Revista de arte, literatura y pensamiento
El espectador emancipado. Jacques Rancière. Dossier Infancias: Heffes, Pelegrinelli, Ferrari, Schérer y Hocquenghem, Lojo, Roitberg Strajilevich, Garbatzky, Néspolo. Cuento de Marcelo Damiani. La literatura como spot publicitario. El cine de Michael Haneke. Opinan Genovese, Mancini y Rodrígez Z.
Tercera época | año XII | Nº9 | Abril 2011
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9 Tercera época | año XII | Nº9 | Abril 2011 STAFF SUMARIO DIRECTORA
• Editorial • El espectador emancipado. Jacques Rancière
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Jimena Néspolo
SECRETARIA DE REDACCIÓN
Dossier Infancias
• Escritura, violencia y niñez. Gisela Heffes • Prodigiosa Marilú. Daniela Pelegrinelli • Los lenguajes artísticos en la esfera del no-arte. Carina Ferrari • Álbum sistemático de la infancia. René Schérer y Guy Hocquenghem • La infancia que no cesa. María Rosa Lojo • Testimonio: Frik. María Rosa Lojo • Juego y creación en Latinoamérica. Ivana Roitberg Strajilevich • Del teatrillo de la infancia a las performances poéticas. Irina Garbatzky • Eduarda Mansilla o las vicisitudes de la mujer puente. Jimena Néspolo
Natalia Gelós
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CONSEJO DE DIRECCIÓN Diego Bentivegna - Claudia Feld Gisela Heffes - Walter Romero
JEFE DE ARTE Jorge Sánchez
DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN Mariana Sissia - David Nahon
Cuento
• Las estrellas según Rey. Marcelo Damiani
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ILUSTRADORES Paula Adamo - Víctor Hugo Asselbon -
Ensayo
• La literatura como spot. Gianluigi Simonetti
Santiago Iturralde - Florencia Scafati -
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Cine
• El hombre que vino del frío. Eduardo Rojas.
Salvador Sanz
COLABORADORES
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Marcelo Damiani -Carina Ferrari - Irina Garbatzky - Alicia Genovese - María Rosa Lojo
Caterva
• La evocación sentimental de la infancia. Alicia Genovese • Alas de mariposas, una princesa y un pájaro azul. Adriana Mancini • Cabeza de otro monstruo. Jaime Rodríguez Z.
Adriana Mancini - Daniela Pelegrinelli
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Historieta
• Temporada de conejos. J.J.Rovella
Jacques Rancière - Jaime Rodríguez Z. Gianluigi Simonetti - Ivana Roitberg Strajilevich - Eduardo Rojas - Diego Vecchio
ARTISTAS INVITADOS
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La obra de tapa, al igual que las imágenes del Dossier Infancias pertenecen a Paula Adamo.
Ramiro Clemente - Alfonsina Néspolo
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Editor responsable: Jimena Néspolo Dirección postal: Hortiguera 684, (1406)
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ISSN 1514-8351 Impresa en Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
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EDITORIAL
“A
hora se cuela el viento por una gran rendija de este apostadero. Ahora entra la desolación en forma de llanura, replegando su árida piel como una bestia que debe calcular las extensiones para acomodarse mejor. Porque yo he crecido, pero ella ha crecido conmigo, día tras día, a costa de mis huesos, a expensas de las paredes del presente.” Insaciable e inextinguible, la llanura a la que le canta Olga Orozco en las primeras páginas de También la luz es un abismo tiene el rostro de la infancia: está plagada de terrores, misterios y leyendas e inunda su tiempo con una sed cuya medida es mayor que la copa que pudiera colmar toda esa lejanía. Esta nueva edición de BOCADESAPO inaugura la tercera época de la revista. Como toda ficción humana rasgada por la realidad, las marcaciones de nuestro presente nos pertenecen y no, son parte de una danza colectiva de la que a veces somos sólo espectadores. En las primeras páginas de este número, fiel a su vocación libertaria, Jacques Rancière reflexiona precisamente sobre la figura del espectador en tanto intérprete activo del teatro del mundo. La historieta de Javier Rovella, “Temporada de conejos”, dialoga con las consideraciones del filósofo francés vertidas en torno a la sociedad del espectáculo, el teatro y la performance como provocación. El dossier “Infancias” se abre, pues, con un artículo de Gisela Heffes que analiza la violencia circular tramada en el mítico relato de Osvaldo Lamborghini, “El niño proletario”. Ivana Roitberg Strajilevich recuerda los juguetes transformables del uruguayo Joaquín Torres García, Daniela Pelegrinelli desarma el soporte conceptual de la muñeca Marilú y Carina Ferrari analiza los lenguajes artísticos puestos en acción en las celebraciones urbanas actuales de los niños pequeños. Como homenaje a la poeta argentina Olga Orozco, María Rosa Lojo rastrea la presencia del relato maravilloso en sus dos libros en prosa y nos regala, también, su propio testimonio. Irina Garbatzky desmenuza las performances poéticas de Marosa di Giorgio y Diego Vecchio rescata, para los lectores hispanos, el Album systématique de l’enfance de René Schérer y Guy Hocquenghem. Cierra el dossier ilustrado con obras de Paula Adamo, un artículo que nos presenta a Eduarda Mansilla, primera cultora del género infantil en el Río de la Plata. “Las estrellas según Rey”, el cuento de Marcelo Damiani, actúa de bisagra entre el dossier y la segunda parte de la revista. Allí, el crítico italiano Gianluigi Simonetti analiza la relación entre literatura y discurso publicitario; Eduardo Rojas realiza un recorrido total por la obra cinematográfica de Michael Haneke. Cerrando las páginas del muro de la infancia, ahora abierto, en Caterva: Alicia Genovese, Adriana Mancini y Jaime Rodríguez Z.
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Fiel a su vocación libertaria volcada hacia la promesa de nuevas formas de vincular el saber, la vida y la experiencia estética, el filósofo francés postula en este texto la necesidad de pensar hoy en un espectador que, lejos de la pasiva ataraxia, sea intérprete activo del teatro del mundo.
Por Jacques Rancière* Traducción de Jimena Néspolo
H
e dado a esta reflexión el título: “El espectador emancipado”. Según entiendo, un título es siempre un reto. Se establece la presuposición de que tal expresión tiene sentido, que existe una relación entre términos distantes, lo que también significa entre conceptos, problemas y teorías que a primera vista parecen no tener ninguna relación entre sí. En cierto sentido, este título expresa mi perplejidad cuando Marten Sapengberg1 me invitó a ofrecer una conferencia en una academia que reunía a artistas y personas involucradas en el mundo del arte, el teatro y la performance, porque había quedado impresionado por mi libro El maestro ignorante y quería introducir esta reflexión sobre el espectador. Al principio, entonces, la proposición me suscitó cierta perplejidad. El maestro ignorante exponía la excéntrica teoría y el singular destino de Joseph Jacotot, un profesor francés que a comienzos del siglo XIX había escandalizado a la academia al afirmar que un ignorante podía enseñarle a otro ignorante aquello que él mismo no sabía, proclamando la igualdad entre las inteligencias y oponiendo a la instrucción del pueblo la emancipación intelectual. Sus ideas habían caído en el olvido ya a mediados de su propio siglo. A mí me había parecido oportuno hacerlas revivir en la década de 1980 para levantar algún revuelo en torno a la igualdad intelectual en los debates acerca de la finalidad de la escuela pública. Pero en el seno de la reflexión artística contemporánea, ¿qué uso dar al pensamiento de un hombre cuyo universo artístico podía emblematizarse en nombres tales como Demóstenes, Racine y Poussin? * Jacques Rancière nació en Argelia, en 1940. Estudió en la École Normale Supérieure. Participó con Louis Althusser en la escritura de Lire le Capital. Es profesor emérito de estética y política en Universidad de París VIII. Ha publicado una veintena de libros, entre ellos: El maestro ignorante. Cinco lecciones de emancipación intelectual (1987), El desacuerdo. Política y filosofía (1995), La división de lo sensible. Estética y política (2000). Este texto fue cedido por el autor y traducido con su expreso permiso, una versión en inglés del mismo puede consultarse en: http://digital.mica.edu/ departmental/gradphoto/public/Upload/200811/Ranciere%20%20spectator.pdf
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Sin embargo, al reflexionar sobre el tema, se me hizo manifiesto que la ausencia de toda relación evidente entre la teoría de Jacotot y la cuestión del espectador era también una oportunidad. Podía ser la ocasión de establecer una separación radical con respecto a ciertos presupuestos teóricos y políticos que, incluso bajo disfraz posmoderno, sustentan todavía hoy lo esencial del debate acerca del teatro, la actuación y el espectador. No obstante, para hacer surgir esta relación y darle un sentido, debemos tratar de reconstituir la red de presupuestos que sitúan la cuestión del espectador en el centro de la discusión sobre las relaciones entre arte y política, y dibujar el modelo global de racionalidad sobre cuyo fondo estamos acostumbrados a juzgar las implicancias políticas del teatro y del espectáculo. Empleo aquí estos términos en sentido general, incluidas otras formas artísticas, como la danza, la performance, el mimo u otras
manifestaciones que ponen cuerpos en acción ante un público reunido. Los numerosos debates y polémicas que ha generado el teatro a lo largo de toda su historia pueden ser caracterizados en una simple contradicción. La llamaré la paradoja del espectador, una paradoja quizá más fundamental que la célebre paradoja del actor. Esta paradoja es de formulación muy simple: no hay teatro sin espectador (por más que se trate de un espectador único y oculto, como en la representación ficcional de El hijo natural que da lugar a las Conversaciones de Diderot). Sin embargo, “ser espectador” es algo malo, significa que se participa mirando, y mirar es idiosincrásicamente condenado por dos razones. En primer lugar, mirar es lo contrario de conocer. El espectador permanece ante una apariencia, ignorando el proceso de producción de esa apariencia o la realidad que hay detrás de ella. En segundo lugar, es lo
enigma en el cual él ha de buscar el sentido. Se le forzará de ese modo a intercambiar la posición del espectador pasivo por la del investigador o el experimentador científico que observa los fenómenos e indaga las causas. Así se les hará agudizar su propio sentido de la evaluación de las razones, de su discusión y de la elección que lo zanja. De acuerdo con la segunda fórmula, es esa misma distancia razonadora la que debe ser abolida. El espectador debe ser sustraído de la posición del observador que examina a la distancia el espectáculo. Debe ser despojado de este ilusorio dominio, arrastrado al círculo mágico de la acción teatral en el que intercambiará el privilegio del observador racional por el de estar en posesión de sus verdaderas energías vitales. Éstas son las actitudes fundamentales que resumen el teatro épico de Brecht y el teatro de la crueldad de Artaud. Para uno, el espectador debe tomar distancia; para el otro, debe perder toda distancia. Para uno, debe afinar su mirada; para el otro, debe abandonar incluso la posición del que mira. Los modernos emprendimientos de reforma del teatro han oscilado constantemente entre estos dos polos de la indignación distante y de la participación vital, a riesgo de mezclar sus principios y sus efectos. Han pretendido transformar el teatro a partir del diagnóstico que conducía a su supresión. No sorprende por tanto observar que los reformadores del teatro hayan retomado no solamente las consideraciones de la crítica platónica sino también la fórmula positiva que él oponía al mal teatral. Platón quería sustituir la comunidad democrática e ignorante del teatro por otra comunidad: una comunidad coreográfica en la que nadie pudiera permanecer como espectador inmóvil, en la que todos deberían moverse de acuerdo con el ritmo comunitario fijado por la proporción matemática, aunque para ello hubiese que embriagar a los viejos reacios a entrar en la danza colectiva. Los reformadores del teatro han reformulado la oposición platónica entre corea y teatro como oposición entre la verdadera esencia del teatro y el simulacro del espectáculo. El teatro ha devenido en el lugar donde el público pasivo de los espectadores debía transformarse en su contrario: el cuerpo activo de un pueblo poniendo en acto su principio vital. El texto de presentación de la Sommer Akademie lo expresaba en estos términos: “El teatro sigue siendo el único lugar de confrontación del público consigo mismo en tanto que colectivo”. En sentido restringido, la frase sólo pretende distinguir la audiencia colectiva del teatro de los visitantes individuales de una exposición o de la simple adición de las entradas al cine. Pero es obvio que significa algo más. Significa que el “teatro” es una forma comunitaria ejemplar. Conlleva una idea de la comunidad como presencia en sí, como cuerpo viviente, opuesta a la distancia de la representación.
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contrario de actuar. La persona espectadora permanece inmóvil en su sitio, es pasiva. Ser espectador es estar separado al mismo tiempo de la capacidad de conocer y de la posibilidad de actuar. Este diagnóstico abre el camino a dos conclusiones diferentes. La primera es que el teatro es una cosa absolutamente mala, una escena de ilusión y de pasividad que es preciso suprimir en beneficio de aquello que ella impide: el conocimiento y la acción, la acción de conocer y la acción conducida por el saber. Es una conclusión de larga data, ya formulada por Platón: el teatro es el lugar donde gente ignorante es invitada a ver sufrir a otra gente. Lo que la escena teatral les ofrece es el espectáculo de un pathos, la manifestación de una enfermedad, la del deseo y del sufrimiento, es decir, de la división de sí que resulta de la ignorancia. El efecto propio del teatro es el de transmitir esa enfermedad por medio de otra: la de la visión empírica que mira las sombras. El teatro es la transmisión del mal de la ignorancia que convierte a las personas en médium de esta ignorancia forjada en una ilusión óptica. La comunidad justa, pues, es aquella que no tolera la mediación teatral, aquella en la que el patrón de medida que la gobierna está directamente incorporado en las actitudes vivientes de sus miembros. Ésta parece ser la conclusión más lógica del problema. Sin embargo, sabemos que no es la que ha prevalecido. Todo teatro –se ha concluído– supone un espectador, y como ser espectador es algo malo, nos hace falta pues otro teatro, un teatro sin espectadores. Un teatro en el que la relación óptica pasiva implicada en el juego teatral de la palabra misma esté sometida a otra relación, aquella implicada por otra palabra que designe lo que se produce en el escenario, el drama. Drama quiere decir acción. El teatro es el lugar en el que una acción es llevada a su realización por unos cuerpos en movimiento frente a otros cuerpos vivientes que deben ser movilizados. Estos últimos pueden haber renunciado a su poder. Pero este poder es retomado, reactivado en la performance, en la energía que ella produce. Es a partir de ese poder activo que hay que construir un teatro nuevo, devuelto a su virtud original, a su esencia verdadera. Hace falta un teatro sin espectadores, donde los concurrentes aprendan en lugar de ser seducidos por las imágenes, un teatro que los convierta en participantes activos en lugar de ser voyeurs pasivos. Esta inversión conoció dos grandes fórmulas, antagónicas en su principio, aun cuando la práctica y la teoría del teatro reformado las han mezclado en su legitimación. Según la primera, es preciso arrancar al espectador del embrutecimiento del espectador fascinado por la apariencia y ganado por la empatía que lo hace identificarse con los personajes de la escena. Se muestra, entonces, un espectáculo de carácter extraño, inusual, un
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A partir del romanticismo alemán, el pensamiento del teatro ha estado asociado a esta idea de la comunidad viviente. El teatro apareció como una forma de la constitución estética –de la constitución sensible– de la colectividad: la comunidad como manera de ocupar un lugar y un tiempo, como el cuerpo en acto opuesto al simple aparato de las leyes, un conjunto de percepciones, de gestos y de actitudes que precede y preforma las leyes e instituciones políticas. El teatro ha estado, más que cualquier otro arte, asociado a la idea romántica de una revolución estética: la idea de una revolución que cambiara no sólo las leyes y las instituciones sino también las formas sensibles de la experiencia humana. La reforma del teatro significaba entonces la restauración de su naturaleza de asamblea o de ceremonia de la comunidad. El teatro es una asamblea en la que la gente del pueblo toma conciencia de su situación y discute sus intereses, dice Brecht siguiendo a Piscator. Es el ritual purificador, afirma Artaud, en el que una comunidad toma posesión de sus propias energías. Si el teatro encarna así la verdadera colectividad viviente, opuesta a la ilusión de la mimesis, no habrá que sorprenderse de que la voluntad de devolver el teatro a su esencia pueda adosarse a la crítica misma del espectáculo. ¿Y cuál es la esencia del espectáculo según Guy Debord? La exterioridad. El espectáculo es el reino de la visión. Visión significa exterioridad, es decir, desposeimiento de sí. La enfermedad del hombre espectador ahora se resume: “Cuanto más contempla, menos es.”2 La fórmula parece antiplatónica. Obviamente, los fundamentos teóricos de la crítica del espectáculo son los mismos que los de la crítica de Feuerbach a la religión. El principio de una y otra crítica se encuentra en la visión romántica de la verdad como no-separación. Pero esta idea depende ella misma de la concepción platónica de la mimesis. La “contemplación” que Debord denuncia es la contemplación de la apariencia separada de su verdad, es el espectáculo de sufrimiento producido por esta separación: “La separación es el alfa y el omega del espectáculo.” Lo que el hombre contempla en el espectáculo es la actividad que le ha sido hurtada, es su propia esencia, devenida hostil, vuelta contra él, organizadora de un mundo colectivo cuya realidad es la de su mismo desposeimiento. Por tanto, no hay contradicción entre la búsqueda de un teatro devuelto a su esencia original y la crítica del espectáculo. El “buen” teatro es aquel que utiliza su realidad separada para suprimirla. La paradoja del espectador es parte de ese dispositivo intelectual que retoma, incluso en nombre del teatro, los principios de la prohibición platónica del teatro. Estos principios son, por consiguiente, los que hoy sería necesario reexaminar, o más bien, la red de presupuestos, el juego de equi-
valencias y de oposiciones que sostiene su posibilidad: equivalencias entre teatro y comunidad, entre mirada y pasividad, exterioridad y separación, mediación y simulacro; oposiciones entre lo colectivo y lo individual, imagen y vida real, actividad y pasividad, posesión de sí mismo y alienación. Este juego de equivalencias y de oposiciones compone en efecto una dramaturgia bastante tortuosa de la falta y la redención. El teatro se acusa a sí mismo de volver pasivos a los espectadores y de traicionar así su esencia de acción comunitaria. Consecuentemente se otorga la misión de invertir sus efectos y de expiar sus faltas devolviendo a los espectadores la posesión de su conciencia y de su actividad. La escena y la performance teatrales se convierten así en una mediación evanescente entre el mal del espectáculo y la virtud de la verdad teatral. Se proponen enseñar a su audiencia los medios para cesar de ser espectadores y convertirse en performers de una práctica colectiva. Según el paradigma brechtiano, la mediación teatral los vuelve conscientes de su situación social y deseosos de actuar en consecuencia. Según la lógica de Artaud, los hace salir de su posición de espectadores: en lugar de estar frente a un espectáculo, se ven rodeados por la performance, llevados al interior del círculo de la acción que les devuelve su energía colectiva. En ambos, el teatro es una mediación de su propia supresión. En este punto es donde pueden entrar en juego las descripciones y las proposiciones de la emancipación intelectual y ayudarnos a reformular el problema. Pues esta mediación auto-evanescente no es algo desconocido para nosotros. Es la lógica misma de la relación pedagógica; en el proceso pedagógico el papel atribuido al maestro es el de suprimir la distancia entre su saber y la ignorancia del ignorante. Sus lecciones y los ejercicios que él articula tienen la finalidad de reducir progresivamente el abismo que los separa. Desafortunadamente, no puede reducir la brecha excepto a condición de recrearla incesantemente. Para reemplazar la ignorancia por el saber, debe caminar siempre un paso adelante, poner entre el alumno y él una nueva ignorancia. La razón de ello es simple. En la lógica pedagógica, el ignorante no es solamente aquel que aún ignora lo que el maestro sabe: es aquel que no sabe lo que ignora ni cómo saberlo. El maestro, por su parte, no es solamente aquel que detenta el saber ignorado por el ignorante: es también aquel que sabe cómo hacer de ello un objeto de saber, en qué momento y de acuerdo con qué protocolo. Pues en rigor de verdad no hay ignorante que no sepa ya un montón de cosas, que no las haya aprendido por sí mismo, ya sea mirando y escuchando a su alrededor, observando y repitiendo, equivocándose y corrigiendo sus errores. Pero ese saber, para el maestro no es más que
por comparaciones y figuras para comunicar sus aventuras intelectuales y comprender lo que otra inteligencia se empeña en comunicarle. Este trabajo poético de traducción es la primera condición de todo aprendizaje. “Emancipación intelectual” –como Jacotot llama a este proceso– significa la conciencia y la promulgación de este poder de igualdad que ofrece la traducción y la contra-traducción. “Emancipación” implica la toma de conciencia de las distancias trazadas entre uno y otro; porque la distancia no es un mal a abolir, es la condición normal de toda comunicación. Los animales humanos son animales distantes que se comunican a través de la selva de los signos. La distancia que el ignorante tiene que franquear no es el abismo entre su ignorancia y el saber del maestro. Es simplemente el camino desde aquello que ya sabe hasta aquello que todavía ignora, pero que puede aprender no para ocupar la posición del docto sino para practicar mejor el arte de traducir, de poner sus experiencias en palabras y sus palabras a prueba, traduciendo sus aventuras intelectuales a la manera de los otros y contra-traduciendo las traducciones que ellos le presentan de sus propias aventuras. El maestro ignorante capaz de ayudarlo a recorrer este camino se llama así no porque no sepa nada, sino porque ha abdicado el “saber de la ignorancia” y disociado su conocimiento desde la maestría de su saber. No les enseña a sus alumnos su saber. El maestro ignorante les pide que se aventuren en la selva de las cosas y de los signos, que digan lo que han visto y lo que piensan de lo que han visto, que lo verifiquen y lo hagan verificar. ¿Cuál es la relación entre esta historia y la cuestión del espectador hoy? Ya no estamos en el tiempo en que los dramaturgos querían explicar a su audiencia la verdad de las relaciones sociales y los medios para luchar contra la dominación. Pero no por eso pierden sus ilusiones. Contrariamente, puede ser incluso que, a la inversa, la pérdida de las ilusiones conduzca a los artistas a aumentar la presión sobre los espectadores: tal vez ellos sepan lo que hay que hacer, si la performance los cambia, los arranca de su actitud pasiva y los transforma en participantes activos del mundo. Tal es la primera convicción que los reformadores teatrales comparten con los pedagogos embrutecedores: la del abismo que separa las dos posiciones. Incluso si el dramaturgo o el director teatral no sabe lo que quieren que el espectador haga, sabe al menos una cosa: sabe que se debe hacer algo, franquear el abismo que separa la actividad de la pasividad.
obras de Ramiro Clemente Para ver más, visite el sitio: www.ramiroclemente.net 1 La invitación a abrir la quinta Internacionale Sommer Akademie de Fráncfort, el 20 de agosto de 2004, me fue cursada por el performista y coreógrafo sueco Marten Spangberg. 2 Debord, Guy. La société du spectacle. París, Gallimard, 1992.
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un “saber de ignorante”, un saber incapaz de ordenarse de acuerdo con la progresión que va de lo más simple a lo más complejo. El ignorante progresa comparando lo que descubre con aquello que ya sabe, según el azar de los hallazgos, pero también según la regla aritmética, la regla democrática que hace de la ignorancia un menor saber. Sólo se preocupa por saber más, por saber lo que aún ignoraba. Lo que le falta, lo que siempre le faltará al alumno, a menos que él mismo se convierta en maestro, es el “saber de la ignorancia”: el conocimiento de la distancia exacta que separa ambos estados. Esa medida escapa, precisamente, a la aritmética de los ignorantes. Lo que el maestro sabe, lo que el protocolo de transmisión del saber enseña primero que nada al alumno, es que la ignorancia no es un menor saber, que aquella es el opuesto del saber: que el saber no es un conjunto de conocimientos, sino una posición. La distancia exacta es la distancia que ninguna regla puede medir, la distancia que se prueba por el mero juego de las posiciones ocupadas, que se ejerce a través de la interminable práctica del “paso adelante” que separa al maestro de aquel que se supone que ha de ejercitarse para alcanzarlo. Es la metáfora del abismo radical que separa las maneras del maestro de las del ignorante, porque ese abismo separa dos inteligencias: aquella que sabe en qué consiste la ignorancia y aquella que no lo sabe. Es en primer lugar esta radical separación lo que la enseñanza progresiva y ordenada enseña al alumno. Le enseña antes que nada su propia incapacidad. Así verifica incesantemente en su acto su propio presupuesto: la desigualdad de las inteligencias. Esta verificación de la desigualdad es lo que Jacotot llama proceso de embrutecimiento. Lo contrario del embrutecimiento es la emancipación. La emancipación intelectual es la verificación de la igualdad de las inteligencias. Ésta no significa la igualdad de valor de todas las manifestaciones de la inteligencia, sino la igualdad en sí de la inteligencia en todas sus manifestaciones. No hay dos tipos de inteligencia separados por un abismo. El animal humano aprende todas las cosas como primero ha aprendido la lengua materna, como ha aprendido a aventurarse en la selva de las cosas y de los signos que lo rodean, a fin de tomar su lugar entre los otros humanos: observando y comparando una cosa con otra, un signo con un hecho, un signo con otro signo. Si el “ignorante” sólo sabe de memoria una plegaria, puede comparar ese saber con aquello que todavía ignora: las palabras de esa plegaria escritas sobre un papel. Puede aprender, signo tras signo, la relación de aquello que ignora con aquello que sabe. Puede hacerlo si, a cada paso, observa lo que se halla frente a él, dice lo que ha visto y verifica lo que ha dicho. Tanto la del docto que construye hipótesis como la del ignorante son la misma inteligencia que traduce signos a otros signos y que procede
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El caso de “El niño proletario”
Escritura, violencia y niñez El mítico relato de Osvaldo Lamborghini conforma a partir de la niñez, en tanto espacio ilimitado de ejercicio de la violencia y el Mal, una territorialidad signada por la repetición. La violencia se presenta allí en su perfecta y metafórica circularidad, clausurando toda posibilidad de futuro. por Gisela Heffes
Obras de Paula Adamo
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Sencillamente, hoy se trata de ver y sentir y sentir si y pensar si. Si se puede o no dominar el temblor de manos, aunque aquí se trata como siempre — con la arbitrariedad ecuánime de la escritura— de la muerte y la masturbación. Oh sueño. Si la letra no se desencuadra de la línea se habrá recobrado un vestigio de salud, o un vagido. Osvaldo Lamborghini, “Acopiador aviado, perdido”
“E
l niño proletario” (1973), de Osvaldo Lamborghini, entraña una complejidad narrativa difícil de asimilar: es que hay algo en los relatos de Lamborghini que molesta, ofende e inquieta al lector, incluso cuando la problemática abordada sea la representación misma de la violencia y su articulación narrativa en un corpus amplio y variado.
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| …Aira, en su introducción a las Novelas y cuentos de Lamborghini, sostiene que la “Argentina lamborghiniana es el país de la representación”… |
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El territorio de la violencia en el relato de Lamborghini conforma una espacialidad atravesada por categorías que nos remiten tanto a la historia misma de la literatura como a la representación de intereses opuestos, de clases en pugna y mediaciones que perpetúan la propia condición de sus actores principales. Y a su vez, es la violencia en sí la que se ocupa de resemantizar el sentido mismo de estos elementos, sexualizando, poetizando e inscribiéndose en un territorio mayor: esto es, el cuerpo ultrajado /violentado que en su acepción metonímica incorpora las dimensiones de una clase social específica, su pasiva confrontación y su brutal aniquilación. Desde una perspectiva más restringida, el espacio de la violencia en “El niño proletario” puede confinarse al territorio de la infancia donde “¡Estropeado!”, con “su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo” es sorprendido por “tres niños burgueses”: “Esteban”, “Gustavo”, y el narrador (64)1. Delimitar el relato al territorio de la niñez funciona como un procedimiento que permite reforzar la idea de crueldad que caracteriza al texto (o subrayar su significación a través de la inversión de paradigmas tradicionales que equiparan infancia con inocencia), y pensarlo desde algunas ideas esbozadas por Bataille respecto al concepto de “Mal”: si, según el francés, la libertad del niño (donde se inscribiría el “Mal”) se encuentra limitada por el adulto, el espacio de la niñez constituye un territorio de significación donde se articulan de manera conjunta libertad y “Mal”, y cuyo límite externo se encuentra marcado por una mirada circunscrita a un comportamiento preestablecido.2 Es en esta misma territorialidad donde, siguiendo la lógica de Bataille, se produce la “fascinación” (que en función
del relato de Lamborghini nos remite a categorías como “goce” y “placer”), aunque se trate de una fascinación incapaz de tornarse satisfacción plena, una fascinación que es puramente destructiva.3 En este sentido, tanto el “goce” como el “placer” funcionan como elementos de intersección y contraste, ya que establecen una confrontación entre el “terror” de “¡Estropeado!” y el regocijo que este terror provoca en los niños: …oh por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color. (64) Este goce y placer, que se consuman en el instante mismo en que la violencia se manifiesta, funciona como un tropo recurrente, enfatizando la circularidad intrínseca, recíproca y necesaria de su conformación: “Nuestro delirio iba en aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer.”(64) Y, casi de manera inmediata: “Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico placer.”(65) Hay una creciente erotización de la violencia que abarca y absorbe a los tres niños: Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce. Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado. (65) El goce, como la violencia, forma parte de una repre-
Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. (64) Y en la transmisión genérica se establece un mecanismo cerrado que no ofrece ningún intersticio factible de asimilar una salida o romper su irreductible continuo: “De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.” (64) Su contrapunto, no obstante, también adquiere significación: “La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre.” (64) La reproducción perpetua de la especie proletaria alcanza un rasgo inconfundible cuando “¡Estropeado!”, en su carácter simbólico de minoría (uno) se convierte en la víctima de un colectivo (tres) que a su vez representa una clase específica. Es más que evidente la construcción binomia proletario-burgués que, desde el título, constituye el territorio de enfrentamiento y contraste, aunque Lamborghini logra desmontar los elementos constitutivos de una estructura fácilmente reconocible y resemantizarlos: el odio del burgués que se traduce en límite y exceso inaugura un espacio donde se ejercita la violencia y cuyos bordes delimitan la transgresión dada por el goce y el placer del “Mal”, aunque justamente esta apelación (lujuriosa) no encuentre otra vía de desenlace que la misma destrucción: Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. (66) Goce e insatisfacción perpetua, ya que su origen se remonta a su necesidad y legitimación de existencia; penetración que justifica su violencia desde la misma condición de posibilidad de clase. Entonces el orgasmo de Gustavo (mientras “¡Estropeado! se ahogaba en el barro” [66]) equivale a la “inocencia del justiciero placer” (66). Y si la “venganza llama al goce y el goce a la venganza” (67), más vale reestablecer los límites que permiten repetir infinitamente el ciclo de violencia al que el niño proletario se encuentra “condenado” (67). De este modo, el territorio de la niñez, en tanto espacio ilimitado donde se ejerce la violencia arraigada en la fascinación y el goce sexual, conforma una territorialidad donde la repetición y la circularidad se tornan permanentes, clausurando la posibilidad de futuro, e instalando el devenir dentro de un presente continuo: “la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural” (68). La violencia se cierra entonces como un círculo perfecto. Se establece una jerarquía
vertical a partir de la cual el narrador puede contemplar la circularidad horizontal desde lo alto, inscribiéndolo a través de la disposición espacial en la verticalidad erecta de la torre: “Desde la torre erigida como si yo alguna vez pudiera estar erecto” (68). Espacio desde el cual proyecta a su vez la erección violenta de la penetración y la tradición paternalista del macho y hombría latina, la misma que al ejecutar la violencia es representada por un cuerpo —aunque púber— activo y masculinizado en contraposición al objeto de la violencia que se transforma en un cuerpo feminizado, inerme, infantil. El abajo aparece subyugado, disminuido, frente a la fuerza y poder que detenta el espacio articulado desde lo alto, y evidenciado a través de la fuerza física de “la mano fuerte militari de Gustavo” (66). Se trata de un proceso significativo que opera desde la etapa misma de Sebregondi retrocede y que se remonta a 1973, el cual, como señala César Aira, “tenía el mismo emblema que la de El fiord: un dedo señalando hacia arriba, entre fálico y tipográfico” (7). En el territorio de la violencia, la voz del “Mal” desnuda, poco a poco, el cuerpo animalizado del niño proletario hasta fragmentarlo, descomponerlo, horadarlo y transformarlo en un “despojo”. El residuo de la sociedad, la sobra o el deshecho como condición de literatura. La violencia es asimétrica; la desigualdad distingue entre los deshechos “de arriba” y los “de abajo”, transformándose los primeros en una categoría estética a través de una inflexión celebratoria; residuos, deshechos que intervienen en el ritual de la violencia y que brotan como elementos constituyentes de la propia fascinación, adquieren rasgos poéticos y el valor positivo de quienes lo ostentan: A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé. (66) Las partes del cuerpo —las excreciones— alimentan el cuerpo de los propios niños, formando un mismo organismo homogéneo que implica a su vez a una clase determinada. En este sentido, la violencia de “El niño proletario” no se ciñe a la categoría de “sacrificio” elaborada por René Girard en su conocido libro Violence et la sacré (1972), en cuanto no aparece aquí una sociedad que busca, a través de la violencia ejercida sobre la “víctima”, llevar a cabo una expiación. Tampoco es posible, siguiendo a Girard, leer en la muerte del niño un sacrificio capaz de generar una “crisis” que resulte en la desintegración de la sociedad.4 Por el contrario, esta sociedad se alimenta y retroalimenta de su muerte. Su
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sentación cíclica ya determinada en la sangre, en la especie, en la continuidad misma de la “clase explotada”:
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destrucción garantiza la existencia de la clase burguesa. Su circularidad no tiene fin ni principio. En todo caso, se trata de una violencia que funciona más como base del orden social mismo, su sustrato, y generadora de su condición existente, que de una violencia fundadora, según la definición de Walter Benjamin en “Para una crítica de la violencia”.5 Porque si el sacrificio puede operar como conjuro o protección de la sociedad contra una violencia externa, aquí, y nuevamente en términos de Benjamin, se ejecuta una violencia no legal pero sí legítima: la violencia de la explotación, pero también la violencia del poder que se ejerce de arriba hacia abajo, igual que la de los niños burgueses cuya fuerza militari detentan. Como sugiere Belvedere, “se dice de Stroppani que pasa hambre como los niños pobres, y que su culo sangra como cualquier culo violado; pero no menos cierto es que sobre su cuerpo se escribe la historia de las luchas sociales en nuestro país, y que su narración es —además de testimonio e interpretación política —literatura. Tal vez algo más, pero no menos, que eso”.6 También Aira, en su introducción a las Novelas y cuentos de Lamborghini, sostiene que la “Argentina lamborghiniana es el país de la representación”, el “peronismo fue la emergencia histórica de la representación” y la “Argentina peronista es la literatura” (12). En este sentido, el texto, que fue publicado en 1973, augura —por medio de la representación del cuerpo fragmentado— los cuerpos mutilados por la misma dictadura militar. “El niño proletario” plantea así la problematización del cuerpo atravesado, horadado y torturado que tres años después (sino antes) será apropiado por el poder dominante como forma de ejercer una violencia legitimada por el Estado.7 Cuerpos que, como el de “¡Estropeado!”, serán arrojados al barro, a la zanja, a aquella zona intersticial que no tiene frontera y que suelen llamar, en muchos casos, “tierra de nadie” o, en jerga policial, “zona liberada”. “El niño proletario” conforma un texto sobre la escritura de la violencia, aunque principalmente sobre la violencia en el cuerpo colectivo y homogéneo de una clase social, y cuyo precedente nos remite invariablemente a la mano militari de Gustavo: el poder militar que encarna la burguesía y persigue, tortura al “oprimido”. La representación de la violencia se teje alrededor de un recorrido que va de arriba hacia abajo, legitimada, y, según Benjamin, como violencia de Estado; esto es, como una forma de alcanzar determinados fines conforme a su ideología. Por otra parte, el relato de Lamborghini se articula como apelación, parodización e inversión tanto de los tópicos propios de una literatura que le precedía como respecto de aquellos que le correspondían generacionalmente. Por un lado, el texto remite a la tradición que encuentra en Florencio Sánchez uno de sus paradigmas: en “Canillita” (sainete estrenado en 1903), se lee una
“apuesta generosa en favor del trabajo, la familia, la generación siguiente, reafirmando los valores burgueses de ese proletariado de inmigrantes, que da sustento a la cultura hegemónica de esa primera década del siglo”8. Como señala Barona, esta representación cambia de signo diez años después, y en la década del 20 el grupo Boedo retoma “la preocupación por los niños proletarios”. No obstante, ya no se recurre a la ideología del inmigrante: el trabajo honrado “ha dejado de ser la salvación”; ahora el acento gira en torno a “la crueldad de la explotación burguesa” (106). Aunque es con Larvas (1932), de Elías Castelnuovo, donde el autor se conforma en el “exponente mas acabado de esta ceremonia estética del ‘Populismo fúnebre’” que articula “la representación de la víctima y el afán redentor, desde la perspectiva conjunta del cristianismo y del anarquismo”. Aquí, los niños del reformatorio son los niños “larvas”, cuya “simiente se ha concebido en la cuna corruptora de la miseria que mecen las instituciones deformantes: familia carenciada, iglesia caritativa, hospital público, cárcel, depósito de menores”. Según Barona, Larvas no sólo constituye el “precursor incuestionable” de “El niño proletario”, sino que la descripción de este último incorpora “hasta la náusea todos los tópicos del estereotipo de la literatura de Boedo”, y los expone como Castelnuovo, “con la violencia y el gozo que se demora en la degradación.” No obstante, la narración “ha pasado de la boca del maestro que se implica hasta el contagio a un sujeto sin subjetividad, puro sujeto de clase, libre de falsa conciencia.”9 También Belvedere refiere al gesto de parodia de Lamborghini respecto a la literatura de Boedo y al realismo socialista: “se parodia el realismo obrerista y el humanismo incruento —pero la parodia también deja de serlo y comienza a rodar su propia historia, produciendo un mundo atroz y perverso que no deja de ser a la vez fresco y bello”.10 Otras referencias van más allá de los antecedentes directos. Barona cita a Roberto Arlt y la poesía gongoriana, entre otros, o al mismo Darío, quien conforma un imaginario textual y que, en tanto procedimiento narrativo, diagrama una doble inflexión donde confronta al Modernismo con las vanguardias. Darío es el “Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo” que Lamborghini incrusta en el texto sin citar, el “azul” del sol y la “torre fría y de vidrio”. Su relato por lo tanto se vincula a una problemática más amplia, como el espacio que ocupa el escritor dentro de una genealogía literaria y el lugar que ocupa la literatura dentro de la historia misma. Continuidad y ruptura, ya que esta última reaparece dentro del orden de la representación sintáctica, donde el texto fragmentado no sólo incorpora elementos propios de la oralidad (“el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh” [67]) sino que hay una alteración de la
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puntuación (“¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror / oh por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas...” [64]), una anulación de la lengua del otro —un bilingüismo donde el otro no habla, carece de voz— y, principalmente, la representación corporal de la mutilación física hasta sus últimas consecuencias. El cuerpo, llevado al límite mismo de la desintegración (“Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulos-falanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar” [66]), se torna inconsistencia, despojos, un bulto del cual lo único que se conserva de forma entera es, paradójicamente, la lengua (“quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación” [69]). Bastión de una violencia que se ejecuta contra un objeto que no ofrece resistencia. La palabra, que en El matadero (1838) de Esteban Echeverría condensaba la terminología culta y abstracta del letrado, acá permanece, al igual que en los otros niveles de representación, en el espacio intermedio (tampoco representa el lenguaje de los de “abajo”), suspendido como en otra espera (la que acosa al narrador, el “también vendrá por mí”, como señala Barona) y que puede homologarse al espacio ocupado por el texto en sí al volverse inclasificable, parodia de la parodia, y parodia de sí mismo. No es entonces la complejidad narrativa (que otros relatos comparten siendo asimismo categorizados y asimilados con mayor facilidad) lo que distingue este texto de muchos otros. La escritura de Lamborghini se nutre de una enorme cantidad de fuentes que, sin mencionarlas —o sólo tangencialmente— construyen un entramado particular, donde además de reflexionar acerca de los procesos mismos de escritura, se poetizan los mismos procedimientos de significación. Su universo es tan original, como las voces que resuenan en los intersticios de las frases dichas y, muchas veces, implícitas. Tiene razón Belvedere cuando entonces, indignado, exclama: “Es verdad que Stroppani se parece a los niños proletarios de los barrios obreros de nuestra Argentina (cada vez menos proletaria y más lumpenal). Pero es —complejidad mediante— también otras cosas. ‘El cuerpo es un mapa’ —y quien no vea en el falo de sus violadores y en el filo que surca su piel nada más que una violación seguida de muerte, no ha entendido. ¡O peor aún: ha entendido demasiado donde no había mucho que interpretar! Uno podría decirle: ‘Vas a obligarme a dejar la letra por la navaja. Te voy a cortar. Vas a obligarme’” (55-56, subrayado en el original).
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1 Lamborghini, Osvaldo. “El niño proletario” en: Novelas y cuentos. Barcelona, Ediciones del Serbal, 1988. Introducción a cargo de César Aira. Todas las citas referidas al texto pertenecen a la presente edición. 2 Bataille, Georges. Literature and Evil. London, Calder & Boyars, 1973, pág.41. 3 Ibid. No trabajo aquí la relación sado-masoquista entre los personajes, que nos remitiría directamente a Sade y a Deleuze (Sacher-Masoch), porque implicaría focalizar en otros aspectos que no mantienen una relación directa con el objeto de este ensayo, y lo extenderían demasiado. 4 Cf. Girard, René. Violence and the Sacred. Baltimore, The John Hopkins University Press, 1979. 5 Cf. Benjamín, Walter. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Madrid, Taurus, 1999. La primera edición del ensayo es de 1921. 6 Belvedere, Carlos. Los Lamborghini. Ni “atípicos” ni “excéntricos”. Buenos Aires, Colihue-Puñaladas, 2000, pág.56, subrayado en el original. 7 Este relato podría inscribirse en la misma serie de los textos sobre la violencia y poder en la Argentina del pre golpe, como la obra teatral de Eduardo Pavlovsky, El Señor Galíndez (1973), donde el problema de la tortura es trabajado abiertamente y la cual, un año después de su estreno, recibió un atentado terrorista por la que debió ser bajada de cartel de inmediato. 8 Barona, Amelia. “‘El niño proletario’ hace explotar las ‘larvas’” en: Zubieta, Ana María (ed.). Letrados iletrados. Buenos Aires, Eudeba, 1999, pág.106. Todas las citas pertenecen a esta edición. 9 Ibid, pág.111. 10 Belvedere, C. Ob.cit., pág.57.
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La muñeca argentina de herencia francesa y alemana
PRODIGIOSA MARILÚ
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Creada en 1932, esta muñeca condensa el imaginario cultural de la clase patricia: durante casi tres décadas fue el soporte material y conceptual de la educación femenina vernácula.
E
n noviembre de 1932, Alicia Larguía crea una muñeca para acompañar a la revista infantil de más difusión en Latinoamérica: Billiken. De esta manera surge uno de los juguetes más célebres de nuestro país, una muñeca que, más que un juguete, llegó a ser un modelo de femineidad y de urbanidad, un fenómeno comercial y cultural que influyó en la educación de un amplio segmento de niñas dejando marcas que se pueden rastrear en muchas mujeres que vivieron su niñez entre 1930 y 1955. Larguía sintetizó en la creación de la muñeca Marilú dos tradiciones que constituyen dos universos de sentido bien diferenciados, universos capaces de dar soporte conceptual y material a su proyecto. Por un lado, el de la revista La semaine de Suzette y de su muñeca Bleuette, de donde hereda la tradición francesa de publicaciones para niñas, de tono moralizante y cristiano, además del modelo de muñeca-nena acompañada de un sinnúmero de objetos entre los que se destacaban su cuantioso guardarropa y sus muebles a medida. También toma de este antecedente la idea de publicar moldes periódicamente, relacionando así la niñez femenina con la costura y con la moda, y promoviendo un modelo particular de niñas hacendosas y maternales. A la vez, se inspira en el formato general de la revista, sus contenidos y –sobre todo– su estilo comunicacional de interpelación directa con las lectoras, primero desde la revista Billiken y luego, entre 1933 y 1936, desde la revista Marilú –creada y dirigida por ella–. Es indudable que como parte de
por Daniela Pelegrinelli* esa “herencia Bleuette” logró transmitir la tradición de las célebres y lujosas muñecas francesas (como Jumeau, Gaultier o Bru), de espléndidos vestuarios hechos a la moda femenina o infantil de su época. Por otro lado, en el período en que surge Marilú, la preponderancia de Alemania en la exportación de juguetes era absoluta; su poderío comercial y cultural en la industria de juguetes se imponía sobre una definitivamente declinante industria francesa. La feria de Leipzig, que Larguía visitó en más de una oportunidad, le ofrecía una gran variedad de modelos de muñecas, pero también de objetos vinculados a las muñecas y su mundo. Los sistemas de comercialización alemanes eran poderosos y eficaces, y su producción prolífica. Por esta razón es natural que ella importara la muñeca desde Alemania aunque le impusiera una marca argentina, sobre todo si se tiene en cuenta que su relación con este país era muy estrecha, ya que era el lugar de nacimiento de su madre Alma Schell. De hecho, tuvo allí a su primera hija, María Luisa, de quien tomó el nombre para la muñeca. Aun signada por estos antecedentes, Marilú simbolizaba un imaginario cultural enraizado en los valores de la clase alta de nuestro país, de reminiscencias patricias pero a la vez mundano y cosmopolita. Representó un ideal que mezclaba elementos disímiles pero en cuyo resultado puede reconocerse alguna de las formas que tomó la argentinidad.
*Daniela Pelegrinelli nació en Coronel Pringles. Es Licenciada en Ciencias de la Educación y trabaja en el ámbito educativo como investigadora y docente. Como especialista en juguetes ha curado y diseñado exposiciones. Publicó Diccionario de juguetes argentinos. Infancia, industria y educación 1880-1965. Buenos Aires, El juguete argentino, 2010.
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Una muñeca es una idea
Alicia Larguía provenía de una familia tradicional de Santa Fe y en sus viajes a Europa había conocido la revista para niñas La Semaine de Suzette. Esa revista –que apareció en 1905 y fue un fenómeno en Francia hasta los años sesenta– regalaba a las suscriptoras una pequeña muñeca de cabeza de porcelana llamada Bleuette, y publicaba moldes para poder coserle la ropita. Es posible que el éxito de Bleuette haya llamado a tal punto la atención de Larguía que llegara a imaginar la posibilidad de repetir el suceso en nuestro país. El vínculo de amistad que la unía a la familia Vigil –dueños de la ya conocida Editorial y Librería Atlántida– le brindó las condiciones para concretar sus ideas. De esta manera, el lunes 14 de noviembre de 1932, la misma Alicia Larguía transformada en un personaje de ficción con el cual acompañará todo el desarrollo de la muñeca –Tía Susana– anuncia el nacimiento de Marilú: Desde hoy empezará para los lectores de Billiken, o mejor dicho, para sus pequeñas lectoras, una larga historia que bien podría ser un maravilloso cuento de hadas que nuestro Director ha transformado para ustedes en una magnífica realidad. Este cuento tendrá por principales protagonistas tres personajes. El primero: una preciosa chiquita, con grandes ojazos, que cierra y abre a cada rato, para que todo el mundo pueda admirar sus largas y sedosas pestañas; con una boquita que sonríe continuamente, y una melenita que parece recién salida de manos del peluquero.
Esta encantadora niñita no es otra cosa que una preciosa muñeca, más linda que todas las que ya conocéis, porque además de ser bonita tendrá para vosotras un encanto mucho más grande: el de ser una muñeca llena de vida y personalidad, que ocupará todos los momentos libres que dejen vuestros estudios. Su nombre será pronto tan conocido como el de Billiken; vuestra futura hijita se llama “Marilú”. Y no penséis que ésta permitirá que la nombréis de otro modo. ¡No!...Lleva su nombre impreso sobre su cuerpito, para que nadie intente cambiárselo. Ahora que más o menos conocéis el primer personaje, voy a presentaros el segundo. Ese podría ser rubio, moreno, alto, bajito, gordito o flaquito, pero será siempre, estoy segura de ello, una niña encantadora, llena de interés y de maternal cariño para su querida Marilú. Ese segundo personaje serás tú misma, querida lectora de Billiken, que trabajarás cada día con más entusiasmo por tu muñequita, porque te sentirás verdadera madrecita. Os faltará sólo conocer el tercer personaje, que será para vosotras como el hombre del “Guignol”; aquel que mueve los títeres, os hace reír y llorar, y que, sin embargo, nunca alcanzáis a ver. En esta historia el tercer personaje se llamará “Tía Susana” y llegaréis a quererla sin conocerla, porque toda la semana estaréis impacientes porque llegue el lunes para ver qué novedad os ha inventado para vuestra querida Marilú. Me parece que ya somos todos viejos conocidos sin habernos visto nunca; no quiero, por lo tanto, daros más detalles por hoy. El próximo lunes empezará para vosotras la interesante historia de la incomparable Marilú. Tía Susana
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En esta presentación están, ya explicitados, los elementos que llegarían a dar forma al universo de Marilú y que le dieron la densidad conceptual y empresarial que la sostendría en el mercado por los siguientes treinta años: la presencia de una narrativa pensada a futuro, la apelación directa a las niñas a quienes en este mundo se las llamará “mamitas”, la presencia de Tía Susana, guía, consejera y voz que permitirá el ejercicio de una intensa transmisión en el marco de una intimidad de ficción pero no por eso menos eficaz, y la habilidad empresarial de Larguía revelada en el valor que otorga desde el principio a la originalidad y la distinción representadas por la marca. Las primeras Marilú se vendieron en un sector que la Librería Atlántida le cedió a Alicia Larguía en su local de Lavalle 720. Se trató de un espacio provisorio –que algunos testigos describen como “apenas un pasillo”– para un evento que posiblemente desde la editorial también se consideraba como tal. El rápido proceso de organización que sobrevino al lanzamiento muestra que el resultado había sido inesperado o al menos que no había habido en principio disponibilidad para asumir demasiados riesgos. Pero Marilú significó un éxito rotundo. Las muñecas traídas de Alemania se agotaron en pocos días. La enorme afluencia de público fiel a la revista Billiken respondía a la novedosa propuesta y “el pasillo” destinado a la venta de Marilú resultó insuficiente para alojar tal cantidad de pequeñas codiciosas. Tal es así que el 16 de enero de 1933, los organizadores se ven obligados a publicar un aviso donde se solicita a las interesadas hacer reservas y tener paciencia mientras se esperaba la inminente llegada de una nueva remesa de Marilú. El proceso que sigue es acelerado. En marzo de 1933 aparece la revista Marilú y para mayo el espacio dedicado a la muñeca en el local de Atlántida ha crecido notoriamente. En el nuevo local de la Librería, en Florida 643, se monta La Casa de Marilú, una espléndida casita de muñecas que maravillaba al público. En esos días Billiken publica el siguiente aviso, donde una vez más se enfatiza la importancia de la marca y de la originalidad, atributos que convierten en signo de distinción el hecho de poseer una verdadera Marilú. Se hace saber al comercio y al público que solamente en la Librería Atlántida se venden la muñeca Marilú y las ropas y muebles Marilú, cuya marca pertenece a Editorial Atlántida. Por consiguiente, nadie puede vender lícita y honestamente artículos Marilú fuera de la Librería Atlántida, y quien induce a confusión al comprador comete una acción penada por nuestras leyes. El público no debe dejarse sorprender o engañar en ningún caso. La muñeca Marilú, sus ropas y sus muebles, se venden únicamente en la Librería Atlántida, Florida 643, y agradecemos se nos denuncie toda mistificación para proceder de inmediato con arreglo a derecho.
El 5 de febrero de 1934 Alicia Larguía se independiza de Atlántida y funda la mítica Casa Marilú, en Florida 774, donde a partir de ese momento se venderá la muñeca, su incomparable ajuar, los muebles, demás objetos y se irá, además, agregando la ropa de niñas. Con el tiempo la confección de ropa para niñas, niños, mujeres jóvenes y adultas, transformará a la Casa en una de las tiendas más elegantes de la ciudad. La excelencia de los modelos, de la hechura, la meticulosidad de los detalles, hizo de los atuendos de Marilú el símbolo de la elegancia discreta y refinada. La publicidad de la Casa aseguraba: “Entre una muñeca hermosa y una niña existe una gran similitud, cuando el arte, el buen gusto y el talento del modisto hacen que una muñeca parezca una niña y una niña parezca una muñeca. Esto es lo que consigue en forma admirable la casa encantada Marilú.” Muchos de los aspectos gerenciales de la firma ya habían sido asumidos por Sara Souto, que llegó a ser mano derecha y más tarde socia de Larguía. Fue ella sin duda la que supo desplegar aquellas ideas iniciales y darles cuerpo en los meticulosos diseños de los vestidos, las memorables vidrieras, una política comercial agresiva en cuanto al constante lanzamiento de novedades, siempre sorprendentes, pero a la vez verdaderos ejemplos del buen gusto, la gracia y la exquisitez.
Un breve examen a la revista La Semaine de Suzette revela la similitud que hay entre esta publicación y la revista Marilú. No sólo en cuanto al formato, temas, secciones sino con relación al tono y contenido de los mensajes. Tal como señalan A.M. Chartier y J. Hébrard en su libro Discursos sobre la lectura1, la revista La Semaine de Suzette formaba parte de una prensa infantil cristiana, o más específicamente católica, de perfil moralizante, decorosa, destinada a las niñas de la alta y pequeña burguesía católica. Es más, estos autores afirman que, prototípicamante, esboza “un modelo infantil del niño bien educado, un poco travieso pero rebosante de buenos sentimientos, cortés, cristiano, piadoso”. Incluso llega a ser catalogada por la Romans-revue, la revista fundada por el Abate Bethléem en 1908, que catalogaba y clasificaba todas o casi todas las publicaciones francesas en un combate contra las malas lecturas, entre las pocas recomendables de las tantas que circulaban. El campo simbólico de esta revista y la muñeca Bleuette conforman una pedagogía que se traslada, con sus valores estéticos, la dedicación a las labores hogareñas, el hábito de la lectura, cierto estilo para las relaciones interpersonales
y sociales, a la revista Marilú y a la muñeca del mismo nombre. Se trata entonces del despliegue de una pedagogía cristiana, eminentemente católica, similar, o de raíces compartidas con el resto de las publicaciones de Atlántida, incluyendo la literatura de Constancio Vigil. Se comprende entonces, por qué Marilú nace vinculada a Atlántida, con quien compartía una suerte de ideario y mirada sobre la infancia. Aún cuando la muñeca se populariza, ésta sigue siendo la impronta básica: buena educación, moral católica y un modelo de femineidad ligada al decoro, la discreción, la delicadeza en los gestos, la cortesía, la piedad por los débiles, el hogar y los hijos. Y es interesante resaltar esta construcción de lo femenino porque la misma Alicia Larguía no seguía el modelo que propugnaba: estaba separada de su marido, criaba sola a sus tres hijos y era una empresaria exitosa en plena década del treinta, una mujer autónoma capaz de supervisar sus propios negocios mientras editaba una revista que hablaba del lugar que debía tener la mujer. Esta aparente contradicción no es tal, más bien revela la compleja trama en la que se construía en ese período la participación femenina en la vida social, en una tensión que oscilaba entre la posibilidad de vivir en mayor libertad pero a la vez bajo la constante amenaza del juicio social. Alicia Larguía construyó un discurso sobre lo femenino que se articula entre su obra –la muñeca, la revista, la tienda– y su propia vida. Desde la revista –que según se detallaba en el aviso publicado en Billiken, el primer número contenía “novelitas interesantes, pasatiempos divertidos, juegos entretenidos para los días de lluvia y las tardes de invierno, bonitos dibujos para colorear, y para alternar con estos pasatiempos, laborcitas fáciles que serán encantadores regalos para los padres, los trajecitos de Marilú la muñeca predilecta de todas vosotras”– ella fue construyendo un diálogo con sus lectoras y promovió a su vez un tipo de socialización a través del club S.D.T.S (Sobrinitas de Tía Susana). La revista permaneció vigente cuatro años. Entre 1933 y 1935 salió semanalmente y en 1936 se transformó en un álbum mensual de edición mucho más elaborada y de mejor impresión. En los años siguientes tuvo esporádicas reapariciones pero no logró continuidad. A pesar de eso, Alicia Larguía nunca cortó el diálogo con sus lectoras, mejor dicho, el que existía entre su alter ego Tía Susana y sus “sobrinitas”, porque en los períodos que no salió la revista Marilú, de todos modos se comunicaba con ellas periódicamente a través de Billiken. ¿Qué era lo que les transmitía? Consejos sobre buenos modales, exhortaciones a ser buenos y piadosos, lecciones de comportamiento que hacían especial énfasis en cómo era correcto vestirse y dirigirse a los demás. Por sobre todo había múltiples referencias a la condición maternal, qué era ser una buena madre (desde no olvidarse
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La conexión alemana
a la muñeca afuera hasta no dejar de ir a la Casa Marilú para adquirir las novedades de verano o de invierno sin las cuales la pequeña coqueta andaría desnuda padeciendo el abandono materno). A través de los cuentos, las historietas, pero sobre todo de aquellas secciones en las que tenía una comunicación directa con ellas, va moldeando el carácter de sus lectoras. Las instrucciones que acompañaban la publicación de los moldes para la ropa de la muñeca, tanto “El Ajuar de Marilú” (en Marilú) como “Marilú se viste” (en Billiken) estaban salpicadas de consejos y exhortaciones hechas en tono cariñoso. También en los apartados dedicados al club, Larguía modelaba las formas de socialibilidad, que regían el mundo alrededor de la muñeca. Al principio para asociarse había que tener un seudónimo y dirigir las cartas directamente a la Editorial Atlántida, que se publicaban en la revista. En los primeros números se iban presentando las socias recientemente admitidas: Francesita, Flor de Ceibo, Copo de Nieve, Viento Fresco, Chochita, Pilunga y Pilinga, Ojitos de Terciopelo, Lagartija, Nomeolvides del Brasil, Bess, Rayito de Luna, eran algunos de los graciosos sobrenombres elegidos. Las niñas que escribían solicitaban intercambiar fotos de actrices, figuritas Nestlé, moldes que les faltaban a la vez que contaban pequeños detalles de sus vidas –como que les gustaban “los sports”, “hablar francés”, “viajar a Europa” o “ir al cinematógrafo”–. Más tarde, la cantidad de niñas que quieren formar parte del club y escribirse con las demás socias hace que sea imposible concentrar el intercambio y se las alienta a escribirse directamente, para lo cual se publican las direcciones de las interesadas. Los textos de Larguía tienen rasgos muy Vigilinianos, como el hecho de dirigirse directamente a las niñas, apelar a su corazón, interpelarlas constantemente ya fuese para dejarles una enseñanza o para venderles un nuevo producto absolutamente “necesario” para su pequeña “hijita”. Entonces, a medida que va creando un mundo de objetos y discursos que articulan costumbres, enseñanzas y valores que condensan un ideal de educación femenina, es que cristaliza un imaginario de niñas hacendosas, piadosas, finas, coquetas, dulces, elegantes y maternales. A través de su personaje las guía, fortalece los vínculos entre ellas, alienta la dedicación a las labores, da consejos; enseña, en definitiva, cómo debe ser y comportarse una mujer. Sus consejos son firmes y persuasivos, están teñidos de piedad cristiana y cierta idea de que una niña debe hacerse respetar a través de su buena presencia, siempre limpia, prolija y discretamente elegante.
Alemania es un buen país para los niños, Bárbara. Ningún país ha comprendido tan bien como Alemania que todos los niños viven en la tierra de los Elfos, y también que todos, hombres y mujeres, cuando éramos pequeños, hemos vivido allí durante un poco del tiempo... También aquí, en mi país, sabemos que todo lo que es muy bueno viene de Alemania. Por ejemplo, casi todos nuestros juguetes vienen de allá. Chesterton. Carta a una niña.2 Entre 1932 y marzo de 1940 –cuando llegó al país la última remesa de Marilú–, la muñeca fue importada desde Alemania, pero el proveedor no fue el mismo. Hasta ahora se han podido reconocer fehacientemente dos proveedores aunque hay indicios de que podría haber habido un tercero. El primer modelo, una muñeca de pasta de cuerpo articulado, de 42 cm., peluca de mohair y ojos de vidrio, fue producido por la reconocida firma Kämmer & Reinhardt. En cambio, a partir de 1936 –desconocemos la fecha exacta pero ha de haber sido entre 1935 y los comienzos de 1936– las muñecas comienzan a ser provistas por otra firma alemana, König & Wernicke. Se desconocen las razones por las cuales se produce el pasaje de una firma a la otra. Por un lado, podría ser que la firma K&W fuese más económica, porque aunque fabricaba muñecas también de excelente calidad era de menor renombre. Por el otro lado, son tristemente conocidas las implicancias que el ascenso del nazismo tuvo en relación con la población alemana de origen judío, como es el caso de K&R. Hay muy pocos modelos de esta firma fechados más allá de 1935.3 Como sea, junto con las muñecas vinieron de Alemania otros objetos, como muebles pequeños y miniaturas, algunas de las cuelas fueron posteriormente producidas en el país replicando tanto los diseños como tratando de mantener la misma calidad y buena factura. Seguramente Alicia Larguía fue eligiendo esos objetos, maravillada ante los stands de las ferias anuales de juguetes. Alemania era un país que conocía bastante bien por tratarse del país de origen de su madre; viajó en varias oportunidades, pasando allá largas temporadas. Fue sin duda en alguna de esas estadías que conoció el trabajo de Käthe Kruse, la célebre creadora de las muñecas del mismo nombre, una mujer hábil e independiente como ella, que había sido capaz de montar su propia empresa en una época en la que los negocios eran una actividad exclusiva de los hombres. Asimismo, la excelencia de las muñecas Käthe Kruse no puede haber pasado desapercibida para Larguía, que se caracterizaba –como hemos señalado– por su buen gusto, su esmero en los detalles y su perfeccionismo. Como testimonio de su deslumbramiento queda
una serie de avisos publicados en Billiken a lo largo de 1936 que muestran a los famosos maniquíes Krüse vestidos con la ropa infantil de Casa Marilú. Se pueden reconocer al menos cinco modelos diferentes de maniquíes que cabe suponer fueron traídos desde Alemania para utilizarlos en la tienda, aunque hasta ahora no lo podemos afirmar con certeza.4 En algunos casos los maniquíes –que tenían el tamaño de un niño– sostienen de sus manos a una Marilú. Tanto el maniquí como la Marilú llevan el mismo modelo de vestido, siguiendo una política usual y característica de la esta casa que ofrecía los mismos diseños para las niñas y para sus muñecas, tanto en vestidos de calle, de fiesta o de carnaval.
Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial las partidas de Marilú se interrumpen y Alicia Larguía decide montar una fábrica para elaborar la muñeca y garantizar la continuidad del negocio. A partir del lanzamiento de la Marilú elaborada en Argentina, y a tono con el nuevo clima de época, la muñeca se va desprendiendo de a poco de su herencia para adquirir una nueva argentinidad, más a tono con su nueva condición. Los trajes especiales para las fiestas patrias, los colores celeste y blanco, las alusiones a la escuela serán una presencia constante en la publicidad. Incluso en las vidrieras de Marilú se montan para las efemérides escenas patrias que llaman la atención de los peatones de la calle Florida. Hasta 1960, en que la muñeca se deja de fabricar, transcurren veinte años que conforme pasan van aumentando el prestigio de la marca. Así como Marilú llegó a tener un hermanito, Bubilay, la Casa Marilú llegó a tener dos sucursales y a requerir del trabajo de unas doscientas costureras, un dato que hubiera impresionado a Borges más de lo que ya estaba de que se pudiera vivir de vender muñecas y vestiditos para muñecas. No sin perplejidad, solía expresar sus cavilaciones al pasar frente a las vidrieras de Marilú cuando caminaba por la calle Florida. La misma perplejidad que solemos tener frente al exhaustivo, espléndido y minucioso vestuario de Marilú o la devoción indeleble que le guardan aquellas que alguna vez fueron llamadas sus “mamitas”.
1 Chartier, A.M. - Hébrard, J. Discursos sobre la lectura (1880-1980). Barcelona, Gedisa, 1998. 2 Alemania es la cuna de la industria juguetera mundial por el impulso y la organización que le proveyó a esta industria desde el siglo XVI (y aun antes). Allí nacieron las grandes producciones de juguetes de madera torneada y el procesamiento de la porcelana que puso a este país a la cabeza de la producción mundial de muñecas luego de 1900. Quizás por eso Tallón llamó a Nuremberg “antigua ciudad de los milagros”. Esta mirada maravillada sobre Alemania que tan concisamente resume Chesterton no podría avanzar más allá de mediados de la década del treinta.
3 Queda pendiente una indagación más exhaustiva sobre este punto. 4 Existen no obstante otras dos posibilidades que podrían explicar la presencia de los maniquíes Krüse en los avisos publicitarios de Casa Marilú y que no pueden soslayarse. La primera es que las fotos hubiesen sido tomadas en Alemania y que la ropa fuese traída luego junto con los maniquíes, lo que parece bastante improbable. Una segunda opción es que estuviesen en el Estudio Fotográfico de Fritz y Franz, dedicado a la fotografía de niños, y que era muy utilizado por Casa Marilú para sus producciones de fotos, quizá por estar ubicado muy cerca, en Florida 589.
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Un final provisorio
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CUMPLEAÑOS INFANTILES EN PELOTEROS
Los lenguajes artísticos en la esfera del no-arte ¿Es posible hablar de lenguajes artísticos en expresiones que pertenecen a la esfera de lo cotidiano? Hay determinadas prácticas, dentro de lo simbólico, que pueden ser analizadas desde un parámetro más amplio que el tradicionalmente asociado a la palabra “arte”. Los festejos de cumpleaños de niños pequeños, por ejemplo,se valen de los lenguajes artísticos para potenciar su sentido ceremonial. por Carina Ferrari*
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uando alguien cumple años, más allá de que se lo festeje o no, se recuerda el día en que vino al mundo. Esta fecha es fundante, marca el inicio de su tiempo concreto en el mundo y año a año, marcará las distintas etapas vitales por las que atravesará. Por eso son tan fuertes las edades terminadas en cero, o las que culturalmente implican un pasaje a la vida adulta como los 15, 18 o 21 años. Existen determinadas costumbres arraigadas socialmente acerca de los cumpleaños; inclusive expresas prohibiciones. Cuando es la fecha de nacimiento de alguien se acostumbra a saludarlo. Saludar al otro y desearle buenaventura implica tenerlo presente. Aunque actualmente se prefieran el celular o el mail, esto no le quita fuerza a lo simbólico, quizá sí una pérdida de aura en los términos de Benjamin, un aumento de la distancia al eliminar lo corporal: ni gestos, ni voces, solo texto; cuya valoración no deja de ser una cuestión cultural. Entre las prohibiciones figuran el saludarlo o festejarlo por anticipado. Se cree que así se corre el riesgo de no llegar vivo a ese día. El festejo de los cumpleaños es una práctica ritual, un sistema codificado de prácticas con ciertas condiciones de lugar y tiempo, con un valor simbólico para los acto-
res y testigos que implica la puesta en juego del cuerpo.1 Implica una creencia en su eficacia, es la secularización de una ceremonia relacionada con lo sobrenatural y es también un acto que se repite, de apariencia estereotipada.2 No por festejarse en peloteros, los cumpleaños de niños pequeños son menos simbólicos. Se basan en rituales antiguos sumados a nuevos elementos, muchas veces impulsados por el mercado, que se van institucionalizando, pasando a formar parte de los momentos que se esperan en la fiesta. En la doble acepción propuesta por Maisonneuve estamos en presencia de una costumbre, un uso. Este proceso colectivo está provisto de “un halo de sentido y de símbolo irreductible a la mera utilidad”3. Se podría denominar ceremonia por cuanto adquiere la forma de una práctica colectiva fuertemente organizada e incluso teatralizada que se refiere al rito fundador, esto es: el nacimiento del niño homenajeado. El festejo de los niños se ve enriquecido por la combinación de música, expresiones corporales, elementos visuales y lingüísticos en una modalidad singular, inscripto dentro de la cultura infantil y en un contexto propicio para tales prácticas. La máxima finalidad es la produc-
*Carina Ferrari (Argentina, 1968) Artista, licenciada en Artes Visuales, docente e investigadora (IUNA). Maestranda en Lenguajes Artísticos Combinados. Expone desde 1987 dibujos, instalaciones, objetos, libros/páginas de artista y poesía experimental.
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LOS LENGUAJES ARTÍSTICOS EN ACCIÓN
ción de sentido para los compañeros y los familiares. Si bien cada festejo tiene su particularidad especial, todos están divididos en diferentes momentos, que tienden a mantenerse más o menos inalterables. Según la definición de Schechner4, entrarían dentro del campo de las conductas humanas performáticas, ya que estas celebraciones permiten que se presenten y re-presenten conductas repetidas. La idea de performance (ya sea en las artes, en la vida cotidiana, la ceremonia, el ritual o el juego) se basa en la repetición y la restauración, aunque ninguna repetición sea exactamente igual a la otra.5 Analizar estas ceremonias, exige dejar de lado los preconceptos. Es necesario tomar distancia y mirar sin juzgar, entendiendo que en las prácticas simbólicas sociales se realizan “negociaciones” y que la actual circulación intercultural genera la hibridación como resultado de su propia dinámica. Por eso, cuando el protagonista entra al salón para apagar las velitas, convertido en su personaje de televisión favorito, no debe considerarse políticamente incorrecto ni valorarlo moralmente. Es en esa entrada al recinto, transmutado en quien desea ser, donde no sólo queda en evidencia lo simbólico, sino donde también se produce la aparición de los lenguajes artísticos con mayor intensidad.
Debido a la formación clásica heredada por la academia, se acostumbra a mirar los hechos artísticos divididos en lenguajes. Las distintas manifestaciones deben compartimentarse para ser comprendidas, siendo más valoradas cuanto más se acerquen a lo que es considerado tradicionalmente artístico. Pero la fiesta en sí es un fenómeno integral y no puede leerse cada hecho por separado. De ahí la dificultad para analizar, por ejemplo, los sonidos generados con el propio cuerpo, que pueden ser ubicados tanto dentro del lenguaje sonoro como corporal. Al analizar el lenguaje visual, se puede hacer primeramente una lectura del espacio. El espacio está dividido en sectores bien definidos y rigurosamente pautados para potenciar la funcionalidad del evento. Algunos espacios se utilizan en algunos momentos y luego está vedado el paso. Se distinguen espacios específicos para niños (del pelotero, de la animación y de la comida), sector adultos y la convergencia de ambos en el momento del apagado de las velitas (indistintamente el sector adultos o niños, que se convierte en el centro del ritual principal). Las paredes pueden ser de un color neutro o estar ambientadas imitando selvas o castillos; pero lo que es común a todos es que tanto los objetos como la ropa de
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los animadores presentan colores intensos remarcando que la fiesta está dirigida a los niños. Esto se debe a que, según nuestras pautas culturales, los colores saturados y contrastantes se consideran alegres y adecuados para las temáticas infantiles. Es de destacar la iluminación, que cambia según el momento de la ceremonia. A veces se apaga, otras se ponen flashes, para manejar el clima general, sobre todo en los momentos de mucho despliegue físico o cuando entran los personajes. La ceremonia va acompañada de un conjunto de conductas corporales. Los niños y los animadores están sentados en el suelo, lo cual genera confianza y distensión. Los animadores dan énfasis a lo que dicen con mímica, inclusive cuando cantan, que luego repiten los chicos. Los padres se ubican en los márgenes, como espectadores, controlando o sacando fotos. Estos lugares no son fijos sino que hay desplazamientos, según el momento del festejo. El lenguaje sonoro se manifiesta por medio de distintas canciones conocidas por los chicos, algunas son de programas de televisión o del jardín. Generalmente bailan y cantan mientras acompañan con gestos, palmas, gritos y zapateos. Estos ruidos, que son producidos por el propio cuerpo, son un ejemplo de interlenguajes. También las arengas hacia el cumpleañero (“pan-che-ro” para que entre y sirva los panchos). El lenguaje oral es lo más importante en la ceremonia. Según Colombres en la celebración del ritual entran en juego ciertas palabras habladas o cantadas, ciertas acciones y hay también un ministro que oficia la ceremonia.6 La palabra es la que va a dirigir las acciones. Las voces que se escuchan pertenecen a los animadores, son los maestros de ceremonias, los que conocen y organizan los momentos del rito. El discurso que utilizan es poético y fantástico, para generar un clima de un tiempo mítico donde todo es posible. De esta manera se logra unir el mundo real de los chicos con el imaginario de los personajes de la televisión. Así es como Barney puede salir de la pantalla para venirlos a visitar o las niñas pueden transformarse en princesas por un día. Son los encargados, también de mantener el orden y el interés. Utilizan para ello un tono que varía entre lo que puede generar curiosidad, con acentuaciones y pausas y otro más amenazante cuando deben lograr escucha atenta. Se valen de modismos utilizados por los niños, con referencias a los programas infantiles y al imaginario de los chicos. A veces hacen chistes dirigidos a los padres, en un código poco comprensible para los niños, de manera cómplice. Un elemento fundamental de la semántica es la utilización de la primera persona del plural “nosotros”
en oposición al “él” cuando se refieren al que cumple años. El “nosotros” va a articular todos los discursos, unificando, aglutinando, congregando y dirigiendo las acciones en relación a ese “él” que es el centro de la ceremonia. Es interesante también analizar la transformación de uno de los animadores y qué es lo que sucede con los niños. El cumpleañero eligió previamente a un personaje para que viniera a visitarlo. Este rol es cubierto por un animador, quien debe dejar su función, para volver a ingresar transmutado en otro. Para lograr que los chicos crean en la transformación, se produce un cambio total del espacio de juego: se apagan las luces y se utilizan recursos de luminotecnia. El animador que quedó a cargo de los chicos cambia el tono y el discurso se torna más poético y metafórico (si es una princesa la que ingresará) o más grave y de arenga (si es un superhéroe). Cuando entra el otro animador, ya no es más quien fue. Su ropa de gimnasia se transformó en un vestido de fiesta o en un traje de látex. Su pelo revuelto ahora luce una corona o lleva una máscara para ocultar su identidad. Su voz tiene una dulzura o una potencia no escuchada antes. Sus movimientos son delicados y cuidadosos o graves y ampulosos. Un aura de magia los envuelve y el tiempo se vuelve eterno. Mientras tanto el otro animador le hace preguntas para conducir los momentos que faltan en la ceremonia. Muchas veces aprovecha que el personaje está limitado en posibilidades de movimiento. Aquí sucede algo particular. En la fiesta se quiebra el tiempo cotidiano y se entra en un tiempo de lo extracotidiano. El festejo del cumpleaños, si bien se repite anualmente, es desde el inicio hasta el final una superposición del tiempo mítico-ritual y el tiempo vital. En el chiste del animador se produce un ir y venir entre el tiempo mítico y el real, se rompe el hechizo. El tiempo mítico se evidencia fuertemente también en la entrada del protagonista al salón para soplar las velitas. No está en el lugar, hace la entrada, mientras se entona la canción de cumpleaños. La misma es una fórmula, palabras sacralizadas, construídas sobre los esquemas de los ritos y que sirven para invocar, imponer, ordenar o descubrir el fin deseado.7 La canción es sencilla y tiene solamente una frase que se repite “que los cumplas feliz”, modificándose solamente el nombre de la persona a quien está dirigido. Esta fórmula se repite a través del tiempo y en todos los idiomas. En ese canto, unidas todas las voces, es cuando confluye la energía colectiva hacia el centro del festejo que es el homenajeado y otorgando sentido a todo el ritual. Es por eso que cuando alguien no canta, se insiste en que lo haga y es cuando se piden los tres deseos.
En los festejos de cumpleaños de los niños pequeños, más que en otros cumpleaños (salvo el de 15 de las adolescentes) se ven en toda su plenitud la combinación de los lenguajes artísticos, imprescindibles para que el rito se pueda llevar a cabo en todo su esplendor. Los padres, al haber trasladado el espacio de festejo de la propia casa a un pelotero, transfieren su lugar de director u oficiante del rito a los animadores del salón de fiestas. En realidad se cede una porción de esa representación. Los padres son en definitiva quienes pagaron el salón y a quienes los organizadores les van explicando los momentos que van a irse sucediendo. El “sacerdote” tiene así un poder cedido por el padre, portador del dinero. Es importante destacar que los cumpleaños de niños tienen un tiempo acotado y pautado de antemano. En el caso de los peloteros esto se ve acentuado porque no hay posibilidades de que se queden más tiempo del estipulado. Los chicos todavía no tienen noción cabal del tiempo medido de los adultos. Muchas veces utilizan los cumpleaños de la familia o las distintas fiestas, como Navidad, para medir las distancias temporales. La fuerza del rito es tal que muchos niños que cumplen años en vacaciones y les festejan dos cumpleaños (uno el día del nacimiento y otro con sus compañeros) creen que cumplieron años dos veces: “Las fiestas que retornan no se llaman así porque se les asigne un lugar en el orden del tiempo; antes bien, ocurre lo contrario: el orden del tiempo se origina en la repetición de las fiestas.”8 El festejo de cumpleaños en peloteros es un fenómeno típicamente urbano y más precisamente, de una ciudad con características de metrópolis como Buenos Aires. En zonas rurales apartadas o con diferentes pautas culturales, la celebración hoy puede transcurrir de manera diferente y festejarlo en un pelotero puede carecer absolutamente de sentido.9
| La palabra es la que va a dirigir las acciones. Las voces que se escuchan pertenecen a los animadores, son los maestros de ceremonias, los que conocen y organizan los momentos del rito. El discurso que utilizan es poético y fantástico, para generar un clima de un tiempo mítico donde todo es posible.|
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A MODO DE CONCLUSIÓN
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1 Maisonneuve, Jean. Las conductas rituales. Nueva Visión, Buenos Aires, 2005, pág.12. 2 Colombres, Adolfo. Teoría transcultural del arte. Hacia un pensamiento visual independiente. Ediciones del Sol, Buenos Aires, 2005, pág.50. 3 Maisonneuve, Jean. Ob.cit., pág.8. 4 Schechner, Richard. Performance. Teoría y prácticas interculturales. Libros del Rojas (UBA), Buenos Aires, 2000, pág.13. 5 Ibid, pág.13. 6 Colombres, Adolfo. Ob.cit., pág.56. 7 Ibid, pág. 56. 8 Gadamer, Hans Georg. La actualidad de lo bello. El arte como juego, símbolo y fiesta. Ediciones Paidós, Barcelona, 1991. 9 Ver además la siguiente bibliografía: Eliade, Mircea. Mito y Realidad. Editorial Labor. Barcelona. 1991. Benjamin, Walter. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Taurus, Madrid, 1973. Escobar, Ticio. Identidades en tránsito. http://acd.ufrj.br/pacc/artelatina/ticio.html. Sousa, Irma. Los lenguajes artísticos en la esfera del “no arte”. XIIº Congreso Latinoamericano de Folklore del MERCOSUR y XVIº Jornadas Nacionales de Folklore. Simposio Lenguajes Combinados y Producción Artística. I.U.N.A.
Fragmentos
ÁLBUM SISTEMÁTICO DE LA INFANCIA Si el Antiedipo, escrito a cuatro manos por Deleuze y Guattari, pretendía socavar la noción de familia, celebrando las máquinas deseantes y esbozando los principios del esquizoanálisis; el Álbum… de René Schérer y Guy Hocquenghem, publicado cuatro años más tarde, desmantela la noción de niño, liberándolo de los aparatos de ortodoncia impuestos por la pedagogía. Junto a ese desmoronamiento, las nociones de “literatura infantil” y su reverso, “literatura para adultos”, también quedan invalidadas. Hecha de retazos de libros, rapsodia de citas, proliferación de ficciones, constelaciones de personajes, los autores montan así una nueva biblioteca.
por René Schérer y Guy Hocquenghem* Selección y traducción de Diego Vecchio
Prospecto
El rapto
Este libro está escrito al margen del Sistema que ha creado la infancia moderna, definiéndola, compartimentándola, haciéndola perdurar en un estado menos de sujeción y coacción que de consentimiento y letargo. Lejos de nosotros, la pretensión de despertarla o dictarle lo que sea. Nuestro proyecto no es político, apenas teórico, esencialmente descriptivo. Descriptivo, no inquisidor. Es por ello que tendremos en cuenta, por principio y al principio, sobre todo a los novelistas, que fueron los que mejor hablaron de la infancia, ya que no buscaron ni explicarla ni guiarla. No nos tienta hacer revelaciones y mucho menos revelaciones sobre la infancia. No buscamos nada detrás de la pantalla, solo queremos deslizar sobre la página algunas imágenes. No para esclarecer su constelación, sino más bien para dejarla en una penumbra propicia. Con la voluntad sistemática de sugerir, evocar. Con la esperanza de que esta propuesta encuentre cómplices.
El niño está hecho para ser raptado, nadie lo duda. Incitan a ello su pequeñez, su fragilidad, su hermosura. Nadie lo duda, comenzando por el mismo niño. En lo más íntimo de los sueños de infancia, siempre centellea la idea fascinante del rapto. Princesa de leyenda, dama apostada en la ventana acechando al caballero errante, aguardando su liberación, paje montado sobre las ancas, presa de saltimbanquis o de un pájaro (« El niño raptado por un ave rapaz », cuento antiguo); en estas figuras lejanas se reconoce a la infancia, jugando a ser a la vez el caballero y el paje, la princesa y el pájaro. El niño es Maldoror y su víctima juvenil; el Rey de los Alisios y el pequeño cuerpo palpitante que el padre lleva consigo, a caballo, galopando. Niños en perpetua espera del flautista de Hamelin, embelesados por su poder demoníaco. Los niños jugaban en los patios El hechicero recorrió las calles hizo sonar su flauta y rápido como un rayo se llevó a cientos de criaturas.1
*Schérer, René-Hocquenghem, Guy. Co-ire, Album systématique de l’enfance. Paris, Recherche N°22, mai 1976. Se reproducen estos fragmentos gracias a la gentileza de René Schérer.
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Siempre, acompañando al niño y al adulto, en estado potencial o como deseo entrañable, la idea de rapto hace tambalear la seguridad cotidiana y se desliza en la tibieza del hogar. Puede convertirse en algo terrible, evocar la sombra de Gilles de Rais o de esos “comprachicos” de la Inglaterra de los Estuardo, a quienes Victor Hugo consagró páginas admirables en El hombre que ríe. Idea temible y atractiva, de doble filo, incompatible. Ya que el rapto es, para el niño, tan temido como deseado. Es deseado por el mismo temor que lo inspira, por el desgarramiento que introduce en la rutina, por la irrupción del extranjero, de un mundo extranjero. ¿Pero por qué el rapto y no el vagabundeo, la fuga, la partida, en apariencia más acordes a la infancia, a su ligera libertad? ¿Por qué el rapto que oscurece y tiñe de angustia lo que en la fuga aparece como promesa de evasión? Nuestra época es indulgente con la fuga, cuyos caminos de vuelta conoce y prepara, pero no perdona el rapto y su irremediable violencia. Y es en esta violencia, por el contrario, donde se nos revela toda su capacidad de seducción. Examinemos este problema con mayor detenimiento. Entre el rapto y la partida, el vagabundeo, la fuga, el viaje, hay un parentesco evidente. Así como no hay rapto estático, sin cambio de lugar, tampoco hay fuga que no se exponga a un rapto posible, ni de viaje digno de este nombre que no se inscriba bajo el signo de un rapto. Una de las novelas más bellas de Stevenson se intitula Kidnapped, raptado, robado, arrobado. Ya que, para hacer el gran viaje a las montañas de Escocia en compañía del nervioso y lunático Alan, al joven David Balfour le hace falta este primer desgarramiento que lo obliga a partir y le evita la retahíla de legitimaciones y lamentaciones. El pequeño Remi, de Sin familia, se va con Vitalis, arrendado (o lo que es lo mismo: arrobado). En El alumno de Henry James, el joven Morgan le suplica a su preceptor que lo rapte: “Tendríamos que irnos e instalarnos no sé donde... Si usted me raptara, me iría como una flecha.” Como una flecha: el rapto es rápido y preciso, en medio de la viscosidad de los compromisos familiares y la lentitud que originan. Está más allá y más acá. En todo caso, al margen de esta red de consentimientos a medias y de reticencias que son el pan cotidiano del hijo de familia y de las cuales no puede escaparse, ni siquiera con la fuga solitaria. Por otro lado, la primera etapa de la fuga, el acontecimiento que la vuelve irreversible y que convierte el impulso en afirmación de sí mismo, siempre es preparada o sancionada por una forma de rapto. Michel, el joven fugitivo de Reincidencia de Tony Duvert, sabe calladamente, al entrar a la cabaña del guarda forestal, que está yendo al encuentro de una violación consentida. De
manera más santurrona, a Raoul, el héroe de El colegial de Madame Guizot, no se le habría ocurrido nunca escaparse, si el ejemplo de Victor no lo hubiera guiado, si no hubiera estado convencido de que lo encontraría en su camino. Incluso cuando el rapto no es inaugural, siempre precede a los encuentros insólitos, escandalosos ante los ojos de la familia y de quienes están enclaustrados en ella. De este modo, el rapto esclarece el vagabundeo y no lo contrario. J. J. Rousseau, quien se toma en serio el paseo solitario, —“viajar por viajar, es errar y ser vagabundo”— termina en lo de Madame de Warens, la bella raptora y devoradora de jóvenes. El rapto impide que la fuga sea una fuga para nada. E inversamente, la fuga solitaria, entre niños o por sí misma, no es más que un rapto fallido. Así, señala su fracaso y vuelve pronto al punto de partida, al hogar. Por esta misma razón, la fuga, que es provocada por el encierro de la infancia en nuestras sociedades, es aceptada y perdonada con mayor facilidad. E incluso se camufla con el equívoco, que regocija a las conciencias biempensantes, de una madurez precoz. Consuela a la imaginación con la ficción de un niño que ya es dueño de sí mismo y de sus aventuras, de un niño que goza de perfecta salud, a quien sólo no se le ha prestado demasiada atención. De hecho, las cosas nunca ocurren de este modo, si es cierto que la tentación de la fuga está originada en la de un rapto primordial: la tentación de un exterior de la familia, de la infinita riqueza de un mundo social y animal y de cosas, por donde vagabundear. El seductor siempre está ahí, da lo mismo que llegue, esté presente en carne y hueso o se lo atisbe a lo lejos. El niño necesita este genio maligno para tener la certeza de su existencia, incluso está dispuesto a someterse a la prueba del Ogro devorador, con tal de que lo libere del envolvente pensamiento familiar, del lento camino pedagógico que se le prepara para tener derecho a existir. Solo la rápida e instantánea captura, el corte transversal en el tejido compacto que lo encierra, produce a la vez el desgarramiento y la liberación. Encuentro revelador de dos obsesiones, cuyo choque expulsa de su caparazón al pequeño inocente bien mimado. Ahí está el escándalo, el peligro. Ahí está, para el niño, el temor acoplado a una deliciosa espera. El único temor sin contrapartida, parece ser, es el de los padres que lo pierden, a quienes el niño es arrebatado. Se dice que no hay crimen más odioso, universalmente más repudiado, unánimemente más condenado, que el rapto de niños. Incluso mucho más que el mismo asesinato. Pero justamente esta puja es esencial. Nos indica donde hay que buscar la aplastante fuerza del rapto, donde está el origen de su amenaza.
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Una novela de infancia
—De todos los oficios del mundo, hay uno solo que me gusta. —¿Qué oficio ? —El de comer, beber, dormir, divertirme, y hacer lo que se me dé la gana de la mañana a la noche. Collodi, Pinocho. A esta primera cita, habría que agregar una serie de citas de novelas y ficciones: de este modo se constituiría lo que llamamos una novela de infancia. Un tejido de ficciones recortadas en una pila de libros. Y libros tanto más fáciles de tijeretear cuanto más perfectamente heterogéneos. Las grandes novelas para adultos —Lolita, El rey de los Alisios, El elegido...—, los libros para niños, los libros usados del mercado de pulgas —El loro verde, El alumno...— , pequeños volúmenes un poco rebuscados como los de Henry James o tal novela corta de Thomas Mann, forman una pila vacilante, una acumulación de libros de placer. Las únicas “referencias”. Referencias apenas, ya que se trata de lecturas seleccionadas por la emoción y no por el sentido. Lo mejor sería componer una novela de novelas, una rapsodia ficticia: solo la Novela, en el amplio sentido de la palabra, nos dice algo sobre... ¿Sobre qué? Estábamos a punto de decir “sobre la infancia”, pero, como pronto descubriremos, la expresión “mundo de la infancia” no es más que una triste categorización utilizada para circunscribir esta proliferación de ficciones. La rapsodia de intuiciones-impresiones que estamos describiendo es anterior al concepto sistemático de la delimitación familio-escolar, llamada infancia. Serie descriptiva de una constelación originaria, novela de una novela: la novela de infancia. Ya se sabe que el logocentrismo pedagógico —el mundo de las ideas y, a la vez, la pedagogía que le da su lugar al niño— instaura el discurso cuya inexistente existencia funda y hace necesaria la neutralización de los afectos infantiles. El inevitable torbellino en que se hunde la literatura teórica sobre la infancia nos recuerda que todos estos ensayos —en el sentido de método pedagógico: ensayo y error— no hacen más que formatear la constitución en negativo del mismo niño, armadura tan vacía como la del Inexistente Caballero de Calvino. Solo la novela nos habla de aquello que fue reducido y vaciado de sustancia en “infancia”, porque solo la novela es autosuficiente, “acontecimiento puro”, como decía un gemelo sin gemelo en la Lógica del sentido, que por otro lado se presenta como “novela lógica”. Hay, nos dicen, una diferencia entre un masoquista y Sacher Masoch. El primero vive en una novela familiar, de la cual intenta
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| La rapsodia de intuiciones-impresiones que estamos describiendo es anterior al concepto sistemático de la delimitación familio-escolar, llamada infancia.|
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| …se olvida que fue en el siglo XIX cuando la novela de infancia sufrió el esfuerzo más importante de codificación y avasallamiento cultural, con los grandes autores anglosajones (Dickens, Kipling, Mark Twain, etc., e incluso Lewis Carroll). | Las pantallas de infancia
efectuar los síntomas, el segundo escribe una novela que es su propia causa. La novela de infancia, cuyos motivos pensamos describir, se distingue de la misma manera del “mundo interior de la infancia” como efectuación de la neurosis familiar. Novela de infancia o infancia novelada fuera de la familia, equivalencia que desde nuestro punto de vista tiene sentido. Advertimos hasta qué punto hay que estar adheridos a los valores familio-escolares para reclamar en nombre de “la verdad” que los niños —se agregará, sin ninguna duda, “los mismísimos niños”— digan la novela de infancia, la cuenten a los grabadores de la sociología. De este modo, pasamos de lo que es contado al derecho de contarlo de quien cuenta. Remitir la novela de infancia al sujeto de supuesto saber, confundir el soporte impuesto por la construcción familiar con el flujo coloreado que lo atraviesa: esto es lo que nos imponen con las “encuestas”. Pero entonces, si sólo el niño puede contar la infancia, tenemos que admitir: Que el corte niño-adulto resulta evidente en cada uno de nosotros, en tanto “olvido de infancia”, que sigue existiendo a solo título de inconsciente. Se pretende que nadie puede vivir más de una infancia y esto es lo que nos parece cada vez más contestable. “No es más sorprendente nacer dos veces que una.” Adoptamos esta fórmula fenixiana de la Princesa Bibesco. Que la infancia es ese conjunto de atributos y de proyecciones de la mirada panóptica, simple objeto de estudio y obstáculo al devenir-adulto. Que aún nos incumbe la gran Diferencia pedagógica y familiar entre lo real y la ficción. Lo necesariamente insignificante de la novela es de la misma naturaleza que lo que se llama en la obra de Freud “recuerdo encubridor” o “recuerdo pantalla”. Pero sólo nos interesa la pantalla y no lo que hay detrás. Nos obstinaremos en considerar las imágenes que se manifiestan, tal como se manifiestan, en su riqueza anecdótica e insignificante, lejos de la forma exangüe del recuerdo de infancia. Los discursos de experiencias sometidas al niño nos impiden las colisiones transversales de cuyo valor somos conscientes. Las “experiencias vividas” no son más que la consolidación subjetiva e involuntaria de un discurso sobre el niño —tantos otros síntomas.
Al hacer del niño-animal un devenir hombre como Kipling, o del devenir-muñeco un devenir-alumno como Collodi, se le prepara el terreno al escuetismo, a la antropomorfización disneywaltiana: poner orden en las transmutaciones salvajes sometiéndolas al molde simbólico. Se habla muy a menudo del papel desempeñado por Freud como guardián-descubridor del inconscienteinfancia, pero se olvida que fue en el siglo XIX cuando la novela de infancia sufrió el esfuerzo más importante de codificación y avasallamiento cultural, con los grandes autores anglosajones (Dickens, Kipling, Mark Twain, etc., e incluso Lewis Carroll). A la familiarización de la libido por el psicoanálisis, hay que añadir la creación en esta misma época de «mundos de infancia» subordinados a géneros literarios y culturales. Hasta puede ser que esta última preceda a la primera. Alicia, arquetipo de la niña perversa, Mowgli el pequeño policía de la selva y los otros arquetipos tergiversaron la energía creadora de la novela de infancia. Sin este trabajo preliminar, al descubrimiento teórico del inconsciente infantil le hubieran faltado considerablemente materiales fantasmáticos. La transformación de la “literatura para niños”, relativamente protegida hasta entonces por su carácter oral o menor, en género literario como cualquier otro, encuentra su complemento en el desarrollo del “recuerdo de infancia”, en la literatura adulta, como receta novelesca. La novela de infancia, tal como la estamos describiendo, no puede ser un conjunto literario, salido de la pluma de aquellos grandes creadores decimonónicos, los autores para niños. Esto equivaldría a hacer un estudio sobre la cultura de niños o las novelas para niños. Afirmamos, por el contrario, que lo que llamamos novela de infancia se encuentra en estado disperso, tanto en la literatura para adultos como en aquella destinada a los niños, dado que las dos etiquetas segregativas y complementarias que le fueron impuestas tendieron a desrealizarla, a cortarla de su tejido viviente, a convertir el presente intemporal en pasado familiar y cuentito infantil. La evidencia de las transmutaciones se escinde entre las significaciones educativas y la decepción que provoca su imposible realización. Por otro lado, es inútil examinar nuestra pila de libros
Sincronía y miniatura
para distinguir los buenos de los malos, los sumisos de los creativos. Los lugares donde se produce esta lucha por el avasallamiento son fragmentarios por definición, de un extremo al otro de los “géneros literarios”, de un “estilo” a otro “estilo”. Esta atomización le permite escapar al pulpo de la pedagogía. Dos ejemplos: al principio, el texto de Collodi fue escrito, afortunadamente, en forma de folletín para un periódico infantil, serie de episodios cuyos lazos se van atenuando a lo largo del relato. El hada de cabellos azules (pensamos en El niño de cabellos verdes de L. Losey) es, o bien la hermana mágica y enamorada, o bien la conciencia materna. En cuanto a la transformación del asno, hasta hay contradicción de una entrega a otra. Tal animal, por ejemplo, la horrible serpiente, recorre por un breve instante el relato sin llegar a adquirir un valor simbólico. Es como si Collodi no pudiera someter a sus intenciones moralizadoras más que a los seres cuya significación perdura a lo largo de varios episodios (el Grillo, por ejemplo). La pobre Alicia también, disecada por el psicoanálisis, no conservó mucho de su fantasía original. El joven Edwin Mullhouse2 indica una manera interesante, para la novela de infancia, de repropiación del relato carrolliano: escribe dos cuentos, de los cuales, desgraciadamente, solo subsiste el resumen. En uno, Alicia le cuenta a su hermana la historia del conejo blanco y ésta intenta seguir hasta su madriguera al primer conejo que ve y se queda atascada, y embadurnada de tierra, en la entrada del agujero. En el otro, toda la historia de Alicia termina siendo un sueño de un lirón soñoliento. Desfiguración de la literatura que, en el segundo caso, reestablece la extrañeza original del género fantástico animal, y en el primero, vuelve ridículo el adocenamiento pedagógico de la historia de Alicia. Esto no impide que, a pesar de que no se trate de literatura, encontremos todo esto en los libros. ¿La novela para niños está en los libros? Repitámoslo: preferimos la novela escrita a los relatos de experiencias subjetivas, contadas por el niño. “Pasar de la superficie física donde se producen los síntomas... a la superficie... donde se producen los acontecimientos puros, pasar de la pausa de los síntomas a la casi-causa de la obra, es el objeto de la novela como obra y lo que la distingue de la novela familiar” escribe Deleuze a propósito de Lewis Carroll.
La biografía de Edwin Mullhouse se despega constantemente de la relatividad del correr del tiempo. En Edwin no hay ninguna evolución o progresión, y su biógrafo explica que no se trata de seguir las pistas desconcertantes de vagos recuerdos de infancia, sino de coleccionar minuciosamente los más mínimos hechos y gestos del héroe, como los regalos sorpresa de las cajas de jabón en polvo o las imágenes en los envoltorios de los chicles. Desde el primer día, Edwin ya posee todos sus atributos, poeta totalmente conciente, acróbata verbal en el farfullo infantil. La increíble precisión de las páginas consagradas a la “primera infancia” –de la cual, según Freud, no nos queda ningún recuerdo– pone en valor una contemporaneidad de todos los instantes. Rechazo de evolución, sobre la cual Edwin reflexiona a veces, presencia absoluta de la pantalla, la película brillante en que se inscribe el más mínimo objeto, pantalla de dibujo animado, recuerdo-pantalla en sentido estricto, no interpretable. “La memoria no es más que una forma de imaginación”, explica Edwin, del mismo modo que el mundo no es más que un dibujo animado. Sobre la pantalla aparecen diminutos personajes. “El niño –escribe Ariès sobre la representación del niño en la Edad Media bajo la forma de un cuerpo humano en miniatura–, el niño es un enano, pero un enano que tiene la garantía de no se quedará enano, salvo en caso de sortilegio.” Invocamos el caso de sortilegio, que preferimos al caso psiquiátrico. Se establece una pasarela hacia la posibilidad de ser miniatura, de seguir siendo una miniatura y no esbozo. Detalle, miniatura, los motivos más fascinantes y divertidos son los más minúsculos. Tener miedo a no crecer y someterse no obstante a la decepción de crecer, la elección es bastante limitada. Al crecer, los motivos se convierten en arquetipos y la multiplicidad yuxtapuesta, en unidad del devenir. Hay uno que crece, uno que se vuelve yo. 1 Achim von Arnim. Des Knaben Wunderhorn, Berlin, 1805 (El cuerno encantado —la cornicopia— del niño). 2 NdT : Edwin Mullhouse es un escritor-niño que muere prematuramente hacia los doce años, dejando, entre otros escritos, una obra inacabada e inédita, intitulada Cartoons, protagonista de la novela de Steven Millhauser, The Life and Death of an American Writer 1943-1954, publicada en 1972.
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| “El niño –escribe Ariès sobre la representación del niño en la Edad Media bajo la forma de un cuerpo humano en miniatura–, el niño es un enano, pero un enano que tiene la garantía de que no se quedará enano, salvo en caso de sortilegio.” |
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OLGA OROZCO
La infancia que no cesa Con sus perturbadores jardines, sus hallazgos deslumbrantes y sus niñas heroínas, los dos libros en prosa escritos por la poeta argentina abrevan en el relato maravilloso para encontrar allí el doble pliegue misterioso de la vida. Por Maria Rosa Lojo* *María Rosa Lojo. Escritora. Investigadora Principal del CONICET- Universidad de Buenos Aires, Universidad del Salvador (Argentina). Publicó, entre otros libros: La Princesa federal, La pasión de los nómades, Árbol de familia y Bosque de ojos.
“…mi infancia comenzó en Toay, en La Pampa, y te digo que comenzó porque no ha terminado. Siguió creciendo conmigo y ha estado siempre latente, en todas mis edades, con su carga de terrores, de asombros y de misterios.” 1 Olga Orozco
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L
a infancia es el ámbito específico de los dos libros en prosa escritos por Olga Orozco: La oscuridad es otro sol (1967) y También la luz es un abismo (1995).2 Jamás se exilió la autora de esa única y verdadera patria, según Rainer Maria Rilke: un poeta especialmente significativo para ella y para todos los poetas de su generación. A la manera de un alfa y un omega, estos volúmenes están separados por casi tres décadas. El segundo vuelve sobre hechos y personas que ya habían aparecido en el relato anterior y añade otros episodios. Si bien en ambos hay un desdoblamiento del yo autobiográfico en el yo infantil (Lía) y la misma narradora que lo recuerda y maneja los hilos de la memoria, en el segundo texto suele existir una mayor instancia de explicitación con respecto a la experiencia de la niña. También la luz es un abismo (TLA), sin anular en modo alguno la dimensión trascendente de lo cotidiano, refuerza las amarras concretas en el mundo habitual desde la perspectiva adulta: así, por ejemplo, en “Feliz Nochebuena” se aclara que el segundo Papá Noel que se presenta inopinadamente en la fiesta es “Nanni, el delirante huésped de la abuela, el cantor frustrado que vivía en el altillo de nuestro granero” (TLA, 153); la temible bruja María Teo (imaginada por Lía como la lechuza que vuela de noche repartiendo males, en La oscuridad es otro sol) retorna en el segundo libro también en su faz diurna de vecina con la que se intercambian dulces, aunque no dejen de marcarse sus aspectos siniestros a través de las muñecas con espinas clavadas que tiene “trabajando” –según su sobrina Cora– para el bien, y según Lía para dañar a las personas que representan. Es en estos textos donde se despliega nítidamente la isotopía del viaje3 ligada en forma directa al relato maravilloso, cuento de hadas con sus hallazgos deslumbrantes y sus peligros, donde la heroína es una niña, y donde los personajes viven por lo menos dos vidas: una que podríamos denominar “de superficie” y otra en un plano simbólico profundo en el que cumplen otros papeles (los que ellos sueñan y la sociedad les niega, pero que la niña no trepida en concederles). La relativización de los opuestos signa la historia narrada, cuya figura retórica más alta, presente en ambos títulos, es el oxímoron: “Cae sobre mi rostro en un remolino lento, que me aspira hacia arriba, desde allá, desde siempre, donde la oscuridad es otro sol, y me trae hasta acá, hasta ahora, donde también la luz es un abismo.” (TLA, 15). Luz/oscuridad, abajo/arriba, estar/andar, quedarse/irse, aparecer/desaparecer, yo/otros, sueño/vigilia, ir/ venir, visión/ceguera, ascensión/caída, se muestran como las dos caras de una misma moneda en un recorrido que despliega el tiempo en la dimensión del espacio. Como en El tiempo y los Conway (1937), de J.B. Priestley4, se juega con la idea de que la vida es una serie de “cuadros” por los que nos vamos trasladando sobre una línea inexorable (la cinta, la rueda de fuego) de la que no es posible apartarse, aunque a veces la intuición visionaria permita vislumbrar con anticipación las escenas de un cuadro al que aún no hemos llegado. El significado de esos cuadros, cargados de ambiguas presencias y de presagios, donde todo es y no es lo que parece, es lo que se irá develando a la niña en el decurso de su existencia entera, sin que la aproximación al final consiga agotar en modo alguno la pregnancia de esa carga simbólica. La dominante tonal de las dos narraciones es el extrañamiento: lo más cotidiano, lo más conocido, empezando por el propio cuerpo y por la propia casa, se muestran bajo una faz insólita, perturbadora, inquietante, sorprendente. La casa, centro del mundo, cruje y se balancea por las noches, está impregnada de fantasmas, echa a “andar como un navío llevándonos hasta los lugares más lejanos y secretos, a través de todos los peligros y las temperaturas” (TLA, 228). El cuerpo es el enemigo que incuba la muerte, y del que no se puede salir; un yo inestable, frágil, vaga, incómodo, dentro de él (“se con-
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Míticos y marginales, cotidianos y fabulosos
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trae, se achica, circula por mi cuerpo como por un territorio deshabitado”, LOS, 140). La niña está “incrustada dentro del organismo como adentro de una bolsa con costuras que no puedo encontrar, con puntadas que no tienen revés” (LOS, 55). Incapaz de trasponer las fronteras corporales, su única posibilidad es seguir cayendo en lo abismal de la interioridad, hacia el fondo escondido donde probablemente “hay un jardín”. Frente a lo extraño del mundo y de la identidad fluctuante, los sentimientos que priman son la fascinación y el temor. La fascinación impele a enfrentarse al peligro, siempre atrayente por su escondido núcleo de misterio. Pero el miedo acompaña los pasos infantiles en espacios que se deforman y se agigantan, y que muchas veces han de ser recorridos forzosamente a oscuras. La heroína pertenece a una asociación secreta de pequeños espías, y como tal es sometida a pruebas, diferenciadas según el género sexual. Ellas deben probar su valor de otra manera, lo que marca, desde la perspectiva de la narradora, una diferencia axiológica entre clases de heroísmo. Los varones conquistan “trofeos de coraje masculino” (el florero de una tumba, unos gansos robados): “insignias del delito logradas por profanaciones, violencia, estafa, burla y violación” (LOS, 51), en rituales que anticipan una de las revelaciones amargas de la infancia: “He empezado a aprender que el mundo entero es una oculta cacería” (TLA, 78). Las niñas, en cambio, quedan liberadas “de maldades heroicas y de glorias”, pero se las condena a una experiencia quizá más difícil, que tiene que ver con “la ceguera, la adivinación aproximada, el conocimiento a tientas” (LOS, 51). La charada infantil se vuelve así un símbolo eficaz para toda estrategia de conocimiento poético-metafísico (“ahora vemos por espejo, oscuramente, pero entonces veremos cara a cara”, en el versículo de San Pablo, I Corintios, 13, 12), y una de estas experiencias (el encierro de Lía en la bolsa, mientras espera que Mariana la descubra) se erige en paradigma o modelo metafórico del agónico encierro en el cuerpo, a merced de la oscuridad y de lo informe: “me sentiré como Jonás dentro de la ballena: un oscuro organismo dentro de otro organismo que solamente late y anonada y filtra en sus vísceras innominadas toda la fe, toda la esperanza y todas las razones, hasta lograr el vacío en que floto, la absurda inanidad de todas las cosas a las que me quiero asir, la suspensión indefinida del tiempo en el que me empeño en permanecer. Estoy suspendida en ese vaciado de la existencia y ni siquiera me siento destinada a la muerte.” A lo largo del angustiante encierro únicamente la sostiene la memoria de un jardín, en que se trasluce el perdido Jardín del Paraíso: “un resto de memoria insistente y sin sentido, mientras sigo cayendo: ‘En el fondo hay un jardín. En el fondo hay un jardín. En el fondo hay un jardín.’ ¿Será esto lo que vine a explorar?” (LOS, 55).
Otros personajes secundan a la heroína de este largo cuento: presencias extravagantes, en los bordes del mundo real y el mundo soñado, fluctuantes entre la lucidez y la locura. Marginales sociales también, fuera del ámbito del trabajo y de la respetabilidad, cada uno de ellos vive por lo menos dos vidas, en dos planos: el que todos ven, donde cumplen el papel de pordioseros más o menos locos, o el invisible pero asumido y actuado como verdadero: la otra historia que todos creen protagonizar, donde son estrellas del espectáculo, reinas o, incluso protagonizan una historia sagrada. El “Caballero del Bosque”, Nanni, que todos los días emula en el granero a los pájaros cantores, vive en permanente conflicto identitario, rememorando su rivalidad con un tenor exitoso que supuestamente ha usurpado no sólo el papel que a él le correspondía interpretar, sino su personalidad. Guarda un viejo recorte de diario con la fotografía de una función de aficionados en Viareggio. Nanni ha pintado su propia cara en la del intérprete principal, y ha “borrado despiadadamente el anonimato de otra cara”, la suya propia, relegada al papel de mera comparsa. (LOS, 37) Para la visión de Nanni, Lía y Laura son las “principinas” de un reino que gobierna la “reina madre” (dispensadora del granero donde vive). Los hechos ordinarios se transforman, desde su óptica, en las peripecias de una historia fabulosa. Su debilidad es el afán de protagonismo. Por eso intenta reemplazar a Papá Noel, representado por Daniel, el cuñado de Lía, en la fiesta de Nochebuena. A pesar de su aspecto estrafalario y del traje de papel, desgarrado en la disputa con quien considera un farsante que lo ha despojado de este otro rol, las niñas lo eligen como al Papá Noel verdadero, el que traerá los auténticos regalos. La ira se aplaca, finalmente, en el brindis compartido. Otra marginal es la mendiga que se presenta como “la Lora”. Su nombre en el mundo “real” es Clementina Domínguez; su historia, una tragedia de pasiones en un medio campesino: su marido ha intentado matar a su propio hermano, al descubrir que tenía amores con ella. Huye después de herirlo, y también desaparece el agredido en cuanto se repone. Clementina tiene un niño sin padre, y queda sola. Pero interpreta a su manera los hechos vividos, transportándolos a una clave bíblica. Así, ella se considera la Virgen María, implicada en una lucha entre Caín y Abel, por culpa “del fruto de su vientre”. Se cree acechada por el demonio y acude a la abuela en busca de protección, pero el demonio es sólo el negro Eleuterio, vigilante instalado en una casilla, al lado de la cueva donde Clementina vive con su hijo. En el fondo, la locura de la Lora traduce a sus propios términos la convicción metafísica que atraviesa toda la poética de Orozco: “No puede comprender que la His-
| Estos personajes desquiciados, justamente porque han “salido de quicio”, porque han dejado su marco, como una puerta suelta, sin goznes, pura abertura, pueden saltar con mayor facilidad hacia otro plano simbólico, recolocando y reinterpretando las ruinas de sus vidas en una dimensión narrativa estética (Nanni), maravillosa (la Reina Genoveva) o sobrenatural/sagrada (la Lora), que vuelve a darles el sentido que perdieron.. |
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toria Sagrada no sea la de todos, o cree que cada uno tiene dos: la sagrada y la otra.” (LOS, 85) La Reina Genoveva es también una mujer abandonada. La presentación del personaje resulta elaborada y desconcertante. Aparece en la memoria como una muñeca conservada en una caja de hielo y alcanfor. Es un juguete, y es también una muerta en vida, sepultada por Dios bajo la nieve. En su antigua “vida real” ha sido seducida, bajo promesa de matrimonio, por un ingeniero francés. El seductor se marcha y la deja sola, con una niña ilegítima que pronto muere. Queda fijada en ese momento y a partir de allí, el tiempo cesa para ella de transcurrir. Aparece como un fantasma en las vidas de los demás, vestida con viejas galas que nunca se quita, y también traspone su desdicha en otra clave: la de un cuento feérico: “El Rey Malvavisco había partido en un barco, la Princesa Delgadina había desaparecido, y ella no sabía regresar a su castillo.” (LOS, 108) Genoveva, “muerta viva” irradia una inquietante ambigüedad. Ha sufrido el mal, pero también lo inflige a los demás. Proyecta sobre Lía “sus propias malicias, sus delirios y sus intenciones aviesas” (110). La niña, asustada, llora, y entonces Genoveva le hace un extraño regalo: una bolita de alcanfor, donde se esconde –dice— un ojo que llorará por ella. Lía terminará desprendiéndose del ojo que le parece un ser autónomo y siniestro5, capaz de obrar por su cuenta y robarle sus propias lágrimas. Estos personajes desquiciados, justamente porque han “salido de quicio”, porque han dejado su marco, como una puerta suelta, sin goznes, pura abertura, pueden saltar con mayor facilidad hacia otro plano simbólico, recolocando y reinterpretando las ruinas de sus vidas en una dimensión narrativa estética (Nanni), maravillosa (la Reina Genoveva) o sobrenatural/sagrada (la Lora), que vuelve a darles el sentido que perdieron. Ellos ejemplifican desde el borde, desde el extremo, la avidez de todos los seres humanos por dibujar con sus existencias efímeras una historia que merezca ser vivida y recordada. La ruina acaece cuando dejan de funcionar los patrones protectores del mito y el cuento feérico y la existencia se desintegra en el sinsentido: “En menudos fragmentos cayó como el granizo rebelde nuestra historia/…/ Fue imposible rehacer ese relato, disputarlo a la arena/…/Se perdió todo el oro junto con los pedazos del hechizo,/las brillantes escenas que un día encandilaron a las constelaciones del amor,/ a los protagonistas ejemplares del mito.” (Con esta boca, en este mundo, 39)
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| La niña imagina que cada ser tiene un doble en el revés del mundo. El yo no desaparece sino que se desdobla. Lejos de la autonomía, depende del otro, que, en el punto opuesto del otro hemisferio, lo sostiene sobre el planeta. |
Otros juegos peligrosos
La identidad inestable obsesiona a la pequeña Lía que lleva esta condición lábil al extremo, practicando otros juegos peligrosos. Uno de ellos es el de hacerse invisible. Consiste en “aspirar” hacia adentro el yo exterior y luego expelerlo, transformado en “una ráfaga de tonos variables –azul, rojo, gris, blanco— que se combinan en caprichosas figuras sin relieve” (LOS, 159). Así transmutada en ráfaga errante, transparente y “confundida con la atmósfera”, Lía se transporta por otros espacios, pasa a través de “bodas, funerales, consejos de familia”. Luego se reabsorbe y vuelve a aparecer, recobrada ya la forma primitiva, “en un sitio lejano”, “lejos de todas las miradas” (159). Otro juego es un “jugar a ser otra” que implica en realidad, “volver a ser la misma”. Se trata de recuperar personalidades de vidas anteriores. Heroínas como Matrika Doléesa, una reina salvaje, primitiva, o como Griska Soledama “triste huérfana para todas las pruebas de desplazamiento en la intemperie” (LOS, 162), o Darvantara Sarolam, “que une todos los nombres, todos los hilos del destino en un carruaje cuyas ruedas son dos soles.”. Imágenes que remiten a Los juegos peligrosos (JP, 1962), en el poema “Para ser otra”. Los riesgos de ambas operaciones son enormes. Alguien pudo haber tropezado con la niña invisible, en forma de tapiz “colgado de algún árbol o extendido sobre una pared”, y haberla destruido sin saber que era un crimen, apunta Lía. El segundo juego requiere primero la pulverización del yo mediante la reiteración insistente del propio nombre. Convertido así en una pequeña nuez, el yo está listo para que se le aplique un golpe seco y preciso que lo anula definitivamente. En la segunda etapa, la niña, transformada en Nadie, se coloca frente
al espejo, esperando el trabajoso surgimiento de un nombre (de un yo) anterior. En los dos casos, el yo de superficie puede haber sido dañado o mutilado por la travesía, de tal modo que retorna aún más vulnerable, más expuesto a desintegraciones e invasiones: “creo que hubo algún error, algún trueque involuntario producido por mi apresuramiento al oír unos pasos sorpresivos; pero más frecuentemente siento que el primer yo –es decir, el último– no regresó intacto alguna vez, que hubo un descuido, una grieta que siguió permitiendo la irrupción de cualquiera, por sorpresa, cuando menos lo pienso.” (LOS, 162) El descenso o incursión de la heroína en un “trasmundo” no la lleva a un plano posterior a la muerte sino a uno anterior a la vida. Regresa al punto inicial, pero no necesariamente fortificada, sino acaso, deteriorada. Su viaje fantasmático le depara un nuevo conocimiento pero también nuevas incertidumbres. El último juego es el de los antípodas6. La niña imagina que cada ser tiene un doble en el revés del mundo. El yo no desaparece sino que se desdobla. Lejos de la autonomía, depende del otro, que, en el punto opuesto del otro hemisferio, lo sostiene sobre el planeta “gracias a la mutua fuerza de atracción que opera sobre nuestros cuerpos y que podría dibujarse en una línea que va desde sus talones a los míos –y viceversa– pasando sobre el centro de la tierra” (163). Nada más paradójico que la mutua dependencia de los antípodas, perfectamente complementarios, que no pueden moverse sin que el par repita, del lado inverso, sus movimientos, pero que están destinados a no encontrarse nunca, aunque podrían ser los amantes ideales, la perfecta figura de la Unidad.
El mal se hace presente en los libros de prosa a través de las insidias, las conspiraciones, las traiciones de los amigos/enemigos, o de los hechizos de María Teo, la bruja del pueblo. En su expresión culminante asume las formas de la muerte y del crimen. La muerte (en particular las de la madre y del hermano en La oscuridad es otro sol) como despedida desgarradora rumbo a otra existencia sospechada y lejana. O el crimen, que recae sobre los más indefensos: la mujer y los niños del “asesino irreprochable”, o el supuesto “hombre de la bolsa” que resulta ser un viejo marginal (polizonte o linyera) que se ha lanzado desde un tren de carga. La mancha roja formada por la sangre que emana de su cabeza atrae a Lía, exploradora del campo de girasoles donde el muerto (o el asesinado) yace (LOS, 65-78). También es el peligro que acecha al hombre puro. Cuando su padre, jefe político, recibe un “regalo” mafioso (el canario muerto dentro de una caja de cartón), Lía verá durante toda la semana “otra mancha roja, circular, del tamaño de la luna”, proyectada sobre la pared, hasta que una mañana se convierte en realidad: “brillante y perversa, derramada sobre el umbral: una advertencia sangrienta, un presagio en cuyos reflejos peligrosos los mayores leyeron un mensaje político y la aguda mirada de papá debe de haber descifrado nombres y apellidos.” (TLA, 120). Pero la más intensa imagen de la muerte de un inocente se alcanza en el episodio de la cacería. Daniel, futuro cuñado de Lía y de Laura (y también futuro Papá Noel en la fiesta navideña) va con las niñas al bosque. La escena ocurre en “un claro del bosque”, lugar clave, sagrado, a menudo ominoso en la tradición simbólica universal7 y en los cuentos de hadas, donde suceden los prodigios, los buenos y los malos. En un claro del bosque se reúnen los demonios, aparecen los engendros, graznan las brujas, o está sentado, esperando, ¿esperándome?, el príncipe que embellece la luna. Pasa el pájaro negro, pasa el pájaro blanco, se entrecruzan los hilos de todos los senderos y se forma el apretado nudo del destino. (TLA, 69) La entidad maléfica del bosque es el pájaro (o pajarraco) negro “que atrae a quien se interna por la espesura y lo arrastra y lo lleva… cada vez más lejos, hasta que ya no encuentra la salida y no puede volver” (70). Pero no es esta criatura fabulosa la que se presenta, y Daniel de todos modos quiere una presa. Aunque Lía desvía el cañón del rifle para que no mate a un inocente, la muerte se produce: cae una torcaza que estaba posada entre las ramas. Laura entierra a la víctima con la promesa de que resucitará. Y el episodio, en efecto, no acaba aquí. Lía continúa hostigada por la culpa, si bien la abuela intenta convencerla de que todo se ha debido
a “la casualidad”, aunque esa “casualidad” es vista por Lía, adulta, como una forma misteriosa de la fatalidad que de todos modos, aun desde las mejores intenciones, seguirá produciendo en su vida víctimas inocentes o indeseadas (“ella no sabe que me encerrarán con él a solas, muchas veces más”, 99). Así, en clave de cacería es visto por Orozco (“Escena de caza”8) el porvenir humano acechado por el tiempo, acaso porque toda vida humana termina en tragedia, o porque su fin es siempre, como dijera Simone de Beauvoir, una violencia indebida.9 La anunciada resurrección, en cambio, tiene lugar. A la mañana siguiente, sobre el muñeco de nieve que ha quedado sin cabeza, Lía ve exactamente la misma paloma muerta. La abuela interpreta, de inmediato, que se ha purificado, sumergida en la nieve, para resucitar después desde el muñeco. (105) La inmolación de la inocente reencuentra de esta manera un sentido. La paloma se reconstruye en otra vida, al menos para la niña. La mujer adulta sabe bien que “no se resucita aquí ni allá. Se resucita Más Allá” (105), y que ese acceso se halla vedado. La escena se asocia con otras de La oscuridad es otro sol, donde la Lora cree haber presenciado la “angelización” de una gallina decapitada por la cocinera, cuando el ave asciende por el aire en un último vuelo del cuerpo sin cabeza. Lo que dice la Lora desde la locura: “¡El Espíritu Santo está con nosotros! ¡Los tiempos han llegado!” (LOS, 90), y que los demás decodifican en clave paródica, responde, sin embargo, a un sentido escatológico profundo, asociado con las transmutaciones de la poesía y su meta final, el “verbo sagrado” del Espíritu que se vislumbra y que se niega (“no te pronunciaré jamás, verbo sagrado…” CBM, 9). Todo el episodio de la cacería posee fuertes connotaciones cristianas. Es posible que reverberen aquí, incluso, ecos de leyendas hagiográficas. A menudo se nombran santos en todo el relato, y la narradora demuestra conocer la historia de San Huberto (o Humberto), patrono de los cazadores (TLA, 74-75), que abandona su obsesión cinegética cuando se le aparece un ciervo fabuloso con la cruz de Cristo inscripta en la frente. No sería difícil que hubiera pensado en algunos otros santos mártires cuya alma subió a los cielos en forma de paloma10: Policarpo, Escolástica, Justa, Eulalia, ésta última una doncella de Barcelona, cruelmente degollada por un tirano, cuyo cuerpo –como el de la torcaza de Lía— fue “cubierto de nieve”.11 En estas historias de santos, con sus inevitables portentos y milagros, convergen de manera particular las dos vertientes simbólicas de la poética orozquiana, las dos formas de lo sobrenatural: lo maravilloso propio del cuento de hadas, y la historia sagrada; ambos también son tipos de relatos que suelen narrarse especialmente a los niños apelando, desde la fantasía, a una cierta y universal ejemplaridad.
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Crimen y sacrificio
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Épica femenina en busca de la Totalidad
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Dentro de las variantes de la aventura heroica, la poética de Orozco se aproxima a aquellas que transitan por los caminos iniciáticos, por las zonas ocultas del conocimiento. Son las sendas apartadas, propias de los ascetas y los visionarios que reciben como recompensa secreta la superación de lo fragmentario, el acceso a lo absoluto, la comunión con la Totalidad: “La esencia de uno mismo y la esencia del mundo son una sola. De aquí que la separación, el aislamiento, ya no sean necesarios. Por dondequiera que vaya el héroe y cualquier cosa que haga, siempre está en presencia de su propia esencia, porque ha perfeccionado sus ojos para ver. No hay aislamiento. Así como el camino de la participación social puede llevar a la realización del Todo en el individuo, así el exilio trae al héroe al Yo en todo.”12 En la visión de Orozco cada uno puede y debe convertirse en agente activo e instrumento de este proceso por el cual Dios mismo, se (re) construye y se reintegra a su Ser completo. Cumple así el secreto propósito de un Creador que se ha desdoblado en sus creaturas, acaso para purgarse del mal y del sufrimiento, y que aspira a rehacerse, en ellas y con ellas, a través de un trabajoso periplo de (auto) conocimiento y purificación: “Tal vez pueda volver entonces a recuperar su unidad, mejorada” (LOS, 158), “Despierto en cada sueño con el sueño con que Alguien sueña el mundo./ Es víspera de Dios./ Está uniendo en nosotros sus pedazos.” (JP, OC 1985, 125) Esta búsqueda metafísico-religiosa se vincula en Orozco con las búsquedas románticas, surrealistas y en alguna medida, simbolistas: el conocimiento por la vía nocturna y secreta, la lectura de los misteriosos indicios en el libro del mundo, la correspondencia de Naturaleza, Arte y Alma, de microcosmos y macrocosmos, la aspiración al point absolu del surrealismo, donde coinciden los opuestos, o donde es posible trascenderlos, la videncia poética que permite acceder a lo desconocido, aunque el precio sea la disociación del Yo y el desorden de los sentidos.13 Como otros poetas inscritos en estos movimientos, Orozco trabaja desde los símbolos de la tradición universal, apela a la imaginería de la mantiké (la adivinación en sus diversas formas), invoca rituales mágicos y procesos alquímicos, mezclados con los ecos de saberes cabalísticos y gnósticos, que se recortan sobre un fondo cristiano. Pero la propuesta orozquiana implica una particular originalidad con respecto a estos buscadores de absoluto. Toda ella emerge de un largo cuento de hadas vivido –no meramente narrado–, como forma matriz de la experiencia, como aventura constructora del yo empírico y del yo
poético, en una infancia que nunca deja de transcurrir. Lejos de lo naïf, en las antípodas del cliché, el inquietante mundo que Orozco despliega, por un lado la vincula con el surrealismo, para el que “lo maravilloso es siempre bello”14, y por el otro, se mantiene en conexión directa con una historia feérica personal. En ella, una niña cuya alma es muy vieja, porque llega desde el fondo del tiempo, desde existencias que resurgen a veces mediante los juegos audaces de una memoria transpersonal, vuelve a iniciar el viaje de la vida. Se trata de un viaje heroico en busca de un conocimiento precario y fulgurante que se retacea a los sentidos. Un conocimiento vecino a la locura, pero del que se retorna y se da testimonio, desde las formas de la palabra poética, si bien su meta –siempre inestable, apenas atisbada– jamás se logra en plenitud. Es, como dijera Borges del hecho estético: “la inminencia de una revelación que no se produce”. Por eso, su poética guarda con el relato de viaje un esencial parecido: lo que importa no es tanto el punto de llegada, ni la trama de las acciones del viajero, sino aquello que se ve y se vive a medida que se avanza. En ese trayecto vario y accidentado el tiempo es otro paisaje que se va mostrando paulatinamente o por anticipaciones relampagueantes (las videncias narradas en los libros de prosa y tematizadas en la poesía). El viajero es una viajera, cabe destacar por otro lado. Una viajera siempre niña que ya posee, in nuce, el saber del porvenir. Ése que la mujer adulta recorrerá sin abandonar las pautas de interpretación mágica del mundo aprehendidas en la infancia, sin resignarse a la visión empobrecida del racionalismo utilitario. La línea dominante en la imaginería de esta aventura heroica es femenina. Las figuras maternas (en particular la de la abuela) son centrales. Lo femenino es el centro del mundo-casa, y el padre (aunque “gran mago”) no deja de ser un consorte de rango inferior (el “morganático señor”, lo llama el estrafalario Nanni) con respecto a una soberanía que se ejerce desde el tronco matriarcal. No es casual, quizá, que la poeta misma haya optado, como nom de guerre literario, por el apellido materno Orozco. Mujer es la heroína y mujeres sus principales ayudantes: Encarnación y la abuela María Laureana, “hechiceras blancas”, Laura, la hermana solidaria, la madre, la gata Berenice (elevada a la condición de diosa), a quien se le dedica un libro entero, y también son femeninas las oponentes: la bruja María Teo, la Reina Genoveva en su lado oscuro, Ruth, la rival. Los hombres, amables y amados (el padre, Miguel, el amor de infancia, Valerio, amigo
1 Entrevista de Alicia Dujovne Ortiz para La Opinión (22/1/1978), en Orozco (1984 b, 273). 2 Los libros de Olga Orozco citados en el presente trabajo son los siguientes (se explicita la abreviatura utilizada): Desde lejos (DL), Las muertes (LM), Los juegos peligrosos (JP), Museo salvaje (MS), Cantos a Berenice (CB), en: Obra Poética. Buenos Aires, Corregidor, 1979. Mutaciones de la realidad (MR), Buenos Aires, Sudamericana, 1979. La noche a la deriva (ND), México, Fondo de Cultura Económica, 1984. Páginas de Olga Orozco seleccionadas por la autora (PO), Buenos Aires, Celtia, 1984. En el revés del cielo (RC), Buenos Aires, Sudamericana, 1987. Con esta boca, en este mundo (CM), Buenos Aires, Sudamericana, 1994. La oscuridad es otro sol (LOS), Buenos Aires, Losada, 1967. También la luz es un abismo (TLA), Buenos Aire, Emecé, 1995. Obra Poética. Selección, prólogo, cronología y bibliografía de Manuel Ruano, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2000. 3 También participan estos libros de Orozco de las características del relato de viaje, donde lo que importa no es la llegada sino la descripción del recorrido. Ver Carrizo Rueda, Sofía. Poética del relato de viajes. Kassel, Reichenberger, 1997. 4 Priestley, J.B. El tiempo y los Conway en: Tres piezas sobre el tiempo. Buenos Aires, Losada, 2005. 5 Lo siniestro (lo no familiar, lo inquietante) se relaciona especialmente con el ojo extraído de su lugar, especialmente inquietante si adquiere una autonomía independiente del ser que lo posee. Cfr. Freud, Sigmund. Lo siniestro. Buenos Aires, Noé, 1973. 6 Amantes antípodas (1961) es el título de un poemario de otro poeta argentino de orientación surrealista: Enrique Molina (1910-1997), íntimamente ligado a Orozco, ilustrador (con collages de su invención) de La oscuridad es otro sol. Ver: Molina, Enrique. Amantes Antípodas en: Obra Poética. Obras Completas Tomo II. Buenos Aires, Corregidor, 1987. 7 Chevalier, J. - Gheerbrant, A. Dictionnaire des symboles. Mythes, rêves, coutumes, gestes, formes, figures, couleurs, nombres. Paris, Seghers, 1973, págs.340-41. 8 “Vestido de maltrecho animal mi porvenir/ se oculta en la espesura con un salto de liebre perseguida por viles cazadores/ hasta la otra orilla del tapiz” (RC, 25). 9 “No existe muerte natural: nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia cuestiona al mundo. Todos los hombres son mortales: pero para todos los hombres la muerte es un accidente y, aun si la conoce y la acepta, es una violencia indebida”. Beauvoir, Simone de. Una muerte muy dulce. Buenos Aires, Sudamericana, 1968. 10 Chevalier - Gheerbrant, ob.cit., pág.65. 11 Rivadeneyra, Pedro de. Vidas de santos. Antología del Flos Sanctorum. Edición de Olalla Aguirre y Javier Azpeitia. Selección y prólogo Javier Azpeitia. Madrid, Lengua de Trapo, 2000, pág.159. En este libro se cuenta también la historia de San Humberto o Huberto, en dos versiones. 12 Campbell, Joseph. El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito. México, Fondo de Cultura Económica, 1999 (7ª reimpresión), pág.340. 13 Cfr. Lojo, María Rosa. El símbolo: poéticas, teorías, metatextos. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1997, págs.7-34. Lojo, María Rosa. “Estudio preliminar” en: “Olga Orozco: Repetición del sueño y otros poemas”, (fascículos), nº 46 Colección “Los Grandes Poetas”, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1988. Sauter, Silvia. Teoría y práctica del proceso creativo. Con entrevistas a Ernesto Sábato, Ana María Fagundo, Olga Orozco, María Rosa Lojo, Raúl Zurita y José Watanabe. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2006, págs.250-262. Zonana, Gustavo. “La poética de Olga Orozco en sus textos” en: Poéticas de autor en la literatura argentina (desde 1950). Ed. Gustavo Zonana con la colaboración de Hebe Beatriz Molina. Buenos Aires, Corregidor, 2007, págs.387-444. Ver además: Piña, Cristina. “Estudio preliminar” en: Páginas de Olga Orozco seleccionadas por la autora. Buenos Aires, Celtia, 1984, págs.13-54. 14 Manuel Ruano en: Orozco, Olga. Obra Poética. Selección, prólogo, cronología y bibliografía de Manuel Ruano. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2000, pág. XVIII.
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y amor de la madurez) están ahí, a menudo cercanos y compañeros, pero no participan esencialmente del gran combate. Un combate que no pasa –como tantos combates heroicos masculinos– por infligir la muerte a otro (así sea el monstruo que se debe domeñar o eliminar), sino, antes bien, por la aceptación de lo inevitable del daño y de la muerte (episodio de la torcaza) aunque no se haya deseado provocarlos. El objetivo de la lucha es la sabiduría y su precio la destrucción del yo limitado y fragmentario, para que pueda reconstruirse en la Totalidad. El viaje comienza y termina en un símbolo materno por excelencia: la casa. Pero no se trata de una casa convencional, enraizada en su lugar sobre la tierra, refugio rutinario contra los poderes y las iluminaciones sobrenaturales. Es la casa-carruaje, la casa-coche, hábitat en viaje, siempre dispuesta a levantar el vuelo, traspasada por presencias fantasmales. La casa recibe a los nacidos del linaje y también es la que se lleva a sus muertos: “Tú, la más imposible de los muertos. /Ahora vas en coche, vas en casa que rueda por el blanco arenal” (CBM, 27); su prodigiosa, indestructible arquitectura, vuelve a formarse en todas las casas sucesivas que la poeta habita. En ella partirá también, destinada a ser la última de su clan: “Estoy aquí para apagar las luces, para cerrar las puertas/ cuando vuelva por mí la casa en que te vas.” (CBM, 27) Por fin, resulta significativo que el primer poema del primer libro de Orozco (Desde lejos) y el último poema del último libro (Con esta boca, en este mundo) giren en torno de imágenes femeninas: “tu hermana/la memoria” que “con una rama joven aún entre las manos,/ relata una vez más la leyenda inconclusa de un brumoso país” (“Lejos, desde mi colina”, DL, OC 1979, 10), y la madre, a quien se le pide lo imposible: “Madre, madre/ vuelve a erigir la casa y bordemos la historia./ Vuelve a contar mi vida.” (“Les jeux sont faits”, CBM, 90). Memoria y Madre: dos caras de la misma moneda en dos etapas de una vida donde el tiempo, esa ficción, ha pasado como la ráfaga irreal del velo de Maia. El misterio es el origen: alfa y omega, principio y fin, iguales en la insondable fisura por donde se entra y se sale de este mundo. Y desde ese origen, sólo la voz de la Madre-Memoria tiene la palabra para neutralizar el destino, para reparar lo irreparable con el conjuro de la más poderosa de las hadas, para rehacer la leyenda, la historia, la casa, el tapiz del cuerpo y del lenguaje una vez más.
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TESTIMONIO
FRIK por María Rosa Lojo
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A los seres que perciben siempre la extrañeza y la dureza de un mundo nada hogareño, a pesar de todos los rituales con que la conjuramos, la gente suele atribuirles, en cambio, esa perturbadora condición como si fuera propia, y ellos mismos se sienten abrumadoramente culpables de ser raros y ajenos, siempre extranjeros. Como Frik, la nena que fue “yo”. O que acaso es “yo”, todavía. Porque los friks nunca se adaptan del todo al proceso de renunciamientos y acomodamientos que otros llaman “madurez”. Son, antes bien, niñas o niños viejos. Antes, cuando Frik o María Rosa era también físicamente una nena, no se había puesto de moda la palabra inglesa “freak”, tan apta para designar, con economía precisa, esa índole de bicho, fenómeno, monstruito, como una etiqueta que reparten y pegan los beneméritos aliados de las costumbres. La adopto ahora, castellanizada, con sólo una “i” latina en vez de la “ea”, porque así los llamaron a mis tres hijos y así se autodesignaron ellos cuando fueron inadaptados e infelices en la escuela, y tuve que explicarme, afligida por haberles legado, acaso, una enfermedad hereditaria. Que a su vez mis padres, sin quererlo, propiciaron y exasperaron para mí con un exilio real que actuó como metáfora de todos los demás, literarios, existenciales, metafísicos. En esa cadena de eslabones culpógenos consisten, entre otras cosas, las familias. Frik fue recibida en la escuela como una extranjera, aunque no lo era, si por tal había que entender a quien no hubiese visto la luz sobre el suelo argentino.
Frik descubriría pronto, con todo, que la extranjería (o por lo menos, la suya) no se eliminaba por la lucha de las lenguas, ni se reducía con la posesión de los idiomas. Hablase donde hablase y lo que hablase, siempre sería extranjera. Inadecuada en todas partes, caída en la tierra madre como una huérfana. De tal manera exótica y marciana que a veces, cuando demoraba en dormirse, pensaba que sus padres, ya maduros para la fecha de su nacimiento, la habían sacado de entre las ruinas de un plato volador, y que entonces, ante la duda de quedársela o entregarla a la Policía y a la Ciencia para que practicasen sobre ella feroces experimentos, habían decidido adoptarla, ya que hasta el momento no habían logrado tener hijos. Y sin embargo, Frik, niña, era flaca y pálida como una rata blanca y casi tan pequeña como ella. Aún así, con sus escasas dimensiones, no encajaba en el rompecabezas del mundo conocido. Quizás antes, recién llegada en el fallido plato volador, tenía un rabo como el de las lauchas, y sus padres terrícolas habían logrado extipárselo, tal vez con la ayuda clandestina del mismo médico que controlaba los caprichosos vaivenes de su apetito y que le había recetado una cucharada diaria de aceite de bacalao. Ese pez cuyo hígado destilaba un producto supuestamente saludable, aunque repulsivo, era una de las tantas añoranzas de Antonio, su padre. Su tío Benito le había traído de regalo, burlando los controles bromatológicos de la Aduana, varias planchas de bacalao disecado cuidadosamente envueltas y disimuladas entre las ropas de la valija. La carne blanca y salada era apenas algo mejor que el aceite. Sin embargo, Antonio lo masticaba despacio, saboreando bocado tras bocado. No era –claro— el bacalao, comprendería Frik, mucho tiempo más tarde. Su padre tragaba el olor del yodo y el salitre junto a la lonxa donde se ofrecía el pescado, respiraba la luz reverberante en los balcones vidriados de La Coruña, que devolvían el resplandor del mar. Ni aquí, ni allí, descolocada, desajustada, incómoda, Frik se entendería siempre a medias con los habitantes de un planeta ruidoso. En el suyo –presentido, soñado, recordado– todos los ojos eran transparentes y todas las voces formas disueltas de un silencio perfecto. Bastaba tocar la mano de otro ser para adivinar, como en una radiografía incandescente, el preciso esqueleto de los sentimientos. Pero en este otro planeta, de ojos velados y contactos torpes, nada de eso era posible, y había que conformarse con juntar palabras como quien pega ladrillos y argamasa, atolondradamente, para construir a duras penas una semblanza grosera de espacios interiores tan finos y complejos como telas de araña. Sus palabras, por eso, nunca serían éxitos. Sólo el último (o el único) recurso de una soledad y una pobreza extremas. Con ellas, encerrada en ellas, Frik se defendía del mundo llamado real. Pronto las palabras pasaron a convertirse en una casa relativamente cómoda que ella transportaba a cuestas, como lleva el caracol su cáscara móvil. Bajo el calcio esmaltado y resistente se escondía una pulpa: un ser blando, sensible, vivo y secreto. Durante años, Frik se acostumbró a asomarse al exterior hostil desde su casa de palabras, con los ojos en la punta de los tentáculos retráctiles que podían esconderse con facilidad cuando el más leve roce ofensivo los amenazara.
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La culpa no fue de ella sino de la lengua en que hablaba. Frik pronunciaba como sus padres y su abuela, marcando las “ces” y las “zetas”, decía “tú” y decía “vosotros”, sabía algunos términos en gallego, que era otro idioma, no un castellano erróneo, como pensaban muchos, y también vocablos que el argentino rioplatense desconocía o desdeñaba, como “acera”, “cerillas”, “colillas”, “falda”, y –aunque no las dijera en público, por ser consciente de su escasa elegancia— “tetas” y “culo”, ya que “cola” servía para designar los rabos de los animales, que nada tenían que ver con glúteos más o menos protuberantes. Sí pronunció, en cambio, varias veces, puertas afuera, la palabra “coger”, hasta que las burlas la acallaron, y su madre, confusa y reticente, como siempre que se trataban temas similares, optó por advertirle que no la empleara más allá de su casa porque los nativos le daban a ese verbo tan natural y cotidiano, que indicaba todo gesto de tomar, asir o prender, una interpretación irreproducible. Frik tuvo que averiguar más adelante, por sí misma, cuál era esa interpretación de la que no todas sus condiscípulas estaban bien informadas. Las madres con mentalidad victoriana (aunque, como la suya, hubiesen pasado una guerra) predominaban en una época de eufemismos. Y a los padres varones, naturalmente, las niñas no les preguntaban esas cosas. En la escuela comenzó a regir la Ley de Extranjería a la que Frik viviría sometida por el resto de su vida, si bien los indicios materiales y aparentes de su extranjeridad desparecieron pronto. Entre sus compañeras utilizaba, como una más, el “vos” y el “ustedes”, y había desterrado las “ces” y las “zetas”. Sólo su madre la avergonzaba a veces ante los otros: hablaba fuerte y rápido, tanto en casa como en la calle. Su pudor era aplicable sólo a asuntos relacionados con el sexo, pero no con el lenguaje. La lengua materna, con patente madrileña, era invasiva, victoriosa, triunfante como un auto blindado. Llevaba siglos resonando en el mundo, tanto más allá de las mesetas áridas y las ciudades amuralladas donde gentes duras y algo broncas la habían engendrado. Resistía y a veces ofendía; brillaba, retumbante, cristalina, imponiéndose a todo, aplastando, acaso, otras lenguas, bajo su orgullosa armadura de acero y plata. En algún momento Frik descubriría que dentro de su misma casa vivía en secreto una de ellas, sumisa y arrinconada, en minoría absoluta, desvanecida, acaso, por la autocensura y la falta de eco. Era la lengua de su padre, secretamente agazapada en algunos libros y que sólo en contadas ocasiones oiría sonar, quizá porque él, amante de comunidades utópicas, creía que las muchas fablas desembocaban en la Torre de Babel, y esperaba, como otros socialistas, el día en que el mundo estuviese regido por un único gobierno igualitario, y una sola lengua, universal y unánime, se celebrase en las calles, las plazas y los hogares, como un rito –ateo– de unidad transparente. O quizás, acaso, aunque esto no lo decía, porque su lengua madre no llevaba armadura militar sino zuecos de campesina, porque era blanda como un regazo y cantaba, siempre, una canción para acunar al niño que su padre había sido. Porque olía a leche y a miel, a vino con azúcar, a heno y a toxo, y a estrellas derramadas en el agua de lluvia, y era tan íntima, tan frágil, que no se podía compartir sin llorar de pura pena y desamparada nostalgia, como se supone que no deben llorar los hombres nunca.
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Los juguetes de Torres García
Juego y creación en Latinoamérica En su deseo de renovar el mundo, los artistas y movimientos de vanguardia soñaron una nueva infancia y crearon, para ella, nuevos juguetes. En este afán, el uruguayo Joaquín Torres García fue quizá uno de los artistas más radicales. por Ivana Roitberg Strajilevich* *Ivana Roitberg Strajilevich es profesora nacional de pintura (E.N.B.A.P.P., 2004), completó la especialización en Educación por el Arte (I.V.A., 2008), se desempeña como docente de Artes Visuales desde 2005.
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aquitos multiformes de madera pintada que hacen aves y animales de distintas especies, embarcaciones, medios de transporte terrestres, personajes de circo o ciudades modernas. Cada una de estas piezas constituye un todo transformable: como en el mundo real, pueden desmontarse para constituir realidades nuevas. Una estética moderna y austera para un contexto gravemente complejo. El mundo se hallaba fracturado tras la Primera Guerra Mundial y los artistas, como los niños, tenían frente a sus ojos y sobre sus manos fragmentos para reconstruir y reestructurar la vida de infinitas maneras. Joaquín Torres García quiso brindar a los niños “lo verdadero” a la manera en que un buen maestro de pintura lo hace; observando un ideal, que está fuera del tiempo y de lo arbitrario, que se mantiene y acompaña a todo lo que continuamente se transforma. Sabemos que existen puentes invisibles o discretos, poco evidentes pero concretos entre todo lo existente. De esta naturaleza es la proporción áurea que fue materia prima para la armonía no sólo en los juguetes sino en toda la obra del artista uruguayo. Como si un orden matemático inalterable rigiera el universo de lo natural y fuera a su vez omnipresente. Lo podemos encontrar en un caracol, en la hoja de un árbol o en la creación humana que cuando es genuina también es asumida como “natural”. A Joaquín Torres García lo convocaron el arte precolombino latinoamericano con todo su universo simbólico, y cierta simpleza y elementalidad del modernismo europeo de las primeras décadas del siglo XX, en particular el neoplasticismo de Piet Mondrian y Theo Van Doesburg que muy cercanamente le rebeló con la mínima expresión de los elementos plásticos el máximo de posibilidades. Pero, ¿qué despertó en el artista uruguayo la voluntad de diseñar juguetes? El imperativo económico, la disconformidad frente al repertorio de juguetes de la época y, por supuesto, la necesidad de crear. Respecto a lo segundo Torres García expresó: “Por carecer de sentido real, el juguete, en general, no divierte al niño. Porque a éste, como ya hemos dicho, no le interesa sino lo verdadero.”1 ¿Cómo brindar lo verdadero a los niños? “El constructor de juguetes ha de pensar, ante todo, que el niño se mueve sobre realidades.” El artista entrevió en la fabricación de juguetes un terreno poco y mal explorado, una posibilidad de armar y de desarmar la multiplicidad con que el mundo se manifiesta. Las cosas pueden moverse, cambiar de ambiente, asociarse y conformar una realidad nueva. “Si el artista –el verdadero artista– por medio de su obra, puede decirse que, en cada momento del tiempo y de los tiempos, crea para todos algo a manera de órganos nuevos, para penetrar más en la esencia de la vida, el niño, desde el primer momento, ¿por qué no ha de educarse en la misma orientación? Esto es lo que debe ser. Y lo mismo con relación a la pedagogía, de la que el constructor de juguetes debe ser su
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colaborador pues la diversión o juego, para él, consiste en el ejercicio de su espíritu creador y en la satisfacción de su afán de conocimiento.”2 Joaquín Torres García observaba a sus alumnos y a sus hijos jugar, y descubrió allí el sentido y los destinatarios de su proyecto3: “Si el niño rompe sus juguetes, es, en primer término, para investigar; después para modificar: conocimiento y creación. Démosle, pues, los juguetes a piezas, y que haga lo que quiera. Así nos adaptaremos a su psicología.” Los juguetes necesarios serían entonces aquellos que sirvieran a los fines didácticos de investigación psicológica y motriz del niño. Apremiado económicamente, el artista se trasladó en 1917 junto a su familia, a Barcelona. Fue allí que se embarcó en la empresa de fabricar juguetes para lo cual se asoció con un carpintero industrial catalán, Francisco Ramblà, que llevó a una escala considerable la producción de los mismos. El artista trabajó dura y afanosamente en esta empresa y sin embargo no consiguió distenderse en lo económico. Su nueva pintura no tenía un horizonte comercial y con la fabricación de juguetes no podía sostenerse; el panorama social y político catalán tampoco resultaba alentador. El vínculo con su socio se iba deteriorando en la medida en que el industrial iba dejando de lado al artista porque ya no le resultaba imprescindible para sus negocios –a Joaquín Torres García no le queda nada que hacer en Barcelona. El uruguayo hizo juguetes en Cataluña, en Nueva York, en Italia, en el sur de Francia y en París donde se estableció en 1928. Regresó a sus sesenta años a Montevideo para llevar consigo la posibilidad del desarrollo de un universo plástico singular, una identidad fundada en la capacidad de juego, como resultó ser su Universalismo Constructivo: “He dicho Escuela del Sur; porque en realidad, nuestro norte es el Sur. No debe haber norte, para nosotros, sino por oposición a nuestro Sur. Por eso ahora ponemos el mapa al revés, y entonces ya tenemos justa idea de nuestra posición, y no como quieren en el resto del mundo. La punta de América, desde ahora, prolongándose, señala insistentemente el Sur, nuestro norte.”4 Esta expresión denota el deseo profundo del artista de repensar el arte y la enseñanza del arte basados en lo que su país de origen guarda de auténtico, pero enriquecido y con un fuerte componente de todo lo aprendido en el viejo continente. Su estadía en Nueva York, desde 1920 y hasta 1922, le provocó un gran impacto visual y produjo un fuerte interés en sus formas. Multidireccionalidad, luces y movimiento incesante, geometría. Estos aspectos urbanos y modernos de los cuales se impregna cobraron fuerte presencia en su pintura y en la creación de nuevos juguetes, como su novedoso caballito balancín patentado por el artista en 1922. La ciudad estadounidense que en un
principio le provocó fascinación, le generó más tarde la aversión al espíritu materialista imperante y al sistema capitalista que lo gestaba y lo reproducía, el cual se filtraba en cada instante cotidiano y que ya desde aquellos momentos mostraba sus fauces al mundo. “El hombre aquí no piensa, ni se mueve por automatismo propio; se mueve, quiera o no, al compás de lo demás. Se transforma en máquina.”5 Su periplo continuará un par de años en Italia, donde fue a hacer juguetes para exportarlos a New York. A pesar de que la producción de los mismos se hace a una escala menor y más rudimentaria debido a la ausencia de artesanos formados para ello, Torres García trabaja con mucho entusiasmo y los juguetes van ganando belleza y originalidad. Al final de la agenda de 1922 escribe: “Ya no voy a pintar más, voy a meter mi pintura en los juguetes. Lo que fabrican los niños me interesa más que nada, voy a jugar con ellos.”6 Las peripecias para la comercialización de los queridos juguetes continuarán durante su estadía en el sur de Francia a pesar de haber ido con un horizonte de posibilidades; nuevas complicaciones se darán posteriormente durante la estadía en París, en la cual comenzará a tener protagonismo la pintura, aunque sus juguetes nunca dejaron de producirse. Joaquín Torres García encontró en la fabricación de los juguetes la posibilidad de introducir a los niños en el universo del arte que es, esencialmente, juego. Un modo de conocer el mundo profundamente y lo que habita en todos lados, la estructura. El niño que juega es materia transformando la materia. Opera como lo hace la naturaleza porque es naturaleza y el artista, que también lo es, conoce profundamente las leyes que rigen el universo de lo visible, siempre discretas pero presentes. Charles Baudelaire define a este hombre/artista/niño7 como un ser pleno, con una profunda comprensión del cosmos. El arte es medio para asir el mundo y la curiosidad motor original. En este sentido, los juguetes de Torres García resultan dispositivos y motores eficaces para la exploración y creación porque nacen y se nutren en el contexto de la experiencia moderna que en aquellos momentos mira con atención e interés a las primeras expresiones de la infancia, así como a lo más primitivo y original del arte humano. El arte moderno encuentra así el suelo firme para moverse con libertad en el terreno de lo diverso. “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”.8 En los confines de aquel hombre-niño que caracteriza Baudelaire podemos identificar a Joaquín Torres García y su gran arte del juego, un hombre acompañado por su “ser niño” como por su sombra, para el cual todo el conjunto de lo existente resulta sencillamente sorprendente.
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A pesar de la variedad de dificultades que encontró el artista para la fabricación de sus juguetes a lo largo del tiempo, junto a las serias repercusiones en su economía, nunca perdió interés en la realización de los mismos. Fueron respuesta y resistencia a los tiempos del capitalismo en vías de desarrollo. Lo adverso no le impidió distinguir lo importante: “Lo importante es mantener el espíritu despierto, vibrante. Y esto hay que conseguirlo ocupándose en esas divinas cosas inútiles. Imita a los niños: juega.”9 En noviembre de 2005 se llevó a cabo en el Museo Torres García una exposición de sus juguetes titulada “Aladdin. Juguetes Transformables”. La misma estuvo compuesta por diversos modelos de juguetes en madera pintada, bocetos, documentos de época, y un pequeño teatro con sus escenografías que el artista creó para narrar historias a sus propios hijos. La misma muestra fue traída dos años después al Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, curada por sus bisnietos Jimena Perera y Alejandro Díaz. Los juguetes de Torres García son el mundo. Los niños juegan el mundo: lo desarman, lo arman distinto y lo vuelven a desarmar…
Obras de Paula Adamo
1 Joaquín Torres García, 1919. Texto incluido en el “Catálogo de manufacturas de juguetes”, de Francisco Ramblà. Barcelona. J. T. G. presenta sus juguetes en la VI Exposición de juguetes y artículos de bazar en la Universidad Industrial. Dicho catálogo se incluye en la exposición. (Joan Sureda Pons. Torres García. Pasión Clásica. Madrid, Ediciones AkalArte contemporáneo, 1998.) 2 Ibid. 3 Desde 1907 Torres García había enseñado plástica en el colegio experimental de Mont d’Or, fundado por su amigo, el pedagogo Joan Palau i Vera. 4 Torres García, Joaquín. Universalismo Constructivo. Buenos Aires, Poseidón, 1941. 5 Torres García, Joaquín. “New York” (Manuscrito inédito, 1921, Archivo del Museo Torres García). 6 Archivo del Museo Torres García. 7 Baudelaire, Charles. Arte y modernidad. Buenos Aires, Prometeo, 2009. 8 Ibid. 9 Torres García, Joaquín. “Hechos” (Manuscrito inédito, 1922, Archivo de Museo Torres García).
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Marosa di Giorgio
Del teatrillo de la infancia a las performances poéticas
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Un recorrido por la obra y los testimonios de la poeta uruguaya a partir de su peculiar concepción de la teatralidad y de la infancia.
por Irina Garbatzky* La rareza
“¿A vos también te visitan los ángeles?”: Al recordar la pregunta de Marosa di Giorgio, Hugo Achugar1 no puede decidir si estaba hecha o no con verdadera inocencia. La opción es válida, piensa el crítico uruguayo, en tanto su elucidación permitiría saber si la poeta distinguía las estéticas que atravesaban su obra (lo camp, lo kitsch, lo romántico) y así poder colocar su figura como la “versión posmoderna de cierta poesía femenina uruguaya”.2 Me interesa retomar esta cuestión, pero en otra clave. La “rareza” de Marosa, si bien se aleja del anecdotario exotista, se sitúa en la inestabilidad provocada por un acontecimiento infantil, reticente a volverse parte del mundo, cuyo relato sustenta una peculiar concepción de la teatralidad que atraviesa su poesía y sus performances. La inquietud por su rareza, de hecho, ha sido permanente para las distintas personas que la entrevistaron. ¿Es cierto que le hablan los ángeles? ¿Qué simbolizan las hadas? Cuando los cronistas de la revista Postdata le preguntaron qué pasaría si en la avenida 18 de Julio se presentara una gallina transparente, ella respondió: “No veo la 18 de Julio. Y sí, el ave con transparencia, los huevos celestes, rosados y amarillos. Y siempre pasa un hada con un pétalo distinto.”3 Lo que sorprende no es sólo la ausencia de distancia*
miento entre la palabra privada y la poética, sino sobre todo el énfasis en la literalidad de su visión. Ella insiste: no es una metáfora decir que ve gigantes caminando por el jardín o que las hadas se le presentan, es pura transcripción de una vivencia.4 Entre lo fabuloso y la realidad no existiría, así, una línea divisoria. Dice: “Todo es como un retrato que fuera, a la vez el original.”5 El relato que Di Giorgio repite es el de una revelación a la que no le ha podido poner un nombre, pero sí una fecha: aproximadamente a los cuatro años. “Un día en el jardín, de pronto, me emparenté con la magnolia”, “quedé como una testigo, sensible y ardiente, de todas las cosas”.6 A partir de allí, dice, comienza la continuación de la brecha abierta por el acontecimiento que la dejó prendada a ese fondo de la infancia, ese ser, para siempre, “la misma niña a la sombra de los durazneros de mi padre”. Nunca más pudo dejar de estar a medias entre este mundo y otro. La Marosa outsider hizo florecer todos los estereotipos de su rareza, como el admitir tomar alcohol en alguna reunión para integrarse, estar constantemente acelerada o ansiosa por transcribir el fluir del recuerdo, o ser observada por la gente con fijeza, “como si fuera un ser bajado de la luna”.7
Irina Garbatzky es docente de la Universidad Nacional de Rosario y becaria doctoral de CONICET. Colabora con artículos y reseñas en diversas publicaciones como Diario de poesía, Bazar americano y el suplemento “Señales” del diario La Capital. Como poeta ha publicado en el volumen El management envilece al mundo (Clase Turista, Buenos Aires, 2010).
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| si se habla de un “representar” sin objeto, es porque lo que se juega en el teatrito infantil de las hermanas Di Giorgio es la representación de la vida misma. | “El teatro es otra forma de la poesía”
Aquí es donde debemos reconstruir la trayectoria de su particular idea de teatralidad. Porque el otro relato recurrente de su infancia es el de las “representaciones”; los juegos teatrales con la hermana y las primas o los recitales de ella misma, sola frente a las flores. Luego vendrían las clases de teatro y la participación en un conjunto teatral durante la adolescencia, pero fue la experiencia de ese teatrillo infantil la que “abrió una zona”, elaborando una forma particular de escenificación, en la cual la representación no estaba supeditada a la ficción. Un teatro “innato”, como dice su hermana, o natural, que hace que cuando se hable de “interpretación” o de “representación” no importe qué se interpreta o qué se representa.8 Claro que si se habla de un “representar” sin objeto, es porque lo que se juega en el teatrito infantil de las hermanas Di Giorgio es la representación de la vida misma. Los intercambios son bidireccionales; tanto se representa la vida de los huertos como se utilizan las herramientas del teatro para vivir. Marosa sabía –un saber, posiblemente no sistemático, ni exhaustivo– de las ambigüedades entre la autobiografía y la representación, de los modos de transformar la vida en teatro. No es extraño que inmediatamente después del relato sobre las representaciones infantiles agregue: [Nuestros padres] Nos hacían sentir princesas, muñecas, y con esa envoltura pasé la escuela, el liceo, el teatro, la desaparición de familiares, los quebrantos económicos, y atravieso la vida. (2008:658)
El teatro no es más que una proyección externa que nos cuida de las penurias y con la que atravesamos la vida. Así, en los pocos momentos en los que en Los papeles salvajes se menciona el teatrillo de la infancia, no se refiere la pieza representada sino ese mismo juego de representar, en el medio del bosque como centro de las apariciones. Un teatro de la naturaleza, que ilumina un conflicto con la lengua como herramienta de lo comunicable y de lo perdurable. En el momento de esas obras, –siempre improvisadas, con los vecinos de público y en el medio de la huerta– quienes hablan tienen miedo de no saber (“yo, siempre, tenía miedo de perder la letra”) y quienes no poseen lenguaje, lo aprenden (“teníamos algunos animales en el elenco; habían aprendido a moverse en un escenario, a vestirse, a calzarse, y hasta decían algunas palabras”).9 Es un teatro lábil que se disipa rápidamente en el paisaje.10 Pero además, como Josefina, la cantora de Franz Kafka, la “recitatriz” no comunica más que el propio acto escénico, el cual se liga al propio acontecer, silencioso, de lo natural: En mitad de la tarde, delante de los frutales, apareció la recitadora; (…). La gente, que se acuclillaba a escuchar, no entendía bien lo que ella decía, ¿contaba la historia de cada ser y cada cosa?, el gusano, la perdiz y la rosa, con movimientos serios y breves, o con una leve sonrisa de sus labios fuertemente teñidos de rosa. (2008:509) En otro sentido, estas representaciones sin objeto
son el prototipo de lo litúrgico. En parte a causa de ser efectivamente “comedias místicas”, en las que los actores cambian sus nombres por los de santos,11 pero a su vez porque toman su modelo de la plegaria, el único “recital” cuya enunciación, performativamente, no necesita más objeto que su pronunciación. Rezar y recitar: en adelante el teatro será el ritual que reitera esta acción de representación sin objeto. Mi oficio: rezadora. […] Y mamá dijo: –Ven aquí, recitadora. Y me tomó como hija, me llevó a casa, me entregó a papá, las tías, a la hermana y a las primas, que, al mirarme de reojo, me quisieron, y hasta enclavaron un pequeño teatro en mitad de la cocina, del comedor y de la mesa, para que prosiguiese mi murmurio y oración. Y yo representaba a la caída de la tarde, entre retamas, en el silencio, o sobre el almohadón de gatos. (2008:383) De este modo, cuando Marosa presente sus performances buscará repetir, más que la certeza o la exactitud biográfica, ese “espacio cerrado de la representación originaria, de la archi-manifestación de la fuerza o de la vida. Espacio cerrado, es decir, espacio producido desde dentro de sí y no ya organizado desde otro lugar ausente.”12 En virtud de la sensibilidad que se busca recuperar, las performances poéticas de Marosa (denominadas por ella “recitales”)13 perseguirán las huellas de ese acontecimiento de sustracción del mundo, de imantación de la vida. No se representa una obra, se recrea una experiencia.
–¿Cómo elaboras tus escritos? –Mentalmente, quiero decir sin página y lápiz; después, lo digo en voz alta, para constatar si posee el ritmo debido. Entonces, lo escribo.14 La espiral performativa en Di Giorgio tiene al menos dos vueltas. Primero, esta precedencia del acto a la escritura, el poema que emerge como traducción o memorial de una visión. Luego, después del texto, la performance teatral, en donde nuevamente, como en los juegos de infancia, resulta una “representación” sin objeto directo. Allí la poeta no ficcionaliza sus relatos, no los ilustra ni los actúa, sólo “representa”. El mundo de la infancia no retorna en términos de una mímesis en la que podrían verse ángeles, animales o escenografías de jardines. Di Giorgio lo formula conceptualmente, en el sentido de la anti-figuración de una obra, en base a este acto mental que dio la idea a la escritura. Es decir, si una performance “es como construir frente al público, construir con la fe, rosas, clavelinas y repartirlas”,15 o bien, “un rito, un ritual, un reescribir diciendo. [Un] haber encontrado vino de ocultas misas y beberlo en vaso de piedras rojas, delante del prójimo”16, efectivamente, literalmente, en escena Marosa repartirá claveles o hablará frente a ellos, colocará una copa de vino, etcétera. Las performances realizan una recreación conceptual de sus poemas, basándose en el recuerdo de las representaciones infantiles, a través de una clausura de la representación, un advenimiento literal de las visiones de la infancia.
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La visión
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La vocalidad
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Para esto, es lógico que haya venido bien la austeridad escénica: una mesa, una silla, una túnica, el cabello rojo, algún adorno en el pelo, o un collar, los pies descalzos, a veces pintados hacia arriba, como venas o raíces, las uñas y los labios pintados de negro y un ramo de rosas o de claveles. Los movimientos también eran contenidos. La vemos de pie, dando el frente o el perfil al público, sentada en la silla, caminando brevemente por ese pequeño espacio, donde arrojaba las flores al final. No obstante este relato conceptual, sus performances no tenían nada de improvisación ni involucraban al público de una forma activa. Los poemas eran recitados rigurosamente de memoria, e incluso los movimientos y los elementos de la escena respondían a una composición elaborada por la poeta junto a un director teatral, que después se fue adaptando a los distintos lugares en donde fue presentada. El objetivo, mediante la memorización era hacer aparecer la fluidez; en este sentido, el entrenamiento teatral de Di Giorgio apuntaba a hacer ver lo invisible a fuerza de una repetición secuencial.17 Habría que preguntarse por dónde transcurre la teatralidad, ese proceso que se logra alterar del espacio, aun cuando no se represente una ficción, o no se postule un escenario clásico.18 Es posible suponer que en la disposición actoral de la poeta, se intentaba hacer pasar lo invisible a través de la propia sustracción. Si el performer se distingue del actor en tanto habla en nombre propio sin plantear un personaje19, no por eso, necesariamente, la corporalidad que produce coincide punto por punto con su anatomía. Quiero decir, ha de haber acontecimiento cuando el performer logre disimularse a sí mismo en el simulacro corporal que consigue… ¿construir? Como en la performance realizada en Saint Nazaire (1992),20 cuando la vemos sentada junto a un traductor que lee sus poemas en francés, y se alternan las apariciones: ya bien Marosa se levanta, comienza con su coreografía de movimientos, las flores, el rodeo a la silla hasta que termina, se sienta y se calla, mientras el traductor comienza a leer. Pienso: ¿Son los silencios menos elocuentes que el recital? ¿Qué se construía teatralmente, aún incluso en la quietud y en la austeridad escénica, cuando Marosa esperaba su turno, con la mirada fija en un punto muerto? Si hay una verdad a la que el actor no debería traicionar es aquella por la cual él se hace partícipe de otro mundo. La performance buscaba que el espectador, más allá de observar sus movimientos de manos, su vestimenta o sus gestos, la viera viendo un espacio no presente.21
| El deseo y la autoridad, el mundo erotizado, el intercambio de amor, e incluso el placer sexual vinculado a la religión católica se exponían de un modo particularmente tenso. |
En la cuidadosa coreografía y los pocos objetos de la escena, una serie de elementos resultaban sumamente perturbadores. El deseo y la autoridad, el mundo erotizado, el intercambio de amor, e incluso el placer sexual vinculado a la religión católica se exponían de un modo particularmente tenso: la niña siniestra, cuyos detalles del cabello o del vestido remitían a su universo hogareño, que conjuntamente desplegaba las uñas pintadas de negro, los pies con las marcas como si fueran de sangre. El tono hierático se cortaba con la serie de modificaciones vocales que realizaba sobre sus poemas, casi parodiándolos. Quien escuche el CD “Diadema” que acompaña la edición de Flor de lis y componga una performance imaginaria siguiendo la escucha con la lectura de los poemas, encontrará diferencias asombrosas.22 Di Giorgio inventa exclamaciones donde no las hay, (“¡La hija del diablo se casa!”, es una exclamación que en la gráfica no existe), baja la voz o canta (“se vaaaa por ahíiii y es chiquitíiiiito…”), desune las entonaciones esperables y señaladas por los signos de puntuación. Ensancha en el terreno de la voz el tono de sus propios poemas, o mejor, los transporta: en ella escuchamos los recitados de Delmira Agustini o de Rubén Darío que tenían lugar en su casa, la musicalidad del modernismo en el medio de las huertas de Salto.23 La descomposición vocal de la poeta también tiene que ver con un viraje a la historia y a la infancia.
Cuentan sus compañeros del conjunto Decir, la compañía teatral de Salto donde participaba en su juventud, que los papeles que mejor interpretaba, aun cuando sus heroínas preferidas eran las trágicas, eran los de la comedia.24 Y no nos extraña cuando vemos algún registro de sus performances y sobre todo las versiones de sus poemas puestos en escena por Batato Barea o Fernando Noy, que sus textos terroríficos o solemnes misteriosamente se nos vuelvan risibles. Alain Badiou25 lo explica para la comedia: se trata de la circulación del deseo. Mientras la tragedia es su atolladero, su captación por parte del Estado, la comedia pone a rodar el deseo entre los sexos, los desencuentra, los malinterpreta. No se trata únicamente de ese deseo sin fin que transita la poesía de Di Giorgio, ni de las atribuciones sexuales insólitas a animales o vegetales, sino también de esas contraposiciones imprevistas de los gestos: lo aniñado en la vieja, lo estrafalario, lo rígido, lo escolar, desmontaban sutilmente los poemas escritos, o tal vez los “representaban” desde el recuerdo de esas “comedias de santos” agrestes, que, como en la tradición barroca, proponían ese nudo ambiguo entre la hagiografía religiosa y las vidas de los pecadores. Claro que si los vicios en Di Giorgio lograran disolverse y convertirse en moraleja quedaríamos aburridos, o liberados, y no es esto lo que ocurre (ni siquiera hoy, cuando la vemos a través de un registro precario). Después de ver sus recitales sabemos que como público sólo éramos el elemento necesario para el despliegue de un espacio lejano. No nos hemos conmovido: hemos sido picados por la risa mordaz y siniestra de la niña Di Giorgio. 1 Achugar, Hugo. “¿Kitsch, vanguardia o estética camp? Apuntes fragmentarios sobre Marosa di Giorgio” en: Hispamérica, Año 34, No. 101, Agosto 2005, pp. 105-110. 2 Ibíd, pág.110. 3 Entrevista realizada por María José
Santacreu y Sol Fichero para revista Posdata, Montevideo, 19 de mayo de 2000. Publicada en Di Giorgio, Marosa. No develarás el misterio. Entrevistas 1973-2004, Nidia di Giorgio, Edgardo Russo y Osvaldo Aguirre (eds.), El cuenco de Plata, Bs. As., 2010, pp. 115-119. 4 Di Giorgio reitera que es una “visitada”. “¿Las hadas? […] Me tocó vivir en un sitio donde proliferaban”, “En mi caso es un don, anunciado por un ángel con una frase nítida”, “Sombras que se presentaban…No estoy soñando: realmente es así”, “Lo que me decían los ángeles. Pero no quiero ni debo explicar.” “Había un gigante, sólo yo me percaté, rondó el jardín todo el día”, “[Las hadas madrinas] con esas faldas flotantes, el cabello largo, la diadema, los dedos frágiles que cambian las flores. Yo vi varias”. Ibíd., pp. 61, 82, 74, 66 y 139. 5 Ibíd, pág.26. 6 Ibíd, pág.67. Se trata de una escena de sustracción del mundo, cercana a una revelación religiosa, que insiste en diversas entrevistas. “Estaba en Salto, en las chacras, al pie de un árbol como éste, yo era muy pequeña…[…] entonces se me apareció…[…] La Virgen María. La Virgen bajó de los cielos y me pidió que me dedicara a escribir.” Ver Courtuoise, Rafael. “Marosa aparecida. Tres rosas inmóviles” en: Hermes Criollo. Año 4, nº 9, Julio-Octubre 2005, Montevideo, pp. 67-68. 7 Di Giorgio, ob. cit., págs. 60 y 37. 8 Nidia di Giorgio comenta en una entrevista realizada para este trabajo en Mayo de 2010 (inédita): “Además, creo que fue un poco innato también, porque como Marosa lo ha dicho en reportajes, nosotras desde niñas cuando vivíamos en las quintas teníamos un grupo de teatro.” Y Marosa, en una nota publicada póstumamente en el tomo 11 de la Colección de Escritores Salteños (2006), coloca al teatro como el primer deseo vocacional: “A mí me bastó una vez ver una película y ver un circo para que la imaginación ya aceptara eso como el mundo propio… Entonces después de ver eso se me abrió una zona, además de que lo de interpretar está en mí… me encantaría ser actriz…Y en la adolescencia con mi hermana habíamos elegido eso, que no pudo ser…” . Cfr. “Síntesis biográfica de Marosa Di Giorgio” elaborada por Daniel García Helder, en: Di Giorgio, Marosa. Los papeles salvajes. Edición definitiva de la obra poética reunida, Adriana Hidalgo, 2008, pág.661. En adelante todas las citas referidas a Los papeles salvajes llevan el número de página de dicha edición. 9 Di Giorgio, M. Los papeles salvajes, pág.189. 10 “La compañía de Teatro de los Huertos terminó los ensayos y se disipó un poco. […] No sé cuál va a ser el destino de la troupe que ahora dirijo; todos son mayores que yo y mi reinado parece frágil. La noche devoró, totalmente, al jardín de los nísperos.” Ibíd., pp. 284-285. 11 “Fue cuando hicimos las comedias místicas, Isabel, Iris, Nidia y yo. Y a cada uno de los que venían a vernos, se daba un cucurucho de arroz,
margaritas –fritas–, o corales. Y ellos aplaudían rezando vagamente”. Ibíd, pp. 296-297. 12 Derrida, Jacques. “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación” en: La escritura y la diferencia. Anthropos, Barcelona, 1989, pp. 318-343. 13 Di Giorgio hacía una distinción entre lecturas de poesía convencionales y “recitales”. Sólo estos últimos se planteaban como espectáculo teatral. Su primera performance, un año después de haberse mudado a Montevideo (1979), recupera este tono infantil en el título: “Juego de palabras”. Las menciones que haré a continuación de sus recitales pertenecen al espectáculo que armó a partir de mediados de los ochenta, asesorada por un director teatral, Atilio Acosta, que primero se llamó El Lobo y después Diadema, presentado en diferentes sitios de Montevideo y del mundo. Di Giorgio sabía el guión de memoria, y gracias a la parquedad de su puesta escénica, lo adaptaba a los diferentes lugares en donde lo presentaba. 14 Di Giorgio, M. No develarás el misterio, pág.41. 15 Ibíd, pág.84. 16 Ibíd, pág.147. 17 “-¿Improvisa? –Nunca. Todo es de memoria. Si alguna vez da la sensación de que estoy improvisando, entonces está logrado lo que pretendí.” Ibíd, pág.155. 18 Cfr. Féral, Josette. Teatro, teoría y práctica. Más allá de las fronteras. Galerna, Bs. As., 2004. 19 Cfr. Pavis, Patrice. Diccionario de teatro. Paidós, Buenos Aires, 2008. 20 El registro de la performance se encuentra en el VHS MDG. Écrivain uruguayen. Hôte de la Maison des Escrivains Etrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire en Sept. et Oct. 1992, Ville de Saint-Nazaire, Direction de L’Action Culturelle. (Archivo Nidia di Giorgio). 21 En este sentido, entre los testimonios de sus performances, resulta pertinente esta cita: “Recuerdo a Marosa en el escenario de la sala Batato Barea del Centro Cultural Ricardo Rojas (donde hasta los últimos años actuó casi anualmente) de negro, sobre un fondo negro, descalza, con las uñas pintadas de rojo y una rosa en la mano. No me acuerdo si llevaba anteojos oscuros, pero sobre las tablas, junto a ella, había un caballo. Si eso fue o no cierto es lo de menos, Marosa era una ilusionista con su voz en las palabras.” Mariasch, Marina. “El sexo de las flores” en: Perfil, 7 de septiembre de 2008, Buenos Aires. (El énfasis es mío). 22 Cfr. Di Giorgio, Marosa. Flor de lis. CD Diadema. El cuenco de plata, Buenos Aires, 2004. 23 Cfr. Di Giorgio, No develarás el misterio, pág.49. 24 Garet, Leonardo. El milagro incesante. Vida y obra de Marosa di Giorgio. Ediciones Aldebarán, Montevideo, 2006, pág.56. 25 Badiou, Alain. “¿Qué piensa el teatro?” en: Reflexiones sobre nuestro tiempo. Ediciones del Cifrado, Buenos Aires, 2000.
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El humor
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ARCHIVOS DE INFANCIAS
EDUARDA MANSILLA o lasvicisitudes de la mujer puente
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por Jimena Néspolo
Especie de eslabón perdido entre el fragor de las luchas intestinas y el despuntar del Estado-nación, la reciente reedición de sus Cuentos (1880) nos revela no sólo a la primera cultora del género infantil en el Río de la Plata, sino además la existencia de una poética fascinante capaz de subsumir la antítesis sarmientina civilización/barbarie.
Obras de Paula Adamo
P
rimera cultora del género infantil en Argentina, sobrina y traductora precoz del caudillo Juan Manuel de Rosas, hermana de Lucio V. Mansilla, esposa del diplomático Manuel Rafael García, amiga de Sarmiento, de Victor Hugo, de Laboulaye… Cualquiera de las caras de ese extraño poliedro que fue la vida y obra de Eduarda Mansilla (1834-1892) –esculpido entre las cabriolas de la política, el despuntar de un Estado en ciernes y una familia vuelta literatura– resulta por sí sola deslumbrante y aún así, pudorosamente excesiva. La lectura de sus textos, relatos y folletines escritos ya bajo seudónimo masculino, ya en otro idioma, ya en otro país, deja un regusto extraño, contradictorio, de antinomia encarnada, como si se tratara de una flor exótica que cuajara su ambrosía destilando raros perfumes y venenos. Decir que Eduarda, específicamente su ficción gótica “El ramito de romero” (1883), bien puede ser leída como “la” precursora fantasmática que trasunta las páginas borgianas de “El Aleph” no anticipa mucho. Decir que los Cuentos de la selva de Horacio Quiroga respiran al compás de sus fábulas infantiles pareciera que tampoco es suficiente. Decir que su escritura derrapa, desborda por los siete costados y sus fisuras, como si no llegara nunca a cuadrar del todo en los límites que la misma autora se autoimpone con sus llamamientos a la civilidad y las buenas costumbres, y en esa tensión irresuelta, entre la letra (anormal) que fluye y la normalidad que en todo tiempo reclama, no pudiera más que llamarse al silencio dejando, a su paso, un vacío que hiere –antes de morir compromete a sus deudos a que no reediten sus libros y encima, al poco tiempo, se extravía un gran arcón con numerosos textos inéditos. Desterrada del canon1 junto a otras escritoras argentinas del siglo XIX (como Juana Manuela Gorriti o Juana Manso, por ejemplo), si bien su figura comienza a ser rescatada en los últimos años del siglo XX, la demorada circulación de sus textos la ubica en un lugar incluso más problemático cuando observamos que, en vida, Eduarda Mansilla fue quizá la mujer argentina más ilustrada e influyente de su tiempo.
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Una jaulita dorada
El volumen de sus Cuentos infantiles reúne nueve textos y un prólogo titulado “Una palabra al lector” donde Eduarda expone su concepción del género, el porqué de la publicación y los referentes europeos que encumbra como antecedentes de su novedosa empresa. De esta manera asegura: “Si lo hice bien o mal, no me incumbe a mí decirlo; solo he intentado producir en español, lo que creo que no existe aún original en ese idioma: es decir el género literario de Andersen.”2 La Fontaine, Andersen, la condesa de Segur y Laboulaye3 son así explícitamente invocados. No obstante, la profusión de citas y referencias eruditas a la historia universal, la constante mención a personajes históricos, de la cultura y de la actualidad (que tan bien rastrea y repone Hebe Beatriz Molina en la edición anotada que manejamos) desquicia de raíz su “modesto” objetivo de “Vivir en la memoria de los niños argentinos!” (sic). Para que nos entendamos: o bien Eduarda asume el “género” de manera laxa, o bien este llamamiento debe leerse como ironía o sagaz captatio benevolentiae de una artista dispuesta, como el lobo de “Caperucita” de los hermanos Grimm, a comerse mejor a sus lectores. En todo caso, Eduarda sabe que para llegar a los niños, primero debe conquistar a sus madres, y confiesa sin más su celo: “¡Cuál ha sido mi objetivo al componer estos cuentos? (…) Penetrar en el hogar por la puerta mágica de la fantasía, y que las madres encuentren en mis cuentos con qué reemplazar esos hoy olvidados, que en mi infancia contaba yo a mi anciana abuelita.”(94) Y más adelante: “Casi con envidia veía el entusiasmo con que esas inteligencias [sus hijos], esos corazones que eran míos, se asimilaban sentimientos e ideas que yo no les sugería; y más de una vez traté de cautivar a mi turno con mis narraciones al grupo infantil.”(95) Pero detengámonos en el diminutivo “abuelita”, y a su vez en el hecho de que no era la abuelita la que contaba los cuentos a la niña, sino al revés. Observemos además que para la fecha en que se publica este libro, Eduarda era ya una venerable “abuelita” que no sólo había dejado a su esposo, sino también a unos cuantos de sus hijos y nietos en Francia, para venir a disputar cuerpo a cuerpo un lugar en las letras patrias. Podríamos trasquilar
| …o bien Eduarda asume el “género” de manera laxa, o bien este llamamiento debe leerse como ironía o sagaz captatio benevolentiae de una artista dispuesta, como el lobo de “Caperucita” de los hermanos Grimm, a comerse mejor a sus lectores.|
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todas las páginas del volumen en la precisa observación de la cantidad de diminutivos que lo puntean y quizá, sin demasiada sorpresa, concluiríamos en que no siempre esos diminutivos colaboran en la creación de un clima infantil, más bien todo lo contrario. Veamos por ejemplo el comienzo del relato que abre el libro, intitulado “La Jaulita Dorada”: Había una vez cierta Jaulita dorada, que desde el día en que salió de la fábrica que le dio forma, se lo pasaba descontenta, fastidiada y triste! En vano la picarilla se sabía bonita y coquetamente adornada con graciosas campanitas rojas como la flor del granado, que realzaban a las mil maravillas su caprichosa estructura de pagoda chinesca. “¿De qué me sirven estas galas?, decía. “El tener un enrejadito brillante, lujoso, un pisito reluciente…”(…) La más profunda melancolía abrumaba a la pobre jaulita. Cierto es que en el almacén había un muchacho de unos doce años, que miraba continuamente a la preciosa pagoda con gran admiración y vehemente deseo de llamarla suya. Pero aquella maravilla valía doscientos pesos, y Camilo, que era muy pobre, se contentaba con pasarle el plumero delicadamente, admirarla en secreto y devorar con ávidas miradas el portento. La jaulita, a decir verdad, leía en el pensamiento pobre de Camilo, que, tal es el don de todas las jaulitas doradas; pero es fuerza confesarlo, no simpatizaba con su admirador. (97-98) Como se sospechará, la felicidad que añora la Jaulita es la de poder enjaular a un lindo canario que, luego de apresado, es comido por un taimado gato que la hunde en la más terrible pena. Pero en efecto, algo hace ruido en este relato y en los sucesivos. Algo chirría en estas estructuras que pretenden ser estables, absolutamente correctas para el rol de educadora y “ángel del hogar” asignado a la mujer en la época, pero que al fin, cual construcción a la que se le han volado algunas tejas, termina enrareciendo todo el libro. Como era de esperarse, los primeros en caer en la cuenta de ello son sus mismos contemporáneos. Así, luego de publicado el libro aparece en el Anuario Bibliográfico editado por Alberto Navarro Viola una crítica lapidaria –que ni siquiera la bendición/salvataje de parte de Sarmiento4 puede invalidar– que le achaca a la autora “incorrección” y “mal gusto” (“…resulta de bastante mal gusto, recargado, encabezadas las páginas con angelitos de libro de misa y sobre todo, impreso en feo tipo y con tal incorrección y descuido que raya en lo increíble”5). Puede que la jaulita dorada “ejemplar” de la época fuera Julia o la educación. Libro de lectura para las niñas (1863), de la educadora Rosa
Guerra –volumen organizado como un diálogo entre madre e hija que incluía, además, un “Resumen de las reglas de urbanidad”–; o El recreo de las niñas: Preceptos, ejemplos morales, propios para la educación de las mujeres (1855, 1864 para la edición argentina), del chileno Luis Verdollin. Con todo, es preciso distinguir la idiosincrasia de estos y otros textos que, a diferencia de los Eduarda, difundidos bajo la esfera pedagógica ligada a la política de promoción y obligatoriedad de la educación, fueron la malla disciplinadora oficial de la infancia y juventud de la época.6 “Virtud y trabajo” son entonces los altos valores invocados. Los mismos que el positivismo romántico de Augusto Compte había reservado para la mujer en el paroxismo de su “Religión de la Humanidad”, encumbrándola en verdadero “ángel de la guarda” que auguraría el triunfo del espíritu positivo sobre la tierra, al conciliar en su seno las necesidades afectivas e intelectuales de los hombres.7 La figuración de la maternidad como extrema realización psicofemenina que puede observarse en los textos de Eduarda debe ser pensada como culminación de ese paradigma de pensamiento que, curiosamente, puede rastrearse luego en la reflexión de otra feminista, de cuño “extrañado”, como Lou Andreas-Salomé.8 Las consideraciones de Eduarda vertidas en distintas colaboraciones realizadas en este período porteño, en El Nacional, La Ondina del Plata, La Nación o La Gaceta Musical comulgan con aquéllas esbozadas años después por la musa inspiradora de Nietzsche, Rilke y Freud en “Reflexiones sobre el amor”, “Erótica”, “El ser humano como mujer”. Veamos por ejemplo un artículo publicado en el diario La Nación, en 1883 (“Educación de la mujer”): Yo lo confieso, a trueque quizá de arrancar ilusiones a algunos de mis amigos: no soy partidaria de la emancipación de la mujer, en el sentido de creer que ésta podrá luchar con el hombre en el terreno de las ciencias y en su aplicación profesional. Pienso que la naturaleza ha dispuesto las cosas de otra suerte, y que la que está destinada a llevar en su seno al que más tarde ha de ser un hombre, hállase por ese hecho mismo, no digo a la altura de este último, sino más arriba. Ambas, Eduarda Mansilla y Lou Andreas-Salomé comparten, en efecto, un malestar con la causa feminista; el malestar de mujeres que, siendo muy influyentes en su época, no se reconocían en un discurso que ponía en escena la subalternidad femenina, y desplegaban por tanto un aparato retórico capaz de presentar como virtud o valor aquello que el discurso androcéntrico abiertamente denostaba.
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Cabeza de alfiler
Para poder entender la peligrosa excentricidad de Eduarda, quizá sea preciso observar la representación idiosincrásica que se hace de la mujer en otros textos de época, por ejemplo las novelas Pot-pourri (1881) y Sin rumbo (1885), de Eugenio Cambaceres9: (…) estos demonios de mujeres tienen ciertas cosas que nos engañan, aunque ellas mismas no quieran engañar (PP.111) ¡Urraca encerrada en jaula de oro, sin darte cuenta de la indignidad de tus manejos, quiero hacerte el favor de suponerlo, espías inquieta y agitada el momento en que la mano incauta de tu marido te abra las puertas para volar a los tejados vecinos… (PP.118) La limitación estrecha de sus facultades, los escasos alcances de su inteligencia incapaz de penetrar en el dominio profundo de la ciencia, rebelde a las concepciones sublimes de las artes, la pobreza de su ser moral, refractario a todas las nociones de justicia y de deber, el aspecto mismo de su cuerpo, ¿(…) no revelan claramente su destino, (…) no estaban diciendo a gritos que era un ser consagrado al amor esencialmente, casi un simple instrumento de placer, creado en vista de la propagación sucesiva y creciente de la especie? (SR.137) Con su estilo de juanete bufonesco, conversacional, de “musicante infeliz que se presenta en público con el sombrero en la mano y cuyo solo delito consiste en haber escrito una farsa, en haber compuesto un pot-pourri en el que se canta clarito la verdad”, Cambaceres despliega
como estrategia ficcional el lugar del causer provocando un revuelo mayúsculo que, a la distancia, no hace más que evidenciar los dos grandes sujetos que aterran a la sociedad “bienpensante” de la época: la mujer independiente y el inmigrante. La literatura de Cambaceres es un claro tapiz del mundo del ochenta y su moral escindida entre el prostíbulo irredento y la “jaulita dorada”: la transgresión de las pautas sacras de la familia purgadas por la batería médico-biologicista de la época, mientras que en la mujer resultaban condenatorias, en el hombre se presentaban con el ejercicio de una sexualidad de conquista –atributo necesario del poder y la autoridad–. Pero si, como señala Andrés Avellaneda, Cambaceres termina por defender los ideales y formas de vida de la alta burguesía, que a su vez concluye por aceptarlo como escritor10, la discreta manera de Eduarda de mantenerse al margen o de llamarse al silencio, frente a la proliferación escriturante de sus contemporáneos, exige hoy a la crítica un ejercicio reflexivo mayor. Pero el enrarecimiento –arriesgábamos– de estos textos pretendidamente infantiles (que se hacen cargo, por cierto, del cliché falocéntrico de su época de menospreciar a la mujer presentándola como una infante perpetua) se evidencia en la recurrencia de los diminituvos y de un tema, el de la maternidad. No por casualidad, dedica los relatos a sus hijos o –suponemos– a otros “niños” próximos de su entorno, teledirigiendo sutilmente la enseñanza brindada en cada apólogo. “Tiflor”, por ejemplo, está dedicado a Rafael (que es el nombre del
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Muñeca rota
tercer hijo de Eduarda), “Pascua” a Eda y Manuel (como se llamaban sus dos hijos mayores), “Chinbrú” a Daniel (su cuarto hijo) y “Nika” a Eddie y Charley (sus hijos menores). No obstante, es preciso apuntar que lo que diferencia a estos relatos de otros del género es la focalización narrativa, es decir el punto de vista que articula la historia, que la más de las veces se centra en la mirada del “menor” y en el gran arco semántico que esta palabra recorre (infante, mujer, indio o esclavo) y que sólo se suspende al final, con el remate pedagógico-moral que cierra los cuentos. Veamos uno de los relatos más logrados del conjunto, “El alfiler de cabeza negra”, dedicado a un misterioso “Kin”. Esta vez el protagonista de la historia es un alfiler, que metonímicamente refiere a la costura, una actividad ligada al ámbito femenino sobre la que incluso Eduarda reflexiona en el artículo anteriormente citado.11 Ésta es la historia de “un alfiler de cabeza negra –así comienza el cuento–, a quien se le había metido en su escasa cabecita negra y redonda, que era bonito, muy bonito y con mucho superior a sus hermanos alfileres como él; pero no pretenciosos y vanos”. El alfiler en cuestión habitaba un papel en la vidriera de una mercería, rodeado de botones de nácar, relucientes tijeras y ovillos de hilo. Contra lo que podría suponerse en una lectura apresurada del texto, la moraleja del relato está dispuesta más que a condenar las ambiciones de este alfiler –curioso antecedente del “Cabecita negra” (1962) de Rozenmacher–, a estigmatizar el hecho de que el mismo abandone y olvide sin más a sus hermanos, es decir a sus pares, para subirse al bello sombrero de raso de una dama de alcurnia y observar desde allí el poético paisaje de la diferencia: “¡Cuán feliz estaba el vanidoso, que creía ver plenamente justificadas sus pretenciosas miras: Cierto –pensaba– yo valgo lo que mis hermanos no valen, y con razón nunca dudé de la suerte feliz que me esperaba!” Su final es por tanto doblemente ejemplar. La caída al piso, la pérdida de su brillante cabeza “donde la luz bailaba juguetona y caprichosa”, su devenir en atroz juguete de un niño mimado que lo utiliza para flagelar a una mariposa rota antes de ser barrido por una escoba, resignifica en clave infantil las tensiones que atraviesan todos los textos de Eduarda. Pero es preciso insistir: estos relatos exudan un tufillo que va de la anormalidad a la excentricidad revulsiva. Y esa revulsividad se asienta, en parte, en el hecho de enarbolar a una jaulita o un alfiler en personajes centrales del relato miniaturizando problemáticas que son ya sociales, ya de género, para vaciarlas del pathos trágico y circular del mito y convertirlas en juguetes puestos al servicio de los niños (como se recordará, para Baudelaire, el alma del juguete es aquella que los niños pretenden apresar cuando lo destruyen). Según señala Giorgio Agamben, el carácter esencial del juguete se encuentra en su capacidad de suspender diacrónica y sincrónicamente el sentido (un juguete, en tanto miniaturización, sólo puede comprenderse en su carácter temporal reponiendo ese “una vez” y ese “ya no más” que en tanto objeto diácrónico/sincrónico condensa); el juguete, al fragmentar, tergiversar o miniaturizar el pasado lo presentifica, lo vuelve pura temporalidad humana.12 Por tanto, como materialización radical de la historicidad contenida en los objetos, el juguete opera –de ahí su potencia– en un doble movimiento de clausura y apertura continua.
Es el Platón de Las Leyes, el dolorido testigo de la corrupción de la polis que con minuciosa paciencia dibuja la imagen de un estado ideal, quien propone la fórmula para desterrar la decadencia: una legislación seria y la educación del ciudadano desde la infancia. El juego, en la perspectiva platónica, es mimesis y práctica de la vida seria, y cumple una función paidética: es el instrumento más eficaz de la educación y la vía más placentera para educar al ciudadano. Para Platón no hay juego sin leyes y la aceptación de las reglas de juego crea una comunidad lúdica que es modelo y maqueta de un orden acaso perfecto. Desde esta plataforma de pensamiento, no sorprende observar que el juguete privilegiado en la formación femenina haya sido históricamente la muñeca y que la condena moral desplegada, por ejemplo, en el cuento “La Paloma blanca” esté centrada en la niña que juega a juegos varoniles y que la narradora llama una y otra vez “Machona”. No obstante, superada ya “La Jaulita dorada” en las primeras páginas del libro, Eduarda tampoco habilita aquí el cliché: Hay una “mamita” ideal que es rubia, tiene rizos, carita y gestos de ángel, pero no sólo está lisiada sino que es “Jorobadita” –y así por tanto la llama–; la Jorobadita, entonces, juega a las muñecas, cuando la Machona le rompe la que más quiere, muere. Todo el relato está consecuentemente dispuesto sobre la transformación de la machona en mamita, en la condena de su virilidad y en la necesidad de que la institutriz (Miss James y todas las maestras a las que interpela en las últimas líneas del cuento), es decir el entorno educativo, la acompañe en ese proceso.
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cance nacional que, en los hechos, se materializó en el pedido por parte de los cónyuges de que sus apellidos fueran desde entonces un solo bloque inseparable: en “García-Mansilla” confluían así las dos líneas antagónicas que habían violentamente escindido, hasta el momento, al territorio del Río de la Plata (“los García, diplomáticos y juriconsultos, liberales, rivadavianos, unitarios y amigos de lo extranjero; y los Mansilla, militares, federales, nacionalistas y desconfiados de todo lo foráneo”14). Anteriormente observamos que otro elemento de anomalía en estos relatos es el modo en que se manifiesta o imparte el saber. El cuento “Bimbo” narra el amor de una niña por su perro o –mejor dicho– el perfecto amor de un king charles por su ama (“Quién podrá medir jamás el cariño de un perro! Qué pasión podrá luchar con esa abnegación incansable, con esa dedicación de todos los instantes, con esa constancia a prueba de ingratitud, de ausencia y aun de muerte!”, 135), pero para presentar la donosura del perro la narración se detiene, por ejemplo, en un cuadro de Van Dyck, o recuerda al personaje bíblico Job para graficar su miseria, o menciona el pensamiento de Fourier y la creación de sus falansterios cuando observa la figura de un “sirviente mal entrazado”15. En los cuentos de Eduarda, la narración salta con naturalidad del Rey Lear de Shakespeare a comentar –por ejemplo– la elemental sencillez de la reina Isabel de España, a quien Eduarda y su familia visitaban habitualmente en París, luego de que ésta se exiliara en Francia para abdicar a favor de su hijo, Alfonso XII. Un ámbito selecto de relaciones, un saber atizado por una curiosidad excesiva y una capacidad extraordinaria para expresar con natural liviandad aquella distinción simbólico-cultural que por cuna le ha sido dada: he aquí el terrero lúdico sobre el que Eduarda despliega ese plus de saber que puntea con recurrencia sus textos. Johan Huizinga señaló en Homo ludens que la cultura surge del juego, es juego y se desarrolla jugando; a partir del estudio de las sociedades arcaicas sobre las que acopió abundante documentación, afirmó incluso que la vida comunitaria “se juega”: el derecho, la poesía, el culto, la guerra, la danza y la música inclusive nacieron –según el historiador holandés– como formas de competencia noble y fue a través de ese espíritu lúdico que se desarrollaron y perfeccionaron.16 Con todo, un recorrido veloz por los dos mil años de vida occidental le arrojan la certeza de que en el siglo XIX se producen los últimos estertores del juego en tanto función motora del proceso cultural. Así, la formación de clubes clandestinos y el gusto por los salones, típico del siglo de las luces, sus asociaciones literarias y la afición por las sociedades secretas serán los últimos vestigios de esa matriz lúdica que occidente, en el siglo posterior, con su ideal utilitario de bienestar burgués terminará encorsetando en la noción de “niño” y en los dispositivos disciplinares que con ella se impone. Asumir la voz del infante y trasladar a y por ella ese saber excesivo que porta, le permite a Eduarda desquiciar doblemente el deber ser asignado a la/s figura/s del subalterno, impuesto por las relaciones de clase, género y demás. Todo lo que pertenece a la esfera del juego ha pertenecido alguna vez a la esfera de lo sagrado, pero al miniaturizar conflictos y disponerlos en la lógica del juego, Eduarda potencia la capacidad lúdica de acción de los sujetos lectores (los destinatarios de sus relatos), desbaratando el ámbito estanco de la repetición impuesta por la lógica ceremonial del rito, para recordarnos una vez más que el tiempo y la cultura son asuntos enteramente humanos.
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Sin embargo, en esa anormalidad nominativa que puntea el texto, se manifiesta un sino grotesco, entre trágico y bizarro, que termina desquiciando la misma ortodoncia disciplinar que intenta desplegar. La maternidad para Eduarda es la experiencia de lo inefable, la matriz de sujeción y de-sujeción de la psiquis femenina: una experiencia que, siendo intraducible e inclasificable, se vuelve en su obra, una y otra vez relato. Si en Pablo o la vida en las pampas (novela publicada en París en 1869 y traducida por su hermano Lucio V. Mansilla para el diario La Tribuna en 1870), por ejemplo, se proponía en principio describir el paisaje, las formas de vida y costumbres del gauchaje, explicando a los franceses –su público de entonces– la tensión civilización-barbarie; es curioso observar al finalizar las casi doscientas páginas, que la autora termina esbozando un tratado de las pasiones en la que no sólo se asume lo primitivo como propio de lo nacional, sino que la gran heroína de esa historia de amor termina siendo, precisamente, la madre. Una madre que luego calzarse un pañuelo en la cabeza corre tras su hijo para intentar salvarlo de la absurdidad de una muerte anunciada. Como señala María Gabriela Mizraje13, hay un destino fatal que en Argentina empieza a trazarse en el siglo XIX para llegar a su máximo grado de criminalidad y desesperación en el siglo XX y que en …la vida en las pampas se anuncia como oráculo trágico en esa “loca de la Plaza” que sólo vive para recordar a su hijo muerto. Con todo, esta pulsión hiperbólicamente maternal de la autora es preciso comprenderla, una vez más, en su tiempo y circunstancia. La realización de su mismo matrimonio fue vivido como un hecho político de al-
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Negros, indios y lenguaraces
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El relato “Chinbrú” despliega, en este sentido, múltiples referencias culturales enmarcadas esta vez en la teoría evolucionista y el “sistema educacionista americano”17. En diálogo con el relato “El alfiler de cabeza negra”, el cuento narra la historia de un mono que a causa de “aspiraciones de una esencia más elevada” (114) abandona a sus hermanos y “deserta de su frondoso timbó” (116), su árbol natal. Si bien por homofonía, parece ligarse a los monos churucos que habitan mayormente el Perú (también conocidos como choros o corongos), este “macaquillo” –como lo llama cariñosamente la narradora que incluso en este cuento irrumpe en primera persona (“Pero cuán lejos estoy de Chinbrú; y el picarillo aprovechando de mi distracción, salta, que trepa, trisca que huelga…” 116)– vivía en los tupidos montes del Gran Chaco gozando de una ilimitada libertad que sólo llega a valorar cuando la fatalidad lo convierte en la simpática mascota del “Signor Gian Battista Regnano”, que lo castiga a diario y apenas lo alimenta: “Látigo y hambre, qué dos palabras para levantar un mundo de monitos y aún de chiquillos!”(119) El relato se demora en la descripción de todos los sufrimientos de ese monito que no puede más que danzar sus miserias al son de la musiquita patética en las que se cifran las nueve lunas de su existencia. Pero es un niño quien, paradójicamente, detiene la canción de sus quimeras y pesares cuando – inocente– le arroja un durazno: al intentar tomar la fruta para saciar su hambre inmensa, Morino –como lo llama su amo– recibe en pleno espectáculo el guascazo final que termina con su vida. Es preciso apuntar que el macaco vistió hasta el trágico día de su muerte un vistoso traje de seda amarillo, con galones de plata que exageraban sus dimensiones y realzaban su “talla mezquina” (123) –el traje era, por supuesto, una réplica exacta del traje que usaba en su juventud su dueño.
Casualmente, el último cuento que cierra el libro se llama “Tío Antonio” y tiene como protagonista a un esclavo negro. Es imposible no leer el texto (fechado en 1879) sin recordar de inmediato la novela La cabaña del tío Tom (1852), de la norteamericana Harriet Beecher Stowe –más aún cuando comprobamos que para la fecha en la que esa novela alcanza su pico de influencia (se calcula que luego del primer año de publicada ya había vendido 300.000 ejemplares), Eduarda estaba en Estados Unidos acompañando a su marido. Efectivamente, en 1860 García es comisionado para estudiar las características y el funcionamiento de la justicia norteamericana, es decir que la familia García-Mansilla vive de cerca el estallido de la Guerra de Secesión. El cuento de Eduarda, en sintonía con la autora abolicionista, se centra en la historia de un esclavo africano maltratado por sus amos, que termina abrazando el amor cristiano y la fe, para convertirse en ejemplo de beatitud y bondad. La novela de Beecher Stowe sale a la luz en fechas en que Estados Unidos era uno de los pocos países que seguían admitiendo la esclavitud legal y contribuyó en su momento a profundizar el debate y concientizar a los lectores respecto de las atrocidades del sistema esclavista. Como se sabe, la esclavitud en el Río de la Plata fue abolida mucho tiempo antes (la Asamblea del año 1813 dicta la “libertad de vientres” y en 1853, con la vigencia de la Constitución de la Confederación Argentina, queda abolida definitivamente), por esa razón Eduarda fija la acción del relato en las inminencias del período revolucionario, exponiendo claramente el hecho de que los esclavos liberados luego debían sumarse a las filas del ejército patrio. El relato “Tío Antonio” se viste, entonces, con trajes facturados sobre la misma vocación redentora y salvífica de la escritora norteamericana, pero le imprime un sello propio. A los rasgos de estilo anteriormente expuestos para caracteri-
1 Ricardo Rojas, por ejemplo, en su paradigmática Historia de la literatura argentina le dedica sólo dos páginas en las que menciona algunas de sus publicaciones (Historia de la literatura argentina. Ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata. 9 vol. Buenos Aires, Guillermo Kraft, 1960). En 1959 Roberto Giusti (“La prosa de 1852 a 1900” en: Historia de la literatura argentina. Rafael Alberto Arrieta, dir. Vol. III. Buenos Aires, Peuser, pág.359-438) califica de “inconsistentes ficciones románticas” a sus relatos; a fines de los sesenta y comienzos de los años setenta, en la Historia de la literatura argentina del Centro Editor de América Latina se apunta apenas la existencia de la autora. 2 Mansilla de García, Eduarda. Cuentos (1880). Edición anotada a cargo de Hebe Beatriz Molina. Buenos Aires, Corregidor, Ediciones Académicas de Literatura Argentina, 2011, pág.93. 3 Sophie Rostopchine, Condesa de Ségur (1799-1874), escritora de origen ruso, quien escribe una veintena de novelas y una colección de cuentos, entre ellos: Les petites filles modèle (1858), Les malheurs de Sophie (1859), Pauvre Blaise! (1862), Le Général Dourakine (1863). Éduoard René Lefebvre de Laboulaye (1811-1883), político e historiador francés, muy influyente en su época, amigo también de Sarmiento, autor además de
Contes bleus (1863) y Nouveaux contes bleus (1866) para niños. Es recordado por ser el inspirador de la idea de ofrecer una estatua que representara la «Libertad» a los Estados Unidos y por instaurar en Francia la libertad de la enseñanza superior. Hans Christian Andersen (1805-1875), autor danés que adquiere rápidamente prestigio internacional gracias a sus cuentos para niños, entre los más conocidos se destacan: “Den standhaftige Tinsoldat” (“El soldadito de plomo”, 1838), “Den lille Havfrue” (“La sirenita”, 1835), “Tommelise” (“Pulgarcita”, 1836) y “Den grimme Ælling” (“El patito feo”, 1842). 4 Para ahondar en la relación Eduarda Mansilla – Sarmiento, ver el trabajo de María Rosa Lojo: “Sarmiento crítico literario y promotor de mujeres escritoras: su lectura de Eduarda Mansilla” en: http://bib. cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=35893&portal=339 . 5 Anuario Bibliográfico de la República Argentina II, Buenos Aires, 1880. (www.cervantes.virtual.com) 6 Alloatti, Norma. “Cuentos y lecciones: Textos para niños decimonónicos en Argentina” en: Ocnos. Revista de Estudios sobre Lectura 3. Buenos Aires, 2007, pág.91-102. Hebe Beatriz Molina. Ob.cit. 7 Cfr. Kolakowski, L. La filosofía positivista. Madrid, Cátedra, 1979, cap.III.
singular aporte del texto. Según explica, la primera mención de esta historia aparece en La Argentina manuscrita de Ruy Díaz de Guzman, reaparece en la Argentina de Martín del Barco Centenera, y sufre sucesivas reelaboraciones en la voz de los historiadores jesuitas en los siglos XVII y XVIII y en la Descripción e Historia del Paraguay de Félix de Azara. La singular reescritura del mito de Lucía Miranda vendría a explicar, entonces, de un modo absolutamente novedoso la violencia interétnica desencadenada en la Conquista, colocando a la mujer en la peligrosa frontera que comunica ambos mundos. La versión moderna de Eduarda resulta, así, no sólo fundadora sino excepcional: portadora de una educación fuera de lo común, la mujer se convierte en la gran intérprete del “Otro”, en vía de comunicación y mediación entre el mundo “salvaje” y el mundo “civilizado”. Según María Rosa Lojo, la reelaboración de este mito en un protagonismo activo –por encima de la función épica viril– de la mujer en tanto educadora, mediadora entre mundos, alienta la formación de un linaje mestizo donde no solo se entretejen los cuerpos sino también las culturas.20 Este esfuerzo de generar puentes entre las sociedades, las personas y las lenguas, puede observarse, entonces, a lo largo de toda su obra y más aún en los relatos infantiles aquí analizados. La excentricidad de Eduarda, su insistente manera de enrarecer de múltiples modos el texto para ingresar al mundo de la infancia y de la subalternidad, no sólo cuestiona el pensamiento hegemónico de la clase dirigente e ilustrada de su tiempo sino también las férreas premisas del proyecto civilizador occidental, del que también era parte. Con sus relatos infantiles, sus excesos e incluso sus mismas contradicciones, Eduarda intenta algo más que introducir en estas tierras un nuevo género. Puede que aún no hayamos comprendido totalmente su gesto...
8 Cfr. Lou Andreas-Salomé. El erotismo. Barcelona, José J. Oañeta Editor, 1998. 9 Cambaceres, Eugenio. Pot-Pourri. Madrid, Hispamérica, 1984 (PP). Sin rumbo. Buenos Aires, Huemul, 1985 (SR). 10 Avellaneda, Andrés. “El naturalismo y E. Cambaceres” en: Capítulo. Historia de la literatura argentina. Tomo II, Bs. As., Cedal, 1968. 11 Según Hebe Beatriz Molina (ob.cit.), la escritora recurre allí insistentemente al concepto de ley natural para fundamentar sus juicios, y a la vez que defiende el lujo o la suntuosidad con razones tanto históricas como político-económicas, celebra el hecho de que la costura sea fuente de trabajo digno de “la mujer del pueblo”. Molina señala que este tema provocó en la época numerosos debates; no obstante, recién a partir de 1900 se establecen institutos secundarios donde las mujeres habrán de estudiar corsetería, hechura de sombreros, encajes, bordados etc. Ver además: Little, Cynthia J. “IX. Educación, filantropía y feminismo: Partes integrantes de la femineidad argentina, 1860-1926” en: Lavrin, Asunción. Las mujeres latinoamericanas. México, FCE, 1885. 12 Agamben, Giorgio. Infancia e historia. Bs. As., Adriana Hidalgo, 2003. 13 Mizraje, M. Gabriela. “Estudio prelimiar y edición crítica” en:
Mansilla de García, E. Pablo o la vida en las pampas. Bs. As. Colihue-BN, 2007. 14 García-Mansilla, Daniel. Visto, oído y recordado: Apuntes de un diplomático argentino. Buenos Aires, Kraft, 1950. 15 “…para esas faenas disgustosas que tanto preocupaban al buen Fourier en la distribución equitativa del trabajo en su falansterio…” Mansilla, E. “Bimbo” en: Cuentos. Ob.cit., pág.143. 16 Huizinga, Johan. Homo ludens. Buenos Aires, Emecé, 1968. 17 “No hay maestro como el dolor; si las madres no fueran madres, cuánto no alcanzarían de su prole con el sistema del educacionista americano Horacio Mann, que tanto recomienda el látigo (even for girls)…” (Cuentos. Ob.cit., pág.119) Horace Mann (1796-1859), propulsor de la educación pública norteamericana, amigo personal de Sarmiento. 18 Mansilla, Lucio V. Mis memorias. Buenos Aires, El Ateneo, 1978. 19 Batticuore, Graciela. La mujer romántica. Lectoras, autoras y escritoras en la Argentina: 1830-1870. Buenos Aires, Edhasa, 2005, pág.283. 20 Lojo, María Rosa. “Introducción” en: Mansilla, Eduarda. Lucía Miranda. Madrid, Iberoamericana – Frankfurt am Main: Vervuert, 2007.
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zar la escritura de Eduarda, hay que agregar ahora el uso proliferante de palabras provenientes de otros idiomas (inglés, francés, italiano) que, al azar, se entremezclan en la narración junto a un registro del habla de época. Es el mismo Lucio V. Mansilla18 quien se encarga de dejar constancia en Mis memorias del talento natural de su hermana para “hablar en lenguas”. Así y todo, hay una escena rescatada por biógrafos e historiadores que nos muestra a la niña Eduarda oficiando de traductora entre dos figuras más que relevantes de la política internacional de entonces: el presidente argentino Juan Manuel de Rosas y el conde Alejandro Colonna-Walewski, hijo de Napoleón y representante del rey Luis Felipe ante la Confederación Argentina, enviado especialmente a Buenos Aires para intervenir en el conflicto que determinó el bloqueo francés, en 1845. A partir de esta escena capital, Graciela Batticuore aborda la totalidad de la obra de Eduarda para ver en ella su fuerte rasgo “mediador”: “Traducir América para los europeos es lo que intenta Mansilla en El médico de San Luis y todavía más en Pablo ou la vie dans les pampas. Pero también explicar a los argentinos las costumbres y los hábitos de la realeza europea en Lucía Miranda o las delicias y fealdades de una nación moderna y en todo diferente a su patria de origen en Recuerdos de viaje.”19 En esta misma línea de reflexión, María Rosa Lojo observa la extrema capacidad de Eduarda de traducir lenguas y culturas, “sin rechazo chauvinista ni admiración por lo extranjero”; talento que según la crítica desembocaría en la afirmación de una voz autoral única en su época. En la edición anotada de la novela Lucía Miranda (publicada como folletín en el diario La Tribuna en 1860), Lojo rastrea distintas fuentes en busca de la presencia de ese relato mítico en que los indígenas se levantan movidos por el deseo de posesión de una mujer blanca, para distinguir el
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Las estrellas según Rey por Marcelo Damiani*
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Marcelo Damiani (Córdoba, 1969) Escritor, periodista cultural y profesor universitario. Ha publicado Adios, pequeña (1995), El sentido de la vida (2001), Pasajeros (2003), El oficio de sobrevivir (2005), Algunos apuntes sobre mi madre (2007) y El efecto Libertella (2010). Su blog es www.eloficio.blogspot.com.
Reynaldo, al principio, era simplemente Rey. Reinaba, soberano y autárquico, sobre sus padres, tíos, abuelos y amigos de la familia sin ningún tipo de obstáculos u oposición. Sólo tenía que emitir un sonido gutural y cansino y señalar el objeto de su deseo para que su voluntad fuera cumplida inmediatamente. La vida, en esa época, consistía en individualizar la forma de las cosas que pululaban a su alrededor y luego tomarse el arduo trabajo de decidir si las quería ahora o después. Seguramente ahí estaba la clave para comprender su temprana fascinación por el cine, aunque él solía quejarse de que había llegado al séptimo arte bastante tarde. Su madre recién lo había llevado por primera vez a una sala poco tiempo antes de cumplir los 4 meses, a los 111 días de vida, para ser exactos, y esto, por supuesto, hablaba de un irrecuperable tiempo perdido. Además, con el desfile infinito de imágenes en pantalla, el pequeño Rey había descubierto el fenómeno de la decepción. Los sonidos guturales, los señalamientos espasmódicos y ni siquiera los más desaforados llantos parecían suficientes para detener el flujo de los objetos deseados y rápidamente perdidos para siempre en ese tragaluz del infinito. Era como estar en medio de un incontrolable huracán de estímulos que lo zamarreaba de un lado a otro sin ningún tipo de compasión. Rey sentía punzantes destellos de placer, pero como si simultáneamente estuvieran sumergidos en una turbulenta corriente de dolor. Esto parecía destinado a acabar con su capacidad de asombro, y también con sus energías, ya que después de estas verdaderas sesiones de tortura terminaba agotado. Así, cada salida al cine dejaba diezmado su poder, y por un tiempo, lo convertía en un bebé apático y meditabundo, albergando grandes sospechas sobre la autenticidad de su reinado. Poco a poco, no obstante, las cosas retomaban el cauce de la normalidad, y él volvía a ejercer su poder tirano sobre todos los seres que lo rodeaban. Paralelamente, su deseo de volver al cine se acrecentaba, para probar de nuevo su fuerza frente a ese rival que lo tentaba con objetos que luego escondía o tan sólo hacía desaparecer, sin que mediara ningún tipo de lógica o notificación. Mientras más tiempo pasaba entre película y película, por otra parte, más seguro estaba que esta vez podría controlar el flujo de imágenes a su antojo. Pero cuando volvía a la sala oscura las cosas seguían escapándose irremediablemente, y su madre, en vez de facilitarle lo que le pedía, como sin duda era su trabajo, lo sacaba del lugar a los retos, única opción razonable frente a sus gritos y pataleos imberbes, por lo menos hasta que su garganta se cansara de chillar y todo su cuerpo fuera vencido por el sueño. El cine se convirtió así en su peor enemigo.
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El nacimiento de su hermana, el aprendizaje del alfabeto y la aparición de nuevos y mayores obstáculos para mantener su reinado en el palacio familiar, sin embargo, le dieron la oportunidad de aparentar cierta indiferencia ante ese monstruo que siempre se mostraba tan impermeable frente a sus cada vez más dudosos poderes. Luego, como esos enemigos cuyas vidas terminan dependiendo de la lucha que han entablado, empezó a quedar subyugado por las imágenes. Su magia lo arrojaba fuera del mundo. Muchas veces, como un magro intento para descubrir su mecanismo, solía repasar mentalmente las mejores partes de las películas que lo llevaban a ver, buscando el truco que lo había hecho caer en su red. Así cayó en el fetichismo. Por medio de fotos y muñecos trataba de apoderarse de determinados rostros o personajes que sin embargo no dejaban de demostrarle su carácter esquivo y huidizo. No importaba todo lo que tuviera, siempre había algo que escapaba a su poder; así comprendió que las cosas no eran para nada parecidas a sus imágenes. Tal vez por eso no sintió que los poderes estaban balanceados hasta que empezó a relacionar lo que pasaba en la pantalla con determinadas palabras que iba aprendiendo día a día, y que parecían tan destinadas como las imágenes a llenar de sentido ese fluir de acontecimientos que era su vida. El punto de inflexión, cuando imágenes y palabras se enlazaron para siempre, sucedió en un autocine, en las afueras del último autocine que quedaba en la isla; ahí descubrió el secreto de las estrellas. Su familia acababa de llegar a la ciudad y Rey ya tenía muchos recuerdos felices de otros autocines y otras noches de verano contemplando películas al aire libre. Claro que a veces lo más interesante era el espectáculo del cielo y las estrellas, por lo que a él no le costaba demasiado cambiar de pantalla y quedarse dormido con esa sensación placentera de ser una parte importante del universo. Su familia, desde que él tenía memoria, había vivido en una gran casa en las afueras de Colonia. En los veranos, cuando el calor se tornaba insoportable, tenían la costumbre de dormir en el patio del fondo. Era uno de los pocos casos en que Rey disfrutaba mucho de todos los preparativos previos al gran acontecimiento. Por lo general, la noche empezaba con un asado hecho por su padre, sin postre y con el presentimiento de lo que se avecinaba; Rey había notado que sus padres utilizaban estas cenas al aire libre para escudriñar el cielo en busca de nubes sospechosas. Varias veces los había sorprendido la lluvia en medio de la noche, y más allá del buen humor con el que se tomaban el imprevisto, a nadie le gustaba que le estropearan el sueño de esa forma. A veces incluso usaban el olfato de su perra para dirimir el asunto. Ella era una doberman despierta que odiaba la lluvia, y por lo tanto, cuando la olfateaba, coherente consigo misma, no se acercaba al patio por ninguna razón, ni aunque la tentaran con los más jugosos pedazos de carne. Rey amaba a esa perra. Había sido su compañera de juegos y exploraciones antes de que llegara su hermana, y su madre nunca se cansaba de repetirle que los dos habían nacido el mismo día. Pero
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Rey no encontraba tan notable esta coincidencia como la de su nombre: La Negra era negra. Parecía una estupidez, pero para él era algo muy serio. Les había preguntado varias veces a sus padres, juntos y separados, para constatar sus versiones, quién la había bautizado; Rey, como todo Rey, era un monarca muy desconfiado. Al parecer, el nombre se lo había puesto un veterinario desconocido: Rey hubiera querido preguntarle por qué lo eligió, dado que todos los doberman que conocía hasta ese momento eran negros. ¿No se prestaba a confusiones? ¿Cómo se daba cuenta uno cuál era precisamente La Negra? ¿Sería posible que a nadie se le hubiera ocurrido antes ponerle este mismo nombre a otra doberman? ¿O acaso no les importaba? ¿La gente pensaba bien las cosas antes de hacerlas? Esta era la razón por la que siempre elegía a su perra como personaje principal cada vez que en el colegio le pedían que escribiera una composición con tema libre. Pero sus maestras tampoco entendían la importancia del asunto. Rey sospechaba que había muchas cosas que los adultos no comprendían o que no querían comprender deliberadamente. Aunque lo que sí parecían haber entendido era que La Negra nunca se equivocaba cuando se trataba de predecir la lluvia. Así, después que sus padres se convencían de que esa noche no iba a llover, mientras levantaban la mesa, justo antes de ir a ver televisión o directamente a acostarse, aparecía la esperada pregunta: “¿Quién quiere dormir afuera esta noche?” “¡Yo! ¡Yo!”, gritaba su hermana, y Rey cruzaba una mirada llena de sobreentendidos con su perra. Entonces salían corriendo a buscar los trapos que había hecho su madre para poner sobre el césped. Una vez acomodados, llegaba el turno de los colchones, tarea exclusiva de los hombres de la casa; las mujeres se encargaban de las sábanas, los cubrecamas y las frazadas, por si refrescaba demasiado durante la noche. Por último, los espirales, aerosoles y cremas para protegerlos de los mosquitos. Rey era siempre el primero que se acostaba y el último en dormirse, como si tuviera miedo de perderse el espectáculo de la noche estrellada. Cuando sus padres se acostaban, Rey le preguntaba a su madre dónde estaban La Cruz del Sur, Las Tres Marías, Las Siete Cabrillas, El Lucero del Alba, y por supuesto, su planeta favorito: Mercurio. Él sabía perfectamente dónde se encontraban, pero nunca se cansaba de preguntar, como si
necesitara de una nueva confirmación de su saber adquirido luego de tantas noches de dormir afuera. Tampoco se contentaba con identificar los grupos de estrellas que ya conocía, sino que también trataba de buscar formas nuevas en el cielo. A veces le parecía ver barcos, caballos, perros, trenes y árboles; o incluso dragones parecidos al lunar que tenía en uno de sus brazos. Siempre trataba de compartir sus hallazgos con La Negra, único integrante de la familia al que podía despertar en medio de la noche sin recibir un buen reto. La Negra abría un ojo estoicamente, miraba hacia el punto que le señalaba su amo, emitía un suspiro de asentimiento, y se volvía a acomodar a su lado para seguir durmiendo. Eso era vida. Esas noches fueron lo que más extrañó cuando tuvieron que mudarse a la capital. Su familia ahora vivía en un pequeño departamento sin patio, no tenían auto y ni siquiera se podían dar el lujo de ir al cine. Rey no sólo añoraba el hecho de quedarse dormido mirando las estrellas, sino también –sobre todo– ir a ver películas al aire libre. Por eso empezó a escabullirse los sábados a la noche con la excusa de ir a bailar, cuando en realidad iba al autocine con la esperanza de encontrar un agujero en el alambrado o entrar a escondidas gracias a algún descuido de los vigilantes. Pero nunca tenía suerte. Así llegó a conocer muy bien todos los alrededores del lugar, y una noche descubrió un árbol desde el que podía ver toda la pantalla gigante. Era cierto que no podía escuchar nada, pero encontró divertido tratar de leer los labios a los actores, y además, muchas veces los gestos o las miradas decían más que todos los diálogos del mundo. Una de las mejores imágenes que recordaba, esa que le permitió descubrir el secreto de las estrellas, era la de una mujer de belleza inolvidable; nunca supo su nombre, o quizá lo olvidó a propósito para guardar mejor su recuerdo. Ella acababa de cometer un acto atroz, vengativo, imperdonable, y sin embargo, uno no podía dejar de disfrutar de sus rasgos perfectos y de su perfecto pelo negro. La imagen que nunca podría olvidar era la de ella mirando al frente, a su amante, a la cámara: A él; sus ojos verdes relampagueando en medio de la noche mientras el fondo oscuro de la pantalla se fundía con el cielo estrellado. Entonces descubrió el secreto; entonces comprendió por qué a algunas actrices les decían estrellas.
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*** Post Scriptum
La flor del paraíso
Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿Entonces, qué? Samuel Taylor Coleridge
El Ciudadano (1941) de Orson Welles comienza con la muerte del protagonista y varios flashbacks mostrando sus obras, los signos que él ha ido dejando de su paso por el mundo, los mismos que el periodista no sabe leer durante su investigación trunca. Todos esos signos parecen apuntar y condensarse en el ya famoso Rosebud: El nombre del trineo que Kane tenía en su niñez, proveniente del ingenio con que Welles había bautizado el pubis de su novia. Pero ¿qué es Rosebud? Un capullo, un proyecto de flor (o de placer), el símbolo con el que Kane evoca su infancia perdida (y Welles su pequeña muerte), el último viaje mental a través del tiempo (antes de la muerte real). ¿Estará Welles citando a Coleridge? Tal vez no puede dejar de hacerlo, ya que el cine es la mejor máquina para viajar en el tiempo que ha inventado el hombre. Y Charles Foster Kane es el hombre que ha cruzado el paraíso y ha traído, como prueba de su estadía en él, la flor marchita de su infancia (llamada Rosebud). Tal vez, como sugiere el periodista al final de la película, ninguna palabra pueda explicar la vida de un hombre, aunque quizá sí puede arrojar cierta luz sobre su deseo. Citizen Kane es así un viaje a la semilla en busca del tiempo perdido, y los espejos que reproducen ad infinitum las imágenes finitas de Kane no hacen más que señalar, soterrada, fantasmal, fugazmente, el carácter de su avance hacia atrás, hacia el pasado, hacia las posibilidades ya esfumadas de su vida, a la caza de ese espejismo evanescente que es el paraíso perdido de su niñez, cifrado en el nombre de un añorado trineo de madera que no sólo ya no se deslizará nunca más por la nieve, sino que además terminará sus días consumido por el fuego.
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La literatura como spot Hoy, que el capitalismo ha complejizado extremadamente nuestra relación con las mercancías, es preciso discriminar los modos en que el arte es capaz de transformar los bienes de consumo en concentrados de absoluto. En este artículo se analiza además aquella literatura que asimila el discurso publicitario en sus estructuras profundas, reproduciendo sus códigos, retomando su vocación tranquilizadora. “Aquello que no somos capaces de cambiar lo debemos, al menos, describir.” R. W. Fassbinder
por Gianluigi Simonetti* traducción de Diego Bentivegna
*Gianluigi Simonetti (1973) vive en Roma y da clases de Literatura Italiana contemporánea en la Universidad de L`Aquila. Se dedica fundamentalmente al estudio de la poesía del siglo XX y de la narrativa postmoderna. Textos suyos han sido publicados en revistas como Nuovi Argomenti, Allegoria, Italianistica y Poetry magazine. Es autor, entre otros, de Dopo Montale. Le Occasioni e la poesia italiana del secondo Novecento (Lucca, Pacina Fazzi, 2002).
L
os semiólogos explican que la marca es un nombre propio que funciona como un dispositivo de sentido: éste transforma los objetos que designan “en algo diferente y más rico de aquello que son en tanto puras mercancías”1. Acostumbrada desde siempre a traficar con los nombres, la literatura se ha apropiado de ese plusvalor, utlizándolo como una metáfora. Ya en los años 30, F. R. Leavis tomaba en consideración la hipótesis de que la Biblia, Shakespeare y Milton estaban a punto de ceder su lugar a la prensa, el cine y la publicidad2; hoy, muchos años después, cuando el capitalismo ha ido complejizando nuestra relación con las mercancías, y la publicidad ha ido colonizando mucho más profundamente nuestro imaginario, con mayor fuerza el arte puede transformar los bienes de consumo en concentrados de absoluto. Las implicaciones simbólicas del marco alimentan así el “vocabulario emotivo” de ese realismo de la irrealidad mediática y merceológica sobre la que se están concentrando los esfuerzos de muchos escritores actuales. 3 En este artículo, más que en la literatura que se sirve de la publicidad, y de las mercancías, como tema, me parece interesante centrarme en la literatura que mira hacia la posibilidad como forma. No la literatura que describe, que evoca la publicidad y las mercancías, sino más bien en la literatura que se asemeja, hoy, a la publicidad, asimilando el discurso publicitario en sus propias estructuras profundas, reproduciendo sus códigos, retomando su vocación tranquilizadora.
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1. El debate sobre literatura y publicidad tiene una larga tradición. Recordemos, por ejemplo, los análisis sobre los lenguajes de los medios (Barthes), o, por el otro, las contribuciones que defienden el arte del asalto del enemigo, esbozando una teoría crítica de la cultura de masas (Horkheimer y Adorno). Cualquiera sea la aproximación, la confrontación se ha valido de las muchas homologías entre los dos polos; sobre todo, de los numerosos contactos históricos entre discurso literario y discurso publicitario, a partir incluso de los orígenes de la imprenta4; luego, de la naturaleza retórica de los dos discursos, su riqueza figurativa, sus objetivos persuasivos. La literatura “alta” crea personajes individualizados e inconfundibles, en especial cuando forja con precisión personajes; el marketing, sobre todo, en las llamadas campañas “de producto”, esos que llama roles temáticos; personajes llanos, “tipos”, máscaras de fácil reconocimiento, que proponen al consumidor identificaciones inmediatas, fáciles en tanto prefabricadas. Un soneto de Mallarmé y el jingle de la cera de zapatos Warren (lo cita Dickens en el Círculo Picwick)5 son, los dos, versificados y rimados: varía, evidentemente, la profundidad y la amplitud del proyecto formal. Resta el hecho de que, tanto en la fiction literaria como en la publicitaria, hay siempre dos fuerzas entramadas: la seducción y la manipulación. La segunda no funcionaría sin la primera: con ella, salimos de nuestra realidad para entrar en una dimensión ficticia y consolatoria que estamos más dispuestos a creer, sea eso la descripción de un círculo infernal, el
viaje de un caballero a la luna o un detergente que deja la ropa más blanca. El lector que toda obra de arte que se respeta intenta arrastrar hacia ella se encuentra pues en una posición de credulidad y de hedonismo distinta de la del espectador de un spot, sobre todo si pensamos en el modo en que actúa la nueva publicidad. Si entre los siglos XIX y XX la publicidad ha intentado desmarcarse de la tiranía de la palabra escrita, y emanciparse de la influencia de la literatura, el advertising postmoderno tiende a incorporar la estética en la economía, a desmaterializar el objeto, a espiritualizar el mensaje, acercándose de este modo a la función del arte. Cuando Barilla se refiere a la “casa” –“Donde está Barilla, está casa”– no exhibe una cualidad de sus pastas, ni siquiera un posible uso de su producto; quiere en cambio convencer al consumidor de que cambie su propio punto de vista, alterando su sistema de valores: “Consumir no es comprar, es soñar.”6 Sin embargo, ¿hacer soñar, reforzar valores, cambiar la ideas de la personas no son también, y desde siempre, algunos de los objetivos de la literatura? El hecho es que el discurso publicitario, y en particular el spot, presentan, desde un punto de vista semiótico, una configuración no sólo retórica, sino más precisamente narrativa, comparable con la de la narración literaria. Y es justamente el buen funcionamiento de la secuencia narrativa lo que otorga fuerza e incisividad a la manipulación del spot, el que hace creíbles, espectaculares y divertidos sus juegos con la fiction. No es casual que tanto la teoría literaria como el marketing hayan recurrido a la fórmula de
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| El debate sobre literatura y publicidad tiene una larga tradición: por un lado, los análisis sobre los lenguajes de los medios (Barthes); por el otro, las contribuciones que defienden el arte del asalto del enemigo, esbozando una teoría crítica de la cultura de masas (Horkheimer y Adorno). |
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los “mundos posibles”7 para describir respectivamente el funcionamiento de la novela y del spot. Ante uno y otro, se nos invita a enfrentar un mundo alternativo pero coherente y a llenar una cierta necesidad de sentido; en ambos casos somos convocados, por medio de dispositivos retóricos, a una identificación que nos moviliza emotivamente.8 Gracias a este cortocircuito, la experiencia estética que vivimos en tanto lectores y consumidores no constituye algo exterior y mecánico, sino que se transforma en un ejemplo capaz de tocarnos en profundidad y, eventualmente, a hacernos cambiar de idea. Y es por ello, todavía, que la conocida teoría girardiana del deseo triangular o mimético, puesta en juego en el ámbito de la novela y luego aplicada a la tragedia, puede ilustrar muy bien el mecanismo de las campañas publicitarias, cuando, a través de una puesta en escena, nos piden que deseemos aquello que desean otros. El creativo, como el novelista, administra el mecanismo del deseo según el otro (“le gusta a la gente que gusta”); ambos saben que el deseo no es jamás autónomo, sino que éste siempre es inducido. Pero mientras el primero debe ocultarle al consumidor esa verdad desagradable, el segundo justamente intenta develarla, hacer del desenmascaramiento uno de sus aspectos cruciales. En la oscilación entre deseo y placer que toda campaña publicitaria y toda obra de arte organizan, el creativo atribuirá siempre la última palabra, y la victoria final, al placer, entendido si no como satisfacción al menos como potencia del deseo. La novela, por el contrario, nos dice que el placer es irrealizable y que de las espirales del deseo no se sale jamás. 2. Llegamos a un punto crucial que involucra no ya las analogías sino las diferencias entre literatura y publicidad. Esta última tiene el imperativo de insistir en axiologías de tipo eufórico; ponerse al servicio de las mercancías la obliga a ser positiva, y esta obligación le obtura el acceso a una parte consistente de la realidad. Una de las pocas reglas rígidas del anuncio veta aquello que los creativos llamas negative approach: significa que en una campaña se puede hablar mal solo de la competencia; se puede ser agresivo, violento y traumáticos sólo en
la “reserva” de la publicidad social (cuando es necesario estigmatizar los comportamientos negativos, como drogarse, beber, estuprar, etc., donde de todos modos no está en juego el dinero de las empresas). Pero publicidad social y comparativa siguen siendo experiencias acotadas, excepciones que confirman el principio según el cual las representaciones en los textos publicitarios deben moldearse sobre la base de una actitud eufórica. Sabemos en cambio que en la literatura, y sobre todo en la novela, el conflicto lo es todo: dada la naturaleza inclusiva y totalizante del arte, ningún proyecto de obra podría soportar una clausura con respecto al mal y al dolor, carburante necesario para cualquier representación completa. Lo que privilegia el arte es, pues, una ritmización tímica, una dialéctica de bienestar y malestar que se pone al servicio del conocimiento y, en consecuencia, del lector. El negative approach, decretado en publicidad, se transforma en literatura en un instrumento muy potente de certificación de lo verdadero. El punto de vista de un spot es siempre optimista y unívoco: su deontología tiende a que un mensaje publicitario tenga un único significado. El poeta, en cambio, y sobre todo el novelista, apuesta fundamentalmente a la ambivalencia. La publicidad nos impone límites; el arte nos invita a superarlos; la primera nos mantiene alejados de los monstruos; el segundo sugiere que los monstruos somos nosotros. Desde esta perspectiva, la publicidad, mucho más avanzada tecnológicamente que la literatura, exhibe todos sus límites expresivos. El anuncio tiene ante todo la obligación de comunicar, es decir, de desarrollar –según la expresión de los semiólogos– “prominencia perceptiva”. Ello explica además por qué la publicidad puede, pero no necesariamente debe, poseer un estilo específico. Es más, en publicidad el estilo corre el riesgo de transformarse fácilmente en molestia, si se lo adopta con plena libertad: el exceso de forma puede, en efecto, ofuscar el otro parámetro que la publicidad está obligada a respetar siempre y en todo lugar: el de la plena comprensibilidad del texto.
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| …tanto en la fiction literaria como en la publicitaria, hay siempre entramadas dos fuerzas: la seducción y la manipulación. La segunda no funcionaría sin la primera…|
3. El primero y más relevante de los caracteres estructurales del spot publicitario es la transversalidad. Textos publicitarios aparecen en televisión, en el cine, en la radio, en internet; en la prensa en general; en los espacios urbanos e incluso en nuestros hogares. La transversalidad permite que el mensaje publicitario importe a un medio de comunicación módulos provenientes de otros medios acumulando energía semiótica del exterior y volcándola al interior. Y eso es posible gracias a otro aspecto estructural: la heteronimia del texto publicitario, el parasitismo de sus formatos, su estatus de perenne huésped de soportes diferentes, su necesidad de “apoyarse sobre algún otro texto”9, bajo alguna forma de inserción. Y es el límite físico de la inserción –la extensión de los así llamados “negros” en una transmisión televisiva, el perímetro de la página en un diario, etc.– lo que condiciona los tiempos, los espacios, en fin, los modos y la forma del spot; no por nada la rapidez y la concisión son otras importantes características del discurso publicitario. La transversalidad, la modularidad y la velocidad representan no sólo las cualidades instrumentales necesarias para todo anuncio, sino también el modelo expresivo que sigue buena parte de la estética contemporánea en busca de una aprestación formal eficaz y adecuada para el presente. Un óptimo ejemplo nos lo da la narrativa de Alessandro Baricco, que se cuenta entre los primeros narradores italianos que realiza un trabajo decidido en esa dirección. En Seda (1996), intenta asimilar algunas técnicas del discurso publicitario (además del cinematográfico y del televisivo): un óptimo ejemplo de literatura que imita a la publicidad en la simplificación que impone a los caracteres, en la velocidad, en la ausencia de tiempos muertos, en la dosis adecuada de escenas matrices y golpes de escena; en fin, en la concisión. Algo por el estilo se podría afirmar de otras prosas narrativas (Aldo Nove, Isabella Santacroce, Tommaso Labranca, Tiziano Scarpa) que en los últimos años han emprendido caminos en ciertos puntos análogos, persiguiendo narraciones sucintas, rectilíneas, carentes de obstáculos. Nos hallamos ante una literatura de tipo popular, si no trivial, de género y de consumo. Al pretender amalga-
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marse verdaderamente con la publicidad y aprovecharse de las ventajas semióticas que ella posee, la literatura debe renunciar a una parte importante de sus propias ambiciones cognoscitivas; se la insta, dicho metafóricamente, a vender el alma al diablo, siempre que se acepte la idea de que el alma de la literatura resida, como hemos dicho antes, en la capacidad de desarrollar libremente conexiones, simetrías, ambivalencias. Con todo, la escritura que sigue el modelo de los spots publicitarios debe, por un lado, renunciar a la complejidad y ambigüedad a la que desde siempre aspira la literatura, abdicando de toda hipótesis que implique conocimiento completo; por otro lado, debe adherir al proyecto de disolución de la realidad en la irrealidad sobre el que los nuevos medios –aliados fieles a la publicidad– están trabajando desde hace tiempo. 4. El escritor italiano más funcional para el diseño de una “literatura publicitaria” es probablemente Federico Moccia. No es casual que surja como director y luego se transforme en autor televisivo: no proviene de la literatura, sino que llega a ella desde experiencias diferentes, que luego utiliza para cambiar el rostro de la literatura misma. Observemos de cerca la fórmula de Scusa se ti chiamo amore (Perdona si te llamo amor, 2007) y de su continuación, Scusa se ti voglio sposare (Perdona si me quiero casar contigo, 2009), que forman un díptico orgánico; tengamos en cuenta también Amore 14 (Amor 14, 2008) y Cercasi Niki disperatamente (Se busca
| Como en White noise de DeLillo, también en Moccia los personajes repiten el claim de las marcas, “como el nombre de una antigua potencia celeste grabada en signos cuneiformes sobre una tabla” . Pero aquello que en DeLillo es parodia de lo religioso, en Moccia es un efectivo choque espiritual. |
tra en crisis con Niki (el matrimonio anunciado al inicio se producirá sólo al final del libro), pero luego de un tiempo, pocas semanas después, volverán, menos uno, con sus respectivas mujeres y serán más felices que antes. En el sorprendente final de Amore 14 Carolina descubre que ha sido traicionada por su gran amor, Massi, pero bastan tres páginas y pocos minutos para volver a ponerla en su lugar (“Respiro profundamente y me siento un poco más segura”, AMO, 411). Evidentemente el corolario de la libertad es la facilidad narrativa, aceitada a su vez por la velocidad: porque todo sucede de manera veloz, con gran derroche emotivo, pero sin verdaderos traumas ni motivaciones fuertes. Nadie pone en acción decisiones definitivas y dolorosas, porque los dilemas duran poco y son de fácil solución. Los personajes siempre están bien, mucho más allá de las reglas de la comedia como género literario. De todos modos, en las novelas de Moccia las heridas verdaderas no tendrían ni tiempo ni modo de producirse. En lugar del dolor, encontramos nada más que breves turbaciones que corresponden a rápidas transiciones de un estado de bienestar a otro. Libertad, pues, como facilidad, esa facilidad que, del contenido, como se ha observado, “repercute en la forma del texto y es imitada por todos los medios por la escritura”14. La simplificación que invade la sintaxis –que se quiere nominal y paratáctica– se encuentra también en la lengua de la novela, vehicular, antiliteraria pero no realista. Del mismo modo, la simplicidad de la fórmula estructural –capítulos que se alternan mecánicamente en la trama principal (Alex y Niki) y en la secundaria– encuentra su correlato en la previsibilidad de las mismas tramas, incrementada por otro lado por lo iterativo de éstas: se entiende desde el comienzo quién llegará al final del libro más feliz que antes (esto es, casi todos) y quién será sutilmente castigado por el destino por sus pecados con el amor (la novia de Alex en el primer libro, el amigo Pietro en el segundo). Moccia no busca el suspenso, lo considera algo demasiado angustiante para sus lectores; si la tensión es enemiga del “flujo”, mejor dispensar serenidad narrativa, incluso corriendo el riesgo de parecer previsibles; como en Fleming, “el máximo del placer no debe nacer de la excitación, sino del reposo”. Cercasi Niki disperatamente, ya lo hemos dicho, elude en parte esta elemental poética de la iteración, pero sólo porque decide invertir el orden cronológico y abolir la trama: lengua y estilo fluyen homogéneos, plásticos; los sentimientos son siempre buenos, incluso cuando en el texto, dado el material narrativo, podrían resonar pulsiones pedófilas, transgresivas y potencialmente interesantes. Siempre latentes, pero desactivadas siempre.
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a Niki desesperadamente, 2007), que será considerado una suerte de spin-off y de precuela de la saga10. Agreguemos que la publicidad es también uno de los temas de la serie, y que es justamente la realización de un spot de éxito el que corona el amor de los dos protagonistas. Lo primero que llama la atención en estos libros es su carácter ideológicamente compacto. Como en la publicidad, los contenidos son sólo contenidos eufóricos y positivos y se organizan en torno a un valor-clave de suprema importancia para el consumo: la libertad. “No quiero tener límites”, declara programáticamente Carolina, la jovencísima protagonista de Amore 14 (AMO, 12); “Necesito de mi propia libertad, amplia y completa, sin ningún límite de ningún tipo” (SVS, 522), piensa Niki mientras deambula en su scooter por las calles de Roma (libertad pensada y, al mismo tiempo, actuada, es decir, vivida en un gesto concreto). No se trata de un superficial parentesco con la ideología libertaria del anuncio, sino de una integración conciente en ella. Como en White noise de DeLillo, también en Moccia los personajes repiten el claim de las marcas, “como el nombre de una antigua potencia celeste grabada en signos cuneiformes sobre una tabla”11. Pero aquello que en DeLillo es parodia de lo religioso, en Moccia es un eficaz choque espiritual. En el “mundo posible” creado por Moccia “nada es imposible”, no obstante la fatiga de lo real ha sido absolutamente anulada (mientras que “en los libros de Verne no hay nada completamente imposible”, escribe Gramsci en sus apuntes sobre la novela de folletín12). La arbitrariedad que rige en el mundo del trabajo y de la producción –en las novelas de Moccia no hay nunca marginados, nadie tiene problemas de trabajo y de dinero, el paisaje social es ocupado en parte por una burguesía media que viven en libertad y precisamente “sin límites de gasto” (SVS, 176)– rige igualmente, y sobre todo, en la esfera de las relaciones humanas, y en particular, de los sentimientos: Moccia celebra a menudo la libertad del amor, esto es “la cosa menos libre que existe”, como bien sabe todo escritor realista.13 Que una muchacha de diecisiete años se ponga de novia y luego se case con un hombre veinte años mayor no le genera a nadie ningún problema, ni siquiera a él mismo, que además estaba a punto de casarse con una mujer de edad. En efecto en Scusa ma ti voglio sposare los tres mejores amigos de Alex, todos casados, son abandonados por sus mujeres en el arco de pocas semanas, uno tras otro; el mismo Alex en-
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La técnica, pues, no varía en ninguna de estas novelas. Si los elementos que se cruzan pueden dar lugar a clichés, Moccia no hace nada para impedirlo: “Su amigo era australiano y me hablaba de canguros y bellezas” (CND, 75). Es más, se da buena acogida a los clichés; como en la publicidad, incluso lo obvio y lo banal pueden ser útiles para hacer más clara la narración. En efecto, también en textos extensos como Scusa ma ti chiamo amore o Scusa ma ti voglio sposare la lectura fluye rápida, cómoda por la ausencia de rigor formal: no hay nada que nos obligue a pensar, nada que pida ser descifrado, nada que cree fricción. Estos libros son “estructuras sin aristas”, algo típico, según Baricco, de las mutaciones bárbaras16 cuya superficialidad está coherentemente organizada para satisfacer una exigencia profunda de conformismo. En una única página, en Scusa ma ti voglio sposare, se evoca a Víctor Hugo, Aristóteles, Arnold Benett y Ralph Waldo Emerson: todo en pocos minutos, entre unos tragos entre amigos. La literatura es una mínima parte del atlas de la cultura de estas novelas, donde los amos son los filmes, las canciones y los programas televisivos. Una excepción parcial está representada por un fenómeno en verdad exorbitante, el de las citas aforísticas. Los personajes de Moccia, ya sean cuarentones semicultos o imberbes adolescentes, en la conversación cotidiana no hacen sino citar poetas, novelistas, dramaturgos, filósofos y hombres políticos, pero también músicos o directores, e incluso atletas. Surge de ello una idea de cultura como material de relevo, una suerte de gigantesco wikiquote que sirve para arreglar las páginas con sentencias prêt-àporter: sabiduría en píldoras, instantánea, liofilizada como en un slogan (la fórmula nietzscheana “transfórmate en eso que eres” pudo transformarse hace unos años en el lema de una empresa de ropa deportiva).
Lo que falta es, en cambio, el pasado literario como ascendencia o herencia, como relación intertextual, como “cultura de la novela”. Desde este punto de vista, los libros de Moccia no exhiben ningún precedente: es difícil indicar una precisa fuente escrita, incluso buceando entre las novelas rosas o los folletines. Lo que funciona como matriz no es la fiction literaria sino la televisiva, hagiográfica, aplanada y generalista. La saturación aforística puede inducirnos a relacionar a Moccia con Pitigrilli, pero las analogías se detienen aquí. Por cierto, toda la literatura de consumo es plana, superficial, estilísticamente pobre; todas las novelas rosas son sentimentales y evasivas, toda la narrativa popular ablanda y consuela o se apoya ideológicamente en los valores dominantes. Pitigrilli desodora lo real, lo vuelve glamoroso, lo simplifica; luego, sin embargo, lo juzga, lo critica (quizá demagógicamente); en algún punto, lo combate. Moccia parece abolir el conflicto entre bien y mal a favor de una uniforme sedación consumista, carente de obstáculos y de sufrimientos, carente incluso de ironía. Al deseo corresponde de inmediato el placer. Éste no es más que un ejemplo del modo en el que el consumo se integra en la narración, lo irreal a lo real. Si la ideología del mercado se condensa en una idea, aun cuando sea exageradamente hiperbólica (“Impossibile is nothing”), el texto parece creer en eso verdaderamente, del mismo modo que el narrador y todos los personajes. Acontece pues algo relativamente nuevo, aunque sea en el horizonte pasivo que es típico del arte popular: la evasión sentimental o sádica de las novelas rosas o negras, a la turística de los libros de aventura o de viaje, es sustituida por otra directamente consumista, en la que la tautología publicitaria sustituye al análisis psicológico y el marketing forja los sentimientos, consolándolos desde
| El punto de vista de un spot es siempre optimista y unívoco: su deontología quiere que un mensaje publicitario tenga un único significado. El poeta, en cambio, y sobre todo el novelista, tiene todo para ganar en la ambivalencia. La publicidad nos impone límites; el arte nos invita a superarlos…|
| Surge de ello una idea de cultura como material de relevo, una suerte de gigantesco wikiquote que sirve para arreglar las páginas con sentencias prêt-àporter: sabiduría en píldoras, instantánea, liofilizada como en un slogan… |
el principio (“Todo debe seguir siendo positivo”, piensa Carolina al inicio de Amore 14). “En la novela popular de todos los tiempos la realidad está siempre ya dada: o se la modifica periféricamente o se la acepta”17; los libros de Moccia no se limitan a confirmar la imposibilidad del cambio, descartando toda hipótesis reformista, sino que sancionan la sustitución de la realidad concreta, aun cuando se presente como “ya dada”, con la irrealidad del deseo consumista. Para los personajes de Moccia no sólo toda alternativa política real es invisible, sino que sobre todo a ninguno de ellos le vendría a la mente invocarla, porque lo cotidiano ya está conformado por deseos satisfechos o que pueden serlo, y el mundo sigue muy bien hacia adelante tal como es. En la Italia de la primera posguerra la literatura trivial de tema erótico es declarada “de armisticio”, con referencia a la liquidación de valores típicos de ese período18; a su vez, los libros de Moccia parecen reconducirnos a una suerte de paz establecida entre el yo y lo real, garante de la derrota definitiva frente al primado simbólico del consumo. Cuanto más frágiles son estas novelas desde un punto de vista literario, tanto más significativas son desde un punto de vista político.
1 Volli, U. Semiotica della publicita. Roma, Laterza, 2005, pág. 89. 2 Leavis, F.R. - Thompson, D. Culture and Environment: The Training of Critical Awareness. Londres, Chatto and Windus, 1934, pág. 81. 3 Simonetti, G. “I nuovi assetti della narrativa italiana (1996-2006)”, en Allegoria, XX, 57, 2008, pp. 95-136; el mismo número de Allegoria y el Almanacco Guanda del 2008 (Il romanzo della politica, la politica nel romanzo, a cargo de R. Polese) exploran la presencia de poéticas realistas en la cultura literaria italiana de los últimos años. De “Realismo de la desrrealización” habla Andrea Cortellessa justamente en el Almanacco Guanda (“Il contagio delle borgate. Abiure di Walter Siti nella Trilogia e oltre”, pág. 46). 4 Wicke, J. Advertising Fictions. Literature, Advertising & Social Reading. New York, Columbia University Press, 1988, pág. 3 y ss. 5 Wicke, J. Advertising Fictions, ed. cit., pág. 34. 6 Volli, U. Semiotica della publicita. Ob. cit., pág. 90 y pág. 16. DeLillo, D. Americana (1971). Penguin, Marmandsworth, 1989, pág. 270. 7 En el ámbito literario, cfr.: Eco, U. Lector in fabula. Bompiani, Milano, 1979. Pavel, T. Fictional worlds. Harvard University Press, Harvard, 1986. Del lado del consumo: Semprini, A. Marche e mondi possibili. Un approccio semiotico al marketing della marca. Franco Angeli, Milán, 1993. Codeluppi, V. Il potere della marca. Bollati Boringhieri, Turín, 2001. 8 En el advertising la identificación es llamada “sutura”, en referencia a las conexiones que es capaz de movilizar (cfr. por ejemplo U. Volli, Semiotica della pubblicità, ob. cit., pág.9). El mecanismo es evocado también en J. Hooper, J., Passion Branding: Harnessing the Power of Emotion to Build Strong Brands (John Wiley & Sons, Chichester, 2003, pág. 6) y F. Brunetti, Pervasività d’impresa e relazioni di mercato: quale futuro? (Giappichelli, Turín, 2004, pág. 30). 9 Ibid, pág.13. 10 Moccia, F. Scusa ma ti chiamo amore (Rizzoli, Milán, 2007 - SCM), Cercasi Niki disperatamente (2007 - CND), Amore 14 (Milan, Feltrinelli, 2008 - AMO), Scusa ma ti voglio sposare (Milán, Rizzoli, 2009 - SVS). Cercasi Niki disperatamente comienza con la descripción del encuentro casual, en vía del Corso, en Roma, entre el narrador y una adolescente que asumirá luego la fisonomía y el nombre del personaje del título, continúa con la narración, organizada en una temporalidad lineal inversa, de la adolescencia y luego de la infancia de Niki: por la ausencia de una verdadera trama y por la bizarra impostación estructural podemos considerarlo hoy como el momento más “experimental” de Moccia. 11 DeLillo, D. White noise. Viking, New York, 1985. Hay trad. castellana: Barcelona, Seix Barral, 2006. 12 Gramsci, A. “Verne e il romanzo geografico-scientifico” en: Letteratura e vita nazionale. Roma, Editori Riuniti, 1991, pág. 134. 13 Siti, W. “Ma Moccia ci è o ci fa?” in: Vanity Fair, 22 marzo 2007, pág. 156. 14 Ibid. 15 Eco, U. “Le strutture narrative in Fleming” (1965), in: AAVV. L’analisi del racconto. Milán, Bompiani, 1969, pp. 155-156. Hay traducción castellana: El análisis del relato. Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1974. 16 Baricco, A. I barbari. Roma, Gruppo Editoriale L´Espresso, 2006, pág. 75. Siti, W. Ma Moccia ci è o ci fa?, ob. cit., pág. 156. 17 Eco, U. “L’agnizione: appunti per una tipologia del riconoscimento” en: Il Superuomo di massa, Milán, Bompiani, . 1976, p. 34. Hay trad. castellana: Barcelona, Península, 1995. Barthes proyecta el conservadurismo político típico de la novela popular al plano de la relación con las convenciones estéticas: el “texto del placer” es el que no rompe jamás con la cultura de la cual proviene, a diferencia del “texto de goce”, que ponen en crisis los valores estables. Barthes, R. Il piacere del testo (1973). Einaudi, Turín, 1975, pág. 13. Hay trad. castellana: México, Siglo XXI, 1976. 18 Arslan Veronese, A. Dame, droga e galline. Romanzo popolare e romanzo di consumo tra 800 e 900. Padua, CLUEP, 1977, pág. 58.
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obras de Santiago Iturralde
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MICHAEL HANEKE
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EL HOMBRE QUE VINO DEL FRÍO
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Un recorrido exhaustivo por la cinematografía del gran artista austriaco que, desquiciando la romantización de la violencia en la que incurre el lenguaje de los mass media, ha sabido sumergirse en los bordes más oscuros y siniestros de la condición humana.
por Eduardo Rojas*
U
*Eduardo Rojas es narrador, abogado, periodista especializado en cine y docente. Ha publicado el libro Puma cebado y otros cuentos.
grabados de Alfonsina Néspolo Para conocer más, visite el sitio: http://alfonsinanespolo.blogspot.com/
n hombre nacido en Alemania que elige ser austriaco. Una elección poco común si se tiene en cuenta la historia mediata de estos dos países. Austria fragmento de un imperio derrumbado, reflejo apagado de un pasado de brillo intelectual y artístico. También el país que en su orfandad política eligió anexarse al gigante teutón portador del bacilo nazi al que, es sabido, le proporcionó no solo la figura de su líder máximo, Adolf Hitler, nacido en su territorio cuando éste todavía era cabeza del imperio austrohúngaro, sino también la abrumadora mayoría de los cuadros de oficiales de las SS y los más crueles de sus torturadores y asesinos. Para muchas víctimas del nazismo, Austria era sinónimo de una cultura de la crueldad. Que Michael Haneke, nacido en Munich en 1942, el año en que la Segunda Guerra comenzó a invertir su rumbo a favor de los aliados, haya elegido la nacionalidad austriaca siendo consciente de esta historia negra de crueldades y barbarie que convive con las glorias del país, resulta también –más allá de las razones personales que lo hayan llevado a ello– a la luz de su obra, un gesto; el de alguien que busca la raíz del mal disimulado bajo un presente confortable. Michael Haneke es un hombre riguroso y de una enorme autoexigencia, la que traslada a todos sus colaboradores artísticos; a menudo definido como un artista racional y frío en exceso (veremos si estas definiciones son justas). Un hombre grave preocupado por el destino del mundo, marcado por una religiosidad que subyace en sus películas y que parece contradecirse con su proclamado ateísmo. Religiosidad de múltiples raíces: padre protestante, madre católica que se divorcia para volver a casarse en la posguerra con un judío austriaco. Suma de rigores y conciencia del dolor humano, todas las ramas de este mismo árbol habrán influido en la formación del joven Haneke: en su adolescencia tuvo la intención de hacerse pastor luterano; pronto abandonó ese propósito sustituyéndolo por una incompleta formación universitaria: estudios de filosofía, psicología y arte dramático, un interés que predominó sobre los demás y lo llevó a dedicarse a la dirección teatral siguiendo sus antecedentes familiares: su padre y su madre fueron actores en Alemania. A principios de los años ochenta del pasado siglo Haneke era un destacado director teatral y puestista de ópera. Su acercamiento al cine fue gradual y tardío, primero como crítico y luego adaptando y dirigiendo
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Fragmentos de un discurso
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piezas de teatro para la televisión; es recién en 1989, a los 47 años, que filma su primera película: El séptimo continente. Como en la mayor parte de sus films Haneke parte de una noticia leída en un diario: un matrimonio y su pequeña hija se encierran en su casa cortando todo vínculo con el exterior, luego de unos días sus familiares alarmados por su silencio consiguen entrar en la casa; se encuentran con sus cadáveres, los tres se han suicidado. Haneke narra este episodio prescindiendo de toda adjetivación, imagina los hechos que habrán ocurrido en el interior de esa casa (y de esa familia) sin arriesgar hipótesis ni opiniones, pura imagen sin oropeles, seca y dura, fría como un cuchillo de hielo. La cámara, casi siempre fija, registra implacable la vida diaria de ese matrimonio joven, sin problemas económicos ni otros conflictos aparentes que justifiquen la angustia que los trasciende en cada plano; angustia que va envolviendo al espectador como una telaraña helada hasta terminar incluyéndolo en la lógica fúnebre de la pareja, la que los lleva a la muerte incluyendo en ella a su hija, víctima sacrificial en la que depositan algún anhelo de religiosidad, extraviado dentro de ese mundo, simultáneamente bárbaro e hipercivilizado.
| Haneke narra este episodio prescindiendo de toda adjetivación, imagina los hechos que habrán ocurrido en el interior de esa casa (y de esa familia) sin arriesgar hipótesis ni opiniones, pura imagen sin oropeles, seca y dura, fría como un cuchillo de hielo. |
El video de Benny (1992) conserva y acentúa esas características llevándolas hasta la exasperación. Basado también en distintas informaciones periodísticas que daban cuenta de asesinatos cometidos por jóvenes austriacos de clases acomodadas, sin motivo que los hiciese comprensibles, narra la historia de un adolescente que divide su vida entre la escuela, su escasa sociabilidad y la obsesiva dedicación a grabar y mirar videos en los que registra su vida y la de su familia. En un fin de semana de soledad invita a su casa a una chica que conoce en un video club. De improviso y casi como parte de un juego, la mata con un disparo de un arma destinada a matar cerdos (la utiliza su padre para hacerlo en un criadero de su granja de fin de semana. Benny mira repetidamente el video de estas faenas). Después oculta el cadáver y sigue con su rutina diaria. Cuando los padres descubren el cadáver deciden deshacerse de él; mientras madre e hijo hacen un tour por Egipto el padre troza el cadáver. El horror de esta tarea es escamoteado al espectador, que recorre Egipto con Benny y su madre. El color y la vitalidad primaria del norte africano, la ritualidad de una vida regida por el culto islámico, significan un contraste tan violento con la oscuridad que, según Haneke, envuelve la vida centroeuropea de sus personajes, que el espectador se queda aferrado a esa luminosidad, aún cuando los protagonistas vuelven a su país, a una vida en que la rutina parece no haberse interrumpido. Pero algo está mal. Espontáneamente Benny va a la policía y confiesa. Así termina, literalmente, la película. En sus dos primeros films Haneke ha definido un estilo y puesto sobre la mesa como un mazo de cartas desplegadas, los temas que articularán toda su obra posterior. La cámara casi siempre estática establece una distancia, física, con los actores. La narración se fragmenta en secuencias que en principio parecen arbitrarias, pero que se van articulando con una fluidez tal que finalmente el espectador accede a una comprensión más profunda de los dramas de sus personajes. Distancia y, supuesta, objetividad, una realidad dividida en fragmentos. Muchos, recordando la formación teatral de
Haneke, han hablado de distanciamiento brechtiano. Pero la distancia hanekiana no se propone alejarse para tener una perspectiva, al contrario, con su estatismo, sus fundidos a negro, su minucioso seguimiento de acciones y movimientos que muchas veces parecen no conducir a ningún lugar, consigue involucrar al espectador en la trama de espantos que conforman su mundo, de forma tal que toda distancia termina finalmente por disolverse. La acusación de frialdad queda desestimada. No es fácil ver una película de Michael Haneke; la crueldad no tiene filtros, el mundo, la imagen que de él ofrecen los medios de comunicación, una metarealidad anestesiante que siempre está presente en Haneke, es el lugar de lo siniestro en el sentido en que lo definió Freud: lo familiar vuelto amenaza, desdoblado, extrañado de toda forma de contención. “Lo siniestro, sería aquella suerte de espanto que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás”.1 Algo oscuro bulle en el fondo de cada historia hanekiana, una vivencia cercana del mal, una pústula que late en el fondo de toda vida, una presencia de la que es imposible huir, el fin de toda esperanza. Esa oscuridad, una constante de la cultura germánica, se hace carne en Michael Haneke con una radicalidad que lo lleva más lejos que cualquier otro cineasta en la historia. Haneke ha perdido toda esperanza de redención, la espiritualidad que se filtra en sus películas navega en el mar de su memoria ancestral, la vida es un simulacro, sus personajes son muertos ignorantes de su condición. El cine de Haneke es un viaje sin retorno; parte del lugar al que llegó Ingmar Bergman, uno de los cineastas a quien considera su mentor junto a Michelángelo Antonioni, Robert Bresson y Andrei Tarkovski; pero Haneke es más radical y llega más lejos que Bergman en su escepticismo; toma de Antonioni su morosa fascinación por los tiempos muertos narrativos pero los estira hasta lo insoportable para hacerlos vehículos de las angustias de sus personajes. Como a Tarkowski le preocupa el destino del hombre, la subsistencia de la vida sobre la tierra, pero a diferencia del agonista ruso no hay para él esperanza alguna de redención.
Y sin embargo, en medio del horror más absoluto, enclavada entre la crueldad sin límites de Funny games (1997), la película que difundió su nombre en el mundo del cine, hay instantes de piedad insertada entre el dolor y la maldad, instantes que forman una trama inseparable, hebras de un tejido complejo en donde el mal y su opuesto conviven lanzando voces en busca de alguien que ya no está, una estrella apagada en el cielo, el único capaz de otorgar una manumisión a los sufrientes perpetuos. Funny games es una pesadilla, filmada luego de 71 fragmentos de una cronología del azar (1994) –la película con la que clausuró lo que él mismo, con su humor (alemán) que tamiza en dosis casi invisibles, llamó “la trilogía de la glaciación” y que está basada también en un hecho real: un joven que irrumpe en un banco y abre fuego indiscriminadamente matando a varias personas para luego suicidarse–. Una familia –matrimonio e hijo pequeño– comienzan sus vacaciones en una casa junto a un lago. El ámbito, bello y luminoso, engaña durante poco tiempo. Dos jóvenes, rubios, vestidos de blanco, corteses hasta el empalago, se presentan en la casa para pedir en nombre de un vecino huevos para el desayuno; rápidamente y con una perversidad que nunca pierde sus irónicas buenas maneras, se apoderan de la casa, de la vida de sus habitantes, de sus cuerpos y su cordura. El dúo tortura y humilla a sus víctimas durante un día y su noche. Después comienza a matar. Nunca el cine ha ido tan lejos en el dolor y la violencia. Nunca el mal ha sido más arbitrario, más monstruoso; los jóvenes verdugos se burlan de sus víctimas, explicitan la gratuidad de su conducta y, sobre todo, hacen participar al espectador de su orgía. Hablan a la cámara y la miran sonrientes, manipulan la trama yendo y viniendo según su capricho. Haneke ha sido claro: el cine y los medios de comunicación nos narcotizan con su explicitación de la violencia; el lenguaje de los mass media, aun con el fin de repelerla, termina romantizándola, haciéndonos cómplices de ella. Es preciso mostrarla en toda su crudeza, meterse en medio de
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Teoría de los juegos
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El castillo y vecindades
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sus más horribles manifestaciones, saber que es posible fusilar a un niño por placer (aunque nunca veremos esta muerte, escuchamos el estampido horrendo del revólver fuera de cámara, mientras uno de los asesinos prepara un sándwich. El horror y la crueldad, de esa forma, se acrecientan aún más). Es en este momento, cuando los padres maniatados tratan de liberarse de sus ataduras, mientras el cadáver ensangrentado de su hijo yace junto a un televisor encendido, en un plano secuencia de cámara fija durante diez minutos, que el dolor, inmenso, intolerable se trasciende a sí mismo y lo humano toma otra dimensión, inaprensible en palabras. Piedad, misericordia clamada a un cielo sordo es lo que suplica la escena, lo que piden en silencio o con sonidos inarticulados esas dos figuras casi contrahechas, ridículas en sus movimientos espasmódicos, un padre y una madre huérfanos en sus inútiles abrazos de conforte. El cineasta norteamericano Paul Schrader escribió, en su época de crítico, un notable ensayo dedicado a los cineastas Robert Bresson, Yazujiro Ozu y Carl Dreyer: “El estilo trascendental en el cine”. En su libro Schrader, calvinista práctico, sostiene que hay una forma fílmica de representar lo trascendente, instantes inefables en que el cine puede registrar la presencia de lo otro, lo inexpresable, que en su concepción espiritual está más allá del hombre. Él rastrea esa presencia en las películas de aquellos tres directores. Después de vivir la Pasión según Haneke en Funny Games, crece la certeza de que aquel devastador plano secuencia, aquella cámara fija taladrando en panorámica la inmensidad del mal y el dolor humano, pueden integrarse al Olimpo de lo trascendente en el cine que descubre Schrader.
Nunca más hasta el presente el cine de Haneke, desbordante de momentos de sublime e infernal belleza, volverá a alcanzar esta intensidad. En lo sucesivo adaptará a Kafka (El castillo, 1997), un encargo de la televisión en el que demostró su singular empatía con el escritor checo. Kafka y Haneke parecían destinados a encontrarse, un hilo invisible une el kafkiano mundo de reglas caprichosas con la rígida desesperanza hanekiana; habitantes del mismo espacio geográfico en distintos tiempos históricos, la visión de uno, que profetiza el Apocalipsis de la svástica, anticipa y complementa la del otro, que todavía vive sus consecuencias. La visión de Haneke se acerca otra vez a la actualidad de Europa, esta vez con un tono más explícito y politizado, en Código desconocido (2000) que parece continuar el discurso y el modelo narrativo de 71 fragmentos… en tanto aborda la vida de varios personajes que van entrecruzando sus vidas, desniveladas entre el confort primer mundista y los sufrimientos y humillaciones de los inmigrantes ilegales (africanos, rumanos) en Francia. Unos y otros padecen sus propios dramas, ninguna existencia está libre de la crisis y el dolor, pero son finalmente los desplazados, los que tratan de ganar un lugar, quienes vienen a dar vitalidad a un (primer) mundo exánime. Es la primera vez que Haneke adopta un discurso político tan explícito, su mirada llena de escepticismo para con la realidad europea ahora agrega al extraño, al otro, pero otorgándole un status de humanidad, una búsqueda de justicia y dignidad que parece ofrecer una luz de esperanza. Lo extranjero ya no es lo siniestro, por el contrario la oscuridad está adentro de la propia casa y son los extraños quienes pueden reivindicarnos. El mismo hombre que en su adolescencia quiso ser ministro de almas parece volver al milenario lenguaje del pastor cristiano.
| El mismo hombre que en su adolescencia quiso ser ministro de almas parece volver al milenario lenguaje del pastor cristiano. |
Su siguiente película, La pianista (2001), vuelve no obstante a su escepticismo raigal. Basado en una novela de la Premio Nobel austríaca Elfriede Jellinek, cuenta la historia de Erika, una profesora de piano de apariencia reprimida y estricta, sometida a su madre, que va revelando por debajo de su severidad los signos de una sexualidad ávida y perturbada que se manifestará claramente cuando conozca a Walter, un alumno joven. El sexo y la música son los protagonistas. Mientras crece entre los protagonistas una relación con contornos sadomasoquistas, la música de Schubert parece envolverlos y Haneke, un melómano, involucra el romántico pentagrama schubertiano con la perversión y la corrupción existencial encarnada en Erika. Por su parte, Jellinek roza algunas de las coordenadas vitales de Haneke. Austríaca, hija de madre católica y padre judío, criada en la posguerra, su visión pesimista de la condición humana va pareja a su cuestionamiento ético hacia su país, al que considera un esbirro de Alemania, cómplice del Holocausto. Hosca y solitaria, no concurrió a recibir el Nobel. Ambos son hijos de la destrucción que subsiguió a la derrota nazi. W.G. Sebald dice: “Los aspectos más sombríos del acto final de una destrucción, vividos por la inmensa mayoría de la población alemana, siguieron siendo un secreto familiar vergonzoso, protegido por una especie de tabú, que quizá no se podía confesar ni a uno mismo”.2 Ese agujero negro de la historia, fue el que cobijó a la generación de los Jellinek y Haneke. El peso de un secreto a la vista de todos, holocausto, destrucción, una memoria absorbida por el olvido y la complicidad que termina arrastrando las cimas de una cultura; como dice el crítico español Juan A. Hernández Les: “Para Haneke hay dos tiranos: la madre castradora y la música social. Esta última hace que se establezca entre las profesoras de piano y la alta cultura una relación de dependencia humillante, que en términos hegelianos se describiría como de dueño y esclavo. La alta cultura musical sería el dueño y señor, y las profesoras de piano, sus esclavas. Como tales, carecen de cualquier derecho de energía creativa y por supuesto, del derecho a una vida privada. Esto último está llevado al extremo en la película”.3
1 Freud, Sigmund. “Lo siniestro” en: Obras completas. 2 Sebald, W.G. Sobre la historia natural de la destrucción. Barcelona, Anagrama, 2003. 3 Hernández Les, Juan A. Michael Haneke. La disparidad de lo trágico. Madrid, Ediciones JC, 2009.
Después de La pianista Haneke había preparado la producción de Caché, pero el 11 de septiembre de 2001 las Torres Gemelas se derrumbaron sobre el mundo. Haneke se sintió impulsado a volver sobre un guión olvidado y filmar El tiempo del lobo (2003), una fábula negra en un tiempo postapocalíptico, la vida subsistente después de una catástrofe de la que nunca se habla. Una familia diezmada, madre y dos pequeños hijos, recorre el campo desierto, sin comida ni casa hasta encontrar a otro grupo de sobrevivientes que se autoimponen duras reglas para sobrevivir. La lucha por el poder dentro del grupo, la crueldad, el dolor inmenso junto a, otra vez, una remota forma de esperanza encarnada en un grupo de rumanos, lo llevan del extremo pesimismo a una modesta certidumbre: después del fin puede haber un nuevo comienzo. Como cada vez que aparecen en sus películas, los condenados de la tierra de la prosperidad, en este caso rumanos, son los portadores de la esperanza. Otro tanto ocurre en Caché, finalmente concretada en 2005. Un matrimonio burgués de provincias es vigilado en su rutina diaria por una cámara inmóvil que controla toda su vida. La cámara es un video que esconde a otro, que esconde a otro, muñecas rusas de la imagen que preservan un secreto, humano y político, capaz de ensombrecer la corrección política de este matrimonio y de toda una cultura que es desvelada en su hipocresía criminal. La cinta blanca (2009) es hasta ahora la última película de Haneke. Especie de precuela de su obra entera, en riguroso blanco y negro, retrata la vida de los habitantes de un pequeño pueblo del norte alemán inmediatamente antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Es casi un lugar común sostener que los niños de esta película, síntesis de todo el mal que los rodea en el pietista ambiente luterano en que viven, parientes cercanos de los protagonistas de Las tribulaciones del estudiante Törless de Robert Musil, son aquellos que un par de décadas más tarde desfilarán frente a Hitler con el brazo derecho extendido. Tal vez sea cierto, pero no es todo. El nazismo es una manifestación, quizá la más monstruosa, del Mal hecho historia. Pero es claro que la búsqueda de Michael Haneke va más lejos; su espíritu, escindido entre la raíz luterana que considera inútil todo esfuerzo en busca de la salvación, y la judeo-católica, que la deja en manos del albedrío del hombre, oscila entre el escepticismo y la esperanza remota. Mientras afronta este dilema de resolución imposible seguirá eligiendo sumergirse en lo siniestro, en los bordes más oscuros de lo humano para desde allí alcanzar una visión íntegra de esa condición.
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Apocalipsis antes, ahora y después
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ALICIA GENOVESE
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La evocación sentimental de la infancia
V.H.Asselbon
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L
a evocación sentimental de la infancia no produce escritura. Si la escritura se entiende como lugar áspero, escarpado que trabaja más con la incomodidad de lo real que con los protocolos, no hay sentimentalidad. La evocación sentimental lleva al mismo sitio empeñado en acomodar como tontería o inexperiencia, todos los fenómenos de descubrimiento que ocurren en la infancia, esos acontecimientos grandes o chicos pero que quedan como resonancias en la psiquis y en la afectividad. No se trata de no dejarse conmover, sino de resistir ese giro donde, posibilitada por la distancia, actúa una cierta falsedad que distorsiona lo que fue asombro, miedo o felicidad, más allá de la insignificancia que la vida adulta pueda después adjudicarle. ¿Cómo resistir la comodidad del recuerdo feliz tamizado por el falsete del lugar común? ¿Cómo evitar el todo tiempo pasado fue mejor que conlleva el reproche melancólico al presente? Algunas percepciones parecen venir de lejos, de una repetición placentera o de un punto preciso de la infancia, como si nos asaltaran con su corriente. Atraviesan la vivencia presente como si fuéramos también aquellos que fuimos, reinventan la recuperación proustiana del tiempo. A veces, zambullirse en el agua es ser niño también. A veces en un dicho o cuando me río a carcajadas recupero a mi padre. El presente es incompleto o insuficiente para vernos, la infancia puede dar el dato que ponga en foco lo que somos o queremos, aunque eso suponga selección y recorte.
Tozudez y fuerza. Es lo que mejor me llega de la infancia. De algún modo sigo siendo eso. Empacamiento en el más, buscar más, hacer más, necesitar más de lo que se tiene alrededor, un más que apenas se vislumbra, que solo se supone (debe haber algo más y quiero ver), como animarse a cantar un vale cuatro con poco en la mano. Leer y leer más, con voracidad. Buscar libros fuera de la casa donde no los había. Preparar las tareas de la escuela, saber más, consultar más. Levantarse seis y media con el frío del conurbano, pisar la escarcha varias cuadras (ocho), no olvidar los guantes, los sabañones, no faltar, faltar era perderse algo, salir era enfrentar lo nuevo, el más. Reconozco esa fuerza. He sido voluntarista, fiel, consecuente, hice cosas sin ton ni son, pero también de las otras, de las que producen cambios. En eso me reconozco con la nena de la infancia. Una anécdota. Cuando era chica juntaba plata de los vueltos, vendía cosas para comprarme otras. De algún primo, aprendí a vender los diarios viejos, juntaba los de la casa, los que me daba algún vecino y cuando pasaba el botellero los vendía. Eran unos pesitos, pero eran mi plus. Una vez hice un “gran negocio”, algo que admiró a todos aunque algunos lo miraron como inapropiado para una niña. En mi casa habían hecho una nueva instalación eléctrica y habían reemplazado todos los cables; los viejos habían quedado enrollados en un galpón de chapas al fondo. Alguien me dijo que como cobre viejo, lo pagaban bien. Hice un fuego quemé la tela de los cables y quedó el cobre que vendí junto con algunas piezas de bronce, repuestos de autos usados arrumbados en ese galpón. Todavía recuerdo la balanza del negocio de compra de metales donde los deposité. Lo que me dieron me pareció una fortuna; tendría doce años. Gasté hasta el último centavo (el gasto, el gasto, sí, Bataille). Gasté en unas botas altas de cuero que nunca había tenido hasta entonces, en un libro de cuentos de Cortázar (Final de juego, quizás), una revista que incluía una nota sobre Cortázar y que estaba exhibida en la misma librería. No sé si compré otra cosa. El placer, por sobre todo, fue conseguir ese algo que yo había elegido y donde la impotencia de conseguirlo se desarmaba. Me parece que sigo buscando ese galpón con chapas del fondo de mi casa de entonces, sigo buscando algún metal valioso que me dé acceso al más. No es un pasado quieto, en él conquistaba insignificantes territorios, pero nuevos y deseados. Tozudez y fuerza. No te me vayas infancia.
E
n 1959, la revista Sur hace una encuesta sobre la censura. El motivo fue el secuestro de los ejemplares de Lolita de Nabokov declarada, por decreto, una novela “inmoral”. Silvina Ocampo, cuyo libro La furia, publicado ese año, no recibió el Premio Nacional porque sus cuentos fueron considerados “crueles”, entrega la siguiente respuesta: “Lectores: algunos de los cuentos de hadas más famosos no fueron censurados y sin embargo hay en ellos bestialidad e incesto... que una princesa tenga amores con un pájaro azul o que un padre (creo que era rey) esté enamorado de su hija y quiera casarse con ella a toda costa, no llama la atención a un niño. Los niños saben lo que la censura a veces no quiere saber: que la realidad de un libro es diferente a la realidad de la vida. Que Nabokov estuviera cazando mariposas durante el tiempo que escribió Lolita, no me sorprende: sus descripciones brillantes y vividas, aún en páginas más dolorosas y sórdidas, se asemejan un poco a esos paisajes hechos con alas de mariposas, tan bonitos y artificiosos y de pronto tan monstruosamente reales y sobrecogedores.” Es cierto, la literatura de Ocampo está atravesada por la crueldad. El horror salpica páginas con infantes desprotegidos, pícaros inquisidores de familias que esconden sus fisuras. Desde ellas, Ocampo construye un espacio privilegiado para solapar las aristas de la violencia en todas sus relaciones. Despojados de prejuicios, los niños transitan con soltura los andariveles del Cielo y el Infierno porque intuyen –saben de por sí– que sus huellas se cruzan y sus límites se esfuman. En este sentido, niñez y literatura se aproximan. La literatura a través de la imaginación busca las señas del Mal, desnuda trucos y ensaya sus estrategias. Bataille lo ha demostrado: “La literatura es la infancia vuelta a encontrar”, porque en el arte, la representación del horror provoca un “rapto” que recrea el sentimiento infantil ante lo desconocido; atemoriza pero también atrae y dispara la imaginación al infinito. Desde esta perspectiva se puede pensar toda la obra de Ocampo. Los cuentos para adultos remiten a la infancia más que para representar infantes sufrientes, para indagar en los pliegues de lo abyecto. Los cuentos infantiles, aún con los rasgos que han dado singularidad a un estilo provocador, traslucen sensibilidad y cuidado. Algunos, intactos, comparten ambos espacios –“La liebre dorada”, “Icera”, “El moro”–; otros, como “La soga”, evitan la crueldad a lectores precoces. Y si lo desconocido atrae, espanta e incita la imaginación, en El tobogán
–un relato para los más pequeños– se toman precauciones. El niño viajará en un cofre volador sin prohibiciones molestas y la aventura será atractiva, aunque no sin peligros. Pero los miedos se contemplan y “un tobogán de salvataje” estará al alcance del intrépido viajero para un descenso de emergencia. En la zona de adultos, voces estridentes alertan sobre el abuso al que son sometidos los infantes. En “La raza inextinguible”, cuento que cierra La furia, pequeños de una comunidad, hartos de ser mano de obra eficaz, se confabulan para que los adultos queden excluidos en su propio mundo. Venganza sutil que se subraya con un brevísimo poema de Amarillo celeste, “Canción de cuna feroz”, cuya letra responde a la brutalidad que su título anticipa: “Duérmete niño mío/que vienen las palomas/a comerte los ojos;/ que viene el tigre, el león/ a comerte los bracitos./ Duérmete corazón.” Sin embargo, Silvina Ocampo, en este poema, desbarata con sagacidad los límites de la contienda adultos vs. niños o, si se quiere, censura vs. imaginación. Con disfrazada ironía, un envío a modo de subtítulo deshace el oximoron que anuncia una canción que desentona en un libro de poemas para adultos: “‘Canción de cuna feroz’ De la tribu dormilona”. La tribu dormilona, es decir, todos aquellos que sueñan saben que “la realidad de un libro es diferente a la realidad de la vida” y que entonces “una princesa puede tener amores con un pájaro azul”.
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Alas de mariposas, una princesa y un pájaro azul
ADRIANA MANCINI
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JAIME RODRÍGUEZ Z.
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Cabeza de otro monstruo
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n lunes de invierno encargaron a Zea fotografiar un crimen. Era su primera experiencia en la sección de policiales así que estaba muy contento. Los otros, los que vivíamos una perenne madrugada que tenía a menudo la forma gris de la carceleta del Palacio de Justicia, casi nos enternecimos por su determinación. Había algo extraño en él. Por lo general lo primero que hacían los que llegaban al departamento era gastarse la primera paga en chalecos Donkies y teleobjetivos. Pero Zea era diferente. Zea llevaba un chaleco de pescador. Lo había conseguido en un mercadillo de la zona más pobre de la ciudad. Y zapatillas blancas. Tenía el rostro macizo y cobrizo como una figura de barro secada al sol. Y hacía que los otros pensáramos en mineros bebiendo a la luz de las velas, piraguas remontando ríos caudalosos, gasolineras perdidas en medio de la carretera más allá del monte. Cosas vagamente rurales. Era, desde luego, un provinciano, así que nos reíamos de él. ¿Qué más podíamos hacer? Por eso esperábamos ansiosos su relato. Pero esa tarde Zea volvió sombrío, no había sido lo que él pensaba. No. Se trataba de un feto, dijo. Un feto, dijimos. Sí. Y todo había ocurrido en la rivera del río que atraviesa la ciudad. Él y Víctor habían avanzado detrás de los polis hasta que uno de ellos se paró en seco. Conchasumadre se lo están comiendo. Y entonces vio el feto. Estaba tendido sobre el barro y quizás por eso le pareció más bien el cadáver de un fantasma bebé, de lo blanco que era. El gallinazo se estaba comiendo su oreja izquierda o derecha, así que Zea hundió la rodilla en el barro y saco su veintiocho ochenta y lo agarró de cerquita. Varias veces. Fuera mierda gritaba uno de los polis intentando espantar al gallinazo mientras los otros dos miraban para todos lados como si temieran que los atraparan bailando en horas de servicio o algo así. Fue a Víctor a quien se le ocurrió tirarle una piedra y entonces salió volando y se puso a dar vueltas sobre sus cabezas. Después los polis taparon al feto con una manta gris para que no se lo siguieran comiendo y esperaron al juez. Cuando este llegó, Zea cambió a un cincuenta y disparó un primer plano desenfocado de las espaldas de los policías, el juez tomando nota, la mirada hacia abajo, y el bulto. Eso fue lo que nos contó y realmente por un momento pensamos que estaba impresionado. Así que decidimos que debíamos ayudarle a olvidar el feto y esa misma noche en el Limón le pedimos que volviera a contar la historia, porque era la forma más rápida de olvidarlo. Cuando llegamos los dos polis estaban en el patrullero y no se quisieron bajar para llevarnos al lugar. Vayan ustedes nomás, dijeron, está por allá en el río. Así que Víctor y yo bajamos solos hasta la rivera
y entonces lo vimos. Feto, gallinazo, oreja izquierda o derecha. Y yo me acerqué tanto que tuve que usar un veinte y allí no más el cabrón salió volando furioso. Un gallinazo negro saliendo de la cabeza del cadáver de un fantasma bebé. Entonces me saqué el chaleco y lo iba a tapar, pero Víctor me dijo estás huevón tiene que venir el juez. Tú ni lo toques. Pero igual nos quedamos haciéndole guardia mientras los conchasumadres de los polis nos miraban desde el patrullero, allá arriba. Zea siguió haciendo policiales esa semana y después volvió a la sección de noticias locales. Un día de poco trabajo le preguntamos a Víctor por el feto. Qué feto, dijo. Un perro. Cuando llegamos el juez ya había levantado el cuerpo del occiso. La occisa para ser exactos. Bajamos igual, no sé por qué. A mitad de camino los polis dijeron que no volverían a ensuciarse las botas por unos periodistas de mierda y se fueron así que llegamos allí solos y lo que vimos fue un perro agonizando. Conchasumadre pobrecito, le dije a Zea, pero el huevón se había quedado allí parado, como una estatua. Los gallinazos del río ya empezaban a dar vueltas sobre el chuncho, así que empecé a largarme, pero Zea seguía ahí parado con su chaleco de pescador y medio metido en el agua. Les juro que sólo le faltaba la caña de pescar. Me costó trabajo moverlo de allí. Quería taparlo, tomarle fotos, qué se yo. Así que cuando volvimos pedí que no me mandaran más con ese huevón. No volvimos a hablar del asunto, pero Zea tampoco volvió a ser el mismo. Poco después pidió una asignación fija en la sección de espectáculos y nosotros nos llenamos de preguntas. Eran preguntas simples, la mayoría de las veces. Pero por primera vez tenían que ver con la verdad. Y eran qué huye de las cabezas de los bebés fantasmas y qué pescó Zea aquella tarde cuando bajó al río.
9 BOCADESAPO ISSN 1514-8351