Escasos minutos de vida entre la avalancha de triunfos del deporte español

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Johann Mühlegg estuvo adscrito a la Federación Murciana de Deportes de Invierno

Deporte, patria y empresa en nuestra agonística vida cotidiana por daniel ruvira

S

alió por televisión. El candidato a la presidencia, Mariano Rajoy, se asomaba al balcón de la sede de su partido, en Madrid, para dedicar unas palabras a sus seguidores. La multitud ondeaba una abigarrada pléyade de banderas, las blancas del partido y las rojigualdas españolas. A pesar de su nerviosismo, el candidato logró farfullar algunas palabras, apenas audibles entre los vítores y aplausos de la multitud allí congregada. Quiso anunciar que aceptaba la derrota y felicitaba al candidato ganador, Rodríguez Zapatero. El gentío le abucheó con prontitud. Tal vez luego vociferaron a pleno pulmón “¡Mariano presidente!”, o

cantaron el himno que repite la palabra “campeones”. Mariano volvió a intentar hablar para agradecer a los más jóvenes su voto, pero entonces fueron quizás los más jóvenes los que le interrumpieron al grito de “ésta es/ la juventud de España”. Las palabras de su saliva le caían a Mariano en la barba canosa. La eufórica multitud acallaba sus intentos reconviniéndole a Rodríguez Zapatero que se fuera con su abuelo, víctima en la última guerra civil. Mientras, un radiante Zapatero, ajeno a las dificultades de su compañero de profesión, besaba a su mujer y a una masa de intelectuales que lo jaleaban, como Víctor Manuel o Fran Perea.

Otro ejemplo azaroso

También se pudo ver en televisión, en enero del pasado año, que TVE emitía un telediario cuya noticia de portada era el fichaje de David Beckham por Los Angeles Galaxy. Los presentadores (ella de noticias generales, y él de las deportivas) debatían distendidamente sobre cómo acogerían las celebridades de Hollywood al susodicho jugador y a su mujer, cantante de un grupo pop. Parecían disfrutar compartiendo dicha noticia, sonriendo incluso con las chanzas que aquel suceso provocaba. Cuando dieron paso a las imágenes prosiguiendo con el tono jocoso, en la pantalla se pudieron ver dos féretros

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62 Nada ocurre en Irak ni en Haití ni en Sudán ni en Venezuela, o lo que es peor: ocurre siempre lo mismo

bajando de un avión ante la desesperación de un grupo de expectantes amerindios. Lloraban y se lanzaban presos de la tristeza sobre las cajas que contenían los restos mortales de sus personas queridas. Cuando cesaron aquellas imágenes descontextualizadas e inesperadas, el rostro de los presentadores mostraba una mezcla de pánico y vergüenza. Explicaron que las imágenes respondían a la repatriación de las víctimas mortales (ambas ecuatorianas) del atentado del grupo armado ETA en el aeropuerto de Barajas. Luego se disculparon y reanudaron su trabajo.

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Irrefrenable éxito de la colonización

Es difícil discernir si la naturaleza imita al arte o no, si el pueblo acaba por imitar los mensajes y modelos reproducidos obsesivamente por los medios o al revés, si las empresas tratan con ahínco de embrutecer a sus posibles clientes para que éstos consuman su ignorancia en furor adquisitivo o si finalmente el patriotismo es el último refugio vertebrador (en silenciadas guerras y anecdóticas competencias olímpicas) en una época tan obscenamente materialista y carente de fe. Sea como fuere, la colonización de la ética agonístico-deportiva ha sido llevada a cabo con éxito, un éxito tan fulgurante que casi ridiculiza las mejores previsiones: estamos construidos así ya para siempre. Para reconocer como “valor supremo” el esfuerzo, el tesón y el sacrificio por una bandera o por una marca; para competir atrozmente en un entorno en el que una derrota nacional (o sentimental) siempre queda amortiguada por tremendas injusticias o conspiraciones tramadas por empresas o países más poderosos; para dar el único aliento agónico por un poco más de espectáculo y para aceptar que el dinero es al fin el que gana los partidos. Cualquier persona admitirá que ya es prácticamente imposible sustraerse a la magia del deporte patriótico de las empresas, sean éstas culturales o electorales. Impensable no imitar sus peinados, no vestir como ellos, huir de sus proezas y sus triunfos de interés general, ignorar sus declaraciones, no reconocer sus gestos: ellos están ahí siempre con nosotros, impactando machaconamente en nuestra cotidianidad y en nuestro deseo. ¿Cómo no envidiar sus suertes de millonarios en una escena tan pobre que la gente memoriza lo que ha costado el traspaso de cada jugador o no ansiar la desorbitada atención que reciben en un mundo solitario en el que ya nadie escucha porque lo único que podemos añadir es que “los partidos duran 90 minutos” o que “hay que seguir trabajando”?

Imposición de la identidad higiénica y ganadora

Si bien es innegable que ya nuestra identidad y comportamiento, nuestras opiniones o nuestra dicción van ligados íntimamente a esos modelos publicitarios, cabe la saludable o paranoica duda de si ellos realmente existen, si no fueron ellos también a su debido tiempo realmente diseñados o construidos. Cualquier imagen del Premio Príncipe de Asturias Fernando Alonso deja entrever que su inmediata asepsia, su corrección política o su perfección mediática son más bien propias de una inteligencia cibernética superior adaptada con exactitud a los tiempos. No es descabellado aventurar que Rafael Nadal hace el gesto de morder la copa o la medalla –para comprobar si es oro del bueno— por una intuición inoculada de antemano por Endesa, Repsol o el CESID. ¿De qué no serían capaces sabiendo el tremebundo premio que hay en juego, si sólo uno de esos deportistas genera en unos meses lo que todo un país africano o nueve millones de asalariados en una década? Si la tecnología militar de un Estado no le permite sacar tajada inmediata expoliando o arrasando los recursos naturales de otro (como hacen las deportivamente llamadas súper-potencias), si no más bien (o también) vendiendo sus productos, sus hologramas y pareceres culturales, ¿por qué no proseguir con esa guerra publicitaria con héroes olímpicos y campeones inagotables y sus saludables y lujosos modelosde-vida? La demanda lleva visos de convertirse en algo inabarcable. Si ya Henry Ford pensó con escrupulosa sensatez sobre lo impúdico de poseer esclavos trabajando para uno, ¿por qué no convertirlos de por vida en hipotecados a un consumo de bienes que denote cierto orgullo competitivo nacional o empresarial? Sucesión constante de la nada deportiva

Dejando de lado extravagantes teorías dignas de la época virtual y especulativa en que vivimos, sí que debemos señalar a qué motivos obedece nuestra claudicación ante los constantes motivos históricos, periódicas hazañas épicas y mágicos momentos míticos que sin pausa se suceden ante nuestros ojos en el agotamiento esencial de la Historia. Como si de un encadenamiento cíclico de orgasmos se tratara, los medios nos citan con violencia irrefrenable a que presenciemos continuas victorias nacionales o envites en los cuales nuestro campeón empresarial o político puede resolver una deuda con el (casi siempre injusto) devenir histórico. Nada ocurre en Irak ni en Haití ni en Sudán ni en Venezuela, o lo que es peor: ocurre siempre lo mismo. Es imposible detener el curso normal

Si ya Henry Ford pensó con escrupulosa sensatez sobre lo impúdico de poseer esclavos trabajando para uno, ¿por qué no convertirlos de por vida en hipotecados a un consumo de bienes que denote cierto orgullo competitivo nacional o empresarial?


63 e invariable de los tiempos: seguirán los palestinos protestando con sus cinturones-bombas, Irán proseguirá con su carrera armamentística (al contrario que los otros países), los inmigrantes seguirán arriesgando sus vidas (eso sí, con la camiseta del Real Madrid) para entrar en el búnker del dinero, los poderosos de siempre seguirán expoliando el mundo de maneras ecológicas y el arbitrio de las catástrofes naturales se cebará en este u otro rincón desalmado del ancho mundo. Sin embargo, en la actualidad deportiva, sí parece que los acontecimientos reflejen numerosísimas variaciones, embargándole a uno de incertidumbre y de emoción. Nuestros equipos tal vez pasarán de cuartos de final (¡si hasta los presentadores se enfundan con total imparcialidad la zamarra nacional!), hay sangre y personajes famosos a pie de cancha cuando se disputan las finales olímpicas (si hasta el Rey aplaude), se rompen récords del mundo o aparecen nuevos casos de dopaje, nuestros cuerpos magullados por accidentes motociclísticos y manchados de tierra batida son celebrados por los ciudadanos en las calles con una euforia tal que los comercios son saqueados, el mobiliario urbano destrozado e incluso los antidisturbios han de disparar contra la multitud. Afortunadamente, el imperialismo yanqui (con su fervorosa reacción anti-intelectual) no ha llegado a cuajar por estos lares, apuntan los analistas. Últimos e inútiles ejemplos

Los medios nos citan con violencia irrefrenable a que presenciemos continuas victorias nacionales o envites en los cuales nuestro campeón empresarial o político puede resolver una deuda con el (casi siempre injusto) devenir histórico

Daniel Ruvira (Valencia, 1977) es periodista deportivo y traductor. Ha reunido una antología de poetas caribeños en lengua inglesa (Carter, Goodison, Brathwaite, etc...) que busca editor.

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Otros señalan que el fanatismo deportivo y el furor por la tecnología son señales evidentes del concluir de una época. ¿No tendremos más, entonces, que “tirar del carro”? ¿Cómo no clasificar nuestro esporádico encuentro sexual del fin de semana como “bronco y copero”? ¿Qué quedará de la realidad si el marcador permanece inalterable? ¿Una última carrera, una rueda de prensa, u otra vez el anuncio que repite que no importa cuántas veces te caigas sino cuántas te levantas? ¿O aquel otro noventaiochesco que reza que ser español ya no es una excusa sino una responsabilidad? ¿Se devorarán las empresas entre ellas, en inexplicables guerras del fútbol, luchando federaciones contra patrocinios, las cadenas televisivas azuzando a sus estrellas mediáticas unas contra otras en horarios de máxima audiencia? Es difícil saber. Haraganearemos melancólicos en la pretemporada, sufriremos la presión del vestuario o pediremos perdón a la grada. Forzaremos el traspaso de fiesta en fiesta, achicaremos los espacios y el lenguaje comentado gestas y desplantes o nos integraremos en la oscuridad junto a waterpolistas, tiradores de arco, judokas y lanzadores de peso. No es el pan y circo de los romanos (y sí lo es), no es una distracción o interferencia consecutiva (de la patria, del alma, de la empresa) para que uno escape de la realidad de su salario, o de su precaria soledad sentimental: es la vida. La vida, que no le permite a uno tres derrotas seguidas ni en el trabajo ni en el amor, entre tantos conductores suicidas; la vida, que se resuelve en que gane este equipo o este otro ya sea por puntos, por votos o por goles; la vida,

el progreso humanístico, que le desaloja a uno de casa por la reforma urbanística que implican unas olimpiadas o unas regatas o un circuito urbano. La vida estadística, tecnológica o democrática, el entretenimiento de la corrección política solidaria, que obliga a castigar al desafortunado rival y a celebrar con éxtasis su derrota. La vida a la que nos vemos expuestos, atlética, competitiva, agónicamente entre el efímero éxito o el definitivo fracaso de futbolistas como George Best o Garrincha (murieron alcoholizados) o Diego Armando Maradona, boxeadores como Urtain (se suicidó) o el “Poli” Díaz, o el golfista Seve Ballesteros o el principesco balonmanista Iñaki Urdangarín (condenados a una vida de horribles lujos), la tenista Martina Hingis (se retiró tras un positivo por cocaína) o el waterpolista Jesús Rollán (se suicidó deprimido, adicto, tras retirarse), como los ciclistas “Chava” Jiménez o Marco Pantani (que murieron, ambos en la treintena, deprimidos y enganchados, a consecuencia de sendos “fallos cardiacos”) o Jesús Manzano (récord de sustancias dopantes en su cuerpo), el automovilista Ayrton Senna, la saltadora Niurka Montalvo (escapó de Cuba, se nacionalizó española y fue captada por el PP), o como Ronaldo o Ronaldinho (embrujados), o el esquiador (prontamente ex-español) Johann “Juanito” Mühlegg, o los atletas Ben Johnson o Marion Jones (con penas de cárcel por dopaje), o los futbolistas Antonio Puerta, Miklos Feher o Marc-Vivien Foé (fallecidos sobre el terreno de juego), o los baloncestistas Drazen Petrovic o Fernando Martín (fallecidos en accidente de tráfico) o Reggie Lewis, Roy Tarpley o Len Bias (murió de sobredosis celebrando que había sido elegido en el draft por los Celtics), entre tantísimos otros, que dan ejemplo a través de la historia de la envidiable salud económica de los espectáculos deportivos.


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