11 BOCADESAPO Revista de arte, literatura y pensamiento
La vida sensible. Emanuele Coccia Dossier Fotografía: Gelós, Moneta, Gamarnik, Olivera, Russo, Hernández Castellanos, Pérez Fernández Entrevista a Paula Luttringer Del doctor Frankenstein a David Cronenberg y más allá La poesía de Jorge Leónidas Escudero Opinan Benegas Lynch, Covadlo, Gil y Gusmán Tercera época | año XII | Nº11 | Diciembre 2011
11 Tercera época | año XII | Nº11 | Diciembre 2011
SUMARIO
• Editorial • La vida sensible. Emanuele Coccia
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STAFF DIRECTORA
Dossier Fotografía
• Presentación. Natalia Gelós • Fotografía y posmodernidad. Leticia Moneta • El nacimiento de un nuevo fotoperiodismo. Cora Gamarnik • Alberto Etchebehere, narrador de luces y sombras. Javier Olivera • Foto, identidad y performance. Sebastián Russo • Algunas reflexiones en torno a fotografía y violencia. Camilo Hernández Castellanos • Historia, teoría y fotografía digital. Silvia Pérez Fernández
Jimena Néspolo
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JEFA DE REDACCIÓN Natalia Gelós
CONSEJO DE DIRECCIÓN Diego Bentivegna - Emanuele Coccia
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Claudia Feld - Gisela Heffes - Walter Romero
JEFE DE ARTE
Entrevista
• Paula Luttringer: “La incertidumbre de no saber”. Natalia Fortuny
Jorge Sánchez
56 DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
Artículos
• Del doctor Frankenstein a David Cronenberg y más allá. Juan Francisco Ferré • Elogio de la piedra y del oro. Jimena Néspolo
Mariana Sissia
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ILUSTRADORES Paula Adamo - Víctor Hugo Asselbon
Opinión
• La boca de la fortuna. Luis Gusmán • Divinidades del sagrado Riachuelo. Lázaro Covadlo • Sólo se trata de tirarse al agua. Solange Gil • La cueva de los sueños. Felipe Benegas Lynch
Santiago Iturralde - Florencia Scafati
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Salvador Sanz
COLABORADORES Felipe Benegas Lynch - Lázaro Covadlo Juan Francisco Ferré - Natalia Fortuny
Historieta
• Momentos Kodak. Martín García Garabal
Cora Gamarnik - Sol Gil - Luis Gusmán Camilo Hernández Castellanos Leticia Moneta - Javier Olivera - Silvia Pérez
La fotografía de tapa pertenece a Vicky Aguirre, también la de la página 64. Las fotos reproducidas en la aper-
Fernández - Sebastián Russo
tura del dossier y en la entrevista son de Paula Luttringer. Imágenes de Rodrigo Néspolo acompañan el texto “La vida sensible”. Javier Olivera aportó fotografías de su abuelo, Alberto Etchbehere, para ilustrar su testimonio. Se reproducen las siguientes series fotográficas de Mariana Goncalvez Da Silva: “Funcionando con normalidad” (12-19), “Argentinazo” (47-55), “Cárcova” (70-75). El artículo sobre nuevo fotoperiodismo argentino contiene fotografías de A. Becquer Casaballe, Alberto Rossi, Rafael Calviño, Daniel García y Carlos Villoldo.
El tema musical que acompaña el flash-book de la revista es “El amor”, de Puente Celeste (Mañana domingo, 2004, Musical Antiatlas Producciones).
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ISSN 1514-8351 Impresa en Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
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EDITORIAL
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ara Averroes –el filósofo árabe que revolucionó la ontología medieval cristiana y que occidente proscribió por siglos– nuestra humanidad se fundamenta en las imágenes que nos pueblan y que nos unen a la sustancia de todo aquello que pueda ser pensado. En diálogo con Giorgio Agamben y bajo la forma genérica del “comentario filosófico”, Emanuele Coccia afirma en su libro Filosofía de la imaginación. Averroes y el averroísmo: “Al concepto de persona, caro a la moral, el averroísmo enseñó a oponer la idea de una síntesis móvil entre una potencia imaginativa y la potencia –carente de forma y carente de universo – de todas las ideas y de todos los conceptos (…). Sólo en el acto de imaginar, el hombre está unido al pensamiento y puede considerarse racional.” Leída por el gran poeta medieval Guido Cavalcanti, y también por Borges, la reflexión averroísta anuncia que las relaciones intersubjetivas son relaciones fantasmáticas, que la imaginación define al hombre, que el pensamiento es un ser de pura potencia en busca de individuación y que, por ende, es sólo pasión y receptividad. Los versos del poeta sanjuanino Jorge Leónidas Escudero –a quien aquí homenajeamos– parecen hablar hoy del mismo desgarro: “la poesía te usa abusa/ de tu ignorancia y te hace creer que sí,/ quel poema es tuyo cuando sos el muñeco del ventrílocuo Sol”. Esta nueva edición de BOCADESAPO se propone reflexionar sobre la imagen. Emanuele Coccia, nuevo integrante del Consejo de Dirección de la revista, abre el número con un texto que analiza “la vida sensible” como la particular facultad humana de estar en el mundo. El dossier central estudia el tema “Fotografía” desde distintos puntos de vista y plurales fotógrafos exponen su trabajo a lo largo de estas páginas: desde las imágenes intervenidas de Mariana Goncalvez Da Silva y Vicky Aguirre, a las fotografías de Rafael Calviño, Becquer Casaballe, Alberto Rossi, Carlos Villoldo y Daniel García –verdaderos documentos que evidencian el surgimiento a comienzos de los ´80 de un nuevo fotoperiodismo argentino–. Paula Luttringer expone su trabajo que oscila entre la fotografía y el testimonio. También están las imágenes de Rodrigo Néspolo y aquellas alumbradas por el ojo y el arte del director de fotografía Alberto Etchebehere, figura central del cine argentino del siglo XX. Las opiniones de Luis Gusmán, Lázaro Covadlo, Solange Gil y Felipe Benegas Lynch suman más líneas de reflexión al número que la historieta “Momentos Kodak”, de Martín García Garabal, cierra. Por último, Juan Francisco Ferré analiza el cine de la crueldad de David Cronenberg a partir de la novela Frankenstein, o el moderno prometeo, de Mary Shelley.
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LA VIDA SENSIBLE Por Emanuele Coccia
1.
* Emanuele Coccia estudió en Macerata, Francfort, Berlín y se doctoró en la Universidad de Florencia. Enseñó filosofía en la Universidad de Friburgo (Alemania). En la actualidad es maître de conférences en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Publicó: Filosofia de la imaginación (Adriana Hidalgo, 2008), Angeli. Ebraismo Cristianesimo Islam (con Giorgio Agamben, Neripozza, 2009). El presente texto forma parte de su libro La vida sensible, recientemente publicado por Marea Editorial.
Ocurre incluso con los ojos cerrados, cuando todos los otros órganos de los sentidos parecen estar obstruidos al mundo. Si no es el ruido de nuestra respiración, es un recuerdo o un sueño el que nos atrapa del aparente aislamiento para volver a sumergirnos en el mar de lo sensible. Nos consideramos seres racionales, pensantes y hablantes; sin embargo, vivir significa para nosotros sobre todo mirar, paladear, palpar u olfatear el mundo. Sabemos y podemos vivir sólo a través de lo sensible, y no sólo para conocer lo que nos rodea. No es una cuestión gnoseológica: la sensibilidad no sólo es una de nuestras facultades cognoscitivas. Sensible es, en todo y para todo, nuestro propio cuerpo. Somos sensibles en el mismo grado y con la misma intensidad con la que vivimos de sensible: somos para nosotros mismos y podemos ser para los otros sólo una apariencia sensible. Nuestra piel y nuestros ojos tienen un color, nuestra boca tiene un determinado sabor, nuestro cuerpo no deja de emitir luces, olores o sonidos al moverse, comer, dormir. Vivimos lo sensible, pero la cuestión no es reducible tan sólo a una necesidad fisiológica. En todo lo que somos y hacemos tenemos que ver con lo sensible. Accedemos a nuestro pasado y a nuestro futuro sólo en el medio de la luz de la imaginación sensible. Y, sobre todo, nos relacionamos con nosotros mismos no como con una esencia incorpórea e invisible, sino como con algo cuya consistencia es antes que nada sensible. Cada día, pasamos horas para darle a nuestro cuerpo y a las cosas a nuestro alrededor formas, colores, olores diferentes de aquellos que estos tendrían naturalmente. Queremos ese paño y no otro, ese preciso corte, ese color y esas rayas. Hacemos de todo para que haya olores; y en la piel o en el rostro o en el cuerpo trazamos signos, colores en torno a los ojos y color en las uñas, cual si fueran marcas, eficaces talismanes de los que depende nuestro futuro. No es obsesión por la propia imagen. El cuidado de sí y del mundo no es una actividad inmaterial o contemplativa, y tampoco una “práctica” o una acción; esta se resuelve en una ininterrumpida actividad de producción de realidades sensibles. Lo sensible constituye la materia de todo lo que creamos y producimos: no sólo de nuestras palabras sino de todo el tejido de las cosas en las que se objetivan nuestra voluntad, nuestra inteligencia, los deseos más violentos, las imaginaciones más diversas. El mundo no es simple extensión, no es una colección de objetos y tampoco define la simple y abstracta posibilidad de existencia. Ser-en-el-mundo significa ante todo ser en lo sensible, moverse en ello, hacerlo y deshacerlo sin interrupciones. Vida sensible no es sólo lo que la sensación despierta en nosotros. Es el modo en que nos damos al mundo, la forma en la que somos en el mundo (para nosotros mismos y para los demás) y, a la vez, el medio en el que el mundo se hace cognoscible, factible y vivible para nosotros. Sólo en la vida sensible se da el mundo, y sólo como vida sensible somos en el mundo.
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Traducción María Teresa D´Meza
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2. Según la tradición, la vida sensible no define un rasgo exclusivamente humano. Más aún, desde siempre la sensación ha sido considerada ante todo la facultad “a través de la cual los vivientes, además de poseer vida, devienen animales” (Alejandro de Afrodisia, In De anima, 38, 18-19). A través de los sentidos vivimos independientemente de nuestra diferencia específica de hombres, de animales racionales: la sensación da forma, en nuestra vida, a lo que esta no tiene de específicamente humano. La vida sensible –la vida animal en todas sus formas– puede definirse como una particular facultad de relacionarse con las imágenes: esta es la vida que las imágenes mismas han esculpido y hecho posible. Todo animal es una particular forma de apertura a lo sensible, una cierta capacidad de apropiarse y de interactuar con ellas. “Tal como la facultad vegetativa actúa sobre la comida, así la facultad sensitiva necesita de lo sensible para poder activarse” (Alejandro de Afrodisia, In De anima, 39, 2-3). Si es la facultad sensitiva la que da nombre y forma a todos los animales, las imágenes juegan un papel similar a la comida en cuanto a plasmar la manera en la que vive cada uno de ellos. La vida necesita de lo sensible y de las imágenes en el mismo grado en que necesita de alimento. Lo sensible define, pues, las formas, las realidades y los límites de la vida animal. Por lo tanto, para que exista la vida y se dé como experiencia y sueño, “es necesario que exista lo sensible” (Aristóteles, De anima, 417b, 25-26). Sólo interrogándonos sobre la naturaleza y sobre las formas de existencia de lo sensible pueden definirse las condiciones de posibilidad de la vida en todas sus formas, ya sea humana o animal. La distancia que separa la vida humana del resto de la vida animal no es en efecto el abismo entre la sensibilidad y el intelecto, la imagen y el concepto. Gran parte de los fenómenos que rubricamos como espirituales (tales como el sueño o la moda, la palabra o el arte) no sólo presuponen alguna forma de comercio con lo sensible, sino que son posibles sólo gracias a la capacidad de producir imágenes o de ser afectados por ellas. Entre hombre y animal existe una diferencia de grado y no de naturaleza: lo que hace humano al hombre es sólo la intensidad de la sensación y de la experiencia, la fuerza y la eficacia de las imágenes en su vida. Lo sensible en cuyo medio vivimos y donde somos seres mundanos no nos es dado como un destino irreparable. No hay un solo pelaje, una sola voz, ya sea humana o animal: los sonidos, las luces y los olores en los que nos damos al mundo pueden cambiar a cada instante. La relación con lo sensible que nosotros mismos somos, con el fantasma que encarnamos, es siempre poética, mediada por un hacer y por técnicas individuales y colectivas. Todavía hace medio siglo, Helmuth Plessner podía considerar que no estaba resuelto el enigma sobre “qué posibilidades específicas obtiene el hombre de sus sentidos, en los que suele confiar y de los cuales depende”. Su proyecto de una “estesiología del espíritu”, precisada luego en el contexto de una “antropología de los sentidos”, en realidad debería invertirse: más que preguntar cuáles son las posibilidades específicas que el hombre obtiene de los sentidos, deberemos preguntarnos qué forma tiene la vida en la sensación, en los hombres tanto como en los animales. ¿De qué es capaz lo sensible en el hombre y en su cuerpo, hasta dónde pueden llegar la fuerza, la actividad, la influencia de la sensación en las actividades humanas? Y también, ¿qué estadio de la vida sensible, qué modo de la vida de las imágenes solemos llamar “hombre”? En esta inversión dialéctica no es sólo el punto de vista el que cambia. Se trata más bien de evitar presuponer una naturaleza humana más allá de las potencias que la definen.
| Lo sensible constituye la materia de todo lo que creamos y producimos: no sólo de nuestras palabras sino de todo el tejido de las cosas en las que se objetivan nuestra voluntad, nuestra inteligencia, los deseos más violentos, las imaginaciones más diversas. |
| La relación con lo sensible que nosotros mismos somos, con el fantasma que encarnamos, es siempre poética, mediada por un hacer y por técnicas individuales y colectivas. |
Para comprender “qué posibilidades específicas obtiene el hombre de sus sentidos, en los que suele confiar y de los cuales depende”, es necesario resolver un doble enigma. En primer lugar, será preciso interrogarse sobre el modo de existencia de lo que llamamos sensible. Si la vida sensible no tiene necesariamente orígenes humanos (sin que por ello sea ajena al hombre), la ciencia de lo sensible –y por fácil silogismo la ciencia de lo viviente– tiene una extensión más vasta y más general que una antropología. La ciencia de lo sensible puede articularse sólo en los términos de una física de lo sensible. Por el contrario, una antropología de lo sensible no deberá interesarse en el modo en que las imágenes y lo sensible existen frente al hombre dotado de sentidos, sino estudiar los modos en que la imagen y lo sensible dan cuerpo a las actividades espirituales y dan vida a su propio cuerpo.
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3. Sobre la vida sensible pesa, desde el origen de la modernidad, un curioso destino. Contra ella no sólo se armaron, como había ocurrido en el mundo tardoantiguo, el poder político y la teología. La propia filosofía la hizo objeto de una verdadera exclusión: ella decretó que lo sensible no tiene una existencia separada y separable del sujeto que a través de ello conoce la realidad. La vida sensible está rigurosamente limitada y reducida al simple conocimiento psíquico y sensorial interno a un sujeto. La prohibición de reconocer alguna autonomía ontológica a lo sensible no es sólo uno de los innumerables mitos fundadores que la modernidad ha elaborado y cultivado. En el gesto, en apariencia insignificante, a través del cual Descartes intentó liberar “el espíritu de todas esas pequeñas imágenes que andan dando vueltas por el aire, llamadas especies intencionales, que tanto agotan la imaginación de los filósofos”, se juega en efecto la batalla decisiva del pensamiento moderno contra su propio pasado. La cruzada contra una opinión que Hobbes definirá como “peor que lejana del sentido común, porque de hecho es imposible” involucró a casi todos los pensadores reconocidos bajo la bandera de lo moderno. Como afimará Malebranche en su Recherche de la vérité, “no hay verosimilitud alguna en el hecho de que los objetos envíen imágenes o especies que se les parezcan”. Las razones de la unamidad de los modernos son fáciles de comprender. En efecto, sólo a través de la definición de lo que puede parecer un simple detalle gnoseológico se hace posible pensar un sujeto realmente autónomo de las cosas. Sólo la prohibición de la especie intencional permitió hacer coincidir al sujeto con el pensamiento (y lo pensado) en todas sus formas. En palabras de Descartes, la sensación y la vida sensitiva pueden explicarse sólo a partir del sujeto: no sólo “no hay necesidad alguna de suponer entre los objetos y nuestros ojos un pasaje efectivo de algo material para que podamos ver los colores y la luz”, sino que tampoco hay necesidad de “que haya en esos objetos algo similar a las ideas o a las sensaciones que tenemos de ellos”. La existencia del hombre basta por sí sola para explicar la existencia y el funcionamiento de la sensación. “De los cuerpos percibidos por un ciego no sale nada que deba pasar a lo largo del bastón hasta la mano, y la resistencia o el movimiento de esos cuerpos, sola causa de todas las sensaciones que tiene, no es modo alguno similar a las ideas que se forma de ellos.” A los ojos de los modernos, la especie intencional se presentaba como un obstáculo inútil que impide pensar la percepción subjetiva iuxta propia principia: la existencia de lo sensible en tanto contemporáneamente separada del sujeto y del objeto en efecto hace imposible toda reducción de la teoría del conocimiento a psicología, a teoría del sujeto. Toda teoría de las imágenes deviene ahora una rama accidental de la antropología y, a la inversa, sólo la exclusión de las “imágenes” de todo acto espiritual permite considerar la reflexión del sujeto sobre sí mismo como el fundamento de todo conocimiento. La verdad y la consistencia del propio trilema cartesiano están amenazadas por la existencia de las especies intencionales. Una intención es una astilla de objetualidad infiltrada en el sujeto; a la inversa, ésta expresa al sujeto en tanto proyectado hacia el objeto y la realidad exterior, no psíquica (literalmente, tendido hacia ellos). Si es gracias a esta species que podemos sentir y pensar, toda sensación y todo acto acto de pensamiento demostrarán por cierto no la verdad del sujeto ni su naturaleza, sino, precisamente, la existencia de un espacio en el cual sujeto y objeto se confunden. Por más absurda que pueda parecer a quien ha estado habituado a considerarla durante siglos una primitiva fantasmagoría sobre nuestro modo
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de conocer, la doctrina de las especies intencionales estaba motivada por evidencias “fenomenológicas”. Reanalizar ahora las razones y las evidencias de una teoría que tanto ha “agotado la imaginación de los filósofos” no significa promover un retorno nostálgico a un pasado sepultado bajo los escombros. Se trata más bien de suspender por un instante el sueño dogmático que niega ciudadanía filosófica a ideas cuya necesidad ya no se es capaz de reconocer. Se trata de ponerse alguna vez frente a las imágenes y a su existencia con los ojos libres de prejuicios, un poco más abiertos y perspicaces que los del ciego del cual hablaba Descartes.
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4. Sueño, piel, moda y diseño, tatuaje, experiencia, lenguaje o reproducción biológica: existe un vínculo entre vida e imágenes que supera la simple articulación entre sustancia y accidente o entre naturaleza y operación. La imagen logra capturar lo real (ya sea psíquico u objetual), logra transformarlo en algo capaz de existir más allá de sí mismo, de la propia naturaleza y de la propia individualidad; esta lo multiplica y lo hace infinitamente apropiable. Es en ese sentido que lo sensible da vida a lo que no la posee y da cuerpo al viviente. Todo viviente puede definirse como lo que tiene una relación esencial con una imagen, que custodia la propia imagen de sí, en la forma de una conciencia, así como en la forma de la especie (de la propia apariencia y de la propia identidad). La existencia de las imágenes no es sólo la condición de posibilidad para que exista la vida. Esta es sobre todo el medio, el primer mundo, el primer vestido de todo viviente (y junto a ella, su desnudez específica). La vida parece poder decirse propia de las imágenes. O si no es así, es sólo a través de éstas que puede transmitirse, pasar de las cosas a los sujetos, y regresar de estos a los otros sujetos y al mundo. Si también la imagen es sólo un estado (y no la sustancia) de aquello que vive, este estado parece representar su condición, o mejor aún, su consistencia más obvia. La vida sensible es aquello por lo cual toda cosa no es reducible a sí misma, se multiplica, puede existir más allá del sujeto, deviene infinitamente apropiable y produce efectos (conduce a la imitación). Si el viviente tiene una relación privilegiada con la imagen, si la vida existen sobre todo en el estado de imagen, es porque su movimiento más característico, su obra más específica, es la transmisión. Biológicamente todo viviente es lo que hereda y debe heredar, la identidad: vida es ante todo lo que puede ser transmitido, el ser propio de la tradición. Por ello, en el lenguaje un tanto rudo de la ciencia contemporánea, ésta se define sobre todo a través de la reproducción. La reproducción no es sino el movimiento supremo de la transmisión, donde se transmite no sólo una identidad sino la posibilidad misma de ser. La definición en este sentido es exacta, pero debe llevarse a sus límites más extremos. La reproducción está en todas partes, en cada gesto suyo, material o espiritual: la vida no hace sino reproducirse en imágenes de sí, no hace más que emitir imágenes. Y en toda imagen el viviente se multiplica a sí mismo. La reproducción es uno de esos movimientos sensificación, acaso el más radical. Nuestro cuerpo ya es medio de sí mismo, por eso siempre está dividido en vestido y desnudo, intracuerpo y cuerpo anatómico, sueño y vigilia. Sólo por eso todos sus actos son siempre multiplicación y reproducción de sí. El viviente no hace más que reproducirse en mil formas y modos. Lo sensible, la imagen, no es sino el ser en acto de esta reproducción infinita. Y todo animal es tanto más capaz de reproducirse cuanto más es tocado por lo sensible. Se llamará vida, pues, sólo a la capacidad de custodiar y emanar imágenes.
| Se trata más bien de suspender por un instante el sueño dogmático que niega ciudadanía filosófica a ideas cuya necesidad ya no se es capaz de reconocer. Se trata de ponerse alguna vez frente a las imágenes y a su existencia con los ojos libres de prejuicios, un poco más abiertos y perspicaces… |
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fotografías de Rodrigo Néspolo
| El viviente no hace más que reproducirse en mil formas y modos. Lo sensible, la imagen, no es sino el ser en acto de esta reproducción infinita. Y todo animal es tanto más capaz de reproducirse cuanto más es tocado por lo sensible. |
DOSSIER FOTOGRAFÍA
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PRESENTACIÓN Por Natalia Gelós
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igámoslo: escribir, escribe cualquiera. Todo el tiempo, en todas partes ¿Cuántas palabras se escriben cada día, por minuto, por segundo? Palabras en mensajes de texto, en tuits, en comentarios de Facebook. Palabras sobrevaluadas, o tan esperadas, frente a la página en blanco y el cursor titilante del Word. Palabras que se apilan como hormigas. En los diarios, en un cuaderno ajado, en listas. Tantas palabras. Algo similar ocurre con la fotografía. Digámoslo también: cualquiera toma una fotografía ¿Cuántos flashes se disparan por día? El artista que busca el ángulo indicado, el reportero gráfico que necesita la primicia, el adolescente que se fotografía con el torso desnudo en el espejo de un baño para luego subir esa foto a las redes sociales. El turista, el fotógrafo social, la abuela que fotografía a su nieto. Cientos y cientos de veces un obturador se abre y se cierra para capturar esa imagen fantasma que desafía al tiempo. Las tensiones entre lo público y lo privado sobrevuelan estas escenas. En ambos casos, se produce un registro. Se producen modos de mirar el mundo.
*** Tanto la escritura como la fotografía problematizan a su modo las posibilidades para abordar la subjetividad. En su libro El periodismo cultural1, Jorge Rivera esbozaba una definición de lo que conocemos como perfil dentro de la no-ficción: “Tiene que ver fundamentalmente con la nomenclatura de las artes plásticas. Perfil, en definitiva, es el contorno aparente de la figura, representado por líneas que determinan más o menos esquemáticamente la forma de aquella. En este sentido, la palabra tiene vinculación con otras dos, que también se utilizan en el campo del periodismo y que pertenecen respectivamente al dibujo y a la fotografía: el esquicio –o apunte de dibujo– y la instantánea, o fotografía obtenida sin preparación previa.”
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Todo perfil requeriría “cierto grado de información puntual sobre las características del personaje (no más, en definitiva, que la asimilable por un lector general o con intereses sólo marginales)” y exigiría, en cambio, “una considerable capacidad para intuir sus facetas de color y para presentarlo de manera atractiva e interesante en sus aspectos humano e intelectual”. Sería, digamos, un fogonazo que exponga al sujeto, que lo deje en carne viva. No tanto un adn minucioso, más bien, una radiografía de su esencia. El perfil apunta al hueso del personaje. El perfil y su hermana, la crónica, son los terrenos más fecundos para recorrer desde el periodismo narrativo. Son también maneras de plantear subjetividades. Cuando el libro de Rivera fue publicado, en 1995, estos géneros no gozaban de buena salud, pero hoy se han convertido en las vedettes del mundo editorial. La noficción y la crónica viven en una paradoja. Si bien los diarios las evitan, encaprichados ellos en ofrecer al lector textos cada vez más cortos, las editoriales publican al año decenas de libros de este tipo. De todos modos, siempre hubo resquicios en los que se filtraron esos textos vívidos, tan bastardeados por la vorágine de la jornada completa en el periodismo diario. En el 2011, dos grandes del género tuvieron su antología. Dos nombres que, desde sus costas, una en Argentina, en México el otro, produjeron en las últimas décadas exquisitas piezas literarias de no ficción, y entre los varios géneros que abordaron, siempre se destacaron en la realización de perfiles. Se trata de María Moreno2, con Teoría de la noche y La comuna de Buenos Aires. Relatos al pie del 2011, y de Carlos Monsiváis, con Los ídolos a nado3. Ambos autores lograron conformar una obra que conjuga la crónica con el ensayo periodístico, pasaron por el perfil con maestría, y abrieron la discusión de la mejor manera: escribiendo. Sus textos zanjan por sí solos esa discusión que busca, en algunos casos, mantener al periodismo lejos del corral de la literatura. En los trabajados de Moreno y Monsiváis, hay una literatura que toma la realidad sin filtros, sin sublimaciones. Es que si en sus inicios la fotografía fue abucheada por los puristas del arte, que veían en ella un producto mecánico y huérfano de toda posibilidad artística, algo similar ocurre con el periodismo, que hasta la actualidad encuentra detractores que se empeñan en mantenerlo lejos de las tierras literarias. Los textos de Monsiváis (que falleció en el 2010) conjugan una mirada urbana, una multiplicidad de recursos y una mirada de autor. Sus retratos de María Félix, de Dolores del Río, dejan ver un punto de vista construido con sutileza, pero sin afectación. Por su parte, los perfiles de María Moreno –abordando a personajes como Marta Minujín, Martín Karadagián, Pedro Lemebel– hablan
de los retratados, de su autora y de la sociedad en la que ambas partes se insertan. Como en la fotografía, son intersticios con los que vencer al tiempo. Los hermana el estilo frondoso, la astucia para elegir los testimonios, la intuición para estructurar ese relato, por alumbrar las zonas cruciales, por dejar ir las que no lo ameritan. Se trata de agudizar el instinto de selección. La mirada elige, construye, crea y recrea una identidad. Puede pensarse al retrato fotográfico como un género paralelo al del perfil. En ambos, no sólo se construye la identidad del sujeto retratado, también la del sujeto que lo aborda. En su libro, El tiempo de la máquina4, su autora, Paola Cortés-Rocca, trabaja la noción de retrato como escritura del Yo y dice: “Con el retrato fotográfico descubrimos no tanto que el rostro del hombre sostiene toda representación, sino más bien que representar es encontrar lo visible o descubrir el rostro de las cosas”. Los relatos nos atraviesan. Aunque en los diarios los textos se adelgacen para intentar así lograr una semejanza con la estructura del on-line, bajo el supuesto falaz de que todo texto que se sube a la web debería ser corto, el periodismo literario es valorizado: las mieles también engalanan a la fotografía. El marco que contiene la imagen se asemeja cada vez más a una ventana, el cine avanza en sus variantes de 3D, los televisores en casa ofrecen High Definition, la imagen en movimiento parece alcanzar la perfección hasta el paroxismo. Y hay quienes hablan incluso del boom del libro fotográfico. Rocca-Cortés toma una frase de Eugène Delacroix: “Lo que hay que comprender y reflejar de la persona o del objeto que se dibuja, es pues, sobre todo, el espíritu”. Luego, la autora avanza en esa reflexión: “Con la certeza que solo da el instante, el retrato afirma la peculiaridad de un rostro que es único e irrepetible durante esa eternidad que va desde el encuadre hasta el clic de la cámara”. Captar la eternidad en un instante. Combatir lo perecedero. María Moreno afirma que la escritura inventa. La fotografía hace lo propio. Y ambas, a su manera, son armas exquisitas para derrotar lo efímero. *** El presente dossier habla sobre fotografía y, por supuesto, no sólo la piensa, también la muestra, la sube al escenario. Por estas páginas desfilan entonces las imágenes impregnadas de una cotidianeidad velada, como la de unos dedos aferrados al pasamanos de un subte, una mirada perdida en la multitud, un rostro que se vuelve en una escalera mecánica. Ahí están los cuerpos calientes de furia en el diciembre de 2001, la belleza altiva de Zully Moreno dejándose asir por el arte de Alberto Etchebehere, una cuna, como flor silvestre, en una habitación de hospital.
1 Rivera, Jorge. El periodismo cultural. Ed. Paidos, Buenos Aires, 1995 (pág. 115-140) 2 Moreno, María. Teoría de la noche. Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago, Chile, 2011. La comuna de Buenos Aires. Relatos al pie del 2011. Ed. Capital Intelectual. Buenos Aires, 2011. 3 Monsiváis, Carlos. Los ídolos a nado. Debate, Buenos Aires, 2011. 4 Cortés-Roca, Paola. El tiempo de la máquina. Retratos, paisajes y otras imágenes de la Nación. Colihue, Buenos Aires, 2011, pág. 43.
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Y, por supuesto, están los textos: Son todos modos de aproximarnos a la fotografía, esa otra manera de inventar una mirada que ayude a mirarnos. Leticia Moneta analiza el lugar de la fotografía en la posmodernidad, sus modos de obligar a redefinir los límites del arte. Cora Gamarnik apunta batallas y triunfos del periodismo gráfico nacional a propósito de los treinta años de la primera muestra, en 1981, en aquel pequeño salón porteño, durante la última dictadura militar. El testimonio de Javier Olivera rescata la figura de su abuelo, Alberto Etchebehere. Sebastián Russo analiza Mi vida después, el biodrama de Lola Arias. Investiga las posibilidades y los devenires de la fotografía que irrumpe en la escena teatral a modo de intimidad descarnada y, a la vez, re abordada para la trama dramática. Camilo Hernández Castellanos propone desnaturalizar la mirada para enfrentar la imagen de un cuerpo violentado: la fotografía de Manuel Álvarez Bravo, “Obrero en huelga asesinado”. Silvia Pérez Fernández retoma las teorías que han servido de marco conceptual desde el que se ha pensado a la fotografía y las mira a la luz de los nuevos procesos de digitalización. Paula Luttringer, entrevistada por Natalia Fortuny, devela qué es lo que busca en ese rastreo arqueológico de su paso por un centro clandestino de detención. Lugares imantados por el terror de la tortura. La mirada de una gemóloga que vuelve al espacio de sus terrores, que habla con quienes vivieron lo mismo, y que trata de asir con la fotografía algo del orden del pasado, de la pesadilla, y exorcizarlos. La fotografía, dice, es su modo de asir la palabra, de transitar una época. En su libro, Cortés-Rocca hace un exhaustivo estudio de los cambios ocurridos a partir de la irrupción de la primera máquina de daguerrotipos en América Latina. Un interesante modo de pensar en los cambios culturales producidos al calor de un avance técnico. Hacia el final, la autora examina el caso de José Martí y sus crónicas desde Estados Unidos: unos textos que dan cuenta de luces y sombras de un país inmerso en revoluciones tecnológicas que tienen, inevitablemente, su correlato en el campo socioeconómico. Luces y sombras: de eso se componen los perfiles, las crónicas. También la memoria. Y es con eso que también trabaja la fotografía. Quizá sea ella misma la más indicada para retratar su propio derrotero.
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fotografías de Paula Luttringer
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Obras de Víctor Hugo Asselbon
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FOTOGRAFÍA Y POSMODERNIDAD La posmodernidad se caracteriza por la falta de referencias fijas y la fotografía por intentar atrapar un instante y
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fijarlo eternamente. La fotografía posmoderna revela esas contradicciones: entre la ficcionalización de la realidad y la pretensión de objetividad, entre lo arbitrario y lo relativo, lo banal y lo único.
por Leticia Moneta
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a fotografía, que surge alrededor de 1839, se constituyó rápidamente como uno de los referentes artísticos y culturales de la modernidad. Sin embargo la posmodernidad también ha exagerado el uso de la fotografía hasta hacer de ella un instrumento de manipulación. Estos dos períodos conllevan distintas cosmovisiones. Joel Eisinger, por ejemplo, señala que mientras que para la modernidad el significado de una obra de arte era inherente a ésta, en la posmodernidad ese significado deviene contingente.1 También es característico de la modernidad el interés por la esencia y pureza del medio artístico lo que se relaciona con la creencia en la universalidad de ciertas verdades y con una preocupación por la representación de la verdad. Para la posmodernidad, en cambio, no hay verdad ni absolutos: todo se vuelve relativo. La posmodernidad sostiene que las verdades cambian con el tiempo porque la cultura y las percepciones también cambian; esto liga nuestras apreciaciones sobre lo que se considera bello y lo que se considera arte con la cultura de cada época y explica por qué lo bello (constitutivo de la obra de arte para la modernidad) es considerado obsoleto e inefectivo en la posmodernidad. Se debe a que lo bello es, en definitiva, un constructo o creencia y por ende carece del valor transcendente que tuvo hasta la modernidad. Un ejemplo de esto puede observarse, en las fotografías de William Eggleston quien encuentra el modo de hacer arte fotografiando neumáticos y cielos rasos, como veremos más adelante. Para el crítico Walter Anderson en la posmodernidad no puede hablarse ya de individualismo. Se niega que pueda existir un yo verdadero ya que el yo está basado en estados momentáneos del cuerpo, del medio ambiente, de la cultura y del lenguaje. 2 El yo, por lo tanto, no tiene sentido más allá de su contexto. Esto implica que un sujeto no puede imprimir un significado personal u original en una obra de arte ya que todo es un producto de la cultura y, consecuentemente, lo que compone a la obra de arte ya preexiste en la socie-
* Leticia Moneta es becaria del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Ha sido parte de la cátedra de Literatura Inglesa de la Universidad de Buenos Aires y actualmente realiza su doctorado, sobre la obra del escritor inglés Julian Barnes.
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| No es de extrañar que David Lynch haya tomado para sus films los ángulos y tonos inaugurados por Eggleston. Eso se debe a que la cualidad central de su obra es de una intensidad magra, monocular, que fija al sujeto tan agudamente como si se lo estuviera recordando de memoria. |
dad. De este modo se anula el valor que la modernidad le asignaba a la subjetividad ya que esto no sería ya más que una construcción social. Crimp, retomando algunas de las ideas de Benjamin, señalaba en 1980 que la operación de vaciamiento o disminución del aura que lleva a cabo la fotografía, esa forma de réplica contestataria a la unicidad de la obra de arte, se había intensificado y acelerado en el arte de las últimas dos décadas. La fotografía en la posmodernidad no intenta recuperar el aura, sino desplazarla a un aspecto de la copia y no del original. Los fotógrafos posmodernos señalan con sus obras que el original no puede localizarse: está siempre diferido, se trata de una ausencia, una presencia amputada de su origen, de su originador, carente de autenticidad. El concepto de originalidad se rechaza y se lo reemplaza por los de cita y referencia. La posmodernidad, en este sentido, significa el fin de lo nuevo. Nuevo es ahora el producto de la recombinación evidente de uno o más elementos distintos provenientes de la cultura contemporánea. Y la presencia de referencias intertextuales se subraya en la obra. De este modo, lo que produce la fotografía posmoderna son representaciones hechas a partir de otras representaciones preexistentes y ya no representaciones de la realidad. Con el desarrollo de esta práctica el juego de referencias se va complejizando hasta perderse toda posibilidad de encontrar un punto de partida primero u original. Al tomar representaciones de cualquier procedencia e incorporarlas en la obra posmoderna, lo que se lleva a cabo es un borramiento de las fronteras entre lo que antes fue alta cultura y cultura popular. Así se desestabilizan los valores antes claros o reconstruibles de las instituciones modernas. La fotografía habla un lenguaje extremadamente poderoso derivado de su cualidad no verbal. Tanto el arte moderno como el posmoderno sostienen que las imágenes deben ser decodificadas. Para la modernidad esta decodificación se realizaba a partir de la comprensión de un lenguaje de símbolos y signos que indicaban significados más profundos, pero para la posmodernidad las imágenes deben ser interpretadas a partir de su relación con otros factores de la cultura. Esto significa que mientras la modernidad veía a la fotografía como una imagen que contiene un significado, la posmodernidad la ve como un objeto cultural. De ahí que el significado de una fotografía para la posmodernidad dependa del uso que de esta se hace. Según Derrida, no hay tal cosa como un significado o experiencia puro porque toda forma de comunicación o de representación depende
de signos cuya naturaleza es la diseminación. Un ejemplo de la multiplicidad de niveles de interpretación que contiene una fotografía puede encontrarse en los retratos de Rineke Dijkstra. Sus imágenes están abiertas a la interpretación y develación por parte del observador. Esta fotógrafa holandesa utiliza la luz, el cuerpo, el paisaje, la expresión facial y la ropa para revelar algo sobre sus retratados que está más allá del fotógrafo. En un simple retrato se esconde una narración que admite niveles de interpretación que van desde lo social y cultural hasta lo psicológico y sexual. Sin embargo, más que desarrollarse contra un movimiento particular, la posmodernidad ignoró los supuestos y las reglas del arte e intentó crear arte de todas maneras. Lo que cuestionaba en última instancia eran las definiciones mismas de arte. La pintura posmoderna se caracterizó por un estilo abstracto o no representacional. Las obras muchas veces parecían ser colores o trazos azarosos sin un diseño o significado. Lo mismo sucede con la fotografía posmoderna, pero el medio ofrece desafíos adicionales ya que la cámara captura una imagen perfectamente representacional. Algunos modos de vaciar esa realidad de un sentido unívoco es elegir imágenes abstractas o banales que desafíen al observador a la hora de enfrentarse con la obra de arte. William Eggleston3 es un fotógrafo que ha trabajado dentro de esta línea. Se lo considera el pionero de la fotografía a color porque fue a partir de su trabajo que ésta comenzó a considerarse artística. Antes era considerada cotidiana y privada, trivial, hasta que en 1976 el MoMA realizó la primera muestra de fotos a color titulada Color Photographs, en la que se podían apreciar 75 fotografías del entorno inmediato de Eggleston, tomadas entre 1969 y 1971, con un empleo intenso y dramático de los colores. La muestra recibió múltiples críticas que iban desde lo formal y técnico hasta lo conceptual, y que insistentemente tildaban de banales a las fotografías de Eggleston. Su trabajo era demasiado radical como para ser considerado bello. La representación de lo banal lleva al observador a reconsiderar el modo en que se construye el significado de lo observado. Las fotografías de Eggleston desafían al proceso de connotaciones y de significación final de otras obras, con su insólita capacidad de llenar de intensidad lo aparentemente trivial y de hacer perfecto o superlativo lo cotidiano. Los objetos fotografiados por Eggleston son los ámbitos y habitantes suburbanos ordinarios: amigos, familiares, conocidos. Pero la normalidad que estos aparentan es engañosa: se trata de una superficie hermética. El ob-
servador no puede penetrar más allá de esa superficie aparentemente familiar que contiene un resabio misterioso, ominoso quizás. No es de entrañar que David Lynch haya tomado para sus films los ángulos y tonos inaugurados por Eggleston. Eso se debe a que la cualidad central de su obra es de una intensidad magra, monocular, que fija al sujeto tan agudamente como si se lo estuviera recordando de memoria. En 1973 Eggleston descubre un sistema de impresión fotográfica utilizado hasta ese momento solo para publicidad por su elevado costo, el Dye transfer. Esto permitía un mayor control de los colores, un uso más independiente de las intensidades. Así se obtenían colores más vivos y saturados que generaban un gran contraste visual sin alterar el tono general de la imagen. Un claro ejemplo de esta experimentación es The Red Ceiling (1973) fotografía en la que se puede ver el cielo raso de una habitación casi totalmente roja, tres cables blancos que, como en una tela de araña, se juntan en el centro bajo una bombita de luz encendida. El ángulo desde el que está tomada esta fotografía es extraño: parecería haber sido tomada por el ojo de un insecto que no elige sus objetos sino que simplemente los observa acríticamente. Se trata de un tipo de fotografía que podría ser usada como evidencia en un juicio, con su estilo austero, comedido y público. En su obra The Democratic Forest (1989), uno esperaría ver imágenes verdes y de la naturaleza, pero contrariamente encuentra parquímetros, máquinas expendedoras de Coca-Cola, viejos neumáticos, carteles rotos, palmeras, postes de electricidad. Eggleston lo llama “una manera democrática de mirar alrededor, en donde nada es más o menos importante”. Sus fotografías muestran trozos de la realidad tal como es. Sin ningún aditamento que las justifique. No ocurre nada en sus fotografías. No hay un acontecimiento importante que transmitir. Eggleston no parece preocuparse por las grandes preguntas. Sus fotos dicen sencillamente lo que parecen decir. Intentar traducirlas a palabras es atropellar al medio y travestir significados.4 En la actualidad, Eggleston trabaja con tonos más apagados y tiende hacia una mayor abstracción. Una de sus últimas fotografías muestra el interior de una heladera de aspecto mortuorio con hielo en capas pálidas abrazando tuberías oxidadas. Todo hace pensar en una reflexión visual sobre la vejez. Sus objetos siguen siendo cotidianos y su mirada sigue aparentando ser extraterrestre. Cindy Sherman5 es una fotógrafa estadounidense que hace un uso muy interesante de la intertextualidad característica de la posmodernidad. Sus primeros tra-
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| En las fotografías ficcionalizadas de Sherman la estrategia consiste en utilizar la aparente veracidad de la fotografía contra sí misma al crear sus propias ficciones. A través de la apariencia de realidad sin fisuras que ofrece la fotografía, Sherman hace brotar la dimensión narrativa. |
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bajos eran autorretratos en los que Sherman aparecía imitando a estrellas clase B de Hollywood. Todas estas fotos se titulaban “Foto fija de la película sin título”6. Si bien Sherman es la modelo en todas sus obras, los disfraces que adopta nos hacen sospechar que la identidad como algo fijo y estable puede ser simplemente un espejismo. Craig Owens dice que “Las fotografías de Sherman actúan como máscaras-espejos que devuelven al espectador su propio deseo (y el espectador propuesto para esta obra es invariablemente masculino), concretamente el deseo masculino de fijar a la mujer en una imagen estable y estabilizadora.”7 Las fotografías de Sherman hacen referencia a otras representaciones (Hollywood, el mundo del cine) cuya misma esencia es la representación. El golpe de gracia de esta fotógrafa está en hacer referencia a imágenes que provienen no sólo de la cultura de masas (el cine), sino además de la vertiente más popular del género, las películas clase B. Por medio de esta reapropiación se eleva a la cultura de masas al rango de arte elevado que amerita ser citado. En este juego de palabras y citas de la posmodernidad lo que se pierde es el referente original o primero de las representaciones. Sherman parecería mantenerse anclada a una referencia fija al ser ella misma siempre el objeto de sus fotografías. Pero esa pista se encuentra desdibujada por las máscaras que dificultan el reconocimiento de esa referencia así como también por la imposibilidad de situar concretamente la procedencia de las imágenes que sus fotografías imitaban o plagiaban: se trata de una “Foto fija de película sin nombre”. La fotografía es un medio de manipulación y manipulable, más allá de su apariencia naif de objetividad absoluta. El fotógrafo elige su objeto, encuadra sus tomas y altera las apariencias en el cuarto oscuro. Esto se vuelve más que evidente en las de aquellos artistas que ponen en primer plano el artificio. En las fotografías ficcionalizadas de Sherman, la estrategia consiste en utilizar su aparente veracidad contra sí misma. A través de la apariencia de realidad sin fisuras que ofrece la fotografía, Sherman hace brotar la dimensión narrativa. Se muestra entonces disfrazada en auto-retratos actuando una historia de la que se desconocen los detalles. Además de auto-crearse en estas fotos, Sherman también es creada en las imágenes ya conocidas de los estereotipos femeninos. Ella considera que la mujer es fosilizada en estos estereotipos anónimos y ataca esa cárcel social multiplicando esas facetas en su propia persona. Las fotografías de Sherman invierten los términos de arte y autobiografía: el arte no se usa para revelar la verdadera naturaleza del artista, sino para mostrar a la persona como una construcción imaginaria –como señala Crimp9–. El aspecto de nuestra cultura que manipula más los roles que adoptamos es la publicidad; por eso en otra de sus series, Sherman es la modelo de una serie de fotos de revistas: disfraza así el modo dictatorial por una forma de documental. El juego posmoderno con la autorreferencia, la referencia y la cita es llevado al extremo por la fotógrafa Sherrie Levine. Levine es conocida por la reapropiación desenfrenada de otras fotografías que aparecen retratadas en sus propias fotografías. En 1979 Levine fotografió una famosa serie de fotos de Edward Weston en las que se retrataba a un niño. La fotógrafa le mostró luego a un amigo las fotos que había sacado de las fotos de Weston y su amigo le dijo que las fotos de Levine solo le producían ganas de ver las fotos originales de Weston. Levine replicó que allí estaba el problema porque ver los originales de Weston solo le producirían deseos de ver al niño. Pero cuando viera al niño el arte ya habría desaparecido.11 Esta anécdota es representativa de su poética: ella sostiene que el deseo de la represen-
tación solo existe en tanto no se lo satisface, en tanto el original está diferido. Su serie “After Walker Evans” (1981) es considerada un hito de la posmodernidad, en ella Levine refotografió las famosas fotos de Evans sobre la Gran Depresión. Se realizó una muestra y se pusieron a la venta las fotografías de Levine por lo que Evans la demandó por violación de los derechos de autor. Esta serie ha sido considerada un ataque feminista a la autoridad patriarcal así como una crítica de la fetichización del arte y también a modo de elegía de la muerte de la modernidad.12 Agregándole significado a este gesto de Levine, Michael Mandiberg creó dos sitios web en los que colgó los trabajos de Walker Evans y de Sherrie Levine.13 Mandiberg invita a los visitantes a bajarse e imprimir su obra de arte en tercer grado junto con un certificado de autenticidad de la obra original de Mandiberg. En otra importante obra de Levine pueden verse fotografías tomadas de libros de fotos de la naturaleza. En estas fotos la naturaleza funciona allí como una representación, cuestionando de ese modo no ya el estatuto del arte sino también el de la naturaleza misma como original. La fotógrafa continúa con sus actividades de re-fotografía y de fotografía de obras de arte acentuando su reflexión sobre los conceptos de original y copia, de propiedad y autoría. Ella se reapropia de las fotos originales y las dota de autenticidad al firmarlas con su nombre. De este modo las obras se vuelven mercancías nuevamente por ser únicas. Se fetichizan y deviene auráticas. Con sus fotografías, Levine señala el carácter de construcción de lo que se considera arte contemporáneo, acusa al machismo dominante de excluir a las mujeres de él e insiste en que el espectador debe matar al artista, hacerse dueño de las obras que observa. De modo contrapuesto al trabajo de Levine, Malcolm Morley
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crea cuadros a partir de fotos. El arte de Morley es una práctica crítica que subraya, cuestiona y ataca nuestras expectativas del arte como actividad cultural elevada14. Toma por ejemplo una postal, la reproducción mecánica de una imagen, como original y la copia con acrílico a un lienzo. La fotografía es el original, mientras que la pintura en formato de arte elevado es la copia de ese original. Tenemos entonces un cuadro en el formato serio característico del arte alto, pero cuyo estatus artístico se encuentra cuestionado por el contenido banal de la imagen. Como puede observarse la contaminación entre distintas esferas se expande constantemente. Eso sucede, por ejemplo, entre la publicidad y la fotografía. En 1962 Warhol hace de las latas de sopa Campbell una obra de arte. Esto señala la emergencia de un nuevo tipo de chatura, superficialidad o falta de profundidad. Al quitar el color se ve el blanco y negro mortuorio que es el substrato del negativo que lo posibilita: eso marca un cambio tanto en el mundo objetivo como en la disposición del sujeto. Los límites entre publicidad y arte continúan desdibujándose: Eggleston empieza a utilizar el proceso de impresión publicitaria Dye-Transfer para sus fotografías y en 1990 Benetton comienza a comprar fotografías periodísticas de hecho políticos para utilizar esas imágenes trágicas en sus carteles publicitarios. Richard Prince15 también utiliza fragmentos de imágenes comerciales, aislados y yuxtapuestos, en sus obras para señalar la invasión de los fantasmas de la ficción, entiéndase: la publicidad. Prince, en 1975, refotografía un cartel publicitario de una marca de cigarrillos. Las suyas son fotografías que no parecen fotografías en las que se vuelve difícil desentrañar qué es ficción y qué es realidad. Prince realizaba tomas verdaderas de lo que era una imagen publicitaria para señalar hasta qué punto los avisos ficcionalizaban o inventaban para espectadores-consumidores16. Crimp sostiene que Prince, al focalizarse directamente en el fetichismo de los productos, al usar la herramienta primordial del fetichismo material de nuestra época “la fotografía”, consigue que sus refotografías adquieran un dimensión hitchcockiana: la mercancía se vuelve una pista. Al señalar su desarraigo del original, señala la falta y adquiere un aura.17 Con David LaChapelle18 las preguntas sobre las relaciones entre arte y mercado se complejizan. Sus obras combinan un espectro muy amplio que incluye muestras en las galerías artísticas más prestigiosas, tapas de revistas, retratos, campañas publicitarias y portadas de álbumes musicales de otros artistas. Entrever cuáles de sus fotografías son artísticas y cuáles comerciales o separar en su obra el arte elevado del popular resulta imposible. Así como se multiplican los cruces también lo hacen los artistas. Resulta imposible dar cuenta de todos ellos
y de los caminos por los que ellos se internan a la hora de explorar la realidad y la ficción. Dentro de la fotografía de retratos encontramos a artistas como la argentina Irina Werning19 y la holandesa Rineke Dijkstra. Ambas artistas siguen una línea común: la de fotografiar a una misma persona en distintos momentos. En el proyecto “Daniel, Adi, Shira, and Keren, Rishonim High School, Herzliya, Israel” (1999/2000) la holandesa fotografío a algunos jóvenes dos veces, con 20 meses de separación, como modo de preguntarse por el futuro de una generación. Por su parte Werning, en “Back to the Future”, pone en duda el paso del tiempo con su serie de retratos dobles de una misma persona, en idéntica situación, pero con muchos años de separación. Antes de esto, Werning llevó a cabo un proyecto radical: el retrato de un pequeño perro que vive la “comedia humana”de lo cotidiano al modo de una persona, cuestionando el espacio de la cultura y extendiendo el cuestionamiento bergeriano sobre la humanización de lo animal. Por su parte Charles Fréger21 estudia las relaciones entre identidad individual y colectiva por medio de sus retratos. Utilizando siempre un estilo similar –punto de vista, luz, color, distancia entre el retratado y el fotógrafo–, Fréger fotografía a individuos de diversos grupos sociales: deportistas, alumnos, soldados. La aparente similitud de ropas y edades acentúa las características específicas de cada individuo. Pero en contraposición Fréger también retrata a individuos vestidos con sus ropas festivas, oficiales o representativas de su statu quo ligando de este modo las similitudes humanas más allá de las diferencias socio-culturales. Otra importante área de experimentación fotográfica en la actualidad es la de los espacios cerrados. Vale destacar aquí a dos fotógrafos de maquetas: Thomas Demand y Anne Hardy22. Ambos artistas simulan espacios reales que son realmente ficciones construidas por ellos. Esta puesta en abismo polemiza sobre la supuesta cualidad de verismo que ostenta la fotografía: aquí no sólo no se retrata la realidad (naturaleza o civilización) sino que se construyen realidades falsas como si fueran realidades en primer grado, cuestionando de este modo cuál es la relación entre realidad y ficción. Si hasta hace unas décadas una obra de arte lo era en función de su aura, en nuestro tiempo, el aura se ha vuelto solo una presencia, eso es: un fantasma. La fotografía posmoderna es una pista que nos invita a observar y repensar cómo se establecieron las relaciones de poder, de autoridad y de control en la modernidad y como éstas han ido modificándose.
Fotografías de Mariana Goncalvez Da Silva
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1 Eisinger, Joel. Trace and Transformation: American Criticism of Photography in the Modernist Period. Albuquerque, University of New Mexico Press, 1995. 2 Anderson, Walter Truett (ed). The Truth About Truth: De-Confusing and Re- constructing the Postmodern World. New York, G. P. Putnam’s Sons, 1995. 3 http://www.egglestontrust.com/ 4 Cfr. Szarkowski, John. William Eggleston’s Guide. New York, The Museum of Modern Art, 1976. 5 http://www.cindysherman.com/ 6 En su idioma original: “Untitled Film Still” 7 Owens, Craig. “El discurso de los otros: Las feministas y el posmodernismo” en: La posmodernidad, Foster, Hal (ed). Barcelona, Kairós, 2008.
8 Crimp, Douglas. The Photographic Activity of Postmodernism. 9 Ibid. 10 http://www.metmuseum.org/toah/worksof-art/1995.266.2 11 http://www.AfterWalkerEvans.com/ y http://www.aftersherrielevine.com/ 12 Crowther. Paul. “Postmodernism in the Visual Arts” en: Docherty, Thomas (ed). Postmodernism. A reader. New York, Columbia University Press, 1993. 13 http://richardprinceart.com/category/ photography/ 14 http://bombsite.com/issues/24/ articles/1090
15 Crimp, Douglas. The Photographic Activity of Postmodernism. 16 http://www.lachapellestudio.com/ 17 http://irinawerning.com/ 18 http://irinawerning.com/chini/chini-project/ 19 Véase: Berger, John. “Por qué miramos a los animales” en: Mirar. Buenos Aires, Ediciones De La Flor, 1998. 20 http://www.charlesfreger.com/ 21 http://www.anne-hardy.co.uk/ 22 Véase: Berger, John. “Por qué miramos a los animales” en: Mirar. Buenos Aires, Ediciones De La Flor, 1998.
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A 30 AÑOS DE LA PRIMERA MUESTRA DE PERIODISMO GRÁFICO ARGENTINO
EL NACIMIENTO DE UN NUEVO FOTOPERIODISMO En noviembre de 1981 se inauguraba en un pequeño salón de Buenos Aires la Primera Muestra de Periodismo Gráfico Argentino, una exposición que inició el camino de las exhibiciones de la fotografía de prensa argentina. En el 2011 se realizó la XXII Muestra en el Palais de Glace en la que participaron 137 fotógrafos. Al cumplirse 30 años de esa primera exposición, este artículo trama un balance de su significado.
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n 1981, un grupo de reporteros gráficos se organizó y convocó a lo que fue la primera muestra de periodismo gráfico en Argentina. Sus organizadores se propusieron mostrar las fotografías que los medios de prensa habían censurado durante la dictadura militar y consiguieron para ello un pequeño salón perteneciente al Centro de Residentes Azuleños en Buenos Aires. Surgida luego de los años de la feroz represión, la muestra se planteó como una forma de oposición a la dictadura. Las cifras marcan la importancia que tuvo esta primer convocatoria: 70 fotógrafos expusieron cerca de 200 imágenes y más de 5000 personas la visitaron, una cifra impensada para una muestra de fotografía de prensa, que por otra parte, prácticamente no existía en la Argentina. La exposición surgió no de una voluntad individual sino de una necesidad colectiva. Su horizonte de posibilidad emergía a la vez en el imaginario de muchos
por Cora Gamarnik
fotógrafos y respondió a una necesidad y a un impulso social compartido. Para concretarla fue necesario que las acciones individuales de los fotógrafos se transformaran en un movimiento colectivo. Los organizadores se dieron a si mismos el nombre de Grupo de Reporteros Gráficos (GRG)1. El espacio que conformó el grupo (pero que lo excedió) pudo romper con el aislamiento y el individualismo en una práctica que se ejercita especialmente en forma solitaria, muchas veces competitiva como es la fotografía de prensa y logró componer una actitud vital, capaz de expresar el conflicto y la diversidad de una sociedad a la que se había intentado disciplinar, amedrentar y homogeneizar. La dictadura se había propuesto a través de una represión feroz atomizar a la población, cortar toda posibilidad de organización social y/o política e imponer un modelo cultural de aislamiento. Por lo tanto, haber logrado juntar a 70 fotógrafos para que cada uno muestre
* Cora Gamarnik (Buenos Aires, 1967) Doctoranda, investigadora y docente de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
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A. Becquer Casaballe, 1981 (Buenos Aires).
sin censura lo que quisiera, haber logrado una organización colectiva y cooperativa, donde se podían mostrar imágenes diferentes a las permitidas por los parámetros oficiales y donde no estaba en juego el lucro, haber podido construir una identidad grupal, que a su vez posibilitó jerarquizar una profesión subestimada en las propias redacciones y participar junto con otros sectores de la cultura en redes de espacios colectivos, son aportes concretos de los reporteros argentinos, realizados en plena dictadura militar. A esto hay que sumarle el hecho de que hayan posibilitado además que estas imágenes que contradecían el discurso oficial pudiesen ser vistas por miles de personas. A través de esta iniciativa, los fotógrafos aportaron con su trabajo imágenes que colaboraron para debilitar el consenso, el terror, la indiferencia y el escepticismo que la dictadura había logrado instalar. La organización y exposición de esa muestra fue un
aporte más a la creación de un espacio social, inexistente hasta entonces, que colaboró con la revalorización de la tarea profesional del fotógrafo al interior de los medios y ayudó a construir una identidad propia bajo la consigna de la lucha contra la censura. Más allá de las diferencias entre los participantes, primó en un inicio un objetivo común: enfrentar el inmovilismo imperante y contribuir desde el campo fotográfico a la articulación de un espacio de lucha contra la dictadura que fue clave en los años que siguieron. Daniel García, en ese entonces fotógrafo de la agencia Noticias Argentinas y uno de los organizadores de la muestra, señala: “... lo más sustancioso fue el intercambio de opiniones entre las dos tendencias predominantes: unos deseaban una muestra de fotos, cualquier foto, otros pensábamos en la necesidad de mostrar todo lo que no se podía ver en los diarios, no solo a causa de la censura y autocensura imperante en la época de la dictadura, sino
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también provocado por la falta de editores capacitados, por la persistencia de criterios anacrónicos de elección y carencias técnicas de los medios impresos”.2 Como en toda actividad hubo en este caso diferentes grados de involucramiento: organizadores, participantes, fotógrafos que no pudieron participar pero apoyaron, quiénes no quisieron participar y boicotearon... Hubo múltiples, variadas y disímiles razones por las cuáles los fotógrafos se sumaron y aceptaron participar u organizar la muestra: en el abanico de posibilidades encontramos desde quienes querían mostrar sus mejores fotos hasta quiénes se proponían generar un hecho político contra la dictadura. También ambas cosas simultáneamente. Sobre esta gama heterogénea de intereses, la muestra en sí se transformó en un hecho político que excedió estos objetivos particulares. Justamente uno de los éxitos de la amplia convocatoria fue incluir fotógrafos de muy distintos tipos y compromiso social. Esta muestra también llenó un espacio vacío, el de las exposiciones de fotografías periodísticas tan frecuentes en el resto del mundo y completamente ausentes en nuestro país. El éxito de la convocatoria también se debió a esa necesidad profesional que tenían los fotógrafos de mostrar sus propios trabajos. Para quienes estuvieron al frente de la organización, la repercusión que ésta tuvo superó todas las expectativas. El objetivo, no sólo de denunciar la censura sino combatirla mostrando lo que en ese entonces se ocultaba y demostrar que se podían hacer cosas de modo colectivo, estuvo ampliamente cumplido. Para el grupo más militante el desafío era cómo mostrar lo que había sucedido en esos años de dictadura militar. Aldo Amura, uno de los principales impulsores y organizadores señala: “Éramos 70 voluntades, laburantes sin un peso en el bolsillo, pero con una inquebrantable vocación de lucha; todo lo hicimos fue por pura prepotencia de trabajo. Hastiados del insoportable clima que nos imponía la dictadura que atacaba día a día cualquier manifestación libertaria y cultural, logramos que todo fuera rápido y sencillo, decidimos romper el cepo comunicacional en el que estábamos inmovilizados. Treinta años después, descubrimos que fuimos la bisagra que permitiría que hoy pudiéramos ser reconocidos en el mundo entero como una inagotable cantera de creatividad. Las cámaras mostraron aquello que los represores instauraron como un precepto bíblico: todo lo que no se veía, no existía.”3 Tanto la repercusión que tuvo en el momento de su realización, como el significado posterior que le dieron los propios reporteros y la lectura que podemos hacer de ella en la actualidad, la transforman en un punto de inicio de una nueva historia del fotoperiodismo argentino.
Rafael Calviño, 1978 (Caucete, San Juan, víctimas del terremoto del ´77).
| En ese espacio, no estaban subordinados a otros discursos y a las decisiones de edición y diseño que tomaban otros, sino que ellos mismos decidían cómo colgar las imágenes, en qué orden, con qué epígrafes. En estos casos, las fotos aisladas de títulos, copetes o epígrafes puestos por otros generaban un discurso autónomo creado por los propios fotógrafos. |
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UN PUNTO DE INFLEXIÓN EN EL FOTOPERIODISMO ARGENTINO
La organización y realización de la primera muestra de periodismo gráfico realizada bajo una dictadura militar tuvo consecuencias al interior del mundo de los reporteros gráficos pero también hacia afuera. La muestra permitió denunciar la censura y complicidad de los medios que habían apoyado, festejado y celebrado el golpe de estado y que en muchos casos eran para los cuáles trabajaban los propios fotógrafos. También les permitía realizar una denuncia más elíptica, sutil y metafórica del régimen, a través de algunas de las imágenes expuestas que permitían ampliar la pluralidad de sentidos disponibles socialmente en ese entonces.
La muestra permitió también que el público acceda a ver otro tipo de fotografías que no circulaban en el país ni en los medios por entonces: “Desfilaron por ella gente de muy distinta extracción social, cultural, política o económica, pero lo más asombroso para nosotros fue la cantidad: la exposición estaba llena gran parte del día” –señala D. García. Hacia el interior del campo que conforman los propios reporteros se produjeron también múltiples consecuencias. La muestra fue producto y consecuencia de las circunstancias particulares que vivían los fotógrafos de prensa durante la dictadura en sus múltiples sentidos: el lugar que ocupaban en los medios, la posibilidad de desarrollo profesional y la coyuntura política que se vivía. El desafío al poder al que contribuyó la misma aunque más tímidamente en la primera y más explícitamente en la segunda (1982) y la tercera (1983), marcó un quiebre respecto a cómo se vivía la intimidación de la dictadura en la vida cotidiana de los fotógrafos. Esto influyó decididamente en sus futuras acciones y en lo que iba a ser una marca característica de su quehacer profesional: enfrentar el peligro de la represión en forma directa, tratar de sacar fotos prohibidas o con doble sentido y estar allí donde se desarrollaban los conflictos. Todo esto era parte de su propio desempeño profesional, pero también fue asumido por muchos de ellos como parte de
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1982: EL AÑO EN EL QUE LOS FOTÓGRAFOS VIVIERON EN PELIGRO
un espíritu de grupo comprometido. En algunos casos mostraron valentía y pusieron el cuerpo para conseguir las imágenes que se transformarían en íconos históricos. Los fotógrafos señalan que existía un fuerte sentimiento en aquellos tiempos de solidaridad grupal, más allá de los medios o agencias en los que trabajasen. Las muestras les posibilitaron además a los fotógrafos realizar una edición propia, lo que fue un salto importante en la valoración de su autonomía. En ese espacio, no estaban subordinados a otros discursos y a las decisiones de edición y diseño que tomaban otros, sino que ellos mismos decidían cómo colgar las imágenes, en qué orden, con qué epígrafes. En estos casos, las fotos aisladas de títulos, copetes o epígrafes puestos por otros generaban un discurso autónomo creado por los propios fotógrafos. Esto les posibilitó construirse y darse a sí mismos un espacio de libertad que no habían tenido hasta entonces, con el plus de que se lo construyeron en una época donde esos espacios estaban cercenados. Los reporteros en los primeros años de la dictadura exhibieron las fisuras, metaforizaron la represión y mostraron oblicuamente lo que el poder trataba de ocultar o naturalizar. Esto sirvió también para ayudar a diseminar nuevas ideas y nuevas formas de mirar. Al mostrar otra forma de ver al régimen autoritario y sus principales sostenes civiles, ayudaron a construir un nuevo espacio visual, por fuera de lo que los medios de entonces habían permitido hacer visibles. Con esta primera muestra los fotógrafos se demostraron a sí mismos que eran capaces de generar un espacio propio más allá de las directivas de los medios, de la censura imperante y de las diferencias estéticas, políticas o ideológicas que había entre ellos. El compromiso de los organizadores, el elevado número de participantes y la respuesta que tuvieron del público, la transformaron en un hecho político cultural ineludible.
Con el renacimiento de la movilización popular y luego de realizada la primer muestra, la dictadura comenzó a virar su política represiva hacia los fotógrafos de prensa, en su mayoría trabajadores en definitiva de medios afines a la dictadura. Mientras en los primeros años, la credencial de reportero les garantizaba una mínima seguridad, a partir de 1982 esto deja de ser así. Se dio entonces una aparente paradoja, en una época de cierta apertura política y de mayor movilización, cuando lo peor de los secuestros y desapariciones ya había sucedido, se comenzó a reprimir más que antes a este grupo particular de profesionales, pero con una importante diferencia: esta represión ya no pasaba desapercibida y eran ellos mismos los que se encargaban de que esto sucediese. Esta situación de represión hacia los fotógrafos se reitera durante todo el año 1982, en el cual se suceden movilizaciones muy importantes. En todas ellas los fotógrafos fueron detenidos, golpeados, algunos de ellos necesitaron ser internados, varios fueron heridos con balas de goma. Innumerables veces les rompieron o robaron las cámaras y/o les velaron los rollos. El accionar policial ante los fotógrafos se torna sistemático, lo que nos permite inferir la existencia de órdenes específicas de represión hacia este grupo profesional en particular. A pesar de ello, en todos esos acontecimientos los fotógrafos lograron tomar imágenes memorables, que se transformaron en íconos de la represión dictatorial. El éxito de la primera convocatoria alentó a los organizadores a continuar y profundizar este proyecto, creando las muestras de periodismo gráfico de 1982 y 1983 que en esos casos sí, serían claves en la difusión de imágenes explícitas contra la dictadura militar. La exposición de 1981 fue el inicio de una renovación en fotoperiodismo argentino, la condición de posibilidad de las muestras organizadas en los años 1982 y 1983 y de acciones como el llamado “Camarazo”4, de la recuperación ya en democracia de la ARGRA y de la circulación de fotos y
| El salto de legitimidad y visibilidad social que comienzan a tener los reporteros se ve claramente ejemplificado en este hecho: el lugar de realización de la exposición pasa del Centro de Residentes Azuleños al salón de la OEA en un sólo año. |
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proyectos personales que empezaron a surgir más allá del trabajo en los propios medios. También fue el puntapié inicial para un cambio del rol y la revalorización de la imagen en la propia prensa. En este sentido, tanto la primera muestra y más claramente la segunda y la tercera, fueron parte de las experiencias culturales de crítica, disidencia y oposición a la dictadura militar que junto con el cine, la literatura, el arte, el teatro y el rock, se dieron en esos años. La segunda muestra se inauguró el 6 de noviembre de 1982 y estuvo atravesada por un año de movilizaciones populares cada vez más masivas y la reciente Guerra de Malvinas. Expusieron en esta ocasión 88 fotógrafos, 18 más que en la primera. Organizada nuevamente por el Grupo de Reporteros Gráficos, esta vez tuvo el auspicio de la OEA (Organización de Estados Americanos) que además prestó el lugar para su realización, un edificio en Avenida de Mayo al 700 que pertenecía al Ministerio del Interior y dentro del cuál funcionaba la sede de la OEA en Buenos Aires. El salto de legitimidad y visibilidad social que comienzan a tener los reporteros se ve claramente ejemplificado en este hecho: el lugar de realización de la exposición pasa del Centro de Residentes Azuleños al salón de la OEA en un sólo año. Por su parte, la tercera muestra de “El Periodismo Gráfico Argentino” organizada en dictadura recién pudo exhibirse en democracia. La puesta en marcha había sido muy difícil porque los fotógrafos habían tenido que organizarla mientras trabajaban en la cobertura de las elecciones nacionales de octubre de 1983. Los fotógrafos tenían previsto que la muestra se realizaría al igual que en 1982 en el local de la OEA pero este edificio había vuelto a sus antiguos dueños y estaba ahora en manos del Ministerio del Interior que nunca autorizó la inauguración ni dio la llave para que los fotógrafos pudiesen colgar la exposición. Faltaban días para dejar el poder y la dictadura que no había censurado las dos muestras anteriores, impedía ahora la realización de la tercera. La tercera muestra se inauguró luego de restaurada la democracia. En esta oportunidad, la exposición continuó siendo organizada por el Grupo de Reporteros Gráficos (GRG) pero por primera vez era auspiciada por la ARGRA. En esta edición participaron en total 107 fotógrafos con 321 fotografías, 19 fotógrafos más que en 1982 y 37 más que en 1981. Muchos fotógrafos coinciden en señalar que fue esta tercera exposición la mejor lograda, en todo sentido: en organización, en afluencia de público y en cuanto a impacto visual y demostración política.
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Alberto Rossi, 1980 (Buenos Aires, Casa Cuna).
Daniel García, 1978 (Buenos Aires, Mundial de Fútbol, cola para sacar entradas).
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UN ANÁLISIS DE LAS FOTOS
Reconstruir las fotos que se expusieron en aquella primera muestra de 1981 es un trabajo difícil. Si bien la exposición dejó una huella en los fotógrafos que la originaron y en las generaciones sucesivas, no existió ni existe aún un catálogo. Quedaron algunas fotografías del momento de la inauguración y artículos periodísticos que la cubrieron. Para su reconstrucción apelamos a la memoria y a la colaboración de los propios fotógrafos. Muchos de ellos no recuerdan qué imágenes presentaron o no las tienen, o no encuentran sus negativos. Esto también nos habla de una forma de organización muy precaria e informal y de una concepción urgente de su trabajo en aquel momento. A diferencia de la organización de sus archivos en la actualidad, en ese momento no se preservaba el documento ni se valoraba tanto el rol del autor individual. Entre las fotos que se pudieron recuperar hay distintos tipos de imágenes. Algunos son de tipo documental y observamos tres tipos diferenciados al interior de este grupo: aquellas que denunciaban las consecuencias económicas y sociales de la dictadura, las que documentan las primeras acciones de las Madres de Plaza de Mayo y otros familiares en la búsqueda de los desaparecidos y por último, fotos que insinuaban la represión (aunque representasen sólo la punta del iceberg de lo que sucedía). La otra estrategia visual que se observa, son las fotos irónicas, imágenes con doble sentido a través de las cuáles se burlaban (e invitaban a hacerlo a los que las mirasen) del poder militar. Son en general fotos de los militares, miembros de la Iglesia y civiles que los acompañaban, con gestos, actitudes y poses que los ridiculizaran o los mostraran en actitudes sospechosas, equívocas. Muchos fotógrafos se dieron en esos años, la tarea de encontrar el gesto, la mueca, el paso en falso, el ángulo que ridiculice a los militares y civiles que detentaban el poder y los transformaron en una herramienta de denuncia. Buscaban y conseguían de esta forma, fotos
visualmente atractivas y políticamente opositoras con un agregado, en algunos casos, estas imágenes eran tomadas en los mismos actos a los que eran enviados por las agencias y medios para los cuales trabajaban. Los fotógrafos usaban esos tiempos, espacios y salarios para traspasar los límites de la censura y desafiarla. El rechazo que les provocaban las Fuerzas Armadas y la cercanía que su práctica profesional les implicaba con los personeros del poder abrieron un resquicio para aquellos que se animaban, que les permitía saltear lo que tenían prohibido mostrar de manera directa. Esta actitud requería decisión pero también habilidad, pericia profesional y práctica. A diferencia de los humoristas gráficos o de los artistas plásticos por ejemplo, los fotógrafos tienen que estar en el mismo lugar de los hechos y cuánto más cerca mejor, para cumplir su trabajo. La determinación técnica de la fotografía en ese entonces (el tiempo diferido entre el acto de tomar la foto y el acto de revelarla) les permitió a los reporteros desafiar al poder estando a metros de los dictadores. Mientras muchos actores políticos, culturales, intelectuales y artísticos debieron replegarse, los fotógrafos pudieron sacar partido de trabajar a la luz del día, delante de los represores, en sus actos públicos. Lograron así, a través del humor y la ironía, encontrar intersticios para burlar la censura y el control dictatorial, algo que no les resultaría gratuito. Esta búsqueda, que también era parte de un juego, les permitió una válvula de escape. Algunos de estos fotógrafos eran ex militantes y habían continuado su vida después del golpe de estado trabajando en medios cómplices a la dictadura. En medio de la censura pero también del tedio, de la chatura profesional y en algunos casos, del conocimiento y la amargura por tener compañeros desaparecidos o asesinados, estos gestos se transformaban en pequeñas muestras de dignidad y autonomía. Las fotografías enfrentaban con sarcasmo y do-
| Aldo Amura cuenta que ellos se plantearon un plan de contracensura: “Sabíamos que íbamos a hacer mucho ruido y no sabíamos qué consecuencias podíamos tener. Entonces hicimos un contexto más light y un núcleo más duro. Íbamos a presentar un núcleo de fotos duras y en la periferia fotos de patitos. |
ble sentido a la brutalidad represiva: Videla con cara de idiota, Galtieri borracho o Martínez de Hoz metiéndose el dedo en la nariz, causan risa y eso ayudaba a combatir el miedo. Esta visión irónica y humorística de los principales jerarcas de la dictadura fueron las grietas e intersticios en los que se pudo colar otra forma de mirarlos. Hubo también en la muestra imágenes transgresoras. La dictadura había instituido un discurso en el que eran enemigos de la civilización occidental y cristiana todos los que mostraran una imagen distinta al canon oficial respecto de los propios militares, la familia, la sexualidad, la religión y la seguridad. Un desnudo, un parto también transgredían la moral castrense y eran censurados, así como un familiar buscando a su ser querido desaparecido. Ambas estaban prohibidas. Los militares habían pretendido homogeneizar a la sociedad, mostrar un modelo “sano” de joven o de familia, un país sin conflictos o más específicamente aún, donde el conflicto había quedado atrás. Las fotos de las muestras instalan imágenes transgresoras, irónicas, rebeldes, muestran las consecuencias sociales y económicas de la dictadura y de la violencia latente. Estos micro-contextos (en el cine, en la literatura, en el arte, en la música, en el teatro, en las universidades, en el periodismo, etc.) colaboraron en la creación de un universo cultural que se opuso al discurso y a las prácticas autoritarias del régimen y que convocó a sumarse a amplios sectores de la población. Estas fotos sacadas en los peores años de la dictadura, cuando la vida misma estaba en juego, eran tomadas sin la esperanza de que fueran publicadas. Es en ese gesto donde hay que ver una intencionalidad política. Estas fotos no se hallaban casualmente, se buscaban. Miradas en su conjunto, estas imágenes son, ni más ni menos, que una característica propia del lenguaje fotoperiodístico argentino en esos años.5 | En medio de la censura pero también del tedio, de la chatura profesional y en algunos casos, del conocimiento y la amargura por tener compañeros desaparecidos o asesinados, estos gestos se transformaban en pequeñas muestras de dignidad y autonomía. |
Daniel García, 1981 (Buenos Aires, entierro de Balbín).
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EN RETROSPECTIVA
La primera muestra tuvo el indudable mérito de enfrentar la censura, la autocensura y el terror imperante en la última dictadura militar y habilitó un espacio para que muchas fotografías saliesen a la luz. En ese sentido, hubo un espíritu común entre aquellos que decidieron exponer sus trabajos. Sin embargo, no en todos los casos los motivos por los cuáles se sumaron a la convocatoria eran políticos o tenían por objeto denunciar a la dictadura. Esta muestra también llenó un espacio vacío, el de las exposiciones de fotografías periodísticas tan frecuentes en el resto del mundo y completamente ausentes en nuestro país. El éxito de la convocatoria también se debió a esa necesidad profesional que tenían los fotógrafos de mostrar sus propios trabajos. Para el grupo más militante en cambio, el desafío era cómo mostrar lo que sucedía en un contexto de represión. Aldo Amura cuenta que ellos se plantearon un plan de contracensura: “Sabíamos que íbamos a hacer mucho ruido y no sabíamos qué consecuencias podíamos tener. Entonces hicimos un contexto más light y un núcleo más duro. Íbamos a presentar un núcleo de fotos duras y en la periferia fotos de patitos, como para que pareciera exclusivamente una muestra y no lo que nos proponíamos hacer. No queríamos que se supiera de antemano la magnitud de la muestra periodística. Además si no hacíamos eso, no íbamos a tener el paraguas de los medios. La idea era camuflar la muestra.”6 La primera muestra de periodismo gráfico argentino, ni en su convocatoria ni en las fotos que la componían, se planteó como una acción contra la dictadura explícita, pero a partir del clima y de la censura que se había vivido, la muestra adquirió una fuerza opositora más allá de los objetivos e intereses de algunos de los propios organizadores y participantes, ya que fue capaz de poner en duda el sistema visual hegemónico que los medios permitían hacer visible durante la dictadura. Al golpear en el centro mismo del modelo visual que querían transmitir los represores sobre sí mismos, tomar estas imágenes y mostrarlas se terminó transformando en un discurso desafiante al poder. Dado el dispositivo de censura y/o apoyo de los medios de prensa a la dictadura, estos pequeños gestos por parte de algunos reporteros, por mínimos que parezcan, se convirtieron en acciones de oposición. Asimismo, algunas de estas fotos atraviesan y permanecen en el tiempo y en la memoria, otorgando para la historia un imaginario visual contrapuesto al que la dictadura intentó instaurar de sí misma. A partir de que algunos se animan y tienen éxito, la búsqueda de estas imágenes se constituye en un ejercicio habitual entre los fotógrafos. Es así que en los márgenes entre lo prohibido y lo permitido, estos reporteros logran crear y formar parte de un campo opositor que genera nuevos entrelazamientos. Por último y anticipando lo que vendría, la muestra logró demostrar también que la creatividad y la innovación en la fotografía no estaban muertas, por el contrario resurgían después del terrorismo de estado con fuerza, vitalidad e imaginación.
Carlos Villoldo, 1981 (Buenos Aires, Plaza de Mayo). 1 Que se hayan tenido que denominar como “Grupo” nos habla de la situación política que se vivía y también de la inserción institucional de los fotógrafos entonces. A diferencia de los actores, que para organizar Teatro Abierto se habían apoyado en el sindicato, la asociación de reporteros gráficos (ARGRA) no les brindó entonces ningún apoyo. 2 García, Daniel. “El periodismo gráfico argentino”, prólogo del catálogo de la X Muestra Anual de Periodismo Gráfico Argentino, junio 1992. 3 Amura, Aldo. “El relámpago que ilumina una verdad negada”, texto escrito para la muestra
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homenaje a la Primera Muestra de Periodismo Gráfico, realizada en el marco de la 22° Muestra Anual de Fotoperiodismo Argentino, Palais de Glace, agosto de 2011. 4 El “Camarazo” fue una acción llevada a cabo por los fotógrafos el 20 de diciembre de 1982, a cuatro días de la marcha de la Multipartidaria. La ARGRA convocó a todos los fotógrafos con sus cámaras a realizar una protesta frente a la Casa Rosada. Según los diarios de la época, unos 200 fotógrafos se reunieron frente a la Casa de Gobierno y cantaron “se va a acabar esa costumbre de pegar” y “libertad para informar” mientras levantaban sus cámaras en alto. El martes 21-12-1982 el “Camarazo” fue tapa de casi todos los diarios de tirada nacional. 5 Cfr. Tarruella, Ramón. “Los fotógrafos que sufrieron la represión y se rebelaron. La mirada indiscreta”, en: Revista La Pulseada. No 37, marzo 2006. Grupo de Reporteros Gráficos, Historia del periodismo gráfico,
“El periodismo gráfico argentino”, 3a Muestra, Bs. As., diciembre 1983. Gamarnik, Cora, “Reconstrucción de la primera muestra de periodismo gráfico argentino durante la dictadura”, en: V Jornadas de Jóvenes Investigadores, Instituto de Investigaciones Gino Germani Facultad de Ciencias Sociales, UBA. 4 al 6 de noviembre de 2009. ISBN: 978-950-29-1180-9 http://www.iigg.fsoc.uba.ar/jovenes_investigadores/5jornadasjovenes/ EJE4/Mesa%203/Gamarnik.pdf 6 Entrevista realizada por la autora. Para la realización del artículo se ha tenido en cuenta, además, la siguiente bibliografía: AA. VV. CD III Jornadas de Fotografía y Sociedad. Mesa: “A 25 años del golpe, la fotografía de prensa en la dictadura”. Panelistas: Eduardo Blaustein, Rafael Calviño, Roberto Gomez, Carlos Mangone y Miguel Martelotti. Coordinador: Tony Valdez. Novaro, Marcos – Palermo, Vicente. La dictadura militar, 1976-1983. Del golpe de Estado a la restauración democrática. Buenos Aires, Paidós, 2003.
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TESTIMONIO
ALBERTO ETCHEBEHERE, NARRADOR DE LUCES Y SOMBRAS
por Javier Olivera
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* Javier Olivera es artista visual y cineasta (www.javierolivera.com.ar).
“Voz suave, sonrisa tímida, mirada limpia, figura sencilla y afectuosa” dicen sus necrológicas, ahora recortes amarillentos que conservo junto a fotos de rodaje y el anhelo de recuerdos que no tengo. Nunca lo conocí. Murió en su ley, tres años antes de mi nacimiento: fotografiando su última película, Las locas de conventillo (1966, F. Ayala), dando indicaciones desde su silla de ruedas. Disimulaba sus dolencias: era un caballero. Alguna nimiedad provocó un grito, tal vez el único en su carrera de 115 películas, varias hitos del cine argentino. Mi abuela, que estaba ese día en el rodaje, se disculpó con el electricista que empujaba su silla, un hombre rústico y corpulento, viejo trabajador de aquella industria ya lejana. Con lágrimas en los ojos, el hombre le contestó: “Pero señora, cómo me voy a enojar, si es Don Alberto”. Ese hombre, junto con sus compañeros, llegaron en camión a la casa de mi abuelo, y de allí se sumaron al cortejo fúnebre que recaló en el cementerio de la Recoleta. Ante el estupor de la distinguida multitud, el hombre no dudó en tomar una de las manijas del ataúd y así acompañó a su jefe hasta la tumba.
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Cuando yo comencé a trabajar en cine coincidí con algunos viejos técnicos que decían, orgullosos, haber trabajado con Alberto Etchebehere. Me contaron anécdotas que lo reflejaban como un hombre respetuoso, educado y con un gran sentido del humor. Rompía el protocolo clasista de los equipos, en donde el director de fotografía almorzaba con el director. Él comía con su equipo, los más bajos del escalón social. Y les contaba chistes. Alberto nació con el cine y se hicieron juntos. Se sumó a sus hermanos Arnold y Juan para trabajar con Federico Valle, empresario que junto con Mario Gallo y otros, se aventuraron a producir cine en la Argentina de 1920. Valle, un francés fascinado por su país de adopción, quiso reflejar su realidad. Y allí surgió el mítico Film Revista Valle, predecesor del otro mítico Sucesos Argentinos, mezcla de noticiero, reportaje y ensayo que se proyectaba antes de la película, generalmente francesa o italiana. Según la definición de sus hacedores, “Película semanal de actualidades argentinas, la primera en su género editada en Sud América. Un acto único. Síntesis del dinamismo argentino, espejo de sus bellezas.” Equipos de cameramen salían a rodar incendios, crímenes y asaltos; ballet en el Colón, carreras de caballos, el descenso del Plus Ultra en Buenos Aires, la llegada del Príncipe de Gales, el inolvidable duelo entre Botafogo y Grey Fox; así como también el Valle de la Luna o la peonada tomando mate ya terminado el arreo matinal. Trabajaban sin horarios ni deberes fijos: amaban el cine y lo hacían hasta saciar sus búsquedas. Eran cazadores de imágenes. Sabían que su éxito dependía de su instinto para disparar en el momento decisivo. Y de elegir el mejor ángulo para relatar aquello que se desplegaba ante sus ojos. Nacían la composición y el encuadre. Además de operar la cámara, Alberto era jefe de laboratorio. Él revelaba el negativo filmado. Allí dominó los secretos del revelado, los tiempos en los baños, la expresividad de los contrastes, el drama del blanco y negro. Y también las posibilidades narrativas de lo no documental. De la ilusión. A Valle se le había ocurrido un corto: Buenos Aires vista por un borracho. Y Alberto debía resolver este “problema” de relato. El encargo lo llevó entonces a experimentar con la truca, primeros pasos de los efectos especiales. Lo que ahora en la dimensión digital se logra apretando un botón o dos, en aquella época había que inventar no solamente el qué, sino el cómo. Todo era posible porque nada existía. No solamente se inventaba un lenguaje, sino una metodología para lograrlo. Se volcaron a la experimentación, a la lúdica entrega de la prueba y error. Ir al encuentro del accidente creativo. Con la ayuda de su hermano Juan construyeron grips de cámara para montar en avionetas, modificaron lentes para alterar la perspectiva, e inventaron –cuenta la leyenda– los subtítulos, cuando apareció el cine sonoro. Mi madre asegura que un día llamaron de Estados Unidos a su casa para hablar con su padre. La pregunta fue
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directa: “¿Señor, usted tiene patentado el invento de los subtítulos?” Mi abuelo era un artista artesano, la confluencia de dones que en el hacer no se diferencian. El trabajo tenaz del equipo de la Cinematográfica Valle, al igual que otros aventureros de la imagen en movimiento, dieron el impulso fundacional al cine argentino. Valle alentaba a su gente a filmar todo –paisajes, caras y costumbres– especialmente cuando viajaban al interior del país a cubrir una nota. Acumulaban material para responder con mayor rapidez a las demandas del noticiero o a los encargos por parte de empresas o el mismo gobierno. Lentamente y tras años de trabajo, habían generado una enciclopedia visual de la Argentina de los años 20: un lapacho en flor, el último peinado de moda, un automóvil siendo montado, la mirada cabizbaja de una chola, el nido de un hornero, el rostro del Presidente de la Nación. Ese archivo se consumió en las llamas. Una exposición desafortunadamente larga de una película sobre una lámpara generó el desastre. En el local de la Cinematográfica en la calle Suipacha, el laboratorio se encontraba encima del sótano que atesoraba el archivo. Los bomberos contuvieron el fuego antes de que alcanzara el sótano. Los hermanos Etchebehere bajaron y abrieron las latas. Las películas se deshacían como arena entre los dedos. El calor había derretido el soporte de la emulsión. El negativo de esa época contenía acetato altamente inflamable. La solidez de su vocación perdía fuerza ante la propia esencia del soporte, su frágil composición.
Todos lloraron. Por un descuido, Valle no había renovado la póliza del seguro. Asomaba el fin. El jefe contempló la escena en silencio: observó los escombros, su obra hecha literalmente polvo, los estantes derruidos, los rostros quebrados de sus colaboradores. Los miró de uno en uno, y dijo: “Qué macana, mañana vamos a tener que venir más temprano.” El Film Revista no se demoró en su siguiente entrega (pidieron prestado el laboratorio a Mario Gallo, otro precursor) y nadie cobró sueldo hasta que no ingresó dinero en la Cinematográfica. Como todos los técnicos de esa época, Alberto aprendió en el hacer, en los rodajes y en el laboratorio. Pero también a través de su vasta biblioteca de libros de arte. Sus ojos refinados estudiaron la luz oblicua de la pintura flamenca, las sombras de Rembrandt, el escorzo de Tintoretto, las puestas de luz de Caravaggio. Le fascinaba Vermeer. También se nutrió de la literatura rusa y francesa, de su amistad con Pettorutti, Xul Solar y Rafael Alberti, asiduos invitados a tertulias que Alberto organizaba en su hogar de Accassuso. De la vitrola surgía la voz de Charles Trenet (el tema La Mer es para mi madre como un canal de conexión directa con su padre). La cultura francesa flotaba en la casa, una referencia de sus padres, inmigrantes vascofranceses. Otra necrológica menciona su “espíritu de perfeccionamiento”. Siempre entregado a la búsqueda de mejorar lo ya establecido, o crear de la nada a medida que el relato imponía sus necesidades. Era un creador de los que resuelven problemas, técnicos y estéticos, de los que se zambullen en la hoja en
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blanco con respetuoso temor y asombro. Un recorte hace eco de sus preocupaciones: “Teníamos personal capacitado, pero la carencia de elementos técnicos impedía desarrollar la labor fructífera. Cada producción que para nosotros era un paso hacia delante, hacia un futuro con mejores perspectivas, movía muchas veces al público a la risa. Esto nos hería a todos, muchas veces cundió el desánimo y la desmoralización, pues para todos resultaba muy cuesta arriba volver a empezar.” La película ¡Tango! (1933, L. Moglia Barth) marcó una serie de hitos en la historia del cine nacional: fue la primera película estrenada con sonido incorporado a la imagen (antes el sonido provenía de ¡un disco!), provocó el inicio de Argentina Sono Film (la productora más longeva y productiva de cine nacional) y la vinculación de Alberto como director de fotografía a la productora, una extensa relación de más de cien largos en los que puso su oficio y talento al servicio de distintos géneros, desde musicales, comedias de Niní Marshall, clásicos de la literatura como El Conde de Montecristo, curiosidades como la aleccionadora Marihuana (1950, L. Klimosky), hasta dramas de escaleras y teléfonos blancos. Los técnicos eran empleados fijos, de marcar tarjeta y, como tal, mi abuelo debía fotografiar lo que ordenaba el cronograma anual de proyectos: el viernes terminaba de rodar una comedia; el lunes, una de terror con Narciso Ibáñez Menta. De vez en cuando tocaba una película más arriesgada. Algunas luego se convirtieron en clásicos: Kilómetro 111 (1938, M. Sofficci), Procesado 1040 (1958, R. Cavalotti), Hijo de hombre (1961, L. Demare), Hombre
de la esquina rosada (1962, R. Mugica), Paula cautiva (1963, F.Ayala) y el gran clásico Dios se lo pague (1948, L.C. Amadori). Trabajó con todos: Moglia Barth, Soffici, Saslavsky, Amadori, Borcosque, Romero, Tinayre, Cavalotti, Viñoly Barreto, Klimosky, Demare. Directores con miradas diferentes, hombres de oficio que respondían a un sistema, pero que desde allí imponían el sello personal de su impronta narrativa. Y el director de fotografía, llamado en esa época iluminador, era su mano derecha, un narrador de luces y sombras. El blanco y negro dejaba de lado el problema del color y añadía una impronta dramática per se. Su paleta eran los valores de gris y trabajaba con un código de puestas de luz que, vistos desde aquí –en donde prevalece una fotografía más naturalista, con sus fuentes de luz justificadas– les daba a los relatos una atmósfera mágica. Un contraluz duro sobre la cabeza de las divas creaba un halo que las recortaba del mundanal alrededor. O el reconocible recurso –sello característico del cine de los ´40– del dinky (pequeño farol que se solía colocar a la altura de la cámara) sobre los ojos de la actriz. La mirada enmarcada para resaltar esa expresión dramática esencial de aquellos relatos. Porque todo se resolvía en esas miradas: toda la potencia narrativa estaba puesta en los primeros planos, en las miradas de las divas. Y Alberto iluminó todos esos ojos. Los ojos más lindos del mundo (1943, L. Saslavsky): los de Amelia Bence, de Zully Moreno, de Fanny Navarro, de Olga Zubarry, de Mirta y Silvia Legrand, de Niní Marshall, de Delia Garcés, de Laura Hidalgo, de Elsa Daniel.
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En ¡Tango! hay un primer plano de Tita Merello largando una bocanada de humo, mirando de costado. Su mano en el hombro, la otra en el pucho. Fuma pausadamente, suelta el humo hacia la cámara y luego mira hacia arriba. Una imagen sensual que narra con eficacia el clima arrabalero de las primeras milongas. En el ´37 se le dio la oportunidad de co-dirigir Segundos afuera, junto al crítico de cine Chas de Cruz. Alberto sólo se dedicó a la dirección, legando la fotografía a Mario Fezia. La dirección de arte estuvo a cargo de su amigo, el pintor Raúl Soldi. Tal vez el fracaso comercial y el distanciamiento con su co-director por diferencias artísticas lo inhibieron de volver a incursionar en la dirección. Era esencialmente tímido aunque se
reafirmaba en sus decisiones con tozudez. La película era una comedia musical con ambientes contrapuestos: el mundillo del espectáculo, la vida en la pensión y el ambiente sofocante de los deportistas. Allí debutó una actriz de radio teatro: una tal Eva Duarte. Aparece tan sólo unos cuatro minutos. Años más tarde, Alberto pasó de visita por los Estudios Baires, en donde se rodaba Una novia en apuros (1941, John Reinhart) y encontró a Eva discutiendo con el jefe de producción por el reclamo de un pago. Alberto intervino en defensa de la joven actriz. Cuando pocos años más tarde Eva se vuelve “Evita”, comienza una feroz persecución a los contreras
en el mundo del cine. Y fue durante el rodaje de Dos ángeles y un pecador (1945, L.C. Amadori), que Fanny Navarro, alcahueta de “la Señora”, fue con el cuento: un director de fotografía, Etchebehere, quitaba de la cámara las estampitas con la imagen del General. A lo cual Evita respondió: “Que nadie toque a Etchebehere. Es un caballero.” Fue muy gorila. Defendía la justicia social pero detestaba el populismo. Era socialista de la primera hora, admirador de Palacios. Su caballerosidad le salvó la carrera. Los testimonios destacan su refinamiento pero también su sencillez y economía de recursos. Utilizaba pocos materiales, lo
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cual lo hacía rápido a la hora de la puesta de luz, algo muy valorado por los directores, así ellos disponían de más tiempo para ensayar con los actores. Y era recursivo. Los años de experimentación le habían dado herramientas para solucionar imprevistos. Dos anécdotas al respecto: Rodaje de Con gusto a rabia (1964, F. Ayala). Un plano dentro de un taxi, pero justo el generador dejó de funcionar. Alberto pidió que le acerquen la tapa de una lata de película, y con ella reflejó luz sobre el rostro del actor. Los técnicos miraron asombrados, ya que en esa época nada se filmaba si no se iluminaba por lo menos con un farol de 2000 watts. Otra: filmación de Prisioneros de una noche (1960, D. Kohon) en un puerto. Un costado del cuadro estaba completamente oscuro. Mandó a poner un farol detrás de un edificio que apuntara al cielo. La niebla de esa noche pintó esa porción negra de la imagen. De esta misma película, su director David Kohon recordaba que Alberto se animó a rodar escenas sin luz, sólo le pidió al director que haga pasar a los actores por delante de las vidrieras iluminadas. El resultado era el buscado por Kohon, un lenguaje “guerrillero”: cámara en mano, sucio, pero a la vez muy estilizado. Una forma osada, antes nunca vista. Lo que luego se vio en la Nouvelle Vague francesa y lo que es ahora un código narrativo muy practicado por el Nuevo Cine Argentino. De visita por la Argentina, Gregg Tolland –fotógrafo de Citizen Kane– elogió las imágenes de Etchebehere, construidas con elementos precarios. Tolland le aseguró una carrera exitosa en Hollywood, otro tanto le prometió Dolores del Río en México, satisfecha por cómo la había fotografiado en Historia de una mala mujer (1948, L. Saslavsky). Pero a Alberto le preocupaba generar una imagen argentina a través del cine. Así como tantos pintores argentinos se formaron en Europa y luego, de regreso, intentaron abandonar sus influencias europeizantes para crear una imagen propia y nacional, Alberto había heredado de su jefe y mentor, el viejo Valle, argentino por adopción, esa suerte de deber patriótico. En el ´55 filma con Torre Nilson; inicia allí una estrecha colaboración siendo Alberto el responsable de los climas visuales de uno de los directores más interesantes que ha dado nuestro cine. Juntos rodaron El secuestrador, La caída, La mano en la trampa, Homenaje a la hora de la siesta, El ojo que espía. Su vasta carrera cosechó premios y fue reconocido como uno de los directores de fotografía fundamentales del cine argentino. Su mirada elegante fue influencia de muchos fotógrafos posteriores. Hace unos años el Cine Club Núcleo le otorgó un premio póstumo a su trayectoria. De los que lo conocieron, rescato la admiración por su trabajo, la valoración de la fuerza expresiva de su imagen, así como también el respeto y el afecto. Escribiendo estas líneas pienso en todo lo que podría haber hablado con él sobre los misterios de la imagen. Sobre el uso narrativo de la luz y las sombras. Todo lo que podría haberme enseñado. Pues aquí va mi homenaje, abuelo que no conocí pero del que llevo su frente ancha, su pelo rojo, sus pecas, sus manos. Espero mirar con tus ojos.
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FOTO, IDENTIDAD Y PERFORMANCE
IRRADIACIONES DEL YO En el biodrama Mi vida después, Lola Arias explora la huella trágica de la historia reciente argentina utilizando distintos dispositivos de representación realista. Estrenada en el año 2009, la obra participó en festivales de Europa, México y Brasil.
por Sebastián Russo
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as fotografías (sabemos) nunca muestran, sino que construyen en tiempo presente lo que expresan. Pero a la vez (y no solo lo sabemos sino que lo experimentamos a diario) no dejan de mostrarnos lo que pasó, lo que ha sido. Paradoja representacional, confluencia de tiempos, que hace de estos objetos, de estas emanaciones de la técnica, no solo tesoros simbólicos inigualables, sino (y por lo mismo) sustratos inevitables de (re) construcciones identitarias. Fotografía e identidad, relación que constituye uno de los varios estamentos reflexivos, expresivos, del biodrama Mi vida después. Mi vida después: obra pergeñada por Lola Arias, donde los dispositivos representacionales (teatrales, fotográficos, audiovisuales) son indagados y puestos en cuestión, donde lo íntimo es materia prima, insumo insumiso, secreto develado, rev(b)elado, construido secreto. Seis hijos/actores (Blas Arrese Igor, Liza Casullo, Carla Crespo, Vanina Falco, Pablo Lugones, Mariano Speratti) hacen de su relación filial no sólo la materia dramatúrgica fundamental, sino huella trágica de una relación con el pasado reciente, que excede su lazo familiar. Hijos de militantes del ERP, de Montoneros, de policías, de exiliados, de desaparecidos, sus cuerpos, sus voces en escena, auto narrándose, actuándose a sí mismos, indicios intolerables/imperiosos de un pasado cuyos espectros no dejan de acosarnos. Relación entonces entre fotografía e identidad, en tanto performatividad, su darse en la experiencia, en acto. Sus estatutos, sus fundamentos (de la identidad, de la fotografía), constituidos en escena, y a través de esos cuerpos que se exponen y enuncian, que ven, miran, y (se)fundan.
*Sebastián Russo es sociólogo, docente y co-editor de la revista En Ciernes-Epistolarias.
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MODO-UNO
“Ahí está mi papá. En Ezeiza, en el ´74, yéndose al exilio. A la izquierda, el avión que lo llevará junto a mi mamá a México. A la derecha, el país que se ve obligado a dejar.” Palabras más, palabras menos, esto dice una de los seis actores/hijos en escena. Cual ángel de la historia benjaminiano, su padre (Nicolás Casullo1), mira para atrás, mientras su cuerpo avanza. La confluencia de tiempos representada (un presente fotográfico, que aúna un inminente pasado con un futuro ya palpable) se actualiza vigorosamente en escena, intercalando un nuevo plano indicial, el del cuerpo de su hija, enunciando, dándole a su voz el carácter de motor evocativo/re-constructor.
El “esto ha sido”, deviene un “esto no deja de ser”, o incluso “esto, no deja de ser otra cosa”. Si bien todo inmovilismo fotográfico se revitaliza en su lectura, en su re-contextualizarse, la foto aquí mencionada, en su particularidad, ofrece una potencialidad, una perspectiva interpretativa, que resulta icono, símbolo de un relación ser/tiempo, fundamento de la politicidad del vínculo del sujeto y su (ser) tiempo. Sabemos: ruptura de la linealidad, de la idea de progreso, invocación de un pensamiento, una experiencia del relámpago, de la experiencia dada en su ser confluencia de tiempos, de la potencia, la acción potencial que de esta reunión temporo/experiencial emerge. Sustraída de su fuero íntimo, y re-narrada, la foto se incorpora intempestiva, inesperadamente, al relato social. Este pasaje, es síntoma de época, y no por eso forclusión de su reinterpretarse a sí misma, ni de sus potencialidades semánticas, o sea, políticas. Hay allí, una (la) huella de la historia, o la historia expresándose como vaso comunicante, viva, pura pulsión, interpelando a ojos que ya no podrán “meramente” contemplar. Su hija nos grita su/ nuestra historia, allí, en ese Ángelus Novus que exige ser asimilado.
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MODO-DOS
“Ahí está mi viejo. Junto a sus compañeros de trabajo. Mi papá era policía, y bueno, todos los policías tienen bigote y se paran del mismo modo”, algo así, dice su hija, señalando lo que otro de sus compañeros/actores/ hijos marca en la foto proyectada. La foto aquí, como cúmulo de señas, reservorio del estereotipo, a la vez que índice epocal. Ambas funciones nuevamente revitalizadas, potenciadas, refundadas, por la voz de una hija/actriz. La pose, sabemos, procedimiento de connotación, de otorgamiento de un segundo sentido, aquí develada, detectada, desactivada, releída, por la marcación, por el relato. El des-active, es, claro, un reactive. Un lanzar a la arena pública risibles clichés, vueltos perversos, siniestros. Acentuada su lectura funesta por su progenie, la sangre de su sangre, abjurando, descarnando su propia colección de imágenes/memoria. Mecanismo posible, el de la abjuración, por la invocación del mito, del cliché: mediación necesaria, catarsis trágica; sustentada, reafirmada, por un tono irónico en el relato, que a su
vez le otorga un incómodo matiz cómico a la imagen/ situación, agudizando, aun más, lo inquietante de una caterva de canas, posando autosuficientes. Dicen las crónicas: Vanina Falco fue declarante contra su progenitor, Luis Falco –uno de los canas de la foto– acusado por apropiación ilegal. Que le hayan permitido prestar declaración, se debe al estreno de Mi vida después. Hasta ese momento, su relación filial le impedía declarar. La obra, la visibilización y toma de estado de público del caso, fueron fundamentos para revocar tal situación, y poder ella brindar su testimonio. Finalmente Luis Falco fue procesado por apropiación ilegal de Juan Cabandié3, “hermano” de Vanina. Las normativas de la Justicia moldeadas por el gesto de mostrar, decir, divulgar. No solo “tiempos de revolución” representados, ni la representación revolucionada, sino “revolucionar” lo normativo a través de la representación.
| Lo íntimo, lo familiar, arrastrado a la dinámica de la performance. Ya no “mero” santuario de recordación. Sino insumo que se actualiza (significa) cada vez, y de modo explícito, brutal, efusivo. |
| El jugueteo inter-epocal, generacional, no es sin consecuencias. Imagen sobre imagen. Superficies que se fusionan e implosionan. Nuestros padres guardan un secreto insoportable de develar... |
Las imágenes reproducidas pertenecen al biodrama Mi vida después.
“Ahí está mi madre, compartiendo un programa junto a César Mascetti. Ella no está muy cómoda, su mirada de costado lo evidencia”. Y al narrarlo, se ubica delante de la proyección, ocupando el lugar de su madre en la foto, quedando su cuerpo impregnado de la imagen de su madre, de su madre de ayer, en un encuentro de tiempos imposible. Procedimiento que recuerda al de Lucila Quieto en Arqueología de la Ausencia4. Tiempos que se encuentran, y tajean la idea de tiempo, la idea de tiempo lineal, progresivo. La experiencia se inunda de una convivencia epocal que la densifica. Permite juguetear a ser el otro fundante: “el padre”. Ponerse en sus zapatos, en su ropa. Y al momento ella –la hija– empieza a leer las noticias como las hubiera leído su madre –junto a César Mascetti–: en el biodrama, entonces, ropas viejas comienzan a caer sobre su cabeza, interfiriendo su decir, golpeándola, rodeándola, hasta que casi tapada baja la cabeza, y se corta la proyección de la foto. El jugueteo inter-epocal, generacional, no es sin consecuencias. Imagen sobre imagen. Superficies que se fusionan e implosionan. Nuestros padres guardan un
secreto insoportable de develar: fuerzas indómitas, insospechadas, arrasan a quienes se atreven, y más aun, a quienes no se atreven a hacerlo. En los-tres-modos, se dice “ahí está…” (aquí recreado, invocado, enfatizado, inventado). Gesto creador, señalamiento paridor, marcación engendradora. “Ahí está…” lo que antes –sin el recorte voluntario, la delimitación creacionista– no estaba. O lo que siempre estuvo, ahora, ahí esta, de este nuevo y único modo. La fotografía, la construcción de lo que “ahí está”. Hay allí, en el (ex)poner la fotografía familiar, íntima, en escena, una sugestiva y vital (y política) resignificación, un permitirles volver a “decir” lo que “dicen”, ahora –y cada vez– por vez primera. Lo íntimo, lo familiar, arrastrado a la dinámica de la performance. Ya no “mero” santuario de recordación. Sino insumo que se actualiza (significa) cada vez, y de modo explícito, brutal, efusivo. En donde lo visible y lo relatable se fusionan en una interrelación de pura-potencia, de inquietante irradiación fantasmática. Exclamando lo (no tan) obvio: que toda imagen es un mito que comienza.
1 Filósofo, escritor y docente. Escribió Para hacer el amor en los parques (1969), La cátedra (2000), Las cuestiones (2007), Peronismo. Militancia y crítica (1973-2008), entre otros. Recientemente se editó Orificio. 2 Nieto recuperado por Abuelas de Plaza de Mayo, hoy es legislador de la ciudad de Buenos Aires por el Frente para la Victoria. Vivió junto a la familia Falco, hasta que en el 2004 recupera su identidad de hijo de desaparecidos. 3 Ensayo fotográfico, reunido en el libro Arqueología de la ausencia, Buenos Aires, Casa Nova Editores, 2011. Para ver parte de su material: http://www.me.gov.ar/a30delgolpe/fotogaleria/ lucila_quieto/ 4 César Mascetti: periodista argentino, conductor del noticiero televisivo Telenoche desde 1972. Su madre, Ana Amado, docente e investigadora, sale al exilio con su padre (Nicolás Casullo) a fines de 1974.
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MODO-TRES
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EL CASO DE “OBRERO EN HUELGA ASESINADO”
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ALGUNAS REFLEXIONES EN TORNO A FOTOGRAFÍA Y VIOLENCIA por Camilo Hernández Castellanos
iconográficas y las series narrativas que inaugura una foto de un cuerpo violentado, su incursión en el circuito de los medios y su naturalización, las prácticas de exhibicionismo y voyerismo actuales invitan a problematizar las maneras de mirar.
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¿Qué discusiones se concentran alrededor de una fotografía de violencia? Las características
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Le spectacle n’est pas un ensemble d’images, mais un rapport social entre des personnes, médiatisé par des images. Guy Debord, La société du spectacle.
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n 1934 Manuel Álvarez Bravo toma una fotografía que se convertirá en la imagen más icónica del México post-revolucionario, “Obrero en huelga asesinado”.1 El objeto de este icono visual, un cadáver, pareciera diferenciarse muy poco de cualquiera de las otras miles de fotografías de asesinatos, escenas criminales, y violencia física que se conservan en el acervo fotográfico del México post-revolucionario. Es un cuerpo reventado, un rostro manchado por la sangre que sale de las fosas nasales y de las cavidades oculares, y en el cual destacan unos ojos increíblemente abiertos y de pupilas suficientemente dilatadas como para que las registre la cámara. Se trata, en síntesis, de la imagen de una víctima de una muerte violenta. Sin embargo, una reflexión más atenta de la fotografía permite advertir que su aparente indiferenciación encubre importantes características iconográficas en al menos dos niveles. En primer lugar, es un registro que propicia una serie de narrativas. Por una parte, está la pregunta por la relación entre nombre propio y cadáver (¿Quién es este obrero? ¿Cuáles eran su nombre y circunstancias particulares?). Por otra parte, está la pregunta por la relación entre el título y la foto misma (¿Qué importancia tiene que el cadáver sea de un obrero? ¿Qué relatos políticos y propagandísticos genera el hecho de que haya muerto en una huelga? ¿Fue su muerte producto de su ser obrero y estar en huelga?). Finalmente, está la pregunta por las *
circunstancias específicas de la muerte (¿Cómo murió este hombre? ¿A manos de quién?). La fotografía genera así, una dinámica narrativa. En segundo lugar, al instalarse en el circuito de los medios escritos a través de su difusión en Frente a Frente,2 al reproducirse un sin número de veces y de diferentes formas3, al llevar una firma y compartir las características estéticas de un autor representativo, en síntesis, al convertirse en material iconográfico mediado, se separa de las circunstancias políticas señaladas en su título, se aleja del posible uso disciplinar de la observación judicial o médica, y se instala en una posición ambigua, aparentemente atemporal y apolítica, que plantea el problema de la naturalización de la violencia. Tal y como afirma Nissan Pérez: “Vemos a un muerto en el suelo. Sin embargo, la calidad de la luz y los tonos moderados del positivo, combinados con el ángulo bajo y la proximidad del cuerpo, niegan la violencia inherente a un asesinato y parece que se trata de una tentativa de hacer más aceptable, hasta natural, el contenido de la imagen.”4 La fotografía es estéticamente atractiva y subraya aspectos que como la luz, la composición, o la distribución espacial, no parecen entrar en consideración cuando la reproducción fotográfica busca el registro, la representación pura (aquella propiedad que Kracauer llama la “afinidad” primaria de la fotografía con la “realidad sin artificios”)5, y que, por el contrario, responden a consideraciones estéticas que buscan la composición de una escena.
Camilo Hernández Castellanos es profesor de Literatura y Estudios Culturales en el Departamento de Español y Portugués de Northwestern University (Chicago) y doctorando en Literatura Latinoamericana en Princeton University.
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MORBO, VOYERISMO Y COMPULSIÓN VISUAL
Esta foto, por tanto, ubica al espectador frente a la problemática presente en cualquier documentación fotomecánica de la violencia en general, y del cadáver, en particular. Tal y como pensara Benjamin, las escenas violentas o criminales (y ésta, mediante su título se presenta abiertamente como una en la cual el huelguista es la víctima) “demandan un tipo particular de recepción. La contemplación desinteresada de éstas no es apropiada. Ellas inquietan al observador, quien se siente desafiado a encontrar formas particulares para verlas”.6 Esta fotografía no solo apunta a la estrecha relación entre shock y percepción moderna, sino también interpela nuestras prácticas de observación, confrontándonos con la relación entre voyerismo y exhibicionismo, belleza y crueldad. Adicionalmente, si el espectáculo –como afirma Debord en el epígrafe– no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes, entonces, esta fotografía participa de un tipo de espectáculo en el que la imagen que mediatiza la relación es una cruenta exposición del dolor ajeno. ¿Esto cambia en algo la relación descrita por Debord? ¿Qué importancia tiene que esta relación (este espectáculo), sea en éste caso mediatizada por una imagen de naturaleza tan cruda? ¿Cómo inscribe el cadáver esta relación? Todas estas preguntas se complejizan aun más cuando se piensa que esta fotografía empieza a participar en el circuito de exposición artística durante el transcurso del siglo XX. Su entrada en los espacios tradicionales de exhibición del objeto artístico resalta la pregunta por la moralidad del acto de observación de la violencia bajo las condiciones de apreciación estética supuestas en el ambiente aparentemente neutro, bien iluminado y aséptico del museo. Tal y como lo plantea Adam Mendelsohn, “qué sucede conmigo [el espectador] que me resulta posible ver imágenes de carnicería impresionante y fijarme en cosas como la composición, la luz y la técnica virtuosa del fotógrafo”.7 Dada la trascendencia que “Obrero en huelga asesinado” ha tenido en la cultura visual latinoamericana, un corto análisis de las dos primeras reproducciones de esta fotografía en la década del treinta y un breve comentario sobre las consecuencias de su posterior inclusión en el ámbito artístico, nos permitirá acercarnos de forma paradigmática a algunas de las estructuras representacionales, y a algunos de los problemas éticos presupuestos en la articulación fotográfica de la violencia.
La primera aparición de la fotografía del obrero asesinado se da en la primera página del número 1 (marzo de 1936) de la revista artístico-revolucionaria Frente a Frente. Aparece como parte de un plegable a dos páginas preparado por Álvarez Bravo y por el refugiado alemán Heinrich Gutmann. En este diseño gráfico, similar formalmente al Arbeiter Illustriere Zeitung y a la estética radical de la vanguardia alemana del periodo de entreguerras,8 los obreros en huelga y las escenas de la miseria son contrastadas con las imágenes de funcionarios del gobierno entre quienes destaca el Presidente Plutarco Elías Calles. La foto se presenta aquí como parte de un discurso ideológico creado mediante la espacialidad de la composición, la distribución de las fotos en dos planos opuestos, y mediante el uso de la escritura. El mensaje apunta al conflicto de clases, al contraste entre los ricos cenando mientras los obreros luchan por básicas condiciones de subsistencia. Los comentarios irónicos de los pie de foto invitan a una posición crítica: frente a la idea patrocinada por el gobierno de la prosperidad llegando a México de mano de los procesos de modernización, la realidad violenta de las crudas condiciones de los obreros. Aquí la foto del cadáver se presenta como índice de una realidad social. La segunda aparición de la foto del cadáver, se da dos números más adelante en la misma revista Frente a Frente (mayo de 1936). Esta vez el cadáver aparece en la portada como parte de un montaje con imágenes de Hitler, Mussolini y una vez más, Elías Calles. El discurso generado ahora es diferente y parecería identificarse a este último con el fascismo internacional. En esta nueva narrativa el cadáver sería (no sabemos bajo qué circunstancias) víctima del fascismo. Sin embargo, aparece ahora recortado, sin fondo, sin título y sin comentarios que lo expliquen. Podría por tanto, ser cualquier cadáver: el de un joven atropellado por un automóvil, el de un actor en una obra de teatro, etc. Por ello, en este segundo montaje el cadáver deviene lo que Hal Foster denomina un cuerpo-objeto, separado del entorno de sus circunstancias particulares y reducido a su condición de pura imagen.9 | Esta fotografía no solo apunta a la estrecha relación entre shock y percepción moderna, sino también interpela nuestras prácticas de observación, confrontándonos con la relación entre voyerismo y exhibicionismo, belleza y crueldad. |
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En el primer foto-montaje el cadáver invita a la empatía mediante la alusión a una clase social, a unas condiciones laborales y políticas. La fotografía se acompaña de otras imágenes que apuntan a la capacidad de índice del medio fotomecánico y la composición recuerda los protocolos de la estética sensacionalista buscando el shock a través de la saturación sensitiva y el contraste. En el segundo foto-montaje en cambio, el cadáver deviene imagen sin fondo, susceptible de ser manipulado y reconfigurado en discursos intercambiables, que a su vez pueden determinarse a través de las más diversas intervenciones estéticas. La segunda composición es así, una re-contextualización que (a pesar de un posible mensaje antifascista) puede funcionar como metáfora de las exploraciones vanguardistas a los conceptos de representación y objeto artístico. Sin embargo, a pesar de las diferencias anotadas, estas dos instancias de representación del cadáver son esencialmente híbridas. No se puede afirmar que la primera reproducción esté determinada exclusivamente por la estética sensacionalista. En ella –como se vio– se presentan elementos ideológicos. De forma inversa, es indudable que la segunda reproducción busca también el shock a través de la referencia a un tipo de representación no mediada de la realidad. A ambas las une el principio formal de la composición y el montaje: ambas se presentan como arreglos de interrupciones. Este principio formal posibilita el acceso que estas imágenes dan a espacios de observación normalmente restringidos por el pudor o la simple distancia, y está articulado por el medio en donde se presentan: la prensa escrita. La prensa es un medio de gran circulación en donde las imágenes de la violencia y del cadáver funcionan como índices incesantes de un quiebre social y de la constante búsqueda de una nueva víctima, del siguiente desastre, del más asombroso nuevo evento. Lo importante en este espacio es la circulación, la novedad, la improbable satisfacción de un apetito incesante. La realidad existe en este circuito para ser registrada y reproducida continuamente. En el caso de “Obrero en huelga asesinado” y su relación con el ámbito de circulación en los medios, el primer aspecto que debe considerarse es la dimensión espacial. El lente de Álvarez Bravo, literalmente amplía el campo visual del espectador transportándolo a un escenario de violencia usualmente oculto. Este énfasis espacial resalta el vínculo fundamental entre las imágenes del horror y la
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Fotografía de Manuel Álvarez Bravo, 1934 (México).
| La prensa es un medio de gran circulación en donde las imágenes de la violencia y del cadáver funcionan como índices incesantes de un quiebre social y de la constante búsqueda de una nueva víctima, del siguiente desastre, del más asombroso nuevo evento. |
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ética moderna de observación: “Una actitud espacial hacia el horror se encuentra como base de la ética de observación moderna. El cuerpo –herido, mutilado, abaleado, golpeado, desfigurado, muriendo– constituye la esencia misma del espectáculo en la esfera pública. Es el objeto del deseo de ver, de ver más, de ampliar el cuerpo, de abrirlo a la mirada, de penetrar dentro del cuerpo (cadáver) y permitirle que aparezca, de invitar la interioridad a la superficie.” 10 El deseo del espectador por ver y estar en el lugar del evento, unido a la imposibilidad de su satisfacción, alimenta la compulsión por llegar tan cerca como se pueda, por “ver” (así solo sea mediadamente) el “espectáculo” del cuerpo destrozado. Este deseo interrumpido, esta distancia física y metafórica constituye el fundamento que articula –en palabras de Azoulay– el morbo, “en el umbral del evento, el espectador está suficientemente cerca al tiempo que tranquilizadoramente lejos”. La fotografía del obrero se sitúa justamente en este umbral. Busca explícitamente estar tan cerca como pueda del cadáver, al tiempo que testifica una separación que el espectador probablemente no quiera en última instancia acortar. La fotografía encierra una irrefutable distancia entre el fotógrafo, que se presenta así mismo como testigo “que estuvo allá”, y el espectador que no “estuvo allá”, pero quiere ver y poder decir algo acerca del evento, y ansía que le sea construido en un régimen de visibilidad absoluta. El voyerismo puede definirse, justamente, como la búsqueda compulsiva de esta imposible visión plena. En la dialéctica entre quien estuvo y quien no, la fotografía se instala como el índice a partir del cual se puede empezar a crear un régimen de aparente visibilidad. Esta dinámica se conserva en el otro medio de exhibición de “Obrero en huelga”, el museo.11 Azoulay lo caracteriza como “un cubo blanco”, esto es, en términos de su modularidad, como espacialidad pura, superficie delimitada de interior limpio que invita a ser atiborrada mediante sucesivos montajes: “El museo busca siempre una nueva imagen aún perdida del siguiente genio, estilo, o moda de la cual aún no se ha oído, y que trascenderá a todos los anteriores.” La imagen del museo como una caja blanca alude también a su condición de archivo de la experiencia, espacio que posibilita diversas dinámicas entre presentación, representación y preservación. El museo se relaciona entonces, con la normalización de los procesos de intercambio, observación y memoria. También, con la muerte y con los intentos por preservar aquello que de otra forma se perdería. Se relaciona finalmente con la fotografía como proceso archivístico, lugar de indexación de la realidad. El museo evoca también la imagen del espacio diseñado para el intercambio simbólico. Plataforma que privilegia la contemplación: el museo se presenta como “el” espacio aséptico de lo visual. Lugar de intercambio también en su acepción formal, que unifica semántica-
mente en un régimen de sentido los objetos que exhibe al crear un sistema de lectura que los hace legibles, equiparables en un sistema de sustitución y comodificación. El museo también como mecanismo que facilita una lógica interna de valoración de los objetos. Finalmente, existe una similitud estructural entre la cámara fotográfica y el museo. La cámara no es solo una herramienta que posibilita la documentación del mundo sino en sí misma es un mecanismo de exhibición, un museo móvil. El fotógrafo asume al mundo como una constante exhibición susceptible de registrarse, convirtiéndose en una sucesión de posibles imágenes. Frente al lente, como frente a un escenario, las imágenes pasan reemplazándose, y el trabajo del fotógrafo, su obsesión, es no permitir que se le escapen. El fotógrafo deviene un espectador compulsivo. Ambos, museo y prensa se hayan organizados alrededor de la búsqueda permanente de la aparición “de una imagen perdida”. La falla de esta aparición genera la necesidad de una nueva e incesante búsqueda. La pregunta en “Obrero en huelga asesinado” (y por extensión, en las fotografías cuyo objeto es la violencia extrema sobre el cuerpo) es cómo informa esta búsqueda la imagen de algo qué, como el cadáver, es en sí mismo índice de una ausencia. Como hemos visto, la respuesta a esta pregunta implica la exploración de las dinámicas epistemológicas que facilitan la contemplación y disfrute de aquello que, paradójicamente, se resiste a ser simbólicamente normalizado. 1 Plata /gelatina 8 x10, The Wittliff Collections. Para una historia detallada de las circunstancias en las que fue tomada esta fotografía ver el capítulo dedicado a Álvarez Bravo en: Folgarait, Leonard. Seeing Mexico Photographed. The Work of Horne, Casasola, Modotti and Álvarez Bravo. New Haven, Yale UP, 2008. 2 Revista que durante los años ´30 funcionó como órgano oficial de LEAR, Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios. 3 Al menos tres veces en 1936: en dos ediciones diferentes de Frente a Frente y en el diario El universal. 4 Perez, Nissan N. Revelaciones: The Art of Manuel Álvarez Bravo. San Diego, Museum of Photographic Arts, 1990, págs. 24-25. 5 Cfr. Kracauer, Siegfried. Theory of Film: The Redemption of Physical Reality. Princeton, Princeton UP, 1997. (Traducción mía) 6 Benjamin, Walter. “The Work of Art in the Age of Its Reproductibility” en: Writings V.1. Trad. Edmund Jephcott. Cambridge, Belknap-Harvard UP, 2002, pág. 108. 7 Mendelsohn, Adam E. “Guilty Pleasures” en: Art Monthly 5.07, 2007. 8 Cfr. Lerner, Jesse. El impacto de la modernidad: Fotografía criminalística en la ciudad de México. México D.F., Turner, 2007, pág. 67. 9 Foster, Hal. “A missing part” en: Prosthetic Gods. Cambridge, MIT P, 2006. 10 Azoulay, Ariella. Death’s Showcase. Trad. Ruvik Danieli. Cambridge, MIT P, 2001, pág. 78. 11 Cómo imagen representativa de uno de los más importantes fotógrafos mexicanos, “Obrero en huelga” ha participado de innumerables exposiciones en galerías y museos alrededor del mundo. Intentar una enumeración de esas exhibiciones desborda el alcance y el espacio de este artículo.
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HISTORIA, TEORÍA Y FOTOGRAFÍA DIGITAL
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¿QUÉ CULPA TIENE LA HUELLA? Los recientes procesos de digitalización invitan a cuestionar el marco conceptual desde el cual se ha pensado hasta el momento a la fotografía. A continuación, un recorrido por las teorías de Dubois, Barthes, Krauss y Benjamin.
por Silvia Pérez Fernández
* Silvia Pérez Fernández es Licenciada en Sociología, docente de las Facultades de Ciencias Sociales, Derecho y Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires. Realiza su doctorado en la misma universidad, con una investigación sobre fotografía argentina contemporánea. Dirige el proyecto Fotografía e imagen digital de la Facultad de Ciencias Sociales. En 1997 creó las Jornadas de Fotografía y Sociedad. Es co-directora de la revista-libro especializada: Ojos Crueles temas de fotografía y sociedad.
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n 1971 Michel Foucault publicaba “Nietzsche, la genealogía, la historia”, un texto que añadía un ladrillo más a la construcción teóricoepistemológica que estaba virando de los análisis “arqueológicos” hacia la genealogía. En rigor, la noción de genealogía venía a aportar una perspectiva que complementaba el abordaje arqueológico. Este último se organizaba a partir de una pregunta cardinal: ¿Cuáles son las condiciones que hacen posible que cierto discurso emerja en determinada época y en determinado lugar, y no en otros? A la vez, la misma noción de “discurso” empleada por Foucault abría otro frente de discusión, puesto que delimitaba y se oponía al uso dado por los antagonistas enrolados en la lingüística estructural de matriz saussureana, revitalizada por cierta semiología de los años ‘50 y ‘60. En Foucault, los discursos son analizados por las consecuencias y no por las regulaciones que ordenan sus elementos: los efectos de discurso refieren a las acciones concretas desencadenadas por las palabras sobre los cuerpos y las relaciones sociales. Ello implica asumir, entre otras derivaciones, que los discursos son portadores de una fuerte carga histórica, en tanto emergen de una puntual relación de fuerzas y actúan sobre ellas. La idea de genealogía es recuperada por Foucault a partir de su lectura de la obra de Nietzsche. Con la misma propuso una perspectiva de análisis y un método de trabajo que apuntaban a la construcción de lo que denominó “histo-
Foucault, hay una búsqueda permanente del origen, cuyo despliegue continuo y permanente se torna explicación causal del presente. En ese marco, los conceptos tienden a ser usados de modo inmutable. Es precisamente allí donde la historia efectiva propone la reconstrucción genealógica y, en lugar de nociones centrales elusivas de la diversidad, intenta la indagación de ideas-problemas en su despliegue temporal. Así, tanto la observación de los discursos oficiales acerca de determinado tema, cuanto –y casi fundamentalmente– de aquellos que fueron silenciados, permite indagar en las grietas discursivas invisibilizadas por los relatos totalizantes. En el método genealógico los documentos no son empleados como mero respaldo o prueba a priori de verdades tributarias del sentido que se quiere construir, sino, por el contrario, de no hacerle decir al documento aquello que él mismo no contiene. Desde luego, esto no se contrapone a la condición real de un historiador que asume con mayor o menor grado de explicitación la carga subjetiva e ideológica con que desarrolla su tarea. Este breve esbozo constituye el marco desde el cual se intentará, en primer lugar, una aproximación a la idea de la fotografía como huella desde la genealogía. A continuación, dicha noción será revisada a la luz de algunos cuestionamientos elementales surgidos con la fotografía digital. Finalmente, se plantearán algunas preguntas relativas al uso de la fotografía en la investigación socio-histórica actual, cuando median procesos de digitalización.
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ria efectiva”, contrapuesta a concepciones de la Historia como disciplina que habían sido hegemónicas hasta entrado el siglo XX. El proyecto foucaultiano daba una vuelta de tuerca sobre dos planteos precedentes: por un lado, el de la Escuela de los Annales; por otro, el de las filosofías de la ciencia de Canghillem y Bachelard.1 Ambas propuestas confrontaban con los abordajes totalizantes que intentaban subsumir bajo grandes rótulos que aludían a épocas, nociones o personajes, la producción cultural –en sentido amplio– de un período. Renacimiento, positivismo o era victoriana daban por sentado, en aquellos enfoques, la coherencia de todos los elementos por ellos abarcados. Como correlato de tal punto de vista, dice
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UNA GENEALOGÍA DE LA HUELLA 2
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Entre las primeras experimentaciones proto-fotográficas y las actuales aplicaciones de la tecnología digital han transcurrido casi doscientos años. Cerca del 90 % de la historia de la fotografía se enmarca en la denominada etapa “analógica”, mientras que poco más de su décima parte se corresponde con la “digital”. Sin embargo, este último período ha venido desencadenando desafíos de distinta índole en prácticas, teoría(s) y discursos, puesto que el cambio tecnológico obligó a repensar numerosas cuestiones; entre ellas, el supuesto técnico sobre el cual han girado diversas interpretaciones y se fundamentaron casi la totalidad de los usos de la fotografía: la indicialidad. La concepción de la fotografía como huella se tornó hegemónica en la década de 1980 a través del pensamiento de autores como Philippe Dubois3, Roland Barthes4 y Rosalind Krauss5, entre otros. Cada cual, desde herencias y recorridos teóricos particulares, se proponía como síntesis final –y, sobre todo, irrefutable– de la definición del medio: ¿Quién podía objetar que, antes que nada, la fotografía era una huella? (Dubois) ¿Que toda explicación científica es insuficiente a la hora de dar cuenta de lo que a uno le sucede frente a la fotografía de un ser desaparecido? (Barthes) ¿O que la relación indisoluble entre el referente y su imagen ya estaba implícita en la atmósfera cultural de los orígenes de la fotografía? (Krauss). El inconveniente residió en postular la huella como un concepto-solución a los problemas que la semiología estructural había dejado latentes.6 Pero aún en ese sentido, ya en la etapa analógica, el concepto de huella había dado sobradas muestras de insuficiencia. De alguna manera, se repetía el error, al pretender instalar una interpretación en la definición aplicable a todo trabajo con fotografías, desde la filosofía hasta diversas vertientes de las ciencias humanas y sociales. No es la propuesta de este trabajo reforzar dicotomías poco fértiles como “huella sí” o “huella no”; por el contrario, se intentará problematizar las aperturas y cerrazones que la noción anuda consigo. En las prácticas discursivas de los ‘80 todo podía discutirse, menos la huella. Pocas fueron las voces que entonces se colaron en medio de tan extendida sintonía intelectual. Es muy probable que los citados autores no tuvieran siquiera la posibilidad de imaginar otra forma de registro fotográfico que no fuera producto de la ligazón indisoluble entre la existencia de un referente real, la radiación por él emitida o reflejada y la alteración material de los haluros de plata de la emulsión fotosensible. Lo que sí estos abordajes eludieron a sabiendas fue el ejercicio genealógico. Podría decirse que hicieron un recorte coherentemente selectivo en la construcción del discurso de la huella como origen. Probablemente, Rosalind Krauss constituya la apuesta más audaz. Como lo expresa Hurbert Damish, “más que escribir sobre la fotografía, la autora está ten-
tada de escribir contra ella: en realidad no contra la fotografía sino contra una cierta manera de escribir sobre ella y, sobre todo, de escribir su historia”7. Luego Damish modera su posición, para entender que Krauss más bien escribe a partir de la fotografía. En su texto, Krauss –que casualmente también habla de “genealogía”– desarrolla un análisis sobre la teoría de los espectros contenida en la obra de Balzac, según la mención que de él hiciera Nadar en sus memorias redactadas hacia 1900.8 El interés del escritor francés por la cuestión de los espectros estaba influenciada por el contexto, en dos vertientes: en tanto hecho científico (la teoría corpuscular de la luz) y en tanto hecho para-científico (las concepciones fisiog-
de biblioteca con libros, perteneciente a William Henry Fox Talbot) cada elemento analizado es forzado para integrar la huella al tejido semiológico de la imagen, como manipulación consciente por parte del fotógrafo. De ese modo, la huella se convierte, casi, en un desarrollo conceptual de mitad del siglo XIX que poco o nada se distingue del uso que 100 años después habrían de hacer artistas enrolados en el conceptualismo fotográfico. Es significativa, por otro lado, la omisión de Krauss: nada menciona acerca de que casi cinco décadas antes, Walter Benjamin había hablado de la teoría de los espectros, de Balzac, de Nadar y del conocimiento que de todo ello tuvo a raíz de su intercambio con Gisèle Freund10. Secundaria-
| Es significativa, por otro lado, la omisión de Krauss: nada menciona acerca de que casi cinco décadas antes, Walter Benjamin había hablado de la teoría de los espectros, de Balzac, de Nadar y del conocimiento que de todo ello tuvo a raíz de su intercambio con Gisèle Freund. |
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nómicas). La alteración material producida en los haluros de plata por la luz era entendida por Nadar como “de nada hacer una cosa”. Sin embargo, no se trataba exactamente de eso en el esquema de la fisiognomía. En este caso, el referente iba perdiendo gradualmente algo de su interioridad (invisible) paralelamente a la transformación provocada en la placa fotosensible. Este origen que Krauss encuentra de la huella no es, sin embargo, su apuesta más fuerte. Hacia el final de “Tras las huellas de Nadar”9, la autora formula su hipótesis central. En la interpretación de dos fotografías (una tomada por Adrien Tournachon en 1854, en la que un mimo posa junto a una cámara fotográfica, y otra de unos estantes
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INDICIALIDAD, TEMPORALIDAD Y FOTOGRAFÍA DIGITAL
mente, también podría suponerse que Krauss se hacía eco de cierta sobrevaloración de Balzac en relación a su supuesto conocimiento de la ciencia, cuando otras interpretaciones se han ocupado de distinguir la notable condición de novelista, de sus posiciones política y “científica”, las cuales reproducían ideas más bien reaccionarias de su época.11 En síntesis, en su construcción conceptual, Krauss evita recordar toda reflexión que desde Benjamin en adelante, y desde el campo del marxismo en sentido amplio, han nutrido el pensamiento sobre la fotografía. Philipp Dubois, al igual que Krauss, también repone la teoría semiótica de Peirce cuando afirma que “La foto es ante todo índex. Es sólo a continuación que puede llegar a ser semejanza (ícono) y adquirir sentido (símbolo)”. Es sintomático el lugar ocupado por la técnica en la definición: “La consecuencia de este estado de hecho es que la imagen indicial únicamente remite a un solo referente determinado: el mismo que la ha causado y del cual es resultado físico y químico. De ahí la singularidad extrema de esta relación”.12 Circunscribiendo la discusión al campo de la semiótica, en la producción de los ‘80 estaba operándose el abandono definitivo de los enfoques estructuralistas de base lingüística que habían sido hegemónicos en Francia durante los ‘60. Los trabajos de Barthes encuadrados en esta corriente13 no desconocían en absoluto el fenómeno físico de formación de la imagen; en todo caso, lo daban por sentado para discutir, a partir del mismo, las instancias de codificación de la imagen. Lo mismo ocurría con el otro polo teórico-académico de los ‘60, la sociología de Pierre Bourdieu y su equipo. Robert Castel, en el capítulo que funcionó como conclusión de la publicación del trabajo grupal, no se distanciaba demasiado de lo que había sostenido Barthes pocos años antes, cuando afirmaba que: “El intermediario químico permite quemar una etapa en el proceso de reproducción y justamente la etapa intencional. La intención fotográfica se sitúa antes (la intención de tomar tal foto desde tal ángulo, etc.) y después (en su encuadre, su utilización, su presentación en tal contexto, etc.). Pero la fijación fotográfica misma es un proceso no intencional puesto que es un proceso químico”14. A la par de invertir el peso relativo del componente técnico, Dubois cataloga los análisis de Barthes, Castel/ Bourdieu y otros, como “ideológicos” –induciendo a presentar el propio, en consecuencia, como emergente “no ideológico”– haciendo un uso del término ideología que llama la atención por su precariedad, habida cuenta de los numerosos debates que rebasaron el campo del marxismo desde 1845 en adelante. Así, la vuelta al referente y la huella está cargada de significaciones y efectos, aplanando y uniformizando el volumen que adquirieron en la década de los ‘60 las disputas entre los polos semiológico y sociológico. La semiología estructural de Barthes y la sociología de Bourdieu fueron englobadas por Dubois en un culturalismo que ahora quedaba desplazado por una definición filosófica que reposaba en la técnica y se desentendía del lugar de la historia, inherente a toda producción cultural. El Barthes de La cámara lúcida, por el contrario, llega al concepto de huella (con el sentido de “esto ha sido”) como única certeza a la que puede adherir, después de encontrar que ninguna explicación teórica –aún la propia– ha sido capaz de dar cuenta de lo que a él le sucede frente a una fotografía. La fotografía, en la última producción barthesiana, recupera el lugar frente a lo fotográfico. Ante la ductilidad de lo fotográfico como modelo para pensar la obra de arte posmoderna15, Barthes vincula la huella con la experiencia aurática antes que con el fundamento técnico. Por otro lado, acompañando a Castel, entiende que sociología y psicoanálisis son indisolublemente necesarios para comprender una fotografía (ya no la fotografía ni las fotografías).
Desde que comenzó a aplicarse a mediados de la década de 1980, la tecnología digital no cesó de abrir debates en y entre fotógrafos y teóricos. Fueron numerosas las modificaciones que se introdujeron en las prácticas, en los aspectos técnicos y, consecuentemente, en el modo de percibirlos y pensarlos. Si bien la prolongación en el tiempo de rupturas y continuidades es terreno en permanente fluctuación y la distancia histórica habilita tan sólo a una serie de intuiciones especulativas, se torna necesario avanzar sobre una mínima elaboración que, aún a tientas, se proponga desde la mera comprensión del fenómeno, hasta la nominación de las nuevas problemáticas evidenciadas con el avance de los trabajos concretos que se desarrollan desde diversos campos del saber con y a partir de fotografías. Tal como fue expuesto brevemente en el apartado anterior, la indicialidad ha sido definida como la cualidad intrínseca de la fotografía, trasvasando el empleo del concepto los contornos de la semiótica e impregnando el discurso de diversos actores. Pero la supuesta fortaleza argumental sobre la que giró el pensamiento hegemónico de los ‘80 constituyó el núcleo de su actual debilidad, cuando la fotografía ha sido integrada al mundo de las imágenes digitales. En ese movimiento, la certeza en la existencia de un referente real fue puesta en cuestión, generándose una escisión entre las cualidades inherentes a una fotografía y a las de una imagen “fotográfica” digital. Hay quienes sostienen esta división de modo tajante, cuando ponen en el centro de la reflexión una propiedad específicamente ligada a la digitalización: la reversibilidad. Esta consiste en la posibilidad –iniciando el camino de forma inversa– de generar una imagen “fotográfica” referencial de un referente inexistente. En tal sentido, y de acuerdo a una serie de variables (modo de producción y de
fotografías digitales continuaran siendo utilizadas como las analógicas, cumpliendo las mismas funciones sociales, no podía hablarse de “revolución” digital. No obstante, los desarrollos de Maresca y Robins bastan para intuir que hay una gran cantidad de imágenes que están “en el limbo”: aquellas que surgen de emplear la cámara fotográfica digital del mismo modo que la analógica –en cuyo caso podría decirse que la única modificación sustantiva reside en el soporte de almacenamiento– y las que habiendo nacido analógicas luego son digitalizadas, tal como ocurre con los archivos institucionales, personales y comerciales. Según Maresca, unas y otras no son fotografías, puesto que a partir de los archivos digitales es posible desencadenar procesos imposibles en las fotografías analógicas, como por ejemplo obtener colores de tomas realizadas con película blanco y negro. Pero hay otro cambio verdaderamente importante que se ha introducido con la tecnología digital. El proyecto Camera 2.0 desarrollado en la Universidad de Stanford, Palo Alto, California, que fue presentado al gran público en la tradicional feria de la industria fotográfica Photokina en 2010, asociaba una serie de modificaciones importantes en relación a las continuidades que las cámaras digitales intentaron preservar respecto del dispositivo tradicional.18 Uno de los más trascendentes, por las connotaciones y consecuencias de diversa índole que acarrea, fue la incorporación de un programa informático a través del cual la imagen final obtenida es la resultante de tres exposiciones diferentes, de acuerdo a una serie de juicios técnico-estéticos determinados por el fabricante. Así, surge otro elemento que se suma a la confusión: referentes reales han generado una imagen digital que a su vez no se corresponde con ningún estado real del referente en su totalidad. Esta fotografía “compuesta” no responde a ningún corte en el tiempo, a ningún esto ha sido. Más allá de la incitación a la imaginación teórica a la que invitan los nuevos desarrollos, algo parece innegable: estamos transitando una época de la historia de la fotografía en la cual la tecnología ha desencadenado cambios técnicos cualitativamente sustantivos y cuantitativamente extendidos, pero en la que aún no es posible mensurar sus efectos en las creencias de los distintos actores insertos en otros tantos estratos y ámbitos socioculturales. En términos exclusivamente prácticos resulta imposible el abordaje y procesamiento del volumen de información visual contenido en las imágenes fotográficas digitales, respecto de los modos de trabajo con que habitualmente se procedía respecto de las fotografías analógicas19. La explosión numérica inédita de imágenes obtenidas y circulantes obliga a la toma de posturas teóricas, con sus correspondientes decisiones metodológicas.
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almacenamiento, rol del productor, naturaleza de las imágenes, medios de transmisión, relación de las imágenes con el mundo, rol del espectador), Sylvain Maresca propone clasificar las imágenes en pre-fotográficas (dibujo, pintura), fotográficas (fotografía, cine, televisión) y post-fotográficas (imágenes virtuales)16. Una de las características de la actual fase tecnológica es que, como en todo período inaugural, poco se sabe acerca de la estabilidad o transitoriedad en el comportamiento de determinados rasgos técnicos, sobre los cuales a su vez interactúan permanentemente relaciones sociales de diversa índole (económicas, ideológicas, etc.). Ante esta relativa incertidumbre –pero sobre todo oponiéndose a posiciones que apostaban por una teleología indefinida del progreso como las de Fred Ritchin y William Mitchell, entre otros– Kevin Robins planteaba, hace ya más de quince años, dos cuestiones. Primero, si había alguna novedad en el modo en que las imágenes digitales aportaban a nuestro conocimiento del mundo; segundo, y a propósito de ello, si no era necesario repensar (rescatar) el componente moral y político con que las fotografías nos habían permitido aproximarnos a la realidad17. En otros términos, Robins se preguntaba si la virtualidad era radicalmente novedosa como muchos sostenían (a lo que respondía negativamente, postulando que, en un sentido, se trataba de un fenómeno tristemente repetitivo que prolongaba desarrollos culturales del posmodernismo) y si acaso habían aparecido usos sociales distintos de los tradicionales. En este último caso, Robins consideraba que mientras las | Estamos transitando una época de la historia de la fotografía en la cual la tecnología ha desencadenado cambios técnicos cualitativamente sustantivos y cuantitativamente extendidos, pero en la que aún no es posible mensurar sus efectos… |
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FOTOGRAFÍA DIGITAL E INVESTIGACIÓN HISTÓRICA
Las cuestiones brevemente señaladas dejan entrever que, al iniciarse los ‘90, se producía la confluencia de dos hechos: por un lado, y aparentemente de modo irreversible, la tecnología digital iba ganando espacio sobre la industria de productos analógicos; por otro, el comienzo de la metamorfosis del objeto fotografía y de los “mundos de la fotografía”20 particulares (fotografía de prensa, familiar, científica, etc.). El uso de la fotografía como fuente para la investigación histórica ha partido, en sus formulaciones clásicas, de una serie de supuestos: la fotografía como resto de algo acontecido –en la línea de la huella–, como expresión del deseo y voluntad de un individuo que opera cierta tecnología para el registro de un tema en un determinado espacio y tiempo; en tanto artefacto, como portadora de la doble dimensión física e imagética. En la construcción de la fotografía como documento, el historiador ha venido indagando en ambas instancias, identificando técnicas de producción y formulando interpretaciones acerca de la imagen de acuerdo a un marco de posibilidades relativamente abordables en relación a espacios de producción, circulación y recepción.21 A partir de la introducción y generalización de los procesos de digitalización, la experiencia de trabajo del investigador –y, desde luego, no sólo del historiador– ha cambiado cualitativamente. A los cambios mencionados en el apartado precedente, pueden citarse otras cuestiones: la hiperproducción de imágenes fotográficas de variado tipo, el incremento y diversificación de los dispositivos de captura, la ruptura de la alineación entre cámara y ojo22, la tendencia a la des-diferenciación tanto del trabajo de los productores en el ámbito profesional cuanto de los mismos productos. El artefacto ha devenido cuasi inmaterial y ha perdido, además, la especificidad del soporte: archivos con extensiones comunes a gráficos, ilustraciones, textos o fotografías son grabados en medios de almacenamiento universales. Los metadatos y bases, a la vez que facilitan la obtención de información, requieren de un tratamiento continuo de conservación y migración. La “realidad del documento” se ha convertido, en muchos casos, en algo difícil de precisar y alcanzar. Y la información que a partir de la manipulación del documento fotográfico pueda extraerse de aquí en más con la aplicación de programas informáticos, en un terreno aún más incierto23. Frente a estas transformaciones, una posibilidad es pensar que, una vez creada cierta tecnología, luego incide y modifica hábitos y costumbres. Pero como ha reflexionado Raymond Williams a propósito del análisis de los cambios sociales vinculados al surgimiento de la televisión, la cuestión es más bien a la inversa: un complejo entramado de relaciones económicas, políticas, ideológicas, científicas y culturales pre-existentes ha hecho posible que la innovación tecnológica impulsada por el poder económico se orientara hacia determinados fines y productos, y no hacia otros.24 Compartiendo este punto de vista, la comprensión del cambio tecnológico y de la forma de apropiación de sus productos en general debe asociarse al estudio del sustrato social, a las continuidades, modificaciones y rupturas de relaciones sociales en determinado momento histórico. En tal sentido, la investigación histórica del presente, cuando la casi totalidad de los documentos fotográficos ya son o han sido digitalizados, se encuentra en un momento sumamente crítico, donde el desafío no es sólo teórico y metodológico, sino fuertemente político. Kevin Robins respondía a quienes sostenían que la racionalización de la visión era algo inevitable, que el peligro era “olvidar lo que queremos hacer con las imágenes, por qué queremos mirarlas, cómo nos sentimos ante
ellas, cómo reaccionamos y respondemos a ellas”25. En otros términos, que mientras los usos sociales de la fotografía digital continúen más o menos por las mismas sendas que los de la fotografía analógica, entonces el conocimiento y el vínculo con el mundo no habrán cambiado de modo sustantivo. Desde otro costado de la argumentación, puede decirse que los cambios en las relaciones sociales, los imaginarios y la ideología son más lentos que la carrera tecnológica. Para la práctica de la investigación no significa otra cosa que, en este momento de transición, la construcción del documento fotográfico desde la historia deba recurrir, más que antes, a teorías y métodos de otras disciplinas. Marshall Berman señalaba que “el público moderno del siglo XIX puede recordar lo que es vivir, material y espiritualmente, en mundos que no son en absoluto modernos. De esa dicotomía interna, de esa sensación de vivir simultáneamente en dos mundos, emergen y se despliegan las ideas de modernización y modernismo”26. Cuando los cambios impulsados por la modernización del siglo XIX avanzaban, estaba surgiendo la sociología. Si bien entre los fundadores hubo una tendencia a tomar las ciencias naturales como modelo de la nueva disciplina, muchos otros pensadores intentaron sumergirse en las grietas que el estudio de los hechos sociales generales relegaron de los análisis, sea por decisión teórica o por incapacidad de pensarlos y abordarlos como tales. Algunas de estas indagaciones, que intentaron desentrañar verdaderos jeroglíficos sociales que no eran objetos válidos para teorías y métodos tradicionales, fueron ignoradas o directamente repelidas por la academia de entonces; en algunos casos, fueron recuperados muchos años después. En este momento de transición, como decía Benjamin, “existe una cita secreta entre las generacio-
nes que fueron y la nuestra”27. En la base de la historia materialista hay un principio constructivo, donde “no sólo el movimiento de las ideas, sino que su detención forma parte del pensamiento”28. La lucha ideológica implícita en la teoría de la fotografía que fue hegemónica a partir de los ‘80 supuso un fuerte recorte del contenido crítico y de la potencialidad teórica del pensamiento de Benjamin y de concepciones que aludían a términos como dialéctica, contradicción, conciencia histórica, politización, estetización, entre otros, los que fueron sesgados o sencillamente silenciados. El actual momento de transición invita a repensar el documento fotográfico como un fragmento de lo nuevo viejo, tal vez con el costo circunstancial de no ser suficientemente fieles a la reconstrucción historicista, pero con la posibilidad de seguir especulando dialécticamente qué de las viejas fotografías subyace en los actuales documentos virtuales. Como también decía Berman, “Apropiarse de las modernidades de ayer puede ser a la vez una crítica de las modernidades de hoy y un acto de fe en las modernidades –y en los hombres y mujeres modernos– de mañana y pasado mañana”29.
Fotografías de Mariana Goncalvez Da Silva, 2001 (Argentina).
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| …que mientras los usos sociales de la fotografía digital continúen más o menos por las mismas sendas que los de la fotografía analógica, entonces el conocimiento y el vínculo con el mundo no habrán cambiado de modo sustantivo. |
1 Cfr. Murillo, Susana. El discurso de Foucault: Estado, locura y anormalidad en la construcción del individuo moderno. Oficina de publicaciones del C.B.C. Universidad de Buenos Aires, 1996. 2 He abordado el tema de este apartado en “De la fotografía analógica a la fotografía digital: apuntes provisorios para una teoría en transición” en: Sel, Susana - Pérez Fernández, Silvia - Armand, Sergio (compiladores). Recorridos. Del analógico al digital en el campo audiovisual. Buenos Aires, Prometeo, 2011. Y también en: “Un programa conservador. Apuntes sobre teoría y prácticas fotográficas de los ‘80” en: Sel, Susana (compiladora). Imágenes, palabras e industrias de la comunicación. Estudios sobre el capitalismo informacional contemporáneo. Buenos Aires, La Tinta Ediciones, 2008. 3 Dubois, Philippe. El acto fotográfico. De la representación a la recepción. Buenos Aires, Paidós, 1994. 4 Barthes, Roland. La cámara lúcida. Buenos Aires, Paidós, 1992 (2° edición). 5 Krauss, Rosalind. Lo fotográfico. Por una teoría de los desplazamientos. Barcelona, Gustavo Gili, 2002. 6 Eliseo Verón se refirió a los límites del abordaje semiológico en “De la imagen semiológica a las discursividades. El tiempo de una fotografía” en: Veyrat-Masson, Isabel – Dayan, Daniel (compiladores). Espacios públicos en imágenes. Barcelona, Gedisa, 1997. 7 Damish, Hubert. “A partir de la fotografía” en: Krauss, R. Ob. cit., págs. 7-8. 8 Nadar (Gaspard-Felix Tournachon). Quand j’étais photographe. París, Editions du Seuil, 1994. 9 Se trata del primer capítulo de Lo fotográfico…, ob. cit. 10 Benjamin, Walter. “La fotografía” en: Sobre la fotografía. Valencia, Pre-Textos, 2004, fragmentos seleccionados de La Obra de los Pasajes. 11 Gramsci, Antonio. “Balzac y la ciencia” en: Literatura y vida nacional. Buenos Aires, Las cuarenta, 2009 12 Dubois y Van Cawenberge, ob. cit., pág. 50. 13 “El mensaje fotográfico” y “Retórica de la imagen”, publicados en Communications N° 1 y Communications N° 4, París, 1961 y 1964, respectivamente. 14 Castel, Robert. “Imágenes y fantasmas” en: Bourdieu, P. (comp.). La fotografía, un arte intermedio. México, Nueva Imagen, 1979, pág. 322. 15 Cfr. Ribalta, Jorge. “Para una cartografía de la actividad fotográfica posmoderna” en: Ribalta, J. (ed.) Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía. Barcelona, Gustavo Gili, 2004. 16 Maresca, Sylvain. “Las nuevas formas de las imágenes” en: Sel, Susana - Pérez Fernández, Silvia - Armand, Sergio. Ob. cit. 17 Robins, Kevin. “¿Nos seguirá conmoviendo una fotografía?” en: Lister, Martin (editor). La imagen fotográfica en la cultura digital. Barcelona, Paidós, 1997. 18 Puede consultarse acerca del proyecto en: http://graphics.stanford.edu/projects/camera-2.0/ 19 Una reciente nota de divulgación periodística difundía los resultados de un estudio llevado adelante por investigadores de la CEPAL y de las Universidades de California del Sur (EEUU) y Catalonia (Chile), publicado en la revista Science. El mismo intentó mensurar el volumen de información circulante a partir de la incidencia de las tecnologías digitales. Vale la pena citar que: “El estudio, que acomete la tarea de inventariar cuánta información podemos almacenar, comunicar y procesar, llega a la conclusión de que en 2007 guardamos una cantidad de bits que equivaldría a algo así como 315 veces el número de granos de arena de todas las playas del planeta. Que enviamos (a través de la TV, la radio, los GPS...) 1,9 zettabytes: más o menos la información que se reuniría si cada persona leyera 174 diarios por día. Y que ese año todas las computadoras del mundo computaron una cantidad de instrucciones que si se hubieran ejecutado a mano hubieran requerido nada menos que 2200 veces el tiempo transcurrido desde el Big Bang.”. Bär, Nora. “El planeta, ahogado en información” en: La Nación. Buenos Aires, 11 de febrero de 2011 (http://www.lanacion.com.ar/1349045-el-planeta-ahogado-en-informacion). 20 La referencia remite al concepto de “mundo de arte” desarrollado por el sociólogo norteamericano Howard Becker (Los mundos del arte, sociología del trabajo artístico. Universidad Nacional de Quilmes, Bernal, 2008). 21 Esta breve síntesis ha sido formulada a partir de Kossoy, Boris (Fotografía e historia. Buenos Aires, La Marca, 2001 -edición original: Brasil, 1989). 22 En relación a este tema son interesantes las aproximaciones de Jonathan Crary (citado por Robins. Ob. cit.) y de Sara Kember (“¿La nueva visión de la medicina?” en: Lister, M. Ob. cit.). En este último trabajo, la autora analiza el pasaje de una concepción de ciencia inscripta en el paradigma observacional (sobre la cual se montó el dispositivo fotográfico) a una práctica que opera a partir de lo que “no se ve” con el ojo. 23 Baste mencionar la aplicación de tecnología 3D sobre fotografías bi-dimensionales digitalizadas y su posterior modelización para programas de divulgación general en la televisión pública de Argentina. 24 Williams, Raymond. “La tecnología y la sociedad” en: Causas y Azares. N°4, Buenos Aires, 1996. Traducción de Gabriela Resnik. 25 Robins, K. Ob. cit., pág. 61. 26 Berman, Marshall. “La modernidad: ayer hoy y mañana” en: Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. Buenos Aires, Siglo XXI, 1999, pág. 3. 27 Benjamin, Walter. “Tesis sobre filosofía de la historia” parágrafo 2. Ediciones varias. 28 Ibid, parágrafo 17. 29 Berman, Marshall. Ob. cit., pág.27.
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| BOCADESAPO | ENTREVISTA
ENTREVISTA A PAULA LUTTRINGER
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LA INCERTIDUMBRE DE NO SABER Sus series fotográficas investigan visualmente los interiores de los ex-centros clandestinos de detención, en busca de que la imagen presentifique la experiencia traumática de las víctimas de la violencia de Estado.
por Natalia Fortuny
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Paula Luttringer comenzó a sacar fotos a los 40 años, de vuelta en Argentina tras un largo exilio. En 1977 había tenido que interrumpir sus estudios de Botánica para exilarse en Uruguay luego de permanecer secuestrada durante cinco meses en un centro clandestino de detención, donde dio a luz a su primera hija. En 1984 se graduó de Gemóloga en el Instituto de Gemas y Metales Preciosos de San Pablo. Trabajó hasta 1988 como negociante en piedras preciosas y finas en las minas de Minas Gerais y Rio Grande do Sul. Luego se trasladó a Francia, donde vivió hasta hoy salvo por el período 1992-1998 en que regresó a Argentina. Fue precisamente en esos años cuando decidió utilizar la fotografía como medio de expresión, formándose en los talleres de Adriana Lestido y Juan Travnik. En una muestra de Adriana Lestido sobre mujeres presas con sus hijos descubrió que podía hablar de su experiencia: “Ahí descubrí que se podía hablar con fotografía del trauma”, dice. Su serie El Matadero se expuso en la Fotogalería del Teatro Municipal General San Martín en 1998 y recibió el Premio Porfolio de PhotoEspaña en 1999. Su posterior proyecto El Lamento de los Muros fue distinguido con la Beca a la Creación otorgada por el FNA en el 2000 y al año siguiente con la Beca Guggenheim Memorial Foundation. Esta serie de fotos investiga visualmente los interiores de los ex-centros clandestinos de detención: sus muros, las inscripciones ilegibles, los restos de objetos, los rastros en las paredes. Las imágenes en blanco y negro muestran fragmentos de construcciones edilicias corroídas por el tiempo, trazos de letras desdibujados, sitios oscuros y húmedos. Y también objetos de uso cotidiano que aparecen aquí extraños y transformados: una ventana inalcan-
zable, una pelota de fútbol endurecida, algunos peldaños de una escalera, una cerradura, una lamparita encendida. Sólo una hormiga y un cuerpo humano (que, en virtud del movimiento de la toma, carece de cabeza) parecen ser lo único que tiene –algo de– vida. Cada foto va acompañada, además, por un fragmento de testimonio de una mujer que ha sido víctima de la dictadura. En estrecha relación con esta serie, actualmente está también desarrollando el proyecto Cosas desenterradas: fotografías de objetos extraídos de los centros de detención. Precisamente, en marzo se inaugurará una muestra que contiene fotos de ambas series en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.
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| Mi preocupación siempre fue entender cómo cada persona vivió esto: de qué lado le pegó, cómo lo sufrió, cómo lo recuerda. Estoy muy interesada en el recuerdo traumático; me interesa saber en qué le cambió la vida a alguien cuando atravesó cosas así. |
¿Cuál ha sido la motivación principal de tu serie fotográfica El Lamento de los muros? Para mí las construcciones tienen vida. Entonces, mi punto de vista fue que en ese lugar donde pasó lo que pasó, algo debía haber quedado. Yo venía de ser gemóloga. Tengo una colección de piedras con imágenes, de las que había en los gabinetes de curiosidades. Roger Caillois escribió un libro hermoso donde habla de esas piedras llamadas les pierres de rêve. También los chinos tienen una tradición de piedras con imágenes donde ellos dicen que se abisman, que caen en el abismo de la contemplación. Yo ya tenía esa colección de piedras y cuando tuve que buscar un tema tenía dos cosas muy claras: que yo tenía que volver a los lugares donde estuvimos para ver qué quedó; y por otro lado tenía que preguntarles a otras mujeres qué recuerdos quedaban en sus memorias. Por eso ninguna de las preguntas que les hice a las mujeres tiene que ver con nada fáctico, sino que todas mis preguntas eran acerca del recuerdo de lo que vivieron. No me interesaba nunca saber la exactitud del recuerdo, sino preguntarles: “cuando te despertás mal en medio de la noche, ¿de qué te acordás?” ¿Recogiste vos misma los testimonios de estas mujeres? Sí, yo hacía las dos cosas al mismo tiempo. Iba a los centros clandestinos de detención a fotografiar y al mismo tiempo entrevistaba mujeres. Fui a muchos centros aunque no quise ir al que estuve. Hay una cosa que es muy clara y es que no estoy hablando de mí, pero al mismo tiempo hablo de mí. A mí lo que me apasiona y me mueve y me conecta es entender a la mujer que tengo enfrente. Las diferencias en lo que ella sintió, viviendo lo mismo que yo. Mi preocupación siempre fue entender cómo cada persona vivió esto: de qué lado le pegó, cómo lo sufrió, cómo lo recuerda. Estoy muy interesada en el recuerdo traumático; me interesa saber en qué le cambió la vida a alguien cuando atravesó cosas así. ¿Por qué son todas mujeres quienes testimonian? Al principio no eran mujeres. Empecé con hombres y mujeres, pero no pude enfrentar a los hombres. No pude enfrentar cuando los hombres empiezan a contar, se quiebran y lloran. Esa fue una falencia mía. No sabía cómo consolarlos, no entendía por qué lloraban tampoco. No supe cómo manejarlo, y de pronto empecé a abandonar eso. Cuando empecé a hablar sólo con mujeres, entendía de qué me estaban hablando. Además, mucho tiempo después me di cuenta de que la mujer no transmite la misma memoria que el hombre. La mujer tiene una memoria que tiene relación con colores, con olores, con sensaciones, con algo más ventral, del vientre. Y era lo que yo estaba buscando.
¿Por qué pensás que la fotografía es tan utilizada como dispositivo de memoria, en especial para evocar lo traumático de la dictadura? Creo que tanto mi generación como la gente joven que vivió otras cosas tienen necesidad de hablar de esto. Tienen necesidad de elaborar lo que pasó. Y la fotografía, es una respuesta que quizá no te va a satisfacer, es un medio muy fácil. Una vez se enojaron todos con Serge Gainsbourg porque dijo que componer canciones era demasiado fácil, por eso todo el mundo lo hacía, y que no era parte del arte en serio, como el pintor o escultor. Siempre hay una cámara a mano, en cualquier casa. Totalmente. Y hay otra cosa que la gente confunde: la interpretación de una realidad con el testimonio. Hasta la llegada de las cámaras digitales la gente creía que una foto es una prueba, creo que mucha gente usa la fotografía como prueba. En El lamento de los muros hay alguna foto que no es de un centro de detención. Y yo nunca dije cuál es, ni me interesa decirlo. Fue una manera de decir: poco importa que yo fotografíe adentro o afuera de un centro clandestino de detención, porque del centro de detención yo estoy todavía adentro. Una vez un editor inglés me propuso hacer un libro y me pidió que pusiera el lugar donde saqué cada foto. Yo le dije “eso no lo pienso hacer”. Yo estuve secuestrada en un lugar que ignoré durante años donde había estado. Me enteré 10 años después de que me liberaron dónde había estado secuestrada. Yo no le voy a dar al que recibe mi proyecto esas certezas. No tengo por qué dar la certidumbre a quien va a observar mi trabajo cuando todo mi proyecto es acerca de la incertidumbre, de no saber. Yo no sé dónde están mis amigos muertos enterrados, hay muchas cosas que no tienen cierre en Argentina. Y yo no quiero nunca que mi trabajo tenga un cierre. En este sentido, hay en tus dos series de fotos un trabajo con el movimiento, con el fuera de foco y con el fragmento, con lo que no se ve o no puede verse del todo. Hay dos cosas diferentes. Cuando empiezo a sacar fotos yo no sé que hago fotos movidas, no lo hago a propósito. El matadero es mi primer trabajo fotográfico y como allí no había luz la cámara automáticamente funcionaba en velocidades muy bajas. Cuando volví al taller de Juan Travnik vimos que las que funcionaban eran las fotos movidas. De mi parte no hubo la búsqueda de una herramienta pero las fotos que me hablaban eran las fotos con movimiento. Por otro lado, yo nunca entendí que hacía fragmentos, nunca pretendí hacer fragmentos. Después cuando todo el mundo me hablaba de fragmentos, dije “ah, bueno, debe ser por algo”. Hasta que un día recordé que cuando vos estás secuestrado tenés una venda en los ojos. Esa venda te impide
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| Yo no le voy a dar al que recibe mi proyecto esas certezas. No tengo por qué dar la certidumbre a quien va a observar mi trabajo cuando todo mi proyecto es acerca de la incertidumbre, de no saber. |
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ver pero no te impide ver todo porque siempre ves hacia abajo. Normalmente no ves nada, pero cuando estás secuestrado y no tenés un guardia enfrente, lo primero que hacés es desajustarla para tener la posibilidad de ver tus pies. No te sirve para nada, no ves si llega un golpe, no ves nada, pero eso te da un poco de libertad. Te hace ganar terreno contra el torturador que tenés enfrente. Porque ya no estás completamente sin vista, sino que sin que él lo sepa vos estás viendo algo. Un día dije “yo soy tonta, lo de los fragmentos es que yo vi fragmentos”. Vi fragmentos de mis pies, fragmentos del cuarto donde estaba, todo era fragmentos. No sé si es una buena respuesta, es la que se me apareció en algún momento. En un reportaje dijiste: “tengo la sensación de que la fotografía me ha devuelto la palabra”. Totalmente porque yo pasé veinte años sin hablar de esto antes de hacer fotos. Yo estuve secuestrada a los 21 y empecé a sacar fotos a los 40. Y cuando digo que no hablé con nadie, no hablé con nadie. En cualquier lugar donde vivía podía tener una mejor amiga y nunca hablaba de mi pasado, nunca. Empecé a hablar de mi pasado cuando volví a Argentina. Perdón, no empecé a hablar de mi pasado; empecé a encontrar otra gente que vivió mi pasado. Me di cuenta cuando transcribí de nuevo todas las entrevistas: es sabido que lo que hay que hacer en una entrevista es dejar hablar al otro, no inducir sus respuestas ni contar tu vida sino dejar que el otro la cuente. Y en realidad en todas mis entrevistas hablo tanto yo como la otra persona. Fue muy interesante porque la persona que desgrabó las entrevistas era una amiga que conocía desde hacía 3 ó 4 años y me dijo “es la primera vez que conozco algo de tu historia”. El testimonio de las otras mujeres te permitía hablar. Sí, en muchas ocasiones era una confrontación entre lo que ellas habían sentido y lo que yo había sentido. Fueron charlas muy intensas. Si bien el proceso de fotografiar consistía en que yo entraba en los centros y ahí no sé qué pasaba, pero algo pasaba. Nunca quise ir acompañada, siempre estaba sola y siempre pasaba algo muy fuerte. Para darte una idea, yo no tengo una memoria muy clara de las cosas, yo no te puedo reproducir una conversación con una amiga. Es parte del estrés postraumático. Pero cuando yo iba a fotografiar un centro clandestino, todas las entrevistas que había hecho se avasallaban en mi cabeza. En un momento dado veía algo de ese lugar que se correspondía con algo que alguien me había dicho. Y yo sabía que esa era la respuesta fotográfica a lo que me habían dicho. ¿Y así elegías también la cita, el fragmento de testimonio que acompaña la obra? Para mí las citas tenían que ser citas cotidianas. No todas lo son, hay algunas que son muy dramáticas. Traté siempre que fueran citas no para contarle a la gente lo que no podía entender, lo que quería transmitir era la normalidad de lo que pasó. Hannah Arendt habla de la banalidad del mal. Adhiero completamente a ese concepto. El mal es muy banal y lo que aconteció en esos centros de detención no fue hecho
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por monstruos de cinco cabezas sino por tipos que nos decían “bueno, me tengo que ir a cenar, mi esposa me espera” o “el domingo la llevé a mi nena al zoológico”. Para mí era muy importante poder transmitir la inmensa brutalidad y despojo de toda condición humana al que eran sometidas las personas al mismo tiempo que mostrarlo de una manera, no sé si la palabra es coloquial o cotidiano. Cuando vos transmitís experiencias extremas de una manera en la que el otro no te puede acompañar en realidad lo que estás haciendo es escupir tu dolor, no estás construyendo un camino de empatía. Siempre me pareció importante no edulcorar la cosa, pero al mismo tiempo no presentarlo como algo que a vos no te puede pasar. Eso es la cotidianeidad del mal. Y hay una cosa que es muy fuerte. Si le preguntás a la gente que estuvo secuestrada cuál es el peor momento nadie te dice que es la tortura, casi todo el mundo te dice: “Desde el momento en que me secuestran y me ponen en un auto, veo desfilar las luces de Buenos Aires y me doy cuenta de que nunca más voy a estar en ese mundo”. En ese momento, que para mí fue el peor momento, fue donde entendí claramente que la vida que yo había conocido ya no existía. Y existía la gente normal que me miraba pasar en el auto. En El Lamento... sobresale la búsqueda de restos, de huellas. Una foto que resume muy bien este trabajo es la foto de la escalera, con esas marcas de palabras arañadas en la pared. Esas marcas son posteriores, no son de época. La escalera tiene un significado muy fuerte, no sé por qué. La mayoría de la gente nunca fue torturada en el mismo piso, todo el mundo cuenta que lo hacían subir o bajar la escalera. La escalera es muy traumática, porque es cuando te llevan a torturar. Cualquier sobreviviente sabe lo que esa escalera significa. Hay quiebres en el espacio, no sólo en el tiempo, en las primeras horas del secuestro. Porque ya estás vendada cuando entrás a esos lugares y ya el espacio no es lo que vos conocés. La mayoría de la gente subió las escaleras y las bajó, sin verlas. Además, las escaleras tienen principio y fin: uno sabe si tienen 10 escalones o 20 o 30. Y mucha gente se acuerda de cuántos escalones tenían. Está la cosa de saber que cuando el último escalón llega, te van a torturar. Creo que está ligado a cosas muy primitivas. Mucho de lo que decís se hace presente visualmente en tu trabajo. En realidad yo nunca hablo de mi trabajo, y es un error. De alguna manera, antes y después del trabajo, hay algo. Todo no está en el trabajo, y todo no va a poder estar nunca en el trabajo. En la relación con mi trabajo hay una sustracción a la mirada.
fotografías de Paula Luttringer
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| Pero cuando yo iba a fotografiar un centro clandestino, todas las entrevistas que había hecho se avasallaban en mi cabeza. |
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DEL DOCTOR FRANKENSTEIN A DAVID CRONENBERG Y MÁS ALLÁ
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CARNE DE MI CARNE por Juan Francisco Ferré
La vida y la muerte conviven en la carne humana y es Frankenstein la historia que viene a recordarlo. La obra del cineasta David Cronenberg como continuadora, como retrato de la obsesión humana por la finitud y la carnalidad. Los relatos que nacen al calor del nuevo origen de las especies…
…the fragility and vulnerability, and yet the infinite, inhuman perdurability, of this meat, this body, this suffering flesh. S. Shaviro, Doom Patrols La monstruosidad de la carne no es un retorno al estado de la naturaleza, sino una creación de la sociedad, una vida artificial. M. Hardt & A. Negri, Multitud
A
*Juan Francisco Ferré (Málaga, 1962). Escritor, crítico literario, doctor en Filología Hispánica. Es autor de las antologías El Quijote. Instrucciones de uso (2005) y MUTANTES. Narrativa española de última generación (2007, en colaboración con Julio Ortega). Ha publicado la colección de relatos
ntes de preguntarnos por lo que es Frankenstein, deberíamos preguntarnos por lo que es la vida. Con demasiada facilidad, tendemos a sacralizarla e idealizarla con nuestra ideología de la normalidad y la salud sin haber llegado a comprender el horror visceral y la monstruosidad en que se funda (como mostraba, con violencia espectacular, Cromosoma 3 de David Cronenberg, quizá su película más polémica). Cualquier mujer del siglo XXI, en el momento de dar a luz, ese cenit de la experiencia fisiológica de la vida, es asistida por todo un sistema sanitario que suprime todos aquellos elementos que harían traumático y horrendo el acto de nacer. Con lo que en una sociedad como la nuestra, tan dominada por la ciencia y la higiene como apartada de la monstruosidad innata de los procesos naturales, Frankenstein, o el moderno Prometeo nos restituye, en toda su dimensión radical, una visión de la vida desnuda que quizá haya sido superada por la historia, a causa de la tecnología, pero no por la imaginación o la fantasía (pensemos en la pornografía biosanitaria de una teleserie como Nip/Tuck). Lo que hace tan influyente este libro en los últimos dos siglos, ya sea en el cine, en la literatura o en el pensamiento, es precisamente el descubrimiento terrible de que eso que llamamos vida, para sublimarla, y eso que llamamos muerte, para infundirnos temor, son dos realidades indiferenciables en la carne de la que estamos hechos. La historia de la cultura está ligada a la historia de la mortalidad y, en este sentido, su mayor empeño consiste en negar esta verdad inaceptable. La vida de la carne, en todo su esplendor y fascinación, está alimentada por el poder de la muerte.
Metamorfosis® (2006) y las novelas La vuelta al mundo (2002), I love you Sade (2003) y La fiesta del asno (2005, con prólogo de Juan Goytisolo). Acaba de publicar el libro de estudios literarios Mímesis y simulacro. Ensayos sobre la realidad (Del Marqués de Sade a David Foster Wallace). Su nueva novela, Providence, resultó Finalista del Premio Herralde de Novela 2009. Mantiene el blog La vuelta al mundo (www.juanfranciscoferre.blogspot. com).
| …los seres humanos se encontrarán una y otra vez, como el doctor Frankenstein y su deforme criatura, enfrentados a los dilemas de la finitud y la carnalidad. Así nos lo ha enseñado el “cine de la crueldad” de David Cronenberg, con una constancia de intenciones y una singularidad artística admirables. |
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In that moment, he knew its purpose, knew the reason for suffering, fear, sex, and death. It was all intended to keep human slaves imprisoned in physical bodies while a monstrous matador waved his cloth in the sky, sword ready for the kill. W. Burroughs, Cities of the Red Night
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En esto mismo reside la admiración secular por el mito creado por Mary Wollstonecraft Godwin, más conocida por su nombre de casada, Mary Shelley (17971851). Como ella misma declaró, escribiendo esta novela tuvo la sensación de “salir de la infancia y entrar en la vida”. Esto es, en el conocimiento de la muerte. El monstruo creado por el doctor Victor Frankenstein con trozos de cadáveres es, entre otras muchas cosas, una imagen de cada uno de nosotros, criaturas nacidas para morir sin acabar de entender del todo el designio de nuestros días en la tierra ni los motivos que pudo tener el creador, llámese como se llame, para darnos la vida. Esta poesía genesíaca y prometeica de la novela es la que ha alimentado todas las adaptaciones cinematográficas conocidas: desde esa versión inaugural (Frankenstein) y su portentosa secuela (La novia de Frankenstein), debida al talento visual para la escenografía gótica de James Whale y a la potencia totémica de Boris Karlof, donde la criatura, al revés que en la novela, era privada de voz y de mirada sobre su dramática historia, hasta las perversiones literales generadas por la productora Hammer con la complicidad creativa del gran Terence Fisher, donde el fin principal era denunciar la inmoralidad originaria de la ciencia en plena era atómica sin renunciar a la explotación del horror sensacionalista y el mórbido erotismo de la carne femenina. No obstante, ninguna de estas lecturas, más allá de sus encantos estéticos y de su innegable atractivo visual, ha sido capaz de superar el poder de sugestión de la novela epistolar en que se basan y la riqueza y originalidad de su planteamiento filosófico. La vida de Mary Shelley, la creadora genuina del monstruo que es esa novela germinal publicada por primera vez en 1818, por más privilegios o comodidades que tuviera al ser hija de un matrimonio burgués compuesto por un escritor y filósofo ilustrado a la manera inglesa (William Godwin) y una heroica precursora de la lucha por los derechos de las mujeres (Mary Wollstonecraft), no fue en gran parte más que un cúmulo de vivencias relacionadas con el infortunio y la muerte. Su madre muere entre horribles padecimientos a los diez días de dar a luz a la propia Mary, su segunda hija. Durante la agonía, el cuerpo de Mary Wollstonecraft, activa precursora del feminismo, se transformó en un monstruo, deformado hasta extremos indecibles por el mal que le corroía las entrañas e infectaba su sangre. Las criadas de
la casa le extraían sin descanso cantidades ingentes de placenta en descomposición y se empleaban cachorros de perro para succionar la leche acumulada en sus senos y disminuir su morbosa hinchazón. Años después, Mary Shelley daría a luz a una hija prematura que moriría recién nacida y a dos hijos más, Clara y William, muertos en plena infancia entre 1818 y 1819. A pesar de lograr la supervivencia de su único hijo, Percy Florence, en el verano de 1822 otro aborto natural frustró sus expectativas de tener más hijos de su infiel marido, el poeta Percy Bysse Shelley, que moriría ese mismo verano en un naufragio. Si hago estas luctuosas precisiones es para explicar algunas características de Frankenstein, su creación más perdurable, a la luz de la vida de su creadora. Una vida romántica, con su lado bohemio y libertino, desde luego, y su lado burgués, por supuesto, pero una vida terrible sobre la que la sombra de la muerte proyectaba una y otra vez la misma figura alargada y siniestra, un fantasma compuesto de carne muerta reanimada con galvanismo blasfemo. No es extraño, por tanto, que Mary Shelley, mucho antes de completar la tragedia de su vida, ya tuviera los componentes necesarios para engendrar (a partir de un sueño premonitorio y una velada de tempestuosa creatividad en compañía de cómplices y rivales de la talla de Shelley o Byron) a su horrible criatura, como muestra Remando al viento, de Gonzalo Suárez, una de las aproximaciones más lúcidas al mito y a la biografía traumática de su autora. Como las grandes tragedias griegas, Frankenstein toma la apariencia de una “novela familiar” (con resonancias freudianas avant-la-lettre), una novela que convierte en motivo sangrante de su escritura los dramas vitales de la maternidad, la paternidad, el parentesco y la filiación, regados con un espectacular despliegue de carne y de vísceras palpitantes, y los consigue proyectar a una dimensión más abstracta y universal con el propósito, como dice Žižek, de “dinamitar el mito familiar desde dentro”. Al final de la novela, ambientado en las aguas heladas del Ártico, como una profecía poética del porvenir de un mundo dominado por la ciencia, la tecnología y el capitalismo, cuando el monstruo vengativo llora sobre el cadáver del doctor Frankenstein y promete inmolarse en una pira hiperbórea al cobrar conciencia de que una vida labrada en la desgracia no se resuelve con la muerte de su creador, Mary Shelley pone en escena la
| Este “deseo” (…) encarna la estética sugestiva del autor de obras límite como Crash y eXistenZ, definitorias de una nueva sexualidad y, por tanto, de un nuevo contrato social entre los mutantes y los monstruos del nuevo mundo del capitalismo tecnológico y científico. |
los artilugios de la tecnología o las promesas espurias de la ciencia, los seres humanos se encontrarán una y otra vez, como el doctor Frankenstein y su deforme criatura, enfrentados a los dilemas de la finitud y la carnalidad. Así nos lo ha enseñado el “cine de la crueldad” de David Cronenberg, con una constancia de intenciones y una singularidad artística admirables. Ya desde sus primeras películas (Stereo (1969), y Crímenes del futuro (1970)) se manifestaba esta voluntad estética de convertir a la carne, contraviniendo su programa genético y su instrucción moral represiva, en un ente autónomo tan dotado de un apetito de mutaciones psicosomáticas y experiencias extremas como abocado a la caducidad, la destrucción y la muerte. Esta fatalidad trágica de su cine se radicalizaría, potenciada por la relación visceral con la ciencia y la tecnología, en las magistrales La mosca (1986) e Inseparables (1988), donde, como en todo su cine, “lo antropológico y lo tecnológico, lo natural y lo artificial se superponen y confunden entre sí” (Mario Perniola) hasta extremos alucinantes. En Scanners (1981), como escribía Steven Shaviro, “el mundo del poder tardo-capitalista es literalmente hecho carne”: “el cuerpo es a la vez objetivo de las nuevas tecnologías biológicas y comunicacionales, un lugar de conflicto político, y un punto límite donde las oposiciones ideológicas se colapsan”. Pero es en la seminal Videodrome (1983) donde se confiere un renovado designio al planteamiento de Frankenstein creando la noción imposible de la nueva carne para referirse (pervirtiendo los designios mediáticos de Marshall McLuhan y su asexuada distinción entre medios cool y medios hot) a la metamorfosis del cuerpo humano en simulacro televisivo, es decir, en carne sobrexcitada de pantalla líquida, encarnación de una (in)mortalidad catódica que correspondería a la perfección a la categoría definida por Mario Perniola, en un tratado homónimo, como “el sex-appeal de lo inorgánico”: “En el sex-appeal de lo inorgánico el deseo pertenece al pasado, ya no existe, porque surge precisamente de una carne ya autónoma e impersonal que, por ello, es más una cosa que carne. Decir carne, en efecto, significa hacer referencia a algo corruptible, caduco, temporario, mientras que la sexualidad neutra lleva consigo una garantía de resistencia, de larga duración”. Este “deseo”, más allá del deseo postulado por Perniola como philosophia sexualis para el cuerpo post-humano (el cuerpo de un sujeto que ha aceptado
| En esta crítica de la razón científica y su relación parasitaria con la vida, Splice se sitúa un paso más allá de los planteamientos de Cronenberg en La mosca y confirma el pesimismo ideológico del Frankenstein de Mary Shelley. |
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ironía suprema de su ideario narrativo. Con ello quizá sólo pretendiera demostrar que la privilegiada hija de dos filósofos ilustrados, reconocidos propagadores del librepensamiento y la conducta liberal, no tenía por qué crear su novela con ideales biempensantes y valores progresistas, a pesar de que iba dedicada con malicia a su autoritario padre (a menudo Godwin se sentía simplemente God), sino dando cuerpo monstruoso e insuflando vida maligna a una visión pesimista y en extremo cruel de la existencia humana. En este mismo sentido, si Frankenstein admite una lectura política e histórica de signo conservador se debe también a que su autora, además de contemplar con mirada clínica los entresijos del melodrama familiar en que transcurrieron sus días, supo ser testigo excepcional de los acontecimientos más tumultuosos de su tiempo, con la Revolución francesa como paradigma de la criatura que se libera de su creador para convertirse en un ente terrorífico y criminal. El monstruo de Frankenstein representa así, con su génesis patológica, no sólo el horror de la vida material, el horror y la fealdad de la naturaleza, sino el horror de cuanto el ser humano, con los instrumentos de la violencia política o la violencia científica aplicadas a la transformación de la realidad, pueda producir en nombre del progreso, la explotación o la racionalidad absoluta. En plena era industrial, tras los cataclismos sociales y políticos de finales del siglo XVIII, Mary Shelley supo canalizar en su novela todas las fuerzas devastadoras que iban a transformar la vida humana en algo aún más peligroso y maléfico. La modernidad científica, económica y tecnológica no era entendida así por la joven autora como remedio de los males endémicos de la condición humana sino como agravamiento de estos. Su gesto moral prefigura, de modo sorprendente, el de todos aquellos que hoy, enfrentados al poder tecnocientífico que amenaza con reconfigurar con sus manipulaciones biogenéticas el sentido mismo de la vida, denuncian los peligros y las secuelas de este modelo de ciencia e invitan a decir “basta” a todo ello, como hace Bill McKibben. No obstante el interés de esta postura crítica, quizá quepa otra posición mucho más realista y no menos lúcida frente a esta redefinición física y psíquica de lo humano. Se trataría, en suma, de afirmar que por más que pretendan escapar a su sino carnal a través del recurso a
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transformarse en “cosa”), encarna la estética sugestiva del autor de obras límite como Crash y eXistenZ, definitorias de una nueva sexualidad y, por tanto, de un nuevo contrato social entre los mutantes y los monstruos del nuevo mundo del capitalismo tecnológico y científico. En este sentido, era hasta cierto punto lógico que Cronenberg, el cineasta que más ha indagado en esa “monstruosidad de la carne” y en las pulsiones de vida y muerte codificadas por Freud, acabara dedicándole una película a este carismático personaje (Un método peligroso), como si fuera necesario proyectar sobre el polémico maestro del psicoanálisis y el lodazal del inconsciente las oscuras fantasías y los turbios deseos que supo extraer, sobre todo, de la atormentada carnalidad de sus pacientes femeninas, como síntomas del malestar de la modernidad occidental y de todas las aberraciones y horrores del monstruoso siglo XX. No obstante, una vez vista, la película decepciona por su excesivo control estético y narrativo: en parte por su débito conyugal con la convencional pieza dramática de Hampton y en parte porque da la sensación de que Cronenberg temiera de pronto mostrar la pulsión autodestructiva de Otto Gross (que como personaje merecería una película para él solo) y el devenir sadomasoquista de Sabina Spielrein y Carl Gustav Jung sin una pantalla de protección o un profiláctico visual para no ensuciarse con las imágenes de los actos indecibles y las palabras obscenas, renunciando de antemano a perturbar al espectador, reducido a una pasividad psicoanalítica durante casi toda la proyección. Con todo, el gráfico desvirgamiento de Spielrein por Jung y las intensas sesiones de flagelación y penetración posteriores poseen ese clínico sentido de la abyección carnal que solo Cronenberg es capaz de escenificar hoy con tanta sensibilidad sadiana. Cronenberg demuestra aquí y en todas sus películas (desde Transfer (1966), su primer cortometraje, donde un psiquiatra y su paciente descubren el infundio patológico que los une) haber comprendido con lucidez lo que Žižek denomina “la definitiva lección del psicoanálisis”: “la vida humana no es nunca solo vida, los humanos no están simplemente vivos sino poseídos por la extraña pulsión de gozar de la vida hasta el exceso”. Esta puede ser la mejor descripción de Vinieron de dentro de… (1975) y Rabia (1978), desde luego, pero también una lección filosófica sobre la existencia multitudinaria de los zombis de Romero y sobre la vida monstruosa de la criatura desalmada creada por Frankenstein como
respuesta a las derivas eróticas y tanáticas de la carne (“La carne de la multitud es puro potencial, poder vital informe; constituye un elemento del ser social que aspira a la plenitud de la vida”, como dicen Hardt y Negri releyendo a Spinoza, aunque no lo reconozcan, a través de los ojos prismáticos de Cronenberg). Esta lección de ambivalencia se desprende también de otra asombrosa película reciente. En Splice, de Vincenzo Nattali, la relectura de Frankenstein a la luz de la genética biomolecular y la economía experimental de las corporaciones no permite albergar muchas ilusiones sobre las posibilidades de mejorar la vida y vencer a la muerte cifradas en el avance del conocimiento científico y el desarrollo tecnológico. De modo paradójico, Splice no se muestra complaciente ni con los que creen aún en el poder de los mitos y valores codificados en la Biblia para poner orden en el caos metafísico de la vida y en los actos de la generación de hombres y mujeres, ni con los que, negando la validez tradicional de estos, profesan el dogma de que la ciencia será la única vía capaz de conducirnos más allá del limitado horizonte de lo humano. En la película, los científicos ambiciosos que juegan a dioses, manipulando las fuentes genéticas de la vida y generando con ello criaturas mutantes incontrolables, obtienen un escarmiento moral a la altura de su transgresión. El amargo recordatorio de que la reproducción y la muerte constituyen el grado cero de la vida. El horror básico asociado a sus procesos materiales más complejos. En esta crítica de la razón científica y su relación parasitaria con la vida, Splice se sitúa un paso más allá de los planteamientos de Cronenberg en La mosca y confirma el pesimismo ideológico del Frankenstein de Mary Shelley. La última versión de la misma historia se encuentra en el nuevo film de Almodóvar. La piel que habito pone en escena a otro científico ebrio de poder que, con la excusa patológica de la venganza, decide llevar a cabo uno de los experimentos más perversos y lógicos, al mismo tiempo, esto es, coherentes con sus medios y fines, que se haya propuesto la ciencia en toda su historia. Modificar por la fuerza de la cirugía el sexo y la identidad de un individuo, transformar su cuerpo conforme a patrones de belleza apolínea, injertándole una nueva piel sintética, y someterlo después a una disciplina educativa integral con objeto de acomodar su cerebro a las demandas de su nuevo cuerpo. El resultado de tal experimento
| Como dicen Hardt y Negri: “Es en el nuevo mundo de los monstruos donde la humanidad ha de aprender su futuro”. |
fotografías de Vicky Aguirre
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es una criatura extraordinaria: un ser dual dotado con un hermoso “cuerpo” de mujer y un “alma” o memoria de hombre sensible, con tendencias artísticas (el “nuevo Adán” de los cabalistas y la “nueva Eva” de Villiers de L´Isle-Adam y Angela Carter fundidos en un solo cuerpo, el “hombre-hembra” de un nuevo Génesis). Una vez alcanzada la fase final de su transformación, la nueva criatura Vera-Vicente conquista la libertad eliminando a su creador y retornando al seno del mundo materno del que procedía. La película es ambigua, como la imago de su “monstruoso” protagonista, y, de ese modo, admitiría tanto una lectura pesimista, o conservadora, como otra utópica. Por una parte, podría estar replanteando la condición humana en términos de futuro, resolviendo los problemas de género al dar vida a una criatura de sexo híbrido incorporada a un mundo enteramente femenino; mientras, por otra, podría estar señalando los límites de cualquier aventura vital y experimento científico, como sucedía en Splice y ya presagiaba Frankenstein, entendiendo que la especie humana como tal se muestra prisionera de un círculo vicioso preservado no por las leyes de la naturaleza, como cree la ortodoxia religiosa o la ética científica, sino por los lazos afectivos y emocionales inscritos hace millones de años en la carne y en el cerebro de los homínidos, como un programa de conducta, y, en consecuencia, por la solidez de las ataduras familiares que, incluso en el fracaso, como peso muerto del pasado, hacen dependientes a los individuos que la integran. En este nuevo siglo, corresponde al monstruoso capitalismo tecno-científico, más que a ningún otro sistema de pensamiento o de organización surgido en la historia, realizar la tarea de “superar lo humano”, cumpliendo sin pretenderlo el mandato intempestivo de Nietzsche al dinamitar las estructuras sociales, culturales y sentimentales que preservan intacta esa condición desde sus orígenes. Como dicen Hardt y Negri: “Es en el nuevo mundo de los monstruos donde la humanidad ha de aprender su futuro”. Un nuevo origen para la especie quizá. El nuevo génesis de la vida surgido del pudridero de la carne, como soñaba, ebrio de poder, el doctor Frankenstein. Todo lo demás es literatura, mejor o peor escrita, poco importa eso ya para nosotros, como nuestro código genético.
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| BOCADESAPO | POESÍA
JORGE LEÓNIDAS ESCUDERO
ELOGIO DE LA PIEDRA Y DEL ORO
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La reciente publicación de Poesía Completa nos permite abordar en conjunto la obra del poeta sanjuanino nacido en 1920 y asombrarnos ante la original materialidad de su mundo.
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por Jimena Néspolo
stamos frente a una poesía agreste. Indómita. Alejada de los centros, las modas, las prebendas y otras tantas delicias perfumadas hasta el vómito. La de Escudero es una poesía que no sostiene cenáculos, ferias ni panteones, tampoco urde genealogías. Entre el primitivismo y un candor profano que descoyunta, se presenta guacha, fresca y fecunda como si del mismo paleolítico acabara de arribar. Un manantial en medio de un desierto de granito. Una bandera de piedra que flamea su humanidad. ¿Cómo presentar una obra tan singular sin balbucear versos rotos, inacabados, insuficientes? Acechante de mí, mirar oculto, ver/ si llegó el esperado visitante,/ el intérprete, ser, dicho mi ser por él.1 ¿Serás capaz de acariciar a un sapo/ si el sapo te ansía? ¿Si te mira con ojos entrecerredos,/ garganta latiente,/ y a flor de cantar enmudece? (283) Hay un tipo de crítica que podríamos llamar “crítica muleta” que se pliega al objeto de estudio, al “objeto leído” en una simbiosis temible fundada acaso en la arrogancia, o en la imbecilidad: se trata de un discurso crítico que se autopostula como máxima directriz tutora sin la cual los textos se desvanecerían, prisioneros de su ineptitud. Para los que no creen que la literatura deba ser un club de lisiados cuyo movimiento esté supeditado a los humores de un pedazo de madera, este tipo de discurso es si no molesto, al menos irrelevante. Una anécdota simpática destinada a matar el aburrimiento de una tarde anegada en sampleos sociales.
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La poesía de Jorge Leónidas Escudero no necesita lecturas críticas. Incluso podría aún no haber llegado a la edición, ser pura potencia o deseo, quizá un manuscrito borroneado… y cualquiera de estas posibilidades no disminuiría la certeza de su existencia para aquellos que ya viviéndola, la disfrutan o la sufren. Me estoy partiendo en dos:/ uno alquila balcones ante la comparsa/ y el otro espera ver detrás de las cáscaras./ Un ojo se me envejece de aburrimiento,/ mira, y nadie sospecha que es ciego./ El otro aspira a descubrir la oculta/ ave que anida en los paraísos. (297) Pero el punto de inflexión es –se sabe– la trascendencia que marca el reconocimiento de algún recorrido hecho: ese quiebre con lo que fue, es y ya no será que se produce al reunir la “obra completa” generalmente al final de una vida. La publicación de la obra completa supone la puesta en escena de una certeza que para entonces el campo de lectura del autor ya posee, y que anuncia su inminente entrada al canon vernáculo o, al menos, a su umbral. Fui a visitarte a la casa donde no estás/ y es habitada hoy por fantasmas. Salió a recibirme una señora pálida/ diciéndome que me había equivocado de piso,/ que tú vives hoy solamente en mi cabeza. (240) El canon –ese infierno congelado que ningún poeta que se precie vivo querría habitar y que desvela a quienes se sospechan nonatos– es quizá de todas las entelequias la más caprichosa, pues su existencia sólo se explica a partir de la dinámica de fuerzas que hacen a una cultura y una sociedad dada. En el caso que nos ocupa, la mitografía del “poeta minero” debe de haber calado hondo, a fuerza de cincel y empuñaduras a lo largo de las últimas cuatro décadas, en cierta tradición cosmopolita de la poesía argentina. En efecto, Escudero suele ser considerado como un autor “raro” a causa de las peripecias de su historia de vida: en su juventud se dedicó a la minería y los juegos de azar, comenzó a publicar a la edad de cincuenta años, y desde entonces ha permanecido anclado en lo temático y lo vivencial en su provincia de origen (San Juan), saludablemente distante de los centros culturales del país. De repente me duele/ un antiguo cementerio de mineros. Los huesos/ comidos por la tierra sulfatosa./ Atisbo soledades augustas, las caricias que se desvanecieron y los nombres/ que ya no me asisten./ Camino por la orilla de un río y me alojo/ en un rancho abandonado/ donde la luz de lo absoluto/ entra por los agujeros del techo./ Pongo la mano de visera,/ ojos entrecerrados, veo los viejos que soy,/ al niño regalón de su abuela/ y al muchacho que ayer iba a caballo/ sombrero hasta loj ojos en busca de buscar./ Es entonces amor que se me canta,/ lo que el mundo hace y la muerte desteje. (308) En la página que oficia de prólogo del libro Verlas venir (2002), Jorge Leónidas Escudero tienta una explicación sobre su hacer. Me interesa detenerme en esa reflexión porque en las casi ochocientas páginas que suman su Poesía Completa ésta es la única irrupción directa del sujeto en tanto autor. Allí, dice considerar a la poesía como un diálogo, una conversación sin “bonituras” ni “oscuridades gratuitas”, sin “malabarismos”, como un acontecimiento que solamente sucede mientras el poeta anda en la búsqueda por la búsqueda misma: “En la espera serena vi venir imágenes desde adentro y afuera, inválidas y válidas, y puse lo que puse en el papel, lo aventé hacia. Mi escritura en los versos tiende a representar la palabra hablada, ello porque me las oigo decir y las digo, se me pegan en el oído pero no siempre. (…) No escribo para, escribo poemas cuando siento la necesidad y así conversar fraternalmente con algún caminante que pasa.”(489) Efectivamente, cada verso de esta poética manifiesta la decisión deliberada de registrar la fonética del habla de la zona cuyana. Un registro que parece haber nacido al compás del trote de las mulas escalando montañas,
| …cada verso de esta poética manifiesta la decisión deliberada de registrar la fonética del habla de la zona cuyana. Un registro que parece haber nacido al compás del trote de las mulas escalando montañas, en busca de un tesoro imposible… |
en busca de un tesoro imposible, inenarrable, y que deja entrever la vida cotidiana, cada ínfima experiencia del hombre sencillo. Es también una poesía cifrada en múltiples búsquedas, de ahí que acuda con insistencia a la metáfora del oro para representar ese “en busca de buscar”: como minero que golpea con el pico las vetas prometedoras de las piedras, como jugador de juegos de azar que sabe que su esperanza es un espejismo y que la voz del crupier cantador del número afortunado es sólo un nombre más con el cual denominar a Dios, como hombre que busca a esa mujer idealizada mientras urde coartadas en el lenguaje, poemas que tientan la palabra única, el verso justo capaz de decirlo todo. Por las ventanas de lo hipotético arrojo/ la corbata,/ ya voy con la mochila./ Y los filos cordillera, cuesta de los machos apuna,/ soledades./ El viento balbucea que todo es posible./ Se ilumina con chispas de mi acero la cueva oscura;/ demando a golpes, grito./ Eco de un hambre eterna, con las manos heridas/ busco el tesoro, lloro, retrocedo./ Regreso a los caminos contra pelo,/ sobre escarcha en verano y las orejas/ mordidas, disfrazado/ de transeúnte: –Mozo, traiga un vino./ ¿Y el tesoro?/ Un coro de gorriones en mi hombro/ me dijo dónde estaba,/ y aún no está./ Lo ando buscando con un ala rota./ Infinidad de madres van a parirme,/ corrigiéndome,/ hasta que lo pueda hallar. (27) Es curioso observar cómo desde la publicación de su primer poemario, La raíz de la roca (1970), ya se des-
| Poemas como “Loj escribidore” o “Pa loj envidioso” son, por ejemplo, verdaderas batallas literarias por desasirse del peso de la tradición y los espejismos de la cultura erudita. |
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pliegan a través de un juego notable de alteración de la sintaxis los temas recurrentes sobre los que se articulará su poética en un ir y venir constante entre lo que se tiene y la falta, entre lo tangible y lo perdido o añorado, entre el “oro” y la “piedra”. Si “El relincho”, el primer poema del libro, ya presenta al animal que habrá de asegurar el movimiento regularmente invocado en los sucesivos libros, en el segundo poema (“Minero Riquelme”) entramos de lleno al mundo de la minería en esa geografía de “piedra y chicharra”, de “sol guampudo” y pozos de “yermos incendiados”, de espinosos arbustos con flores amarillas que dibujan el delirio de los ríos secos de San Juan. Ya apura el vaso el minero./ Se estira como un gusano/ para formar mariposa./ Pone los ojos en blanco/ rumbo a la noche de adentro/ y un golpe de tos le encoge sobre la mesa./ Tanto golpear en la cuña/ tendrá que abrirse la vida, Riquelme./ Hay un caballo blanco esperándote. (23) En esta poesía que recorre los caminos salitrosos de los cerros, zonas que sólo es posible transitar gracias a la estoica tracción a sangre, el caballo no puede sino adquirir dimensiones magnánimas. Caballazo a la sombra (1998) es un poemario lleno de preguntas ¿Cómo sos vos el mismo firme que ayer/ buscaba oro nestas piedras? (387), de interjecciones, torceduras, elisiones y diálogos tramados en sordina con las múltiples voces que pueblan al yo y que terminan desbaratando toda pretensión silvestre de que el sujeto autocentrado logre atrapar la piedra filosofal de la palabra plena. Me escondo,/ soy el tapado, el otro, claro es lógico/ ustedes no vean en mí ningún cambio./ Es que busco e nadie me ubique/ como distinto en reuniones vuestras/ por eso exhibo/ una cáscara de costumbres añejas./ Mientras/ vos ante mí queate quieto/ no podés ayudarme, no he caerme/ ni podrías empujarme a un pozo/ pues no
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es con ustedes mi asunto, es/ con el horizonte que tengo clavado aquí,/ en el entrecejo. (414) Ya los mismos nombres de los poemas que componen Tras la
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llave (2006) grafican claramente esa búsqueda imposible que esta poética en su devenir texto dibuja: “La palabra única”, “Baile de disfraz”, “Pedido de ayuda”, “Camino de la poe”, “El pensamiento gatuno”, “Historias”, “Extrañamiento”, “Puede ser”, “Encuentro mustio”, “Forma de ausencia”, “En carne propia”, etc. En ese misma serie hay un poema, “Jugar con fuego”, que retoma incluso una problemática ya planteada en un libro anterior (Los grandes jugadores, 1987) para presentar ahora la existencia de sujetos desdoblados, presos ya de una terrible adicción que los desgarra. El fuego los consuma,/ les aúllen los monos en la hórrida selva/ y los papagayos trastruequen sus nombres;/ las orquídeas abunden, vanamente,/ sobre sus itinerarios confusos./ (…) Constructores tozudos de castillos de naipes/ al azar de su ansia, sin abrigo;/ tropezar en la misma piedra a cada/ paso en la inmensidad./ Sin embargo resumen lo más hondo del hombre:/ Sobrepasar sus limites, pura búsqueda y nada./ El juego es hermoso, pero el camino es triste. (125) Podría incluso pensarse que Caza nocturna (2007) trabaja sobre este mismo problema, el de la creación, desplegando una paleta temática que va del juego a la caza, del azar a la sangre: Riesgo, búsqueda y apuesta. Redención y perdición. Materialidad y misterio: “porque lo que esperás es un relámpago de futuro que cuando lo has visto, desparece” (652). la poesía te usa abusa/ de tu ignorancia y te hace creer que sí,/ quel poema es tuyo cuando sos el muñeco del ventrílocuo Sol/ Viento Caminos Cielo Amor y Dolor. (668) En efecto, el registro de la oralidad se exacerba en los poemas construidos a modo de diálogo. Las elisiones de fonemas se multiplican e incluso tienden a respetar cierta lógica en el atisbo de un lenguaje nuevo, que se pretende acaso más auténtico, más despojado. Atiendamé on Leónidas,/ disculpe lo moleste en su sueño/ (…) nos estamos despidiendo,/ (…) perdonemé./ Fue como decirle que fuera más hombre/ para entrar a la oscuridá (402). La elisión de la “d” final y de comienzo de palabra, por ejemplo, está calibradamente dispuesta a fin de lograr un verosímil de habla que logre purgar del verso todo barroquismo, erudición o pedantería, incluso cuando se citen a referentes de la cultura letrada como Hölderlin (410) o Ifigenia (413). Sosieguesé on Jorge/ abajesé del caballo, inserte/ la cabeza en l´arena/ y escuéndase de sí mismo./ Recuerde usté es criollo de aquí,/ destas piedras (403). En los poemarios sucesivos, Aguainten (2000) y Senderear (2001), la descripción del paisaje se entremezcla con un humor sutil, por momentos irónico y por otros momentos ingenuo, que habilita la aparición de nuevas temáticas e incluso refuerza la arista anti-intelectual ya insinuada en la producción precedente. La construcción de un verosímil de escritura no escolarizada se complementa entonces con un conceptualismo libertario astutamente invocado a todo fin de denunciar la “falta de tuétano” de una literatura de “biblioteca”, afectada en demasía. Poemas como “Loj escribidore” (450) o “Pa loj envidioso” (476) son, por ejemplo, verdaderas batallas literarias por desasirse del peso de la tradición y los espejismos de la cultura erudita. ¿Qué les he de contar?/ Qui últimamente fui a una biblioteca/ y estoy sustao con la poesía/ al ver tanto libro sin tuétano./ Muchoj escribidore se dan güelta el cerebro/ y como a bolsillo vacío naa les cae. (450) Así, de un tosco y definitivo plumazo estos poemas logran eliminar la angustia de las influencias que anida, por ejemplo, en los autofagocitados pastiches y actualizar, con una fuerza primitiva inédita en las letras hispanoamericanas, la vieja promesa surrealista de que la alianza “vida y literatura” sea al fin posible.
En uno de los textos introductorios del volumen, Rogelio Ramos Signes, amigo personal del poeta, cuenta que en la escuela primaria a Escudero lo llamaban “Chiquito” y que era hijo de una señora que había escrito un libro con el que todos los chicos de entonces habían estudiado. Asegura, también, que el desierto, la arena y la piedra son los materiales que componen la provincia y que “quienes venimos de esa piedra sensible llamada San Juan sabemos que hay un buscador de oro en cada uno de nosotros”. Allá por las alturas de Calingasta/ se me ocurrió hacerme rico de endeveras./ Me metí a cateador minero y probrecito/ pretendía nada menos que oro claveteao./ Anduve picoteando aquí y allá/ hasta que se me enfrió el pulso, la esperanza/ se me quemó en la puerta del horno./ (…) Mirar en vano hacia lo ya no,/ decir y digo estoy/ en medio de una calle solitaria/ herido de quedarme aquí ¿a qué?/ Supuesto es seguir la vida sigue,/ tomo una piedra y la miro por toas partes/ no le encuentro lo que antes sino sólo/ minerales de ausencia. (637)
Fotografías de Mariana Goncalvez Da Silva
1 Escudero, Jorge Leónidas. Buenos Aires, Ediciones en Danza, 2011, pág. 308. En lo sucesivo, para citar los versos, se especificarán sólo las páginas del volumen.
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LUIS GUSMÁN
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La boca de la fortuna
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as revistas literarias en la Argentina han encontrado un nombre en la zoología fantástica de Borges o antes, en un bestiario profano de publicaciones como El Mosquito. En esa enumeración zoológica están El Ornitorrinco, El Jabalí, La Ballena Blanca, Setecientos Monos. Con unos amigos (Luis Chitarroni, Jorge Jinkis y Marcelo Gargiullo) este año proyectamos una revista inédita porque nunca saldrá a la luz –Hormiga Negra– dado que, finalmente, el insecto nos resultaba demasiado útil. A la serie hoy se agrega en mi mitología: Boca de Sapo. El sapo es un bicho que viene desde mi infancia. Probablemente, el primer lugar del sapo era el de víctima. Uno de los entretenimientos preferidos donde viví en mi infancia, al sur de Avellaneda, en Villa Perro, era salir a patear sapos los días de lluvia. Los sapos no tenían el prestigio del bicho que da miedo por su sola presencia, prestigio del que sí gozaban los escuerzos. El primer rito de iniciación era distinguir un batracio de otro. Hasta tal punto la diferencia entre estos anfibios atravesó mi vida que una noche de lluvia en Resistencia, cruzando un camino de baldosas, proba-
blemente verdes, para mi espanto, pisé un escuerzo que se había mimetizado con el paisaje. Tampoco eran valiosos como las míticas ranas, que si uno lograba cazarlas en la laguna, se decía que en el restaurante de la avenida las compraban a buen precio. Pero había, aun, una ceremonia más cruel. Los cazábamos, prendíamos un cigarrillo y los hacíamos fumar hasta reventar. Después, los arrojábamos al aire y quedaban enredados en los cables de la luz hasta que con el tiempo se disecaban. Gracias a Dios, los sapos estaban protegidos por una creencia que rozaba la maldición divina: si un sapo te orinaba en los ojos, quedabas ciego para siempre. Pero no eran las únicas versiones de cuando los sapos formaban parte de la vida de la gente, por eso en los años sesenta cuando entre la juventud se puso de moda el folklore estaba ese “Sapo cancionero”: “tenor de los charcos/ grotesco trovero” que vivía embrujado de amor por la luna. También estaba el juego del sapo. Esa boca abierta a la suerte. Esa figura inmóvil encima de un cajón con aberturas y números de color rojo. Esas fichas de bronce que parecían doblones dorados robados de un cofre de un tesoro de piratas. Esas fichas que cuando las arrojábamos buscaban la boca del sapo. El pulso y la destreza buscaban que una vez que la ficha entrara por la boca, encontrara la cifra mayor. Esas fichas livianas que, según como se desarrollaba la partida, perdían su levedad y se volvían pesadas. Si en Roma existe “La boca de la veritá”, es posible que todavía en algún club de provincia de Buenos Aires sigan existiendo esos sapos dorados que son la boca de la fortuna. El juego del sapo, la boca de la fortuna, las fichas doradas son un recuerdo que cuando me evoca, me emociona. Los otros juegos es posible que me avergüencen y por eso todavía me visiten en el instante en que el sueño se transforma en pesadilla.
Ilustraciones de Víctor Hugo Asselbon
LÁZARO COVADLO
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l Ganges es un río sagrado que nace en las nieves del Himalaya y desemboca en el Golfo de Bengala. Sin embargo pocos advierten que el Riachuelo es un río más sagrado aún. Sus aguas barrosas y coaguladas de amplias manchas color azul brillante, como las alas de cierta clase de moscas, son menos profundas que el Ganges pero mucho más cargadas de vestigios humanos por lo que hace a los excretos propios de la vida orgánica y los residuos minerales que esparce el ser diseñado a imagen y semejanza de las divinidades: azufre y mercurio; cromo, cadmio y nitratos; plomo, fósforo y arsénico; alquitrán y petróleo. Mucho petróleo: humanidad en estado puro a imagen y semejanza de las divinidades que poblaron el Olimpo, todas ellas cargadas de escandalosas perversiones. Pero si el panteón helénico nos atropella con los excesos incestuosos y sangrientos de Zeus devenido Júpiter, violador paleocondónico, dios del trueno que reina entre las nubes, no olvidar debemos la red alcantarillada Buenos Aires de, provenida del Caos en el que hasta los mezclan adverbios, y entonces recordemos que en el origen de Zeus y Júpiter estuvo Amón, divinidad subterránea donde las hubiera y no me vengas, che, con que Brahama creó el Ganges con el sudor del pie del dios Vishnú, que para olor a pata no hay como las piezas de los conventillos de La Boca allí al lado de donde el Riachuelo desagua y a mucha honra, pero no olvidar debemos que nace en parte y se nutre del Reconquista, no por nada apodado en tiempos paleocondónicos Río de las Conchas, y viene también del Matanza, y se alimenta de curtiembres y mucha metalurgia clandestina, y flotan ratas muertas y blandos esqueletos tardíamente abortados, por eso la diosa Ganga nada que hacer tiene con el gran Dios Magoya y su dilecto retoño Mongo-Aurelio que bautizado fue en tales aguas benditamente putrefactas. Magoya, Dios verdadero de la Patria mía, bendecida por Él desde los hielos polares y las gloriosas islas del Atlántico Sur hasta la selva misionera en la que es invocado en lengua guaraní tupí, es un Dios subterráneo. Sí, Magoya es un Dios subterráneo, mucho más que la estación Carlos Pellegrini que fuerza la copulación de la línea B con la C y la D, generando una desenfrenada promiscuidad ferroviaria cuya santa bajeza no llega a los niveles de la red cloacal metropolitana, de la cual no existe plano alguno pues los misterios del Hades no conocidos serán por los mortales que oyen el grito sagrado de tantos visitantes de la picana luego arrojados sobre aguas del gran río
de Argento contaminado por la cuenca fluvial de tanta corriente alcantarillada para gloria y loor, honra sin par de los padrastros de la Patria mía azul un ala del color del cielo y la otra del color del mar con pasta de cadáveres, y por eso el Riachuelo sagrado río es, y por eso, che, Magoya rige los destinos de la argentinidad desde el Bañado de Flores hasta Palermo Hollywood y más allá, llevando de la mano a su hijito Mongo-Aurelio para, entre ambos, iluminar los destinos de la Argentina Potencia en la que Schoklender, Massera, López Rega y otros roedores emergidos del Sheol asoman el colmillar cada tanto para recordar que en las cloacas argentinas no hay diferencia entre el éskhatos del fin de los tiempos y el skatós excremental, porque al fin de cuentas, flaco, toda la cuestión patriótica es apenas una escatología más y el Riachuelo es nuestro cauce sagrado, eternamente bendecido en pizzerías y quilombos por Magoya y MongoAurelio. Que así sea.
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Divinidades del sagrado Riachuelo
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POR SOLANGE GIL
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Sólo se trata de tirarse al agua
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exto Piso publicó este año la primera traducción al español de uno de los libros de Pascal Quignard de la editorial francesa Galilée que en los últimos años no sólo ha reeditado los primeros pasos del autor –como sus artículos para la revista L´Éphémère, fundada por Yves Bonnefoy, y en la que participaban Paul Celan y Michel Leiris, o los ensayos que dedicó a Louis-René des Forêts y a Georges de la Tour– sino que también se ha encargado de dar a conocer un gran número de textos inéditos más recientes. En su gran mayoría se trata de escritos inclasificables, muchos de ellos nacidos de colaboraciones con las más diversas, excéntricas y curiosas manifestaciones artísticas –desde una ópera que reúne, recorta y mezcla todas las óperas barrocas inspiradas en La Metamorfosis (es decir, una metamorfosis de las metamorfosis de La Metamorfosis) hasta un espectáculo donde la actriz Marie Vialle narra, luego canta, luego grita, una “sonata de cuentos”–. Butes es el noveno libro que el autor dedica a la música (y seguramente el último, según dijo) y surgió durante el verano de 2005 como una tentativa de respuesta a la pregunta: “La música, ¿un arte del pensar?”, en ocasión del 17º Forum “Le Monde” en la ciudad de Le Mans. Quignard re-enuncia, re-significa, a su modo, aquella atractiva pero peligrosísima música de las sirenas que tanto ha fascinado a escritores y críticos franceses (y no sólo franceses) a lo largo del siglo XX. Pero para Quignard, que siempre va a buscar más allá en el tiempo, sus sirenas no son las de la Odisea sino anteriores, las de las leyendas que circulaban antes de Homero, las que figuran en los vasos griegos más antiguos y que no son en realidad sirenas sino pájaros. Para Quignard el héroe mitológico no es el astuto Ulises que se deleita sin sucumbir, no es tampoco Orfeo que contrarresta el efecto del canto produciendo otro sonido, es Butes, compañero de este último en el navío Argos tal y como lo relata Apolonio de Rodas en El viaje de los Argonautas. Para Quignard no es inocente que la tradición occidental haya olvidado al único hombre que se entregó por completo a la fascinación de la música. Su olvido de alguna manera dio lugar siglo tras siglo a un modo de producción musical órfico, es decir, instrumental, de cuerdas tensadas, y a un modo de recepción preconcebido por el mito de Ulises. Escuchamos sentados en filas uno al lado del otro, como remeros, casi inmóviles, como Ulises, a lo que Quignard opone el dejar la fila, el salto, el movimiento, la danza, la libertad de un Butes disidente (dis-sedeo es
des-sentarse). Los traductores, Carmen Pardo y Miguel Morey, agregan en el Postfacio, a modo de continuación de las reflexiones del autor: “La música se escribe en el papel al tiempo que el cristianismo combate la danza por considerarla inmoral; así, lentamente, la fijación corporal hará olvidar las antiguas danzas pírricas o báquicas. Sólo las danzas de la corte –patrones de medida–, y más tarde las danzas populares estilizadas con ritmos que se avienen a la creación de esa tecnología social tendrán su lugar en las filas de una cierta música humana.” Desde que se abre el libro, la escena-fantasma se instala en la narración: el salto de Butes que arroja desde el navío su cuerpo indefenso al mar. Según vamos dando vuelta las páginas esa imagen se transforma en analogías, cuentos, reflexiones sobre la música, la Grecia Antigua, la vida del propio autor. Hacia el final del viaje, lo que fascina a Quignard de ese salto no es ya la potencia de la música originaria, no es ya el acto liberador de sucumbir al llamado de las voces de las sirenas –e incluso al de la muerte– sino el deseo de tirarse al mar. El salto al mar es una imagen que lo obsesiona desde siempre y que, en este libro, convoca otras figuras históricas de saltarines –el saltador de Paestum, el viejo “tamborilero de silencio” en el nô de Zeami, Teombroto, Egeo, Safo,– trazando así una genealogía singular, paralela, hecha de lazos que son caídas. Butes es un libro de relatos de caídas encajados uno dentro del otro como muñecas rusas.
Ilustraciones de Víctor Hugo Asselbon
Manuscrits Modernes) además del texto, la totalidad de los documentos que acompañaron la elaboración de la narración: anotaciones, borradores, artículos leídos, traducciones de textos griegos, correspondencia, tickets de restaurantes italianos, fotografías, dibujos. Fenoglio, fascinada por la singularidad de la voz de Quignard, explora cómo se va fabricando el texto a partir de “gestos psíquicos”, “acontecimientos de enunciación gráfica”, es decir, detalles y síntomas que hacen al “fuero interior”. Un trabajo que se asemeja mucho al del propio Quignard ya que se trata sobre todo de prestar atención al proceso de gestación, a lo ausente detrás de la palabra escrita, al instante que da origen a la escritura. El libro revela interesantísimos secretos de composición. De la montaña de documentos que entregó sobresalen a modo de cúspide tres imágenes: la reproducción de un grabado que representa una sirena y dos dibujos del puño del autor, un cuerpo desnudo sin cabeza dando un paso (Butes) y otro que reúne las figuras del saltador de Paestum, de Orfeo, de un remero, y un fragmento de la gruta de Lascaux que representa un hombre que se cae hacia atrás, algo así como la contracara de Butes. Sólo se trata de tirarse al agua. Incluso esos pájaros que cantaban en la isla se arrojaron al mar y trascendieron, siendo mitad humano, mitad pez.
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Adentrarse en el mar es penetrar el otro tiempo, es la reconciliación misma con el origen, lo que el autor llama el jadis. El agua –elemento clave en toda su obra– es la imagen por excelencia del origen y el origen no es otra cosa que la música: en el océano uterino lo único que experimentamos son sonidos, voces y los latidos que son el primer ritmo. Una vez más, Quignard hace uso de la condensación por la imagen y la recuperación de ese gesto reúne todo lo que siempre ha pensado y expresado de la literatura, de la escritura, del arte, de la especie humana, de la Historia, del tiempo y, lo que es admirable, es que construye un ritmo homólogo a la dinámica marina para la escritura (y para todo pensar) –hecho de idas y vueltas, en el que la figura del saltador vuelve como el estribillo de la canción– que nos va llevando en la lectura arropados en un movimiento de olas, como si el libro fuera el navío Argos y el lector, lanzándose cada vez más en aguas de lo desconocido, el propio Butes. El deseo de tirarse al mar fue el primer título que Quignard pensó para Butes. Finalmente, ese título es recuperado para otro libro reciente: Le désir de se jeter à l´eau (Presses de la Sorbonne Nouvelle, 2011). Se trata de un hecho singular en el que sale a la luz por primera vez un manuscrito suyo que se reproduce integralmente en facsímile. Se trata de Butes. El autor confió a la experta en manuscritos Irene Fenoglio (ITEM-Institut des Textes et
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FELIPE BENEGAS LYNCH
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La cueva de los sueños
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fortunadamente se estrenó en Argentina Cave of Forgotten Dreams (2010), de Werner Herzog. Digo afortunadamente porque no es común ver en el circuito comercial las películas del alemán, especialmente aquellas que se inscriben dentro de las difusas fronteras del documental. A diferencia de Grizzly Man (2005) y Encounters at the End of the World (2008) –los antecedentes más inmediatos dentro de su filmografía– Cave of Forgotten Dreams incorpora la tecnología 3D. Tal vez fue esto lo que le abrió las puertas para el estreno comercial en Argentina. Y nunca estuvo mejor usada esa tecnología. El pretexto de la película es documentar el maravilloso hallazgo de la cueva de Chauvet: descubierta en el sureste de Francia en 1994, contiene pinturas rupestres de alrededor de 35.000 años de antigüedad perfectamente preservadas gracias a un derrumbe que selló la cueva. Pero Herzog es un narrador nato y se encarga de crear historias a partir de los diversos elementos que le depara la aventura en la que se embarca. Las personas con las que interactúa se vuelven personajes, él mismo se convierte en protagonista de la historia y nos conduce con su acento bávaro a través de lúcidas y a veces extravagantes reflexiones. Las cuevas son sin duda imponentes, pero no es de las cuevas que me interesa hablar, sino de la película. Herzog inscribe sus imágenes sobre aquellas imágenes ancestrales. Se suma de ese modo al palimpsesto inmortal sumando el soporte fílmico a aquellas rocas misteriosamente preservadas. Las pinturas rupestres de Chauvet tienen una antigüedad de entre treinta y cuarenta mil años. Frente al silencio de la cueva, las preguntas empiezan a brotar: ¿Qué es el hombre? ¿Por qué su afán por expresarse? ¿Qué es lo que comunican estas pinturas de animales? No hay un autor para esas imágenes, o, si lo hay, es un autor que trasciende lo individual y las fronteras del tiempo. John Berger, otro de los privilegiados que pudieron entrar, lo expresó de este modo en un texto que recoge su experiencia: “Al salir de la cueva volvemos al torbellino del paso del tiempo. Recuperamos los nombres. Dentro de la cueva todo es presente y anónimo.” Efectivamente, dentro de la cueva las imágenes se superponen unas con otras, provenientes de distintos tiempos y manos. Entre las distintas “capas” de imágenes puede haber un salto temporal de cinco mil años. También son evidentes las marcas dejadas por los osos con sus garras y los sedimentos naturales que marcan el
paso del tiempo. La mezcla funciona como un gran coral en el que las voces se suman espontáneamente. Nuestra mentalidad moderna, sin embargo, busca historizar, nombrar y adjudicar: así los especialistas reconocen en las manos impresas en las paredes una que tiene como rasgo distintivo el meñique torcido. Hemos encontrado a un “autor” y tratamos de hacerlo entrar al tiempo. Esta alternancia entre el análisis de los especialistas, las preguntas y reflexiones de Herzog, con las imágenes que van apareciendo silenciosas sobre un fondo de música bien orquestado, nos marcan el abismo entre el hombre prehistórico que buscaba plasmar un lenguaje hecho de imágenes y el hombre moderno, que encuentra en esas imágenes el interrogante acerca de su origen y el remoto fondo en el que nos reconocemos como seres más allá de la palabra. Frente a esas imágenes hay un latido que es humano pero al mismo tiempo es mucho más que eso. Aquellas imágenes vienen de un tiempo en el que el hombre era una pequeña minoría en un mundo donde los animales reinaban. Los sueños olvidados que evoca el título de la película son la parte del misterio: aquello que vamos dejando relegado de nuestra mirada moderna, esa mirada que ha hecho de los animales tristes caricaturas humanas. Al final de la película, Herzog introduce un epílogo que nuevamente pone en perspectiva el abismo que representa la cueva frente a la omnipotencia del hombre moderno: a escasos metros de la entrada se encuentra una de las muchas plantas nucleares que pueblan el territorio francés y cuyas aguas recalentadas son utilizadas para generar una especie de selva tropical habitada por cocodrilos albinos. Nuevamente vemos a Herzog narrando y entretejiendo historias a partir de una realidad que lo interpela a múltiples niveles. ¿Cuántos derrumbes, recalentamientos o eras glaciares podrá resistir su obra? Cave of Forgotten Dreams es mucho más que un documental. Allí las imágenes, la voz en off, la música, la edición, la tecnología 3D, los azares propios de cualquier empresa, y hasta los comentarios de la señora que no dejó de hablar en la fila de atrás en el cine, construyen un coral de nuestro tiempo y nos enfrentan a su misterio.
Momentos kodak, MartĂn GarcĂa Garabal
11 BOCADESAPO ISSN 1514-8351