, decir las blandas tonterías que susurraba al oído de mi madre y la hacían feliz, y luego repetiría en otros oídos como una imitación del que ya no era, como quien pide asilo en el tiempo, volver atrás, ser el que confió tanto en la hierba y miró el techo como


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si siempre fuera a estar ahí, regresar a esa zona rota, mejor: rompida. Mi lengua pesaba, como algo que se degolla, se forza, se torce. Un simple insulto bastara para que el tío sonriera. Quise que lo dijéramos. Algo. Lo que saldría. El tío aguardaba lo que fuera, la voz destemplada, el arranque gutural. Yo quería quedarme. Pero la garganta de Mauricio tragaba silencio, rompida. Asquerosa.

Definitivamente rompida.” El alfabeto se descompone como la identidad: en la transgresión se deja oír el sonido del desgarro de crecer, de ver que el padre mítico se vuelve vulnerable y cae, tan real como la muerte, donde otras realidades empiezan a florecer.

MARTES, 11 DE OCTUBRE DE 2011

“La importancia del artista”, por J. S. de Montfort

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Al infierno con la cultura, de Herbert Read. Introducción de Michael Paraskos. Traducción de Magalí Martínez Solimán. Ed. Cátedra, Madrid, 2011, 303 págs.

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l infierno con la cultura de Herbert Read (1893-1968), uno de los principales críticos y teóricos del modernismo del siglo XX, es un libro publicado originariamente en 1963, cinco años antes de la muerte de su autor y que por diversas razones ha quedado –desde entonces- un tanto en el olvido. En el prólogo fechado en 2002, Michael Paraskos, de la universidad de Hull, señala el revanchismo y la envidia por parte de los historiadores, pero también el creciente predominio de la crítica marxista –a partir de los 70´s– como razones para tal silenciamiento. El libro de Read se compone de 14 ensayos de aliento platónico y que versan sobre diferentes temas, siendo la concepción de lo cultural, el valor del artista o la democracia, algunos de ellos; pero, sobre todo, una crítica severa al marxismo los cruza en su totalidad. En menor medida se ocupa Read de asuntos tales como la pornografía, la contribución del arte a la paz o el éxito económico y social del artista. Lo que a mí más interesa del volumen y lo que me parece todavía válido para nosotros, más allá de los alegatos contra ideologías lejanas (no sólo se ocupa el autor de criticar el comunismo sino también el fascismo), es la función que Herbert Read asigna al arte, la de “surtir un efecto moral como acción y no como persuasión” (p. 300). Tal efecto tendría un carácter universal y solidario, además, pues según Eric Gill “cualquier ser humano es un artista en potencia” (p. 208). En el propio acto de la creación, según opinión de Read, encontraría el hombre su felicidad, una “sensación de eudemonismo o bienestar” (p. 296). Claro que no se olvida del valor diferente de la obra de arte, y así, asegura igualmente Read que “sólo unos pocos podremos llegar a ser grandes artistas” (p. 209); diferencia Read entre el talento –que todo el mundo posee– y la genialidad, una alteración no representativa. Tal diferencia hace que el genio esté menos sujeto a la influencia del Zeitgeist. Con ello, sería éste capaz de conjugar bien las contradicciones de su época, nos dice el

crítico inglés, y generar esa tensión que las equilibraría. Para ello aboga Read por una “educación artística”, que no solo inculque “conocimientos intelectuales” (p. 180), sino que consigne valor a una “educación instintiva” que desarrolle “los impulsos creativos y apreciativos” (p. 139) del individuo y que sea, al tiempo, una suerte de “educación de la sensibilidad”. Siendo la ideal una sociedad en la que todos son potencialmente artistas, Read propone como alternativa al liderazgo de los poderosos y a la intromisión del Estado “la responsabilidad colectiva” (p. 130), gracias a la cual se instauraría una nueva cultura que “tiene que venir desde abajo” (p. 144), fomentada por el impulso autoexpresivo, del deseo individual de distinguirse creativamente. Los hombres así, se realizarían en la comunidad, y no a pesar de ella. La falla de la democracia, para Read, se basa justo en esto: en que no alcanza “un modelo integral de sociedad” (p. 115) por culpa de la dependencia de los líderes. Según Read (haciendo eco a Shelley), sólo el arte puede ser quien lidere una sociedad libre y crítica, puesto que la moral “es un sentimiento grupal […] de cohesión” (p. 119) y es el artista quien hace “que el grupo sea consciente de su unidad” (p. 43). Para la consecución de tal fin, Read propone una sociedad natural, regida por una “economía que ya no sea competitiva”, una sociedad no política, sino gremial y descentralizada, no regida por la ambición personal. Una sociedad que garantice “la máxima utilización de [la] riqueza inherente” (p. 101) procedente del talento individual, pero con fines colectivos (p. 103), en la que el Estado participe como mero árbitro. Hemos de fijarnos, dice Read, en la cultura de antes de los romanos, pues fueron estos quienes la convirtieron en un bien de consumo, y es que el capitalismo se ha servido de la cultura (especialmente del diseño) como subterfugio no solo para incrementar sus márgenes, sino para tratar de dar salida a los excedentes de su producción, “embelleciendo” los objetos. Debemos con-


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fiar, pues, en una cultura al estilo de los griegos, nos dice Read, una cultura que no sé de por añadidura, sino que sea “el estilo de vida en sí mismo” (p. 52) y así hemos de “simplificar la vida (p. 131). Hay algo candoroso en la propuesta de Read, desde luego, y mucho de soflama y de afirmaciones severísimas que no quedan siempre satisfactoriamente desarrolladas en el texto, pero aun así, no es menos legítimo y pertinaz (y una necesidad contemporánea) su fe en la virtud social del arte, su confianza en el futuro; su idea de que el arte

“es un índice de vitalidad social” (p. 35). Más allá de las falencias de su discurso (y es que algunos ensayos se contradicen con otros), deberíamos quedarnos con ese dictum suyo (y que yo aplaudo y secundo) de que “la vida sin arte sería una existencia carente de gracia y embrutecedora” (p. 73), y es por tal entusiasmo veraz que merece la pena leer el libro, hoy.

SÁBADO, 8 DE OCTUBRE DE 2011

“Juegos rabiosos”, por Jimena Néspolo Sobre El juguete rabioso. Fanzine de fake, remake y ensayo ficción. Nro.1, Barcelona, marzo de 2011. Ideado y dirigido por Jorge Carrión.

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i vamos a vaciar las palabras hagámoslo bien dijo paz borges laberinto dijo te amo y luego no no fue así después vino la rana rené y el corazón hacedor en la tapa el contrato de cincuenta pero antes ella había dicho shhh lo difícil es ser trapecista si no pregúntenle al del pico de paloma al monstruo de cara de mandioca la otra es crepitar como quien no quiere la cosa y sacar versos flacos copiarse hasta los puntos y las comas pero las citas hay que paginarlas si no guardate tus versos en el culo la hermanita fuera de campo no era monja hacía faKiu con el anular pero anillo no tenía para detenerse en los semáforos le pedía permiso a su padre hay que tener carro andar en bicicleta no sirve seguí tu camino dijo escribió una novela y luego que sí que no que caiga un chaparrón todos girando alrededor de su paraguas pero no llovía nunca ni una gota verdadera la enemiga de sí la enfermedad es un cáncer de huevo o lepra en las alcantarillas lo otro que lo canten los eunucos a llorar a la iglesia dar pena a las madres piedad a las piernas macetonas de la virgen de los deseos jiji-jojo ponéte tiradores si se te cae conseguíte muletas para vivir tenía que mostrar su bombachita y el chorongo plantado frente a la pantalla alfa skypeemos decía yo soy poeta y vos mi mona chita y el enano pelado en las alforjas tengo a messi entre las piernas gemía la Malinche que quería ser alemana dale nena arreglate el pelito para salir en la historieta ay querida a vos te chifla el coño ahora se estila reciclar la basura no te enteraste? lo demás tiráselo a los perros o hacéte actriz de varieté para pagar la olla callen al dj sonso por favor ya no lo soporto que carajo puso? no que no escucho qué dijo el peruano que buenos aires era qué que no le había dado un bautismo del tamaño de sus versos? que el renacuajo de la infancia se fuera adónde? ah malaaaaya cométe esta chamusquina del forro de mi raqueta ninja sí sí lo que escuchaste ya voy para la sextina Pimpinela soportándote

monito las pelotas a mí se me respeta dijo Gatica y encima éstos en orgía ramillete 666 como las hormigas ni para copiarse sirven mirá que darse corte de físico experimental con la bota del rey Juan Carlos en la cabeza hay que ser palurdo si vamos a vaciar empecemos por la a y vayamos a la zeta si no prendé la tele y la novela de las tres o hacéte la paja de Bataille junto al cadáver de tu madre todo patas para arriba pero pero sabés? en el cuarto siempre colgaba el póster de Paris Hilton ay nene cuando seas mayorcito quizá no no a mí déme un cortado y una pistolita de tulula el virgin rolex que se lo quede Bigotes con alguien tiene que hablar cuando hace sus necesidades y lo demás pero si no hace nada apenas lava los platos por eso por eso lee y lee y siempre entiende lo mismo esa es la enfermedad si le mandó limpio en la jeta la duquesa toma el té a las cinco y él se come los mocos o inventa nuevo perfil en facebook te monta un show con los muertos de la temporada que ni te cuento a mi déme dos si ni siquiera puede darse vuelta como media sucia pero sabe de cada día levantar un acta o viaja a la china y luego la novia se pone a orar para que no la olvide y todos descifrando el fraile el guardián en el centeno ana karenina pulgarcito y los cuatro fantásticos quédese con el vuelto como leopardo al sol la momia un jeroglífico y luego otro y otro y siempre la misma historieta es que no tienen a otro comiquero? acá hay miles con el relojito de la especie en el bolsillo lo demás es papel mojado probrecita cenicienta su príncipe era un sapo su estudio una calabaza no obstante así chofer disculpe chofer yo me bajo acá mucho rere mistake y dada pero a este paso no llego nunca el aburrimiento me mata no no es lo mismo un gato montés que te montés a un gato no te cuelgues de mis tetas argentinas porque así tal y como estamos sí sí en esta parada cuando quieras mi casa es tu casa gracias es ley la enemiga de mí el té lo toma a las 5 y ahora? no te leerá esquizo


JUEVES, 6 DE OCTUBRE DE 2011

“Algo parecido a un destino”, por Mauro Peverelli | BOCADESAPO | RESEÑAS

Hermosos perdedores, de Leonard Cohen. Traducción de Laura Wittner. Buenos Aires, Edhasa, 2010, 251 págs.

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n el curso de una investigación histórica sobre el pasado indígena del Canadá, y con el interés del narrador claramente focalizado en Catherine Tekaktwitha, una joven iroquesa que en el siglo XVII los jesuitas convierten al cristianismo y que luego es beatificada, el autor irá estableciendo los argumentos basales de una historia donde se conjugan el esfuerzo por reedificar las estructuras de aquel mundo sólo en apariencia extinguido con la exposición de un presente sentimental, donde se amalgaman la soledad de su vida cotidiana y la nostalgia de un ayer en el que resplandecen las tensiones de un triángulo pasional – triángulo que lo involucra a él, su esposa Edith, muerta hace años, y F., un amigo de la infancia, también fallecido, que será quien, en definitiva, manejará los hilos de aquella compleja relación en el plano sexual y en la implicancia que esto tiene en cuanto a los reparos morales, y las tensiones entre prejuicio y cierta liberación culposa de una sexualidad que la época (segunda mitad del siglo veinte) había puesto en discusión. En la exaltación de un erotismo desbocado, al que F. instiga sin miramientos a lo largo de todos sus recuerdos, la tensión se libra en cómo los límites que el protagonista se plantea no se conviertan en reparos de prejuicios ni de excesos. En esta línea, algunas reflexiones aparecen despojadas del prisma con que el humor social visualiza ciertos aspectos de una convivencia que a veces resulta ser más compleja que la simple sujeción a un sistema de códigos que todos deben respetar; para ello acude, entre otros, al ejemplo de la permanente voracidad consumista en la cultura capitalista, enfocada en el “segmento” del mercado adolescente femenino, que está siempre apelando a instintos sexuales tan humanos como inconfesables, y donde coexisten el fogoneo del deseo y su represión en un mismo dispositivo: “¿Y quién es ese que se arrastra entre los arbustos? Su profesor de química (…) porque es la goma espuma de su auto donde ella se recuesta, soñadora (…) Muchas y largas noches me han enseñado que el profesor de química no es simplemente un ladino. Ama a la juventud sinceramente. La publicidad corteja a las cosas lindas. Nadie quiere convertir la vida en un infierno. En la más agresiva de las ventas existe un sediento colibrí desgarrado de amor.” La trama también retoma permanentemente la investigación sobre aquel pasado donde Catherine Tekakwitha transita y sufre las consecuencias de su conversión, y con ella todas las dificultades de la penetración y la conquista a que los europeos sometieron a los pueblos originarios americanos, dejando entrever, en todas aquellas descripciones, la trascendencia de un sistema de jerarquías que

persiste de tiempos inmemoriales, donde culturas más poderosas ejercen el sometimiento y el dominio (optimizando sus metodologías según transcurren los siglos) a otras más indefensas. En lo que respecta a la estructura, el texto está compuesto de una diversidad de recursos y de formatos discursivos sumamente heterogéneos, pero el autor (no hay que olvidar que Cohen es un poeta y un músico internacionalmente reconocido, y que esta novela fue publicada originalmente en 1966) se las arregla para que en ningún momento prevalezca la disonancia; el relato, entonces, se mantiene en un único tono al que se podría asociar con un adagio a la vez lírico y dulcemente quejoso. Dicha diversidad de discursos contempla soliloquios, cartas, catálogos, notas al pie; se destacan, por ejemplo, un manual de conversaciones que Catherine Tekakwitha utiliza para avanzar en su conversión religiosa. También explica una canción, pero no su letra ni la moral de su discurso fónico sino que relata la respiración, el pulso de la conjunción rítmica y bocal en un experimento tan original como así también de una abrumadora lucidez. Los puntos sobresalientes de la novela aparecen en el desasosiego que le provoca al investigador encontrar que Catherine Tekakwitha es presa de la misma intemperie a la que terminan expuestos quienes (como él, como casi todos los seres) no logran poseer el arbitrio de los recursos necesarios para forjarse algo parecido a un destino, y también en algunas descripciones del erotismo que surge de sus encuentros sexuales con Edith, en las que logra una agudísima disección de los instantes que se encaminan hacia la consumación o el desencuentro a la hora de despertar las zonas erógenas: “Sus labios no eran gruesos pero sí muy suaves, sus besos eran flojos, como inespecíficos, como si su boca no pudiera elegir donde quedarse. Se deslizaba sobre mi cuerpo como una patinadora principiante. Yo siempre tenía la esperanza de que se afirmara en algún punto perfecto y anidara en mi éxtasis, pero seguía de largo después de posarse por muy poco tiempo (…) Quédate, quédate, quería gritarle en el aire denso del segundo subsuelo; vuelve, vuelve, ¿no vez hacia donde señala toda mi piel?” Prevalece, por sobre otras, al finalizar la lectura, la sensación de que son en definitiva las pasiones las que motorizan a las sociedades, las que trascienden los tiempos, las épocas, y las que se terminan proponiendo, al fin de cuentas, como el ciego sostén de una cultura que en los momentos más críticos acude a ese reservorio, núcleo distintivo de lo verdaderamente humano.


LUNES, 3 DE OCTUBRE DE 2011

“La tentación artefactual”, por Walter Romero | BOCADESAPO | RESEÑAS

El pozo y las ruinas, de Jimena Néspolo. Barcelona, Los libros del lince, 2011, 262 págs.

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imena Néspolo intenta aprehender en su novela-collage El pozo y las ruinas esa zona de magmática y ominosa atracción que llamamos punto ciego. Sus “modos de narrar” parecen multiplicarse en una quête que –siempre, en principio, ilusoria–, en este caso, da frutos de gran espectacularidad, colocando al texto en una actualidad no ya del orden caduco del (pos)modernismo, sino en la brecha de las artes del presente: a la manera en que los regímenes (post)modernos de la literatura revisan sus estatutos de representación frente a la forma en que hoy pensamos o ¿seguimos leyendo? eso que, desde 1800 aproximadamente, llamamos literatura: “Hay una sola historia que cada uno de nosotros puede contar, y si la cuenta bien, o cree que la contó bien, o que no podrá contarla mejor, ¿para qué insistir en la literatura?” Esta novela rastrea, casi agonísticamente, modos de doblegar la nostalgia aún vigente sobre las últimas formas de narrar: en una transición epocal, de la cual el texto da cuenta, acerca de cómo representar –assemblage narrativo mediante– este drama que, desde el hoy, se impone. Este gesto y esta interpelación de Néspolo, multiplicada acaso en muchas voces –impostadas o atomizadas, omnipresentes o retaceadas, asordinadas o brutales como un grito– y dispositivos varios, se hacen cargo tanto de la angustia, como de la tenacidad, con que se emprende la narración de una historia que se intuye inenarrable, o acaso titánica. Ni falsamente experimental ni instalada en una vanguardia snob, este texto “de quiebre” postula lo que de modo augural el siempre moderno Robbe-Grillet planteaba en la bisagra milenarista de 2000, bajo la forma aggiornada del self-voiding fiction y su entramado de equívocos y tergiversaciones en sus pliegues, despliegues y autodespliegues para e hipertextuales, que hacen del malentendido la única razón de ser narrativa: “En ciertos momentos la narración tomaba fuerza, vigor, pero luego, con la progresión del hambre, la escritura se iba también debilitando hasta automatizarse en señas elementales, otorgando a la aventura su revés de absurdidad.” Cada ardid (narratológico) de esta novela parece gritar esas inadecuaciones (o su “condición de incertidumbre”), para no dejar de ser nunca otra cosa sino la mostración de ese escollo, de esa (auto)disconformidad: diarios dentro de diarios, las fotografías y sus negativos, mensajes móviles de celular, narraciones en una primera persona fulminante, adustos informes periodísticos, diagramas, notas a pie de página, entrevistas como piezas teatrales o filosóficas y sus consecuentes didascalias, fechas de distintas y alternas temporalidades del presente, relatos de viajes,

el uso anodino o fetichista de las imágenes, la sátira menopea sobre el campo literario argentino, fotos con firma de autor, los anexos y sus addendas, los epígrafes poéticos, las notaciones y anotaciones difusas o recidivas, alteraciones tipográficas y otras (muchas) incrustaciones varias: “el odio, el orden que antes era exacto, ahora no encuentra sitio, lo que antes era uno, dos o cero, la que era mi mujer o mi familia, ahora es silencio, ropaje, máscara, locura, botella vacía” La novela ya no es más el género omnívoro, sino la gran charada de compleja dilucidación, que ofrece, a modo de fragante mostración, sus propios fracasos, al querer discernir las huellas de una realidad que –escrita con paisajes de Nazca, Oruro o de la cada vez más peripatética Mendoza (de Di Benedetto)– nos habla, sin más y, con gran rigor, de la gran “muesca humeante” de la “historia reciente” argentina, ésa que no acabará nunca de cerrar, y hay que narrar una y otra vez, en una reprise infinita: en un “recuerdo que se empecina en volver hacia delante”. Su protagonista, el apocopado Seg (ismundo), no es otro que un viajero (descentrado) en el hoy del Bicentenario, cuya profesión de fotógrafo, intenta absorber, desde su humilde trinchera “de revelado”, aquello que, en el encierro calderoniano en que muchos argentinos vivieron o fueron confinados, no se pudo o no se quiso saber, y recién ahora aflora. Eso que Néspolo da en llamar vida o las realidades reversibles de la literatura (o acaso, sencillamente y una vez más, vida y literatura) es “el gran teatro del mundo”, bien de este lado del mapa sudamericano: orográfico y confuso, multitasking y engañoso o pleno de los relieves (“estratigrafías del pasado”) que, en su novelesca traslación, la autora ausculta con vigor, pero con asumida decepción final: la “realidad” no es tanto un único pozo sino muchos sumi o chupaderos y, más que ruinas, su historia es el relato de una vasta despacialización que vuelve módulo todo territorio textual, haciendo de esta novela un objeto casi artefactual: el qué es el pozo, el cómo es la diversificada, sagaz y heteróclita ruina que Néspolo construyó, acaso con el mismo poder con que algunos pueblos alemanes, en el período diegético del romanticismo, no sólo le brindaban pleitesía a sus verdaderas ruinas, sino también se abocaban, con denuedo, a fabricar –y luego a venerar– ruinas que inventaban ex profeso allí donde no las había, volviendo verdadero, lo falso y lo ficticio.


JUEVES, 29 DE SEPTIEMBRE DE 2011

“La sopa del dolor”, por Jimena Néspolo | BOCADESAPO | RESEÑAS

Caudal, de Rafael Rubio. Santiago de Chile, Editorial Pfeifer, 2010.

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ay una escena recurrente en la obra del poeta chileno Rafael Rubio (1975); una escena que en esta lujosa antología que reúne treinta y tres poemas pertenecientes a los libros Arbolando (1998), Madrugador Tardío (2000) y Luz rabiosa (2007), más un inédito escrito a mano alzada y reproducido como tal en la página final (“Queja”), se hace particularmente evidente. Se trata de una escena familiar condensada en los siguientes versos: Mamá, cuchillo, plato ¡Tenedor! (se convocan unánimes). Las una de la tarde blasfema: el comedor. Afuera, la terrible calma hambruna. Abajo, entre las patas de la mesa la hermana busca la migaja: huérfana la espalda ¿refunfuña? –de tristeza– (Recóndita) la madre sorbe el plato sin levantar los ojos ¿rabia? ¡rabia! ¿Y esta mosca que zumba sin recato entre el vapor feroz que se encarama? Esta escena que remite a un “Almuerzo familiar”, como el título del poema indica, vuelve una y otra y vez para dibujar el abanico de padecimientos de un sujeto poético autodefinido en su orfandad en metáforas, onomatopeyas y sinécdoques: “A la sopa me asomo (improvisado/ espejo) para verme. Y sólo veo/ la cara de mi padre que me mira/ desde el abismo funeral del plato” (de “Plato”) O: “La mesa mira sillas irreales./ Se está quedando sola y aburrida” (de “La mesa”). O: “Qué profunda la sed que se te enrosca/ como una mala madre. Y qué rotunda/ la piedra que te habita” (de “Segunda elegía”). Cualquier relación con la historia personal del autor es forzada y no. En el prólogo que acompaña este volumen, Floridor Pérez nos informa que Rubio pertenece a una familia de poetas inaugurada en los años 50 por el abuelo Alberto y continuada en los 80 por el padre Armando, muerto tempranamente. Genealogía de sangre y genealogía de tinta se confunden, así, en esta obra para tramar una poderosa voz elegíaca vuelta sobre el mundo “temblando de ira”, pero extremadamente autoconciente de la tradición de la que surge y a la que vuelve con un lenguaje no aprendido sólo en “casa”, sino también en una “heredad mayor”. Se trata de una voz en la que se puede encontrar tanto el cordón de afectos y desafectos que subsume a toda la poesía chilena como además, por ejemplo, al descerrajado César Vallejo, según se observa

con claridad en este “Primer puñal” de Luz rabiosa: “Pst padre. Pst hermana. Pst mamita./ ¿Qué les pasa que nadie me responde?/ Ya pues, qué les pasa.” Pocos poetas hoy pueden hacer gala del dominio técnico que Rafael Rubio esgrime al punto de atreverse con el verso yámbico, el soneto, las sextinas, explotar las similicadencias o construir un verdadero manual de instrucciones sobre “El arte de la elegía” con una potencia fundacional verdaderamente inaudita: (…) No es imprescindible que el mundo se entere de tu ruina pringosa, pero si el poema lo requiere así, confiésalo pero que sea solo una vez: de tu dolor da cuenta tu silencio. Arrasarás con todo lo que obstruya la lectura fluida del poema, entenderás, al cabo, que el silencio es la onomatopeya de la muerte, has de darle lugar en la elegía. Así evitarás la asfixia del lector. Has de expulsar los ripios, con un látigo: no entrarán en el templo de tu padre fariseos ni ciegos mercaderes de la palabrería. Barrerás con todo lo que no contribuya al despliegue lujoso de la retórica y lo demás entrégalo a los perros. Entenderás por fin que una elegía es cosa de vida o muerte. (“El arte de la elegía”) Los versos de Rafael Rubio se desenvuelven con una musicalidad intensa, acompasada, que mima el sonido de los cascos de un caballo al galopar en el desierto de un arte asumido como asunción mística. No por azar el poema manuscrito con que se cierra el libro ostenta estos versos finales: “Dale muerte al caballo, si eres gallo./ Y que después del rayo, zumbe el trueno.” Pero en ese “mientras tanto” que es la vida, estos versos encuentran su fuerza en un sujeto poético capaz de “relincharse”, “nacerse”, “hacerse puerta”, “vivir azotado por una enfermedad llamada madre”, “ser la desesperación de las estatuas”, “subir para abajo”, “ser cascajo”, “ser carajo”, “relámpago desierto”, “mal vigía de mi huerto” (de “Autorretrato”, “Resurrección”, “Sextina primera”, “Misa”).


Es también una poesía sabia, vital, que al “barato lloriqueo” de los “pobres de espíritu” (“Si hablas de tu padre será con rencor/ y no con el barato lloriqueo/ de los pobres de espíritu.” De “El arte de la elegía”) le planta el grito cimarrón de un Zarathustra más hambriento que el hambre, que se niega a tomar “la cuchara blasfema, retorcida de ira en los manteles”, a sentarse “en la funesta cabecera ante el chirrido atroz de los cuchillos” (de “Escena familiar”), que se sabe herido de muerte y de furia, pero aún inevitablemente vivo:

No tenemos pavor, pero sabemos que en toda palabra palpita la voz de un demonio a la hora en que la noche anda rondando los signos. (…) Tenemos hambre, es cierto, pero hambre de hambre (no venimos a entregar el azufre ni el oro en fin, los oropeles de la mendicidad). Yo escribo porque tengo una llaga que me mira una herida parecida a tu cara pero sé que tu sangre es mi sangre y mi furia es tu furia. (de “Misa”).

MARTES, 27 DE SEPTIEMBRE DE 2011

“Narratividad y empatía”, por J. S. de Montfort Culturas de la empatía, de Fritz Breithaupt. Traducción de Alejandra Obermeier. Katz Editores, Madrid/Buenos Aires, 2011, 287 páginas.

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ritz Breithaupt (1967, Meersburg, Alemania), fiel a la mixtura de sus actividades profesionales como profesor adjunto de Ciencias Cognitivas y de Literatura Comparada en la Universidad de Indiana (USA), nos ofrece en su libro Culturas de la Empatía una suerte de teoría híbrida entre la narratología y la neurociencia para explicar el modo en el que el ser humano es capaz de hacer uso de la capacidad empática, como “instrumento central para generar la moral” (p. 267). El libro está dividido en cuatro partes, siendo las tres primeras una suerte de recopilatorio de lo investigado por las ciencias cognitivas hasta el momento, punteado por las acotaciones de Breithaupt. Así, se nos habla en primer lugar de la producción de la no similitud, pues es gracias a ésta que la similitud “puede ser canalizada y regulada” (p. 32). Aplicado a la literatura, y tomando como ejemplo el Iluminismo del siglo XVIII, propone Breithaupt que la empatía se bloquea a través del Yo, puesto que el Yo, surgido gracias a la construcción de la individualidad, “privatiza al individuo, lo priva de la capacidad de comprender al otro” (p. 81). Esto provocaría que la narrativa hubiese desarrollado dos estrategias: la producción activa de similitud (“privilegiar aquellos plots que provocan situaciones extremas en las que todos sentirían o actuarían igual” p. 82) y la instrumentalización de un Yo singular para conseguir la atención del lector, y así el interés por la no-similitud del personaje. Para que se dé la empatía –según la Theory of Mind– son necesarios unos presupuestos, nos dice Breithaupt en la segunda parte del libro: que lo observado constituya un hecho único, que ocurra en una situación claramente determinada y que exista la presión sobre el individuo para que éste tome una decisión. La reacción del observado, además, debe ser predecible imaginariamente. Lo importante del caso, nos dice Breithaupt, es que el observador

sea capaz de narrativizar la escena mediante un proceso sencillo, gracias al cual será capaz de comprender las emociones, el pensamiento y los planes del otro. El tercer bloque del libro se centra en el poder y en cómo este influye en la empatía. Breithaupt lo analiza al respecto del síndrome de Estocolmo y encuentra que en tal caso la empatía no sería un fin en sí mismo, sino un “instrumento concreto para mantener en pie la comunicación” (p. 124), y salvar la vida, claro. A través de la teoría del chisme de Dunbar, Breithaupt indaga en los usos sociales de la empatía, viendo que hay una “necesidad social para mantener el propio status” (p. 134). Así, según Anna Freud, se reprimiría la propia perspectiva, se reconocería la del otro como única y uno acabaría viéndose a sí mismo con los ojos del otro. Con ello, se consigue invisibilizar el interés propio –en un modo mimético–, y el Símismo “se transporta a una identidad social” (p. 138). La empatía cumpliría funciones estratégicas en espera de un beneficio que, comúnmente, se suele aplazar en el tiempo. En la última sección nos habla Breithaupt de la empatía narrativa propiamente dicha, asumiendo que “la capacidad de filtrar, limitar y bloquear la empatía es un mérito de la cultura” (p. 151). Para ello, el ser humano haría uso de dos mecanismos simbióticos: la toma de partido, que está unida a una situación de conflicto en particular y se opone a la identificación que es total e independiente de la situación, y la narración, pues según el autor tomamos las decisiones que pueden relatarse mejor. Este pensamiento narrativo diferenciaría a los seres humanos del resto de primates, constituyendo una “forma (involuntaria) de la conciencia humana” (p. 184) y sería, además, su modo de auto-legitimarse. Al permitirnos pensar que las cosas podrían o podrán ser de un modo diferente, el pensamiento narrativo nos prepara para el futuro y tal alteridad sustenta la empatía.


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Breithaupt basa su acercamiento en ciertas tesis clásicas de Aristóteles y referidas a la tragedia griega, pero que, aplicadas a la narrativa actual, resultan problemáticas. Es el mismo inconveniente que tiene su –no por ello menos interesante– análisis del funcionamiento de la empatía en la narrativa realista del siglo XIX, comentando las novelas La Regenta (Clarín), y Effi Briest (Theodor Fontane). Según el esquema de la toma de partido de Breithaupt, el lector – cuando no se le permite la identificación ni tampoco la empatía (por tratarse de un personaje esquivo o con una identidad difusa)– o bien inventa para el personaje alternativas que no existen o bien procede a través de lo que Wolfgang Iser llama “espacio vacío” y posibilita que “el desconoci-

miento [del personaje] oper[e] como identidad” (p. 251). En resumen, Culturas de la empatía es un libro que se sustenta en una idea feliz y original, la de la empatía narrativa como sistema de toma de partido, para la cual busca Breithaupt unas mínimas bases científicas y una prehistoria y la cual demuestra a través de dos ejemplos fructíferos, pero de hace más de un siglo. Siendo que se presupone un conocimiento científico, proveniente –en parte– de las ciencias cognitivas, no es difícil argumentar decenas de ejemplos empíricos de la narrativa del siglo XX (sobre todo la postmoderna) que pondrían en serios apuros la validez universal de la hipótesis de Breithaupt. MARTES, 13 DE SEPTIEMBRE DE 2011

“Los dos lados de la trampa”, por Felipe Benegas Lynch Trampa de luz, de Matías Capelli. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2011, 96 páginas.

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na trampa de luz es un espejismo: uno cree estar afuera, deseando entrar, y de repente está adentro, sin poder salir. La atracción es irresistible, natural. Así se ven los bichitos que pululan sobre una lámpara incandescente en la portada de la novela de Matías Capelli. Así va su personaje, sin poder salir de la engañosa luz de ciertos vínculos que lo arrastran a un encierro destructor. Porque de pronto la atracción deviene laberinto y la Ariadna que debía guiarnos hacia la salida se aleja embarazada de otro. En la clausura del laberinto todo se empieza a descomponer. Para colmo, la idiosincrasia nacional suma al calor una huelga de recolectores y la podredumbre es general: “Hay bolsas destripadas pero algunas permanecen intactas, infladas y con gotas de humedad que se condensan contra el lado interno del plástico, aire y sudor de millares de gusanitos llevando adelante incansables el proceso de descomposición. No vienen de afuera, sino de la propia materia.” La novela es breve y nos conduce a través de la intensidad de un día, atípicamente caluroso para agosto (“la sensación térmica ya bordea los treinta y cinco grados”), un día que es casi un descenso infernal (“ese veinticuatro de agosto la ciudad es un infierno”) y que nos llevará junto al abatido personaje desde la mañana en que su ex (Ariadna) decidió pasar a devolverle la plata de las vacaciones (y, de paso, comunicarle que está embarazada de otro), al amanecer del día siguiente, que lo encontrará dentro de un Chevette tan deteriorado como sus vínculos familiares, donde la luz destella, quizás, como un arco iris lejano, como una grieta de salida en el laberinto, o como una trampa más de la luz, quién sabe. La pregunta –para los que no somos insectos y podemos formularla– es: ¿de qué lado nos situamos frente a los núcleos de atracción que nos depara la vida? ¿Por qué ir

detrás de aquella mujer? ¿A qué círculo social integrarse? ¿Ser empresario o profesor de gimnasia? ¿Cuál es el límite cuando se trata de dinero? El personaje se debate entre sus dos linajes en una ciudad que no ha dejado de ser el mapa de la desigualdad norte/sur. Al norte, la parte de su familia paterna que todavía juega a la aristocracia (“Una zona de alcurnia anacrónica en la que arboledas ocultan como bosques pequeños castillos”); al sur, él, que habita el departamento de su abuela materna, quien “despotricaba contra ellos”, los del norte, desde esa zona de riachos y puentes donde los intendentes gobiernan sus barrios como feudos en los que todo se decide de un modo oscuro y desigual. Él cruza las fronteras, atraído por erráticas guías femeninas que nos remiten también a cierta aristocracia literaria (Ariadna, Nadia, Albertina). De uno y otro lado roba: tapas de alcantarillas, teteras de plata, fondos fiduciarios. Parece haber aceptado que eso de que “el que roba al ladrón...” Pero no hay consuelo en esa frase. Los dolores siguen y la liberación podría encontrarse solo desde el centro de ese encierro, del revoloteo en torno a la luz del dinero, del afecto, de la contención. Una vez adentro, se puede salir. Esa es la gracia del descenso, de tocar fondo. De otro modo uno se estrella una y otra vez en el umbral. Capelli logra arrastrarnos detrás de los pasos de su personaje. Su novela es, de alguna manera, un relato iniciático: para el personaje, para el escritor y para el lector, que agradece el sutil ejercicio de la trampa bien entretejida. Desde la oscuridad del descenso, cuando la luz ya se ha revelado como trampa y engaño, podemos vislumbrar otra luz: “la silueta tenue de un arcoiris”, que es el opuesto de la trampa, un destello de intemperie que nos abre la posibilidad de un día más, un paso afuera del engaño.


JUEVES, 8 DE SEPTIEMBRE DE 2011

“Una profecía literaria sobre el genocidio judío”, por Anna Rossell | BOCADESAPO | RESEÑAS

Mía es la venganza, de Friedrich Torberg. Traducción de Lidia Álvarez Grifoll. Sajalín Editores, Barcelona, 2011, 114 págs.

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scrita y publicada por primera vez en 1943 en su exilio norteamericano, esta novela breve de Friedrich Torberg (Viena 1908–Viena 1979) –escritor, periodista (comentarista deportivo y crítico teatral)– constituye, junto a Der Schüler Gerber hat absolviert –El estudiante Gerber ha aprobado, publicada en 1930 en Viena–, uno de los mejores textos de su autor. La novela tiene la prerrogativa de ser pionera en su tiempo en enfrentarse al tema del genocidio nazi, adelantándose a los hechos históricos de los planes de exterminio, y sigue perteneciendo a la minoría de las que no tratan sólo de la actuación inhumana de los nazis y del tormento físico de los judíos, sino también de un dilema moral. Mía es la venganza, que se publica ahora en España junto con el relato El regreso del Golem, es un pequeño tesoro literario, pues sabe condensar en sesenta y seis páginas el período más negro de la historia europea del siglo XX a través de la biografía de un judío y de sus terribles vivencias en un campo de concentración. La novela es una pieza maestra de la narrativa breve, pues maneja con precisión la concisión significativa; raras veces tan pocas palabras glosan tanto: el dolor, la tortura psicológica y física, los planes nazis del exterminio de los judíos, los métodos de los torturadores, la reflexión sobre la venganza, la culpa, el exilio… A partir de la reiterada coincidencia de dos personajes en un muelle de Nueva Jersey en 1940 y de la conversación que entablan, Torberg construye el marco de los hechos que narra el protagonista judío a su interlocutor casual, quien a su vez nos los transmite. Rehuyendo todo sentimentalismo, el autor describe con un lenguaje lacónico, lúcido y conciso el sufrimiento de los internos del barracón de los judíos de un campo de concentración considerado “no tan malo”, a partir del momento en que destinan allí al sádico jefe del grupo de las SS Hermann Wagenseil como nuevo comandante. El núcleo temático de la novela lo constituye, como anuncia el título, el tema de la venganza, una discusión a la que se entregan los judíos del campo y en la que un futuro rabino defiende la de Dios como única legítima, remitiendo a las palabras divinas de la Biblia. Original y magistral es la estructura, que coloca el clímax al final, dando un golpe de efecto extraordinariamente sorprendente, que contiene la clave interpretativa y parece desvelar la posición del propio autor hacia la cuestión medular que plantea. El texto da fe del humanismo de Torberg, cercano al de Stefan Zweig. La edición que comentamos ha seguido el ejemplo de la alemana de 1968, que publicó la novela con el relato El regreso del Golem. La edición conjunta resulta adecuada

y justificada, no sólo porque el relato abunda en la misma temática, sino porque constituye un complemento de la novela, tanto informativo de los hechos históricos como de la propuesta que hace el autor respecto de la reflexión sobre la venganza. A lo largo de cuarenta y cinco páginas y tomando como punto de partida la leyenda del Golem, el autor vienés da cuenta de cómo funcionó el plan del jefe del Reich de las SS de reunir en Praga “todo lo que evidenciara la actividad infecta, infame y peligrosa para la humanidad de los judíos, y que permitiera demostrar que tenían que ser exterminados […]”. El llamado “Programa de Ilustración”, que consistía en diseccionar “científicamente” todo el material reunido para darle categoría de documento tras un estudio que condujera a las conclusiones deseadas que justificaran el exterminio, lleva a convivir y a trabajar conjuntamente a un grupo de nazis y judíos. También el relato resulta muy informativo al abordar un aspecto poco común en la literatura llamada del holocausto. Para quienes no estén muy familiarizados con ella será novedosa la diferenciación que hacían los nazis al conjeturar sobre su colaboración: “Algunos lo harían voluntariamente y con conocimiento de causa […]; algunos lo harían voluntariamente y sin conocimiento de causa […]; algunos lo harían por obtener ventajas personales; y a algunos probablemente habría que doblegarlos, o bien con promesas o bien con amenazas.” Todo un abanico del refinamiento de los métodos nacionalsocialistas plasmados en la estrecha convivencia entre verdugos y víctimas, una matizada diferenciación de actitudes entre la complicidad y la autodefensa de estas últimas. Friedrich Torberg, cuyas obras fueron prohibidas en 1933 con la ascensión de los nazis al poder, por su ascendencia judeoalemana, se vio obligado a emigrar primero a Suiza, en 1938 y después a los Estados Unidos gracias al visado que le procuró el club P.E.N., que lo protegió especialmente como autor alemán anti-nazi. De su exilio americano regresó a Viena en 1951. Ya antes de la guerra, en Praga y en Viena, Torberg frecuentó los cafés y las tertulias de los intelectuales de su tiempo, los mismos a los que acudían Hermann Broch, Robert Musil y Franz Werfel. Fue amigo de Egon Edwin Kisch, Alfred Polgar y Joseph Roth. Conoció a André Malraux, Bertrand Russell y Ernst Toller. En el exilio frecuentó el círculo de emigrantes de Hollywood que acogió a Lion Feuchtwanger, Thomas Mann y también a Bertolt Brecht, a pesar del anticomunismo que caracterizaba al autor vienés. Mía es la venganza es la primera obra suya que se publica en España.


SÁBADO, 3 DE SEPTIEMBRE DE 2011

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“Una reunión de lectores en la Librería Argentina”, por Silvana López

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El efecto Libertella, Marcelo Damiani (comp.). Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2010, 224 págs.

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a H con la que comienza el “Prólogo” de El efecto Libertella torna los sentidos indecibles. Podrá ser, entre otras, la H de Héctor Cudemo, el protagonista de sus ficciones, o de Héctor Libertella, ambos nacidos en Bahía Blanca, el 24 de agosto de 1945, o la H de la firma del escritor rubricada por el artista plástico Eduardo Stupía. Una H que dirime el rastro, la huella, de un fantasma, de un lugar que no está ahí y de una poética diluida en una multitud de formas que se confunden en distintas redes botánicas que, como lectores de Libertella, tratamos de localizar, de identificar, de ontologizar, aunque siempre se fuguen sin dejarse aprehender pero cuyas persistencias hacen visible los espacios y las obsesiones libertellianas como si su escritura insistiera, sin cesar, en el trazo de un centro sin lugar y en desplazamiento. El efecto Libertella reúne un conjunto de artículos, compilados por Marcelo Damiani, que asedian tanto la poética libertelliana como las figuras del Libertella amigo - escritor/lector - post-hombre. El texto exhibe, de ese modo, múltiples abordajes de legibilidad de un estilo singular de concebir la literatura y de una obra que dialoga, como señala Raúl Antelo, con “lo informe”. Los diferentes artículos, en una tensión entre el lenguaje de la crítica y la literatura y las formas de la amistad, dan cuenta de una ética del escritor que supone, en ese sentido, una poética: literatura y vida constituyen la cifra de Héctor Libertella. Así, César Aira se da cuenta de que con él muere el último escritor de la vieja raza, “de los que preferían la miseria a concederle a la respetabilidad un solo minuto de su vida”. Esa perspectiva se entrelaza con la lectura de Ariadna Castellarnau en la que filia a Libertella con Macedonio Fernández, escritores cuyo linaje tiene por “seña de identidad la autodisolución”. Libertella practica tanto la diversión en “lo oscuro”, en la hermesis verbal, en “un querer llegar casi al silencio” –Ricardo Strafacce– como “el deleite de desquiciar las palabras” mediante los procedimientos de re read, re petition, re read, re petition petition, que utiliza Jeremy Munday en su traducción al inglés de “Nínive”. Una escritura “agonística” que aprende a “desfasarse” y ser experta en el “destiempo” –Martín Kohan–, “la negatividad de la negatividad” –Damián Tabarovsky–; una especie de “oblicuidad” en el gesto escriturario que “vuelve vieja la parodia y tarada a la vanguardia”, procedimientos que constituyen el único modo de toda “revuelta crítica auténtica” –Laura Estrin–. La literatura de Libertella se traza en “los restos”, en “las ruinas” –Maximiliano Crespi–, en las huellas

de la letra, “la patografía” –Martín Arias– o enfermedad de la letra, de la letra-Heroína. Su poética se constituye en complejos entramados genéricos que perturban las tipologías y las preceptivas tradicionales –Alan Pauls– produciendo un singular “efecto de lectura” –Ariel Idez–. Pedazos, trozos, sonidos, trinos, que transmigran de texto en texto diseñando una poética cuya potencia y flujo narrativo está constantemente entrelazándose en un magma escriturario que se abre a posibilidades de sentido incalculables. En esa dirección, la transmigración y (re)aparición de los distintos nudos narrativos tienen algo de desaparecido en la aparición misma como reaparición de lo desaparecido. Ese efecto espectral también se lee en los procedimientos de des-originación de la enunciación y en los indicios autobiográficos que exhiben los textos. De allí que el gesto más auténtico de Libertella sea el de compartir la firma con Eduardo Stupía; ante esto, como lectores de literatura, escribe Tamara Kamenszain, “estamos irremediablemente perdidos”. Es posible afirmar que al escribir de otro modo se comienza a leer de otro modo. Los protocolos de lectura que se enuncian, se dicen y se des-dicen, afirman y desafirman, vacilan y/o suspenden en los distintos ensayos de El efecto Libertella apuntan a ocupar el vacío de esa H, el trazo de un entramado indiscernible de lectura y escritura de una masa literaria, que Marcelo Damiani, con lucidez, inscribe en el comienzo del texto. De ese modo, los escritores construyen un volumen que abre distintas líneas de lectura de la poética libertelliana, sin pretensión de agotarla, tomando el riesgo de ir rumbo al impensable cero o siguiendo el destello de lo que Libertella escribe en una carta: Mira, Lorenzo, es un salto sin red abajo… un viaje sólo de ida.


MARTES, 30 DE AGOSTO DE 2011

“Un sutil aleteo por la muerte”, por Natalia Gelós | BOCADESAPO | RESEÑAS

Recuerdos de un callejón sin salida, de Banana Yoshimoto. Traducción de Gabriel Álvarez Martínez. Buenos Aires, Tusquets, 2011, 216 páginas.

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or qué ahora se me da por escribir cosas tristes, que tanto me cuestan?”, se pregunta Banana Yoshimoto en el epílogo de Recuerdos de un callejón sin salida. La autora de Kitchen (1987), novela que escribió cuando tenía 23 años, presenta ahora cinco relatos impregnados todos de una tristeza pulcra, de un aleteo melancólico que motoriza la acción. En estas historias, la escritora japonesa teje mundos que, distantes entre sí, se encuentran en la figura de sus protagonistas: mujeres jóvenes, independientes, preocupadas por el sentido de la vida. Y es quizás ahí, en la manera explícita en la que se lo cuestionan, que los relatos de Yoshimoto se debilitan. Más allá de esa introspección a veces un tanto almidonada, al leer estos cuentos queda claro que esta mujer es una narradora efectiva. Sus historias, en las que a veces gana la amargura, a veces, una felicidad templada, transcurren con agilidad. Son cuentos narrados con destreza. En “La casa de los fantasmas”, Yoshimoto cuenta una historia de amor entre dos jóvenes. No es una historia pasional, es, por el contrario, algo que se cuece a fuego lento, a través de años y de distintos cambios en el cielo. Son Secchan e Iwakura, un chico y una chica hijos de dueños de restaurantes, que se debaten entre seguir o no con el designio familiar. Eso los une en una relación que en principio es anodina, y luego adquiere intensidad, que crece a partir de encuentros en la casa del chico, en un viejo edificio habitado por fantasmas. En “¡Mamáaa!”, Masuoka, que trabaja en una editorial, se intoxica con alguna comida y, cerca de la muerte, repasa su infancia y, por supuesto, su lugar en el mundo. “La luz que hay dentro de las personas”, por su parte, es la historia de una Mitsuyo, una joven escritora que recuerda su amistad con Makoto,

un niño rico –obviamente, triste– hijo de un pastelero. La suya fue una amistad infantil en la que la tragedia quiebra su ritmo taciturno y muestra cómo los caminos que se desbarrancan, lo inevitable sucede y, muchas veces, se presiente. “La felicidad de Tomo-Chan” muestra cómo Tomo-Chan, la chica en cuestión, intenta ser feliz, conocer el amor, casi con obstinación, si se examinan las cartas que le han tocado a lo largo de su vida: una violación, la separación de sus padres, la muerte de su madre. Pese a todo ello, la muchacha se alimenta de una ilusión, de vuelo bajo, pero ilusión al fin. Por último, en “Recuerdo de un callejón sin salida”, Mimi-chan, otra chica triste del mundo Yoshimoto, se refugia en Niyishama, un joven de esos que no conocen de ataduras, que se mueven libres por el mundo, un joven de esos que –ella lo sabe– nunca pertenecerán a nadie más que a sí mismos. Esta es una historia de desengaños, de dolores de antaño, de amarguras presentes… En este callejón están presentes la buena comida, la infancia, por lo general, una infancia traumática, de padres separados; un puñado de muchachos diáfanos y de mujeres que asumen el punto de vista en el relato, mujeres que en cierto punto no se conforman con lo que tienen, que se conmueven por la candidez de los otros, a veces con una sensibilidad que empalaga, a veces con lograda sutileza. Se dice que esta autora tiene el mérito de representar la nueva generación de mujeres japonesas. Yoshimoto dice que estos cinco cuentos autobiográficos son su manera de exorcizar los malos pensamientos, antes de la llegada de su primer hijo. Su particular manera de barrer la muerte, de ahuyentarla. Y lo hace de una manera afable, casi con un soplido.

SÁBADO, 20 DE AGOSTO DE 2011

“Certificación de lo invisible”, por J.S. de Montfort Una belleza vulgar, de Damián Tabarovsky. Barcelona, Caballo de Troya, 2011, 125 págs.

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a última novela del escritor argentino Damián Tabarovsky (1967), Una belleza vulgar, se propone, en su plano más superficial, como la historia ínfima de una hojita que“se desengancha del pasado, es decir, del futuro” [pág. 11], o sea, de la rama de un árbol en la calle Thames de Buenos Aires, y así se abre una deriva, en la que el único argumento sería el propio deambular errático de la hojita. Esto es, en efecto, la parte visible (o más visible) de

la novela y, por ello, la menos importante. Porque lo que provoca, justamente, es que la mirada del escritor se fije en los aledaños y nos vaya descubriendo así, a la manera cartográfica, los edificios y las gentes de la calle Thames. Este segundo plano estructural le sirve a Tabarovsky para realizar dictámenes de tipo sociológico, o si se quiere de la moral económica –y, por sobre todo, laboral– a cuenta de las gentes de la calle Thames, oponiendo bien común a la ética privada. Con ello, además, se evita el en-


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gorro de libros anteriores suyos –como Autobiografía médica (2008)– de tener que supeditar la narración a la tiranía de un personaje y, por ende, a la rigurosidad verosímil de un argumento. Y aquí yace, según creo, la mayor novedad del libro y su mejor valor, puesto que pierde preponderancia el sustrato social del marketing y la estética de la publicidad de sus anteriores libros y gana la indagación filosófica de tipo más bien ensayístico, con una “voluntad de querer abrazarlo todo” y que se pretende “abolición de todo poder” [117]. Esto se concreta en un ir desplegando una proposición y, de inmediato, refutándola con su formulación contraria. No es que sea tampoco una novela de tesis, Una belleza vulgar, sino que su ensayo funciona al modo de la prueba y el error, tal que un ir construyendo el discurso “mientras tanto” [68] se observa ociosamente la banalidad de la decoración del paisaje. Esto se justifica en el aserto de Tabarovsky de que “el conocimiento nunca puede pasar la frontera de la facticidad” [58] y, en su otro extremo, en el hecho de que “lo oculto se manifiesta bajo el modo de la muerte” [110]. Diremos que en cuanto al estilo, el libro juega a elucubrar la posibilidad de trabajar narrativamente “sin punto de vista, o mejor dicho, desde un punto de vista móvil” [52], lo que implica un paso del orden al caos, y que se abre con la mencionada hojita que rompe el orden (la sintaxis) del árbol, en un intento de “dar un principio al arte” [118], y que acaba revelándose como un arte de lo banal. Dicho de otro modo: regresa Tabarovsky a los postulados de la Estética, desoyendo el fin del arte de Danto, e indaga no en “qué es el arte, sino cuándo hay arte” [111].Tabarovsky, finalmente, encuentra el arte en “la precariedad de las ruinas de una existencia destinada al olvido” [124], allí

donde no “se oculta metáfora alguna” [123], en un “narrar una y otra vez el banal relato de que el relato es banal, hasta que la repetición se vuelve una forma de la novedad y la novedad una forma de lo sublime” [120]. Por ello, Una belleza vulgar es necesariamente un libro alegórico sobre la mirada, “la mirada del adiós, la mirada [del escritor] que congela” [pág. 123] porque es consciente de que “nadie ve lo que pasa” [116] y así al escritor no le queda más remedio que fijarse no en “lo que pudo ser y no fue, sino lo que nunca fue” [112] y dar cuenta – en consecuencia– de un futuro en ruinas, jugando con las paradojas “que se oponen a la doxa” [102]. Su modo de proceder entonces es a través de “la afirmación que no afirma nada, la proposición que no propone nada, la descripción que no describe nada” [102], en un grito silencioso contra el abuso actual de la teoría; de ahí que sea necesario señalar el antecedente para la construcción del relato de un cuento breve perfilado al estilo postimpresionista de la escritora bloomsburyana Virginia Woolf, llamado Kew Gardens (1921). Igual que en el relato de la escritora inglesa, Tabarovsky descubre la fascinación por “detenerse, quedarse quieto treinta segundos. Pero treinta segundos en serio. Sin pensar” [91]. Es en ese impasse donde surge Una belleza vulgar, en “la suspensión de toda condición de posibilidad” [86] y allí triunfa lo real: “la materialidad de las cosas” [48], auspiciada por un viento alegórico que al mismo tiempo que mueve la hojita “sin atributos” [119] en el vacío, sacude el pensamiento confundido del escritor, un viento que es “una dialéctica sin síntesis (un materialismo sin dialéctica) […] algo que no encaja, definible pero indescriptible” [21]. Así, igual esta novela, que sirve para “encontrar paradojas allí donde no se ven, introducirlas allí donde no están” [120]. MARTES, 16 DE AGOSTO DE 2011

“De absurdo en absurdo: la ética del escritor”, por Felipe Benegas Lynch El mármol, de César Aira. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2011, 152 págs.

“C uando saltamos al vacío quedó demostrado

que el supermercado era un medio, no un fin. Su realidad era indiscutible, pero no se agotaba en sí misma.”

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na vez más la novelita airiana se encarga de morderle los tobillos a la Novela. Se trata de ser novedoso, original, de desarrollar un estilo particular e identificable dentro del supermercado genérico donde todo tiende a la uniformidad, a la clasificación tranquilizadora y necesaria para la mercantilización. El mármol es la búsqueda de un relato a partir de una

imagen, de una sensación. El narrador verifica la permanencia de sus partes íntimas sentado desnudo sobre una placa de mármol, pero no recuerda en qué circunstancias fue que lo hizo. La evocación de esa historia es la novela, que se estructura a partir del despliegue y la recolección, como si de un soneto se tratara, de una serie de “gadgets provindenciales” que marcarán el devenir de la historia hasta arribar a la escena inicial, que no es otra cosa que el final. Estos gadgets son: pilas, un ojo de goma, una tabla de proteínas, una hebilla dorada, una cucharita lupa, un anillo de plástico dorado y una cámara fotográfica del ta-


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maño de un dado. Así avanza, “de absurdo en absurdo”, entregándose a la “velocidad de la aventura”. Porque todo vale en el afán folletinesco de contar: esa es la forma de diluir el mármol (la Novela con mayúscula), de poder contar desde la simplicidad del propio cuerpo, desde el placer de pronunciar una palabra, “mármol”, y dejar que en la porosidad del verbo trabaje la imaginación. Hay una imagen que inicia el viaje y es la que ordena la proliferación que vendrá. Pero uno no acumula “imágenes porque sí, por hobby”, hay una ética y una responsabilidad frente a ese torbellino que todo lo arrastra, hay consecuencias para considerar: “¿Quién podía asegurarme que Jonathan habría salido indemne de la fragmentación de las imágenes? O debería decir: de la irresponsabilidad de las imágenes. La superficialidad de las imágenes. Las imágenes sin función, juguetonas, saltarinas, cubistas, abstractas... Eso las hacía aptas como vehículo a través de la identidad de los mundos, pero nada garantizaba su aptitud, más bien todo lo contrario, para reconfigurar un organismo que funcionara (...) Mi responsabilidad ante el mundo se trasladó, sin reducirse a este chico chino que el destino había puesto en mi camino.” Así Aira crea mundos: desde lo general, lo banal, lo que nos rodea más inmediatamente, pero siempre ejerciendo su derecho a desmitificar, a decodificar aquello que parece inalterable. De este modo va procesando estereotipos, géneros, refranes, metáforas, medios de comunicación, conciencia de clase. Nunca deja de buscar el “doblez” de la

palabra en los vaivenes de lo figurado y lo literal. En este caso el mármol (el de los monumentos, de Carrara, de los bustos de grandes escritores, de las lápidas) es diluido hasta ser proto-mármol, la forma más pequeña del cambio en un supermercado chino y al mismo tiempo un experimento extraterrestre digno de la más disparatada ciencia ficción. Sin embargo el narrador, que se declara devoto de Mi planta de naranja lima, aborrece la ciencia ficción y hace todo lo posible por no caer bajo la impostura de ese género. Concientemente tuerce la trama, a pesar de que invoca extraterrestres, para evitar a la “susodicha ficción popular”. Como un alienígena Aira descifra y desarticula los códigos culturales para introducir el virus de lo nuevo, de lo pequeño, de lo enloquecedor que genera escritura siempre, como sea, desde el aburrimiento, la resignación o la inspiración, siempre esgrimiendo la lucidez del que delira y que en cualquier momento dirá algo esclarecedor. Como si una estatua cobrara vida. Como si un carrito de supermercado se dispusiera a hablar. La novelita airiana viene a resucitar lo que se ha petrificado en el mármol de la Novela. El mármol es la lápida de la muerte, aquello contra lo que se rebela la vida (la escritura) en su afán por subsistir. De ahí la lucha por lo inclasificable, por lo infinitamente particular, por encontrar una “diferencia en lo idéntico” que nos reintroduzca en el reino del tiempo donde la nostalgia es una realidad.

JUEVES, 11 DE AGOSTO DE 2011

“Tan rara y visceral como encontrar mandrágora”, Rosana Guardalá Sólo los elefantes encuentran mandrágora, de Armonía Somers. Buenos Aires, Cuenco de Plata, 2010, 336 páginas.

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or qué leer una novela que desde su título nos advierte que nos quedaremos afuera? ¿Por qué sumergirse en la narrativa de una escritora que el reconocido Ángel Rama calificó como “rara”? Estos son algunos de los interrogantes que genera Sólo los elefantes encuentran mandrágora. Armonía Somers (1914-1994), pedagoga y escritora, se hace lugar en las letras uruguayas en 1950 con la publicación de La mujer desnuda. Breve e intensa novela de corte fantástico que irrumpe en un escenario literario signado por el “realismo social” y que desconcierta a la crítica literaria, la cual juzga esta escritura erótica como “poco habitual para venir de una mujer”. En 1986, se publica una novela que Somers deseaba que fuera póstuma y que se llamaría Las máscaras de la mandrágora, pero que terminó siendo editada en Buenos Aires como Sólo los elefantes encuentran mandrágora. Ese mismo año,

aparece Viaje al corazón del día, una historia de amor con tonos dramáticos sin caer en lo cursi, cuidadamente poética y tan oscura como luminosa. Estas novelas son clave si se busca indagar el arte narrativo de la autora. Sólo los elefantes encuentran mandrágora cuenta desde una perspectiva por momentos autobiográfica las vicisitudes de Sembrando Flores, una mujer que se encuentra internada en un sanatorio porque padece Quilotórax, mal poco frecuente que se presenta con mayor asiduidad en hombres que en mujeres y que se define como “el pasaje de linfa proveniente del conducto torácico a la cavidad pleural”. A lo largo de la novela, esta patología se debate entre el diagnóstico médico ortodoxo y una interpretación más compleja que atiende a la comunión del cuerpo con la mente. Esta discusión se profundiza en el estado de semi-conciencia que sufre la protagonista, en el que los límites entre lo real, lo recordado y lo imaginario son poco claros.


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Al igual que en La mujer desnuda, el cuerpo femenino es el espacio que habilita la ficcionalización. Sembrando Flores es sometida a distintas prácticas médicas que la invaden y manipulan queriendo fragmentarla. Por lo que, a medida que avanza la novela, el sujeto parece ir perdiendo nitidez. Sin embargo, ese cuerpo acechado, utiliza diferentes estrategias para no convertirse en un objeto de estudio. Por un lado, se sujeta a la lectura de un folletín que su madre le leía a una mujer adinerada, a sus recuerdos de infancia y a la imaginación. Por el otro, el empleo de diferentes nombres a lo largo de la novela: “Sembrando Flores, Irigoitia Cosenza, o Fiorella, o Sembrando Flores de Médicis”, evidencia un sujeto que se sabe a sí mismo en constante construcción. Por lo que, ya sea mediante la lectura, la imaginación o el uso de los múltiples nombres propios que toma a lo largo de la novela, el gesto es siempre el mismo, resistir. Como si fuese una de esas colchas de colores que las abuelas tejen con variadas lanas, la novela se va configurando en el entramado de los diferentes textos y géneros, que abordan desde la literatura latinoamericana y europea, hasta géneros “no académicos” (como los diarios íntimos, las cartas, los relatos orales y de espionaje). La abun-

dancia de textos e historias que se encuentran en la novela dificulta una lectura ociosa que, lejos de contradecir a la crítica literaria, acentúa una escritura oscura que organiza su discurso mediante asociaciones libres. Armonía Somers construye con maestría un laberinto narrativo que conjuga erotismo, perversidad, filosofía, historias personales y políticas. Laberinto que sólo puede ser abordado por aquellos lectores que no dejan de interrogarse. ¿Puede un sustantivo propio determinar la identidad? ¿Es el cuerpo, un mapa? Lejos de dar respuestas, la autora deja planteado el escenario para que podamos elaborar nuestras propias preguntas. Sólo los elefantes encuentran mandrágora se presenta como un desafío literario, incluso para el lector más culto. Será tarea del lector indagar por qué los elefantes, símbolos universales de fuerza física y espiritual, a diferencia de los hombres, son capaces de encontrar, de ver la mandrágora. Esta planta, “que tiene una raíz muy parecida a la figura de un hombre y que además, encierra una sabiduría oculta”, es para Sembrando Flores la cura posible a su enfermedad. Después de todo, la mandrágora “tiene todo lo que uno quiere y hasta sabe lo que va a suceder”. LUNES, 8 DE AGOSTO DE 2011

“La irresolución de Descartes”, J. S. de Montfort Una habitación en Holanda, de Pierre Bergounioux. Barcelona. Minúscula, 2011, 91 págs. La huella, de Pierre Bergounioux. Barcelona. Días Contados, 2010, 71 págs.

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a obra del francés Pierre Bergounioux, al igual que cuatro siglos antes la de René Descartes, se fundamenta en ese vértigo de tratar de pensar las cosas desde el principio, para redibujar el mundo y, con ello, materializar en palabras ese “juicio sereno” de Hume. Porque lo que importa, para ambos, no es lo que se dice. Es lo que se hace. Y es en este hacer de la escritura donde Bergounioux (Brive-la-Gaillarde, 1949) ha encontrado su entendimiento, su razón, en un estilo que mezcla la disquisición filosófica, la autobiografía y la narración de la poesía de las cosas (de la naturaleza, en fin). Una obra caudalosa (más de veinte volúmenes), aunque de libros breves –a excepción de sus diarios– que, por fin, llega al público español. Tres son las novedades que se nos ofrecen en la actualidad: Una habitación en Holanda y La huella, ambas recientes (publicadas en Francia en 2009 y 2007, respectivamente), y compartiendo tema común: Descartes, el filósofo irresoluto. A estas dos hay que añadirles el libro B-17G (Alfabia, 2011). En breve, además, la editorial Días contados publicará Carnet de notes. Journal 1980-1990. Nos concentraremos en los dos primeros, los que se refieren a Descartes. En Una habitación en Holanda, Bergounioux se demora en

ese punto de la historia en que nace la racionalidad contemporánea, también la novela moderna y el capitalismo – en suma, todo lo que hoy parece desmoronarse–. El libro es un recuento de las “largas y dolorosas dudas” que se le imponen a Descartes, alejado de las distracciones mundanas, en un exilio holandés en el que encuentra la austeridad de la paz relativa, la comodidad de la vida material y la virtud de la frialdad del clima que le permite establecer la “separación heurística” entre cuerpo y mente. Así, Bergounioux traza ese lugar memorable (los Países Bajos) que condicionará el alumbramiento de sus Meditaciones, un compendio filosófico formulado a la medida de un realismo indirecto cuya base, como hoy bien sabemos (y sufrimos) sería la racionalidad recelosa. La incertidumbre esencial sería pues de Descartes, de Bergounioux, y así también la del hombre de hoy, que desconfía de los sentidos y de la memoria. El libro, así, mezcla el ensayo con la narración, utilizando una tercera persona distanciada que permite la aparición de la fructífera especulación metafísica a la que el propio lector, sin darse cuenta, colabora activamente. Si Una habitación en Holanda vendría a ser la evolución de la oratoria del discurso cartesiano que finalmente debe


materializarse en el exilio holandés, La huella significaría la constatación empírica (personal, íntima) del propio exilio de Bergounioux, esta vez en una habitación de la memoria, en Brive, su ciudad natal. Con ello, además, se permite una leve refutación de la segunda meditación de Descartes, al decir que las cosas sólo se nos revelan en su pureza en la lejanía, y que “el exilio está en el principio del conocimiento y cualquier conocimiento es un exilio”. A este propósito, el texto se afana en una constante dislocación de las atribuciones semánticas que torna el discurso deliberadamente ambiguo –y, por ello, riquísimo–,

evidenciando que sólo en la lejanía (tanto física como del significado) podemos verdaderamente saber quiénes somos nosotros mismos. Debería saber el lector que la importancia de ambos textos reside en el hecho de que no son sino sendos tratados acerca de “cómo debemos vivir”. Y que, por ello, están llenos de ese estilo sublime (pero no difícil, aunque demandante) lleno de elipsis, omisiones y silencios del esteta Bergounioux, que hace suya la máxima de Hegel de que “sólo hay interés donde hay contradicción”.

VIERNES, 5 DE AGOSTO DE 2011

“La belleza entre las manos”, por Ignacio Bosero Adoro, de Osvaldo Bossi. Buenos Aires, Bajo La Luna, 2009, 80 págs.

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svaldo Bossi nació en Buenos Aires en 1963 y tiene una obra que comprende –desde finales de los años 80– la publicación de varios libros de poesía; por ejemplo, Del coyote al correcaminos (1988), Tres (1997), Fiel a una sombra (2001), Esto no puede seguir así (2010) y la reciente antología personal Casa de viento (2011), de la editorial Nudista. Por su parte, Adoro es una novela breve –forma narrativa con la cual este autor ya ha trabajado previamente en La médium y Lo más espeso del monte–, pero que en ningún momento logra perder, por así decirlo, los lazos con la poesía. Pero, sin embargo, más que en cada palabra, la tensión de Adoro se encuentra en la intensidad de la mirada; y es desde ese lugar que el sentido (el acto) de ver se refunda para contar la historia. En esta novela todo comienza con el “encuentro” entre Ovi –que es el narrador en primera persona– y Cristian, un muchacho de veinticuatro años que trabaja de taxi-boy en una de las plazas de estación de trenes de Buenos Aires. De esa primera cita, que mantienen en una habitación de hotel, Ovi queda deslumbrado por la belleza del muchacho, la cual irá siendo compuesta por su delicada mirada sobre su cuerpo como un retrato. La atracción es mutua; por eso, pese a la diferencia de edad, las necesidades disímiles que los reúne al principio y la sensibilidad puesta en juego por cada uno, los sucesivos encuentros inauguran paulatinamente una relación que desborda los límites del tiempo previsto por los cuerpos mercantilizados, llevándolos hacia la correspondencia amorosa de alguna manera inesperada, pero que por intermedio de algunos gestos consigue insinuarse. “Siempre es de noche. Siempre estamos en el mismo cuarto de hotel. La historia, en realidad, no avanza, o si lo hace es de manera imperceptible, como si girara en círculos. O como si tomara impulso y se agarrara de un hecho remoto y fortuito para seguir. Debe ser por lo forzado del asunto. En lugar de encontrarnos

y separarnos –como suele ocurrir en estos casos–, seguimos viéndonos una vez por semana. Y en ocasiones, dos. El resto del tiempo no sabemos nada, o casi nada, el uno del otro.” Incluso, en poco tiempo, el deseo ha madurado lo suficiente como para que el autor acuda a una elevada voz poética que pueda revelar la adoración de Ovi hacia Cristian y abarcarlos en su íntima pureza. “No puede creer que exista tanta belleza, tanta magnificencia allí, a su lado (…) Cada partecita de su cuerpo, el movimiento de sus pestañas, o el bombeo de su respiración, lo conmueven.” Finalmente, han labrado una relación que excede los apuros del mundo exterior durante las noches que comparten en cuartos de hotel. El brazo protector que cada uno se tiende –Ovi con su dulzura y Cris con la picardía mundana que lo envuelve– se erige como un puente que los protege de una tormenta inmediata, en una ciudad que desplaza a la desesperanza, el deseo de comunicación de los afectos más humanos. Por eso Ovi rememora involuntariamente (perdido en la distención del cuerpo del otro tendido a su lado en la cama) paisajes de su infancia como ecos que le brotan y sobrevienen. “Aquí dentro nada es lo que es. El tiempo, mágicamente, se rompe o se detiene, o retrocede en forma vertiginosa. Me olvido, por ejemplo, que estamos en un hotel de citas. Me olvido que se trata de un alquiler de dos horas, habitación y chico incluido. Por momentos, tengo la sensación de estar flotando como Douglas y Tony en «El túnel del tiempo», mi serie de televisión favorita. Es de noche; tengo nueve o diez años, pero no por un rato sino por toda la eternidad…”. Pero también, a medida que su amor crece, se reabre entre ellos una grieta de incertidumbre en el tiempo presente, por el riesgo que implica fundirse y tener que separarse para seguir inevitablemente con sus vidas. En este caso es Ovi el que sufre el desapego a Cristian –por su debilidad hacia él y su fragilidad propia– como una “pequeña


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muerte”; una especie de absurdo que no puede comprender del todo por qué lo invade. “Miro a mi alrededor. «Toda separación es como una pequeña muerte», pienso. Aún así, no consigo entenderlo. Un sudor frío me sube por el espinazo y termina por empaparme la frente. En la caja del pecho, las palpitaciones se aceleran. Escucho los golpes, cada vez más intensos, buscando una salida o pidiendo ayuda.” Pero no prevalece aquí el dolor ni el desamor, sino la conquista de la creación de un vínculo que se vuelve sa-

grado cuando puede celebrarse como un privilegio la riqueza de poseerlo; porque el valor no está puesto en la consumación del deseo para su consecuente (y liviana) evaporación en goce o lamento. Sucede lo contrario con esta novela: Bossi ha invertido con sutileza el tiempo, y los cuerpos que aparecían indistintos deambulando por las calles los ha unido en la dignidad más férrea que tiene el hecho de pasar por la existencia: el amor. DOMINGO, 31 DE JULIO DE 2011

“Periodismo a pie de calle. Crónica de la posguerra alemana”, por Anna Rossell Regreso a Berlín. 1945-1947, de William L. Shirer. Traducción de Francisco-Javier Calzada. Barcelona, Debate, 2010, 443 páginas.

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xcelente este libro que acaba de publicar la editorial Debate sobre uno de los períodos más candentes de la historia reciente a gran escala, el momento en que la Segunda Guerra Mundial llegó a su fin y cristalizó un reparto de poderes que ha determinado el devenir del mundo hasta finales de los años ochenta del pasado siglo. No podía ser de otro modo siendo su autor uno de los grandes del periodismo, de aquél que, con fundados conocimientos y gran capacidad para la observación política, se hace a pie de calle y transmite la historia en el mismo momento en que se fragua. Shirer fue corresponsal en París para el diario Chicago Tribune de 1925 a 1933. Desplazado en Berlín de 1934 a 1940, trabajó allí para la agencia de noticias Universal News Service hasta 1937, año en que empezó a colaborar con la Columbia Broadcasting Berlin (CBS). Fue entonces cuando escribió su famoso Diario de Berlín -editado también por Debate en 2008-, crónica de los verdaderos sucesos de aquellos días, que la censura nazi no le permitía publicar y que él registró para burlarla. Regreso a Berlín es la continuación de aquel Diario. El autor, que había dejado la capital alemana en otoño de 1940, antes de que los nazis pudieran detenerlo acusado de espionaje, regresa ahora a la ciudad para seguir dando cuenta de aquellos acontecimientos cuando la situación ya ha cambiado radicalmente y la derrota alemana es un hecho. El libro arranca aun en los EEUU, en julio de 1944 y concluye en la primavera de 1947. La lectura es una ventana abierta a aquellos trascendentales sucesos, contados desde una inmediatez, que no recogen los libros de historia. Como en todas las obras de Shirer, también en ésta, en cada una de las páginas se tiene la impresión de ser un espectador privilegiado de unos años decisivos a los que él sabe trasladarnos como si de nuestra misma actualidad se tratara, vivida de primera mano y en directo. Así asistimos a las repercusiones mediáticas del lanzamiento

de la bomba de Hiroshima, a las conferencias de Yalta y Potsdam, aún desde los EEUU. Después, ya en Europa, somos testigos oculares de la destrucción, revivimos la recuperación de los últimos días de la resistencia nazi en el búnker en el que Hitler y sus incondicionales pusieron fin a sus vidas y participamos del sentimiento del derrotado pueblo alemán, la ausencia de la conciencia de culpa del ciudadano medio y su percepción de la política de las fuerzas de ocupación aliadas. Y, más destacable aún, participamos –verdadera primicia– en los primeros juicios de Nuremberg, presenciamos las reacciones de los acusados en las vistas: nerviosa inquietud, arrogancia, indiferencia, fingida locura y sospechosa pérdida de memoria… Uno a uno, sentados en el banquillo, vemos a Göring, Rudolf Hess, Joachim von Ribbentrop, Alfred Rosenberg, Wilhelm Frick, Walther Funk, Karl Doenitz –nombrado por el Führer su sucesor–, Erich Raeder, Baldur von Schirach, Fritz Sauckel, Alfred Jodl, Franz von Pappen, Arthur Seyss-Inquart, Albert Speer y Hans Fritzsche. Uno de los grandes méritos del libro es la intercalación de los documentos originales nazis, calificados de “alto secreto”, que los aliados norteamericanos incautaron, algunos de los cuales Shirer reproduce literalmente e intercala con sus inteligentes comentarios. Ello nos permite introducirnos en los repliegues de la historia, las verdaderas razones que llevaron a la Alemania nazi a posponer la ocupación de Polonia, las intenciones secretas de los nazis en cada uno de los momentos de la guerra, las motivaciones reales que llevaron a España a no intervenir en la Segunda Guerra Mundial del lado de los alemanes, las importantes diferencias de generales del Estado Mayor alemán con respecto de las decisiones de Hitler o detalles de las conjuras infructuosas del almirante Canaris y del general de división Edwin Lahousen contra el Füher. Verdaderamente, un libro indispensable.


MARTES, 26 DE JULIO DE 2011

“El jardín de los presentes”, por Felipe Benegas Lynch | BOCADESAPO | RESEÑAS

Bellas Artes, de Luis Sagasti. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2011, 112 págs.

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ómo lograr en la palabra, que es sucesión, repetición, el instante, la primera vez? El asombro es silencio y abismo, espacio de algo que se abre adentro nuestro, como un universo que vuelve a nacer cada vez que nuestra boca cae, que nos asomamos al borde del lenguaje. Por estos rumbos se embarca Luis Sagasti en Bellas Artes. Y digo se embarca porque el texto recorre, surca, desenmaraña una trama de la que se sabe parte. “El mundo es un ovillo de lana”, comienza. Y lo misterioso de esa madeja es que nunca sabremos si estamos dentro o fuera, si tejemos o si somos tejidos. O tal vez son ambas cosas a la vez: puntos, líneas, espirales; pero también espacios, abismo. Desde los helados astros hasta los inabarcables mares de la web, Sagasti va cortando hilos aquí y allá, atando y desatando nombres, historias; va tejiendo vuelta y vuelta, para que en una de ésas se asome uno a “la primera vez”, con la boca abierta y el lenguaje tropezando en un instante que se abre como un portal: “Si, como quieren muchos, las palabras reflejan el mundo, avanzar por esas grietas es aventurarse, como Alicia, a un mundo que estuvo delante de las narices todo el tiempo. Por eso el arte magistral de muchos escritores es encontrar el reverso de la palabra aun escribiéndola bien, algo así como dejar la puerta entreabierta. Tal vez se logre colocando al lado la palabra indicada. Como si una fuera la cerradura y la otra la llave”. Habla de los escritores como si de otro ovillo se tratara, de aquellos “cazadores de haikus que muy de vez en cuando aparecen”, y se consuela: “Por eso debemos conformarnos con los relatos sobre estas luciérnagas o algunos bichitos de luz que no alcanzaron a encenderse del todo.” Pero el relato también puede ser haiku o canción, y, en efecto, las hebras que Sagasti cuidadosamente enlaza de pronto se encienden y nuestros ojos quieren ver. El haiku, la música de las esferas, el Tao, chamanes, santos: son puntos recurrentes en el texto que evocan las fronteras de la palabra. Como la experiencia de aque-

llos que han vivido al límite: de lo humano, de lo decible. “Pero como el hombre también es lenguaje, lo sabía Basho antes que tantos, debería encontrarse en el haiku la llave que abra la jaula. Como el principio de la vacuna: trabajar con aquello que se quiera combatir.” ¿Cómo abrir esa jaula? ¿Quiénes la han abierto? ¿Quiénes la podrán abrir? Las luciérnagas aparecen a lo largo del libro, lo abren y lo cierran (así se titulan el capítulo uno y el ocho) y marcan el rumbo: “Deberíamos buscar entre los hombres únicamente a las luciérnagas; el resto son solo animales cuya escarcha se refleja en los cielos”. Sagasti se acerca de este modo a la luz intermitente de ciertos nombres e historias: Beyus, Vonnegut, Saint-Exupéry, Basho, Wittgenstein, Glenn Miller, Sun Ra, Kubrick. Pero por sobre todos, en el frente, coloca a una luminaria muy particular: Luis Alberto Spinetta, a quien pertenece ese fragmento de la canción “El anillo del Capitán Beto” que hace las veces de epígrafe. No es casual. El libro se abre y se cierra con referencias al género canción: al principio se la muestra (“Ahí va el Capitán Beto por el espacio, / la foto de Carlitos sobre el comando / y un banderín de River Plate / y la triste estampita de un santo.”), al final se la nombra (“Y comenzará por primera vez la misma canción”). “Por primera vez / la misma”: en esa contradicción se juega la potencia de la palabra en su devenir musical, la grieta hacia el instante. Como el brillo de las luciérnagas, de todo lo que esa melodiosa palabra evoca, la canción nos remite al reino donde los hilos de la palabra se cortan y se anudan a un más allá indefinible pero no por eso menos real. Spinetta como cazador de haikus. Las Bellas Artes se configuran así como una sucesión de instantes, como un jardín de los presentes (así se llama el disco de Invisible donde está incluida la canción de Spinetta) donde se encienden, de vez en cuando, esas pequeñas luces que nos orientan.

VIERNES, 22 DE JULIO DE 2011

“Las vanguardias bajo el microscopio”, por Anna Rossell Manifiesto y Vanguardia. Los manifiestos del futurismo italiano, Dadá y el surrealismo. Cristina Jarillot Rodal, Universidad del País Vasco. Servicio Editorial, Bilbao, 2010, 417 págs.

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pabullante, casi abrumadora, la lectura del número dieciséis de la colección Filología y Lingüística que publica el Servicio Editorial de la Univer-

sidad del País Vasco, cuyo propósito es hacer asequibles a los especialistas sólidos trabajos de tesis doctoral –con las correspondientes adaptaciones que su publicación re-


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quiere-, así como otras investigaciones prestigiosas a lo largo de la historia en estos dos ámbitos de conocimiento. Manifiesto y Vanguardia. Los manifiestos del futurismo italiano, Dadá y el surrealismo no es, como pudiera parecer, un ensayo dirigido a un público general de eruditos interesados en el tema, sino un trabajo de investigación filológica en toda regla, que estudia los rasgos formales específicos de los manifiestos de las vanguardias más representativas del siglo XX con el fin de comprobar si son susceptibles de ser definidos o no como género literario y marcar sus límites con otras formas literarias afines. Un trabajo de tesis conduce a quien lo lleva a cabo al grado de doctor, que da constancia de su capacidad investigadora. Y desde luego no cabe duda de que su autora cumple con creces con esta cualidad: el planteamiento, la estructura, la ejecución del trabajo, la riqueza de la documentación manejada –en francés, alemán, italiano, inglés y español-, la matizada y contrastada argumentación, sensiblemente sostenida por las justas citas necesarias y con referencia constante a la bibliografía especializada a pie de página, son sobrada prueba de ello. Cristina Jarillot (1970, Chambéry –Francia-), licenciada en Filología Germánica en la especialidad de alemán y profesora de este área de conocimiento en la Universidad del País Vasco, es una investigadora de calado. Tras un breve capítulo preliminar, en el que la autora plantea y justifica convenientemente el criterio aplicado en la selección de los textos, Jarillot ofrece una extensa Introducción histórica de las vanguardias objeto de su estudio (págs. 19-134), en la que da cuenta de su evolución, ideario y objetivos, para explayarse a continuación, en el segundo capítulo, en El manifiesto como género literario, que transporta el peso de la tesis y centra la atención principal del libro (págs. 135-370). La investigadora somete a los manifiestos de las tres vanguardias a un análisis extremamente pormenorizado, a partir de los parámetros que le proporciona Wolfgang Raible (“Was sind Gattungen? Eine Antwort aus semiotischer

und textlinguistischer Sicht”, en Poetica, vol. 12, 1980) y que reduce a cuatro: la situación de la comunicación, la disposición textual, la relación con la realidad y el tipo de discurso, que a su vez se subdividen en subcriterios, sobre todo el primero. Pero esta observación tan sensiblemente minuciosa de los textos, que en la tarea investigadora puede ser una virtud y que viene dada por la naturaleza científica del estudio, conduce irremediablemente a la repetición, que lastra la lectura e impide al lector la necesaria y deseada panorámica. La autora parece ser consciente de ello cuando, en un intento de sintetizar para proporcionar una visión de conjunto, antepone brevemente al análisis desglosado de cada una de las vanguardias, las conclusiones a las que ha llegado: los rasgos comunes a las tres vanguardias, lo cual redunda otra vez en la repetición. En la misma línea de alta especialización y de información precisa y detallada, el libro ofrece una impagable cronología –el capítulo 4–, que no sólo contiene los datos relativos a la publicación de los manifiestos propiamente dichos (realzados tipográficamente con negrita), sino también los actos relacionados (sesiones literarias, giras de conferencias, exposiciones artísticas…) y, finalmente, una desgranada bibliografía en las cinco lenguas mencionadas que ha de ser de gran utilidad tanto a los más exigentes especialistas como a eruditos en general. En coherencia con la pulcritud de toda la investigación, la bibliografía distingue entre Literatura primaria –Manifiestos y otros documentos, Fuentes consultadas– y Literatura secundaria. En el momento de sacar sus conclusiones finales Jarillot escribe “este […] trabajo no es más que un eslabón en el proceso de recuperación del género”. Esperamos con impaciencia lo que estas palabras parecen contener entre líneas: el anuncio de la publicación de un verdadero ensayo sobre el tema, que la autora domina en profundidad, que traduzca a un registro más asequible al gran público los inestimables conocimientos de que su libro da prueba ostensible. MARTES, 19 DE JULIO DE 2011

“Erudición al alcance de los niños”, por Jimena Néspolo La medicina no fue siempre así, de Martín De Ambrosio – Ileana Lotersztain. Ilustraciones de Javier Basile. Buenos Aires, Iamiqué, 2011, 40 págs. La escuela no fue siempre así, de Pablo Pineau – Carla Baredes. Ilustraciones de Javier Basile. Buenos Aires, Iamiqué, 2009, 40 págs.

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os rasgos singulares convierten a la colección “Las cosas no fueron siempre así” (editorial Iamiqué) en un gran atractivo para los niños lectores –y no tanto–: la mostración de la dimensión temporal de la cultura entendida como toda práctica humana y la presentación sintética de cierto saber “loco” o poco conocido en el ambiente escolar. Que a lo largo de la lectura los textos se revelen como un composé inarticulado de pastillitas

con fechas distintas, o que se presenten a sujetos históricos como desopilantes protagonistas de una Historia rocambolesca, lejos de ser un vicio de los volúmenes es -en cambio- el mayor merito que ostentan. Por su parte, el ilustrador y diagramador Javier Basile amalgama estéticamente, con sus viñetas y collages de colores intensos, estas misceláneas textuales que aúnan información y divertimento. Veamos, por ejemplo, la sección intitulada “La muerte


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negra” del libro La medicina no fue siempre así, de Ileana Lotersztain y Martín De Ambrosio. Es interesante, primero, observar en detalle la ilustración que ocupa estas dos páginas destinadas a la peste bubónica: con un color de fondo que va del celeste al naranja, logrado a partir de la edición digital que simula el ya artesanal aerógrafo, la imagen central muestra a la Muerte –guadaña incluida– montando un dragón dorado que escupe fuego o, en su defecto, tiritas de papel confeti y que capitaneando una legión de bestezuelas menores (un esqueleto con cuernos, un murciélago que porta jeta de pajarraco, una víbora con fauces de cocodrilo, un corazón humano cubierto de poncho calchaquí, un hígado con pies de enano, una lagartija sin cabeza, etc.) se abalanza sobre infantiloides figuras humanas y un paisaje bárbaro de ciudadela en ruinas. Así, en diálogo con esta imagen chocarrera, la masa textual se organiza en cuatro bloques que ofrecen información puntual sobre aquella enfermedad que nació en Asia y se propagó en el siglo XIV en toda Europa y que “puso a la especie humana al borde de la extinción” ya que en escasos años murieron cerca de veinticinco millones de personas. No obstante, quizá para quitar dramatismo a la historia fáctica o para subrayar aún más el anclaje epocal de todo “saber” humano, a la derecha de este dueto de páginas se consignan claramente los consejos dados por el Colegio de Medicina de París, en 1347, para prevenir la peste negra: 1) Encender el fuego con ramas de laurel. 2) Evitar las comidas húmedas. 3) Permanecer en casa durante la noche, para evitar el rocío. 4) No moverse demasiado. 5) No cocinar con agua de lluvia. 6) No usar aceite de oliva. 7) No bañarse. 8) No enojarse ni emborracharse. Decir que estos libros hubieran sido el deleite de Borges cae de suyo. Menos trillado, en cambio, es imaginarnos otro lugar y otro tiempo en que el gran tótem intocado de nuestra literatura, entregado con felicidad y audacia al juego de la oca que este volumen trae en sus páginas finales, cayera –sin cálculo– en la cuadrícula 27 que reza: “Quieren operarte para extraerte la piedra de la locura. Te escondes en la Escuela Médica Salernitana.” En esta misma línea, el volumen La escuela no fue siempre así, de Pablo Pineau y Carla Baredes, rastrea los distintos modos en que a lo largo de los siglos la humanidad transmitió el conocimiento a las generaciones más jóvenes. Así, recorriendo estas páginas los pequeños lectores se enteran que en la India sólo podían acceder a la educación los niños pertenecientes a las castas superiores, que los alumnos que asistían a la “casa de instrucción” de los antiguos egipcios debían copiar en papiros y recitar de memoria las lecciones que les impartían sus maestros, o que la Revolución Francesa y la Revolución Industrial impusieron con sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad el basamento ideológico para que la educación para todos fuera

una realidad. La sección “Popurrí escolar”, por otro lado, es un buen ejemplo de cómo estos volúmenes dosifican la información de un modo que simula ser fortuito –y que sólo la ingenuidad de quien anhele la reposición paternalista de un sentido total podría juzgarlo de líquido–, con el preciso objetivo de desestabilizar los resabios conservadores que aún anidan en la escuela argentina y convertirlos – en términos de Vigotsky– en “conocimiento socialmente significativo”. Veamos qué tipo de información reponen estos fragmentos y que el lector inteligente saque sus propias conclusiones o se lleve la tarea a casa: 1) Un fragmento de la Declaración de los Derechos del Niño, sancionada por las Naciones Unidas en 1959. 2) Información sobre el significado del nombre de la Escuela Palatina, fundada por el emperador Carlomagno para la enseñanza de un solo alumno. 3) Constatación del hecho de que Agnus Young, el guitarrista de la banda AC/DC, haga sus presentaciones vestido con uniforme habiendo abandonado tempranamente la escuela. 4) Constatación del hecho de que el modelo de educación en internados representado en la saga Harry Potter, propio del siglo XIX, ya a mediados del XX estaba en decadencia. 5) Señalamiento de la curiosa coincidencia de la expresión española y la inglesa “apple polisher” para denominar a aquellos alumnos interesados en agradar mansamente a su maestra, llevándole una manzana. Hartos de borgeanas ennumeraciones, dejamos para otra oportunidad el análisis del jugoso apartado “Tres latigazos y dos palmadas” referente al uso de castigos físicos en las instituciones educativas; apuntando sólo de estas páginas el dato de que en la civilizada Inglaterra recién se prohíben definitivamente en el año 1999. Para finalizar, veamos qué tipo de sorpresa le depara el azar en su cuadrícula número 27 a nuestro hipotético Jorge Luis, en el juego de la oca que este volumen también trae en sus folios finales: “Te vuelcas encima el tintero. Pierdes un turno limpiándote.”


LUNES, 11 DE JULIO DE 2011

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Aballay, el hombre sin miedo, de Fernando Spiner (2010)

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Dirección: Fernando Spiner. Guión: Fernando Spiner - Javier Diment - Santiago Hadida, basado en el cuento “Aballay”, de Antonio Di Benedetto. Intérpretes: Pablo Cedrón , Claudio Rissi, Nazareno Casero, Gabriel Goity. 105 minutos.

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ballay, de Antonio Di Benedetto, es un cuento que tiene cierta fama dentro de la obra del autor. Podría conjeturarse que ese reconocimiento se debe a que el texto en cuestión condensa muchas de las características principales de su escritura (oraciones despojadas de ornamento, la opción por la elipsis, la anécdota llevada a su mínima expresión) o quizás a que en la narración de esa parábola de violencia y arrepentimiento que es Aballay los lectores hayan podido identificar muchos lazos tendidos hacia sus propias y parabólicas vidas. En cambio, la película Aballay, el hombre sin miedo de Fernando Spiner es otra cosa. Sería vano repetir, como cada vez que se adapta una obra de la literatura para el cine, la mecánica tediosa de la comparación. Sería vanidoso, marcar las diferencias y las similitudes. En esos juegos alguien siempre pierde, alguien siempre se ofende. En la delicada dialéctica de contraste entre la obra original que ha servido de inspiración y la nueva obra, muchas veces no queda más relación que el título y eso es difícil de remontar. Es mejor en este caso, a nuestro juicio, pensar el camino que media desde el cuento a la película o en los términos de una amistosa conversación o en los de una carrera evolutiva en donde la especie que no se adapta, muere. Entonces, la primera y urgente cuestión que subyace es: ¿Cómo hacer de Aballay, de esa literatura edificada sobre silencios y omisiones, una película que no aburra, que no se parezca a esos largos y cerebrales films del realismo ruso de la etapa bolchevique que una primera lectura del cuento podría sugerir? La respuesta que ha encontrado Spiner es la del desplazamiento de la perspectiva. El argumento del gaucho culpógeno que intenta el ascetismo y que es asesinado finalmente por el retoño de su víctima, es reemplazado aquí por una configuración absolutamente diferente: la película trata sobre un niño que ha presenciado cómo ultimaban a su padre. A raíz de esa traumática experiencia, crece “enfermo” de venganza y no descansa hasta que muchos años después la ejecuta prolijamente. Con esa simple maniobra no solamente se resignifica la historia, sino que el director campea el peligro que supone la navegación cercana a la zona del cine de Sergéi Eisenstein y se aproxima al deseable mundo del Quentin Tarantino de Kill Bill (y a través de él, a la tradición japonesa del sendero-de-la-venganza de Lady Snowblood). A partir de allí la película avanza de modo seguro sobre la fórmula establecida. En su camino, Julián, el nuevo

héroe, conocerá el amor de Juana, quien también está literalmente marcada por los mismos villanos a los cuales él persigue. El recurso a algunas técnicas del western como el tiroteo en La malaria y las efusiones grotescas de sangre refuerzan las opciones estéticas antes mencionadas y crean una maravillosa sensación de extrañeza en la que se superponen los motivos de un cine de acción poco practicado en nuestro país con los temas locales generalmente tratados en un tono costumbrista y rancio. Las actuaciones son destacables y sobre ellas descansa la efectividad de un film que necesita de estereotipos: malos que se perciban como muy malos (Rissi) y hombres buenos que llegan a destilar pureza (Cedrón en su largo peregrinaje físico y espiritual). Se precisan también algunos místicos y crédulos paseándose por los parajes del noroeste del país para crear una atmósfera de milagro y de redención. A este respecto, las presencias de Fontova y de Goity significan aportes inestimables. Y ya que hablamos del espacio, hay que decir que el cambio de la árida precordillera mendocina donde el cuento originalmente transcurre por los valles tucumanos donde han ambientado la película es también un acierto visual. Subyace, como otro punto para remarcar en esa discusión entre el cuento y la película, la cuestión del origen del protagonista. En el texto de Di Benedetto los personajes son todos iguales, pares, desde el punto de vista social. En la película, Julián es un porteño, un “lindito”, que se interna en la barbarie provinciana de La malaria para reparar el daño que se le ha causado. Es igual pero distinto: mata a sangre fría, como sus oponentes, pero se viste como El principito, no como un gaucho. Di Benedetto-Spiner han propuesto transgresiones. En el caso del primero se trata de la quimérica idea de un posible camino hacia la santidad, adaptado al mundo gauchesco donde no hay columnas pero sí caballos. Spiner, por su parte, ha intentado la adaptación de una historia y de unos géneros poco comunes en la Argentina. Cada uno a su modo es un estilita encaramado sobre una columna: agobiados por la mortificación y la soledad dialogan entre sí, pero, en definitiva, el resultado es el de dos realidades paralelas que no llegan jamás a tocarse. Aballay es un cuento que cualquier lector de Di Benedetto conoce y aprecia. Aballay, el hombre sin miedo es una película que poco tiene que ver con aquel, pero que por algunos mecanismos termina siendo un cuento que nos sabemos todos.

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“Un cuento que nos sepamos todos”, por Diego Niemetz

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LUNES, 4 DE JULIO DE 2011

“La conspiración impensable”, por Marcelo Damiani | BOCADESAPO | RESEÑAS

La conspiración de las formas, de Maximiliano Crespi. La Plata, UniPe: Universidad Pedagógica, 2011, 210 págs.

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esde su mismo título, La conspiración de las formas, Maximiliano Crespi nos lanza a una aventura reflexiva que linda con lo impensable. ¿Cómo es posible que las formas, esas supuestas cualidades, conspiren? ¿Y por qué, contra qué, quién o quiénes osan conspirar? ¿Será contra nosotros o contra ese imperio del contenido y la materia con la que parecen estar hechos no tanto nuestros sueños y pesadillas, sino más bien nuestra existencia? Aunque no son éstas las únicas preguntas que suscitan el libro, una de cuyas características principales es la de ser, en más de un sentido, muchos libros. O muchos textos leídos con el espíritu fugitivo y festivo de cierto devenir-histérico. Única forma, si esto es permisible, de evadir (aunque sea momentáneamente) los controles del sistema (a los que parece aludir Badiou en la cita que abre el libro). La primera parte, “Pliegues: La conspiración de las formas”, está dividida en cuatro secciones, y básicamente consta del análisis de las revistas “Letra y Línea”, “Literal” y “Sitio”. El rescate de Francis Picabia con su idea del arte como ámbito del error sienta precedente sobre la mirada estrábica (o mejor: estroboscópica) desde la que se propone leer el jeroglífico literario. El espíritu de Libertella, invocado por una cita más que pertinente (al aunar lo íntimo con la resistencia), parece completar y recorrer las relaciones entre las diversas operaciones y propuestas de lecturas que encarnan las tres publicaciones. El ensayo sobre “Literal”, junto con el también excelente libro de Ariel Idez, Literal: La vanguardia intrigante, sumados a la reciente edición facsimilar de la revista por la Biblioteca Nacional, forman un tríptico fundamental para comprender el verdadero alcance del proyecto literaliano, hasta hace poco, casi secreto, y francamente marginal (es decir, en términos libertellianos, bien central). La segunda parte de La conspiración…, “La deriva, la sin-razón, el sueño”, está constituida por cuatro estudios en los que, en las acertadas palabras de Maximiliano Lagarrigue, “se abordan y examinan el proceso de descomposición del imaginario en RolandBarthes, la compleja relación entre literatura y sin-razón en la reflexión teórica de Michel Foucault y el tema del sueño en la obra de Roger Callois”. La delgada línea que atraviesa los textos parece tener la forma de la vieja pregunta sartreana: ¿Qué es la literatura? Pero la inflexión (o la deriva) con que Crespi aborda tamaña cuestión está tan alejada de los postulados existencialistas como de la mirada obedientemente sociológica que en la actualidad quiere explicar la literatura con categorías arcaicas y sumarla así a sus fi-

las ya domesticadas. Quizá incluso haya, en el fondo, una cuestión neo-post-retro-estructural, si el neologismo es tolerable, en los planteos (por-venir) del libro, pero sólo están ahí como pretexto o provocación. ¿Se puede hablar de un lugar, y eventualmente, de una función, del jeroglífico literario? ¿Será esa utopía una suerte de punto ciego sobre el que giran enloquecidos los discursos de la razón? Tal vez acá esté la clave de lo que Raúl Antelo ha llamado, lúcidamente, “la emergencia de la ficción teórica”. En este sentido no sólo queda claro que para Crespi no hay diferencia entre teoría y ficción, sino también que el libro encuentra su punto de apoyo en las intensas reflexiones que le dedica al carácter ontológico de su objeto de estudio. Así, el jeroglífico (literario) habla “de la insuficiencia del lenguaje naturalizado (sobre el que se normativiza el orden representacional). Es por ello que su presencia amenaza con suspender el totalitarismo del lenguaje naturalizado en que se sella el maridaje de servilismo y poder”. De esta forma, frente a la existencia perturbadora del jeroglífico (o de alguna de sus variantes como el hermetismo o la histeria), el régimen de verdad sólo atina a enviarlo al reducto de lo artístico (o lo patológico), para salvaguardar su totalitarismo comunicacional. El resto, parece decir, es literatura (y silencio). El jeroglífico, como el hermetismo, como la histeria (no sólo entendida etimológicamente), es una fulguración secreta, una suerte de sujeto (sentido) que se encierra sobre sí mismo, y desde su encierro, paradójicamente, cumple un “destino público”. Este gesto, la sustracción del cuerpo al goce del otro, es un gesto histérico. Pero además también pone en evidencia una especie de vampirismo del lector –como si determinados textos nos hicieran perder sangre–, frente a la figura opuesta del lector que busca un estilo, una forma, y que según Barthes es él mismo un vampiro (que en este caso se encontraría con una red conspirativa). Sin embargo, anota Martín Arias, la verdadera figura hermético-histérica tal vez sea la momia. En el interior de la pirámide, su morada, la momia permanece rodeada de jeroglíficos (hasta la parte interna de su celdacajón está totalmente cubierta de escritura). Pero ella no lee, no puede leer, y aunque luego de la lectura en voz alta de un papiro con fórmulas resucitadoras, para seguir con el mito, la momia salga de la pirámide, sigue permaneciendo hermética, ya que nadie puede quitarle las vendas. Lacan, en un pasaje famoso de “Función y campo…”, habla de los “jeroglíficos de la histeria, blasones de la fobia, laberintos de la Zwangsneurose...”. Así, el “destino” público de la momia viene dado por la pirámide, es decir, por el


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monumento. Nada nos impide pensar que la celda del (sin)-sentido y del sueño pueda ser una pirámide (incluso invertida). Con eso ambas se aseguran una perfecta intimidad hermética y un no menos perfecto destino público de monumento histérico, es decir, un destello jeroglífico. Maximiliano Crespi, continuando con esa línea de pensadores literarios que viene de Roland Barthes y pasa por Nicolás Rosa, Héctor Libertella, Raúl Antelo y Da-

niel Link, entre otros, en este libro se atreve a repensar, a contrapelo de la época obsecuente y abyectamente realista que nos ha tocado vivir, la literatura como manifestación paradójica de lo residual, de lo incierto, de lo desconocido, de lo impensable, y sobre todo, de lo imposible, como únicas formas de resistencia frente a la vacuidad infinita de los discursos que nos gobiernan. LUNES, 27 DE JUNIO DE 2011

“Natural o extravagante”, por Natalia Gelós Viajera crónica, de Hebe Uhart. Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2011, 319 págs.

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oy medio turista, medio notera y medio perro de la calle”, así se define Hebe Uhart en un pasaje de su crónica sobre Montevideo, en un texto que se impregna de una mirada tan Uhart, una mirada impávida y, al mismo tiempo, una mirada de niña asombrada pero lejana a toda ingenuidad. Así como quien camina porque sí, sin los ajustes del tiempo, la escritora se deja llevar por un trayecto antojadizo. Recorre pueblos, ciudades pequeñas y capitales latinoamericanas. Y también viaja por Italia. Se despliega entonces un desfile universal: bares mustios con parroquianos enquistados en la barra, alguna librería, algún localucho. Se trata de una veintena de viajes que la llevan de aquí para allá, al centro manso de pueblitos olvidados, o, por ejemplo, al alma de ese monstruo ardiente que es Río de Janeiro. Es que Viajera crónica es como formar fila detrás de Uhart para dejarse llevar por su voz, por sus descripciones, por su voraz obsesión por analizar las palabras y los caprichos de quienes las usan, a través de carteles, de dichos populares, de apodos. En el registro de esos viajes, hay constantes: el análisis sociohistórico, la crónica de la palabra y sus distintos usos, la descripción de paisajes lejanos a toda postal que pueda encontrarse en una estación de servicio. Su estudio de historias y teorías sociológicas locales es también una forma de viaje: en cada lugar, Uhart busca libros de autores “autóctonos” y reconstruye historia y sociología de cada geografía. Guerras, enfrentamientos, rebeldías. No sólo eso. También, como se busca al más viejo de la tribu porque detenta la sabiduría, así va ella preguntando por el más viejo del pueblo, porque sabe que allí tiene la explicación más simple de la historia de un lugar. La crónica de la palabra es contundente: recolecta dichos, posa la vista en los carteles, en los nombres de bares, en las formas cotidianas del habla, en los periódicos locales. La guía de oro de Uhart es el libro de refranes de cada lugar. Con ella construye una geografía vivaz de la gramática y sus variantes. Y las palabras son importantes porque en este libro,

por sobre todo, son palabras que están vivas. Quizá porque, sobre todo, estas crónicas son sobre personas y sus modos de funcionar y fusionarse en el mundo que habitan. Por eso, Uhart va a Córdoba y describe el mítico humor cordobés, la convivencia del guaraní con el castellano en Formosa, o estudia a los cariocas que “para afrontar la fuerza de ese mar, de esos cerros, de esa belleza, para afirmarse, hablan en tono rotundo, indubitable, nombrar es inaugurar”. Nombrar es inaugurar. Nombrar es, en cierto sentido, nombrarnos. Medio turista, va a hacia lugares obligatorios en cualquier guía básica de turismo de manual: Rosario, El Bolsón, Montevideo, Quito. Pero, claro, con eso pinta un paisaje nuevo, bañado todo por su impronta sin que ella se ubique en protagonista estrella. Medio notera: Usa entrevistas, describe, consulta archivo, recurre a fuentes documentales, a fuentes personales, y brinda datos, información, Uhart hace periodismo bien hecho. Medio perro de la calle: sobre todo, perro cimarrón que se pasea por las calles de los pueblos, sin buscar otra cosa que la sorpresa por lo que espera a la vuelta de la esquina. Porque esta mujer hace del porque sí un destino y entonces va a Tapalqué porque alguien le dijo que ésa era tierra de refranes, viaja a Santa Rosa, un pueblito uruguayo, sólo porque cumplió ciento veinte años y tiene tres mil quinientos habitantes. Sabe cómo moverse. Y se pone de manifiesto su pulso ambidiestro: lo urbano y lo rural, aunque, ella misma lo confiesa, en este segundo ámbito es en el que se siente más cómoda: “Los pueblos chicos son abarcables, me parecen literarios y además van con mi personalidad”. La descripción de lugares y situaciones es un deleite. Por ejemplo, cuando hace una simple y efectiva pintura de un hotel montevideano: “El ascensor del hotel que me lleva al primer piso, a la recepción, es un aparato sólido hecho para durar. Más que jaula parece un navío que se estaciona con un corto quejido. Hace seis años que no voy a Montevideo y ese hotel está exactamente igual, con sus paredes en amarillo suave, gris perla y rojo oscuro de unas alfombras


que han vivido lo suyo.” Todo es natural desde la mirada de Uhart. A la vez, todo es extravagante. Un juego de dualidades que permite disfrutar de los lugares más inesperados y de los detalles que más hablan, esos que pasan inadvertidos para quien

busca la grandilocuencia, pero no para alguien como ella, experta en trabajar en el gesto pequeño, en el hablar quedo, y construir con eso tensión, intriga, literatura en este caso en forma de crónica viajera.

VIERNES, 10 DE JUNIO DE 2011

“Memorias dolientes y largos peregrinajes”, por Laura Mombello Memorias de expropiación. Sometimiento e incorporación indígena en la Patagonia 1872-1943, de Walter Mario Delrio. Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, [2005] 2010, 310 págs.

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espués de la “campaña del desierto” las familias mapuche y tehuelche sobrevivientes comenzaron un camino tortuoso hacia una tierra que se les negaba sistemáticamente. Corridos una y otra vez, por las armas y por la ley, buscaron reconstituirse sobre la base de un espacio al que propios y ajenos reconocieran como originario. Los logros en este campo son siempre provisorios y se encuentran sujetos a las nuevas “avanzadas” de los poderes públicos y privados sobre los territorios de los pueblos indígenas. Sobre la historia de este peregrinaje, sobre las memorias traumáticas de la “conquista del desierto” y sus consecuencias transita, minucioso y comprometido, el análisis del autor. Si las memorias recuperan trozos de vidas atravesadas por la lucha por la tierra y la supervivencia, la historia ilumina la trama compleja en la que se enhebra, a contrapelo, la relación del Estado con los Pueblos Originarios en Patagonia. Para dar cuenta de la complejidad de este proceso, el autor propone abordar el período en que se lleva adelante el sometimiento y la incorporación de los mapuche y tehuelche al estado-nación argentino y a la economía política capitalista desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Reconstruir estos procesos requiere de una fina pericia para abrevar en fuentes de naturaleza diversa. La visita selectiva a los archivos y a los relatos orales habilita un tipo de argumentación que permite poner en relación los problemas territoriales del presente con las expropiaciones acaecidas en el pasado. Los hilos que recorren los documentos parecen anudar una sucesión de atropellos, incomprensiones y genocidios que emergen, como reclamos y proclamas de autoafirmación, en las narraciones actuales de los actores. Narrativas que rompen con la lógica del exterminio y el silencio impuesto, e inauguran una etapa de autoreconocimiento, autoafirmación identitaria, e instalación en el espacio público de un relato alternativo sobre la historia de Norpatagonia a la que este trabajo hace también su aporte. El registro de los acontecimientos, por cierto, no es

lineal aunque sea cronológico. Por el contrario, desandando los claroscuros de la escritura de documentos que dicen y se desdicen sobre los derechos de la nación y, eventualmente de “los otros”, logra inmiscuirse en las lógicas y los intereses que sostuvieron históricamente las políticas de incorporación subalterna de la población indígena. El Estado, en sus distintos niveles, operó sistemáticamente como agente disciplinador de este sector de la población, al que juzgó desde el inicio como menos calificado que el resto. Estas políticas se expresaron de distintas maneras a lo largo de la historia y se aplicaron en diferentes niveles. Detenerse a desgranar las especificidades de cada contexto y de cada una de las escalas -nacional, regional, provincial y local- en que efectivamente se desplegaron las prácticas de incorporación y subalternidad, no es un detalle menor. Por el contrario, es precisamente este recorrido el que abre la posibilidad de establecer las relaciones e identificar las rupturas entre el pasado y el presente, entre lo nacional y lo local, entre los sectores dominantes y los subalternos. La expropiación y el sometimiento son prácticas que, como muestra este trabajo, no pueden pensarse más que en indisoluble par. El origen de estas prácticas devenidas política de estado puede ser datado más o menos con precisión. Sus consecuencias, sin embargo, no parecen tener fecha de vencimiento. Es por este motivo que la preocupación del autor no pasa tanto por lograr una recuperación romántica de las voces negadas por la historia oficial, sino más bien trata, con éxito, de des-cubrir los dispositivos y el mecanismo que hicieron (y hacen) posible la puesta en acto de este tipo de políticas. Un conjunto de cuestiones atraviesan este trabajo que apela a la historia como modo de conjurar el presente e imaginar un futuro radicalmente distinto. Entre ellas se pregunta por el lugar del Estado, por las formas de las resistencias, por los sistemas de alianza entre el Estado y las elites, por las solidaridades entres los sobrevivientes, por las dificultades de construir solidaridades en contextos trágicos, por la necesidad de dar cuenta de las tragedias aún no dichas. Sin embargo, parte desde un lugar singular, casi


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personal, de una pregunta simple hecha por otro que no pudo (o no quiso) apartar de sí. El problema que quiere comprender, anclado en la memoria y en la historia, está formulado a partir de una actualidad que no da señales de intentar reparaciones históricas o reconocimientos efectivos de los derechos de los pueblos originarios sobre sus territorios. Por esta razón, la pregunta del otro se transforma en problema del autor: “Las expropiaciones continúan en el presente. Ante

las amenazas de un nuevo desalojo, la población de Vuelta del Río (…) se preguntaba: “¿De qué manera estas tierras no son nuestras?” Es en su memoria, en la historia y en los conocimientos de sus antepasados donde ella encontraba su respuesta” (15). El autor se hace cargo de la interpelación que sus interlocutores le disparan a quemarropa y nos invita a involucrarnos con esta historia de los otros que, lo sepamos o no, nos constituye tan hondamente. VIERNES, 3 DE JUNIO DE 2011

“Desde la mirada ajena”, por Rosana Koch Desalmadas, de María Martoccia. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2010, 217 págs.

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ujeres desalmadas, voces femeninas que transcurren acompasadamente en un protagonismo equilibrado en la falta de conciencia como decisión propia, dotadas de una crueldad que desemboca en el espejo de las miserias compartidas: “–Sos una desalmada, pero igual tenés razón… –asiente Luisita, una anciana de facciones mucho más delicadas que Marta y sin las enormes pecas color café–. Aunque no sé cómo vamos a hacer para trasladarla, apenas la muevo, grita como una condenada… (…) A veces le pongo la almohada encima.” Después de Caravana (cuentos escritos por la autora durante sus viajes por diferentes culturas), María Martoccia elige las sierras cordobesas que son el escenario concreto donde la descripción detallada de la tierra tiene una significancia inusual. Sin embargo, el rigor formal de la narración, de intensidad poética constante, impide encasillar a la obra en un costumbrismo realista. Desde la semántica de la significación, donde las metáforas contribuyen a la conformación de los conceptos más abstractos, el título de la novela (Desalmadas) tiene mucho que ver con el esquema centro/periferia: parasíntesis indisoluble entre subjetividad/objetividad o ubicación en los márgenes al presentar a los personajes a través de su corteza, en las afueras del meollo, del corazón. Así se presenta este peregrinaje de personajes pincelados con una precisión incisiva de registros diversos que fluyen en el ritmo constante de la prosa; son estos registros los que demarcan la situación periférica de una ubicación salvaje: “ (…) se afirma en la tierra incapaz de producir otra cosa que no sean cactus y malezas” o ”Le hubiera tocado otro destino de haber nacido en un lugar con más posibilidades”. Centro y periferia, metaforizados en los diálogos de mujeres del campo y la ciudad, convergen en el viaje, palabra que va más allá de considerarse como puro desplazamiento, sino como una experiencia que cruza la frontera y borra simultáneamente la comparación entre interior y exterior. Este punto de contacto es convertido por la autora en un

espacio existencial en donde se construye, en una mezcla de historias que finalmente se encuentran, el mundo ficcional de esta novela: la esperanza de una madre para que su hija recupere la cordura perdida (“–Qué sé yo… El doctor Etcheverry sabrá por qué lo hizo, pero yo te hubiera llevado al mar. A un lugar con más vida. Más animado. No puedo pensar que una suicida se recupere aquí…”); la ilusión de dos hermanas de cobrar las tierras de su otra hermana moribunda para vivir más holgadas económicamente (“El abogado dijo que no hay otra forma de cobrar el dinero… Hay que viajar a ese pueblo de morondanga y agilizar los trámites de la venta del terreno…Ella tiene que firmar. ¿Qué querés hacer? Ya no nos queda un peso. Total a Quinina no le debe faltar mucho… Da lo mismo que se muera en un micro que mirando el techo con las uñas pintadas de rojo.”); una joven codiciosa que guarda para sí un asesinato para heredar lo que no le es propio (“En la escritura dirá Rosario Ceballos, y con eso basta y sobra para que la tierra sea mía”); una vieja curandera del lugar (“–Ya sabía que la muerte de Víctor Corona te traería por aquí… ¿Qué te creés? No te ibas a salvar de consultarme, por más comisario que seas…”). En ese espacio existencial se presenta la voz de Melina, “la loca”, quien íntimamente se percibe como la “menos extranjera” de este viaje ficcional: “La única posesión es caminar hacia la nada”, “Yo no quiero escribir, detrás de las palabras está el miedo más grande del mundo”. Junto a esas voces femeninas, se integran las de los hombres, presos de un determinismo geográfico trágico, propio a esas tierras secas de destino: el remisero Ordóñez, el Cabra, el comisario Julio, Sergio. María Martoccia en esta novela logra atrapar al lector con una voz sigilosa y trasladarlo a un mundo donde “la literatura permite muchas vidas”.


MARTES, 24 DE MAYO DE 2011

“Afueramente adentro”, por Walter Romero | BOCADESAPO | RESEÑAS

Cantar la nada, de María Negroni. Buenos Aires, Bajo la Luna, 2011, 75 págs.

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ntre el comienzo del comienzo que es de fábula (“érase una vez un jardín”) y los finales que liquidan el suspenso a fuerza de refusilo; entre lo féerico de los inicios –Valery decía que “el primer verso es dictado por Dios”– y las últimas rimas, entre Dios y los finales, prefiero ese espacio un poco solidificado y simuladamente recóndito, suerte de pie del poema, donde los buenos poetas eligen “medir la furia en la textura del acero”; es, en esas emanaciones poéticas –siempre un poco huérfanas de las exégesis, que prefieren las albas del canto– donde se vuelve definitivo –en este último libro de María Negroni– este arte tremendamente furtivo donde, como señalaba Beckett, nunca se sabe si “la puerta está exiguamente abierta o imperceptiblemente entornada”. Su tema es el canto y la nada, pero más bien se trata del nada, ese espacio entre “cantar para nadie y nada que cantar” que se acerca sin más a una lírica de amor: no amar, no tener a quién cantarle es del orden del nada. Una nada que no es metafísica sino amorosa y que en su estallido atraviesa lo cotidiano (“anoche tomé pastillas, nadie lavó los platos”) y el desgarro que puede volverse el ni ente: el lugar donde “la poesía es el museo para esconder lo que no ha sido” o encarnar, de un modo más criollo, el niente menos que la batalla del lenguaje entabla para extraer alguna gema de las miserias del día. Es en ese tránsito entre las grandes preguntas y la cama vacía del amor que se fue, que la lengua de María Negroni se vuelve, a la primera de cambio, la voz que chapotea en el lunfardo, en la tanguedad, en lo argentino: lujo procaz de una lengua bacana que se deja interferir por el arrabal, mezcla rara de Chrétien de Troyes y el malevaje. Leo alguno de sus finales: “yo avanzo en el libro/ que no escribo// soy yo la fundo un cielo/ de fase en fase// alguna vez tal vez/ seré la que habré sido”. No suenan a las moralejas que suelen traer las fábulas, pero por ahí anda la cosa; se trata más bien de una tradición que impacta en este poemario, donde los finales y el niente, se vuelven l’envoi –los envíos de Maria; ¿envíos a quién?– y que detienen el tiempo en esa espera que es “lo pleno de la ausencia”, en ese último aliento de voz que cada poema propone: esa corta stanza o estrofa final, pegada a los otros versos o sueltita como una isla perdida. Puesto a pensar, me dejo ir, y Cantar la nada me invita, en su viaje y en su obsesión por el canto – esa “astucia de sirenas”–: a la tornada trovadoresca; a la finida o al fin y cabo de la lírica de Castilla; a los “cierres” de las cantigas de amor o al congedo o al commiato italiano: esos tres versos nomás (o a estos pareados de cimbronazo de María), que,

estratégicamente dispuestos, suelen o bien: 1) dirigirse desembozadamente a un destinatario real o imaginario y que, en muchos casos, es un indirizzo –un agenciamiento– all’amante del poeta o al suo mecenate o ad un amico; o 2) suelen volver especular ese instante en que el autor saluda con una mano grande a la poesía misma volviéndola destinataria de todo el poema; o, en cambio, 3) – y ésta es la versión más recurrente en el canto de María– suelen desatar, a modo de relámpago, las ganas de entregarle al lector, a modo de enigma, un sentido inesperado, que nos obligará a leer de nuevo el poema, una y otra vez interpretado, y vuelto a empezar, en una circularidad maquínica sin fallas pero con desgarraduras: Centrifugo del tiempo y del discurso, centrífugo del yo y del nosotros que lee, centrífugo de lo real y de la materia poética vuelta canto, que se anuda a la nada y la abraza, desesperada y mortalmente, como amante perdida y reencontrada: “empieza como espiral de nada/ con esa precisión (...) pero algo se va/ sin hacer ruido/ y vuelve a empezar/ por otro lado”. Es en el Canzoniere del Petrarca, en la canzone 126 (Chiare, fresche, dolci acque) donde, hacia el final, el poeta reasume su voz para dirigirse a la canción misma, diciéndole en el último invio: “Se tu avessi ornamenti, quant’hai voglia,/ poresti arditamente/ uscir del bosco, e gir in fra la gente” (“Canción, si tu fueses tan bella y ornada como quisieras,/ podrías, y más que osadamente,/ salir del bosque e irte entre la gente.”) De ese uscir del bosque bucólico y retórico del Petrarca, María Negroni nos convoca desde el borde del poema a la permanencia en el Jardín de las Delicias: el tiempo será ese intervalo circular que se extiende entre el primer y el último poema, que no gratuitamente nos propone, no ya salir del bosque (e irse con la gente), sino permanecer. No sin sorpresa, en un poema cuyo título es “Domingo”, leemos, como si María rescribiese a Petrarca: “entrar en la geometría del bosque/ como a un desorden sabio/ y allí elegir/ una y otra vez/ cuando el sendero se bifurca/ ser aquello/ que fuimos al comienzo.” Si la condición de posibilidad de toda poesía es escamotear –como sólo el lenguaje sabe hacerlo– la verdad de sus propios dispositivos –y esos mecanismos en este poema pueden adoptar ya desde los títulos la “matemática nocturna” de lo infinitesimal, lo irrisorio, lo no cuantificable o lo exactamente medido (ahí están los “Diecisiete cilindros”, las “37 muchachas”, los “0,0016 kilómetros de palabras”, las “anécdotas en 7 letras”): Cantar la nada debería leerse más que nada en el zigzag que se tiende entre la poética “atómica” de los títulos, el diseño al sesgo del poema y sus finales.


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Sólo yendo y viniendo en ese trazado único, “como quien delimita un teatro de operaciones”, podremos leer las líneas tendidas por el serpenteo de la forma y del sentido en la alternancia de sus vórtices, los puntos donde concurren los planos del discurso, las mudas donde la lengua derrapa. Este libro –puesto a cantar; entre un gentil retaceo y la iluminación de “la casa de lo escrito”– se lee no sólo en un ir y venir constante, sino también a la caza de lo alterno y lo angular: sus escondidas entrantes y salientes; no solo bajo la tensión del movimiento de un péndulo que va y viene, sino también en esa febril quietud del durante del poema y sus disparados enlaces. De sus últimos versos a modo de isla, en los “suburbios” del poema, reconocemos el tembladeral; ahí donde, como en una última batalla, el título –que habíamos leído al comenzar en oblicua tensión, y recuperamos ahora al terminar cada poesía– le vuelve a ofrendar, a las palabras y a nosotros, una última treta: ellas, preparando con arrojo de acróbatas su canto del cisne, y nosotros, “prendidos” y anonadados por el zigzag y por la espera, devenidos –afueramente adentro– la materia misma del poema: lo extimio. María es la artesana impar de poéticos códices miniados, de épicas de la maravilla y del debate: ahí están Islan-

dia, los viajes de Úrsula y la noche, la anunciación de una voz aterrada en los “convulsionados ‘70”, los mobiliaros, los museos y los gabinetes –todos esos boudoirs que ella atesora, donde la palabra se emperifolla con el tuteo sagaz que lo monstruoso le tiende a la realidad. Los dones de la antilectura han comenzado a derramarse; el vaivén es la fórmula para intentar vencer las celebratorias resistencias hermenéuticas que, a modo de plástica y literaria instalación, han comenzado a poblar esta obra madura. Y sólo en la madurez, o en la precocidad “rimbauldiana”, la nada misma se deja, o se hace ver. En María, la poesía se ha vuelto la elegíaca interrupción donde lo poético se abraza al desliz: en el madrimiento, el apenasmente, algún cuándo, amanza, cósa quiso decir, la doleinza, las nominanzas, las niñezas, el mío punto oscuro, la bailación: Toda esa otra, y acaso más verdadera realidad textual, del querer decir o el tartajeo de la lengua que puntualmente llega: las afasias que suelen ocurrirles a los poetas para mostrarnos en qué consiste “volver a aprender a hablar”, en qué consiste darle voz a ese confuso y voraz “animal que hiberna en el poema”.

MARTES, 17 DE MAYO DE 2011

“El gran pez”, por Mauro Peverelli La casa de la mezquita, de Kader Abdolah. Traducción de Marta Arguilé Bernal. Barcelona, Editorial Salamandra, 2010, 382 páginas.

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n la tranquila ciudad de Seneyán reside la familia de Aga Yan, un variado y heterogéneo grupo de personas cuyas costumbres y tradiciones, tanto religiosas como culturales, son arrastradas desde el comienzo de los tiempos. Allí, las distintas generaciones de los imanes, de una línea por lo general moderada, han sido testigos del lento curso de la historia espiritual y política de su ciudad y su país, han sido la guía religiosa de una población semiurbana y tranquila, apegada a algunas actividades rurales, al comercio, a la confección de alfombras y a la alfarería. A Aga Yan le toca gobernar el destino de la casa, un destino que parece predeterminado por la historia y las costumbres, pero, a mediados de la década del setenta, con la radicalización religiosa que se levanta en contra de la penetración norteamericana avalada por el sha, y que da paso al sangriento régimen de los ayatolás, la secular tranquilidad de “la casa de la mezquita” comienza a perturbarse de forma irreversible. Hasta ese momento la casa funcionaba en una armonía y un equilibrio muy bien cuidados por Aga Yan, que había heredado de su padre y de su abuelo el instinto de entender el devenir político y religioso de la comunidad de Seneyán. Además de Aga Yan y su familia, habitan la casa

las abuelas, dos ancianas que viven allí desde tiempos inmemoriales y que se ocupan de las cuestiones domésticas y de todas las necesidades del imán Alsaberi, que vive junto a su esposa y sus hijos; también residen en la casa Muecín y su hijo Shabal. Muecín es un alfarero, ciego de nacimiento, que vende sus vasijas a un comerciante del zoco, el mercado persa en el que tiene su negocio de alfombras Aga Yan. Todos ellos, y algunos otros que entran y salen de la vivienda a medida que va transcurriendo la historia, conforman una gran familia de riqueza heterogénea que vive en una laboriosa armonía, exquisitamente retratada por el narrador. Pero de a poco Aga Yan comienza a perder el control de la casa: el viejo imán Alsaberi ha muerto hace años y lo han sucedido otros con los que él ya no puede ejercer toda su influencia; la esposa del imán organiza a un grupo de mujeres religiosas y fanáticas que apoyan la inminente sublevación de los ayatolás; las dos abuelas emprenden su viaje a La Meca y ya no regresan nunca; Shabal, el hijo de Muecín, se traslada a seguir sus estudios en Teherán y se suma a la resistencia de la izquierda universitaria. A su vez, el deterioro de la figura del sha, que recibía el apoyo de los Estados Unidos por sostener sus compañías en la


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explotación petrolera del país, va acompañando el surgimiento de un nacionalismo religioso que tiene como figura central la del ayatolá Jomeini, exiliado hace más de una década en Irak. Esta fuerte radicalización religiosa, que parece expandirse rápidamente en la sociedad entera, y a la que en un principio Aga Yan mira con simpatía porque se opone visiblemente a la penetración cultural americana, enseguida comienza a dejar de lado la política moderada de la mezquita de Seneyán, a su imán y a su conductor. La política, la vida religiosa, entonces, comienzan a tomar un rumbo muy distinto del que históricamente llevaba la casa. En otro plano de significación, y más allá de las directas alusiones al devenir sociopolítico del país, el relato intenta posicionarse como un foco alegórico donde se lee que la casa representa el lugar de la tradición, de un islamismo moderado en el que se aprecia la policromía de una cultura rica y milenaria. La penetración incesante del occidente capitalista va forzando posturas religiosas de un fanatismo crudo, que termina por obturar el despliegue del inmenso abanico de posibilidades que era capaz de ofrecer una cultura tan singular y maravillosa como la persa. En el interior de esa travesía narrativa las historias se suceden y abonan la inmensa metáfora con que se persiguen las claves de un destino: “Para hacer honor a la tradición, Muecín tomó la palabra y contó la historia de Yanus. El profeta Yanus, decepcionado, abandonó su casa para no volver

jamás. Sus discípulos se quedaron sorprendidos y apenados. Yanus llegó hasta el mar, vio unos pasajeros embarcando en un navío y decidió unirse a ellos. El barco navegó tres días y tres noches, y al cuarto día todo se sumió en la oscuridad; de pronto, un pez enorme emergió del agua y le impidió el paso. Los pasajeros no sabían qué hacer y el pez no se marchaba. Un hombre curtido, que había navegado mucho, dijo: -Uno de los presentes ha cometido un pecado. Tenemos que entregárselo al pez o de lo contrario no nos dejará marchar. -El pez viene por mí; podéis arrojarme al agua y seguir vuestro viaje -les advirtió Yanus. -Te conocemos –comentaron algunos pasajeros-. Eres un hombre justo, no es posible que hayas cometido ningún sacrilegio. También conocemos a tu padre, que fue un hombre piadoso. No, no puedes ser la persona que busca el pez. Yanus, que estaba seguro de que el pez había ido por él, les contestó: -Es algo entre mi Dios y yo. Por esa razón el pez está aquí. Y entonces se encaramó a la borda y saltó al agua. El pez se lo tragó de un solo bocado y desapareció bajo el agua.” En la sutil descripción de aquellas costumbres, el relato se asemeja a las estéticas de tono parabólico como la de los suras del Corán, o de libros maravillosos como El lenguaje de los pájaros de Farid Uddin Attar, en los que toda alegoría apunta a un esencialismo donde el verdadero cometido de cualquier búsqueda es el de develar los misterios que se ocultan en el sinuoso camino que nos conduce hacia el interior de nosotros mismos.

MARTES, 10 DE MAYO DE 2011

“Civilización & Barbarie”, J. S. de Montfort Ingenuidad aprendida, de Javier Gomá Lanzón. Galaxia Gutenberg, 2011, 174 págs.

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l filósofo y director de la madrileña Fundación Juan March, Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965), se sirve de su último libro Ingenuidad aprendida para realizar un ejercicio urgente de autoconciencia. En él, examina su quehacer filosófico y, con ello, se otorga también el intervalo necesario antes de la finalización de su aclamada tetralogía acerca de la Ejemplaridad. Se trata de un libro perentorio, viéndonoslas así con un auténtico “grito de guerra” que ha de ser leído –consecuentemente– con el corazón inflamado. Un libro ni siquiera imprescindible, sino vital, que se quiere antídoto contra la anomia y la burocracia, el pluralismo y el relativismo moral que oprime al hombre contemporáneo, aquejado de una maravillosa libertad expandida que ha derrocado las tradicionales opresiones políticas, ideológicas, sociales y económicas, pero que, irónicamente, por fuerza de su inmensidad, lo mantiene paralizado, aferrado al dogma de la intocabilidad de su vida privada, sin saber

cómo instrumentalizar de una manera útil su tan deplorada libertad. El volumen consta de 3 textos inéditos de un total de 7, escritos entre los años 2009 y 2010 (4 conferencias, dos prólogos –uno a la Ética a Nicomaco de Aristóteles y un segundo a un libro de ensayos de Ortega y Gasset– más un ensayo publicado en la obra colectiva Vivir para pensar. Homenaje a Manuel Cruz). Gomá, dueño de una prosa limpia (deudora de la elegancia orteguiana), que fluye inusualmente lúcida sin atropellarse con citas o abstrusos razonamientos, nos expone en sus textos –de una manera centelleante– su idea de lo ingenuo, traída de ese “canto a la exterioridad del mundo, objetivo, sereno, armonioso” [p. 10] de Schiller y que se opone a la visión modernista del genio, cuyo ego expandido todavía hoy domina la contemporaneidad y le impide al hombre la tan deseada emancipación. Su filosofía mundana invita a ahondar en los asuntos


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humanos, abandonando la misantropía, tan propia del filósofo ensimismado, nos dice Gomá. Porque, además, “todos los hombres desarrollan una actividad filosófica de interpretación del mundo” [pág 23] y así, esta actividad filosófica para ser actual y válida debería mutar “democráticamente en una función humana universal […] siempre allí donde se halle el hombre” [pág 24], por la incontestable razón de que lo que a todos ocurre es por fuerza universal. Gomá abandona así la epistemología y a ello contrapone la ética. O dicho de otro modo: su filosofía mundana se opone a lo que Michael Sandel ha llamado filosofía pública. No existe distinción cabal, dice Gomá, entre lo público y lo privado, en el sentido de que la vida privada fomenta conductas que se proyectan públicamente en comportamientos. Éstos son ahora mayormente comportamientos incívicos, lo cual es insostenible, nos dice Gomá, nuestra civilización no puede edificarse exclusivamente “sobre una vida privada en permanente estado de liberación” [p. 155].Y es que no son “igualmente estimables todas las formas de vida privada, idénticas en valor y altura moral” [p. 158]. Necesitamos entonces un ideal civilizatorio que nos solvente esa tensión no resuelta entre el colectivismo estatal y el subjetivismo . No se trata de volver al estado jerárquico pre-moderno ni tampoco de renunciar a la vida privada, ni permitir que en ella interceda el Estado. No, no es eso. El debate se halla en el hecho de que del adolescente estadio privado de lo estético pasemos al estadio adulto de lo público, que la decisión personal de elegir la

virtud se generalice a través de la costumbre y la persuasión (o sea, el Ejemplo), no de la ley. Una síntesis del neorepublicanismo y su concepto de virtud y del comunitarismo, que nos invita a practicar las costumbres cívicas, es lo que propone Gomá frente a esta incertidumbre fatal y cuasi-apocalíptica en la que nos encontramos. La ejemplaridad, nos alerta Gomá, habrá de ser el centro de la necesaria socialización del individuo, que no parece querer abandonar la irresponsabilidad de su estado de infante o adolescente, a pesar de que se tengan cuarenta años (o cincuenta, o sesenta, tanto da). Porque vivir en sociedad no es lo mismo que vivir socializado. “Tenemos una responsabilidad sobre la vida privada y sobre el efecto, bárbaro o civilizatorio que produce en nuestro círculo de influencia” [p. 167], nos recuerda Gomá, y ese compromiso debería consistir en una “ejercitación responsable, social, cívica y virtuosa de esa esfera de la libertad ampliada” [pág 33] que con tantas penurias hemos conseguido. Necesitamos, pues, que la espontaneidad originaria del ser humano sirva no para su satisfacción ególatra sino para sacarnos de la precariedad en la que nos hallamos, saliendo así de su actual anegación y ayudando a la construcción de unas “reglas éticas comunes y válidas para todos” [p. 153]. A este propósito, nos dice Gomá, contribuirá el arte creando una “nueva sentimentalidad” y también la filosofía que “suministrará veracidad a un reformado lenguaje natural y común” [pág 34]. Que así sea, pues. MARTES, 3 DE MAYO DE 2011

“La araña, el ojo, la fiebre,”, por Jimena Néspolo Una historia incomprensible y otros relatos, de Odilon Redon. Traducido y prologado por Mercedes Roffé. Buenos Aires, Bajo la Luna, 2010, 155 págs.

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n el universo visual de Odilon Redon las esferas son agobiantes. Pesan como globos aerostáticos oscuros y temibles sobre el mundo; tienen ojos, tienen patas, tienen pelos, y están unidos al resto de los mortales por un finísimo hilo de plata que los mantiene aún en los límites observables dentro de la obra. Una de sus creaciones a partir de Las flores del mal, de Baudelaire, fechada en 1890, nos muestra –por ejemplo– una flor con las proporciones de un girasol, al que en vez de pétalos le han crecido alambres y en el centro de ese inexpugnable vacío grandes concavidades negras observan con impavidez la nada. El de Redon es un universo desolado, intenso, que salta a golpe de carbón entre el humor y el horror más humano. Los escritos literarios, tan poco conocidos hasta el momento, no son ajenos a su obra gráfica. Actúan más bien como directrices, o evidencia textual de su modo de

concebir el acto creador “como el trabajo más noble, más delicado, que puede realizar un hombre”, una tarea acaso titánica que asume sólo aquel que puede enfrentar el rostro de la verdad de sí mismo, que es aquel que la obra ofrece. Conocido por sus “interpretaciones” gráficas sobre las obras de Baudelaire, Poe, Flaubert y Picard, Odilon Redon (1840-1916) además de escultor, pintor y grabadista, y de ser una de las figuras más representativas del simbolismo europeo, dejó a su muerte textos literarios celosamente guardados por su archivista y biógrafo André Mellerio. Hacia el final de su vida, Mellerio procede a reunir todos los escritos de Redon (desde esbozos de cuentos, poemas, prosas breves, cartas y “confesiones de artista”); ese material actualmente se encuentra en el Instituto de Arte de Chicago y aún espera salir a la luz. El volumen Una historia incomprensible y otros relatos, traducido y prolo-


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gado por Mercedes Roffé, es pues la primera traducción española que se realiza de este autor. De la lectura en conjunto del volumen, más que la recurrencia de motivos, se observa la preponderancia de ciertos temas ligados a la percepción extrañada de lo real (en “Noche de fiebre”, “Una estancia en el país vasco”), las memorias de una infancia y juventud sufridas (“Él sueña”, “Ronda de amor”, “El grito”), hilvanados todos por una insistente reflexión sobre la creación. En este sentido, quizá el relato más singular sea “El Fakir” que narra la estadía de un artista pobre en París; allí, elementos presentes en otros relatos se vuelven a manifestar pero claramente dispuestos a modo de sagaz crítica a las premisas darwiniano-positivistas de su época y, a la vez, directa increpación a aquellos artistas que –como el virtuoso de este cuento– practican un arte centrado en sí mismos y en el círculo de amateurs que los rodean. En palabras de Mercedes Roffé, “el tema subyacente [de este cuento] es el mismo que seguirá preocupando a Redon toda su vida, es decir, la inautenticidad y las pretensiones de una burguesía culta y su reaccionario egocentrismo; una burguesía que hallaría un apoyo en las teorías de Darwin, al sostener el triunfo, en el seno de la sociedad, de los más hábiles y no –como Redon habría querido– de aquellos moral y espiritualmente más nobles.” Pero ese agobio que sufre el espectador al observar su obra gráfica, se distiende al sopesar la cuota de fino humor que también la recorre. “La araña que sonríe”, un

dibujo de 1881, ostenta esa tensión, entre la hilaridad y el espanto, presente en sus trabajos. En lo narrativo, “El relato de Marta la loca” es, desde esa perspectiva, ejemplar. Allí, el onirismo deja ingresar el paisaje y el color, y con ello cierta frescura impresionista de la que Redon había renegado en sus principios (y que volverá a iluminar su segunda época). Estamos, ahora, en 1842 y una fragata que parte de Francia hacia Pondichéry (la colonia francesa en el Océano Índico) naufraga. La protagonista despierta entonces en una isla que se le antoja edénica hasta que comprueba que un “enorme simio” la cela, la vigila y al menor de sus movimientos “lanza un grito ronco y extraño”; en la playa encuentra, luego, los restos del naufragio y con ellos la certeza de que está sola en su inmensa libertad: “Qué irónico contraste producían las cosas: especialmente un espejo en el que yo misma me reflejaba, como si Dios, dejándome la conciencia en estas tierras de exilio, hubiese también querido procurarme la imagen de mi propio rostro, que ningún otro ser en el mundo volvería a ver. El monstruo que me cuidaba fue sacándome una a una, todas las cosas, con una vivacidad sorprendente, haciéndolas girar en todos los sentidos, tratando de morder aquella que le parecía la más inesperada, o la más brillante.” (113) Con el telón de fondo del pensamiento colonialista de su época, el cuento de Odilon Redon constata y pone en jaque, a través de un simple espejo, la distancia que media entre el mundo “civilizado” y el mundo “primitivo”.

VIERNES, 15 DE ABRIL DE 2011

“Las vueltas de lo siniestro”, por Natalia Gelós Post Mortem (2010) (15/4 en Bafici). Chile. Director: Pablo Larraín. Guión: Pablo Larraín. Protagonistas: Marcelo Alonso, Alfredo Castro y Amparo Noguera. 98 minutos

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a nueva obra del chileno Pablo Larraín parece ser un engranaje más, una extensión de Tony Manero, su anterior producción cinematográfica. Una vez más el actor Alfredo Castro pone el cuerpo y compone un personaje oscuro, que se mueve en el contexto de la dictadura chilena. En Tony Manero, Raúl Peralta, obsesionado con Fiebre de Sábado por la Noche, sólo tiene un objetivo, ser como el personaje que interpreta John Travolta. No quiere parecerse. No quiere interpretar el papel. Quiere ser él. Para lograrlo, mata a todo aquel que se interponga en el camino. Peralta se mueve en un Chile en el que la dictadura ya está instalada y el terrorismo de estado aparece como telón de fondo, como una sombra cotidiana. En ese film destacaban la originalidad y una densidad sin tregua de los personajes y de la historia. Algo de lo siniestro de Tony Manero se filtra en este Post

Mortem, donde Mario Cornejo, un opaco y solitario asistente de la morgue, se enamora de una rancia bailarina de cabaret. No está la rabia de su antecesora. O sí, pero está contenida, escondida en la espalda encorvada del protagonista. Cornejo intenta conquistar su cariño -o al menos, su mirada-, y esa agria historia de amor se desarrolla en los primeros días de instaurado el golpe militar que derrocó a Salvador Allende, cuando los cuerpos muertos por la represión se acumulan con el correr de las horas. Inspirada en la historia real de Mario Cornejo, encargado de registrar los detalles de las autopsias en un hospital y testigo de la que le hicieron al mismísimo Allende, la película con el tono sombrío y descarnado de Larraín muestra cómo revisitar ciertos temas ya transitados como el la dictadura puede ser una experiencia interesante si se lo hace con otra mirada, sin caer en una solemnidad de cartón.


DOMINGO, 10 DE ABRIL DE 2011

“Circularidad de la Nada”, por José Sabater de Montfort | BOCADESAPO | RESEÑAS

El estado del malestar: capitalismo tecnológico y poder sentimental de Raúl Eguizábal. Ed. Península, Barcelona, 2011.

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l catedrático de publicidad de la Universidad Complutense de Madrid Raúl Eguizábal sondea en su último libro El estado del malestar: capitalismo tecnológico y poder sentimental una versión contemporánea – necesariamente difusa y lábil– de las clásicas Mythologies (1957) de Roland Barthes. Y no sólo en sus contenidos (central es el análisis del mito, a este respecto; o más bien “la nostalgia del mito” [pág. 62]), sino también en sus formas, e incluso en su jerga –publicitaria y algo ramplona por momentos. El libro se compone de 26 artículos (12 cuartillas de extensión media tiene cada uno) con pretensiones de ensayo, pero que quedan las más de las veces opacados por la indignación del publicista. En este sentido hay que mencionar que el libro en bastantes tramos parece pretender más la divulgación de las emociones de supino cabreo del propio autor (en un intento salvaje por influir en el ánimo del lector), que transmitir ideas desarrolladas a fuerza de hipótesis que devengasen en tesis voluntariosas para el diálogo. Las secciones se asimilan al artículo de periódico sobre el que gravita una idea central que se mezcla con apreciaciones de diversa gradación (al modo de la termomix, pues –además- las mismas ideas metamorfoseadas aparecen por doquier), cerrándose finalmente con sentencias de falsa apariencia apodíctica. Así, El estado del malestar indaga en ese “poder seductor […] envuelto en una nube de benevolencia” [pág. 19] que Eguizábal nombra como Poder Sentimental, y contra el que no parece haber posibilidad de rebelión (lo que quizá justifique el cabreo del publicista). Un poder caduco, éste, y con los jefes del cotarro “desaparecido(s) en su ausencia perpetua” [pág. 31], incapaces de sortear la Gran Crisis, mirando todavía hacia atrás, con nostalgia, mientras aquí y ahora “el mañana se ha instalado en el hoy” [pág. 84]. Jefes de estado que son como “bufones de corte” [pág. 97] y, tal vez, de ahí su inmoralidad. En este escenario en el que la tecnología lo domina todo, siendo, en suma, Internet “lo real” y convertido todo lo demás en “sombras” [pág. 81], la capacidad de acción del ciudadano se reduce a “pequeños movimientos estratégicos” [pág. 91], puesto que no sólo ha entrado en quiebra la economía, sino la cultura e incluso el propio ser humano. En opinión de Eguizábal, no quedan más asideros que la confianza, una confianza ciega e incierta (y bastante naïf) en que todo mejorará. El problema de que no haya más recursos reside en la tecnologización del capital, nos dice Eguizábal, y, en general, de todos los aspectos de la vida; la quiebra de la cultura y su je-

rarquía ha traído como corolario que las prácticas artísticas, políticas y económicas se hayan reducido al trasvase de información; funciones fáticas –en su mayoría– que sólo pretenden mantener la producción incesante de mensajes planos. Por definición, es imposible analizar la inmediatez que ha cedido el valor a la forma. La gran lacra pues de este momento histórico es ese “efecto pantalla” [pág. 138] con el que se nos presenta la realidad, una realidad donde todo cabe y todo es indistinguible y se halla igualmente depreciado. Porque para que haya calidad, dice Eguizábal, los contenidos en la red han de pagarse. Nos habla así Eguizábal del “fatalismo de la pantalla”, que no sólo aturde, también ciega la inteligencia” [pág.136] y ello a resultas de la afectividad fácil que transmite. Una época de lo “alfavisual” [pág.131] sería la nuestra, materialidad de la pantalla lo llama Eguizábal, un gran océano en el que los ciudadanos ceden alegremente su individualidad, despersonalizándose en el subconsciente colectivo de la cultura popular, en esa apariencia falsaria de progreso que en realidad no viene sino a ratificar una variedad ilusoria que no son sino las múltiples posibilidades de la Nada. Sobre el libro campea una gran sensación de déjàvu, pues Eguizábal plantea una suerte de sintomatología más o menos esperpéntica de la realidad histórica actual (que ya más o menos todos nos sabemos de memoria), pero a la hora de ir ese pequeño pasito más allá que se le debe exigir a todo ensayista que pretenda analizar la realidad, nos da como respuesta que “la “auténtica subversión sería la renuncia total al consumo tecnológico” [pág 79]. Hombre, para decir eso tal vez podríamos haberlo dejado en un panfleto.


LUNES, 4 DE ABRIL DE 2011

“Las orillas sin río”, por Nicolás Hochman | BOCADESAPO | RESEÑAS

El otro tiempo, de Carlos Dámaso Martínez. Ediciones del Copista, Córdoba, 2010.

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ace unos años leí La lentitud, de Milan Kundera. No recuerdo mucho de la trama, pero sí que no me gustó demasiado. Pese a eso, con los años se me fue afianzando una idea sobre el libro, que a esta altura ya no estoy tan seguro de que haya sido lo que realmente leí. En esas páginas Kundera articula un relato que quiebra con la narración clásica y tradicional de autornarrador-personaje. Lo que hace (o lo que con los años me fui imaginando que hacía) es narrar dos historias en paralelo. En una, a modo convencional, explica las vivencias de un personaje en tercera persona, con esa posición un poco omnisciente de la que es imposible despegarse a un autor. En la otra, cuenta en primera persona una anécdota de hace unos años, cuando él viajó a no sé qué castillo con su señora. Lo interesante aparece cuando en el relato se filtra una anomalía, cuando surge un personaje que se llama Milan Kundera, que queda a mitad de camino de la ficción y la anécdota real. Un Milan Kundera que le resulta extraño al autor, que le molesta, que le genera una incomodidad porque claramente es él, pero no; claramente lleva su identidad, pero a sus eruditos ojos en un imbécil y le desarticula el relato. El recurso no es nuevo, y tanto Unamuno como Pirandello podrían dar sus testimonios. Pero sí es interesante ver cómo Kundera da una vuelta de tuerca con su novela. Con El otro tiempo ocurre algo similar. Carlos Dámaso Martínez fabrica a un escritor que fabrica a un personaje que se le inmiscuye en su propia cotidianeidad y en cierto aspecto lo transforma, como presupongo transformará a su vez a ese Hacedor que es el autor, nunca inmune a las acciones de los homúnculos en que se transforman sus personajes. La historia transcurre en dos tiempos, que a su vez se fragmentan en tantos pedazos como el discurso posmoderno. Del lado de acá, un tipo que escribe y habla de las miserias de su vida diaria, de sus conversaciones con un amigo a la distancia, del devenir sexual con su mujer, de las noticias que salen por la tele, del libro que de a poco va escribiendo. Del lado de allá, la cosa se complica. El otro relato está ambientado en un Río de la Plata sin agua, completamente seco. Por su antiguo cauce deambulan algunos hombres descentrados, probablemente a comienzos del siglo XIX. Comerciantes, futuros patriotas, indios travestidos, gauchos y extranjeros se mezclan en el paisaje enrarecido por lo que no está (“La falta es falta en su lugar”, decía Lacan). Pero Dámaso va más allá. Si el relato comienza perfilándose como una narración realista, histórica aunque en un contexto atípico, rápidamente se vuelve inverosímil, exacerbando las imposibilidades hasta

transformarlas en una historia imposible, en un meta-relato donde la ilusión de la realidad cede ante la prepotencia de la ficción. A los indios y los gauchos se les aparecen soldados alemanes de la Segunda Guerra que buscan dinamitar un submarino. Las ideas de la conquista se entremezclan con perspectivas de finales del siglo XIX, con los vuelos de la muerte y la sombra de los desaparecidos durante la dictadura. Y Perón, y los peronistas, y la manifestación del 17 de octubre y su reclusión en Martín García, y su entierro y el secuestro de sus manos a fines de los ’80. Sus personajes (los de Dámaso, los de tipo que escribe esa novela), son humanos y demasiado humanos; están calientes, perdidos, expectantes y angustiados por tanta incertidumbre de andar por la nada donde debería estar el río. Son testigos de la influencia del autor, que actúa como un demiurgo invisible que pone obstáculos e incentivos en su camino, que los obliga a tomar decisiones cuando podrían estar tranquilos en sus casas, gozando de ese día a día cotidiano, rutinario, que forma parte de la realidad del que escribe. En El río sin orillas, Juan José Saer arma una especie de ensayo, una narración muy extraña en la que el personaje principal es ese pedazo de agua que une y separa a Uruguay y Argentina, el Río de la Plata. La metáfora lleva a pensar un poco en una idea de absoluto, de algo inabarcable, que todo lo comprende. Es muy poco probable que Dámaso Martínez no pensara en todo ello cuando escribía El otro tiempo, que es como decir “el otro lado”, el reverso del río sin orillas que, en su novela, se transforma en las orillas sin río, en la totalidad imposible, invertida. “Y si no hay riesgo, ¿para qué escribir?”, se pregunta Saer en la frase que Dámaso elige para abrir su propio libro. Otra posible pregunta sería volver a plantearla, invertida: Y si no hay riesgo, ¿cómo no escribir?


SÁBADO, 19 DE MARZO DE 2011

“La alquimista de lo leve”, por Natalia Gelós | BOCADESAPO | RESEÑAS

Relatos reunidos, de Hebe Uhart. Alfaguara, Buenos Aires, 2010, 512 págs.

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enía que haber alguna víbora muerta. Es un detalle ínfimo, una mera anécdota, pero tenía que estar en ese mundo Uhart, entre tantas palabras nobles, entre tanta historia cotidiana, pequeña y grande a la vez. Si hablaba de una maestra y de una escuela, una víbora tenía que haber, porque sí, porque es lo que pasa, porque ¿quién que haya ido a un colegio de pueblo no tuvo alguna vez una historia de culebras y julepeados? Después, por supuesto, está el campo, y el cansancio, y la vida que pasa con parsimonia y silbido bajo. En ese mundo de Uhart de Relatos reunidos, el misterio de la vida puede esconderse en un posa-pava. Y ella que sabe de lo que habla, que nació en un Moreno casi rural y fue maestra y directora y que, claro que sí, enseñó filosofía, capta el momento, y hace de la sutileza una historia. Y lo hace sin pose y crea, como quien no quiere la cosa, un mundo menos oscuro pero aún así tan profundo como el de Faulkner. Uhart bien podría ser el viento sur y fresco de la versión faulkneriana. Sin tormentos, pero con el ojo en el lugar preciso para contar los pesares en tierras donde la vida se dirime en una intimidad compartida. Es claro por qué a Conti le gustaba la obra de Uhart y decía, por ejemplo, “de simpleza en simpleza uno penetra en hondura y laberintos donde sólo se pude avanzar si se participa de la magia de ese nuevo mundo...” En ambos hay pueblo, calle de tierra, como si en sus relatos el sonido

sordo de las chicharras se prolongara hasta cada punto final. Uno no lo nota mientras lee. O sí, pero no le presta atención. Hasta que para. Entonces, es cuando eso que sonaba sordo y constante se hace más fuerte. Sus cuentos son pequeños mundos habitados por Leonores que no abrazan sus sueños, que se conforman con lo que la vida les da (“Leonor”); o directoras de escuela rurales que se enojan con las inspectoras (“Impresiones de una directora de escuela”) –que qué se creen con venir a juzgar–; o gente que se muere “sin dar ningún trabajo” (Mudanzas). La parentela hecha literatura, la tensión dramática escondida en un grano de arroz, con eso parece tejer su mundo literario en una veintena de cuentos y tres novelas cortas (Camilo asciende, Memorias de un pigmeo y Mudanzas) escritos por esa dama que ha dicho, provocadora, que escribe sin pasión. Su voz femenina cuenta impávida historias que a veces brotan de la infancia. Una infancia lejana a pompas y algodones. Su escritura no siente lástima. Mira al mundo extrañada y aprende, voraz, de tonos, de gestos. Y sus criaturas se preguntan: “¿Y eso qué mierda es?”; dicen: “verdolaga”, se quejan: “hace mucho calor”. Nada de grandilocuencia. Tampoco, de provocación porque sí. Que para qué forzar el drama, si ése, en el mundo de Uhart, leve, imperceptible, siempre está. SÁBADO, 5 DE MARZO DE 2011

“La escritura de la existencia”, por Rosana Koch Lazos de familia, de Clarice Lispector. Buenos Aires, El cuenco del plata, 2010, 141 págs. Un soplo de vida, de Clarice Lispector. Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 2010, 198 págs.

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larice Lispector es considerada una de las escritoras más importantes de las letras brasileñas del siglo XX. Fallecida en 1977, su obra literaria conforma una totalidad definida por un intento constante de liberación del encierro de la existencia. Dos textos bien diferenciados logran a su vez sintetizar los tópicos más relevantes de esta escritura puesto que también se sitúan en dos momentos diferentes de la vida de la autora: Lazos de familia y Un soplo de vida. Lazos de familia es un libro de trece cuentos publicado en 1960. El título mismo devela por sí mismo la integración de las narraciones en una estructura que parece enlazar aquello que en realidad se desea esconder y, al mismo tiempo, aquello de lo que se desea escapar: en la profun-

didad de la vida cotidiana, convencional y familiar de los personajes de los cuentos, se desliza y emerge un plano de la existencia que comienza a percibirse hasta llegar al estallido y romper con las acciones habituales y mundanas. Es en este momento cuando los personajes se reconstruyen a partir de una revelación o “epifanía” y a partir de allí ninguno podrá salirse de esa introspección que, en un constante monólogo interior, estalla tanto en intensidad como en violencia y locura. Esta extrañeza que irrumpe y asedia no deja de tener una intensidad inusitada y “sagrada” que aparece a través del gesto de un pensamiento, una sensación corporal, una mímica incomprensible, un silencio permanente que es señal, una construcción que es ruina en el fracaso de permanecer, “ser” en el ahogo de la existencia, pero que siempre se traduce como “un éx-


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tasis palpitante de la náusea”. En Ana, por ejemplo, protagonista del cuento “Amor”, su vida se ve trastocada por un instante: la observación de un ciego que masca chicle. A partir de allí ingresa a un ámbito sagrado en el que el éxtasis de la náusea es el paso hacia “otra existencia” que ha sido anestesiada, pero que siempre estuvo latente y que culminará en el compromiso de la libertad de elegir en el encierro tedioso de su propia existencia: “Y, si había atravesado el amor y su infierno, se peinaba ahora frente al espejo, por un instante sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagase una vela, sopló la pequeña llama del día”. Un soplo de vida es la novela póstuma de Clarice Lispector. Va acompañada de una aclaración: “Pulsaciones”. Qué es una pulsación si no el intento imperceptible y rítmico de permanecer y seguir latiendo ante la inevitabilidad de la muerte. Casi al comienzo de la novela se puede leer: “Escribo como si fuera a salvar la vida de alguien. Probablemente mi propia vida (…)”. Permanecer por medio de la escritura –“Yo escribo para hacer existir y para existirme. Desde niño busco el soplo de la palabra que da vida a los susurros”– y abandonar los límites del tiempo para perderse en el instante eterno que es presente, es “movimiento puro” y acto creativo producto de la soledad: “Autor: Hablá, Ángela, hablá aunque no tenga sentido, hablá para que no me muera del todo”. Sin una trama, o sin una sucesión temporal de eventos, nada converge porque entre el Autor y su creación, Ángela Pralini, ni siquiera hay diálogo, es decir que la estructura de la novela en parlamentos entre el Autor y su interlocutora, Ángela, es símbolo de la imposibilidad de comunicarse con los otros y no lograr construir con el Otro la elaboración del propio Yo. En el espejo de la otredad para forjar la constitución de la propia subjetividad, estos personajes fracasan en una dualidad imprecisa: “Ángela es mi intento de ser dos. Lamentablemente, sin embargo, no-

sotros, por fuerza de las circunstancias, nos parecemos, y ella también escribe porque sólo conozco algo del acto de escribir. (Aunque no escribo: hablo)”. El Autor/escritora insiste en que después de una vida de escritura, necesita recomenzar y por eso no hay voluntad de estilo, porque la intención es reconstituirse en las ruinas: “Lo que está escrito aquí, mío o de Ángela, son restos de una demolición del alma, son cortes laterales de una realidad que se me escapa continuamente. Estos fragmentos de libros quieren decir que trabajo en ruinas.” Y es desde allí que el pensamiento se desprende, puesto que logra el distanciamiento: “Soy el atrás del pensamiento”. Lo primitivo es la materia prima y la razón, el impedimento. Leer a Clarice Lispector es una experiencia, principalmente. Verdadera, pero que nunca roza lo real: ese es el límite imposible que delimita a la escritora. Sin embargo, es en esa búsqueda nauseabunda (tanto física como filosófica) de escribir lo indecible la que le permite indagar en el gesto, la percepción, la mímica, el silencio y el extrañamiento del instante. Allí se instala introspectivamente para detenerse y vislumbrar con mirada misteriosa, lenta, hasta mística, el destello epifánico que culminará en la mudez, el silencio o la agonía, la melancolía (según Julia Kristeva): apenas un balbuceo que sabe que dejará a la escritora-narrador-personaje (y a los lectores) en la mudez, con las manos vacías de divinidad (porque en lo divino está lo real) y en una extrañeza absoluta que vislumbra. “Me da miedo escribir. Es tan peligroso. El que lo intentó lo sabe. Peligro de revolver en lo que está oculto (…) Soy un escritor que le tiene miedo a la trampa de las palabras: las palabras que digo esconden otras –¿cuáles? Quizá las diga. Escribir es una piedra lanzada en el pozo hondo.” Leer a Clarice Lispector es intraducible porque el entendimiento se olvida de que existe un sentido de las cosas. Todo esto sólo es un intento.

DOMINGO, 27 DE FEBRERO DE 2011

“Por la totalidad perceptiva del arte (o la decadente nostalgia del remake)”, J. S. de Montfort Estética del aparecer, de Martin Seel. Madrid, Katz, 2011, 310 págs.

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ebemos alegrarnos de la llegada a las librerías de Estética del aparecer del experto en el campo de la estética y profesor de la Universidad de Frankfurt, Martin Seel, al mismo tiempo que se hace necesario proferir un grito de alerta ante el hecho de que nos hayamos demorado diez años en tener una edición en castellano de este libro (y que ello se haya producido gracias a la arbitrariedad de un subsidio del Instituto Goethe). En primer lugar, debe saber el lector que el libro se

propone una sistematización ampliada del artículo de Martin Seel titulado “Art as appearance: two comments on Arthur C. Danto´s After the End of Art”, publicado en 1998 en el volumen 37 de la revista History and Theory, donde refutaba el esencialismo que Danto adscribía a la obra de arte. El intento de Seel tiene, en este libro, partida doble: sistematizar su teoría de la aparición (que supera las constricciones clásicas de la estética del ser y la estética de la


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apariencia) y (re)asociar a la filosofía del arte con la estética, alianza perdida durante la segunda mitad del siglo XX y defendida principalmente por Arthur C. Danto, ese situar el arte más allá de su aparición sensible. En otras palabras: la conceptualización del arte que se funda exclusivamente en la mera teoría. Tesis que, por cierto, Tom Wolfe evoca de manera bien divertida en su libro recientemente reeditado La palabra pintada (Anagrama, 2010). En la segunda parte del libro Seel propone 12 tesis sobre la imagen que ofrecerían la aplicación de su teoría a ciertos aspectos contemporáneos. La clave que hibridaría (y superaría) la oposición clásica entre estética del ser y la de la apariencia sería, según Seel, el modo diferente en el que se aprehende la aparición de los objetos. La apariencia (que serviría de guía) ha de considerarse como los modos de la aparición estética y su fuerza se fundamenta en el presente de lo que aparece (estética del ser), que se extiende más allá del presente y de la realidad (su ser-así que se perpetúa en la presencia de su aparecer). Sobre los estados de la percepción, Seel distinguirá entre el estado del simple aparecer (percepción contemplativa), la aparición atmosférica (percepción estética),y la aparición artística (percepción de la obra de arte como una presentación en medio del aparecer). La realidad del hecho artístico, según Seel, no sería pues un despiece deleuziano de conceptos en búsqueda de significados ocultos, sino más bien el resultado de una totalidad perceptiva, en la que se despliega una constelación de apariciones que significarían de un modo especial, debido a una organización precisa e individual de sus elementos constitutivos particulares. Es decir, que las obras de arte “son creaciones de un aparecer capaces de articular” (p. 148). Por ello, no se trata de determinar la realidad del objeto (y conferirle unas cualidades esenciales como quería Danto), cuanto de atender a la indeterminabilidad del juego -kantiano- de sus apariciones, a su juego performa-

tivo. Ahora bien, ello exige del espectador una exploración interpretativa, imaginativa e incluso reflexiva de los objetos artísticos. Intención y voluntad, en suma. Implicación. Pero veámoslo más claro con un ejemplo (p. 179): la obra Who´safraid of Red, Yellow and Blue IV (1969-70) de Barnett Newman puede ser considerada -al mismo tiempo- en las tres dimensiones propuestas por Seel. Como aparición visual no es más que el simple aparecer de una superficie multicolor, como aparición atmosférica resulta ser un cuadro que podría experimentarse “como una acentuación fuerte, poderosa y algo solemne del espacio donde está instalado”. En su aparición artística nos mostraría “la interacción de los colores como una dramatización de las posibilidades fundamentales de la pintura y la existencia misma” y así el cuadro representaría la “destrucción sublime de un orden de sentido composicional y cultural”. En resumen, dependiendo de cómo dejemos actuar al lienzo sobre nosotros, tendremos las diferentes gradaciones del aparecer. La importancia capital que se desprende de las gradaciones de la aparición es por cuanto que Martin Seel reintegra las vanguardias artísticas adentro de una corriente más larga que tendría su punto de origen en la caverna platónica. Esta precisión no es baladí puesto que nos sirve para, desde un sistema hegeliano, entender las manifestaciones actuales del mundo del arte que se refieren a la desaparición del individuo, la identidad en construcción o la fragmentación del discurso artístico. Manifestaciones que, dese el art-core hasta la recuperación actual del remake, se caracterizan por la presentación de presentes particulares en evanescencia. Que dichas manifestaciones se juzguen a sí mismas posthistóricas y postautónomas no hace más que ratificar la evocación artística de la ausencia y el vacío: esto es, su decadente nostalgia humanista.

JUEVES, 24 DE FEBRERO DE 2011

“De crónicas y domadas”, por Natalia Gelós Domadores de historias. Conversaciones con grandes cronistas de América Latina, por Marcela Aguilar (editora). Ril Editores, Chile, 2010, 342 págs.

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ay historias mansas, que se dejan domar fácilmente, que andan a trote amable, que se narran solas. Hay otras, más mañeras, a las que es necesario apretarles la rienda para que sigan el pulso y respeten la marcha que se les ordena. Estos periodistas reunidos en Domadores de historias son jinetes expertos y saben identificar cada una de las historias que les toca contar. Tienen claro cuándo agarrar el rebenque y cuándo aflojar la soga. Con Marcela Aguilar como editora, las crónicas y

las entrevistas aquí reunidas representan una interesante oportunidad de ver cómo eso que leemos en revistas se cocina puertas adentro de diferente manera, según el autor que golpee el teclado. Aguilar es directora de la Escuela de Periodismo de la Universidad Finis Terrae, de Chile. Entre el aula y la calle, este libro sirve como reflexión y como antesala: nada de lo que se aprende en las escuelas sirve per se a la hora de encarar y concretar una buena crónica. Nada, salvo una buena reserva de lecturas. Para lograr un


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buen artículo es necesaria una feliz confluencia de oficio, talento y -algo indispensable- mucha pasión. Al menos eso queda claro al llegar a las últimas páginas. Catorce cronistas que hablan de sus modos de trabajar, pero que se reservan el secreto último, el toque de gracia, ése que no se transmite con palabras porque reside en el sello personal que se construye con la práctica. ¿Cómo se escribe crónica? ¿En qué momento? ¿Hay una escritura periodística femenina y otra masculina? ¿Hasta qué punto es necesaria la primera persona? Son varias las preguntas y disímiles las respuestas que se ponen en juego a lo largo de las charlas. Sergio González Rodríguez habla de convertir “la prensa en literatura”, y así lo hace con su crónica “Mujeres de table-dance”. Alberto Fuguet polemiza: “Hoy el periodismo es más bien femenino, universitario, conciliado con la vida familar”. Daniel Titinger describe a los cronistas latinoamericanos como amantes de la tecnología y ajenos a la política. Cristian Alarcón pinta al oficio como una especie de redención, de entrega: “Vivo y escribo para otros. Cada vez siento más placer de dar”, dice. Juan Villoro, hábil, define: “El desafío es que ese trozo de realidad parezca completo”. Son discusiones válidas, parte de eso que no se ve en las páginas de las revistas o de los diarios: reflexiones. Pero

también está lo otro: lo que sale publicado, lo que los coloca como titulares en ese dream team de la crónica latina. Son textos como “El rastro en los huesos”, de Leila Guerriero; “Cita a ciegas con la muerte”, de Alberto Salcedo Ramos; “Polizón de siete mares”, de Josefina Licitra. Catorce crónicas que muestran por qué son ellos los entrevistados y catorce maneras de narrar a esa América Latina que los congrega. Historias con sangre, sexo, ternura y dolor. Amor y muerte. Historias que tienen lo indispensable, esos grandes temas infinitos. Hace unos meses, Daniel Riera, otro gran cronista de estos lados, dijo en una entrevista que se oponía al bananeo que ejercían algunos periodistas desde una posición supuestamente ilustrada. Hablaba así de quienes se paran en el banquillo para mirar al otro (al entrevistado) con su pretendido ojo incisivo viciado de un ego épico. La de Riera era una manera de pararse, una bandera contra el periodismo vanidoso y a favor de una ética periodística. Un detalle que no aparece en el libro pero que suma para abrir otra discusión. La crónica como bandera. Porque en épocas en las que, lo plantea Francisco Mouat, el periodismo pierde humanidad, lo que lo salva, es justamente, eso: ese relato noble -cuando está bien hecho- que vence al tiempo y al olvido.

MARTES, 15 DE FEBRERO DE 2011

“Piezas breves, piezas de resistencia”, por J.S. de Montfort Tríptico & Santos que yo te pinte, de Julián Rodríguez. Madrid, Errata Naturae, 2010, 48 y 64 páginas.

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a obra del escritor español Julián Rodríguez (Cáceres, 1968) comprendía hasta el momento dos vertientes bien diferenciadas. De un lado la parte estrictamente ficcional formada por las novelas Lo improbable (2001), Ninguna necesidad (2006, Premio Ojo Crítico de Narrativa) y La Sombra y la Penumbra (2002). Del otro lado, está la parte autobiográfica que él engloba bajo el título “Piezas de resistencia”, y que se compone de Unas vacaciones en la miseria de los demás (2004) y Cultivos (2008). Todas ellas publicadas por la editorial Random House Mondadori. En 2010 inició un nuevo ciclo que lleva por nombre “Piezas Breves”, textos mínimos que se han venido escribiendo y (re)escribiendo durante los últimos diez años y que ahora la editorial Errata Naturae nos presenta en su forma definitiva con los títulos de Tríptico (compuesto por tres relatos ligados) y Santos que yo te pinte (un único relato). Ambas narraciones toman la forma de la autoficción, entendida ésta como aquel método que procede incrustando detalles poéticos en lo biográfico, permutando lo personal no tanto por lo imaginativo como por lo soñado, lo ambicionado y lo deseado. Y, con ello, vendría este nuevo ciclo

a representar una –posible- simbiosis de los dos anteriores: el biográfico y el puramente ficcional. Tomando las ideas de Ludovico Dolce, diríamos que Julián Rodríguez cuenta en estos textos con una voz que pinta, tanteando los trazos, con unas cerdas gruesas y severas, casi primitivas. De aquí la calificación ambigua de Tríptico, que viene de las artes visuales, pero que se adapta con facilidad a la literatura; y que podría significar un puente intermedio entre el troquelado de la poesía visual y el monólogo teatral. O en otras palabras: Duras y Brecht. Los trípticos (en las Bellas Artes) se componen de una pieza central –aquí con dos personajes enfrentados (él y ella)– y con los ecos de uno y otro a ambos lados, cerrando la posibilidad de huida, replicando o sufriendo los oleajes del naufragio. Las partes de la izquierda y de la derecha (el primer y el tercer relato que componen Tríptico) son variaciones menores del tema central: la fiesta de inauguración del piso de la pareja al comienzo (“Rojo y gris”) y la soledad del abandono (“La luz y las polillas”) al final del libro. Ambos retazos o tránsitos nos son contados por la voz de la amada. El punto central (“La librería”, el segundo re-


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lato) recoge la historia de amor de los dos personajes (la amada, el amante), dibujada con el esquema de dos voces, de manera diacrónica. Y con el intercambio simbólico de una biblioteca como signo de apropiación del discurso. La narración en Tríptico se articula con la sinuosidad de la anadiplosis (la repetición de un tema que sirve de testigo continuador de la carrera), complementándose las voces como en escenas cinematográficas de picado/contrapicado. Con ello, la historia central viene adietada con el lazo de las dos historias menores adyacentes, en una perfecta circularidad anafórica. Donde Tríptico sería algo así como “las escenas (válidas) del amor”, Santos que yo te pinte es su réplica, configurando “las voces (posibles) del amor”. En Santos que yo te pinte se intenta dar cuenta de la vida pura que crean las palabras, “más necesaria que una verdadera”. Una especie de soliloquio en el que, igual que en la obra del italiano Buffalino, la voz se va prostituyendo en tanto que ensaya una armonía de timbre, tono y melodía a base de “variantes del mismo discurso”. Asistimos así a la creación de un coro de voces en directo. En secuencias no simultáneas, pero tampoco específicamente lineales. Lo que da como resultado una escritura sensorial que no se ciñe a ningún cronotopo (a pesar de que el receptor

a quien se dirige la enunciación sea el hermano del protagonista), sino que está al servicio de la multiplicidad del contenido léxico de los enunciados (la anfibología). Diríamos que la historia (aunque deberíamos hablar más apropiadamente de contenidos) de Santos… es la de “una memoria que va deshilachándose”, ejercicios elegíacos que vienen como resultado de esos “deberes queunonopuededejarenelolvido” (sic). Un mundo inventado en cuya diégesis participa activamente el lector, rellenando los múltiples silencios, añadiendo su propia voz al coro formado por la dispersión de una voz única que puebla el relato. La importancia de las obras reseñadas radica en que justamente sus alardes técnicos permiten que la obra fluya sin filtros y que la emoción apasionada llegue en línea recta desde cada una de las palabras del escritor al corazón del lector. Cosa nada frecuente en la narrativa contemporánea y que, por ello, debería ser recibida con el alborozo y la excitación –lectora– que merecen. En ellas, Julián Rodríguez, dialoga con su obra anterior, una obra necesaria y felizmente imperfecta (por ser auténtica), como impreciso –pero radicalmente nuevo– viene siendo el lenguaje que la sustenta. JUEVES, 10 DE FEBRERO DE 2011

“Para una literatura no principesca”, por Jimena Néspolo El sueño de la reina anchoa, de Jin Joo Chun. Ilustrado por Yang Hye-won. Buenos Aires, Unaluna, 2010. Traducción de Jeannine Emery. Princesas, dragones y otras ensaladas, de Marie Vaudescal. Ilustraciones de Magali Le Huche. Buenos Aires, AH Pípala, 2010. Traducción de Mariano García. La princesa y el titiritero, de Alejandra Karageorgiu. Pilar, Editorial Küyen, 2009.

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o fascinante de la llamada “literatura infantil” –si por credo aceptáramos que existe– es que evidencia los mecanismos de identificación, mediación y compensación simbólica sobre los que se asienta, de manera mucho más sutil, la “literatura” –a secas. Ejemplarmente, el relato infantil exterioriza esa tensión entre el deber, el placer y la norma que atraviesa todo texto literario; si bien nació del impulso romántico, recolector del acervo folclórico de los pueblos, supo (re)inventar su existencia junto a aquellas masas lectoras que la modernidad, y sus diversas prácticas disciplinares (escolares, familiares, judiciales, etc.), traía. Veamos, por ejemplo, el libro El sueño de la reina anchoa, de Jin Joo Chun. El texto está basado en un cuento tradicional coreano que relata una historia tan sencilla como sugerente: hay una reina anchoa que sueña, hay un mensajero encargado de traer al pez gobio famoso en interpretar sueños, hay una interpretación fascinante que es funcional a los sueños megalómanos de la reina, pero en medio de la sarasa interpretativa irrumpe el pez plano, injustamente olvidado, que en vez de grandeza le anuncia que tal sueño augura su futura muerte. Entonces la reina anchoa enfu-

rece y lo abofetea, y con ese acto define cada uno de los rasgos de los peces que la secundan: los ojos del pez plano se desplazan hacia los lados mientras que los del gobio saltan hacia afuera sorprendidos, el bagre se ríe tanto que su boca se estira como un tajo y por temor a que le pase lo mismo, el pez mora de manteca frunce la propia –y así queda. Hacia el final del libro, el adaptador suma un par de apartados: “Las criaturas marinas” y “Una guía para padres”. Mientras que en el primero traza líneas de reflexión sobre los rasgos de las criaturas marinas (es decir: evidencia el “saber” que el volumen estaría ofreciendo); el segundo no tiene más razón evidente que la de suponer una doble minusvalía: del apartado explicativo se infiere no sólo que el niño es incapaz de comprender solo el relato –que es rico en matices– sino que los padres que lo acompañan en la lectura también lo son. Al encorsetar las múltiples aristas de reflexión que la versión tradicional del relato ofrece, el texto bellamente ilustrado con las acuarelas de Yang Hye-won apuesta de lleno a satisfacer una necesidad que el mercado de hoy supone (“cómo ser padres hoy”) y evidencia a su vez los valores culturales que la sociedad coreana privilegia. El


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modo en que el autor teledirige la moraleja, invocando ante todo la necesidad de que el pequeño controle y domine sus emociones aun cuando se encuentre frente a una injusticia, fricciona con el ideario de la educación occidental, extrañando incluso los recursos pedagógicos a los que tan comúnmente recurren los cultores del género. Pero apuntemos otro detalle significativo de este volumen y de tantos otros relatos tradicionales: la tendencia a erigir en protagonistas de la historia a los seres más pequeños, desvalidos o monstruosos del “ecosistema” societario. En este caso la reina es una anchoa, pero ya sabemos que un guisante puede hacer milagros, que Pulgarcito medía incluso menos que una pulgada, que todo príncipe primero ha de ser sapo, y que si bien existía el mayorazgo era el menor de los hermanos/as quien siempre se llevaba el botín. El relato folclórico-maravilloso (ya sean los cuentos recolectados por los hermanos Grimm o por el cuyano Juan Draghi Lucero) suele manifestar en un solo movimiento el modo en que una sociedad compensa simbólicamente sus fisuras y, a su vez, los bordes sinuosos del sueño de futuro que entrega como testigo a su descendencia. Así, frente a la rigidez azul que curiosamente aún existe en algunas sociedades con regímenes monárquicos, las “historias de princesas” –con la apertura feliz al mundo de las plebeyas– se presentan como la contra cara edificante del relato tremebundo que hoy ofrece la historiografía de Género. Sobre ese bagaje cultural, bastante explotado en los úl-

timos años, es que deben leerse los libros de la francesa Marie Vaudescal y de la argentina Alejandra Karageorgiu. Ya desde las cuidadas ilustraciones de Magali Le Huche, Princesas, dragones y otras ensaladas deja claro que el mundo principesco de Vaudescal se posiciona en las antípodas de la estética barbie: a lo largo de sus páginas asistimos a las peripecias cotidianas de una princesita déspota adicta a los caramelos de jengibre, mimada por sus padres hasta la soberana tontera, que un día escoltada por una dama de compañía y tres asistentes abandona el palacio en busca del dragón que debía raptarla. Frente al happy end de la pareja modélica del cuento clásico, esta princesa de rasgos félidos y cabellos blandos, opta por vivir en las landas, a la intemperie, acompañada por un pequeño gnomo. En la misma línea –pero complejizando aún más la apuesta–, la princesa de Alejandra Karageorgiu no sólo abandona definitivamente el castillo en busca de espacios abiertos sino que incluso cambia roles con un titiritero que fatiga los caminos, trocando su cama y privilegios monárquicos por el control del carromato y los hilos de los muñecos. La princesa y el titiritero, escrito e ilustrado por la autora (que además forma parte de la cooperativa pilarense que ha editado el libro), logra con trazos sobrios y seguros, con su feminidad acorazada, contar una historia que condense ese imposible que el relato folclórico-infantil tienta: un cuento que siendo siempre el mismo, sea siempre nuevo.

MIÉRCOLES, 2 DE FEBRERO DE 2011

“Victoria”, por Ignacio Bosero

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l “descubrimiento” de Victoria ha sido para mí una gran satisfacción; el hermoso puente que une Rosario (Santa Fe) y Victoria (Entre Ríos) parece unir, además, dos mundos distintos –dos tiempos distintos– en menos de dos horas de viaje. De un lado, la gran ciudad, Rosario, que inquieta contempla su río futuro; del otro lado, Victoria, la ciudad chica (o mediana) con el esplendor casi intacto de su antigüedad, la naturaleza exuberante que la abraza y el río… el aroma húmedo del río. Esta unión, este comercio actual, sin embargo produce –exhibe– sus contaminaciones, sus residuos. Por eso las uniones, al mismo tiempo pueden ser también tensiones, donde las aguas solidarias pueden enturbiarse. El CasinoHotel Victoria, emplazado en una colina mirando al río, parece exhibir –gigante, modernísimo, intempestivo– un signo elocuente del desborde y del juego de los límites entre estas dos ciudades (también signo del flujo del capital, de sus movimientos, de sus transplantes de diversión). Y esta convivencia –la de despertarse Victoria con su casino y con otra fluidez con Rosario– es una muestra también

de que la imaginación de las gentes es casi siempre encantada de maneras diferentes por las “mezclas” (no apareciendo todas estas “novedades” como la cruel imposición del vicio, la maldad, el capitalismo salvaje, sino tantas veces como paraísos deseados). Sin embargo, esta contaminación, por así llamarla, me parece ajena a la ciudad de Victoria; algo así como la llegada del forastero que vende su magia pudiendo engañar al lugareño porque sabe que al otro día él se hará humo, se irá. De ese modo vende su exotismo sólo para satisfacerse un buen rato, la circunstancia conveniente. Y, como el lujo del casino, todo ese cotillón a muchos embelesa: sobre todo a aquellos que me repiten que Victoria “huele a viejo” (y que sospecho no deben ser los jugadores empedernidos, ya perdidos). Pero poco me importan, entrada la noche en esta ciudad, todos estos pensamientos que de algún modo son míos. Porque ahora en Victoria –en su aire, en sus calles empinadas, en sus barrios, en su horizonte callado de río– se va desprendiendo un paisaje único en la visión que mis ojos retienen: lo que sobrevuela en el ambiente es un olor suave y cálido infundido


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por las luces amarillentas de las farolas que, lentamente, se prenden en hilera. Y todo –a lo mejor todo lo que no

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imaginé de este lugar– siento entonces que proviene de un sueño tibio y que es un regalo de algún corazón cándido. JUEVES, 27 DE ENERO DE 2011

“Mantener a raya a los muertos”, por Mauro Peverelli Apostoloff, de Sibylle Lewitscharoff. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2010, 338 páginas. Traducción de Claudia Baricco.

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n un viaje por Bulgaria, que comenzó siendo parte de un cortejo fúnebre algo extravagante para repatriar los restos de su padre y de otros compatriotas exiliados, y que partió desde Alemania y atravesó varios países, dos hermanas son guiadas por un chofer búlgaro, allegado a la familia, que se ofrece a hacerles conocer las bondades de aquel país y de su historia. Después de terminados el cortejo y las ceremonias, y desde el asiento trasero de un automóvil pequeño, la hermana menor, que es quien cuenta la historia, empezará con una especie de raid narrativo en el que se irá destacando una mirada de permanente hostilidad con todo cuanto se va presentando en su camino: los parientes, los fallidos paisajes búlgaros, la relación con su hermana y con su madre. Hay, entonces, en todo cuanto se enfrenta la voz narradora, una primera hostilidad que a la vez le sirve para forzar los límites de los objetos y las circunstancias a describir. Detrás de esta primera mirada, generalmente arbitraria, casi como la de un niño caprichoso, emergen las posibilidades de una exposición cuya riqueza va empujando aquella voz a estamentos mucho más honestos, y donde la verdad es siempre un compuesto hecho de incertezas y de incertidumbre. Por momentos, y siempre con una engañosa malicia, la narradora se irá involucrando con sus acompañantes, en una minuciosa competencia por la potestad de los puntos de vista, sobre todo en las apreciaciones sobre la patria de su padre. Así, después de haber transitado el enojo, el fastidio por un pasado búlgaro que, a la vez que rechaza comprende que es también constitutivo de su persona, la voz de la narradora se hace cargo de aquella identidad y ofrece, gracias a la exacta distancia de observación que le permite esta enemistad con su pasado y el de su padre, una excepcional exactitud sobre algunos aspectos de la idiosincrasia búlgara: “Recordamos la tendencia búlgara a creer en los rumores –en sistemas de apuestas infalibles, dietas milagrosas, conspiraciones, OVNIS, el abracadabra de la astrología– y a divulgar este tipo de cosas señalando con el dedito y levantando las cejas.” O: “¡El secreto y la conspiración, la enfermedad de los búlgaros! Regalo de los padres de rumorosas cabezas, regalo de las parloteantes madres de voces agudas a sus hijos, desde los siglos. (…) La parentela de Sofía volvió a proveernos siempre, una y otra vez, de pruebas frescas de esta enfermedad. Lo que más excitaba a esos cerebros que vivían

al acecho de conspiraciones era el tema de la muerte de nuestro padre.” Como todo relato anclado en gran medida en la Europa del siglo veinte, el telón de fondo no evade nunca una visión de la historia de este continente en la que sobresalen el nazismo, la posguerra y las divisiones y los efectos producidos en Bulgaria por su reciente pertenencia al campo socialista. Como casi todos los países que han sufrido guerras, ocupaciones, traiciones políticas, pérdida de territorio, la Bulgaria del presente emerge, en el relato, como un pueblo que niega su pasado reciente: “Los últimos setenta años parecen no resultar muy adecuados para adornos de fantasía. Bulgaria tal como es casi no existe en la cabeza de los búlgaros. Sólo sus cuerpos están atrapados dentro de ella.” El padre de las hermanas se suicida en su consultorio cuando ellas son apenas unas niñas, y el esfuerzo de la narradora está puesto en hacer notar que ese hecho, ese episodio trágico es el que detona, haciéndose carne en las particularidades del carácter y la personalidad de cada una de ellas, una forma de apreciación del mundo; la de ella es esta hostilidad, esta capacidad para valerse de un odio acotado que le brindará, a lo largo de la vida, una distancia y una perspectiva con las cuales ponerse a salvo de la capacidad del pasado de herir a las personas: “Los muertos esperan que llegue su hora, vienen en persona y no sólo en el negro pantano de la noche. Pero yo mantengo fríos los ánimos. Como sea he logrado vivir más que nuestro padre y una vida más agradable que la de nuestra madre. No, pienso, no es con el amor que se puede mantener a raya a los muertos, sino sólo cultivando un sano odio.”


JUEVES, 13 DE ENERO DE 2011

“Más vasos, más sed y más botellas”, por Marcelo Damiani | BOCADESAPO | RESEÑAS

Confesiones impersonales, de Carlos Schilling. Alción, Córdoba, 2010.

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onfesiones impersonales es el tercer libro de poesía de Carlos Schilling, y si por una de esas cuestiones de la vida no llegara a escribir otro, su destino de poeta ya estaría cumplido de manera brillante. Es que desde Mudo (2001), premiado en España, pasando por las bellas sextinas de Formas de ver el mar (2006), y sin olvidar su gran novela Mujeres que nunca me amaron (2007), el autor nacido en Sunchales viene realizando un trabajo único con la lengua. Walter Pater, maestro de Oscar Wilde y de Gerard Manley Hopkings (poeta jesuita admirado por Schilling), sostenía que todas las artes tienden a la música, y que no hay aspiración mayor. No conozco otro autor que persiga esta idea con tanto éxito como Schilling. Su poesía es siempre (y antes que nada) música. “Si cada noche vuelven las estrellas / y vuelve el viento y vuelven a fundirse / los amantes y el mar en mi memoria, / si hay más vasos, más sed y más botellas / y brindar equivale a despedirse, / ¿es el fin el principio de otra historia?” Música vana, música porque sí, podríamos agregar, parafraseando a Nalé Roxlo.

Esta fuerte apuesta arroja al poeta en una zona de indagación potencial que recorre todos sus libros, en donde las palabras son extremadas, tensadas como cuerdas a punto de romperse, para que sea imposible decidir entre el sonido y el sentido. Coherentemente, el tema en la obra de Schilling es ese mundo de posibilidades al que sólo se puede acceder a través de la poesía o la ficción. El pintor renacentista alemán Hans Baldung Grün, discípulo de Durero, inmortalizó la figura de una muerte cadavérica que enarbola un reloj de arena sobre la cabeza de una doncella, mientras un caballero se atreve a interponer su brazo para que las arenas del tiempo no se derramen sobre el cuerpo desnudo de su compañera. Carlos Schilling, en este libro, refrenda esa lucha del caballero, aunque ahora convertido en poeta, que sigue tratando de vencer a la muerte, pero no ya por medio de la fuerza física, sino con la música vana de las palabras; el lector, agradecido.

DOMINGO, 9 DE ENERO DE 2011

“El campo, el río, la ciudad”, por Sandra Gasparini Corrientes, de Cristina Iglesia. Buenos Aires, Beatriz Viterbo Editora, 2010, 124 págs.

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simple vista Corrientes se presenta como un volumen de relatos que se dejan leer de manera autónoma. Y de hecho esta práctica de lectura puede realizarse sin inconvenientes. Pero hay también un lazo casi invisible que construye el ritmo de una nouvelle extraña, en la que no hay unidad de tiempo, ni de espacio ni de personajes, en la que el registro de desnuda lucidez a veces cercano al de la narrativa de posguerra de Pavese funciona cohesionando fragmentos de una misma trama. Corrientes es el primer libro de ficción de Cristina Iglesia, que ha dedicado buena parte de su trayectoria intelectual al ensayo (La violencia del azar, 2003), la docencia universitaria y la crítica literaria sobre literatura argentina. En él se conjugan fragmentos autobiográficos anclados en la infancia y adolescencia de la autora en la provincia de Corrientes, donde vivió hasta poco más de los veinte años, con otros ya situados en un tiempo inmediatamente posterior, el de la militancia política en la convulsionada década de 1970 en Buenos Aires y sus alrededores. Historias hiperbólicas y cargadas de poesía se van enredando

a partir de esas matrices del yo, en las que los “puntos de mira” que ensaya la voz narradora logran sutiles cambios de perspectiva, pequeñas teorías del espacio. El aparente vacío del campo y de la casa paterna es llenado con una profusa actividad mental que tanto puede consistir en la lectura de placer o el estudio de una joven universitaria como en la planificación de un viaje de iniciación sexual. El tiempo de la adolescencia aparece ralentado, moroso o bien presuroso cuando se huye del control de los padres, con “sistemas planetarios” bien definidos y codificados. Un hallazgo en ese sentido es “Del lado de acá”, relato que clausura un episodio narrado por Rodolfo Walsh en “La isla de los resucitados” (célebre crónica publicada en 1966) donde la quinceañera que los recibe a él y al fotógrafo Pablo Alonso en la casa del Dr. Iglesia vuelve sobre la escritura periodística, sobre el recuerdo y narra su revés. Los bordes de lo real se exploran en “Ventana al cielo” y los tiempos femeninos se desbordan en la desmesura de “La balsa”, relato en el que el carácter épico del viaje en


punto final a la deriva narrativa en la casa de campo: las marcas de las ausencias quedan como un rastro en el camino cuando ese gran ausente que no regresa persiste en la memoria de la narradora, que ya no hallará sus huellas materiales en el sendero de llegada a su casa. Relato de una gran belleza poética, “No siempre” descubre precisamente la última ausencia, la del ser amado, que supera todas las otras pérdidas posibles, hasta la de la amenaza de la pérdida de identidad de la tierra natal: “la gran amenaza blanca, de nombres extranjeros”, que terminará por apropiarse de “todas las tierras, hacia el norte y hacia el sur del estero”. En este punto, la maestría de Iglesia para hablar de la región sin parecer “regional” tiene vínculos fuertes con la narrativa de Saer, sobre quien ha escrito. Pero el plus de esta propuesta es la construcción de una mirada absolutamente cruzada por el género sexual. Se trata de la perspectiva de una militante, una estudiante universitaria, una hija adolescente, una mujer que cuenta y se cuenta. Y por eso, entre otras cosas, hay que celebrar el ingreso de Cristina Iglesia al mundo de las narradoras.

MARTES, 4 DE ENERO DE 2011

“Otros textículos”, por Ana Ojeda Comunicación

Instrumentos de aire

Era un colectivo en hora pico. Era una multitud encochetada pugnando por avanzar a fuerza de bocinazo limpio. Era un joven en flor con un teléfono en la mano. Era un susurro de amor, sensualidad hecha palabra, incitación y galanteo que caían en la oreja de una delicada muchacha apostada a centímetros de él, los pies entre los suyos, los ojos en su boca, mezcolanza de brazos y mochilas, bolsos, sacos y camperas. Era una declaración interminable, preñada de algarabía y promesas, fantasías y mimos a la oreja y el corazón. Era el amor y su suave delirio incontrolable, su prosa encendida de emociones. Era ella, que temblaba la oreja en su boca, el corazón al galope, navegando las emociones agolpadas en su garganta. Fue Humberto I y Entre Ríos, y él bajándose el teléfono todavía en la oreja, el amor saliéndole a borbotones de los labios. Fue un verlo alejarse forcejeando entre la multitud y un ella sintiéndose un poco más sola ahora que conocía esa dulzura, esa vibrante emoción.

Escuchar una chacarera y pensar en polvo. Nubes de tierra que se levantan festivas tras el paso de una carreta en algún lejano camino del norte. Retumbe de piso, maderas que se zarandean, se dislocan, vibran bajo el peso del viril zapateo masculino. Sonido vuelto corriente de un aire que enlaza cinturas, caderas, muslos y brazos, que los mueve de izquierda a derecha, que pone chasquidos en los dedos. Que inyecta talones con la imperativa necesidad del golpe, que nos convierte en instrumentos de aire: una bocanada basta para alumbrar una verdadera orquesta, ensamble de sonidos que ya no podrá detenerse, ritmo que aborda y domina, que señorea, comanda, maneja, subyuga. Deseo de saberse la letra –¿por qué, siempre, lo único que queda es el estribillo?–, de entonarla, desgarrarla, de lograr una voz aguardentosa a la altura de ese talón que golpetea en un rapto de éxtasis rítmico. Puede ser también un malambo, una saya, una zamba o un takirari. El resultado es el mismo: aire que entra, sale convertido en mil ruiditos, dejando en el cuerpo un éxtasis que viene de tiempos sin memoria y purifica, renueva, revolea por los aires la necesidad de una razón.

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vapor linda con el fantástico. “La señora”, con el que puede formar una serie, es casi quiroguiano, porque los detalles absurdos de un realismo casi objetivista se tocan con los extremos de lo irracional y de lo inquietante. Lo clandestino, lo prohibido y las zonas parecen conformar otra serie donde, como corrientes que vienen y van, se cruzan dos novelas de aprendizaje: la de la militancia y la de la literatura, entramadas en lo autobiográfico con admirable sutileza y en dosis homeopáticas. Ese tono ascético y moderado que predomina en todo el libro no llega a romperse con el humor en “Color local”, donde se cuentan los orígenes de la mala fama de un pueblo correntino en el cual tres “guainos”, trajeados como gauchos, se atreven a desafiar a un forastero advirtiéndole “somos putos”. Precisamente la confianza en ese tono es uno de los logros del volumen. Otro de los temas que Iglesia elige para hilvanar ese atado de sentimientos, sensaciones y percepciones que se entretejen en Corrientes es la ausencia. En “El ausente” se cuenta la construcción de una carencia, la del abuelo que las niñas no conocieron y que su abuela enseña a llorar. La espera de lo que ya no llegará, por otra parte, pone un

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Dostoievski

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Enquistada en un enorme coral con más de 15.000.000 de individuos, cada día me topo con cientos de mis congéneres, pequeñas células idiotoides que circulan encerradas en su burbuja de música privada, sus conversaciones portables, sus videojuegos última generación. Las veo, admiro o rechazo; hago cambios potenciales en su manera de caminar o su forma de vestir. Imagino cómo serán de adelante si avanzo detrás de ellas, qué tonada modulará sus preguntas si están calladas, cómo será una cara de sorpresa, si se encuentran arrumbadas junto a la parada de un colectivo. Infligirles transformaciones imaginarias me divierte, y me convierte en una más, moviendo mis piecitos apurada, perdiéndome en lo tupido del carnaval, encerrada en mi burbuja insonora de imaginación prepotente.

Mala Strana En su conocido opúsculo Ante la ley (traducción libre de su título original, Langeweile gegen den Wand, cuya primera traducción al inglés fue –como nadie desconoce– Saturday

night fever), Franz Kafka expuso con notable economía de recursos su idea de que la ley no nace –como el resto de nosotros– naturalmente. Vale decir, que su poder surge del que le otorgamos, de manera voluntaria y sin más coerción que su supuesta presencia, siempre en un lejano más allá. Sin historia, sin principio ni fin, las disposiciones que nos rigen nacen siendo y así permanecen. Esto, al menos, es lo que sucede en el percudido núcleo duro de Occidente. Aquí en el Sur, en cambio, todo es relativo y también la ley. Cruzarás por la línea peatonal sostiene la regla y no hay porteño que le otorgue voluntariamente nada, más bien al contrario: el placer de cruzar por la mitad de la calle, zigzagueando con indolencia entre todo tipo de caños de escape, es principalísimo a la hora de salir a pasear por la ciudad. Respetarás la luz roja es otra muy milenaria y muy poco respetada. Si en lugar de deambular torturado por las calles de Praga, Franz lo hubiese hecho por las de Boedo, San Cristóbal o Almagro, disfrutando de nuestros cálidos vientos primaverales, nuestro bochornoso verano y nuestros olvidables inviernos, la literatura universal hubiese sin duda perdido una gran obra.

MARTES, 28 DE DICIEMBRE DE 2010

“Música en tensión”, por Matías Scafati Tensa calma, de Fabián Zylberman Septeto. Producción Gillespi-Zylberman, Buenos Aires, 2010.

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na buena noticia para los amantes de la música y el jazz: Tensa calma, el nuevo disco de Fabián Zylberman Septeto, ha salido a la luz. El ya consagrado saxofonista y compositor argentino nos presenta ahora un ambicioso proyecto musical. El septeto formado por músicos de trayectoria (como el trompetista Claudio Rossi, los saxofonistas Victor Skorkupski y Pablo Pesci, Álvaro Torres en piano, Federico Arbia en bajo y Walter Rinavera en batería) es una lograda conjunción donde todos son imprescindibles para alcanzar el esplendor que exige cada tema. El álbum nos incita a sumergirnos en un mundo sin fronteras donde el lenguaje universal del jazz sugiere la trama de una historia que comienza con su inquietante nombre: Tensa calma. A pesar de no ser la misma formación que en el primer álbum, Lugar y Momento ( PAI records, 2007), los temas tienen rasgos propios del compositor-arreglador que los hermanan con los de aquel. Un jazz que desafía las clasificaciones ortodoxas pero en el que se advierten las huellas del jazz tradicional con reminiscencias de Big Band (como en la versión del tema de los Beatles “When I´m sixty four”), entreve-

rándose con variadas influencias, desde Rollins hasta Coltrane, pero con un acento y sonido que le pertenecen y le dan su identidad. En este disco Zylberman nos demuestra su versatilidad como multiinstrumentista, luciéndose en el saxo tenor como baladista (por ejemplo en “En el fondo”) y como flautista (en “De otro modo”), así como en el saxo soprano (en el solo de “Un poco loco”). La participación de Claudio Rossi en trompeta y flugel, presente desde la formación original, contribuye con su sonido brillante y portentoso a que en cada tema suene su marca de agua. Merecen también destacarse los solos de batería, de Walter Rinavera (“Un poco loco”), y de bajo eléctrico, de Federico Arbia (“Moon River”). Finalmente, los temas “Mr. Elucubraciones”, así como también “El Hipotálamo”, ambos compuestos por el propio Zylberman, sobresalen y emocionan por su expresivo lirismo. Este álbum, junto con el disco que lo precede, son estaciones obligadas para quienes se animen a viajar en el tren del jazz argentino.


JUEVES, 23 DE DICIEMBRE DE 2010

“El árbol de la vida”, por Rosana Koch | BOCADESAPO | RESEÑAS

Árbol de familia, de María Rosa Lojo. Buenos Aires, Sudamericana, 2010, 284 págs.

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rbol de familia reúne una serie de historias organizadas en dos ramas principales que nos remiten a un pasado de exilio, inserto a finales del siglo XIX y continuado con la guerra civil española. Retomando palabras de Ivonne Bordelois, así como “la obra de Borges no se explica sin su ceguera o la de Kafka sin su padre”, no es posible pensar la obra literaria de María Rosa Lojo sin el exilio que, a pesar de incluirse en una experiencia de pérdida y de suspensión en el espacio indeterminado, es la piedra angular en la que el oráculo vaticina su destino de poesía: “Habría otra Rosa de su sangre que el mar separaría sin remedio de las costas gallegas. Otra que viviría sin verlo, una desconocida, hija de sus padres, pero sobre todo del éxodo, que llevaría puesto su nombre de bautizo como quien porta una lejana joya de familia, o mejor aún, un amuleto contra el olvido. Otra Rosa, la nieta de la suya, que no iba a conocer a esa niña tampoco. Otra, la separada, la distante, que nacería en un país llamado exilio.” La novela o autobiografía ficcional (así lo confirma el pacto autobiográfico) comienza con una copla popular colombiana: “Soy gajo de árbol caído/ que no sé dónde cayó/ ¿Dónde estarán mis raíces?/ ¿De qué árbol soy rama yo?” A partir de estas palabras se inaugura una aventura regresiva que se va destejiendo progresivamente desde la propia memoria individual, el trayecto de vida de la autora: palabras típicas de su tierra, romances que se colorean de melodía, coplas y cantares que se entremezclan con su poesía narrativa, “olores, sabores y sonidos y el eco, aún ardiente, de historias imprecisas”. Aquí la memoria es la usina de historias familiares ramificadas y es también un estado, puesto que las historias se van continuando unas con otras y es la primera persona de la narradora que, como tendiendo un hilo, las une y actualiza en el presente y les quita, así, esa distancia a veces tan lejana como inmóvil. Este árbol-metáfora de familia se ramifica en dos espacios, España y Argentina, y en dos ramas fundantes: La paterna, “Terra pai” –gallega y primordial–, en cuyo corredor circula su bisabuelo don Benito (“armador de dornas de Porto do Son que una noche de tormenta desafió al diablo”); su bisabuela Maruxa, la hechizada (“cuyas piernas perdían todo tino y control”); doña Rosa, su abuela (“atrapada en el trasmallo de dos generaciones, pescada para siempre”, a pesar de su voluntad de sirena libre); Rafaeliño, el bígamo; y especialmente, su padre, Antón, el rojo, arraigado a un profundo y emotivo espacio mítico, nostálgico y reencontrado en el corredor del tiempo (“Pero mi padre, también, plantó un castaño. Era su árbol

fundador, después de todo, un verdadero ‘árbol madre’: árbol de la vida, árbol del mundo, eje cósmico capaz de abastecer las necesidades de toda una familia, y por extensión, de la especie humana. En sus hojas rejuvenecía, cada primavera, la esperanza del reencuentro”). Por otro lado está la rama materna, “Lengua Madre”, castellana, cuya herencia dejó un grito suspendido en la denuncia de infinitas preguntas que jamás tendrán respuesta. Por allí transitan su tío Adolfo (“el artista de varieté”), doña Julia, su abuela, don Francisco Calatrava, pintor sobretodo, quien quedó retratado en un relicario que, como un palimpsesto, dibuja un rostro que evoca otra imagen para los ojos de doña Ana, madre de la narradora, una imagen que siempre le confirmaría “el falso territorio de esa vida excedente y equivocada”. En la simultaneidad de la lectura, entonces, parece reconstituirse y reconciliarse al mismo tiempo un yo perteneciente a la exterioridad, donde la escritura se circunscribe en tópicos bien reconocibles en la ficción de la escritora, y un yo propio de la interioridad, donde el “escribir hacia atrás” es intentar encontrar en ese arcón de recuerdos las propias huellas de la primera persona gramatical que, aunque se inscriba como sujeto en un no-lugar, representa la identidad, logrando la conjunción entre el “espacio público” y el “espacio privado”. Un espacio público o social representado, por tanto, en este texto por: el afán de superación de la herencia del exilio, una imagen femenina que continúa rescribiéndose en el encierro de una Historia/ historia que la expulsa de su propio deseo con la simultánea tendencia de querer borrar ciertas antinomias impuestas, una ubicación consciente en la periferia para desmantelar los límites de la centralidad y encaminarse a la comunión con la alteridad, y la constante y singular fusión de la poesía en la narración para entramar una estética literaria personal. Y un ámbito privado donde por primera vez se recompone, quizá de modo inconsciente, la “frontera indómita” de su propia ficción y verdad. Es la perfecta síntesis entre la elaboración del pensamiento y lo íntimo del sentimiento lo que nos regala María Rosa Lojo en esta novela. Una búsqueda etimológica que invita a mecernos en las aguas de nuestra propia identidad. Es, especialmente, un acto creativo, pero con un gesto perpetuo de generosidad y humanidad.


VIERNES, 17 DE DICIEMBRE DE 2010

“Los invisibles”, por Natalia Gelós | BOCADESAPO | RESEÑAS

El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti. Editorial Tamarisco, Buenos Aires, 2010, 108 págs.

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espiramos palabras. Muchas veces, palabras ya usadas, masticadas, ya maltrechas. Repetimos palabras. Las naturalizamos. Nos naturalizamos. El asesino de chanchos, el libro de relatos de Luciano Lamberti, ha sido cubierto de halagos, un montón de palabras elogiosas que pueden jugarle tanto a favor como en contra. La crítica de ese pueblo chico que es el mundillo de los suplementos culturales nacionales ha coincidido en decir que se trata, el suyo, de uno de los mejores libros de relatos de los últimos tiempos. Eso lo salva. Eso lo condena. Juega a favor. Uno posa el ojo. Al abrir la linda edición, tan rosada como la piel de chancho que el título sugiere –o la subjetividad supone–, seremos carneados: las cartas fueron echadas. Se logró la atención. Se capturó la mirada. Luego queda el camino de la verdad –el que sólo se descubre con la lectura. Juega en contra. La promesa de “mejor relato de los últimos tiempos” puede ser una piedra atada al pie en mar abierto. Puede ser más peso del que se necesite. Porque sobrecarga las expectativas. Lo mejor entonces es tratar de obviar, si es que eso es posible, todas las lecturas que rodean al libro y, sin más, leerlo. En ese ejercicio, lo que surgen son un puñado de historias contadas con buen ritmo, escenarios bien marcados y el retrato de unos seres que rondan los treinta años, perdidos en el correr de las horas y que tratan de engancharse en una vida que va más rápido de lo que pueden afrontar. En el libro de Lamberti aparecen también personajes de una intelectualidad a media marcha; cierto neo hippismo que, en última instancia, sólo se preocupa por un buen sexo y algo de sueño. Los de Lamberti son personajes construidos a través de los objetos. Su universo parece un bazar de pueblo, en el que aparecen una caja de fósforos, un poster de Guns and Roses, un mate, unas calzas ajustadas. Objetos que describen personajes, que pintan ambientes, que usurpan la escena. En principio, eso podría asfixiar al relato, tal es su presencia en el texto, sin embargo, los cuentos escapan con éxito de esa potencial trampa. Visual en su escritura,

el autor muestra un territorio cotidiano, desordenado, algo que no es siquiera marginal, escenas tan habituales que se nos vuelven invisibles y que él nombra. “El asesino de chanchos”, “El arquero”, “Agua Viva”, “Febrero”, “El cazador, los galgos, la liebre”, “Monocigótico”, “La tortuga”, “Una casa llena de insectos” y “Una visita al Señor”: Nueve cuentos que de a ratos recuerdan al universo de John Cheever, en donde se desparrama la tristeza y lo único que moviliza es la necesidad de llegar al día siguiente; también se filtra por ahí la sombra de Raymond Carver, aunque la tensión juega de otro modo, con otro registro. La supuesta calma chicha. El realismo trash. Son historias de sujetos medios que no habitan siquiera los bordes. Un joven sigue de cerca la nota periodística de un asesino de chanchos mientras pasa los días en la casa de Mara, especie de parador para viajantes crónicos; un muchacho que comparte mujer con su hermanastro; Marcos, un treintañero que vuelve a la camita de una plaza en la casa de sus padres luego de una separación; un albañil que adopta un perro y deposita en él su falta de afecto y sus frustraciones… Otra cuestión que se presenta en el libro de Lamberti es la de un interior urbano, una urbe que duerme la siesta, una manera de escribir en y desde ese territorio que nunca se acaba llamado “el interior”. Aquí es Córdoba; pero podría ser cualquier ciudad de provincia, donde la violencia de lo aglomerado se camufla en un latido perezoso. En este libro de cuentos hay una mirada, un Interior, una manera de abrir el juego. El escritor ha reconocido varias veces que ciertas reiteraciones son parte de ese punto ciego que acompaña a todo autor, que funciona como trade mark inconsciente. Los relatos de El asesino de chanchos son parejos, mantienen la tensión y a veces, explotan, pintan un universo con sello de autor y retratan una época, la de una Argentina desganada, con la furia contenida, que todavía no logra hacer pie, pero tampoco besa la lona.

LUNES, 6 DE DICIEMBRE DE 2010

“Elogio del experimento (trunco)”, por Jimena Néspolo Zonas ciegas. Populismos y experimentos culturales en Argentina, de Graciela Montaldo. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010, 185 págs.

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ensar las problemáticas culturales en términos de “centro/periferia” nos condena a un estatismo histérico y circular próximo al que incurre la racio-

nalidad psicoanalítica y su par “Ley/transgresión”. Son categorías, ficciones del Logos –diría–, que se suponen y retroalimentan al infinito, e incluso más allá, y cuya evidente


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paradoja es que empujan al pensamiento a una zona pantanosa (¿“ciega”?) de la que a lo sumo se puede esperar un enroque –esto es: que la transgresión se convierta en Ley, o que la periferia se autocelebre como centro. Pues bien, llegados a este punto podemos ir por más. Y es lo que intenta hacer Graciela Montaldo en este volumen que reúne siete ensayos gestados en los últimos años. Su reflexión es amena, sagaz y erudita, e invita –creo entender– a desquiciar algunos supuestos con los que cierta tradición intelectual, europeamente etnocéntrica, ha pensado (y piensa) de manera paternalista la modernidad latinoamericana y, más aún, sus “nuevos populismos”. Montaldo comienza por problematizar aquellos binarismos que el arte moderno puso en escena, a través de una actitud de simultánea distancia e interés: arte y mercado, artistas y público, propio y ajeno, estética y política. Para ello analiza distintas intervenciones culturales (“experimentos”), de fin del siglo XIX hasta el presente, que han tenido “consecuencias imprevistas” o que se han salido “de la lógica de la que preceden”, pero que se desarrollan en lo que llama la “escena populista” nacional. Así, de la mano de Ernesto Laclau (La razón populista, 2005), la crítica considera al “populismo” en tanto “razón” que nombra la lógica de construcción de lo político y del pueblo, y que en el caso argentino, y de otros países latinoamericanos, estaría en las mismas bases de la constitución del Estado-Nación. Puntualmente, el primer texto del volumen (“Nación: una historia de la incultura”), aborda la producción de los ensayistas positivistas de fin-de-siècle para los cuales fundar la nación era fundar una industria cultural y su público, por medio de la correlativa sanción de todas aquellas prácticas consideradas “incultas”. Así, “las masas no son ese sujeto prepolítico al que desprecian los teóricos europeos, en Argentina, poco a poco son la política misma” puesto que la nación nace y se teoriza como nación populista que, para existir, debe necesariamente sellar una alianza disciplinar con ellas. Es en este sentido que puede explicarse la intensa e interdependiente relación que han mantenido la “cultura” y la “política” en los procesos de modernización latinoamericanos, una intensidad que –en palabras de Montaldo– re-dirige y desvía el conflicto clásico del modernismo europeo (crispado y reordenado con las vanguardias): el populismo al reorganizar la escena política a través de mediaciones y representaciones que se renuevan modifica el discurso de los intelectuales y artistas modernos porque cambia su lugar en la dinámica social. En esta escena donde estética y política son claramente parte del juego del engranaje de poder institucional de la cultura, el populismo viene a impugnar –hoy quizá más que nunca– toda pretensión de “autonomía artística”. En el artículo “La escena populista”, Montaldo se sumerge en las primeras décadas del siglo XX, para analizar El apóstol (1917), “el primer largometraje de animación del

mundo” (¡antes que Walt Disney! –según la memoria cinematográfica argentina), realizado por Quirino Cristriani. Esta especie de sátira política sobre el presidente Yrigoyen, realizada por un inmigrante italiano, muestra cómo estética, política e industria cultural tempranamente, en Argentina, se entrelazan. Por su parte, “La expulsión de la república, la deserción del mundo” es quizá el texto más polémico y arriesgado del volumen. Montaldo polemiza allí con las categorías de “literatura mundial” y “república mundial de las letras” (de Casanova y Franco Moretti, y sus intervenciones en la New Left Review), al preguntarse sobre lo que éstas categorías dejan ver y lo que ocultan, corriendo el eje de la reflexión de la Weltliteratur hacia Las cien obras maestras de la cultura universal –aquella serie que el intelectual guatemalteco Enrique Gómez Carrillo publicó desde Europa y para todo el mercado hispanoamericano de principios del siglo XX, como un modo de llevar las “grandes cumbres del pensamiento humano” a los nuevos sectores alfabetizados con pretensiones de ascenso social. Hay, con todo, una tensión irresuelta o, mejor dicho, ambivalente, a lo largo de los ensayos, y que se manifiesta claramente en el artículo final del libro; una tensión que se condensa en cierto deseo de autonomización del campo de la estética y la asunción de un protagonismo crítico un tanto problemático, en relación a la batería teórica que maneja (Rancière). Leemos en la página final: “Sin embargo, la relación que la estética mantiene con la política sigue siendo un problema que no es fácil sacar de la discusión pues es una de las zonas ciegas de nuestro presente. (…) Por ello mismo, la Argentina sigue siendo una cultura de la experimentación que no puede sino moverse en territorios de riesgo, en esas zonas que nos ayudan a percibir aquello que queda fuera del campo de lo visible.” En esta coyuntura, el lugar crítico invocado es el de un ejercicio reflexivo que venga a arrojar luz sobre “experimentos” culturales insertados desde el vamos en un fuera de foco: “territorios minados por la inestabilidad de la política y la cultura, la construcción de zonas ciegas, que requieren de nuevas formas de percepción para ser visualizadas.” No obstante, los casos abordados en “El país de la estética” gozan de luz propia (el cine de Lisandro Alonso, La novela luminosa, de Levrero) y otros, además, de reflectores (Estación Pringles, el proyecto editorial Eloísa Cartonera) que contradicen o ponen en jaque tal postulación: “El país del desacuerdo, no es otro que el territorio donde se confrontan la cultura, la política y la estética, y en esa confrontación se construyen las zonas ciegas, sin control, donde los experimentos se radicalizan.” He dicho –en el primer acápite– “racionalidad psiconalítica”, y la mención no es casual. En El inconsciente estético (2001) el filósofo Jacques Rancière desnaturaliza el modus operandi del psiconálisis freudiano al poner en evidencia


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la “racionalidad estética” (inconsciente) sobre el que esa ficción se asienta, extremando así la demanda de una noción de autoría fuerte, ya postulada en su libro En los bordes de lo político (1998). La asunción de un lugar de la crítica

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autollamada a morigerar una falta o carencia supone una noción de autoría débil, que poco tiene que ver con ese primer desacuerdo del que nacería la política –y la estética.

LUNES, 29 DE NOVIEMBRE DE 2010

“Textículos”, de Ana Ojeda Rejas Antes, cuando la ciudad todavía era parte del pasado, las rejas eran a cuadros y su objetivo era sofrenar el suicidio infantil por exceso de imaginación. Ahora que el capitalismo nos ama violentamente y sin forro –galán de novela rosa, es potente y chabacano–, las rejas son paralelas y totales: se detienen sólo al chocar con el balcón del piso de arriba. Algunos sostienen que su objetivo sigue siendo el mismo, pero los más perspicaces intuyen que su uso es muy otro. Ante la multiplicación de vidas vacías, las únicas indicadas para alimentar la insaciable maquinaria que transforma tiempo gris en productos coloridos, las rejas operan una transformación en la psiquis de los reclusos, que mágicamente pasan a sentirse poseedores de algo que es necesario custodiar, proteger con rejas, llaves y trabitas, con la paranoia de pensarse perseguidos, en la mira de malvivientes que crecen y se multiplican sin lógica ni razón. El costo de esta maravilla es mínimo. La vista, en adelante parcelada en prolijos rectángulos, de todas formas era incapaz de competir con la realidad, que se ve por televisión. *** Tracción a pedo No es una bici, tampoco una moto. Es un híbrido simpático y algo grotesco –como la ciudad, como nosotros– que circula a pedito limpio por calles del barrio y microcentro. Es esperanza de llegar antes, de no enganchar embotellamiento, de zigzaguear de lo lindo y hacer caso omiso de semáforos y barreras. Es pedalear dos veces y abandonar nalgas y sexo a un vibráfono placentero, picantito, que te pasea por la ciudad, mirando a peatones y encochetados desde la altura de una velocidad módica, pero continua. Es cambiar el pedalear por el pedorrear y ser feliz. *** Ciencia botona Hay ciencias duras y blandas, y también ciencias botonas. La gramática, por ejemplo: No hay política en mi visión del mundo, soy descripción pura, estoy al margen, pongo en circulación sujetos y predicados, complementos y objetos investidos con los beneficios de quienes observan sin ser vistos, ventana indiscreta de una lengua acostum-

brada al exhibicionismo. Jakob y Wilhelm Grimm, en su clásico universal Blancanieves, crearon un espejo capaz de responder a la indagatoria de la banal madrastra con la siguiente formulación: “Pero Blancanieves, que vive con los enanos del bosque, es más bella aún.” ¡Oh, aposición! ¡Oh, vanidosa superflua! Y sin embargo responsable, causa directa, motor de la desgracia que vendrá, enmanzanada. *** Círculos concéntricos Son círculos pulidos. Color piel, su brillo encandila. Por lo que cuesta el papel, usted podrá pasearse con un sexo en el sobaco, en el bolsillo, el portafolio o la mochila. ¡Y qué sexo! No uno cualquiera: uno que de tan calvo parece plástico, un sexo gordo, turgente, un sexo prosaico. Usted lo bebe con los ojos un poco tristes: el que ve en su casa no es así, imporoso, tersamente impío, descoyuntado. Usted es varón o mujer: para el sexo es lo mismo. Desde el brillo de las portadas que se multiplican gracias al oficio de canillitas hacendosos, los círculos impresos con calidad siglo XXI se pavonean sin vergüenza ni medias tintas. Los hay contorneados de finísimos hilos triangulares o voladoramente sueltos. El sexo no tiene pudor. Se exhibe, se compra, se vende. Usted debe pagar para llevar el sexo bajo el brazo, pero puede comérselo con los ojos gratuitamente. El sexo puede esperar, pero no acepta la indiferencia: todos tenemos que reaccionar frente a él. Podemos escandalizarnos o adorarlo, pero en ningún caso se permite una mirada hueca. Ojos vacíos, ¡no! ¡Basta de pálida! ¡A reír! ¡A divertirse! El sexo es bueno, es simpático, es alegre. No hay días grises para el sexo, ni complicaciones. Él siempre será circular, gordo, turgente y lo estará esperando junto al canillita de la esquina. Sólo la mujer tiene sexo; al varón se le permite la vergüenza.


DOMINGO, 21 DE NOVIEMBRE DE 2010

“Proyecto Cine”, por Fabián Soberón | BOCADESAPO | RESEÑAS

Cine, de Juan Martini. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009.

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Cine, II. Europa 1947, de Juan Martini. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010.

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a editorial Eterna Cadencia ha publicado dos entregas de una serie de tres novelas de Juan Martini: Cine y Cine, II. Europa 1947. Cuatro registros estructuran al primer texto: la historia de Sivori, director de cine, obsesionado con su nueva película sobre Eva Perón; la historia de Pina, la mujer de enfrente; la historia de Eva Perón; las historias múltiples, disgregadas, correspondientes al siglo XIX. La vida de Sivori está condicionada por el proyecto de película y por una mujer llamada Pina Bosch, que acaba de mudarse al departamento que está al lado del suyo. Sivori se obsesiona con ella: la observa, la sigue en cada uno de sus movimientos, la espía. Sivori se convierte en un voyeur. Piensa en la mujer de enfrente y en la película sobre Eva. Esas son sus actividades centrales. Ahora bien: Sivori no es peronista. Entonces, ¿cómo piensa una película sobre Eva alguien que no es peronista? Sivori mantiene conversaciones con Dippy, el productor de sus películas anteriores, quien le plantea que haga una película comercial sobre Eva. Y Sivori se niega, no está de acuerdo con el perfil que le plantea el productor. La novela pone en escena el debate entre un productor y un director en un país como el nuestro en el que no existe, aún, una industria con todas las letras. Dippy, además de ser el futuro productor de la nueva película, tiene una hija llamada Florencia, que es muy joven (20 años) y ha intentado suicidarse. La novela entreteje estas historias mínimas con la historia de Eva. ¿Qué aspecto de la vida de Eva narra la novela? ¿Qué fragmento de la vida de Eva quiere contar Sivori en su película? En contra del perfil comercial que trata de imponerle Dippy Dillon, Sivori quiere contar una conversación minúscula, en un espacio cerrado, entre la actriz Rita Molina y Eva Perón. La película se plantea, entonces, como una pieza de cámara en la que durante dos horas Eva conversa con la actriz y cantante Rita Molina, rodada –según proyecta Sivori– con planos cerrados, cámara fija, en un único escenario. Este planteo es, por supuesto, un experimento, porque este modo de filmar no tendrá apoyo del productor. Martini entrelaza este proyecto de Sivori con la narración, en un paralelo permanente y fluido, de los primeros años de Eva al lado de Perón. En este sentido, la novela de Martini no trabaja con los clichés que ha impuesto la leyenda; las novelas de Martini están más cerca –en el uso de la historia– del célebre cuento de Walsh que de la novela Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez. En Cine II, Sivori piensa obsesivamente su nueva película sobre Eva; pero lo hace en el marco de los avatares

del dolor y de la tragedia: Florencia, la hija de Dippy, le cuenta que su padre ha muerto. Al mismo tiempo, Sivori se entera de que Pina Bosch ha sufrido una descompensación por el consumo de droga y que se encuentra internada. ¿Qué hara Sivori frente al triste cuadro de Pina Bosch? ¿Cómo afrontará la muerte de Dippy? Mientras acompaña a Florencia en su doble tristeza (ella ha intentado suicidarse y su padre ha muerto), Sivori piensa su nueva película: esta vez quiere filmar el viaje de Eva por Europa y le pide a Florencia que haga una investigación sobre el viaje del Arco Iris. Como en la primera propuesta de la saga, Martini une diversas historias: los vaivenes de un amor imposible entre el viejo Sivori y la suicida Florencia, el viaje largo y extenuante de Eva Perón por Europa en 1947, la pasión tortuosa entre Pina Bosh y Carola Holms, el paseo reflexivo de Sivori por las plazas. Sivori ahora recorre las calles con la observación aguda de un flaneur: mientras se detiene en el comportamiento de los caminantes despliega una artillería conceptual sobre el pasado histórico de los monumentos y del país. Ahora bien: ¿de qué forma se entrelazan las múltiples historias en las novelas de Martini? Las historias se mezclan y se unen, por cortes directos, en una narración continua. Aunque en algunos casos las transiciones son directas y abruptas, el montaje ajustado y preciso, suaviza los saltos y la lectura fluye. Uno de los hallazgos de la novela es haber entrelazado las historias en el interior de los capítulos, sin alteraciones inútiles, sin producir quiebres convencionales en el relato. El narrador unifica las historias en un continuo narrativo. El flujo continuo de la narración funciona como un magma heterogéneo que corta, avanza, repite, retrocede, hace pausa. Las novelas conforman un arco polifónico que logra unir en un único cauce historias diversas y paralelas. El narrador produce una voz sinuosa y musical; se trata de un narrador astuto, inteligente, que hace preguntas retóricas y que entrelaza la diversidad de propuestas y de registros. Una de las estrategias para lograr ese mapa heteróclito es el uso del presente. La mayor parte de la novela está escrita en presente; a partir de ese verbo de referencia el relato avanza y retrocede, produce cambios notables en el tiempo. Las narraciones están atravesada por el uso del flash back y del flash forward, es decir, por el avance y el retroceso en el tiempo de manera alternada. El principal encanto de las novelas radica en el uso acertado del montaje y en la prosa milimétrica que une las piezas y los personajes de una manera rítmica y musical.


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La primera entrega insinúa el uso de la nota al pie como un recurso para generar otro registro narrativo. En Cine, II, se profundiza ese uso. Martini trabaja con el registro de notas al pie que dialogan y que amplían la información del cuerpo principal. En algunos casos, las notas brindan información clave que no se encuentra en el cuerpo. En este sentido, las notas producen una narración paralela que amplía el espectro del sentido y que le agrega, a través de un nuevo montaje, variantes narrativas. Estos relatos paralelos producen un jardín de senderos que se bifurcan. Las dos novelas introducen personajes “reales”: los directores de cine Carlos Sorín y Bebe Kamín. De esta manera, Martini propone un cruce entre historia, documento y ficción. Como las películas que trabajan con la figura del cameo, las novelas ponen en cuestión las fronteras entre ficción y realidad.

Con esta diversidad de estrategias, Juan Martini ha creado un mundo con personajes que viven una existencia anodina, signada por los escarceos de la pasión y por la ruina inapelable de la muerte. Dippy, Florencia, Carola Holms y el propio Sivori viven atravesados por los temblores del deseo y deambulan, en una ciudad cargada de historia, marcados por el azar y por los proyectos imposibles. En ese sentido, las novelas narran la historia de la pasión, pero no lo hacen recurriendo al cliché de la retórica romántica sino valiéndose del registro del ensayo, de la prosa poética, del montaje eisensteniano, de la digresión ensayística, de la nota al pie, de la referencia precisa y ordenada del pasado político. De manera contundente, el universo narrativo de Martini es un cine complejo y aleatorio de vidas monótonas y fracasadas.

JUEVES, 11 DE NOVIEMBRE DE 2010

“Perversiones al alcance de la mano”, por Nicolás Hochman Oscura monótona sangre, de Sergio Olguín. Buenos Aires, Tusquets, 2010.

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scura monótona sangre es la historia de un tipo cualquiera, que después de trabajar toda su vida consigue subir un poco en una escala social que él percibe con forma de castas, en las que el movimiento hacia arriba es algo excepcional. Un hombre gris que sale de Zona Sur, y que por esas contingencias de la vida termina siendo otro hombre gris, dueño de una fábrica, codeándose con empresarios y viviendo en Barrio Norte. Un humilde trabajador devenido en (no tan) pequeño burgués que consolida una familia, que manda a sus hijos a la universidad, que puede comprarse un auto de esos que dan envidia. Un señor respetable, con mucha gente a cargo, capaz de enfrentarse a un contador, coimear a media policía o manejar los hilos de un consorcio. Un sujeto independiente que no tiene brechas en su identidad, que sabe lo que quiere y que por eso va y lo toma. Un individuo que un día, por esas cosas del destino (o de la elección de Dios, o de un desliz de ese inconsciente imposible de controlar), comienza a hacer todo lo que no debería estar haciendo. ¿Qué es lo que no-se-debería-hacer? En una sociedad posmoderna, en el siglo XXI, en la Argentina de los vivos y los piolas, la pregunta puede pecar de ingenua o moralista, pero Sergio Olguín se ocupa de demostrarle a sus lectores que siempre hay límites para alcanzar. Por ejemplo, que el protagonista comience a ir sistemáticamente a una villa de Pompeya para tener sexo con nenas de doce años. Por ejemplo, que en una de esas aventuras termine matando a un chico que buscaba robarle el estéreo. O que se ocupe de ocultar todas las pruebas. O que siga viviendo

su vida como si nada. O que saque a una de las nenas de la calle, para instalarle un departamento y soñar con dejar a su familia y comenzar una nueva vida junto a ella. O que la historia evolucione como lo hace (ya sería desleal por mi parte seguir adelantando información). Esas son cosas que no-se-deberían-hacer. Dice Jacques-Alain Miller que únicamente los inocentes tienen sentimientos de culpabilidad. Que los culpables no. Que la única preocupación de los culpables es no ser sometidos a la justicia. Y eso es lo que ocurre con el protagonista de esta historia, que repentinamente se ve envuelto en un entramado que hace peligrar toda la seguridad que fue adquiriendo con los años, ya que, como salido de una página de Nabokov, no puede resistirse a una Lolita que hace brotar sus pulsiones más primitivas, menos racionales. Un Raskolnikov sudaca y muy moderno, que sabe que cometió un crimen y que nadie más lo vio. Y que precisamente por eso encuentra un punto de ruptura y no-retorno, que lo lleva a realizar acciones de manera obsesiva. Un poin de capiton que no es más que un quiebre retroactivo, a partir del cual su vida se resignifica, y esa identidad (idéntica a sí misma) se fragmenta hasta transformarse y transformarlo en un nuevo sujeto. Los actos, indefectiblemente, tienen consecuencias, y no siempre son las que podemos prever en el instante de matar a una usurera. La novela está muy bien narrada y posee un ritmo vertiginoso que prácticamente no decae a lo largo de las casi 200 páginas. Probablemente eso explique en parte por


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qué Tusquets, con un jurado compuesto por Juan Marsé, Almudena Grandes, Jorge Edwards, Élmer Mendoza y Beatriz de Moura, consideró que el libro era merecedor del premio de la editorial (una tirada de varios miles de ejemplares, curriculum vitae y una dote de veinte mil euros). No es poca cosa. Pero tampoco sorprende, si miramos el prontuario de Sergio Olguín: graduado en Letras en la UBA, fundador de V de Vian, primer director de El Amante, periodista desde hace más de veinte años, jefe de redacción de Lamujerdemivida y responsable de cultura del diario Crítica de la Argentina, además de ser autor y editor de varios libros.

Inquietante y angustiante, Oscura monótona sangre cumple sus propósitos: funciona en el marketing del mercado, entretiene al lector y lo fuerza a un ejercicio reflexivo muy incómodo. A través de la identificación con el personaje principal, el lector/voyeur está invitado a experimentar la culpa del que se sabe inocente, pero también el deseo indebido de ser ese otro aunque sea por las páginas que siguen. Un acierto de Olguín, quien explora algunos recovecos de la condición humana a través de una historia simple, accesible y al alcance de las perversiones de cualquiera de nosotros. JUEVES, 4 DE NOVIEMBRE DE 2010

“El sueño real” , por Ignacio Bosero Qué hacer, de Pablo Katchadjian. Buenos Aires, Bajo La Luna, 2010, 93 págs.

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ablo Katchadjian publicó poesía –dp canta el alma (2004), El cam del alch (2005) y, en colaboración con Marcelo Galindo y Santiago Pintabona, Los albañiles (2005)– y otros dos libros: El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007) y El Aleph engordado (2009). En medio de esta trayectoria, hay un libro que alcanza la luz ahora, en 2010, pero que fue escrito por Katchadjian en el año 2006: la novela Qué hacer. Es claro que se trata de un proyecto diferente de la obra que venía gestando este autor. Y cuando digo diferente no me refiero al grado de singularidad que presentan todos sus libros anteriores, sino a la diferencia explícita que marca Qué hacer, en la medida en que es un cuerpo de escritura de una autonomía radical, que parece saltar (superar) toda su literatura previa. Pero también, como parte y consecuencia de este desplazamiento, la novela emerge públicamente –y pone en entredicho– el modo de leer la literatura e incluso la cultura contemporánea. En este sentido, la novela parece salida en el punto justo de la inquietud que comienza a generar este escritor y la exhibición manifiesta de su trabajo. Por momentos, la imagen que se me presenta es la de que Katchadjian embolsó en su cabeza todas las perspectivas teóricas del siglo XX, hizo un bollo, lo tiró al piso, se sentó a escribir y fabricó algo nuevo como quien de niño destruye sin intenciones de destruir lo que los demás le ofrecen para jugar, nada más que por el placer de armar un juego nuevo, propio. Por eso creo que de algún modo Qué hacer surge de un cansancio pedagógico frente a la acumulación de imágenes, de respuestas insatisfactorias de nuestra cultura; y que éste es el sentido que se expulsa, que se diversifica en una pregunta indócil, cruda, que recorre la novela. Por eso también despunta una voz nueva, excepcional, sin complacencias, clara (sin vueltas), punzante. Sobre todo, una voz que nos despierta a la indudable evidencia de que sí

existe la homogeneidad en el mundo que vivimos. Y esto porque Qué hacer es, digámoslo con esta palabra, diferente. La novela está compuesta por cincuenta relatos breves que, entrelazados, constituyen un sinfín de escenarios y personajes que se repiten y mutan de acuerdo a los movimientos en tiempo presente de dos personajes: Alberto y el narrador. Las aventuras, por así llamarlas, de ambos profesores están siempre motivadas por un riesgo latente y una tensión entre saber qué hacer y no saber qué hacer ante la situación que se les presenta de modo inminente “como a resolver” y ante la cual, se supone tienen que decidir qué harán para intentar fugarse aun sin la aprobación de los otros. Porque esta misma inseguridad o inconclusión o desconfianza que los personajes se plantean en sus acciones habilita una errancia sin sosiego frente a la imposibilidad de la permanencia de las cosas que los rodean –y de ellos mismos–. Por ejemplo: “En la universidad inglesa los alumnos me hacen preguntas realmente difíciles; yo voy respondiéndolas todas. Esto me provoca la sensación de saber todo lo que se me puede preguntar, y esa sensación me produce una alegría enorme que se interrumpe cuando un alumno de dos metros y medio de altura me pregunta: ¿qué va a hacer con sus manos cuando ya no tenga cabeza? Alberto me mira y, parpadeando, me dice: tu cabeza se está agrandando demasiado”. Todos los otros personajes de la novela –alumnos de dos metros y medio o tres, una vieja, un pobre de espíritu, fascistas, chicas lindas o desnudas, un fracasado, una moza, ochocientos bebedores, un viejo con alas, etc.– aparecen mutando y proliferando indistintamente –de modo inestable– a lo largo de los escenarios que transita la novela, y que también se repiten (al igual que los personajes). Estos escenarios pueden ser una cantina, un barco, un banco, una juguetería, una universidad inglesa, un puente, el baño de una dis-


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coteca, una bodega, un patio negro, etc. De algún modo, la mutación de los escenarios y personajes y su repetición proliferante muestra el plusvalor que adquiere una autoreferencialidad polisémica. Pero esta polisemia, al ser inherente al sistema narrativo que postula el escritor, lo vuelve autosuficiente. Al pasar esto, ya no se puede hablar de polisemia tampoco, sino de lo explícito, que tiene como último ejercicio límite la censura de la imagen o la desnudez. Por eso, aquí no hay algo sugerido, callado, indecible, sino que se dice todo lo que se puede decir porque los personajes, Alberto y el narrador, no saben qué es lo conveniente para atravesar cada circunstancia. Así, mediante el juego de forma-fondo, apariencia-realidad, saber-no saber, la referencialidad de los escenarios y personajes cobra una dimensión atípica. De este modo, por ejemplo, una universidad inglesa sigue siendo una universidad inglesa por más que la clase sea dictada en un baldío con tres alumnos y dos profesores, o que los alumnos sean ochocientos bebedores o viejas. Por otra parte, el movimiento, que indica el desplazamiento de todos los personajes y de la novela misma, genera además que la expectativa del desenlace se disuelva (aunque siempre hay, en cada uno de los relatos, una resolución parcial sobre qué hacer). Sin embargo, esta forma nunca interrumpe la acción: el pensamiento es acción y, a la vez, la acción es pensamiento. Por eso, la modalidad de llevar adelante la acción –valga la redundancia– de los personajes, que Katchadjian pone en marcha en Qué hacer, es peculiar. Y puede asociarse, aunque de modo distinto, al estilo narrativo de Antonio Di Benedetto. Si la forma breve en este último autor per-

mite el avance de la narración, debido a que la observación interrogativa interrumpe e instala una “subjetividad extrañada” con el mundo exterior, y suscita la singularidad y especificidad de una prosa lacónica que conforma su estilo, Qué hacer propone de alguna manera lo contrario: el corte, la interrupción, la reflexión están, son omnipresentes en una unicidad y frenarse implica un modo de clausurarse. Hay que seguir hacia adelante, atravesar la experiencia, decir, porque el desenlace debe sobrevenir cuando quizá podamos responder sobre qué hacer, qué decidir; mientras tanto no sabemos nada. Al final de la novela, en el relato 50, hay una respuesta, por así decirlo, a la pregunta del libro. El relato 26, creo, es luminoso respecto de la novela: “Alberto me habla del enigma de la situación anterior, y es claro que con «situación anterior» no se refiere a lo que nos pasó antes. Yo le pregunto, entonces, a qué se refiere, pero él me dice que no puede saberlo; me dice: no puedo disolver el enigma porque es un enigma; si lo disolviera, dejaría de serlo y entonces no podríamos pensarlo más, y a mí me gusta pensarlo. En ese momento tengo la certeza de que, en realidad, Alberto no puede pensar el enigma justamente porque el enigma le gusta; entonces, lo que no le gusta es pensar el enigma, porque pensar el enigma supone intentar deshacerlo”. El enigma es el motor que permite abrir esta pregunta visceral. De alguna manera, el saber qué hacer es lo primero que resulta dudoso. Habrá que responder, entonces, pero con voz auténtica; de otro modo, no vale.

JUEVES, 28 DE OCTUBRE DE 2010

“Utopía vindicada”, por Gisela Heffes El hilo rojo. Palabras y prácticas de la utopía en América latina, de Marisa González de Oleaga y Ernesto Bohoslavsky (eds.). Buenos Aires, Paidós, 2009, 328 págs.

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cabo de terminar un artículo que analiza la dimensión utópica en la obra de la escritora y activista política Flora Tristán. Su caso se asemeja en muchos aspectos a los diferentes ensayos sobre palabras y prácticas utópicas que aparecen en El hilo rojo. Porque más allá de las nociones más tradicionales y estrictamente literarias respecto al término utopía, es posible extender este concepto a una praxis social y cultural que, a su vez, desafía categorizaciones de cierre y clausura. Con esto me refiero a aquellas discursividades que pronosticaban el fin de las utopías, anunciando su muerte, y que se regodeaban en un ejercicio típicamente lapidario. Decir que la utopía ha muerto no sólo es una falacia sino que denota una profunda ignorancia. Y si, en términos históricos, el concepto de utopía ha tenido una importancia determinante en la formación cultural, social y política de Amé-

rica latina, esta labor no se ha agotado en el presente sino, por el contrario, sigue reemergiendo bajo nuevas expresiones comunitarias y solidarias. Es esta continuidad lo que pone de manifiesto el volumen de ensayos compilado por Marisa González de Oleaga y Ernesto Bohoslavsky. Una continuidad que podemos retrotraer al mismo año en que Tomás Moro publicaba su Utopía (1516), ya que será por esos mismos años que el padre dominico Bartolomé de las Casas redacta su Memorial de Remedios de Indias, manuscrito en que elabora una petición que no es sino una detallada descripción de un plan para crear comunidades indígenas, en las que éstos puedan trabajar de manera libre. Este programa estructurado consiste en una suerte de cooperativismo con los “cristianos”, es decir, comunidades utópicas cristianas. Su descripción detallada y su retórica convincente procura crear un modelo alterna-


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tivo para los indígenas que desde el inicio de la conquista padecían toda clase de tormentos, penurias y explotaciones. Del mismo modo, algunos de los artículos compilados en El hilo rojo dan cuenta de este tipo de cooperativas: así, nos enteramos de las comunidades menonitas en Sudamérica, de la Sociedad de Hermanos en Paraguay, de la creación de una comunidad galesa en la Patagonia argentina, y del proyecto de cooperativa Peretz en Villa Lynch, provincia de Buenos Aires, entre muchos más. En este sentido, es importante subrayar que hay una correspondencia o reciprocidad entre la idea de América, concebida como una utopía, y los proyectos utópicos que, desde la conquista hasta el presente, diferentes escritores, intelectuales, críticos y religiosos han soñado para América, sobre todo América latina. Más aún, la asociación entre América y la consumación de una utopía es un tema recurrente en textos y crónicas desde las exploraciones más tempranas hasta el presente. Con la conquista de América emerge no sólo la idea de un vasto territorio “vacío”, sino que la experiencia americana estableció un campo de experimentación para la aplicación de ideas extranjeras, lo que se manifestó tanto en el plano teórico como en la organización y diseño urbanos. Se trata de la intersección entre la emergencia de una nueva realidad geopolítica y la construcción del ideal utópico tal como se manifiesta en textos literarios, trabajos intelectuales y proyectos comunitarios que proponen tanto una concepción racional como una imagen de una sociedad perfecta e ideal. Por otra parte, hay que señalar el carácter político de estos textos y cómo, en muchos casos, surgen como proyectos cuyo objetivo principal consiste no sólo en poner fin a una situación socioeconómica y cultural determinadas, sino plantear además tanto una alternativa bajo la forma de un modelo social y económico específico como una intervención crítica sobre la realidad inmediata y el contexto en que ésta se inscribe. En este sentido, vale la pena recordar la distinción que lleva a cabo el crítico Lyman Tower Sargent respecto a lo que denomina las “tres caras del utopismo”. Según Tower Sargent éstas tres se componen de: 1) pensamiento utópico, 2) comunidades utópicas y 3) literatura utópica. Como en el caso de Flora Tristán, es posible definir pensamiento utópico como aquel que concibe a la utopía más como una preocupación por las fuerzas sociales que por los aspectos literarios. El mismo Fernando Aínsa va a hablar de “imaginario subversivo” al referirse a una forma de espíritu que se manifiesta en discursividades de diversa índole, más allá del formato narrativo y/o ficcional. Y es este ímpetu utópico, podemos sugerir, el que hila justamente la urdimbre o tejido de los artículos aquí compilados. El hilo rojo se abre con un análisis comparativo de dos fotografías que evocan dos ciudades diferentes, y con esto, dos momentos históricos determinados. De los piqueteros

en Argentina a un grupo de anarquistas judíos oriundos de Europa del Este, fundadores de una comunidad cooperativa en el Chaco, estas fotografías plantean continuidades pero también interrupciones. La intención de estas fotografías, como señalan los compiladores, es la de “mapear” los “contornos de esos experimentos comunitarios de América latina”. Es decir, establecer una genealogía de los imaginarios subversivos que, bajo diversas formas, han permeado y condicionado parte de la identidad latinoamericana. Mientras la primera parte del libro explora aquellos proyectos literarios y artísticos imaginados tanto por los anarquistas como por las vanguardias (es el caso de la obra de Pierre Quiroule y el estridentismo), las secciones siguientes revelan de manera rigurosa y sistemática la presencia de proyectos utópicos múltiples en el territorio latinoamericano. Se trata de proyectos comunitarios disímiles, como lo demuestran las prácticas religiosas en la provincia de Rosario, en el artículo de Verónica López Tessore, la fundación de comunidades espirituales y pacifistas como sugiere Yaacov Oved en su artículo sobre la Sociedad de Hermanos en Paraguay, o de experiencias permanentes y sustentables en el territorio patagónico según la propuesta de Ernesto Bohoslavsky respecto a la inmigración galesa. En esta misma línea se inscriben los artículos de Marisa González de Oleaga sobre las comunidades menonitas en Paraguay y, de manera retrospectiva, el ensayo de Carlos Illades sobre las utopías sociales La Reunión y La logia en América del Norte, a mediados del siglo XIX. Asimismo, hay que mencionar el trabajo de Daniel Baratti y Patricia Candolfi sobre la colonia Guillermo Tell en Puerto Bertoni, Paraguay, donde el mismo término utópico aparece cuestionado. Muchas veces, al descubrir estas prácticas utópicas comunitarias nos encontramos con sorpresa que, a pesar de su fervor inicial, se trata de proyectos que han tristemente concluido. Este final que obedece a razones de diversas índole revelan su carácter temporario y por lo tanto irregular. Sin embargo, como bien señala González de Oleaga en su “coda” final, estos experimentos comunitarios, gestionados en general al margen del Estado y/o del mercado, funcionan como un modelo para aquellos “sectores sociales que intentan encontrar caminos transitables” dentro del panorama sociopolítico y económico actual. Lo utópico, entonces, no debe circunscribirse a un enjuiciamiento o prejuicio respecto a su carácter idealista que, muchas veces, es utilizado erradamente como sinónimo de ausencia de pragmatismo y que, por lo tanto, ha perdido su conexión con la realidad. Por el contrario, siguiendo el modelo del filósofo del humanismo marxista y del utopismo revolucionario, Ernst Bloch, lo utópico puede encontrarse a nuestro alrededor, tanto en las cla-


ves de un mundo anterior, perdido, que puede anticipar el futuro, como en las formaciones estéticas que nos “iluminan” sobre aquello que falta y todavía puede devenir o llegar a ser, aquellas que inspiran esperanza en el público o lectores y proveen del ímpetu necesario para un cambio colectivo e individual. Si, como ha señalado Kenneth Roemer, una utopía literaria puede definirse como una descripción detallada de una comunidad, sociedad o mundo imaginario, una “ficción” que incentiva a los lectores a experimentar –a través de aquella– una cultura que representa una alternativa reglamentaria y normativa respecto a la propia y presente,

la materialidad de estas comunidades revela que esa alternativa es asequible. Sus finales, de este modo, no deben leerse como una imposibilidad sino como las contingencias permanentes a las que están sometidas los sujetos sociales que la habitan, moldean e imaginan. De sus experiencias debemos extraer los fundamentos para reevaluar sus pilares y rehacer o “reconstruir”, utilizando el término que Aínsa ha propuesto en su libro ya clásico La reconstrucción de la utopía, un proyecto de mejoramiento social para erradicar el prefijo –u del término “tópico” y hacer de la utopía un topos real, una eutopía o lugar feliz.

JUEVES, 21 DE OCTUBRE DE 2010

“Tragedias familiares”, por Marcelo Damiani Tragedias familiares, de Marcos Rosenzvaig. Bs. As., Leviatán, 2010.

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ragedias familiares de Marcos Rosenzvaig reúne tres inmersiones del autor en el universo del teatro clásico. “Hipólito o la peste del amor” se interna en el mito ya explorado por Eurípides y por Racine para repensar el problema del amor desde una perspectiva contemporánea. En “Edipo en la cruz” el recorrido es más amplio, ya que no sólo están implicados Sófocles y Freud, Deleuze y Foucault, sino también un autor menos conocido, Jean-Joseph Goux, autor de un libro muy interesante que Rosenzvaig conoce o intuye: Edipo filósofo (1988); allí se plantea que Edipo es uno de los primeros en creer y utilizar la razón como arma y mecanismo de poder. Por último, en “El sacrificio” es revisitada la historia bíblica de Abraham e Isaac a través de la mirada filosófica de Sören Kierkegaard. Evidentemente, como se puede apreciar a partir de la sola mención de las obras que conforman el volumen, Rosenzvaig es uno de los pocos autores argentinos, por no decir casi el único, decidido a embarcarse en la difícil empresa de actualizar la tragedia a través de una perspectiva filosófica también contemporánea. Tal vez no esté de más señalar que la tragedia y la filosofía han estado unidas desde sus inicios, pero no siempre esta unión ha logrado ser representada en términos actuales. “Un motivo transversal a las tres piezas,” como muy bien anota María Gabriela Rebok en el prólogo, “es el imperio violento de la enfermedad.” El sustento teórico de este hilo conductor se encuentra en el penúltimo libro publicado por Rosenzvaig: El teatro de la enfermedad (2009). Allí hay un recorrido notable, desde la antigüedad hasta nuestros días, guiado un poco por el fantasma de Susan Sontag, por las metáforas y las significaciones de la enfer-

medad en los grandes momentos del teatro. La mayoría de los personajes están enfermos, enfermos por el destino (o la existencia), por la pasión (el amor enfermo, acaso la nueva versión del amor loco) o por la fe (la religión como enfermedad). Rosenzvaig parece haber captado el núcleo excesivo, adiposo, de toda enfermedad, y como contrapartida la esencia naturalmente equilibrada de la salud. A nivel formal las obras incorporan el sentido del humor y el absurdo, a sabiendas de que hoy en día toda tragedia también tiene su lado lúdico. Por último, Rosenzvaig percibe que la verdadera tragedia de Edipo es el enigma del hombre, alguien que nunca puede estar seguro de dónde viene, adónde va ni quién es. En Hipólito… se sostiene que “el amor es la verdadera condena de esta tierra” porque “siempre yace escondido en una zarza ardiente de espinas”. El sacrificio parece arrojarnos a los brazos de la creencia que Dios es una proyección de nuestros propios deseos frustrados. Rosenzvaig, con este duro diagnóstico vital, se convierte en una suerte de doctor especial que, en términos de Deleuze, es un título reservado para los pocos autores que logran captar el espíritu de su época, ese paciente rebelde que nunca hace caso y que prefiere morir a curarse. El doctor Rosenzvaig, quizá, también está consciente de esto.


VIERNES, 15 DE OCTUBRE DE 2010

“El cortejo caníbal”, por Natalia Gelós | BOCADESAPO | RESEÑAS

El Ángel Negro. Vida de Carlos Robledo Puch, asesino serial, de Rodolfo Palacios. Buenos Aires, Editorial Aguilar, 2010, 272 páginas.

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enía diecinueve años y mató a once personas. Vivió más de la mitad de su vida en prisión y la libertad se le hizo un gusto diluido con los años, hasta volverse fantasma, hasta ser su sueño eterno, su pesadilla. En el sur de la pampa seca, en el penal de Sierra Chica, donde años atrás los Doce Apóstoles jugaron al fútbol con la cabeza de un muerto, el Ángel Negro, Carlos Eduardo Robledo Puch, pasa sus días y recibe a Rodolfo Palacios, que intenta armar su perfil, contar su historia, la de uno de los asesinos que más marcaron a la sociedad argentina. El espíritu caníbal los sobrevuela a ellos, entrevistador y entrevistado. Cuando la relación es periodista/asesino múltiple, eso no cambia. Se acentúa. En El Ángel Negro, Rodolfo Palacios se enfrenta a Carlos Robledo Puch. En el prólogo, Jorge Lanata habla de un juego de seducción, un cortejo que tiene como último objetivo desnudar al otro, alcanzar su entrega. Sin embargo, el ida y vuelta entre Palacios y Robledo Puch muchas veces se muestra más como un cuidadoso baile psicótico, en el que cada uno espera que el otro muestre su punto débil para atacar, para devorarlo. En definitiva, la seducción y la caza no se ubican tan lejos. No son tan extrañas. Así azota en la memoria el juego entre asesino y periodista por excelencia, el que hizo historia: el ida y vuelta entre Truman Capote y Perry Smith, uno de los dos asesinos de la familia Clutter que le permitieron al hombrecillo siniestro y genial de la literatura norteamericana apropiarse del término non fiction y escribir A sangre fría. Más allá de la innegable rigurosidad de la investigación, lo que resulta interesante en este libro es la posibilidad de presenciar escenas que recuerdan al proceso de realización de A sangre fría y que se describen en la biografía que Gerard Clark hizo sobre Capote. En el detrás de escena de su obra, el norteamericano enumeró situaciones que también aquí, en este juego de a dos entre Puch y Palacios, se suceden con gran similitud: Las cartas del asesino al periodista (cuarenta y cinco envió Robledo Puch a Palacios, algunas incluso con dibujos dedicados; y eran variadas y plagadas de dibujos las que enviaba Perry a su escritor estrella), la perseverancia en negar las muertes de las que se los acusan, la intención de gustarle al otro, la mirada sigilosa, la posibilidad de traición por parte de ambas partes, la palabra amistad como promesa o amenaza. La muerte y el poder como dos testigos que, obstinados, respiran en la nuca de los dos que integran este juego. Consciente de que esa relación con Puch no podría ser obviada, que se constituiría en un foco de atención,

Palacios opta por la inclusión de la primera persona. Y la elección funciona. En El Ángel Negro no predomina lo literario, sino que se pone al servicio de lo periodístico, en un lugar discreto. Aquí lo que se destaca es la investigación: el trabajo de recolección de datos, la tenacidad de esas visitas al penal de Sierra Chica, la búsqueda de personas que hayan sido parte de su historia, los familiares de las víctimas. Con una prosa cuidada, sobria, página a página Palacios muestra a su Robledo Puch, al que desde una silla incómoda de la sala de reuniones del servicio penitenciario, decide mostrarse, decide jugar. Y a lo largo del trabajo no sólo se desprenden los distintos climas de época que acompañan esta historia que comenzó en 1972, con los asesinatos; también aparecen adyacentes los ambientes que circundan a los personajes, el penal, el pueblo de Sierra Chica, donde éste funciona como motor de la vida local. Hacia allí fue el periodista, en un trabajo que le llevó años y que buscó humanizar a quien los diarios definían como “el monstruo”. Al encarar un personaje como Robledo Puch, Palacios tiene tantas ventajas como dificultades. Por un lado, sabe que cuenta con un protagonista atractivo. Todos amamos a los asesinos. Más si son múltiples. Más si figura entre los grandes homicidas nacionales, junto a Yiya Murano, junto al Petiso Orejudo (aunque Puch odie la comparación). A su vez, ese lugar de exposición genera múltiples visitas a lo largo de su historia, entonces, ¿qué decir? ¿qué agregar? Pues el periodista se las ingenia, asedia a su presa, incluso festeja con él su cumpleaños, y arma un perfil. Y lo expone. Peronista con brotes místicos, sociópata, falto de cariño, solitario, verdugo, víctima, de a ratos superstar. Así lo muestra. Así se muestra en el capítulo final, en ese monólogo de Robledo Puch, armado con las cartas que él le escribió a su biógrafo. Palacios denuncia, además, las torturas a las que fue sometido Puch en nombre de una posible cura, muestra su pasado, su infancia, su frustrado futuro de pianista. Con oficio y humildad, el autor arma un texto honesto y claro. Y en el baile caníbal consigue respirarle en la nuca a Robledo Puch, que no confiesa, pero se desnuda.


LUNES, 4 DE OCTUBRE DE 2010

“La infancia en pedazos”, por Mauro Peverelli | BOCADESAPO | RESEÑAS

Kaltenburg, Marcel Beyer. Buenos Aires, Edhasa, 2010, 281 págs. Traducción de Gabriela Adamo.

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n un puñado de entrevistas, el ahora anciano Hermann Funk, zoólogo del instituto de Dresde, le narra a Katerina Fischer, una intérprete que desea conocer el nombre de algunas aves de dicha ciudad, la historia de la relación con su mentor y maestro, el mítico profesor Ludgwig Kaltenburg. Los lineamientos fundamentales del relato se inauguran con una descripción del bombardeo a la ciudad de Dresde en febrero de 1945. En ella el narrador descarta poner el foco en los aspectos a los que podríamos llamar belicistas (aviones dejando caer su carga de explosivos, alguna pretendida defensa con artillería antiaérea, etc.), para concentrarse en un tipo de aproximación que, aportando una respiración, un ritmo, y también la contundencia de sensaciones que por sus sutiles ambigüedades son más eficaces que una pretendida descripción de lo concreto, estará presente a lo largo de toda la novela. Esto ocurre debido a que el relato está narrado en primera persona y los momentos más logrados, sin duda, son aquellos en que la memoria evoca los desgarrados años de la infancia. Hermann Funk queda huérfano en dicho bombardeo y en la descripción de todo ese episodio estará condensada la mecánica narrativa del texto. En ella se apela, entre otras herramientas, a una aproximación a los sentidos, pero no de una manera demagógica con el lector, ofreciéndole una paleta de sabores, de aromas y de sonidos fácilmente identificables –extraídos de los manuales y prospectos donde algunos escritores suelen acudir en auxilio de una bastardeada eficacia– sino, por el contrario, con la exhumación de sutiles elementos que terminarán exponiendo el costado de los instintos que terminan por incomodarnos: “De noche, mientras deambulaba por el parque, algo me golpeo con fuerza en el hombro (…). El sonido fue sordo y sólido a la vez y cuando la cosa cayó a tierra, siguió rodando un poco más. La encontré, negra, la agarré: algo pegajoso, desmigajado, la superficie áspera; puse el cascote delante de mis ojos, un pedazo de alquitrán, tal vez, nada más que restos. Lo acerqué a mi nariz y como un reflejo lo arrojé lo más lejos que pude. Lo que había olido era: carne quemada”, o “Un cárabo que ante la llegada del fuego, del ruido de los aviones, se vio arrancado de su calma estoica (…) y ahora llevaba a cabo movimientos llenos de pánico en el aire para apagar las llamas que (…) ya estaban comenzando a devorar sus alas”. A medida que la historia avanza y la voz enfoca su objeto de evocación (la vida del profesor Kaltenburg), el modelo narrativo es el de la escuela tradicional alemana que va desde Goethe hasta Sebald, pasando por Thomas

Mann y Hermann Hesse, donde la exacta distancia entre narrador y personaje va produciendo un acercamiento al sujeto que, a la vez que desvela sus aspectos humanos, también alimenta todo aquello que, paulatinamente, lo va convirtiendo en mito. Kaltenburg vive rodeado de animales. Su tarea de ornitólogo lo mantiene en permanente observación del mundo natural; el narrador utilizará con insistencia los recursos que le brindan ese tipo de acercamientos para ir en busca de analogías con el universo social. Es imposible desligar las minuciosas descripciones sobre la conducta de algunas aves, como por ejemplo la migración definitiva de las grajillas de la ciudad de Dresde, que se produce en un período muy corto de años, de cómo ciertos esquemas políticos y económicos empujan también a los hombres a desplazarse de una región a otra. En lo concerniente a lo político el acercamiento es siempre de una lateralidad que va aportando distintos puntos de vista sobre determinados temas. Sobre hechos fundamentales como la muerte de Stalin (que al lector le llegan a través de comentarios, de relatos de viejas historias, y por conversaciones oídas casi al pasar) va desplegando un abanico de apreciaciones que van desde el alivio por cierto sentimiento de liberación en una atmósfera de control asfixiante, al dolor por la pérdida de una figura tan controversial como paternalista. En la permanente recurrencia a una memoria siempre electiva, aplicada en resolver las confusas claves del pasado, es donde el autor se irá encontrando con las mejores versiones del relato. Como en la Berlín de la Infancia de Walter Benjamin, donde este consigue hacer audibles las voces y las melodías de una Alemania de preguerra, sus tensiones, la emergencia de componentes que irán confluyendo hacia el sostén de una lógica que desembocará en la locura, en la Dresde de Marcel Beyer la posguerra es el relato de los fragmentos aislados, es la infancia en pedazos, el intento siempre insuficiente de reconstituir los tejidos filiales, las relaciones humanas que, junto con los cuerpos, fueron mutilados por dicha locura.


MARTES, 28 DE SEPTIEMBRE DE 2010

“Esa carrera loca”, por Jimena Néspolo | BOCADESAPO | RESEÑAS

Blanco nocturno, Ricardo Piglia. Barcelona, Anagrama, 2010, 299 págs. Condominio, Max Gurian. Buenos Aires, El fin de la noche, 2010, 94 págs.

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l problema –para Max Gurian (1975)– es el espacio. El espacio es limitado y hay que hacer cabriolas para poder acomodar todos los autos en una minúscula superficie a fin de que a ninguno lo encuentre la noche sin resguardo –esa es la única certeza de los hermanos Teo y Matías, en el relato “Los autos locos”, publicado en el presente volumen–. Un motor cruje con la inesperada inyección de combustible, las bujías corcovean y en dos maniobras limpias el auto se acomoda sin rasguño ni malestar alguno en un espacio ultrarreducido: Hace falta mucha pericia para ejercitar el arte bobo de estos mellizos que, desde el vientre materno, se saben condenados a su mutua compañía en una misma zona que los asfixia. Duermen en los autos, descansan en sillones destartalados en la vereda, comen lo que hay mientras respiran las excrecencias de las máquinas o las despiden con “el fervor y la elegancia de un guardia suizo a punto de renunciar”. Lejos del pintoresquismo barrial o de un naturalismo de porro y barricada, los textos de Condominio hacen gala de una arquitectura ajustada, de un lenguaje distanciado, frío y conciso que, la más de las veces, crispa de anormalidad el relato. En el cuento anteriormente citado, por ejemplo, las secuencias de la vida de los hermanos en el garage se intercalan con otras que abundan en las peripecias de una carrera de velocistas. Veamos el siguiente fragmento: “En el inaudito bullicio de los corredores, todo es posible y todos se aprestan a desbordarse mutuamente. (…) La inexperiencia general los mancomuna y los confirma en su error: creen, espontáneos, que ganará el mejor. No censuremos semejante concepción del mundo; han subsistido hacinados en un medio inhóspito al desarrollo intelectual, con temperaturas tropicales que atontan y adormecen, librados a su suerte, sin cábala alguna. Carecen de tiempo, y sin tiempo la abstracción es un abuso de confianza, un suplemento vitamínico penado con rigor. Apenas unos rudimentos de darwinismo y los pobres, con ese bagaje, hacen lo que pueden. Su idea de individualidad es precaria; nace con el primer reflujo desconocido y la oleada siguiente les impone una tosca metodología de supervivencia: correr por la vida.” Así escribe Gurian, quien –por edad– es parte de una generación prolífica en publicaciones y antologías y, –por escritura– debería disputarle el podio de “representatividad” a –por ejemplo– 76, de Félix Bruzzone, aunque, en rigor, Condominio sea el primer libro que publique. Hay morosidad y asfixia helada en su prosa, cierto aire borgeano que le canta al rezago y a la desidia pero que, antes de convertirse en parodia laberíntica, avanza –como el protagonista del relato que da nombre al volumen– entre

el coleccionismo de la materia inerte y el dibujo en delicadas filminas expuestas en el lugar más abyecto de la casa. Pero hablábamos de carrera, y si bien la de Gurian no sabemos cómo termina, porque “siempre hay algún tapado que reserva sus energías para la recta final”, su reflexión nos confirma que si hay carrera, hay disputa y por tanto: motor narrativo. Observo, en este sentido, que Blanco nocturno, la novela de Ricardo Piglia (1940) recientemente publicada, dispara con reaseguro la acción a partir de la misma estrategia formal. A pocas páginas de comenzado el texto y presentadas las simpáticas [otra vez] mellizas Ada y Sofía, y su mulato compañero, es la promesa de una carrera de caballos la que posibilita que el extranjero comience a interactuar con la gente del pueblo y con esto surja el susurro de un relato que finalizará en una muerte anunciada, y en una imposibilidad. Una carrera de caballos que no es sino de dos jinetes que representan dos modos de montar (la palabra): una a la inglesa (con silla, fusta, preámbulo y consorte) y otra a lo indio, en patas y a la brava. El que llega primero –como era de esperarse– es el gaucho, que alcanza mayor velocidad gracias a una técnica elemental y efectiva; sin embargo es el otro, el rezagado, el que anuda y posibilita con su sofisticación el desarrollo de la trama policial. Si con el correr de las páginas, las mellizas ganan más frivolidad que frescura en escenas que las vuelven planas junto a un Emilio Renzi joven y locuaz, la figura del “Chino”, el jinete perdedor, progresivamente adquiere el pathos necesario para que la novela policial se suceda plena y llegue a buen puerto: mata por amor (a su animal) y poco importa que luego se suicide sin que sepamos quién lo ha contratado porque a esas alturas el lector ya se ha enterado de la empresa imposible de los hermanos Belladona, de su ingenuidad y de su pasión, de la locura lúcida del comisario Crocce, de la inmutabilidad de una sociedad corrupta, de la absurdidad –en fin– de toda carrera… La narración ha sucedido y el Chino, siendo el real asesino, es el gran inocente puesto que no es más que un engranaje menor en esa cadena de corrupciones que acusan y definen la “chinidad” no [solo] por sus rasgos orientales, sino por su talla menor y su condición servil, subalterna y, principalmente, femenina. La “chinidad” en la novela de Piglia, en tanto certera carta robada, se asume –adviértase– como mera nota al pie que, a fuerza de constancia y obcecación proliferante, termina desbaratando la ilusión monológica y patriarcal del relato. Había una carrera y también –claro está– sus resultados pero, sucedidas las muertes y también su relato intenso a lo largo de más de doscientas y pico de páginas, ya la hemos –casualmente– olvidado.


LUNES, 20 DE SEPTIEMBRE DE 2010

| BOCADESAPO | OPINIÓN

“De falsaciones y falsarios”, por Jimena Néspolo

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n el día de la fecha, el director de la revista literaria Quimera (de Barcelona), Jaime Rodríguez Z. ha anunciado a través de un comunicado de prensa que el número de septiembre de la revista: “…es un experimento editorial propuesto e íntegramente redactado por el escritor Vicente Luis Mora. Se trata, pues, de un ejercicio de metafalsificación en el que el también crítico y teórico de la literatura ha realizado una práctica ejemplar: hacer del discurso una praxis. Mora no solo ha redactado todos los textos que conforman el dossier sobre falsificación, sino que ha escrito el poema, guionizado el cómic, suplantado a los columnistas, inventado a los entrevistados (y a los entrevistadores), ficcionado con la crítica y creado, en fin, una pieza periodística única en la que se funden las dimensiones teóricas y lúdicas, paródicas y críticas, de la creación literaria.” Por su parte, en su blog, Vicente Luis Mora explica que la idea del experimento fue “analizar nuestro sistema literario y sus formas de recepción y legitimación y también, y al mismo tiempo, como una forma activa de participar en los procesos artísticos con un gesto que va más allá de la propia escritura.” Pormenorizadamente relata el arduo trabajo de escritura que supuso, para él, dar con el tono y el estilo de cada uno de los columnistas de las secciones fijas (Germán Sierra, Germán Tabarovsky, Manuel Vilas, Agustín Fernández Mallo), quienes voluntariamente se dejaron “usurpar” por su “escritura falsificadora y fantasma”. Según explica, la idea surgió en octubre de 2009 y: “Jaime Rodríguez Z., el actual director, que ha sido un paciente cómplice de todo este gigantesco engaño, cuyo secreto hemos logrado mantener hasta el final, incluso para colaboradores estrechos de la publicación. Debo decir que cualquiera que sea el valor transgresivo que este número supone, hubiera sido imposible si la propia revista y sus directores no hubieran avalado la operación, de modo que Quimera se convierte, gracias a su gesto, en la

única revista de crítica y también de autocrítica de la literatura española actual.” Como antecedentes históricos de esta “intervención”, Mora esgrime sus experiencias juveniles y los Folletos literarios de Leopoldo Alas pero, casualmente, olvida un referente más cercano. En el verano 2007-2008 la revista argentina Otra parte, dirigida por Graciela Speranza y Marcelo Cohen, dedicaba su número 13, titulado “Crítica Ficción”, a reflexionar, teórica y prácticamente, sobre el mismo problema. Un tanto más crítica y plural, sin hasta el momento bajadas pedagógico-explicativas ni autopostulaciones ególatras, los participantes de ese número escribieron sobre obras y referentes inexistentes con el mismo rigor lúdico y formal que suele caracterizar a la publicación pero, en este caso, rozando incluso la ilegibilidad (muchos lectores despistados, aún hoy, buscan a las obras y los autores abordados entonces). Así, por ejemplo, Silvia Schwarzböck, en “Las verdugas” analizaba la polémica que la película La historia de Julieta, de una tal Victoria Siffredo, había despertado en el mundillo al trabajar dialécticamente sobre las figuras de la víctima y el victimario en una visceral estetización de la violencia, para finalizar: “El problema es para qué se hacen esos juegos en los que alguien filma una película fascista sin ser fascista, y a qué jugamos los espectadores cuando los jugamos, si no creemos en ellos. ¿Son artísticos, en lugar de políticos, por el sólo hecho de ser juegos? (…) ¿Provocar, en la era en que el público está sediento de ser provocado? ¿Por qué esa operación no sería, precisamente por lúdica, un gesto que entra en la órbita de la política, en la medida en que la directora también podría estar fingiendo que no es fascista? ¿Por qué la directora sería la garantía última de verdad en una obra que no cree en la verdad? Lo perturbador para nosotros, los espectadores, sería que estuviésemos viendo algo verdadero creyéndolo parte de un juego.”

MARTES, 14 DE SEPTIEMBRE DE 2010

“Situarse en la duda”, por Rosana Koch El Mañana, de Luisa Valenzuela. Buenos Aires, Seix Barral, 2010, 381 págs.

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a palabra, la mujer, la responsabilidad histórica, escribir…” Así definió María Heguiz la temática de la obra de Luisa Valenzuela. Con su voz, su cuerpo y movimiento la narradora interpretó, en la presentación de la nueva novela de la escritora, retazos sueltos que cobraban vida en el preciso instante de su recreación: “Meses y meses repitiéndome

la misma pregunta inútil: ¿Por qué nos metieron presas? ¿Qué hicimos, qué pensamos, qué dijimos de más, qué amenaza encarnamos sin siquiera darnos cuenta? El país estaba tranquilo y según parece sigue bien tranquilo, como si nada, como si nosotras no hubiésemos existido nunca. Dieciocho escritoras borradas de un plumazo. En arresto domiciliario. Una verdadera mierda.”


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Así comienza la nueva novela de Luisa Valenzuela: un grupo de escritoras festejaban el lenguaje en un barco llamado El Mañana, buceaban en el juego de palabras con ecos femeninos dionisíacos, hasta que un comando militar desbarata esa idílica utopía para confinar a todas las escritoras a un arresto domiciliario. A partir de ese momento son consideradas terroristas, subversivas, brujas y otros calificativos de la misma índole dogmática, pero especialmente fueron silenciadas porque la palabra les fue vedada: “Nos dieron vuelta la página. Borrón y cuenta nueva dijeron y fuimos nosotras las borradas.” “¿Por qué?”, es la pregunta que permanece latente en toda la novela. En el fluir de un futuro indefinido o imperfecto, la protagonista Elisa Algarañaz intentará entender la razón del secuestro, envuelto en el hermético manto de un poder que une el presente con el pasado y se recupera en la memoria para que su actualización en la ficción se convierta en un acto de resistencia: la alusión a Haroldo Conti y el silencio que envuelve y niega las desapariciones de las escritoras manifiestan la presencia de una cicatriz dolorosa, por momentos adormecida. Un traductor israelí, Omer Katvani, y un hacker informático, Esteban Clementi, “revividores ambos de lenguajes muertos a los cuales pretendían devolverles algún soplo de vida”, intentarán ayudar a liberar a la protagonista, mientras que en esa entrega por romper los límites del encierro (durante el arresto y luego, en su residencia en la villa) las palabras fluyen sin libreto premeditado y permiten la emergencia involuntaria de Juana Azurduy, manifestación libre de una heroína que lucha contra las barreras de una novela histórica que sabemos cómo termina y que por eso surge de la nada para entremezclarse con la voz de la protagonista. En esta mixtura de voces, la primera persona de Elisa Algañaraz es la que prevalece desde el inicio y durante toda la novela para ocupar un yo

que se construye a partir de la enunciación de su palabra, para reafirmarse progresivamente. La máscara de la lengua supera el argumento, porque la trama es el ruido que no le interesa a Valenzuela, y desmantela los géneros en ese proceso de explorar en los contornos imperceptibles. La novela se construye como una aventura en la indagación y una puerta abierta a las múltiples conjeturas para habilitar al lector el derecho de poder situarse en la duda. Porque las respuestas no están en las intenciones de la autora: “Escribo contra aquellos que creen tener todas las respuestas. Espero que cada uno de mis libros sea un semillero de preguntas que genera más preguntas y por suerte casi ninguna respuesta.” No se sabe ni se sabrá el por qué del arresto, pero es en ese no-saber donde hay algo que interesa más. Tal vez estas escritoras hayan logrado decir lo que no podía ser dicho y sus palabras conmocionar el orden establecido, desencadenando una amenaza que subvierte el discurso hegemónico. O al revés, en el gesto, en lo no dicho o posiblemente sugerido, representen una potencialidad latente y al mismo tiempo peligrosa: “¿Qué pescaron ustedes en ese avanzar río arriba tendiendo vastas redes de palabras? ¿Qué secreto entrevieron susceptible de generar tamaña represión, hermana putativa del miedo?” Luisa Valenzuela definió El Mañana como un thriller del lenguaje, una aventura que como el barco, navega en las aguas turbulentas del lenguaje. La escritura (un viaje simbólico signado por escapar del encierro) es la búsqueda para lograr salir de las palabras controladas por el otro e intentar destruir ese pacto discursivo para situarse en ese no-lugar, desterritorializarse y así, re-constituir una identidad femenina en la construcción de la subjetividad, que fluctúa con diferentes máscaras (Elisa, Melisa, Juana), pero que finalmente reconoce los ecos de su propia voz.

MARTES, 7 DE SEPTIEMBRE DE 2010

“La escritura propia”, por Ignacio Bosero Letra muerta, de Mariano García. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2009, 253 págs.

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etra muerta comienza con la escritura de una carta de A, desde un lugar retirado, que se dirige a Edith, una editora conocida. El pulso de esa primera carta muestra la construcción de la novela de Mariano García, mediante la utilización del género epistolar y el biográfico. Su lectura proyecta las pasiones de las novelas decimonónicas. Sin embargo, los personajes de esta novela actúan en nuestro siglo XXI –el de la posibilidad casi absoluta de toda comunicación– inmunizados contra los riesgos de signo romántico. Este recurso sugiere que la espera a una respuesta puede ser todavía más penosa.

A, entonces, va a escribir la “verdadera” biografía de Rolando Safir. Un escritor extraño, que ha muerto hace poco tiempo en una tragedia. Para llevarla a cabo, A necesita de la imperiosa colaboración de la editora, Edith. Esta mujer cuenta con todo el material necesario para reconstruir la biografía del escritor en cuestión (sus libros, una autobiografía que se le encargó antes de morir, notas, el diario que llevaba desde los ocho años). Pero por los indicios que suministran estas cartas, puede advertirse que esta editora no está del todo dispuesta a brindar colaboración alguna como editora o amiga; es más, puede que


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muestre recelo. Al parecer, debido a la inquietud o a la sospecha que pudiera provocarle auspiciar la edición de Rolando Safir, cuando está en boca de todos, “en el pináculo de su prestigio”. Por lo pronto, A prefiere evitar este tipo de suposiciones sobre Edith, que sólo lo irritarían. Y se aboca a la tarea de escribir los primeros capítulos de la biografía; impulsada, además, por un acto de justicia contra el mercado que hoy ensalza y vende al escritor Rolando Safir. Él, su biógrafo, quiere mostrarlo como lo conoció en su intimidad “desde la juventud hasta su trágica muerte”; y poder contar, en realidad, “la batalla que libró consigo mismo y de la que, a pesar del éxito póstumo, nadie sabe nada.” La biografía, intercalada por las siete cartas de A, permite la composición casi total de la vida y los pensamientos de Rolando Safir y el sistema de relaciones que este escritor mantuvo con el medio intelectual, a través de Edith y Ángel, su actual biógrafo. De ese modo, Letra muerta, también desnuda sus propósitos críticos sobre el universo literario que encarna el personaje de esta editora. En cierta forma, escribir esta biografía, tiene para Ángel, como necesidad, el desafío frente al pragmatismo del éxito que se encargó de transformar a Rolando en un escritor reconocido; pero que suprime, sin embargo, el largo y dramático proceso que azotó su incomunicación y su encierro desde su infancia. Rolando Safir fue un niño sobreprotegido casi sin relación con el mundo exterior, debido a que su madre, presa de un delirio tras perder a su primer hijo, decidió no favorecer su socialización y no lo mandó ni al jardín ni al preescolar. La adolescencia fue incluso más difícil, teñida del descubrimiento de sus deseos sexuales a través de los juegos con su amigo Claudio Zini y la sanción que recayó sobre él cuando sus compañeros de colegio descubrieron sus preferencias (los festejos que le prodigaban por

sus ocurrencias pronto fueron retirados). Y Rolando compensó y potenció su habitual ostracismo entre libros de aventura y terror y en el cálido bienestar económico asegurado por su familia. Pero por ese primer dolor, convertido en estigma (que ocultó a su familia para evitar “males peores”) fue que Rolando comenzó a escribir como “una forma de compensar las humillaciones”, su primera novela, El placer de los dioses, que luego abandonó sin pasar del primer capítulo. La inconclusión no será eventual en su obra, sino su condición esencial. La doble tragedia de la muerte de sus padres sobrevino después; poco antes se había descubierto que su padre estafaba al banco de Londres para tener un alto nivel de vida. Al tiempo, moría su madre, Carmen, por una picadura de avispas; y Eduardo, su padre, melancólico, terminaba suicidándose. Rolando –que tenía 17 años– quedó a cargo de la rígida familia de los Stiller. En esa casa encontró el sosiego en el amor de Ángel –que perdurará en su vida–, pero también el castigo implacable de Petrus, al descubrirlos juntos. Stiller confinó a Rolando, como castigo, a un año de encierro en el altillo. La desventurada vida de Rolando en su juventud solitaria, seguirá el camino de ilusiones de protección tanto en un éxito literario radical o en los brazos forzosos de sus relaciones melodramáticas. La novela tiene un desenlace vertiginoso, cargado por el dramatismo de las voces que intentan tejer los fragmentos finales que acompañan a la tragedia de Rolando. Edith y Ángel están implicados directamente y, por cierto, la cuota de desesperación aumenta hacia el final: Ángel instala su furiosa sospecha de que las monjas hayan interceptado sus cartas, de que Edith no conteste jamás y, sobre todo, de que se quiera suprimir la verdad, la biografía, su propio testimonio. Su realidad: su escritura.

MIÉRCOLES, 1 DE SEPTIEMBRE DE 2010

“Periodismo que respira”, por Natalia Gelós Frutos extraños. Crónicas reunidas 2001 – 2008, de Leila Guerriero. Buenos Aires, 2009. Editorial Aguilar.

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ay un periodismo bobo, uno de oficina, uno ególatra. Y hay otro periodismo que es literatura de la buena, que enriquece, que apunta a algo más que a la presentación de una noticia con la displicencia de un notario en edad de jubilarse. Leila Guerriero, que ha sido galardonada con el premio de la Fundación Nuevo Periodismo por su trabajo “La voz de los huesos”, crónica sobre el grupo de arqueología forense de Argentina, es sin dudas una de las plumas más exquisitas de la no ficción nacional. Ella, que escribe desde un lugar femenino, sin sentimentalismos y sin buscar en lo fálico el sentido de

un trabajo poderoso, recorre en estas crónicas reunidas un mundo variado, plagado de seres con historias tan disímiles como conmovedoras. Jorge González, que rozó el cielo de la NBA y se le esfumó al instante (“El gigante que quiso ser grande”); Romina Tejerina, que vive su encierro aún con aire de niña, aferrada a un cuaderno en el que cuenta su historia (“Sueños de libertad”); José Alberto Samid embajador de la opulencia en el partido más pobre del Conurbano Bonaerense (“El rey de la carne”). Todas esas personas son desnudadas por Guerriero, que aplica en ellos la miel necesaria para atraer al lector en sus mun-


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dos, sin juzgarlos, sin justificarlos. El artículo galardonado por la Fundación que preside García Márquez muestra cómo trabajan esas personas que, a diario, se encuentran con los huesos de quienes murieron víctimas del terrorismo de Estado, del terror en todas sus formas. La periodista describe el lugar de trabajo, su cotidianeidad, sus contratiempos. Pero va más allá. Y desnuda las vidas de esos que, en los ochenta, se animaron a buscar los huesos de los desaparecidos, a hacer hablar a eso a primera vista tan callado como un fémur. En este libro, la autora de Los Suicidas del Fin del Mundo también se interna en la Patagonia; explora el mundo de nubes y algodones de las vendedoras de Essen y Mary Kay (“El mundo feliz: venta directa”); se encuentra con Yiya Murano (“Tres tristes tazas de té”); habla con Miguel Tomasín, que es líder de la banda Reynolds y tiene Síndrome de Down (“Rock Down”). Todos pasan por el tamiz de la periodista, que con soltura hace lo que parece tan fácil y cuesta tanto en el periodismo actual: contar historias y demostrar que todos somos frutos extraños y tenemos grandes pequeñas cosas para decir. “Yo soy periodista, pero no sé nada de periodismo”, dice. En la tercera parte del libro, Guerriero reflexiona sobre la profesión. Es casi el final y es un grito de guerra. Formada en el oficio y no en los claustros universitarios, o en las aulas confortables de las escuelas de periodismo, el suyo es un currículum moldeado por el bagaje de quien se

formó al calor de las redacciones, acumulando entrevistas, miradas. Y correcciones. Correcciones. Más correcciones. Lejos del esnobismo de quien se declara alumno del Newyorker, ella se reconoce en las antípodas. Y en un abanico que abarca reflexiones sobre lo más cotidiano de la profesión hasta aspectos de fondo, sin teorizaciones auto-caníbales, expone sus opiniones sobre el uso del grabador en una entrevista o el lugar del cronista en el sistema de medios actual. En la escritura de Guerriero hay, en especial, dos fortalezas. Las descripciones precisas, pulidas hasta la obsesión, vívidas, y los diálogos. Sobre esto último, ella marca la diferencia entre la frase y su sombra. Le escapa al trabajo del taxidermista, huye de lo embalsamado. Así, cada persona-personaje tiene su propia voz, no la de la autora. Tampoco la que se levanta como cita directa de los cables; no la que abunda, anémica, gris y pobrecita ella, en las páginas de los diarios. Los entrevistados aquí tienen la voz que brota de lo profundo, la que tiene matices, dolores, vibraciones, la que sale de un cuerpo que la contiene. Frutos extraños termina con “Coda”. Y es el movimiento final. En “Música y Periodismo”, Guerriero hace una distinción entre el periodismo y el funcionario de la prosa. Habla de la relación entre la escritura y la música. Escribe y hace la diferencia. Luego camina la calle, y hace su juego. MIÉRCOLES, 18 DE AGOSTO DE 2010

“La literatura del detritus y la resucitación: Quignard, el jansenista”, por Walter Romero Albucius, de Pascal Quignard. Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2010, 160 págs. Traducido por Betina Keizman

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lbucius, veinte años después de su publicación en su original francés, constituye quizás la mejor opción para ingresar en el minucioso y refinado universo de este jansenista –o neorracionalista de la palabra– que es Pascal Quignard. De una obra ya profusa y compleja, que ha merecido en partes iguales el panegírico y el rechazo, Albucius representa –en su ensamblado de relatos de vida, cuadros de costumbres de la Roma Antigua e indagación en los intersticios de étimos y morfemas– una ejemplar visitación a esta literatura del detalle y del origen; literatura que nace de la grieta que cada palabra representa, verdadera falla epistemológica que nos arroja a un abismo de interpretaciones, sedimentos, y pliegues de sonoridades que vuelve ilusorio y ficcional la constitución apenas palpable –y por ende huidiza– del término. En algún sentido, Jorge Semprún, uno de los miembros del jurado que le otorgó a Quignard el prestigioso

Premio Goncourt en 2002, señaló bien al votar en disidencia, que la obra de Quignard parece no habilitar ninguna vía literaria. Algo de camino muerto, algo de territorio personal y distintivo “que nadie más pisará”, se desprende de estas indagaciones únicas donde la fusión de géneros – más oportuna que la técnica del híbrido– crea un tablado ficcional donde airear una erudición rica en hallazgos y en peculiaridades que no desechan lo sórdido y lo maltrecho y donde, fundamentalmente, el relato –en muchos casos bajo la forma chusca del cuento drolático o bajo la picante obscenidad de las fábulas milesias– aparece con una contundencia y efectividad, a manera de un nuevo Satiricón, o con el velo con que se revisten esos “sueños” que se han dado en llamar Las Mil y una noches. Junto con Pierre Michon y sus Vidas minúsculas, Quignard emprende –siempre desde otro ángulo– el propósito de indagar en vidas antiguas que han quedado sepultadas por el peso del tiempo, en un conmovedor y racional (en


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partes iguales) diálogo con la Antigüedad: “En el fondo de nosotros existe un tiempo pasado que es irresistible”. Su manera es quizá una de las más excelsas que ha encontrado la literatura contemporánea del hexágono para evocar un mundo perdido, no ya bajo la formas acaso tradicionales de la novela histórica o de las biografías noveladas, sino a través de una operación que es resultado de la exploración en géneros “cortajeados y mezclados”, amasijo de restos o detritus de obras perdidas (y encontradas), en fragmentos –o “fantasmas”– de obras, en narraciones truncas que nos traen –a modo de escapularios paganos– verdaderas “impresiones del pasado” que le dan nueva y radiante vida al latín, a la Roma dos veces milenaria, y, en definitiva, a todo un mundo muerto que se vuelve patente y más real que la realidad. Quignard explora el eco de esas lejanas voces –verdaderas psicofonías–, que nos transportan en el tiempo, a través de las vacilaciones y el titubeo de las acepciones, y, en la sorpresa arcaica que traen los étimos como portadores de historias, muchas de ellas, hechas –como las palabras– de partes de partes, de trozos o fracciones, de verdaderas migajas de un tiempo inaccesible, ahora evocado por acción de la literatura y del relato. Un compendio o colección de relatos de este autor latino llamado Caius Albucius Silus, que vivió hace dos mil años como verdadero agitador de la lengua latina, aparecen –o nos son presentados a través de todo el texto– como cuentos enteramente intervenidos cuyos finales faltantes nos enfrentan con la aporía, o cuyas peripecias se asemejan a la perplejidad. La voz siempre señera y experta del narrador se entromete y comenta, sutura o se disgrega en soberbios excursus, o bien tijeretea con audacia –corta lo ya cortado- y comenta con la fuerza de quien sabe cómo agregar más duda a la duda, más dislate al de-

lirio: “Los relatos son siempre más verosímiles que el caso de las vidas que reúnen y que reconstruyen bajo la forma de intrigas y de pequeños detalles acordes.” De los 53 relatos –casos, exemplas o diálogos– que el texto presenta, muchos de ellos constituyen una escena especularmente genial donde explorar los límites del metalenguaje y donde reconocer cómo el esfumado de los géneros y el sondeo desprejuiciado en los términos antiguos del latín (puer, infans, carus, satura, lanx, sordes, requies, sententiae, affectus, sidus, obliquus, fabulae, lectio) pueden crear “por sí solos” un relato. Pascal Quignard (1948) representa, por las variantes con que concibe la experiencia “ficcional”, un innovador, y, un escritor que constata, en su propia escritura, las dificultades que tiene la novela en el nuevo siglo para definir su campo de acción. Mientras que existen ejemplos que continúan con las líneas novelísticas nacidas en el ya lejano siglo XIX, la escritura de autores como Quignard postula que el futuro de la literatura depende del grado de desestabilización de los géneros. Su obra se ancla en sofisticados universos estéticos, artísticos o filosóficos –de alguna manera, paraliterarios– que son el magma del cual extrae los dispositivos iniciales de su literatura. A modo de último avatar de su inmersión en las capas de capas que el lenguaje nos ofrece en cada lexia, Albucius también es un maravilloso pretexto para incrustar historias paralelas que son el paisaje inmejorable para la total fusión: de esta forma los nombres de Pompeyo, de César, de Catón, como así también los monumentos y las calles de Roma son un correlato de honor que vuelve verosímil lo raro y lo extraño: “Lo falso y los deseos a los que lo falso abre paso se protegen mejor con algo que fue verdad que con una simple intriga anacrónica remendada o tirada de los pelos.”

MIÉRCOLES, 11 DE AGOSTO DE 2010

“Etéreo palpitar de los corazones”, por Natalia Gelós Manuel Puig. Teatro reunido, de Manuel Puig. Editorial Entropía, Buenos Aires, 2009. 238 páginas.

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somarse a Teatro reunido es enfrentarse a un Manuel Puig despojado de la intertextualidad pop y vestido sólo de la voz de sus personajes y el drama que éstos acarrean. El beso de la mujer araña, Bajo un manto de estrellas, Misterio del ramo de rosas, Triste golondrina macho y Un espía en mi corazón son las cinco obras compiladas por la editorial Entropía, las que brindan un nuevo camino para entrar al mundo de este autor. Podría decirse que este Puig dramaturgo es parido por el desarraigo. Se gesta a partir de 1973, luego del estreno de The Buenos Aires Affair. Con ésa, su tercera novela, llegaron la censura y las amenazas. Sobrevino el exilio y lo

transitó en México, Brasil y Estados Unidos. Fue en esas nuevas geografías (internas y externas) que el autor de Boquitas Pintadas (1969) incursionó en el teatro y la comedia musical, y produjo una decena de obras que destilan su impronta en cada frase. Ese flamante dramaturgo mantiene la oralidad y la polifonía. Su fanatismo por los radioteatros acentúa esa búsqueda por explotar –y explorar– lo sonoro. La lengua en estado vivo es el personaje central en su dramaturgia, multiétnica y exponencial. Si bien su lugar como literato fue revalorizado en los últimos años, el Puig de teatro no logró vencer las resistencias. Alberto Wainer, dramaturgo y asesor literario del


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Teatro Nacional Cervantes, recomendó en 1998 la puesta en escena de Triste golondrina macho (de 1982). Fue difícil para Wainer transmitir el entusiasmo por esa obra que, decía en su informe inicial: “retrotrae a ese teatro poético, incluso simbólico, de reacción a los naturalismos iniciales del XX”. Difícil de ubicar en el escenario que generacionalmente le correspondería –formado por Cossa, Rozenmacher, Halac, por un lado, Gambaro, Trejo, por el otro–, el de Puig es un teatro que apuesta por la experimentación sin abandonar nunca ese manto kistch con el que cubre cada palabra que conjura. “Puig dramaturgo no ha terminado aún su exilio”, anuncia Jorge Dubatti en el prólogo de Teatro Reunido. Las tablas nacionales reincidieron en El beso de la mujer araña, pero quedan por explorar las otras obras, que redundan en un mundo poblado de mujeres solas, sueños rotos y esperanzas testarudas: El misterio del ramo de rosas, que presenta una estructura ibseniana, se hace fuerte en el desarrollo de dos personajes, una paciente y su enfermera, hermanadas por la desdicha y las esperanzas dormidas. Como comedia musical se incluye Un espía en mi corazón, que cuenta las aventuras de una costurera que se anima a enfrentar a un grupo de fascistas para salvar al amor improbable de un muchacho. Inspirada en el encuentro de Puig con la artista Renata Schussheim, la obra

incorpora un collage de la argentinidad cotidiana. Con más coordenadas que en sus otras obras, Puig apuntala las voces, que, indica, deben adquirir matices “a lo Virginia Luque” o “a lo Mirtha Legrand”. La metateatralidad es otra de sus jugadas preferidas y el juego de cajas chinas, con personajes que interpretan a otros personajes, es recurrente: robots camuflados de humanos, personajes que reencarnan, que simulan. En Bajo un manto de estrellas, Puig apuesta a una intriga obsesiva: un matrimonio y su hija adoptiva se enfrentan en un universo psicótico en el que una pareja de visitantes vuelve una y otra vez reinterpretándose en fantasmas del pasado. En 1982, Puig escribió Triste golondrina macho y con ella abandonó el realismo para presentar una puja siniestra entre una joven y el fantasma de su hermana muerta. Ambas se disputan la pasión de un recién llegado. Otra vez, el amor naïf con resabios agridulces, como una magia que llega a despertarse a fuerza de insistencia. El Puig dramaturgo es el Puig de las novelas, creador de ese mundo tan particular que se puso de moda hace unos años. Es el mismo, pero es diferente. Un cierto pesar sobrevuela su teatro, una tristeza mustia que lo torna más grave. Alejado del realismo, este otro Puig nos deja el drama, pintado desde la mirada de pueblo, desde esa óptica provinciana que siempre consigue filtrarse en sus historias. MIÉRCOLES, 4 DE AGOSTO DE 2010

“La inutilidad de las cosas”, por Pablo Manzano Diccionario prescindible, Albert Lladó y Daniel Llamas. Barcelona, 2010.

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os datos de la edición? No, amigos, no se trata de un libro. Ni siquiera es uno de esos libros que no quieren parecerse a un libro. Escribió una vez Laura Fernández: «¿Se puede jugar al ajedrez con un tablero de Monopoly?» Difícil. Por mucho que se pretenda adoptar un formato de videojuego, serie o parrilla televisiva un libro siempre será papel y tinta. Al menos mientras esté impreso. Pero qué pasa si se combina texto, audio y vídeo. Entonces sí, el resultado podría ser literatura multimedia. Y en el caso de esta propuesta lo es. O como prefieren definirla sus creadores: literatura digital no digitalizada (?). Ellos son Albert Lladó y Daniel Llamas (un escritor y un animador multimedia, ambos de Barcelona, incipientes treintañeros), y juntos han concebido este diccionario que asombra por su originalidad y lucidez, inspirado en las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Contiene 260 palabras con definiciones prescindibles, pero en la mayoría de los casos muy imaginativas y sugerentes. «Yacer: Antónimo de nacer.» Contiene diez palabras por letra, nueve de ellas acompañadas de un gráfico, una ilustración o una fotografía, y la restante (siem-

pre en negrita) representada por un vídeo o un interactivo musicalizado (en ocasiones estridente y perturbador, como para poner nervioso a un dadaísta). «Tacón: Plataforma desde la cual algunas mujeres producen música». Pero lo visual no es aquí un simple complemento del texto, sino una segunda significación, pues Lladó empezó por darle la vuelta a las definiciones del diccionario académico con la idea de que Llamas interpretara estas redefiniciones y aportara imágenes de producción y elección propia, todo encaminado hacia una tercera reinterpretación por parte del lector-espectador. «Real: Que existe, aunque sea en nuestra imaginación». Las definiciones, surgidas a veces de juegos de palabras o de palabras inventadas, se recrean según el caso en aspectos grises de la vida (miseria) diaria. «Sadismo: Práctica asumida como cotidiana en algunos puestos de trabajo». (Ver Inercia, Kafkiano, Oficina). O bien, nos recuerdan (el escepticismo con que miramos) el mundo que hemos construido. «Evolución: Proceso de decadencia con muy buena pinta y que se sostiene siempre que no se mire hacia atrás». Algunas ahondan en lo filosófico. «Mal: Invento relativamente moderno». «Te-


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jer: Movimiento natural de la Historia y otras disciplinas. Sinónimo de metaliteratura». Otras arrojan luz de manera implacable sobre la épica de nuestra época. «Héroe: En la segunda parte del siglo XX, Woody Allen». Están las que nos hacen reír. «Mariposa: Insecto de mierda con glamour». Y las que nos roban una sonrisa por su agudeza. «Egoísta: Budista que se cree tan radicalmente especial que puede acabar con su propio Ego». Hay varias acepciones con un componente poético, aunque resultan mucho más cándidas algunas con un marcado tinte político (sólo algunas). Casi todas entrañan un hallazgo o un acierto. «Xenofobia: El odio que algunos ven en el extranjero que encuentran frente al espejo». Casi todas apuestan por desactivar el sentido común, redescubriendo nuevos sentidos. «Orgía: Promesa eterna de la llegada del Mesías». (Ver imagen de Orgía). Cada definición es fruto de la «Ironía: Inteligencia. Lengua propia que se expresa mediante otros idiomas», y de la «Inspiración: Magia que le llega a todo el mundo, menos a Picaso, cuando no está tra-

bajando». Éste es un diccionario que fascina por su aportación estético-reflexiva y que puede convertirse en una fuente de consulta más que imprescindible. Además, engancha y genera adicción (¿serán esos sonidos minimalistas?). «Laico: todo aquel que prefiere opios mejores, más fumables, menos tóxicos, y con menos disfraces y anillos». Es para añadirlo a la lista de Marcadores y navegar por él (paladearlo de a poco) siempre que se quiera matar el tiempo de manera inútil y provechosa. «Negociar: Matar el ocio». Una forma de ocio gratuita. No hay editorial de por medio, no hay copyright: sólo una versión on line. Aquí. Un regalo para agradecer y compartir (envía el link a tus amigos provincianos y presume de enteradillo). Quien quiera apreciarlo en pantalla grande puede asistir hasta el 30/10 a la instalación en el Setba Zona d’ Art (Plaza Real, Barcelona). Es el tercer espacio cultural en que se expone. Lladó se propone así encontrar un lugar para la literatura en las muestras de arte digitales.

MIÉRCOLES, 28 DE JULIO DE 2010

“Un Wilcock desconocido”, por Nicolás A. Chiavarino Italienisches Liederbuch. 34 poemas de amor, de Juan Rodolfo Wilcock. Huesos de Jibia, Buenos Aires, 2010. Edición bilingüe. Traducción y texto epilogal a cargo de Guillermo Piro.

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a edición en Argentina del último libro de poemas de Juan Rodolfo Wilcock permite recuperar un aspecto que hasta ahora había sido desestimado en relación con la producción en Italia de un autor que practicó en esas tierras casi todos los géneros imaginables, ofreciéndonos la posibilidad de acercarnos a un Wilcock de algún modo desconocido. Italienisches Liederbuch, el “libro de canciones italianas” que escribe en menos de dos semanas del verano de 1973, está compuesto por 34 poemas que refieren, ante todo, al amor, a un amor que lo abarca todo, que no deja nada fuera del alcance de su influencia. Pero también es un libro de viajes, un recorrido geográfico por una Roma “particular” o “inusual”, como afirma Guillermo Piro (quien ya había traducido algunos de sus escritos italianos en prosa, como El ingeniero o Hechos inquietantes) en la “entrevista” que acompaña esta publicación: una Roma atravesada por la historia, y cuyas calles son transformadas por esa persona amada a la que todo, absolutamente todo, refiere, y a la que todos los poemas están dirigidos. Suele pensarse a Wilcock como un autor escindido entre dos períodos diferentes (recordémoslo: se traslada de Buenos Aires a Roma en 1957 con el objetivo de “escribir en italiano”), un escritor que realiza el pasaje que va desde una poesía grandilocuente y sublime hacia un entramado

de géneros en los que prolifera el humor unido a lo grotesco y lo monstruoso. Italieniesches Liederbuch es, de toda la obra “italiana” de Wilcock, aquella que más lo liga con su literatura de juventud, con aquella poesía lírica practicada por autores de la llamada “generación neorromántica” de la década de 1940. Netamente diferente de sus poemarios anteriores en italiano, Luoghi comune, de 1961 o Tri stati, de 1963, y de los poemas inéditos recogidos en Poesie, este “libro de canciones” recupera de su literatura en lengua española una mirada sobre el tiempo (“Lees palabras de un tiempo olvidado”), alusiones mitológicas (“en este Olimpo elegido por ti como morada”) y, de modo aun más llamativo, retoma un forzamiento de la lengua, que si en sus primeros poemas apuntaba hacia una adjetivación en algún punto extravagante, aquí se pondrá en juego, además en el uso de algún neologismo, a través de formas de negación del sexo del destinatario, esa figura amada abandonada en un género neutro indiscernible. Sin embargo, también es posible leer en estos poemas algunos rasgos más propios de su producción en italiano, como el costado humorístico a través del contraste entre la referencia mítico-religiosa y la razón tecnológica (“El sexto mensaje apareció en el cielo,/ era un anuncio, me parece, de la Firestone”). Pero es, nuevamente, la importancia de lo geográfico lo que más llama la atención: de-


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jada de lado en sus poemas de los cuarenta, en contraste con una generación que decía inspirarse en los territorios de la Patria (en la recuperación de una tradición modernista propia de los Romances del Río seco de Lugones), los treinta y cuatro poemas que componen Italienisches Liederbuch exasperan la experiencia de un recorrido que avanza,

que asciende y se hunde por distintos espacios de esa Roma alejada de los ámbitos turísticos, acompañados de un ritmo que remite a una musicalidad particular, y que permite pensar en las Lieder de Hugo Wolf, en esas otras italienisches Liederbuch que Wilcock escuchaba en la radio, retirado en su casa de Lubriano. MIÉRCOLES, 21 DE JULIO DE 2010

“La marca del jugador del pueblo”, por Natalia Gelós

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Apache. En busca de Carlos Tevez, de Sonia Budassi. Tamarisco, Buenos Aires, 2010. 80 páginas.

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arlos Tevez es escurridizo. Ése, a quien la hinchada siente tan cerca, es en realidad un personaje difícil de desentrañar. Sonia Budassi se propone una cacería: la de aquel a quien describe como una mezcla de “pony coqueto y hábil, y de veloz caballo percherón”. Transforma la falta en fortaleza en su crónica periodística y de esa figura esquiva, que sólo se hace presente a través del relato de amigos, de testimonios en entrevistas televisivas y de encuentros fortuitos en las salidas de hoteles o de los entrenamientos, la autora logra armar un retrato ya no sólo de Tevez, figura popular que a todos encandila con su mística de “jugador del pueblo”. Consigue esbozar, además, un retrato del detrás de escena del mundo de la selección nacional y teje la intriga a través de la búsqueda periodística de una mujer –ella misma– en un mundo donde la testosterona atiborra el ambiente. No es casual el título del libro. Su guiño a En busca de J. D. Salinger, de Ian Hamilton (Mondadori, 1988), es ineludible. Como en la obra que retrata la vida del obstinado invisible de la literatura norteamericana, aquí, en Apache, Budassi se las ingenia para merodear el círculo de Tevez, que aparece a lo largo de la crónica como un fantasma, como esa imagen que aparece y se desarma, que se muestra y se desvanece con el viento –o con las órdenes de su representante–. El libro es una ráfaga en la vida del jugador. Es la persecución de un año y la crónica de esos días. La periodista y escritora bahiense se reúne con los miembros de Piolavago, la banda de cumbia y reguetón que él formó junto a sus amigos. Visita su barrio. Presencia entrenamientos. Y observa. El mayor logro de la autora es la descripción de ambientes del periodismo deportivo, del afán por el testimonio exclusivo, de la lucha de cuerpos que se entabla por ubicar el grabador a milímetros de la boca de algún jugador con las piernas de oro. Recurre a la primera persona y convierte la búsqueda en una carrera contra el tiempo. “La aventura podría continuar”, advierte Budassi al inicio de su libro. Es cierto, no logra completar el retrato del verdadero Carlos Tevez. Todo lo que asoma es la cara

más conocida del Apache, pero ella se las ingenia para cuestionar esa imagen, para alumbrar las costuras más finas y poner en duda esa supuesta espontaneidad con la que se etiqueta al muchacho de Fuerte Apache. No habla la autora de falsedades, pero evidencia las estrategias de diseño de un personaje que el más hábil de los guionistas desearía confeccionar. Recupera esas frases reiteradas hasta el hartazgo en la televisión y en los diarios, revisa las imágenes que se repiten en fotos y videos, y a cada uno de esos momentos les aporta su mirada para sacudirles el polvo de la reproducción compulsiva. Interroga a las imágenes y, con obsesión etnográfica, desnaturaliza cada detalle para recomponer su propio relato. Con referencias pop (series de televisión como la británica Life on Mars o la norteamericana Lost, Youtube, marcas de productos comerciales, modelos de autos, canales de televisión), logra un collage que brinda vida a la historia, la vuelve fresca, y remite, en última instancia, a los comerciales que bombardean durante los partidos de fútbol. Los elementos tradicionales de toda buena crónica periodística (descripción, reconstrucción de escenas, reproducción de diálogos con recupero de las cadencias de cada personaje, análisis contextual, profundización) presentes en Apache. En busca de Carlos Tevez logran que este libro no sea una estricta investigación sobre el fútbol pero, que a la vez, se empape él. Con la insolencia de quien no pertenece a ese mundillo de dinero, gambetas prodigiosas y negociados por doquier, la autora logra un relato que atrapa aún y sobre todo al más detractor de los suplementos deportivos.


MIÉRCOLES, 14 DE JULIO DE 2010

“Hondonada”, por Marcelo Damiani | BOCADESAPO | RESEÑAS

Hondonada, de Antonio Oviedo. Alción, Córdoba, 2009, 173 págs.

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ondonada es la primera novela de Antonio Oviedo, autor de una vasta obra de más de 15 títulos, entre los que se pueden hallar poesías, cuentos, relatos, nouvelles y libros de crítica. Oviedo, como Carlos Schilling, otro poeta que ha practicado el género con maestría única con su excelente título Mujeres que nunca me amaron (2007), es quizá uno de los pocos autores cordobeses cuya poética está bien alejada tanto del vacuo barroco como del seudo minimalismo imperante en la ficción nacional. La historia comienza con el mensaje de Mónica, hermana del protagonista narrador, anunciando la aparición de un posible comprador para el campo familiar que ambos han heredado. Rápidamente el universo ficcional se desplaza de la capital de Córdoba a las Altas Cumbres y sus alrededores, inaugurando un vaivén entre la ciudad y el campo que es una constante en los textos de Oviedo. Pero la novela también oscila entre situaciones presentes y pasadas, como si se tratara de una curiosa fluctuación de sueño y vigilia, a través de personajes que parecen suspendidos en el tiempo, como un viejo conocido o amigo de la familia llamado Slater, cuya presencia trae ecos o retazos de historias inconclusas de la Revolución Libertadora y el clima opresivo del proceso. Poco a poco, sin embargo, la novela va a ir casi desentendiéndose de lo que podríamos llamar su trama principal para desviar la apuesta hacia otros lugares. La narración, entonces, se abocará a la difícil tarea de aprehender climas, espacios y atmósferas y a ponerlos en relación con sensaciones e impresiones que carecen de un imperativo estatuto nominal. A partir de este movimiento se podrían encontrar algunos puntos de contacto con La frontera más secreta (1993) de Carlos Dámaso Martínez, y también con ciertas zonas de la obra de Juan José Saer. Así, Hondonada, desde su mismo nombre, juega a pro-

meter una inmersión en esos abismos existenciales que ya han dado más de una obra notable por estas tierras. Esto parece acentuado por el motivo elegido para ilustrar la tapa, el famoso “Hombre que camina bajo la lluvia” (1948) de Alberto Giacometti. La propuesta, sin embargo, es rápidamente mitigada por un epígrafe del poeta estadounidense John Ashbery: “Pero tus ojos proclaman / que todo es superficie”. Los versos provienen de “Auto-retrato en espejo convexo”, uno de sus más largos y célebres poemas, en el que también se puede leer: “La superficie es lo que está ahí. / El conjunto es estable dentro / de la inestablidad, un globo como el nuestro, que descansa / sobre un pedestal del vacío, una bola de ping-pong / segura sobre un surtidor de agua. / Y así como no hay palabras para la superficie, es decir, / no hay palabras para decir lo que es realmente, que no es / superficial sino un núcleo visible, / así no hay / salida para el problema del pathos contra la experiencia”. Este fragmento no sólo demuestra que una de las particularidades fundamentales de la poesía de Ashbery es su sintaxis, sino que quizá también haya acá un interesante punto de acceso lateral a la novela de Oviedo. Su táctica sintáctica, para usar una expresión cara a Libertella, es la que nos permitiría leer el pathos de ciertos ritmos y percepciones que tal vez son exquisitamente metaforizados por esa inquietud de jugador compulsivo que persigue al protagonista desde el principio o por el viaje final en auto a través de la niebla de vuelta a la ciudad, cual flâneur que camina o apuesta a ciegas, acompañado por una mujer desconocida, siempre al borde del abismo, esquivando los obstáculos inertes que el azar riega a su paso, como si se estuviera arriesgando para encontrar una nueva experiencia que le permita ordenar el caos que lo rodea, y salir así, por fin, de la hondonada a la que parece melancólicamente condenado.

MIÉRCOLES, 14 DE JULIO DE 2010

“Deber las promesas”, por Ignacio Bosero Cuentas pendientes, de Martín Kohan. Anagrama, Barcelona, 2010. 177 págs.

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ito Giménez no quiere ver al Dueño del departamento donde vive, no quiere pensar ni imaginar que pueda ser él mismo en persona el que se le presente en medio de la madrugada, para repetirle que viene a cobrar y sobresaltarlo de la cama. Prefiere evitarlo, prefiere vivir con ese riesgo sin sosiego a pagarle los cua-

tro meses de alquiler que le debe. Ni siquiera de a puchos ir salvando esa deuda que acumula con el Dueño. Nada. Está dispuesto a resistir como sea, el personaje octogenario de Cuentas pendientes, la última novela de Martín Kohan, a elegir pagar. Giménez es un jubilado que vive sólo en su departa-


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mento, pero comparte la convivencia bajo el mismo edificio con Elvira, su señora esposa, y con “Mamina” (suegra centenaria que vive en el tercero con su esposa). Giménez rechaza esa vida cercana a Elvira. Pero pese a su deseo de sacársela de encima, no puede. Y en cambio, está sujeto a toda una serie de protocolos que su “señora esposa” le asigna con esmero, como si fueran de rutina. Giménez se queja pero los obedece. Entre ellos está la guardia a “Mamina”. Esas guardias son un verdadero calvario para Giménez; algo turbio, sórdido, ocurre sin su voluntad cuando queda a solas con “Mamina” en ese silencio sepulcral y a la vez bochornoso para él cuando contempla a su suegra: una erección (o varias) lo sorprenden. Avergonzado, siente repiquetear la voz última y espesa de “Doña Irma” en esa habitación: “Ojito, che, con hacerme alguna cosa”. Todo se diluye al regreso de Elvira de la misa, luego de rezar para que “Mamina” no se muera, y así poder seguir cobrando “la jugosa pensión por invalidez que recibe”. La ansiedad es uno de los defectos de Giménez. Y la combate con una regular visita a la señora Katy, desde hace más de veinte años. Katy, cordial como siempre, lo atiende en su piecita de la calle Camargo. Pero el tedio lo persigue hasta ahí, hasta con Katy. Su misma ansiedad, su torpeza por querer descargarse, lo devuelve a la costumbre estéril e indulgente de un choque fláccido de sus cuerpos. Abatido, sueña con la chiquilina que según Vilanova le susurra al oído: “obra milagros” en su pisito de la avenida Santa Fe. Vilanova, coronel retirado, es un viejo conocido de Giménez. Por eso es normal que el ex coronel le propine a él algunas visitas en el barcito de Cabildo y Arenal. Esas visitas varían, entre la relación de trabajo que estrecharon (una changa tendida a Giménez, en realidad) y la verborragia del coronel al referirse a la juventud de hoy, que él descarga sobre la pasividad acordada de Giménez. A Vilanova, en definitiva, Lito Giménez le debe lo

más importante que tiene en su vida: su hija Inesita. Hacia el final, la fantasía que nos inundó se “deshace” en Cuentas pendientes. Otro personaje inesperado ingresa. El que ingresa es el narrador, en este caso, el Dueño. Entonces, el efecto hace que retrocedamos hacia el lejano “Tengo para mí que Giménez” que daba inicio a la novela. Ese Giménez conjetural del Dueño ahora está ahí, agazapado, inocente, sin escapatoria ante la presencia todopoderosa del Dueño que viene a cobrarle con decisión “los cuatro meses que le debe”. Y Giménez, temeroso, descubierto, ensaya explicaciones que se caen por sí solas: que es fin de mes, que no tiene un mango, que lo aguante, que le va a pagar. El Dueño muestra resistencia y apela a los números. Pero en cuanto se distrae y afloja un poco esta postura, Giménez lo disuade. Lo envuelve. Lo adula con la trampa de la inferioridad. Sabe que el Dueño es profesor de castellano y novelista y por eso “se las sabe todas”. Le dice: “Un ser humano como vos, que sos escritor de novelas, tiene un don maravilloso: el don de imaginar. Qué te puedo decir yo. ¡Que lo disfrutes!”. Y cuando quiere reaccionar, se enreda más. Pronto se ve queriendo explicarle a Giménez su última novela basada en un dilema teórico. Giménez capitaliza. Le entrega un novelón de Michael Lychton para que “cuando vuelva” le dé su opinión calificada. El Dueño se despide de Giménez. Es de noche, ¿Comprobará lo que le dijeron el otro día de Luciana (la mujer que vive con él) que la vieron en un lugar poco indicado con el fotógrafo Nicolás Antúnez? En Cuentas pendientes, Martín Kohan narra el humor como un sitio filoso, donde puede convivir una violencia aplastante y una zona librada de probable justicia en esos personajes entre inocuos y atroces. No hay garantías en esta novela de fantasmas cotidianos que asustan y sonríen a la vez. Algo definitivo no ocurre nunca: algo no se paga del todo y desvela una imaginación depurada. MIÉRCOLES, 30 DE JUNIO DE 2010

“Palabra de pie”, por Jimena Néspolo Del silencio como porvenir, Ivonne Bordelois. Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2010, 137 págs.

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ace ya unos años David Viñas caracterizó el adn de cierta inteligentzia argentina con una sentencia lapidaria: “Los que suben al caballo por la izquierda y bajan por la derecha”. En las antípodas de ese modelo, no se me ocurre un ejemplo más claro que la obra y la trayectoria de Ivonne Bordelois. Del silencio como porvenir reúne nueve textos leídos en los últimos años en las situaciones más dispares: una conferencia dictada en la Academia Nacional de Medicina – por ejemplo–, las ponencias con las que participó de un

encuentro internacional de narradores orales o de un simposio de antropología en Tucumán, el texto con el que abrió la Feria del Libro de la Municipalidad de Berazategui en el 2007 o aquel otro con el que intervino, ese mismo año, en la Feria Expolenguas en el Palais Rouge. Los públicos y las coyunturas cambian, pero la pasión que la guía es siempre la misma: “El lenguaje –dice Ivonne– es la instalación biológico-anímica que nos define como especie. Palabra de pie llama el guaraní, insuperablemente, al ser humano.” Frente a la evidente pobreza (de medios,


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de imaginación, de recursos) propiciada por los discursos hegemónicos, Bordelois cree que la única institución verdaderamente democrática que nos queda es el lenguaje –porque es gratuito, es solidario y nos comunica más allá de las fronteras generacionales, culturales e ideológicas. Pero estos papeles desparejos están también hilvanados por otra reflexión que funciona a modo de esqueleto, de hueso duro, de credo, se trata de pequeños fragmentos autobiográficos que interrumpen el análisis y le aportan autenticidad, espesor. Así, cuando Bordelois analiza la canción en la infancia como bosquejo de educación sentimental se detiene en su madre, en la narración de su propia niñez en Juan Bautista Alberdi, una pequeña localidad de la provincia de Buenos Aires; o cuando reflexiona sobre la relación conflictiva que mantiene la ciencia y la literatura, se explaya en el “choque” que significó en su vida haber conocido en París a fines de los ´60 a Alejandra Pizarnik, justo en el momento en que estaba comenzando sus estudios lingüísticos que la llevarían luego a realizar un doctorado en el MIT, bajo la tutela de Noam Chomsky. No creo recordar un libro de Ivonne en que la presencia de Pizarnik no respire de una manera u otra en alguna de sus páginas; pareciera que toda su producción –desde Correspondencia Pizarnik (1998), que es en rigor su comienzo– fuera un intento desesperado por reponer y continuar un diálogo que quedara tempranamente trunco. En el texto que da nombre al libro, y a propósito de esos versos de Alejandra que dicen: Si digo agua: ¿beberé?/ Si digo pan, ¿comeré?/ En esta noche en este mundo/ Extraordinario silencio el de esta noche, Bordelois reflexiona: “Pizarnik retoma [allí] un tema de Hegel, en el sentido de que las palabras no designan las cosas, sino que las remplazan. La noche de las palabras crea ese extraordinario silencio, esa soledad despiadada donde el poeta avanza sin cosas ni certezas en una conspiración de invisibilidades, de ausencia total de sen-

tido.” Y más adelante: “Un gran poeta se reconoce porque nunca ocupa con su voz el espacio total del poema, sino que deja siempre lugares silenciosos alrededor de él y dentro de él; grietas por las cuales el poema escapa y puede hablarnos con otra voz, acaso con nuestra voz.” Esta obra –entonces– regida por dos pasiones que son –diría Ivonne– una (la pasión por el lenguaje y la pasión por la amistad) suele batallar en cada ocasión en distintos frentes. En esta oportunidad, además de catapultar a los “falsos poetas” a los que responsabiliza de haber forjado esa minusválida figura, denostada y ridiculizada en los medios; ataca abiertamente –de la mano de Steiner y en sintonía (aunque ella no lo sepa) con el Todorov de La literatura en peligro (2008)– a los “logócratas”: esos “enanos que nos rodean hacen mala ciencia sobre problemas cada vez más ínfimos”. Así, retirada de su cátedra de lingüística en la Universidad de Utrecht (Holanda), Bordelois se da el lujo de criticar no tanto a las virtudes de la especialización sino a aquellos esfuerzos denodados de algunos por hacer de las disciplinas ciudades fortificadas de barreras infranqueables: “Pienso que las especializaciones extremas son a la epistemología lo mismo que los countries a la sociedad urbana actual. Es decir, un grupo de individuos privilegiados que se retiran del conjunto de la comunidad, unos provistos del dinero y otros de cierto saber particular. En ambos casos, su aislamiento los permea de cierta superioridad (a sus propios ojos).” Recorrido por la pulsión autobiográfica, este libro es un balance, un ajuste de cuentas y también una apuesta, porque Bordelois sabe que su modo de leer la/s cultura/s buceando y creando relaciones originales entre las lenguas excede ampliamente el quehacer de la etimología clásica, de un Joan Corominas por ejemplo. Nueva etimología, crítica etimológica… ¿Qué nombre podría dársele a la etimología de las pasiones?

MIÉRCOLES, 30 DE JUNIO DE 2010

“Restos literarios”, por Marcelo Damiani De la literatura y los restos, Roberto Ferro. Liber Editores, Bs. As. 2009.

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e la literatura y los restos de Robert Ferro es una recopilación de ensayos y artículos escritos por el autor a lo largo de 15 años. En ese lapso Ferro nos ha regalado otros 6 libros que hablan de su solvencia y eclecticismo a la hora de abordar el fenómeno literario. Me estoy refiriendo, concretamente, a Lectura (h) errada con Jacques Derrida. Escritura y deconstrucción (1995), La ficción. Un caso de sonambulismo teórico (1998), El lector apócrifo (1998), Sostiene Tabucchi (1999), Línea de flotación (2002), y sobre todo, a Onetti / La fundación imaginada (2003), un libro fundamental para la comprensión de los alcances

de la escritura del gran escritor uruguayo, a partir de la propuesta de leer todos sus libros como si fueran un solo texto, y luego pensar ese único texto como “una máquina de multiplicar narraciones”. Algo similar ocurre con De la literatura y los restos, en el que Ferro vuelve a desplegar su impresionante corpus teórico-filosófico para dar cuenta de los múltiples vericuetos de los autores estudiados (Borges, Cortázar, Macedonio Fernández, Roa Bastos, Piglia, Jitrik, Vila-Matas, Tabucchi, etc.). Ferro los trata a todos con la misma curiosidad y la misma convicción, nunca abordándolos para confirmar sus prejuicios teóricos o crí-


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ticos, sino para buscar en los textos la cepa literaria madre entendida como resto. En este sentido, es especialmente aleccionador el ensayo sobre La caverna de las ideas de José Carlos Somoza. Allí, remontándose al Platón de la famosa Carta VII que el texto hace más que pertinente, se discute la teoría del arte en la que creía el fundador de la Academia, y concretamente, su idea del lenguaje, donde se plantea la discusión sobre si hay o no un más allá del lenguaje en literatura. Así, los ensayos de Ferro no dan por sentado nada, sino que deambulan a la caza de

huellas en esos intersticios molestos para el mercado, la crítica y la academia, ámbitos que parecen concentrados en refocilarse en sus ya añejas certezas, acaso olvidándose de que si hay algo que parece caracterizar a la verdadera literatura (y por ende, a la crítica y también a la teoría) es su pulsión de producir sentidos nuevos, en una búsqueda que tiende asintóticamente al infinito. Ferro, en este libro, se aboca con pasión, pero también con solvencia, a esta difícil tarea. MIÉRCOLES, 23 DE JUNIO DE 2010

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“La novela como voltereta”, por Walter Romero A tiro limpio, Boris Vian. Tusquets, 2009. 120 págs. Trad. Juan Manuel Salmerón Arjona.

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oris Vian puede pensarse como el modelo de autor que escribe no sólo a contramano de su época –en una escritura lanzada a la manera de Stendhal, hacia un futuro que parece no llegar nunca– sino también a contrapelo de una tradición moralizante y tristemente académica que ha caracterizado a ciertas zonas de la literatura francesa del siglo XX. Su literatura –que Bataille caracterizó dentro de la inquietante denominación de “inverosímil burlesco”– sostiene una profunda vocación vitalista en todas sus producciones –aun las disímiles– mofándose de las momias y de las grandezas literarias de Francia a través de la celebración del juego y de una de las últimas –o primerísimas, según se mire– operaciones de carnavalización brutal de registros y géneros. Sus ya reconocidos “disloques” nos invitan aún hoy a desnaturalizar nuestros modos de leer: cierta pérdida de la verdad y cierto registro de que la literatura y la lectura son siempre entidades provisorias se desprenden de una obra que se resistió a la canonización desde sus inicios, justamente desde esta primera novela que hoy reseñamos. A tiro limpio (cuyo título original es Trouble dans les andains), traducido por Juan Manuel Salmerón Arjona con destreza y capacidad lúdica para el tratamiento de los juegos de palabras típicos del lenguaje vianesco, es una suerte de concentrado (o precipitado) de las pulsiones literarias que atraviesan toda su obra. En una narración que llamaremos espasmódica o esperpéntica, de capítulos cortos o cortísimos, con títulos-guía o títulos que defraudan o prometen una acción que nunca llega, Vian se encarga de parafrasear el tratamiento disruptivo de las intrigas y las tramas helicoidales del primer Hugo, tan evidentes en textos como el olvidado Han de Islandia. En este caso, no sabemos si estamos frente a una novela de aventuras “destartaladas” o a una novela policial “desconchada” donde las figuras de asesino, víctima y detective parecen haberse enrevesado definitivamente. Señalemos que el alocado y

poético mundo de Vian es siempre una deformación onírica de la realidad: su parangón con los procedimientos surrealistas –cuyo nihilismo fue tan atacado antes de la Segunda Guerra– es evidente mediante operaciones de cruce o de trasvase de dos o más realidades. La fragmentación usual en sus novelas no es otra cosa que una gran demostración narrativa de la “la inadecuación originalísima entre discurso e intriga”. Los tópicos usuales de la contralógica vianesca –deudora de Carroll– están presentes –más que de forma embrionaria– en esta primera novela, su debut literario: la vestimenta estrafalaria que recuerda al gran Jarry, el animismo féerico de ciertos objetos, la presencia risueña y, a la vez, tétrica de ciertos animales humanizados –en este caso el estrambótico Rhizostomus gigantea azurea oceanensis, la parodia de las clases sociales pudientes o directamente de una nobleza de pacotilla –trivial y “aventurera”–, la búsqueda quijotesca de un objeto burlón –o extraño artefacto– como el BARBARON BIFIDO entendido como una suerte de Santo Grial, la irrupción discursiva de los dislates que se musculan en una prosa encendida y eléctrica –casi neonizada–, el gusto por una violencia gore que gusta de los decapitaciones y la sangre, o la explosión como deus ex machina desacralizador que tanto se parece a los “remates” de Copi, la sensación de lectura que parece dar idea de “leer un fox-trot” o “escuchar una novela”, la apelación sin más a un humor blanco que, en este caso, a manera de instructivo, recuerda al Cortázar de Historia de cronopios y de famas, la creación de un mundo de geografías insólitas donde las nociones de arriba/abajo o interior/ exterior o territorio/accidente están fuertemente desnaturalizadas, la idea futurista del panegírico del auto como celebración de una kinesis que se vuelve cómic o gag de cine mudo –en este caso a bordo de un Cadillac– y, sobre manera, el uso macarrónico de recursos como el descubrimiento de un manuscrito –otra vez el Quijote– que logra


hacia la mitad del relato darle a este texto uno más de sus inesperados virajes. Bachelard decía que bajo un ingeniero yace siempre un alquimista. Tal vez la tarea científica de Boris Vian, ingeniero y trompetista prematuramente desaparecido (1920-1959), haya sido expurgar todos los obstáculos epis-

temológicos que lo alejaban de una literatura de creación, original e imaginativa. Vian sabía que su literatura estaba más cerca de la ensoñación que de la experiencia: en su obra, la realidad y la ficción se funden a manera de lúdica y genial voltereta.

MIÉRCOLES, 16 DE JUNIO DE 2010

“Mujeres que cocinan sombras”, por Natalia Gelós Las vidas privadas de Pippa Lee, Rebecca Miller. Barcelona, Anagrama, 2009, 294 págs. Trad. Cecilia Ceriani.

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imple vista, Pippa Lee es crème brûlée. En sus profundidades, sin embargo, se asemeja más al fuego que el soplete emite para derretir la capa de caramelo que cubre el postre recién hecho para las visitas. En la sala de ese barrio de retiro al que llaman “Villa Arruga”, en donde parejas de ancianos acaudalados van a vivir sus últimos años, un grupo de intelectuales neoyorquinos festeja el cumpleaños de Herb Lee, editor estrella del mundillo editorial en Estados Unidos y esposo de Pippa. En esa especie de reclusión, empieza a cocinarse en la mujer una revolución que agita, sobre todo, los escombros de un pasado que enterró al casarse con Herb (varios años mayor que ella). Cuando Rebecca Miller dedica ésta, su primera novela, a su padre, a su madre y a D. no está dedicándosela a un entorno cualquiera. Su padre fue Arthur Miller, su madre, la prestigiosa fotógrafa Inge Morath, y D. es Daniel Day Lewis, el laureado actor irlandés. No es casual que las sombras aniden en la obra de Miller como fantasmas. Porque, digámoslo, con tamaña familia, la atención está asegurada, pero sobretodo puesta a ver qué hace esa mujer para descollar entre tantas figuras a su alrededor. Miller despunta en el arte a través de la pintura, del cine y de la literatura. Con films como Ángela o la exquisita Balada de Jack y Rose, probó que sabe lo que hace. Con Velocidad Personal, su primer libro de relatos, consiguió meterse en la lista de los mejores libros del año del Washington Post y The Guardian. ¿Qué sería de Miller sin su estirpe? Hay quienes ponen en duda su éxito. Hay quienes lo justifican. Y ante tal pregunta, adquieren peso dos de los grandes temas de Las vidas privadas… A ese juego de sombras que teje en esta obra, que llevó al cine bajo el mismo nombre, se le une el de la identidad como motor de búsqueda. De las sombras del pasado habla, entonces, su novela; de ésas que nos forman como sujetos. ¿Cómo nos dejamos atrás? ¿Cómo nos escondemos, nosotros, los pasados, del presente que nos aprisiona? ¿Cuándo es que dejamos de ser protagonistas de nuestras propias vidas? Ésas son las preguntas que se abren con Las vidas privadas de Pippa Lee. La protagonista, convertida en una de esas mujeres que

nunca se despeinan, emprende el camino de retorno a lo que fue, una chica salvaje, abierta a cuanta droga se insertara en su sistema, la típica chica triste y bella sin ambiciones personales que funciona a la perfección, ya mayor, como “mujer de escritor”, o de “editor”, o de cualquier categoría de hombre importante. A partir de esa búsqueda, Miller trata de mostrar las grietas, y construir un mapa interior de esa mujer –y de todas las mujeres– que cambian pasado turbulento por presente sosegado, en la tranquilidad de una mesa pulcra sin migas en la superficie. En Estados Unidos, en un mercado editorial dominado por hombres, la de Miller es una firma sobria; sin embargo, con Velocidad personal y con Las vidas privadas…, Miller ha conseguido hacerse de un nombre propio y generar expectativa ante cada nuevo trabajo. Esta primera novela tiene puntos altos, de prosa honesta y delicada, en la primera y la última parte, cuando la autora muestra la vida de esa Pippa enterrada en el apellido de su esposo. Al (re)construirla, retrata épocas, relaciones, distintos ambientes sociales. Sin dudas la burguesía intelectual es la descripción que mejor le sale. Curiosamente, lo que en la novela pierde fuerza y se diluye en vivencias un tanto artificiales, en la pantalla cobra poder a través de escenas que combinan ritmo y planos cortos, y fotografías, que logran sí captar el pulso de la juventud de esa protagonista. En la pantalla, la directora logra agilidad al entrar en los flashbacks a través de elementos cotidianos (una torta, un paquete de cigarrillos) que disparan la memoria de Pippa Lee, interpretada por Robin Wright Penn. En ese ejercicio de llevar una obra propia del libro al cine, Miller presenta logros y flaquezas. Quizá las casi dos horas en pantalla no alcanzan a mostrar con igual éxito la complejidad de una mujer que vivió una transformación tan radical. El puente entre una Pippa y la otra se diluye. Para simplificar esa mutación, la directora lleva al extremo el “entierro” de una por la otra y así mostrar cómo a veces las personas se olvidan de sí mismas, adrede o no, para cumplir los deseos del otro.


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Herb Lee, el esposo de Pippa, en un momento se siente eufórico. El hombre asegura haber encontrado “la gallina de los huevos de oro” en una novela: “Es buena desde cierto punto de vista –describe–. Tiene un tono popular,

pero para intelectuales. O, un tinte intelectual para todo el público.” En esa categoría podría incluirse este libro de Miller y allí calzaría, también, su película. MIÉRCOLES, 9 DE JUNIO DE 2010

“Noticias de un fantasma”, por Jimena Néspolo Diario de la rabia. Beatriz Viterbo, Rosario, 2006, 92 págs. El lugar que no está ahí. Losada, Buenos Aires, 2006, 105 págs. Arquitectura del fantasma. Una autobiografía. Santiago Arcos editor, Buenos Aires, 2006, 107 págs.

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(Esta reseña fue publicada originariamente en la revista Quimera. Barcelona, Nro.292, marzo 2008.)

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s ley: de un escritor que hace de la marginalidad un culto se puede esperar cualquier cosa; la más evidente es que las reseñas, elogios y comentarios a su obra lleguen tarde –incluso después de su muerte–. Héctor Libertella es uno de los episodios literarios más delirantes, estrambóticos y experimentales que ha tenido la vida cultural argentina en las últimas décadas del siglo XX y –como suele suceder– de eso se ha enterado apenas un puñado de amigos. El mismo autor, que adquirió con premura cierta fama dentro del ámbito criollo (en 1968, con apenas 23 años, ganó el Premio Paidós con El camino de Los Hiperbóreos; luego, en 1971, el premio Monte Ávila con la novela Aventuras de los miticistas; y en 1986, Paseo internacional del perverso se consagró con el Premio Juan Rulfo), que estuvo exiliado en México durante los años 70, que fue amigo de Néstor Sánchez, Osvaldo Lamborghini y difusor de la obra del poeta Néstor Perlongher, que fue editor de profesión y profeta de oficio, alentaba con ardor la invisibilidad con la premisa siempre a flor de piel de que el lector-masa torna sospechosa incluso hasta la propia obra. En El lugar que no está ahí encontramos una sentencia que grafica ejemplarmente este programa de trabajo: “El tiempo hace un hueco. Y ese hueco le da esqueleto a tu memoria.” Y en los fragmentos autobiográficos publicados por la editorial Santiago Arcos, esta otra: “Contra la muerte no hay mejor defensa que la propia armadura de los huesos…” Los textos de Libertella tienen la concisión de un hueso blanco recién pulido, sólo invaden el vacío de la hoja cuando saben que van a decir algo que de tan cierto pueden ofrecerlo como la más grande de las ficciones para tramar, entre sí, un follaje arduo (como El árbol de Saussure, publicada por Adriana Hidalgo), una arquitectura que mima la temible osamenta de un fantasma. Son textos que tampoco desdeñan la imagen; a mitad de la novela El lugar que no está ahí –por ejemplo– irrumpe un mapa de los cielos, hecho de constelaciones subjetivas y de poe-

sía concreta que recuerda, a su modo, la cartografía que el artista plástico Eduardo Stupía elaboró para la reedición de El paseo internacional del perverso; en su autobiografía, asimismo, abundan gráficos, tipologías distintas, alguna que otra foto y, en los tres libros aquí reseñados, la imagen recurrente de un caballero andante que bajo la armadura ostenta solamente un andamiaje de huesos. Libertella dijo alguna vez que sus personajes favoritos son aquellos que despliegan toda su vida como la crónica de un instante, que Don Quijote, por ejemplo, lo hubiera sido si el chico de seis años que anidaba en el viejo de ochenta hubiera podido convivir con él “literalmente” en el texto. Una arrogancia, una perogrullada, o quizá una pedantería que direcciona pasionales lecturas… Con todo, esas imágenes que escanden los textos establecen un diálogo complejo con la palabra, ya para iluminar nuevos sentidos, ya para des/ambiguar una sentencia o, simplemente, para ilustrar un texto y gozar acaso de una de las prácticas más primitivas y olvidadas hoy del hombre, la pintura. En Arquitectura del fantasma encontramos este aforismo, por ejemplo, acompañando la imagen de una extraña jeringuilla: “El lector del futuro es un lector sintético, un hombre pinchándose las venas con una lapicera parker.” Diario de la rabia, tiene, en este sentido un epígrafe cabal: “La pintura es libro para los idiotas que no saben leer, Segundo Concilio Ecuménico de Nicea, 787.” Dicha nouvelle narra con gracia y extremo rigor formal las peripecias de Rassam (el Sr. Asma) mientras acompaña la expedición arqueológica de Sir Rawlinson en las orillas del Nínive. Rassam intenta preservar los hallazgos de los palacios Sanherib y Asusbanipal de la expedición francesa que excava también en esa colina pero, a causa de su enfermedad y de la ingeniosa verba de Sir Rawlinson, se los entrega apenas por una taza de té de cortisona. Al regresar a su patria el inglés le deja con cinismo estas palabras: “–Nosotros nos vamos y repartimos ya, los objetos. Y a usted, Rassam, le dejamos la enseñanza. Aprenda: para resucitar y avivarse los pueblos también pueden repartir sus muertos, y hacerlos valer como capital –y sólo me dejaba de recuerdo los sarcófagos vacíos y unas pocas montañas


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descascaradas.” Luego de tamaña expoliación, Rassam, más que furioso, fragua con sus excrementos algunas antiguallas que logra bien vender en el Soho como verídicas. Dedicado no tan casualmente a César Aira, amigo –según dice en su autobiografía– desde hace casi treinta años, este relato esconde además de una denuncia, una advertencia, un programa de intervención cultural y –digámoslo de una vez– una siniestra y adorable venganza. El lugar que no está ahí, por su parte, se articula a primera vista como la crónica de un viaje, el de Fernando de Magallanes dando la vuelta al mundo, con la particularidad de que quien narra desde Florencia muchos años después rellena los inevitables blancos de la memoria con el ansioso relato de sus sueños. Así, el relato de Antonio (Pigafetta) vaga a la deriva junto a esa tripulación fantasmal del barco combinando onirismo y vigilia, hambruna, deseo y miseria, y envuelve extrañamente al lector en un relato que bien podría ser el de toda la humanidad: “Cada hombre, cada mujer es una estrella, con su carácter y su movimiento propios. Y porque muchos habían dado sin quererlo en la madera podrida que era aquella nave, alejados de su órbita y rumbo, tanto sufrían ellos como hacían

sufrir al universo todo en su orden.” En su autobiografía Libertella cuenta que fue un lector precoz, que a los cuatro años ya sabía leer y al poco tiempo recorría de la A a la Z el único volumen que componía la magra biblioteca de sus padres: un diccionario español de 1917. De allí seguramente se explica el regusto arcaizante que rezuma su prosa. No es casual, en ese sentido, que escribiera siempre a máquina; la literatura era para él “ese ir y venir sobre una huella que nadie eligió”, como el alcohólico o el jugador de juegos de azar, “tal vez el escritor sólo escribe por escribir.” Siguiendo los pasos de aquel egocida por antonomasia que fue Macedonio Fernández, emprendió la tarea imposible de “derrotar la estabilidad de cada uno en su yo”. Sólo basta decir que nació el mismo día que Jorge Luis Borges y que murió a los 61 años, en el 2006, justo cuando comenzaba en Buenos Aires la Semana de homenaje a Antonio Di Benedetto. Libertella brilla hoy en el panteón argentino de “Los Raros” con una luz opaca, cristalina… Es primitivo y moderno, sencillo y complicado… Tengo para mí la certeza de que ese lector del futuro que alguna vez soñara, ya llegó.

MIÉRCOLES, 9 DE JUNIO DE 2010

“Un libro visionario pensado para el porvenir”, por Marcelo Damiani Zettel, de Héctor Libertella. Ed. Letranómada, Buenos Aires, 2009. 76 págs.

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l arte es un fenómeno de tipo ambiental. En días de mucho calor y alta densidad atmosférica puede parecer un espejismo.” De esta forma brillante arranca Zettel, el último libro que Héctor Libertella escribió antes de morir. El texto empezó como una suerte de antología personal que pasó por muchas versiones (de hecho tal vez la publicada no sea la última), algo muy común en este autor que hizo de la obsesión por corregir sus textos (incluso los ya publicados) una parte fundamental de su inimitable estilo. La bella edición de Letranómada (de un verde intenso que recuerda la edición mejicana del Zettel de Wittgenstein que Libertella supervisó), bajo el cuidado meticuloso de Laura Estrin (también autora del acertado prólogo), está compuesta de nueve partes o secciones, todas precedidas por un epígrafe del autor. Son en total 95 fragmentos que quieren huir del carácter soberbio del aforismo pero también del aburrimiento (profundo) de la argumentación, como reza el epígrafe que abre el libro, firmado por un tal Winfried Hassler, pariente teórico (ficticio) del futbolista alemán Thomas Hassler (según confesión del autor), figura que ya prestaba otra de sus ideas (además de su nombre) para la apertura (y el final) de esa genial instalación histérica

que es El árbol de Saussure (2000). Este espíritu lúdico va a ser un rasgo recurrente en los libros de Libertella, aunque toda su obra estuvo marcada por cierta etiqueta hermética que él mismo se encargó de afirmar con títulos como Ensayos o pruebas sobre una red hermética (1990), pero también de negar con galantería, como si estuviera parodiando a Tom Castro, ese personaje “inverosímil” borgeano al que le gustaba jugar con las tendencias del público; la diferencia es que Libertella siempre tuvo muy en claro cuál era su apuesta y jamás la negoció como la mayoría. Su poética, en un sentido, era una arriesgada apertura a la clausura del lenguaje, suerte de versión conceptual del célebre relato de Kafka: “Ante la ley”; paralelamente, por otro lado, su escritura se fue haciendo cada vez más y más diáfana, y al final, como muy bien señaló Ricardo Strafacce, se aproximó asintóticamente al silencio, a esa página en blanco definitiva, arcaica y perfecta, a la que quizá también aludía Kasimir Malevich con su ya clásico “Cuadrado blanco sobre fondo blanco” (1918). Es que Libertella, suerte de teórico de la recepción literaria, estaba mucho más interesado en el carácter concreto del individuo lector que en la vacua abstracción de las etiquetas mercantiles y críticas (siempre demasiado dependien-


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tes de las modas intelectuales). Citemos, en todo caso, una vez más su sabia locución del loro: “Allí donde hay un interlocutor, un solo interlocutor, allí se constituye un mercado”. Seguramente los fragmentos de Zettel encontrarán

muchos interlocutores entre nosotros, pero muchísimos más en el futuro, ya que este libro, visionario y único, está pensado para el porvenir, como toda auténtica literatura que se precie de tal. MIÉRCOLES, 2 DE JUNIO DE 2010

“Sueño con niños”, por Jimena Néspolo Rita viaja al cosmos con Mariano, Fabián Casas. Ilustraciones de Santiago Barrionuevo. Buenos Aires, Planta Editora, 2009. Los sueños del agua, María del Carmen Colombo – Cristian Turdera. Buenos Aires, Pequeño editor, 2010. El contador de cuentos, Saki. Ilustraciones de Alba Marina Rivera. Trad. de Verónica Canales y Juan Gabriel López Guix.

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Venezuela/Barcelona, Ediciones Ekaré, 2009.

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uando un niño se aburre comienza a molestar. Y un niño molesto puede ser el sujeto más salvaje y peligroso de toda la fauna humana. Aparecen los accidentes domésticos, estallan las riñas, las trifulcas. Unos versos monótonos, por ejemplo, como los que recita una y otra vez la nena del libro de Saki, El contador de cuentos, mientras viaja en tren con su tía y sus hermanos hacia Templecombe, pueden desatar tormentas fabulosas; pero el aburrimiento también puede devenir en tristeza, como le pasa a Mariano, el personaje del libro de Fabián Casas, quien convierte el patio de su hogar en planta de despegue de una nave espacial que funciona a base de sifones. Se sabe: un niño es un lector nada condescendiente, implacable y abandónico –si el relato no le sigue el paso o incluso va más allá, la atención y la lectura cae–. La imaginación de un niño es poderosa. Cuando un niño opera con su imaginación en el plano de la realidad, el adulto tiembla. Surge entonces la necesidad de relato, y en esa necesidad es donde se observa la doble dimensión arqueológica, proteica, que lo justifica: es entretenimiento, sí, y placer, pero también, fuente primera de aprendizaje a través del cual el mundo adulto le otorga al niño (entramado en una radical asimetría de fuerzas) las herramientas elementales con las cuales sobrevivir y llegar a la adultez. El relato de Saki tematiza de un modo sutil estas cuestiones: hay niños molestos, hay un sujeto demasiado sujetado a las normas que intenta contar un cuento que no sólo resulta ineficaz sino que también demuestra con creces sus limitaciones para comprender el universo a-social de la infancia, y hay –para nuestro gozo– un autor de verdad, que elabora con estos elementos un relato, efectivo, siniestro, absolutamente cruel, aplaudido (quizá por todas estas razones) por el público de infantes. La “literatura infantil” tiene sus colecciones y editoriales, sus asociaciones, sus ilustradores, sus escritores y premios, su “mercado”. Como si los niños no vivieran en este mundo sino en una especie de limbo regido por regulaciones más artificiales que las nuestras, cuando esa extrañeza se convierte en isla es cuando esta “literatura menor” (la de

Lewis Carroll, Oscar Wilde, Mark Twain o Silvina Ocampo, por citar sólo algunos nombres) deja de ser peligrosa y se convierte en tontería. Afortunadamente no es el caso del volumen Los sueños del agua, ilustrado por Cristian Turdera y elaborado a partir de un poema de María del Carmen Colombo que dice así: “En los charcos,/ el agua duerme./ ¡Silencio,/ no la despierten!:/ Está cansada de correr./ Las hojas caen/ de las ramas/ en puntas/ de pie./ Los chicos/ se acercan/ para ver./ En el cristal/ de un charco/ los sueños del agua./ Como peces de espuma/ unas nubes muy blancas/ navegan lentamente/ (…)/ El agua sueña con el agua/ del mar/ con el agua de lluvia sueña el agua;/ en el lecho pequeño de un charco/ el agua mansa sueña/ con la furia del agua.” La elección de este poema, que bien podría formar parte de cualquier otro libro de la autora (al igual que Casas, es lo primero que publica dentro del género), es un hecho a festejar. Primero, porque supone un intento por desquiciar el corset de la norma escolar que constriñe este tipo de literatura, y segundo, porque con esto, duplica nuestras exigencias como lectores. Pero si de exigencia hablamos, es preciso decir que de los tres libros aquí presentados el más convencional, tanto en el texto como en la gráfica, es Rita viaja al cosmos con Mariano. Es el más “adulto”, el menos arriesgado. Entiendo que el interés del libro reside en que el autor invita a leerlo como una “ficción del yo”: En las páginas finales aparece una sección titulada “Acerca de mí”, firmada por Fabián Casas, donde el escritor ofrece datos sobre su infancia que dialogan directamente con el relato e incluso con alguno de los personajes. Así, la mirada adulta que no puede des-asirse de sí se trasunta en memoria, relato y, principalmente, nostalgia. El reino de la infancia –ya lo dijo Bataille– es el reino del Mal. Es un reino regido por las leyes oscuras de la naturaleza y de la Poesía. Allí todo límite es incierto, artificioso, y toda fuerza, trágica, cuando no inexorable. Saki supo beber, como pocos, de esas aguas. Sólo resta decir que El contador de cuentos (premiado en Bologna) está ilustrado con frescura y audacia por Alba Marina Rivera –cuyas ilustraciones palpitan en el doblez de estas líneas.


MIÉRCOLES, 2 DE JUNIO DE 2010

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“Hacia un canon personal”, por Marisa do Brito Barrote

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Hacia una literatura sin adjetivos, María Teresa Andruetto. Colección La ventana indiscreta, Córdoba, Editorial Comunicarte, 2009, 144 pág.

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na de las columnas sobre la que se sustenta el trajín académico es aquella que se pregunta por el canon: ¿Qué autores u obras es imprescindible leer? ¿Cuáles son aquellos que sostienen la literatura nacional? ¿Y el canon occidental? Antes de que la palabra “canon” tomara el significante con el que hoy la usamos, los intelectuales que construyeron el Estado se preocuparon por listar aquellos autores representativos de su literatura nacional, aquellos que reflejaban el ser nacional, y entonces nos encontramos con las primeras historias de la Literatura Argentina. Hoy en día, el canon es una lista de mercado: son los 40 más leídos, son los rankings, son las planillas con los libros elegidos en las licitaciones por los ministerios estatales o los programas de las cátedras universitarias. En este libro, María Teresa Andruetto nos propone leer la LIJ (Literatura Infantil y Juvenil) sin los adjetivos que la constriñen en el “para niños y jóvenes” y a partir de los conceptos con los que se lee la literatura “para adultos”. Se abre con un análisis de la palabra “canon” y sus diferentes definiciones: “caña, vara, norma, regla, modelo, prototipo”, en una operación que religa todas estas acepciones a la cuestión pedagógica: elegir un canon es discutir acerca de qué se va a enseñar, de qué debiera leer una generación y fijar un modelo a imitar. A la vez, critica la falta de toma de riesgos en la construcción editorial de un contracanon que friccione lo establecido actual. Al canon hecho de autores marca registrada, opone uno creado por obras literarias y elegido por el propio lector. Muy especialmente, promueve la formación de lectores que tengan la capacidad de discernir cuáles son las obras de calidad que conformarán su propia lista de “favoritos” de la literatura. La autora además se hace eco de un reclamo de arbitrio por parte de la academia, que ha devenido en un deterioro en la oferta de la LIJ: “Olvido de la academia. Inexistencia de la crítica. Nulo riesgo editorial y la escuela como mercado cautivo”. Un reclamo que cae de lleno sobre las personas que trabajamos en la construcción de la cultura. Aunque apunta que, luego de la debacle del 2001, esta situación se viene revirtiendo, ya que surgieron críticos y publicaciones especializadas en LIJ y pequeños sellos editoriales independientes con propuestas de calidad. Asimismo, analiza los mecanismos por los cuales la LIJ

entró en una vuelta de rueca que la duerme en un sueño reiterativo. Todo el trabajo recorrido por aquellos autores que rompieron con el canon burgués y aleccionador de los años 50, María Elena Walsh, Elsa Bornemann y otros, quienes escribieron textos memorables basados en el juego y ya no en las lecciones morales, al día de hoy, se ve horadado por las leyes aleccionadoras del mercado. Esta entidad que parece abstracta, pero que está hecha de personas que se dedican a observar el comportamiento de los compradores, ha descubierto que la principal compradora de LIJ es la escuela. Con lo cual, hoy en día gran parte de lo que se escribe y vende como LIJ es una literatura en la que reina la educación en valores: “Es una cinta de Moebius que se alimenta desde la currícula editorial hacia las editoriales y desde las editoriales hacia los autores”. La tolerancia, la no discriminación, la convivencia pacífica y otros honrosos valores, convertidos en productos de venta, han vuelto a girar la rueca de la LIJ 360 º y se ha “regresado por la izquierda a los años 50, a la era pre Walsh”. Hoy se consumen cantidad de libros infantiles plagados de “mensajes”, libros construidos con la cabeza, al calor del oportunismo, escritos por escritores de “oficio”. No es problemático el hecho de que la literatura refleje la conciencia social, sino que en la obra de arte lo estético debería subsumir a lo ético para que de algún modo nos “hable”, cree ese punctum, esa flecha que deja clavado un libro en la memoria y nos permite construir un canon personal. Este libro, que ha recibido el premio Destacado de ALIJA 2009 en la categoría ensayo, no puede faltar en la biblioteca de quienes estamos interesados en difundir y fomentar en los niños el amor por la literatura sin diminutivos.


MIÉRCOLES, 26 DE MAYO DE 2010

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“En el orden de lo compartido”, por Diego Bentivegna

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El libro de los celos, Cecilia Romana. Buenos Aires, Ediciones en Danza, 2009, 88 págs.

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a primera pregunta que plantea El libro de los celos, poemario de Cecilia Romana que obtuvo el segundo premio del Premio Nacional de las artes del 2008, es la pregunta acerca de las condiciones de la escritura o, mejor, acerca del surgimiento de lo poético. “No soy Frost, que de una manzana hace un poema”, dice uno de los versos del libro. Para Romana, escribir no es exactamente un modo de observación de uno mismo, de exploración interna de un yo (un trabajo, en fin, estrictamente lírico), ni tampoco un ejercicio de vaciamiento, de espera y de observación objetiva del mundo. Por el contrario, escribir parece ser un trabajo de elaboración de un sujeto, de transformación, de constitución de la palabra en relación con una experiencia. Esa “experiencia” en El libro de los celos, tiene un doble rostro. Es, en principio, la convivencia matrimonial, de proyección de una comunidad amatoria, con sus tensiones y con sus conflictos, con sus convergencias y desequilibrios (“rogaba por / San Bailón, por la Cascia, por Tours, que / no se te escapara la palabra “montonero” en / casa”). La pregunta por la escritura se configura, en este sentido, también como una pregunta acerca de la posibilidad de construir algo del orden de lo compartido: la pregunta, si se quiere, por la comunidad. No por la comunidad de los ausentes o la comunidad de muerte, la comunidad de la distancia expresada en los ecos sombríos de Tristán e Isolda que encontramos en la línea de los pensadores comunitaristas desde Georges Bataille hasta Maurice Blanchot o Jean-Luc Nancy, sino la pregunta por la comunidad de los presentes, la pregunta por el matrimonio, que supone la presencia corporal del otro. Que supone el amor, también, a un cuerpo. El poemario es, a la vez, elaboración de la experiencia de la distancia. Hay como un aire de enrarecimiento que campea sobre estos poemas, un aire que se entrama con la extrañeza y con el surgimiento, en algún lugar, de lo cotidiano y, al mismo tiempo, de lo extraño. Como en un relato de Silvina Ocampo o en una película de Polanski, la casa es el lugar en que se vive pero que, en cierto punto, plantea algún tipo de distancia con respecto al habitar, algún resto inhabitable (“el inquilino anterior tocaba el piano eléctrico. / Instaló enchufes por todas partes. La mayoría funciona”). La pregunta es ahora: ¿hasta qué punto este lugar puede ser del todo habitado; hasta qué punto la escritura de estos poemas no es, precisamente,

la escritura de un hiato entre el lugar cotidiano de la vida conyugal y el lugar ajeno, en algún punto hostil, de la vida? Este hiato se escribe proyectando una forma. El verso de Cecilia Romana es, en este sentido, un verso cortado, un verso tensionado por el corte sintáctico brusco y por la distribución imprevisible de los silencios, como si la cesura, la distancia de la voz, el vacío en el que el verso respira, tendiera a desplazarse siempre un poco más adelante. La respuesta formal de Romana es una respuesta irreductible a las líneas más difundidas de la poesía que se escribe en la Argentina en estos años. No es la respuesta fácilmente estridente, la respuesta que desconfía de las posibilidades de la métrica para pensar en un ritmo absolutamente intuitivo, manifiestamente disforme, como aparece en gran parte de la poesía de los 90 y en sus epígonos. No es tampoco la respuesta formalista, pura, anquilosada en un verso medido con escrúpulo, que pueda adoptar a veces los rasgos de la parodia de una tradición perdida. El verso de Cecilia Romana es un verso que busca su forma en la exploración de un aliento largo, en la exploración de una dimensión del decir poético que se apoya en cortes internos y que discurre en medidas algo más extensas, en versos de trece, de catorce y hasta de quince sílabas. Es, pues, un verso de largo aliento, con momentos de hexámetro latino (“La ventana de nuestro cuarto da a un patio interno”), el verso elegíaco de amor y de recuerdo, de distancia y ausencia. La poesía de El libro de los celos no es ni lirismo concentrado ni objetivismo encandilado por la fuerza de lo real inexpresable que destruye los ojos, sino ascesis, conocimiento de sí, comunidad.


MIÉRCOLES, 19 DE MAYO DE 2010

“Manual de instrucciones egocidas”, por Jimena Néspolo | BOCADESAPO | RESEÑAS

Manual Arandela, Sergio Bianchi. Morón, Macedonia ediciones, 2009. 125 págs.

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Escorzos. Catálogo japonés de imágenes a mano alzada, Facundo Ruiz / Irene Sola. Buenos Aires, Huesos de Jibia, 2009. 63 págs.

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rente al desove de palabras innecesarias, cualquier poeta twittérico sabe hacer jugar a su favor la economía y el silencio. No hace falta contar caracteres para cotejar la potencia o efectividad de versos como “reina sin reina/ tuerto en la luna”, o “surge una duda/ y se llena de comillas el ambiente”, o “como una errata/ se desgarra el mundo”. Tampoco quizá haga falta empuñar el podio para declamar apotegmas de brillo anodino y sentenciar, por ejemplo, que la literatura está hecha de frases o que las concepciones de lo literario varían a lo largo del tiempo… Lo que quizá sí haga falta recordar –por sobre las modulaciones más o menos afinadas de escribas y ventrílocuos– es la capacidad de la literatura de rescribir cada época y con ello, por supuesto, el mundo. En este sentido, el Manual de Sergio Bianchi realiza un interesante relevo monográfico de cómo en el siglo XX el discurso poético y el de la publicidad han trabajado en una dinámica de mutua retroalimentación. En un doble movimiento, se analiza el modo en que las nuevas técnicas litográficas favorecieron el surgimiento del “cartelismo” moderno (Chéret, Lautrec, etc.) y lo protopublicitario: las estrategias compositivas y los nuevos lenguajes de la vanguardia hicieron del cartel una “maquina de anunciar” que servía a propósitos artísticos, comunicativos, o de propaganda. El cambio conceptual que acarreó el paso del cartelismo artístico al publicitario implicó también la atenuación de su función poética en su intento por consolidar su fuerza persuasiva, desequilibrio que el Pop Art –por un lado– y la Poesía Concreta –por el otro– intentaron contrabalancear a partir del cruce y la puesta en tensión de la mayor cantidad de códigos (y ruidos) posibles. Pero así como las nuevas tecnologías de hoy son también anacrónicamente fieles a esta múltiple servidumbre, hay propuestas poéticas que del mismo modo se hacen eco

de esa “lírica colectiva” reivindicada –según Bianchi– por la poesía “visiva” del Grupo 70, los poemas “popcretos” de Augusto de Campos, o la “antipoesía” de Gomringer. En una línea análoga, Escorzos: Catálogo japonés de imágenes a mano alzada, un poemario escrito a cuatro manos, reúne en sus páginas solidez compositiva y extrema conciencia de la disolución de la majestad del Yo, disolucion a la que apuestan sus autores en tanto proyecto de escritura. Escribir aquí pareciera que no sólo es diálogo y azar, sino también –sospecho– voluptuosidad en las múltiples pérdidas que a su paso la letra deja. Veamos el siguiente poema titulado, precisamente, “Escribir”: “teje el azar/ con inteligencia/ anónima ella/ él de nombres harto”. Como los versos citados en el primer párrafo, con su respiración cortada, sus elipsis delirantes, su miríada de fisuras, todos los poemas dejan entrever una herida, el punto de tronche lamborghiniano que, por decisión o por antojo, se convierte en adherencia y a la vez, singularidad. Puntualmente, el volumen está organizado en las siguientes secciones: “Cuaderno de impresiones I”, “Estampas”, “Cuaderno de impresiones II”, “Bocetos”, “Cuaderno de impresiones III”. En “Estampas” que es, en rigor, el corazón del libro, Facundo Ruiz e Irene Sola reúnen una serie de poemas dedicados al Yo. Es interesante detenerse en las figuras sobre las que los breves poemas trabajan: el cuerpo, la sombra, la nada, el azar como deseo y para finalizar, un poema dedicado a Pizarnik en el que el yo/ dupla se hace tríada (“Pizarnik y yo y Pizarnik”) y dice: “voy a escalar un sinónimo/ hasta alcanzar mi nombre”. Reivindicando la tradición de los mejores egocidios, las estampas de este catálogo recogen las uñas, los pelos, los restos, las colillas del rey muerto y con esos materiales espurios y un escenario que exuda orientalismo construyen sus galerías, como si el poema fuera más que una fuga de sentidos, un refugio o la fiesta de un encuentro.

MIÉRCOLES, 19 DE MAYO DE 2010

“Teatro de guerra”, por Pablo Manzano Las teorías salvajes, Pola Oloixarac. Editorial Entropía, Buenos Aires, 2010 (3era.ed), 250 págs. Alpha Decay, Barcelona, 2010 (3era.ed.), 280 págs.

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l despliegue de recursos hiperliterarios en esta novela fue para mí una confirmación más de: Sí, pibe, sos un escritor menor. LTS es uno de esos libros para ir subrayando con rímel lápiz (¿no es absurdo ese remilgo de subrayar con lápiz?, como si alguna vez

fuésemos a borrar los trazos). Creo que eso hacen los que escriben reseñas: subrayar y tomar notas. Ésta es la primera reseña que escribo, del mismo modo que la novela aquí reseñada es la primera que publica su autora. La penúltima anotación que realicé con lápiz en mi ejemplar


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de LTS (al concluir la lectura) dice: su autora es más lista que una periodista y sabe tocar todas las teclas. Y luego, tras ojear los 14.000 links sobre la obra, escribí: más inteligente que todos los feos instruidos del mundo, Oloixarac se pone de pie a lo Bambi (1945) y se gana el amor de los animalitos del bosque literario a la edad en que Jesús consiguió por fin lo que tanto buscaba. Conclusión: por su arsenal lingüístico y su orfebrería estilística, Pola se anuncia como la nueva Alan Pauls. A estas alturas es redundante hablar de lo que habla el libro y de lo que ocurre a lo largo de sus 250 páginas, pero por si algún despistado no está al corriente aquí va un sencillo informe de lectura. El teatro de guerra (una guerra invisible con actores visibles) es la idea central, siempre presente en los ejes narrativos y ensayísticos que se alternan en la novela. Hay una teoría que se remonta a 1917, o mejor dicho a la era del surgimiento del miedo en los homínidos que viven como presas huyendo de las bestias. Ese miedo atávico es el origen de la cultura, de la técnica, del hombre armado en su pasaje de presa a depredador. El miedo queda grabado en la especie, se transmite y define las relaciones interpersonales y la conducta de grupo: un escenario de guerra y voluptuosidad. Varias décadas más tarde un catedrático se acerca a esta teoría, y después una alumna se acerca a este profesor (ella ha detectado errores graves en sus escritos y prefiere ayudarlo a resolverlos antes que destrozarlo públicamente en un congreso). La alumna se acerca también a un ex montonero (si el profe le produce sensaciones en su “triángulo amatorio”, el monto se las producirá en su “triángulo de amor”), para llevar a cabo una especie de experimento bélico-sexual: lo provoca, lo humilla, lo histeriquea y finalmente finge para sí misma (y para el lector) que lo va a matar. Al margen de este trío, tenemos un cuarteto: Pabst y Kamtchowsky (feúchos, inteligentudos, pertenecientes a la tribu urbana de los que observan y estudian a las tribus urbanas) conocen a Andy y Mara (guapos, golfos y divertidos), y si bien la confrontación intelectual entre los machos es inevitable las parejitas acaban alineadas en un bando donde prevalece la simbiosis y la creatividad. Primero crean un videojuego de guerra sucia ambientado en

la Argentina de los años setenta, luego un dispositivo para reemplazar el mapa de Buenos Aires en Google Earth por una ciudad mamarracho, un fotomontaje digital inspirado en la yuxtaposición temporal que niega la Historia entendida por su relación causa-efecto. Esto es a grandes rasgos lo que ocurre en LTS, una novela en la que los hechos están subordinados al trabajo con la palabra y la elaboración teórica. Para las almas prejuiciosas, apáticas o envidiosas que aún no hayan mostrado interés por la lectura de esta obra, advierto que se trata de una novela en la que nada desentona. Las curiosidades eruditas, el empacho bibliográfico y hermenéutico, la sintaxis por momentos rebuscada, los diálogos en que sus personajes se expresan como si estuvieran leyendo un texto sesudo y crítico sin el menor indicio dubitativo: nada de esto desentona. ¿Más ejemplos? Cuando la protagonista llamada Rosa (que en las páginas finales hace un guiño al lector y le deja claro que no debe ser confundida con una tal Pola) se detiene para hablar de su hermosura, compara el tono de su piel con el “marfil lírico de Bizancio”. El marfil lírico de Bizancio tampoco desentona. El constante asomo de petulancia en la novela puede ser entendido en términos paródicos, como parte de un espectáculo cómico en el que, según la autora, esa pedantería se ríe de sí misma. Ja. La expresión novela inteligente encierra un oxímoron. Creo que a estas alturas cualquier novela, por muy filosófica que se precie, no es más que el territorio de la anécdota, el cotilleo, el exhibicionismo. Dicho esto, la pirotecnia estético-reflexiva, la asociación de ideas, información y conocimientos (que no se limita en este caso a la mera evocación de referencias) convierten a LTS en una propuesta literaria de altura, y no es una cuestión de tacones, bastante más lúcida que las propuestas formalmente renovadoras en español que he tenido ocasión de leer en los últimos tiempos. Primera frase subrayada: “…el régimen de acceso a la empatía contemporánea se encuentra vinculado al uso inteligente, glamoroso, de la crueldad”. MIÉRCOLES, 12 DE MAYO DE 2010

“Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”, por Jimena Néspolo Sobre la idea del comunismo. Alain Badiou, Toni Negri, Jacques Rancière, Slavoj Žižek y otros. Analía Hounie (comp.) Paidós, Buenos Aires, 2010. 249 págs.

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e qué hablamos cuando hablamos de literatura? ¿De qué, cuando hablamos de filosofía o de pensamiento? Pregunta idiota -si las hay- pues, como se sabe, no invita más que al rodeo, a la interdicción, a la hecatombe de los axiomas, los sentidos o las perogrulladas en red que hacen de la forma

la bandera del contenido, que confunden medio con fines, factura con estilo y se venden espléndidas al color de la temporada. Una pregunta que ciertamente provoca, pero no tanto como la palabra “Comunismo”, la cual –sospecho– hace temblar hasta a las mismísimas orejas del Príncipe Carlos y de su sosías español. La interrogación, enton-


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ces, sobre la idea comunista en tanto concepto filosófico, a partir de una tesis polémica y precisa, a saber: “De Platón en adelante, el comunismo es la única Idea política digna de un filósofo”, extraída del libro de Badiou De quoi Sarkozy est-il le nom? fue -según informa Hounie- el leit motiv del encuentro que se celebró en la universidad londinense de Birkbeck School of Law, en marzo de 2009, encuentro del que surge esta compilación de textos. Pero hablábamos de provocaciones y de balbuceos, y en este sentido quiero subrayar una cita tres veces mencionada a lo largo de los textos y es ésta de Beckett de su obra Rumbo a peor: “Inténtalo de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor.” Y la insistencia de por qué es preciso mantener el nombre Comunismo (“un nombre potente que sirve como la Idea que guía nuestra actividad, tanto como el instrumento que nos permite exponer las catástrofes de las políticas del siglo XX, incluidas las de la izquierda”, se indica en el Prólogo) y el hecho de que quince de los más importantes filósofos contemporáneos se hayan reunido con este fin en una Europa cada vez más autista y aburrida de cantarle a sus murallas, nos indica sin duda la relevancia del gesto. Žižek, uno de los organizadores del encuentro (junto a Badiou y Costas Douzinas), señala en “Cómo volver a empezar… desde el principio” que la lógica capitalista de cercar la propiedad común ha llevado a la humanidad al límite de la autoaniquilación y que esta referencia a la “ciudadanía global” y el “bien común” es lo que justifica la resurrección de la noción de comunismo. Así, la creciente amenaza de catástrofe ecológica, la inadecuación de la noción de propiedad privada aplicada a la llamada “propiedad intelectual”, las implicaciones socioéticas de los nuevos desarrollos tecnocientíficos (especialmente en el campo de la bioética), las nuevas formas de aparthheid y marginalidad, señalan la urgencia de delimitar el dominio de lo que Hardt y Negri llaman “lo común”, la sustancia compartida de nuestro ser social, cuya privatización en haras del beneficio del capital pri-

vado debe ser absolutamente resistido. En esta coyuntura no hay lugar para el silencio –señala Terry Eagleton–, el “Preferiría no hacerlo” del Bartleby de Melville, ya no implica sólo dejadez, pesimismo o cobardía, el silencio o la abstinencia se traduce hoy en inicua complicidad. La intervención de Jacques Rancière, autor de El maestro ignorante. Cinco lecciones de emancipación intelectual, hace referencia por su parte a la necesidad de reivindicar el potencial igualitario de la inteligencia común a fin de que los sujetos tomen conciencia de su capacidad transformadora. Este ataque a la lógica de la ilustración capitalista, que distribuye roles, asigna jerarquías e imparte saberes supone también un llamado de atención sobre la misma naturaleza del evento y explica -por ejemplopor qué ninguna de las intervenciones trabaja puntualmente sobre el gobierno de las Comunas en los llamados “nuevos populismos latinoamericanos”. En esta línea, y frente al ambientalismo de barricada de Žižek, la breve intervención de Gianni Vattimo subraya que los modelos violentos y autoritarios deben ser cuanto antes reemplazados por un “comunismo débil” que construya el cambio a través de una positividad anárquica y realista. El texto de Wang Hui es sin duda uno de los más interesantes del volumen puesto que explica la absoluta paradoja de que Comunista sea el nombre del partido que gobierna la nación más populosa y una de las mayores potencias capitalistas del planeta. Recuerda así que el concepto de neoliberalismo no se utiliza solamente en el contexto de los países democráticos occidentales, el primer gran experimento con la formación de un Estado neoliberal se hizo en Chile luego del golpe militar de Pinochet… Para finalizar –ya que las orejas del Príncipe Carlos ahora, más que temblar, amenazan con hacer levantar vuelo a toda la Monarquía– quisiera citar las palabras con las que Raymond Williams finaliza Cultura y sociedad 17801950: “Tenemos que asegurar los medios de vida y los medios de comunidad. Pero qué habrá de vivirse luego con esos medios es algo que no podemos saber ni decir.”

MIÉRCOLES, 12 DE MAYO DE 2010

“Cuando el inglés es yoruba”, por Anna Rossell El bevedor de vi de palma, de Amos Tutuola. Trad. de Emili Olcina. Laertes, Barcelona, 2009, 127 págs.

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ómo hacer una justa crítica literaria sobre textos creados en y a partir de un mundo cultural ajeno? Esto se plantea cualquier crítico del canon occidental ante una novela como El bevedor de vi de Palma, del nigeriano Amos Tutuola, que ha publicado Laertes. Por ello en nuestro contexto el libro ha suscitado las reacciones más controvertidas: ha provocado entusiasmo en unos y profundo rechazo en otros.

También el de algunos intelectuales africanos, que, contaminados por valores coloniales, no consiguieron liberarse de la colonización cultural –otros en cambio, como Chinua Achebe, Wole Soyinka o Ngugi wa Thiong’o, lo aclaman como uno de los grandes escritores subsaharianos universales-. Y es que el texto de Tutuola no encaja en los esquemas literarios de costumbre en esta parte del mundo. Es absolutamente original. Desde la inde-


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pendencia de los países africanos en los años sesenta ha habido muchos escritores africanos que han publicado ficción, pero la mayoría lo ha hecho siguiendo modelos literarios occidentales en las lenguas de sus antiguas metrópolis. No es éste el caso del autor que nos ocupa. El bevedor de vi de palma –también publicado en español (Ediciones Júcar, 1974) y en euskera (Pamiela, 1993)- fue la primera novela de Amos Tutuola (Abeokuta 1920 -Sur de Nigeria– Ibadán 1997) y la primera novela nigeriana en inglés (1952). Su mayor mérito estriba a mi entender en que se trata de un texto con voluntad de crear escuela. No porque lo que allí se lea sea nuevo. No lo es para los yorubas nigerianos. Lo novedoso es ponerlo por escrito y con renovada creatividad para que lo que se narra se perpetúe en forma de libro. Con sus compañeros de generación Cyprian Ekwensi, Timothy Aluko, Gabriel Okara, y el más joven Kojo Laing, Amos Tutuola pertenece a un grupo de escritores que desea sentar los cimientos de la literatura autóctona nigeriana, libre de colonización. La novela, relato o sucesión de cuentos hilvanados –difícil encorsetar el texto en uno de nuestros géneros- describe la historia de un joven que, a la muerte de su sangrador de vino de palma, emprende un viaje en su busca al país de los muertos. Al poco tiempo de ponerse en camino el protagonista se gana los favores de un rey a cuya hija desposa. La pareja inicia así un recorrido por mundos fabulosos y míticos, compartimentos estancos subsiguientes, donde se

encuentra con los seres más diversos, temibles y bondadosos, que suponen para ellos duras pruebas o instrumentos de ayuda para superarlas en los parajes más intrincados y enigmáticos. Sus aventuras constituyen un viaje iniciático en el que los dos protagonistas aprenderán valores morales y cívicos enfrentándose al hambre de una población, a la sequía generalizada, a los llamados fantasmas de la maleza, a extraños seres blancos... Una suerte de novela de formación con ecos de Las Aventuras de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Tutuola bebe de las fuentes más genuinas de su cultura, utiliza los mitos yorubas de la literatura oral negroafricana para componer su fabulosa cadena de historias y lo hace en un inglés incorrecto, simple y naiv, un inglés agramatical, que construye con la intención de adaptar el yoruba hablado a la lengua inglesa. Su conciencia descolonizadora aflora en la voluntad de imponer la mentalidad yoruba a la lengua del colono y domesticarla, y no al revés. Crea así un inglés pidgin, un estilo peculiar de frases cortas, oraciones inacabadas, repetición machacona de estructuras gramaticales simples, insólitas sustantivaciones y adjetivaciones, que ha sabido trasladar muy airosamente el traductor Emili Olcina al catalán. Un libro, en definitiva, que aporta un aire nuevo a la estética literaria occidental. Del mismo autor se ha publicado también Mi vida en la maleza de los fantasmas (Siruela, 2008). MIÉRCOLES, 28 DE ABRIL DE 2010

“Pedagogía, narrativa y deporte”, por Jimena Néspolo Segundos afuera, Martín Kohan. Sudamericana, Buenos Aires, 2005. 240 págs.Museo de la revolución, Martín Kohan. Mondadori, Buenos Aires. 192 págs.

(Reseña publicada originariamente en la revista Quimera, Nro.288, Barcelona, Noviembre 2007).

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n los textos de Martín Kohan hay un preocupación –a mi entender– central. Recordemos que, con apenas cuarenta años, este escritor ha desarrollado hasta el momento una extensa producción. Ha publicado seis novelas: La pérdida de Laura (1993), El informe (1997), Los cautivos (2000), Dos veces junio (2002),Segundos afuera (2005), Museo de la revolución (2006); dos libros de cuentos:Muero contento (1994), Una pena extraordinaria (1998); y tres libros de ensayo:Imágenes de vida, relatos de muerte (1998), Zona urbana. Ensayos de lectura sobre Walter Benjamin (2004) y Narrar a San Martín (2005). Esa preocupación que, con variaciones, se formula a lo largo de sus libros podría quizá resumirse –a partir de una lectura atenta de Segundos afuera– en la siguiente pregunta: ¿Cómo conciliar narrativamente los nodos conceptuales pertenecientes a la “alta cultura” junto a los grandes fenómenos de identificación y movilización de “masas”? Subrayemos que lo ma-

sivo, aquello que luego cristaliza significados en el “mito”, es de por sí para Kohan altamente atractivo –ya sea como problema a razonar en sus ensayos (“Eva Perón”, “San Martín, el padre de la patria”) o como eje temático a abordar en sus ficciones (fútbol y deportes, la heroicidad, la praxis revolucionaria en una coyuntura política dada, etc.). El hecho de que Kohan comenzara su periplo narrativo publicando en la colección de Novela Histórica de la Editorial Sudamericana durante los años ´90 no es un dato menor. Si bien, en sus comienzos, abordar dicha preocupación con los artificios formales que le ofrecía el género le permitió desentenderse de la certeza de que ya el Pop Art, a mitad del siglo XX, había ensayado algunas respuestas estéticas a esa misma inquietud –respuestas que se actualizaron, por ejemplo, muy cabalmente en la obra de Manuel Puig–, también le imprimió temprana e irrevocablemente a su escritura cierta “pedagogía en las formas” de la que hasta el momento Kohan no ha podido desprenderse. Veamos, por ejemplo, cómo está orquestada su última y quizá –junto a Dos veces junio– más lograda novela: Museo


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de la revolución. El narrador protagonista llega a México comisionado por un editor para hacer algunas gestiones y contactar a una mujer, Norma Rossi, puesto que ella tiene en su poder el manuscrito de un guerrillero y quiere entregárselo. La novela se sucede entonces combinando estas dos historias, la de Rubén Tesare (el autor del cuaderno en cuestión), un joven estudiante de abogacía de veintitrés años que es detenido por un comando militar en 1975 mientras cumple las instrucciones de su organización guerrillera, y la de Marcelo, el joven que llega a México buscando ese manuscrito que, con el correr de los días, no logrará obtener puesto que su dueña dilata la entrega y a cambio le ofrece extensas escenas de lectura. Norma Rossi le lee a Marcelo el cuaderno de Rubén Tesare, y ¿qué contiene el cuaderno?: Sesudas reflexiones sobre la revolución, sobre Marx, Lenin, Trotsky… ¿Y Marcelo qué hace? Escucha las lecciones del revolucionario en boca de su improvisada maestra que es – por cierto– veinte años mayor que él. El “saber” cristalizado, “normalizado” en el cuaderno, se imparte y el lector –el lector modélico de Kohan, claro– lo agradece. Si a partir de Borges, el binomio saber/representación entraba ineluctablemente en crisis –una crisis que ha recorrido incluso todo el pensamiento occidental contemporáneo–, la narrativa de Kohan evade con arrojo esta conflictiva puesto que el principal pilar sobre el que se asienta es, en principio, un plus supuesto de saber: la investigación historiográfica que supone la elaboración de un texto que cuadre dentro del género novela histórica, la investigación filosófica en el campo de las ideas para dar sustento –en este caso– al escrito monográfico de Tesare, o la investigación cuasipolicial a partir de fuentes gráficas en –por ejemplo– Segundos afuera. El saber, en los textos de Kohan, no sólo debe necesariamente existir sino que además debe necesariamente ser impartido para que la narración tenga lugar. En este sentido, resulta esclarecedor observar cómo los extensos diálogos entre Ledesma y Verani (un periodista de cultura y otro de la sección deportes, respectivamente) ya diseñaban enSegundos afuera aquella relación maestro/ alumno que anteriormente apuntáramos en Museo... Veamos un diálogo cualquiera: “–Le digo porque usted se embala y me pierde de vista que estamos hablando de un músico exquisito, de un músico de vanguardia; usted me hace un menjunje de todo y se piensa que da lo mismo una sinfonía de Mahler que una zamba o una cueca. / –Usted dijo folklore, yo no. / –Se lo digo para que usted entienda, Verani, pero usted no entiende. / –Puede ser que yo no entienda, no se lo voy a negar. Pero usted reconozca que no lo está explicando bien.” Uno, Ledesma, defiende a lo largo de toda la novela la música de Mahler, de Strauss, los valores de la “alta cultura”; el otro, Verani, especie de bruto devenido periodista que se emo-

ciona con las multitudes y el deporte, opone escasos argumentos y escucha paciente las lecciones. El mundo del deporte es, en este sentido, el polo del opuesto del deber y la cultura; es “lo real en sí”, lo que acontece y oficia de escenario y, a la vez, marco feroz. En Dos veces junio, por ejemplo, el mundial del ´78 es el atroz telón de fondo donde se desarrolla la oscura trama de represión, torturas, complicidad y muerte que rodea al narrador protagonista. Pero volviendo a Segundos afuera, en el medio, conciliando posiciones entre ambos periodistas, irrumpe el narrador (en la página 122): “Porque si Ledesma pretendía que el mundo del cuarto de hotel escapara de la irradiación invasora de la gran pelea, tenía por fuerza que relativizar la hipótesis de la expansión totalitaria que el mismo postulaba. Para tener razón contra Verani, tenía sin embargo que darle la razón a Verani. No lo dije por conformar a los dos ni por resultar salomónico. Pero vi asentir a uno y a otro y supe que los había convencido a ambos.” Así, lo “real”, el “acontecimiento” del que da cuenta la prensa gráfica, la gran pelea entre el argentino Firpo y el norteamericano Dempsey –y con ella la gran multitud que la sigue– y, por el otro lado, la extraña muerte de un músico suizo que es dirigido por la batuta de Strauss en la Buenos Aires de 1923, esas dos realidades consideradas hasta el momento de manera inconexa, el narrador intenta unirlas, conciliarlas, en la hipótesis que baraja junto a los periodistas para explicar esa muerte. Pero, cuando la novela ya ha tenido lugar, el testimonio del músico argentino que reemplazó en su momento al suizo vuelve a escindir ineludiblemente las esferas: La narración gana entonces la partida y, con ello, el autor se asegura más variaciones tesoneras para un mismo artificio. Los puntos ciegos, las historias no contadas y que se vislumbran entre los intersticios de lo dicho, adquieren con todo –hacia el final del texto– tanto peso como la “realidad deportiva” que se impone. Asimismo, debemos señalar que este plus de saber sobre el que se asientan los textos supone también el despliegue de una estrategia de escritura, aquello que comúnmente llamamos “estilo”, caracterizado aquí por la utilización de un lenguaje llano, altamente comunicativo, que apunta –ante todo– a la “naturalidad”. Así, leemos en Los cautivos (sic): “…contar bien es como cagar bien. Ni muy blando ni muy espeso. Mejor de un tirón que tardando. Mejor sueltito que con trabajo…”


“Lo que queda”, por Mauro Peverelli

MIÉRCOLES, 21 DE ABRIL DE 2010

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La mitad mejor, Marcos Herrera. Editorial 451, Madrid, 2009.

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A

orillas de un río suburbano, y enclavados en un basural en constante crecimiento, se encuentran los ranchos de Juan y de Leira. Desde allí, desde esa mancha borrosa y sucia se extienden los hilos sensibles de una historia inmensamente lúcida y desoladora, una historia atravesada por un puñado de putas indias (propiedad de Leira) capturadas en el corazón de una isla selvática, una organización de niños criminales comandada por un chico apodado Ho Chi Min, un viudo (Juan) que recoge niños de la calle como si protagonizara el relato moral de una parábola sucia escrita en un evangelio antiguamente censurado, y un periodista que juega al investigador y que va probando los venenos creyendo encontrar allí sus posibles antídotos. Sobre todos ellos sobrevuela la sombra de La Foca, figura omnipresente que lidera una organización que articula redes de prostitución con la distribución de drogas experimentales. El relato avanza con el ritmo vertiginoso de una música veloz y enloquecida pero de la que igual se distinguen con fidelidad cada una de sus notas; a su paso la sensación más consistente es la que deja entrever la erosión que el sistema va infligiendo a la vida social, dejando bien en claro, a su vez, que en la estructura capitalista las conectividades posibles y fluidas, entre los diferentes estratos sociales, y por encima de las otras, son la corrupción, la violencia y el crimen. En el contexto de una degradación y una crisis de valores de las más agudas de la historia argentina, la novela de

Herrera logra una fuerte filiación con textos fundamentales como El Matadero de Echeverría y La Refalosa de Ascasubi, tanto en la ferocidad de una trama en los hechos concretos, como en la agudeza con que el autor distingue el cruce de dos épocas: “Se había dado cuenta que para sobrevivir había que funcionar como una organización criminal y no como una célula revolucionaria” sentencia el narrador, o: “Mulno miró la oficina. Refaccionada y recién pintada. Todo el edificio había sufrido una de esas transformaciones que intentaban reflejar la ideología dominante. Acrílico, vidrio, aluminio, luces dicroicas, etcétera. Cualquiera, en esos lugares, sentía la obligación (…) de portar pensamientos relacionados con la eficacia, la competitividad y la amabilidad marquetinera”. Se trata de una poética que se diferencia enormemente de las expresiones del realismo en boga, ante todo, por una melodía que subyace debajo del discurso, desde allí se oyen los sutiles acordes de una voz que también se distancia de las sofisticaciones esquemáticas del academicismo y que se acerca (porque es parte), a un mestizaje propio de las clases vulnerables, un yacimiento al que la cultura rioplatense le debe muchas de sus mejores expresiones: el nacimiento del tango, las milongas sureñas de almacén, las voces arltianas y onettianas, los desvalidos y a la vez potentes trazos de Berni y de Quinquela, el asado hecho en el piso y las exquisiteces de la mejor comida preparada con lo que queda. MIÉRCOLES, 7 DE ABRIL DE 2010

“Llegar tarde, ser viejo en primavera”, por Diego Bentivegna Por la puerta entornada, de Ricardo H. Herrera. Córdoba, Alción, 2009.

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a piedra desgastada, los guijarros en la vera de un río escueto de montaña que se pierde lentamente, el crepúsculo que se mira desde la sierra o desde las orillas de Buenos Aires, el follaje, caduco o persistente, de algunos árboles y plantas (el pacará): esa percepción de objetos trabajados por el tiempo es la experiencia sobre la que se escriben los poemas reunidos en Por la puerta entornada. Como en la producción anterior de Ricardo Herrera, las percepciones que desencadenan la poesía son percepciones de la sequedad, de lo concreto: en última instancia, son cristalizaciones de un paisaje del que se observa, se fija, detalles específicos. Fugaces. La poesía de Herrera es, en este sentido, un intento de preservar en algún lugar esas formas naturales fijas, pero al mismo tiempo sometidas al desgaste de los elementos

(el paso del agua, el golpe del viento, el crepitar del fuego). Por un lado, su poesía tiende hacia el suelo, hacia la piedra, que es la piedra de Traslasierra o la piedra de alguna playa atlántica, pero es también la piedra seca, cosí prosciugata, de L´Allegria de Ungaretti o los huesos resecos de la jibia de Montale, dos de los poetas que Herrera ha traducido y retraducido en un trabajo minucioso de aproximación a la voz del otro y de construcción de una dicción propia. La poesía de Herrera se obsesiona además por el enigma que habita el interior de los objetos, lo entrañable de la palabra: el interior de la piedra de la que puede brotar, tal vez, agua, o, tal vez, una música de palabras que remedan la rítmica latina; el interior del hueso en el que resuena el eco del “vacío que suscita el poema”, que lo acerca al lugar en el que la voz falla, en el que la voz caduca en el


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silencio: “Y mi voz / hablando calla ante ese puro límite / de la necesidad; la flor, los árboles, / los pájaros, el ritmo tan solícito / de tu cuerpo que viene hacia mi cuerpo”. Esas experiencias de la dureza y del desgaste, del llenado y de la oquedad, se manifiestan en la poesía de Herrera en una labor sobre la escritura: “mi escritura / desposa ese tranquilo encantamiento, / mitiga tu abandono en el silencio” (19). En su taller de escritura, Herrera trabaja la concentración y la búsqueda. En principio, el trabajo del poeta consiste en un trabajo sobre el ritmo, en un trabajo sobre las medidas, los acentos y los pliegues. Su poesía se articula con una tradición que, lejos de ser desechada, Herrera estudia en sus textos críticos, reunidos ya en varios volúmenes: una serie de lecturas que evidencian elecciones que, justamente por su preferencia por lo clásico y por lo mesurado, resultan inquietantes y cuestionadoras de un cierto estado de la poesía, desajustadas para el panorama poético argentino de los últimos años. Esa crítica entrelaza así una escritura atrozmente contemporánea y las poéticas que en algún momento se pensa-

ron como constitutivas de la poesía argentina (como las de Enrique Banchs o Ricardo Molinari). Desde un punto de vista formal, la poesía de Herrera plantea esa relación a partir del trabajo sobre un metro específico, el endecasílabo, del que se explora a lo largo de todo el poemario intensidades, posibilidades, lugares de estabilidad y de apertura. Es el endecasílabo el metro que está en la base de los dos movimientos compositivos que, entiendo, atraviesan todo este poemario de Herrera: la exploración de formas métricas tradicionales, como el soneto, y la búsqueda de algo del orden de lo elegíaco. No se trata, como en muchas de las exploraciones actuales de la poesía argentina de un uso en cierto punto distanciado y paródico de esas formas, sino de una escritura que confía en la construcción y exploración de las once sílabas como ejercicio de filiación con un pasado que se respeta y ama. Como el pacará de uno de los poemas del libro, el endecasílabo herreriano se aferra a una singularidad obcecada, desde el punto de vista temporal.

MIÉRCOLES, 31 DE MARZO DE 2010

“Un laberinto barroco para el grotesco argentino”, por Adriana Mancini Ceviche, de Federico Levín. Buenos Aires, Editorial Aquilina, 2010, 275 págs.

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on impecable ritmo narrativo y precisa estructura, Ceviche, la última novela de Federico Levín, se desarrolla en torno a las ansias de degustación de un robusto personaje -Héctor el Sapo Vizcarra- y un entrometido narrador, quien apropiándose de las notas culinarias y alguna referencia íntima del diario del personaje organiza una novela desopilante con rastros de policial, tonos de nuevo grotesco argentino y algunas pinceladas gruesas de color ajeno y otras tantas bizarras. Con mano segura, casi se diría autoritaria, el narrador condiciona la lectura. Define la composición del texto abismándolo hasta lograr un novedoso “laberinto barroco” que describe tanto el espacio de ficción que construye como el relato que resulta. La zona del Abasto, otrora barrio del mercado central de comercialización de hortalizas, es el espacio por donde circula el personaje en busca de exquisiteces peruanas. Calles, lugares con referencias precisas, apetitosas descripciones de platos étnicos y bebibles marcas de cervezas dan cuerpo al efecto de verosimilitud del texto que, paradójicamente, se debilita cuando el recurso se exaspera. La hiperbólica enumeración de, suponemos, todas las marcas foráneas presentes en el famoso Shopping transforma las galerías del paseo comercial en un espacio nocturno fantasmal en el que aparece (sin sa-

ber cómo) el protagonista, golpeado y confundido, y a su vez, pone en escena con saludable compostura irónica la universalidad –globalización– del espacio: El Sapo acomoda su peso contra la puerta y piensa. En algunos lugares del mundo (y estando en el Abasto, dice el Sapo, se está en todos los lugares del mundo), existe un momento alimentario llamado spleen. (15) Asimismo, la cita marca otro recurso del texto logrado a partir de la dislocación de términos sólidamente connotados. El rastro literario de Spleen se desvanece y renace convertido en un preciso momento ideal para deglutir la comida elegida: el ceviche. O, también, dadas las reiteradas desilusiones en la ingesta de platos aparentemente promisorios, el personaje se rebela contra su adicción y baraja la posibilidad de convertirse en “artista del hambre” (23). Los jugos digestivos del singular personaje –casi un Dongui domesticado– al ritmo de sones propios y ajenos degluten y transforman en un suculento bolo alimenticio delicias peruanas de variada índole junto con referencias a Kafka, Baudelaire, Da Vinci en un ajetreado arrabal porteño. En el tránsito, el verosímil realista se tiñe de parodia; y contribuyen al caso, los acertados nombres de personajes secundarios que aparecen y desaparecen de la escena según la mesa servida que el Sapo elija. Peruanos músico-trafi-


fantasmas, Bug Bunny, La última cena, etc. se entreveran con las asépticas fechas que anuncian las notas personales del Sapo escritas durante un caluroso diciembre de 2007. El último capítulo descalabra el orden de la novela. El narrador da el zarpazo final: se presenta, confiesa sus aventuras literarias, sus jugadas apócrifas y las escenas fraguadas que hicieron posible la factura de este original texto.

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cantes, policías de dudoso rango, torturadores, travestidos, mujeres pasionales, niños parricidas se esbozan detrás de creativos apelativos. Sudor de Sombra, Intestino Delgado, Alejo Frau, el Poio, el indio Mineral son algunos de los nombres que dan cuenta del recurso y contrastan con otros que por discretos desentonan. Los títulos de los capítulos afirman la estrategia. Pez gordo, Acidez, Fritura, Final con

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• Editorial 1 RESEÑAS

• Arthur Schnitzler, exponente de la literatura vanguardista, Anna Rossell 2 • Obsesivo (y no pálido) fuego, Fabián Soberón 2 • Desenmascarar la conciencia, Anna Rossell 3 • Pensar en futuro, Jimena Néspolo 4 • Richard Ford en el desierto, Fabián Soberón 5 • Entre la novela y la historia, Anna Rossell 6 • Mujeres en escena, Karina Wainschenker 8 • La novela de la vida, Julieta Lerman 9 • Como el agua fresca, Rosana Koch 11 • El ejercicio de leer, Natalia Gelós 12 • La razón personal, última instancia de la moralidad, Anna Rossell 13 • Razones para vivir la vida, J.S. de Montfort 13 • Coreografías complejas: la veloz multifocalidad del presente, Walter Romero 14 • La mirada indiscreta, Laura Cabezas 15 • Vender la piel del oso antes de cazarlo, Anna Rossell 16 • Un cruel caleidoscopio de la ciudad, Fabián Soberón 17 • Mutilación como esencia natural del ser humano, Anna Rossell 18 • (A vueltas) con la novela de la vida, J.S. de Montfort 19 • Retrato en penumbras de una generación perdida, Fabián Soberón 20 • Decálogo del Perfecto Manipulador, Jimena Néspolo 20 • Música y resistencia espiritual en el Holocausto, Rosa Chalkho 21 • A pelo sobre el lenguaje, Ana Ojeda 22 • Extraña forma de madurez, J.S. de Montfort 23 • La escritura como profesión, Rosana Koch 24 • El oficio de lector, Fabián Soberón 25 • Peligro, poesía!, Jimena Néspolo 26 • Un futuro brillante, Fabián Soberón (Entrevista a Ernesto Mallo) 27 • Tenemos que hablar de..., Natalia Gelós 28 • Ánimo y ánimas de animales, Jimena Néspolo 29 • Un presente maravilloso, J.S. de Montfort 31 • Decálogo del Perfecto Provocador, Jimena Néspolo 32 • Entre el verde y el frío, Natalia Gelós 32 • Conversaciones con Céline, Fabián Soberón 33 • La intimidad, una serie de violencias salteadas, Marcos Seifert 33 • Sobre la conflictividad constitutiva del espacio urbano, Ramiro Segura 34 • Cuestión de ritmo, J. S. de Montfort 35 • El desconcierto del presente, Felipe Benegas Lynch 36 • Las fascinantes crónicas de un dandy sombrío, Fabián Soberón 37 • La escanción como dispositivo proliferante, Silvana López 38 • El ejercicio de mirar, el desafío de nombrar, Natalia Gelós 39 • Un curioso club, Fabián Soberón 40 • El humor como credo, Rosana Koch 41 • Haciendas, Jimena Néspolo 42 • Los enemigos de la poesía, J. S. de Montfort 43 • Virtudes y callejones, Jimena Néspolo 44 • La incomodidad de los hechos, Felipe Benegas Lynch 45 • La epopeya del aprendiz de lenguas, Pablo Manzano 46 • Una pausa en los ladridos, Mauro Peverelli 49 • Recuerdos del presente, J.S. de Montfort 49 • La imaginación maniatada, J. S. de Montfort 50

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SUMARIO

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• Vivir afuera, Marcos Seifert 51 • La maestría de la sencillez, Anna Rossell 52 • El azar de la digresión, Marcelo Damiani 53 • Lo que da sentido al mundo, Julieta Tonello 54 • Ese silencio que grita, Rosana Koch 55 • Las tormentas privadas, Natalia Gelós 56 • Cavilaciones de una santa, Felipe Benegas Lynch 57 • Las lágrimas de Handke, Christian Martí-Menzel 57 • Pariente del mar, Marta Aponte Alsina 60 • Voz a ti debida, J. S. de Montfort 60 • Regresión romántica a un pasado mítico, Anna Rossell 61 • La pregunta con respuesta, Rosa Chalkho 62 • Metáforas de la vida, Leticia Moneta 63 • Sobre las pequeñas intenciones, Fabián Soberón 64 • El escritor argentino y la tradición en el siglo 21, LauraCabezas 65 • Filosofía en clave de novela negra, Anna Rossell 66 • Arroz con monstruos, Walter Romero 67 • ¡Ángela!, Jimena Néspolo 68 • Una navaja en la cartera, Marcos Herrera 69 • El temblor del hijo, Felipe Benegas Lynch 70 • La importancia del artista, J. S. de Montfort 71 • Juegos rabiosos, Jimena Néspolo 72 • Algo parecido a un destino, Mauro Peverelli 73 • La tentación artefactual, Walter Romero 74 • La sopa del dolor, Jimena Néspolo 75 • Narratividad y empatía, J. S. de Montfort 76 • Los dos lados de la trampa, Felipe Benegas Lynch 77 • Una profecía literaria sobre el genocidio judío, Anna Rossell 78 • Una reunión de lectores en la Librería Argentina, Silvana López 79 • Un sutil aleteo la muerte, Natalia Gelós 80 • Certificación de lo invisible, J.S. de Montfort 80 • De absurdo en absurdo: la ética del escritor, Felipe Benegas Lynch 81 • Tan rara y visceral como encontrar mandrágora, Rosana Guardalá 82 • La irresolución de Descartes, J. S. de Montfort 83 • La belleza entre las manos, Ignacio Bosero 84 • Periodismo a pie de calle. Crónica de la posguerra alemana, Anna Rossell 85 • El jardín de los presentes, Felipe Benegas Lynch 86 • Las vanguardias bajo el microscopio, Anna Rossell 86 • Erudición al alcance de los niños, Jimena Néspolo 87 • Un cuento que nos sepamos todos, Diego Niemetz 89 • La conspiración impensable, Marcelo Damiani 90 • Natural o extravagante, Natalia Gelós 91 • Memorias dolientes y largos peregrinajes, Laura Mombello 92 • Desde la mirada ajena, Rosana Koch 93 • Afueramente adentro, Walter Romero 94 • El gran pez, Mauro Peverelli 95 • Civilización & Barbarie, J. S. de Montfort 96 • La araña, el ojo, la fiebre, Jimena Néspolo 97 • Las vueltas de lo siniestro, Natalia Gelós 98 • Circularidad de la Nada, José Sabater de Montfort 99 • Las orillas sin río, Nicolás Hochman 100 • La alquimista de lo leve, Natalia Gelós 101 • La escritura de la existencia, Rosana Koch 101 • La totalidad perceptiva del arte (o la decadente nostalgia del remake), J. S. de Montfort 102


• De crónicas y domadas, Natalia Gelós 103 • Piezas breves, piezas de resistencia, J.S. de Montfort 104 • Para una literatura no principesca, Jimena Néspolo 105 • Victoria, Ignacio Bosero 106 • Mantener a raya a los muertos, Mauro Peverelli 107 • Más vasos, más sed y más botellas, Marcelo Damiani 108 • El campo, el río, la ciudad, Sandra Gasparini 108 • Otros textículos, Ana Ojeda 109 • Música en tensión, Matías Scafati 110 • El árbol de la vida, Rosana Koch 111 • Los invisibles, Natalia Gelós 112 • Elogio del experimento (trunco), Jimena Néspolo 112 • Textículos, de Ana Ojeda 114 • Proyecto Cine, Fabián Soberón 115 • Perversiones al alcance de la mano, Nicolás Hochman 116 • El sueño real , Ignacio Bosero 117 • Utopía vindicada, Gisela Heffes 118 • Tragedias familiares, Marcelo Damiani 120 • El cortejo caníbal, Natalia Gelós 121 • La infancia en pedazos, Mauro Peverelli 122 • Esa carrera loca, Jimena Néspolo 123 • De falsaciones y falsarios, Jimena Néspolo 124 • Situarse en la duda, Rosana Koch 124 • La escritura propia, Ignacio Bosero 125 • Periodismo que respira, Natalia Gelós 126 • La literatura del detritus y la resucitación: Quignard, el jansenista, Walter Romero 127 • Etéreo palpitar de los corazones, Natalia Gelós 128 • La inutilidad de las cosas, Pablo Manzano 129 • Un Wilcock desconocido, Nicolás A. Chiavarino 130 • La marca del jugador del pueblo, Natalia Gelós 131 • Hondonada, Marcelo Damiani 132 • Deber las promesas, Ignacio Bosero 132 • Palabra de pie, Jimena Néspolo 133 • Restos literarios, Marcelo Damiani 134 • La novela como voltereta, Walter Romero 135 • Mujeres que cocinan sombras, Natalia Gelós 136 • Noticias de un fantasma, Jimena Néspolo 137 • Un libro visionario pensado para el porvenir, Marcelo Damiani 138 • Sueño con niños, Jimena Néspolo 139 • Hacia un canon personal, Marisa do Brito Barrote 140 • En el orden de lo compartido, Diego Bentivegna 141 • Manual de instrucciones egocidas, Jimena Néspolo 142 • Teatro de guerra, Pablo Manzano 142 • Fracasa de nuevo. Fracasa mejor, Jimena Néspolo 143 • Cuando el inglés es yoruba, Anna Rossell 144 • Pedagogía, narrativa y deporte, Jimena Néspolo 145 • Lo que queda, Mauro Peverelli 147 • Llegar tarde, ser viejo en primavera, Diego Bentivegna 147 • Un laberinto barroco para el grotesco argentino, Adriana Mancini 148

HUMOR

• Humor crónico, Carlos Maslaton 149


15 BOCADESAPO ISSN 1514-8351


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