Las increíbles peripecias del pirata Ron Gilberto y otros tres relatos perplejos
LAS INCREÍBLES PERIPECIAS DEL PIRATA RON GILBERTO Y OTROS TRES RELATOS PERPLEJOS
PABLO D’AMATO
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Las increíbles peripecias del pirata Ron Gilberto y otros tres relatos perplejos
Diseño de tapas: Juana Álvarez ©2009 Pablo D’Amato www.anuk.com.ar Libros del autor: *Viejas nuevas palabras. *Nada no es lo mismo que. *Memorias del subt. *Mythos. *Redundancias. *En primera persona. *In pulverem reverteris. *Las increíbles Peripecias del Pirata Ron Gilberto y otros tres relatos perplejos. *La presencia del bosque. *Rompecabezas. *Memorias del olvido.
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A mi viejo y a mi vieja, los héroes en los que creo.
“Y el barco navega Por mares de sangre, Que se abran las aguas Del fuego infernal. Cuidado luzbel He venido a buscarte, Me llevo mi parte Y la tuya también” Canto de los nativos de la isla de Casacarranza
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El Vigía
Una
estructura circular rodea la cima pétrea del cerro que emerge desde el centro, apenas un par de metros por sobre el techo de troncos. La construcción está dividida en doce estancias, todas ellas de proporciones semejantes, conectadas entre sí por aberturas apenas menores en su tamaño a las paredes que las acogen. Los muros exteriores son ocupados casi en su totalidad por pasajes rectangulares conformados por vigas enérgicas que sostienen la estructura. Cada madrugada, al florecer el sol radiante por detrás de los picos mas alejados y fulgurar los primeros resplandores, cruzan éstos el aire aún fresco y rociado reproduciéndose en cada gota, y aquellos que logran evitar los árboles que rodean en miles al templo capital, acceden de lleno en el primer cuarto regándolo con una luz rojiza, tibia y dócil, trasformando en vaho el espectro húmedo de la noche ida. Una figura de bronce negro, sujeta en el medio de la habitación, proyecta sobre el único muro concreto una sombra con forma de esfera que irradia once pequeñas curvas sinuosas alrededor de toda su circunferencia. Tres ojos sobre ella confluyen en un cuarto que con claridad ejemplar, ve hacia ambos costados, dónde hombre y mujer respectivamente unen sus manos sobre la silueta así como hacia atrás donde el libro resucita lo
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muerto y hacia adelante donde crece un árbol conjeturando el porvenir. En algún sitio cercano, un águila grita y echa a volar. El cielo es de una claridad inmaculada y se desarma sobre los bosques que cubren todas las laderas hasta el horizonte lejano, y que florecen en orgiásticos colores pareciendo latir con cada brisa que sopla. Un hombre con la piel manchada y arrugada, pero de postura íntegra y mirada abierta, camina con paso lento y meditado. Cubierto su cuerpo con una prenda hecha de un solo lienzo que llega a rozar el suelo, tan sólo el rostro huesudo y las pupilas turquesas serían visibles, si acaso hubiera en aquel lugar inhóspito alguien que pudiera presenciarlo. El sol apenas se eleva por sobre las copas frondosas y los espejos en cada estancia, multiplican el resplandor. Durante la noche, hacen lo propio con la luz que la luna refleja y que pronuncian las estrellas. El anciano hace tintinear una campana de dócil sonido que da el día por inaugurado, pero que ningún hombre o mujer podría escuchar. Es éste el último paraje vivo sobre la tierra y el anciano se dispone ahora a dejar constancia del día que transcurre en el calendario de madera y en el que el último hombre la pisa. Luego de tomar un desayuno frugal, el viejo camina hasta el recinto que alberga la biblioteca y 5
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busca allí, entre los miles de tomos celosamente resguardados, el que narra las profecías cumplidas y aquellas que quedan por cumplir. Una sola forma ahora parte de la segunda lista. El octogenario recorre primero con paciencia las doce estancias, asomándose ventana por ventana a saludar el nuevo día. Pronuncia sus oraciones orientándose hacía once de los doce verdaderos puntos cardinales. Siguiendo una línea imaginaria hacia su extremo más distante, deberían concluir cada recta en uno de los once templos restantes, todos abandonados ya. Cada uno de ellos representa una hora del día, y su inversa, uno de los doce meses de los años y uno de los doce años que definen cada era. Son también doce las eras profetizadas que fueron representadas y concebidas por los vigías que aguardaron celosamente desde lo alto de los respectivos templos, la llegada del final. Concluida una era, el vigía que la atiende muere por su propia mano y el templo que durante su tutela fue capital, sucumbe en el abandono. Es éste el amanecer del último día, de la última era. Trepa el aciano hasta la cúspide del edificio a través de una escalinata tallada en la misma roca de la montaña y una vez allí, atraviesa un orificio en el techo y se acomoda frente a un altar. Coloca el libro sobre éste, lo abre y posa sobre él sus dedos que recorren las líneas tintas cuyos relieves ha aprendido a interpretar.
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Elige el Azar. Si es que puede dotarse a tal oscilación estadística de juicio y voluntad, que lea el anciano la historia de la caída, que es el modo poco original con que las generaciones posteriores a la última gran catástrofe industrial que condujo a la vertiginosa decadencia de la raza humana, nombraron al período inmediato. Pasados mil años, la humanidad era apenas un recuerdo en los libros de historia. Unas pocas tribus dispersas alrededor del globo, al igual que lo hicieron sus predecesores, ultimaban su triste existencia destruyéndose en combate por los limitados recursos naturales. Continúa entonces con el deber prescripto de repasar el día que vendrá: “Es éste el amanecer del último día, de la última era”. Salió el anciano al jardín, e inundado por una suntuosa alegría, se dio a las tareas de mantenimiento que todas las mañanas repetía. Cuando el sol alcanzó su cenit, dejó el trabajo y prendió una pequeña hoguera en un vistoso palacete de piedra construido para tal fin. Allí cocinó el alimento que sería su almuerzo y realizó ofrendas a los dioses y a sus ancestros. Una vez comido y honrado a las deidades, dispuso un confortable y acolchado lecho de hojas al pie de un árbol robusto, donde se acostó a descansar relajado por el murmullo de un arroyo cercano que circundaba el templo y atravesaba las 7
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plantaciones, terminando por sumergirse en las profundidades enmarañadas del bosque. El sueño no tardó en aliviar todos los músculos de su cuerpo y en acompañar su conciencia a una abdicación voluntariosa. Soñó nuestro solitario hombre, sueños plagados de aromas, de colores sin nombre y de sonidos que ningún instrumento es capaz de producir. Y soñó luego con un hombre joven que, alrededor de una fogata, comía un guisado sin compañía alguna a la espera del anochecer. Despertó tranquilo, masticó su propia saliva y bebió un largo trago de agua de la alcarraza que siempre llevaba consigo. Se disponía el viejo a retomar las tareas de su último día, cuando la oyó emerger delante de él. Si hubieran estado sus ojos aún vivos, habría contemplado a una joven hermosa de refulgentes cabellos ondulados que le caían sobre el lomo y cubrían parte de su rostro angular. Dos profundas pupilas pardas se asomaban entre las mechas revueltas y encendían los labios carnosos que concluían en una media sonrisa que se prolongaba al resto de su semblante. Seguía un cuello largo y tenso que a la altura del plexo solar, se trasformaba abruptamente en dos abultados pechos latiendo detrás de una vestidura oscura, que llegaba hasta el suelo ciñéndose sencillamente a las curvaturas del cuerpo. Respiró entrecortadamente el último hombre, sintiendo dentro de sí -subiendo desde el centro del estómago hasta alojarse el entrecejo- el terror total de saber 8
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que ningún otro humano podía estar vivo. Su libro escrito hacía siglos nunca había fallado y dejaba constancia de ello. La muchacha permaneció en silencio, pero de todos modos podía oír el ciego, el suave jadeo de su respiración, así como oler el aroma de los jazmines que había frotado sobre su piel con intención de perfumarla. Ambos permanecieron mudos, inmóviles y enfrentados. La joven observó al anciano con detenimiento, reparando en cada detalle de su fisonomía y cuando supo que era aquél por quién le habían enviado, se presentó. – Me llaman Zinnia –dijo– Soy hija de la tormenta. El anciano pudo sentir como las plantas de su alrededor se henchían rebosantes de alegría cada vez que la joven las rozaba. – ¿Eres una bruja? –preguntó. Inmediatamente agregó– No hay profecías que hablen de tu llegada, ¿es acaso esto un sueño? – volvió a preguntar. – No es un sueño –respondió Zinnia– Pero, ¿cuál sería la diferencia si lo fuera? – Entonces…–dijo el viejo sonriendo– Sí, eres una bruja. ¿Sabes acaso que hoy es el último Día? Que pasado el crepúsculo, debo perecer dejando el resto del trabajo a mi jardín que, como ya lo hacen los otros once, se encargará de reproducirse hasta que el planeta se transforme nuevamente en El Gran Jardín del que habla la última profecía. No habrá entonces hombres que intenten destruirlo. 9
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– ¿Por qué estás tan seguro anciano, de que no habrá entonces hombres que puedan disfrutar del renacido edén? ––dijo Zinnia. – Porque soy yo el último, y hoy es el día de mi muerte. – Pues tu libro ha de equivocarse entonces, pues también yo estoy viva y no he de morir esta noche. El anciano frunció el rostro dubitativo. – Eres tan sólo una mujer… tu presencia no preocupa a los designios que entrelazan el telar de nuestra historia. – De donde yo vengo, los profetas contaron otra historia… La narraban incluso antes de que el pueblo sucumbiese y me enviaron, siendo una niña de diez años, como su última esperanza para que buscara otros hombres capaces de ayudarnos. – ¿Hay más como tú? – Preguntó asombrado el anciano. La joven dudó unos segundos. – No –contestó– Ya no, yo soy la última. Hace ocho primaveras que vago por este planeta. He recorrido todos los templos renacidos y en todos ellos he vivido y rezado. Desde aquel día en que partí, nunca hasta hoy, había yo visto un ser humano. Al tiempo que decía esto, daba un paso hacia adelante y le acariciaba la mejilla al anciano. El viejo se estremeció y dio un salto hacia atrás. – ¡Bruja! –Exclamó con la voz temblorosa– Sé lo que pretendes, quieres hechizarme para que
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abandone mis tareas y corromper así el destino escrito en los sagrados textos. Zinnia permaneció atónita. – ¿De qué estás hablando? –preguntó frunciendo el entrecejo y ensayando una media sonrisa burlona. – Eres la muerte –Balbuceó el viejo aterrado– ¿Has venido a impedir acaso el renacer de la vida? –continúo mascullando vergonzosamente. – Eres un viejo enclenque e imbécil –indicó Zinnia con suficiencia– Tus palabras se contradicen y tus piernas flaquean. Si quisiera rajarte esa cabezota buena para nada, ya lo hubiera hecho. He venido en busca de explicaciones pues e leído también los libros y ellos me condujeron hasta aquí. Apenas hubo terminado de decirlo, rápidamente y sin hacer el menor ruido, desenvainó una espada ancha y corta con una hoja cruzada por muchos caracteres. Apoyó con suavidad el brillante filo contra la garganta del anciano que solo comprendió lo que ocurría al sentir el helado beso del acero sobre su piel. El viejo estalló en lágrimas. – ¿Qué es lo que quieres bruja? ¿Quién te ha enviado a destruir el trabajo de milenios? –dijo sollozando con cobardía y haciendo caso omiso a su investidura. – Sólo sirvo a los frondosos bosques que crecen siguiendo los ríos hasta los bolsones de agua. La naturaleza, que tú dices reverenciar, no es prescrita ni prolijamente cuidada y lejos está de ser 11
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suavemente bondadosa. Es un Diosa orgullosa y cruel que sólo premia a los insolentes y hace basura con los cobardes como tú. No aplaudo a nuestros ancestros ni a su irracionalidad devastadora, pero tampoco esperes que respete a un viejo sometido, traidor de los firmes deberes que como vigía lo comprometían. – Mis jardines…–rumió el anciano– No son traición alguna, su hermosura eclipsaría incluso a la misma madre tierra. – Tu roñoso jardín –gruño Zinnia– no se acerca siquiera al esplendor de las montañas que se levantan al norte, ni a los desiertos que se extienden al oeste, ni mucho menos al sueño salvaje de la madre original. – Qué sabes tú, ¡mujer desobediente!, del orden universal del que somos heraldos serviles. – Sé que tal entendimiento, no está destinado a quien quiere arrodillarse y lamer la tierra llena de estiércol en la que viven sus cerdos, como si fuera un esclavo de los árboles que él mismo plantó. El viejo se quedó boquiabierto, con las palabras atragantadas como si fueran un bollo de pan de consistencia similar a eso que llaman vergüenza. –Ahora ¡marchando!, quiero ver qué es lo que tu libro tiene para decirme –ordenó Zinnia mientras lo picaba con la punta de su espada sobre las nalgas. El vigía sonrío ligeramente, dejando al descubierto dos hileras de dientes perfectamente cuidados y relucientes. Se dio media vuelta y echó a andar. 12
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Siguiendo las órdenes que le eran dictadas por detrás de su espalda, el anciano subió uno por uno los escalones de las gradas en caracola, que talladas en la roca viva llegaban a la cima del templo, sujetándose con dificultad de la baranda, un tronco grueso de enredadera que acompañaba todo el camino. – Debes saber, joven bruja –amenazó el viejo a mitad de camino– que no podrás salvarte del destino que fue escrito. Si no honramos el fin dándonos digno sacrificio, entonces deberemos enfrentar la muerte como condenados y como tales, transcurrir el resto de la eternidad. – Cualquiera que reclame mi vida deberá poner en juego la propia, sea el dios de larga barba y túnica raída, clavado en una cruz, del que hablaban los antiguos o un árbol rencoroso clamando por sus justos derechos –replicó sin inmutarse la muchacha. – Subamos entonces –dijo el viejo riendo como un chiquillo– y sabrás de qué se trata. Una vez alcanzada la cumbre, se hallaron en la circunferencia de arcilla desde la cual podían divisarse con facilidad todos los jardines del alrededor. En medio del anillo que constituía el templo surgía el pico último de la montaña y doce pasos adelante, contando desde el flanco norte, se erguía el soporte de madera oscura que resguardaba al obeso libro de hojas voluminosas y desteñidas. – ¿Es ese el libro sagrado que custodias? – Inquirió Zinnia. 13
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– El libro delante de tus narices, cuenta la historia acaecida y la que nos aguarda. Contiene entre sus símbolos, aquellos capaces de invocar al dios de los dioses, aquel que nunca ha nacido y nunca morirá – sentenció el viejo en tono oracular. De un débil empujón, la joven apartó al anciano que se interponía entre ella y el atril. Se acercó entonces hasta la estructura y abrió el grueso epítome de par en par. Recorrió las hojas con prisa y no tardó en advertir dos de los muchos talentos que hacían de aquel un libro excepcional. Los símbolos se generaban sobre la superficie a medida que eran leídos, e inmediatamente, las palabras se formalizaban para trascender su naturaleza esbirra y transformarse en un espejismo embriagador capaz de imbuir la percepción y reconstruir aquello que le había sido dictado. Zinnia atestiguó azorada las ilimitadas trenzas que conforman la elástica pero irrompible estructura de lo absoluto. Inmersa en un viaje adormilado, arribó hasta el día corriente y pudo ver documentado todo aquello que a su ser le vinculaba para documentar entonces su propia condición de testigo, juez y verdugo. En ese mismo instante, mientras en las alturas el cielo devenía en el manto purpúreo que advierte la inminencia de la noche, la estructura de madera seca comenzó a palpitar. Y como dotada de repentina vida, deshizo sus propios nudos hace ya decenios cerrados y se elevó en vibrantes y flexibles apéndices, que luego de danzar estirándose hacia 14
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el cielo, volvieron sobre sí y rodearon a la joven reteniéndola por todos los sitios para retornar entonces a su rigidez inicial y dejarla sujeta de pies y manos. Zinnia, aterrada, forcejeó con todo su ímpetu pero solo logró agotarse hasta quedar exhausta. La madera que la encerraba parecía invencible, incluso para la fuerza que todos los músculos de su cuerpo tensados en unísono podían propiciar. El viejo, que había presenciado todo desde prudente distancia, se acercó con paso seguro hasta la muchacha y, sin mediar palabra, le recorrió el cuerpo con sus manos temblorosas, pues de ese modo aquellos que no ven mediante los ojos, pueden hacerse una idea mejor de lo que los rodea. Recorrió con la palma de los dedos la piel de la joven guerrera, que poco a poco fue abandonando su infértil pataleo y rindiéndose al suave tacto que llegó en más de una ocasión a provocarle profundos escalofríos. – Suéltame, por favor¬– suplicó Zinnia a con la voz entrecortada. El anciano sin prestarle la menor atención a sus palabras, continuó su recorrida palpando cada músculo, cada porción del cuerpo, cada centímetro de piel. Cuando terminó, al tiempo que arrancaba el polvoso libro de las manos tiesas de la muchacha, sentenció: –No serás liberada pues, eres aquella cuya llegada infame profetizarán a partir de ahora éstas 15
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sagradas escrituras que te has encargado de profanar con la osadía de la lectura. Luego de esto, colocó el libro nuevamente sobre el altar y allí, haciendo uso de una larga pluma, rasgó ininteligibles caracteres sobre la última de las gruesas hojas que componían el compendio. A continuación, tuvo lugar la insólita manifestación formal de la amalgama total de escritos que, elevándose desde el libro, proyectaron sobre el cuerpo todo de la hembra, el mapa de los doce monasterios y sus respectivos jardines. Una vez bosquejados los trazos, conjeturaron nuevas líneas exponiendo simbologías diversas y variadas, todas ellas circunspectas a la colección de hechos recientes por ambos experimentados. El anciano, que no podía verlas pero sí oírlas, no toleró ese repentino sentido del humor manifestado por el libro y las apartó con la mano, como quien rechaza el humo de una hoguera que se le viene encima. Luego con movimiento cansado, abrió una caja de madera al pie del estrado y extrajo de ella un puñado de semillas que colocó en un cuenco de agua humeante al lateral de la estructura. A esta altura había comenzado Zinnia a forcejear nuevamente. El viejo rasgó de un tirón la túnica que le cubría el cuerpo. Sus ojos no pudieron apreciar las enérgicas líneas que definían aquella figura, los pechos rígidos y el tatuaje decorativo, una larga hiedra que naciendo desde la punta del pie izquierdo circundaba el tobillo y subía serpenteando pierna, muslo y pubis, donde florecía. 16
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El mismo continuaba ciñendo la cintura, las costillas y abrazaba el voluptuoso contorno del pecho para abrazar el hombro y nuevamente enredarse, esta vez alrededor del brazo, hasta llegar a la mano donde se abría nuevamente en flor, de cuyo centro surgía un ojo abierto de par en par rodeado de las estrellas perfectamente ordenadas que podían apreciarse en el cielo nocturno. La muchacha, que en un principio se mostró arrogante y altiva, luego gritó y pataleó como una fiera enfurecida que guardaba entonces, aterrada como estaba, el más mudo de los silencios. –La madre tierra y receptora, fecundará la simiente del sagrado padre dador de vida, y la profecía será entonces consumada– cantó el anciano en una lengua reservada por los de su raza para los rituales religiosos, al tiempo que alzaba sus brazos. Acto seguido, se masturbó sobre el cuenco hasta que su esperma se mezcló con el agua y las semillas. – Llevarás en tu cuerpo el hijo de la tierra y el hombre, pues ha sido escrito que de mi fluir, el último de los vigías, regará la tierra hembra con la luz de una nueva génesis. Debes saber –agregó haciendo una pausa mientras le acariciaba el rostro con fraternal gesto– que nuestro sacrificio me ha sido hoy mismo develado, y por haber oído siempre palabras contrarias, dudé incluso de mi propia cordura. Pero la profecía se revela de modos inesperados probando así nuestra fe.
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Dicho esto, tomó una hoja grande y verde de las muchas que se apilaban a un lado del cuenco a la espera involuntaria de ser trasformadas en papel, y ejerció sobre ella una presión superficial que bastó para doblarla en dos y obtener así un canal. Acto seguido, la colocó sobre la entrepierna de la joven y vertió en la canaleta el contenido del cuenco, que a esta altura se había transformado en un líquido verde, homogéneo y opaco, desapareciendo por completo el rastro de sus ingredientes originales. Más fuerza que nunca en su vida ejerció Zinnia desde sus brazos y piernas intentando vencer el cerco de ramas que la sujetaba. Pero nada de ello pasó de un intento arrebatado e infructuoso. El corazón le latía con prisa. – Por los poderes que me han sido delegados –exclamó el anciano desencajado– introduzco en ti la semilla de la flor que renace pues, de la abnegación de la mujer nace la madre y desde su vientre alimentará todo cuanto nos rodea. Tal como está profetizado, nacerá de tus entrañas la nueva raza que cubrirá la superficie redimida. Apenas unos instantes más tarde, el vientre de la joven se hinchaba hermosamente oval, para traslucir luego una inmensidad de venas azuladas, mientras la piel se abultaba como aguijoneada desde dentro. El rostro de la joven se deformó en un principio manifestando del dolor que todo su ser experimentaba, y poco a poco, fue adormeciéndose hasta ser una máscara rígida e 18
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impasible, que no obstante, era capaz de sintetizar en su última expresión la crónica de una muerte aterradora. Estalló entonces su vientre, concibiendo en una cesárea post mortem, cientos de ramas y raíces que a medida que se prolongaban desde su propia entraña hacia todos los puntos cardinales, reptaban babosamente desparramando polen, semillas y bulbos, y se hundían en la tierra aglutinándose a las raíces de todo lo demás. No esperó Zinnia a terminar de leer la profecía que el libro construía según el transcurrir de las hojas. Lo cerró y con ello sintió que cesaba el éxtasis que la embriagaba, al punto de no poder diferenciar la experiencia reciente de aquella que ahora concebía, si es que acaso ese contraste pudiera considerarse válido. En el instante mínimo que siguió pensó esto último y también, que era consciente entonces del destino que le tocaba jugar. Creyó que aquel pensamiento que la abordaba era ambiguo –como mínimo– dadas las circunstancias, e intentó comprender si sus acciones se trasformaban ahora en letras dentro del profético compendio cerrado en su mano izquierda, o si la relación sería a la inversa. Por último, pensó que debía aprender a dejar pensar cuando en ello le iba la vida y con la mano sobrante desenfundó su arma por segunda vez en el día. Cortó la cabeza del anciano –que hasta el momento había permanecido inmóvil a la espera de que los hechos tomaran el curso que él se jactaba 19
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de custodiar– con dos golpes zumbantes de su filo a la altura del cuello. El primero rompió la columna y el segundo cortó piel y cabeza. Esta última rodó cuesta abajo por la escalera, dejando un cauce de sangre oscura, mientras el resto del cuerpo se desmoronaba sobre el barrizal. Allí mismo, una vez que la sangre se hubo mezclado con la tierra, surgió un arbusto que poco a poco fue multiplicándose hacia todos los puntos cardinales a una velocidad asombrosa, y que devino luego tanto en inmensos árboles como en pequeñas plantas. – Es de tu fluir que todo renace, viejo estúpido– dijo Zinnia mientras escupía el cuerpo tendido. Fascinada, observó cómo el gotear inagotable de la sangre cubría los primeros yuyos volviéndose cada vez más transparente y cómo ante ese contacto, vibraban todas las plantas a su alrededor, mientras tronco y follaje espesaban más y más su tamaño. Cuando el agua irrefrenable le hubo llegado a la altura del pecho, las enredaderas comenzaron a esbozar una suerte de esqueleto rastrero que cubrió el suelo hasta el horizonte, que se recortaba en una cantidad de nubarrones purpúreos. La estructura de madera viva, formaba un cuenco capaz se cargar en el aquella enorme masa arremolinada que seguía subiendo hermanando los mares, lagos, ríos y océanos, poblados éstos a su vez por la multiplicidad de vegetación que se
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multiplicaba trasformando tanto las profundidades como las alturas en un extenso bosque submarino. Apenas siete días después, el agua había cubierto todo el volumen de la tierra contenido por las enredaderas que envolvían la circunferencia completa. En medio de ella, el último puesto de vigía flotó lentamente desprendiéndose de sus cimientos hasta el centro de la nueva superficie acuosa, y en su interior más profundo, Zinnia – amarrada por las hiedras hasta el punto de haberse trasformado en una viva efigie de madera palpitante– siendo consciente de todo cuanto la rodeaba, sintiendo la circunscripción de los lindes del cuerpo que lo limitan como propio extenderse y desarrollándose en un tacto sutil de todo aquello que de algún modo la excedía –un tacto que más tenía de tenue abrazo y de caricia compartida, que de frontera restrictiva– sobrevino entonces a la memoria total, hasta el punto de ser experiencia presente del útero materno, la participación plena de la pluralidad de los cuerpos conexos en un solo latido. A partir de allí fue testigo de la arrebatada revolución de la existencia. Fue sólo cuestión de tiempo. Las enredaderas comenzaron a alargar sus serpenteantes vértices dotados de un ligero tacto capaz de detectar mínimas variaciones electromagnéticas, para rastrear en busca de un objeto al cuál poder amarrarse y otorgarse renovado impulso. Una vez detectado un nuevo puntal, basta con una señal
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bioquímica que indique que el crecimiento debe continuar en forma de rulo. Trascurrieron los meses y al llegar la primavera – pues siguió el globo su cíclico rotar en torno a sí mismo y al sol padre– floreció la maleza en un festival pomposo, alegre metáfora del prodigioso renacer de la vida. Arrolladoras, las enredaderas atravesaron los espacios siderales llamadas por la omnipresente gravedad, y pronto tocaron la rocosa y hace tiempo abandonada superficie lunar. Y poco a poco, la amarraron hasta convertirla en parte de su mismo cuerpo: una maqueta arbórea impetuosa, conquistadora y avasallante. Sus exhalaciones fundaban el propio devenir en la atmósfera capaz de contener el oxígeno. Que el universo entero fuera parte de esta nueva forma de vida que lo reclamó para sí, fue sólo cuestión de tiempo. Zinnia vivió en cada segmento de la cósmica enredadera y abrazó con su aliento todo en rededor. Su cuerpo primigenio permaneció en el templo conformando un nudo impenetrable de madera maciza. “Eternos y prodigiosos son los caminos que elige la vida para hacer el camino de su propio caminar, y la muerte entonces sólo es el preludio al florecer irreprimible, así como a la noche la sucede siempre el alba al despertar.
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Loados aquellos que vislumbren la fina trama del acontecer, pues propia será la mano que trace su devenir” El anciano despavorido, dejó caer el libro sobre su falda, consciente hasta la rabia insoportable de que su papel era el de un simple sirviente para una causa que creía representar. Tentado estuvo de, en ese mismo instante, lanzar el libro hasta el fondo del aljibe. –Siempre lo supiste –se dijo en un susurro tembloroso– sólo que ahora sabes que tu lugar no es más que el de un miserable y no el de un salvador. Mordió sus labios hasta hacerlos sangrar. Por primera vez en su devota vida de vigía flaqueó su fe, y en vez de bajar a cumplir las tareas matutinas, subió a la cúspide de la torre y desde allí oyó atento a su alrededor. Entre todo lo demás, la escucho a ella y a los suyos venir desde las montañas cruzando las huertas, comiendo sus frutos y cantando alegremente. Sintió un hervor que le subía por las venas y le oprimía las sienes. Entonces procuró tranquilizarse. – La causa. –dijo para sus adentros con la respiración fatigada por la repentina escalada– Todos somos sirvientes de la causa, no debo ser vanidoso –lo repitió una y otra vez, atragantándose con las palabras. Cayó de rodillas al suelo y procurando abrazar todo cuanto sus brazos extendidos alcanzaban, estalló en un llanto desconsolado. 23
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– No debo ser vanidoso – se repetía presa de una angustia que le devoraba el cuerpo, y a sabiendas de que todo el cuerpo le ardía en una hoguera creciente de rencor y desengaño. – ¡¡La causa! ¡Maldita sea!! – gritó el anciano golpeándose la cabeza contra el suelo y ahogándose con sus propias lágrimas enfurecido de tristeza. Se quedó fugazmente dormido por el agotamiento y despertó en apenas unos instantes después. Con la manga de su vestidura se limpió el barro de la cara y miró en silencio los alrededores mientras respiraba profunda y pausadamente logrando dominar el sosiego para sí. Con los labios magullados y encogidos, empezó a susurrar una vieja canción que él mismo había compuesto para honrar a su jardín en las cálidas noches de enero y sintió un escalofrío que le recorría la carne hasta abandonarlo en un congelamiento atroz. Imaginó un desierto. Por la escalinata oyó pasos trepidar bajo unos pies cansados. Así lo encontró Zinnia una vez que hubo alcanzado la parte más alta de la torre: hecho un bollo, vencido contra un ángulo. Ella le observó en silencio cada arruga del rostro, la mandíbula contraída, los miembros temblorosos y la mirada muerta brillando en unos turquesa furiosos. – He soñado contigo –le dijo–pero en mi sueño, tus gestos eran fuertes y tu paso caballeresco. Cuidabas de un jardín y eras el último hombre en la tierra. El viejo gimió desconcertado y balbuceó un inentendible palabrerío. 24
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– He venido desde tierras lejanas y llevo en mi vientre el futuro de nuestra raza. Allí afuera esperan mis compañeros y todos juntos debemos prepararnos para lo que vendrá. El anciano, sin vista, la miró a los ojos. – Nosotros– dijo –no debemos dilatar lo inevitable. Somos un peligro para el entorno. – ¿Quieres acabar con todos? ¿Sólo porque quienes nos precedieron no supieron cuidarse de ellos mismos? Los libros cuentan también que cuando las plantas surgieron su oxígeno, casi extinguen la vida que no estaba preparada para él. Y sin embargo terminaron multiplicándola. –Nosotros tenemos voluntad –indicó el anciano– Somos conscientes de nuestros actos, no es la naturaleza de un ser destruir aquello que lo rodea, aquello a lo que pertenece. – ¿No es la naturaleza? ¿Son nuestros instintos más naturales que nuestra conciencia? ¿Por qué quiere destruirnos, por qué a nosotros? – Porque somos el virus que aniquila la vida. – Los virus, anciano, fueron el comienzo de la vida, no su final. – No me trate como si fuera un asesino, soy un defensor de la vida, un vigía. Mi tarea consiste en cuidar que la vida siga su curso, que nada la detenga. La vida es más importante que nosotros. – Viejo loco, la vida es la misma, la vida es una sola y la quiere defender matando. – Sobrevivir muchas veces implica matar. – No puede matarnos a todos anciano. Tampoco es necesario que usted muera. Sus 25
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conocimientos y su sabiduría, pueden ayudarnos a seguir adelante. – Me sacrifico. Muchos lo hicieron antes. Me sacrifico por la vida, para que la vida pueda continuar. Nuestra raza, una raza joven en el mundo, casi destruye todo lo que hay en él. ¿Y qué si fuimos un error? Un terrible error. Todo pareciera demostrar que nuestra existencia conduce a la extinción de la vida. – Tal vez todavía estemos a tiempo de solucionar ese error .Nosotros no somos ajenos a la tierra o al universo, somos parte de él. La solución estará en hacer las cosas bien, no en eliminarnos. – El libro cuenta de lo que fuimos capaces. – El libro lo escribimos nosotros. Podemos escribir una mejor historia entre todos. Podemos de una vez por todas dejar de pelearnos, el libro siempre se re-escribe. Cada nuevo lector y sus palabras, cobran nuevo sentido con cada nueva era porque nosotros somos el libro. De nada sirve intentar convencernos los unos a los otros, ya que cuantas más diversas formas haya, más chances tendremos que alguna sobreviva a los cambios que vendrán. – Yo he terminado mi trabajo. Quizás todo eso sea parte del tuyo. El anciano cerró los ojos lentamente, rodó sobre si mismo y desde la más alta terraza se dejó caer sin emitir sonido alguno más que el golpe de su cuerpo al deshacerse contra el suelo unos segundos más tarde. 26
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Zinnia arrodillada, lloró. Lágrimas de impotencia resbalaron por sus mejillas resecas y regaron el suelo a sus pies. Profundamente debajo de ella, la tierra despabiló. Cientos de kilómetros por debajo de la superficie, las raíces se enredaban por todo el volumen del globo. Aturdido e irritado, tardó un par de minutos en hacer un mapeo de sí mismo. Se sintió confundido y desconcertado, sintió un cosquilleo en los polos, las corrientes electromagnéticas le hormigueaban, pero siempre había sido así. Sintió las selvas del ecuador y las notó serenas, salvajes, feroces pero apaciguadas. Los mares siempre elásticos seguían allí estirándose de un lado a otro y danzando al compás de la luna. Los pastizales, los desiertos, los chaparrales, las tundras, las cordilleras y las fosas, todos aquellos ecosistemas que el hombre había nombrado y distinguido, pero que eran un total, estaban en paz. Y paz no significa quietud. Los volcanes bullían en las cuencas submarinas. Más de una tormenta gigantesca azotaba los litorales y en algún sitio del continente conocido como la Antártida, las capas de hielo se raspaban y descosían. Aun aturdida, comenzó a recordar cuando hace tiempo era una enorme pasta de magma burbujeante hostigada por ciclópeos viajeros de roca espacial que ampliaban su propio cuerpo. De uno de ellos, surgió su hermana. Recordó cuando esa pasta se enfrió definiendo su núcleo, su corteza y su atmósfera, y las primeras charcas de agua transportada por los cometas que la golpeaban. 27
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Evocó las primeras algas unicelulares y su nacimiento a la vida. La autopoiesis, las bacterias, la fotosíntesis, las eucariotas, medusas, gusanos y esponjas. Los Trilobites, los primeros peces vertebrados. Era ella aprendiendo a caminar. Repasó las plantas vasculares y los insectos, los bosques de helechos. Las sensaciones primarias teniendo lugar junto a los anfibios y los reptiles. Los bosques de coníferas, los dinosaurios, los pequeños mamíferos y con ellos sus sentimientos primerizos. Las flores, los marsupiales y, la extinción masiva. Sintió un dolor profundo entonces. Los recuerdos se hilaban unos a otros. Los grandes mamíferos y los acuáticos. En los continentes los climas se enfriaron y los bosques templados reemplazaron la flora tropical. Se formaron las grandes praderas, las aves y los primeros primates. Evocó cómo la complejidad de sus sentimientos, poco a poco, la memoria estimulaba y la excitación le recorría el ser. Se concentró. En los continentes se produjeron las grandes migraciones de mamíferos y aparecieron los primeros Australopitecos. Tuvieron lugar las grandes glaciaciones, muchos animales y plantas se extinguieron, y entre los que quedaron tuvo una primeriza y confusa conciencia. En una ida y vuelta vertiginosa de dos millones de años surgió el hombre: Habilis, Erectus, Neahardertal Sapiens, Sapiens Sapiens. En algún momento de esos últimos dos millones de años sintió que nacía nuevamente ante la 28
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conciencia de su propia conciencia y entonces, el lenguaje y el pensamiento abstracto. Apenas treinta mil años después, lograba salir de su cuerpo original y visitar otros planetas, conocer su propia historia grabada en la memoria de su cuerpo, interpretar los secretos que la conformaban y dirigir en alguna medida su propio acontecer. Entonces la confusión fue tremenda, la invadió un vendaval de sentimientos contradictorios que no lograba definir. Hacía mucho que dormitaba, tranquila y despreocupada, soñando en lo profundo de la noche cósmica el sueño de su propia historia. Soñando con los átomos de hidrógeno fusionados en helio en lo profundo de las estrellas evolucionando en átomos mas complejos generando moléculas diversas. Soñando con el tiempo antes del tiempo y con la danza espiral de las galaxias, con las explosiones supernovas, con la vida, con la razón, con el amor. El universo se contemplaba atónito, sin terminar de comprender su propia naturaleza su propio existir generativo, buscando la respuesta última pues sabía que le aguardaba, en el futuro lejano pero irreversible, una muerte térmica. En los bosques templados notó la intromisión que la despertó. Buscó una y otra vez, mientras la lenta memoria eónica le sugería las impresiones. Sintió las hortalizas, verduras y legumbres voluntariamente alojadas, y se convenció de que eso era obra su 29
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parte humana. Sintió los jardines intrincados con la floresta y estaba al corriente que hacía tiempo así acontecía. Entonces alcanzó la roca derruida al pie de una montaña y reconoció uno de los viejos edificios levantados hacía eones, para vigilar el advenimiento del último día. La superficie estaba cubierta de ellos. Más allá, un pequeño poblado se levantaba al margen de un río. Una hoguera ardía en el centro. Jóvenes, hombres y mujeres se reunían vivaces a su alrededor compartiendo un guisado mientas una mujer leía en alta voz “El libro de los libros” que, como la existencia misma, se escribe infatigable. No percibió todo aquello como un otro sino como extensiones de sí mismo, del mismo modo no pensaba ni sentía como una conciencia ajena y omnipresente, sino que era en aquellos cuerpos manifiesta hacia y a partir de los participantes. Zinnia hizo una pausa y sonrió reconfortada; sujetando el libro entreabierto acarició su vientre. Allí, 46 cromosomas programan y dirigen el desarrollo de la nueva vida humana. Diez semanas en adelante, poseerá un esqueleto completo y todos sus órganos incluido el cerebro. Moverá los brazos y nadará en el líquido amniótico, el cuál respirará y exhalará, y podrá ya recordar los sonidos que oye. Siete meses y medio después, abandonara el seno materno para seguir creciendo fuera en un mundo nuevo y antiguo en el que le tocará participar. Es materia siendo vida, será vida intentando autoconocerse y el mismo conocimiento ansiando 30
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manifestarse. Será la manifestación y experiencia en cada cuerda, átomo, molécula, cada proteína, aminoácido, carbohidrato, lípido y cada célula; cada neurona, sentimiento, idea y cada nuevo asomo de amor, la existencia absoluta de ser la memoria del universo, la tierra y la vida misma naciendo una vez más.
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El Partido Definitivo
El partido ha finalizado.
(Aplausos) -El campeón es el equipo local. -Muchas gracias. Los esperamos el domingo que viene. Por favor, abandonar las instalaciones en orden y en silencio. La voz del estadio, o más propio seria decir del teatro, recitaba estas palabras mientras la pantalla gigante que hasta unos segundos atrás proyectaba cantidad de coloridas imágenes alegóricas, se fundía a negro. El teatro se levantó y aplaudió de pie la magnífica representación. Era, sin lugar a dudas, el mejor espectáculo al que habían asistido en años. Hombres enfundados en sus soberbios trajes de gala acompañados por sus mujeres hermosamente ornamentadas, se fueron retirando en silencio. Era aquello que llamaban “fútbol”. No había jugadores ni mucho menos cancha o pelota, pero eso era lo de menos. Estaban frente al orgulloso deporte mundial, pasión de multitudes. Aquellas pocas personas que podían costear la entrada a uno de los lujosos teatros que proyectaban el entretenimiento, eran los llamados “hinchas”. Un programa que les entregaban en mano a la entrada del establecimiento, les recomendaba todo aquello permitido y prohibido 32
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dentro del mismo y les obsequiaba una suerte de guía ilustrada sobre todo lo que una buena parcialidad debe hacer para alentar a su escuadra. Los resultados, que eran seguidos por millones de habitantes, eran la consecuencia de la cotización en bolsa de los clubes. Los vaivenes del mercado establecían ganadores y perdedores, luego las gráficas de estos vaivenes acompañadas por el relato de un reconocido poeta o comunicador social, eran presentadas como la épica contemporánea. Afuera del teatro la gente salía en fila ordenada y en perfecto silencio. Todo ello era observado sin mayor atención por cuatro cachorros de no más de doce años sentados en el banco de una plaza, matando el tiempo para la ocasión. - ¡Que embole!- les dijo uno a los otros y los otros no contestaron. - ¿Quién jugaba hoy?- preguntó uno. - River contra Boca - respondieron el resto sin darle mayor atención. Oyeron entonces un ruido del ramaje seco a sus espaldas y al voltear, vieron a un mendigo de aspecto simpaticón, barba blanca larga hasta el pecho y postura encorvada. Iba acompañado por un cuzco de colores negro y marrón. Se les acercó despacio, como quien no quiere la cosa, y saludó cordialmente sacándose el sombrero. - Buenos días muchachos, disculpen que los moleste -dijo y dio otro paso hasta ponérseles de
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frente- ¿Podrán decirme ustedes el resultado de éste que acaba de terminar? - Fíjese en la pantalla - le dijeron indicando un cartel luminoso. RIVER: 3,14 BOCA: 3,10 El mendigo carraspeó tratando de hacérseles el amigo y luego les preguntó: - ¿Ustedes por quién hinchan? - Nosotros por ninguno - explicaron riendo los chiquillos a quienes divertía el aspecto del viejo bonachón. - Es que no entendemos mucho eso del fútbol - agregó el más grandote. - ¡Si, es cosa de viejos! - dijo el mas chiquilín. El del medio, sin dudarlo, apoyó a sus compañeros moviendo enérgicamente el rostro: - No tiene nada de divertido un montón de números y palabras que no entendemos. Y entonces el mendigo comprendió que los tiempos habían cambiado. Recordó tristemente cuando en su juventud el asunto había tomado ese rumbo y aquellos partidos europeos dónde todos sentados cómodamente, disfrutaban el espectáculo sin despeinarse seguidos por las cámaras en su afán de todo registrarlo. Algunos de los hinchas, al advertirse proyectados en la pantalla gigante, abandonaban la prudencia para disfrazarse por un segundo de fervoroso simpatizantes y luego volverse estatuas frías y reservadas. 34
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Del mismo modo los jugadores, cuyos contratos publicitarios valían en muchos casos más que el precio de sus propias piernas, no perdían oportunidad de espiarse en la pantalla del estadio y ensayar sus gestos para la tapa de las revistas. En el juego, se quedan tirados y no corren la pelota si les hicieron falta y el juez no la cobró. El pecho se les enfría apenas ganan las primeras platas. Pero poco importaba, los verdaderos genios del espectáculo eran los medios de comunicación, periodistas altivos que hacían preguntas y exigían respuestas y se comportaban como si todos, protagonistas e hinchas, les debieran una sumisión superlativa. Comen y cagan opinando de lo que hacen y dejan de hacer esos señores actores y dedican una vida a ocuparse del asunto siendo jueces de la cuestión fuera de las canchas. Si no gana el favorito, el favorito en las encuestas, aquel que desarrolle el juego mas bello para mostrar por televisión, se acusa al campeón de injusto ganador, por mas que en ello haya puesto mas ímpetu que las rutilantes estrellas del equipo multi campeón -en general más preocupadas por los billetes, la fama y la comodidad que por el sagrado fuego de la gloria- que gastó en sus plantel tanta plata que para hacerse una idea no alcanza la imaginación. Apenas despunta un pibe, “pichón de crack” le dicen, lo venden enseguida –no vaya ser que se le pase la vida y la oportunidad de llenar las arcas de sus representantes. A veces, cuando está ya viejo y fracasado, es tentado nuevamente por el equipo 35
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que lo vio nacer, aquel que confío en él y lo entrenó con paciencia. Pero él rechaza la oferta sintiéndose agradecido, pues si bien el equipo europeo en el que juega actúa en segunda división, y el no es ni tercer suplente. Piensa: - No es hora de volver al nido. Todavía quiere hacer carrera, argumentará mas tarde sin despeinarse. Pero al menos en tales épocas rodaba el balón y lo disputaban veintidós, que no es poco decir. Poco tiempo después, la cosa se puso oscura cuando la FIFA convino en mostrar una representación, como si se tratara de una obra con actores que al fin del juego, abrazados unos con otros al público, saludan. El éxito fue total entre ciertos sectores que anhelaban poder ver fútbol sin tener que preocuparse por la indiada -que era como llamaban a los simpatizantes de antaño- por sus costumbres ordinarias y modales salvajes. Por eso tuvo lugar primero un cambio de reglas dentro del campo, para que todo fuera más vistoso. Se condenaba lo esforzado y se aplaudía lo ostentoso, una metáfora obvia que nada tenía de casual. También las reglas de afuera cambiaron, y a pesar del viejo refrán futbolero “reza que los de afuera son de palo”, de repente ya no podía uno gritar a ver a quien ofendía de tal modo que se convertía en asunto de seguridad nacional. La contracara eran la nuevas Barrabravas, mafias comunicadas por tecnología de último modelo, organizadas con tácticas militares, registradas como sociedades anónimas y contratadas por los propios políticos que presidían 36
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los clubes como mercenarios. Todo poco a poco apuntaba a convertir el asunto en una exhibición de estrellas rutilantes solo accesible a las altas castas. Muy pronto surgió una novedosa idea, en vez de actuar los partidos, directamente presentarían una animación de computadora proyectada en una pantalla gigante oblonga, mientras que los resultados serian calculados estadísticamente asignando unas tablas de puntajes a equipos y jugadores que en ultima instancia, ni siquiera necesitarían jugar y tendrían mas tiempo para atender publicidades. Cada club contaba entonces con su propia terminal conectada a un C.P.U central que los nucleaba y que generaba las animaciones casi perfectas que representaban la contienda. Los clubes competían entre si por mejorar sus diseños informáticos y en las revistas especializadas, ocupaban las primeras planas. La nueva plaqueta aceleradora de gráficos adquirida por tal equipo junto a la nueva memoria Ram adquirida por tal otro. Desde ese punto hasta lo de hoy no había pasado sino un par de décadas, suficiente para que todos olvidaran de que se trataba originariamente de eso que llamaban fútbol Los chiquillos escuchaban atentamente las palabras del mendigo borrachín, llenos de curiosidad y de una sensación que se les asemejaba nueva y extraña, pues no habían sido educados para dudar y mucho menos para sorprenderse. 37
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- ¿Pero como era antes....? - preguntó uno de los nenes. - Si- interrumpió el de al lado -no entiendo bien. Si no era así... ¿como era? El más grande interrumpió: - A mi me contó mi abuelo que antes era como un juego, pero tampoco entendí muy bien, ¿un juego de qué? El mendigo los miró sobrecogido y tartamudeó sin saber como responder. Tomó aire, se tranquilizó y comenzó a hablar. - Antes, hace mucho tiempo, cuando se jugaba al fútbol había dos arcos que eran como dos puertas grandes y dos equipos, cada uno de once personas, que solo con el pie o con la cabeza tenían que intentar meter una pelota adentro de ese arco que la defendía uno por cada equipo y ese sólo jugador podía usar manos sin salirse del área, que es un rectángulo marcado en el piso adelante del arco. Cuando terminaba el partido, que se dividía en dos tiempos de cuarenta y cinco minutos, el que más goles había metido ganaba. Si habían metido la misma cantidad empataban. Había muchas otras reglas pero más o menos era eso. Lo importante, era saber jugar en equipo y esforzarse por ese equipo y por supuesto, divertirse. - ¿Y usted como sabe todo eso? - preguntó el mas chiquito de los querubines. - Yo fui jugador de fútbol - respondió el mendigo. - ¿Y qué pasó? - volvió a preguntar el benjamín. 38
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El mendigo dudó unos segundos, miró al cielo, tragó saliva y asintiendo con la cabeza respondió. - Pasó que yo era jugador de fútbol y el fútbol dejó de existir. Me volví obsoleto, el club me reemplazó primero por uno que sin ser mejor que yo, salía mejor en las fotos de las revistas y hablaba mejor en las conferencias de prensa, y después lo reemplazó a él por una computadora y a esa computadora la reemplazaron por otra capaz de reemplazarse a ella misma cada vez que necesitaran. - ¿Señor... usted como se llamaba cuando jugaba al fútbol? - Bueno me sigo llamando igual: Marcelo. Pero en ese entonces me decían “el tanque Giménez”. - ¿Señor Tanque, usted nos puede enseñar a jugar al fútbol? - le preguntó el mas grande de los chiquitos tironeándole del pulóver y con una sonrisa inmensa adornándole la cara. Los otros tres empezaron a gritar: - ¡Si, si, que nos enseñe! Al mendigo casi se le pianta un lagrimón y se acordó de cuando era pibe y empezaba a jugar en las divisiones inferiores del club de su pueblo, allá en Corrientes. - ¡Sí! claro que puedo- se emocionó- a ver, vamos a hacer un dos contra dos, sin arqueros. Nadie puede tocar la pelota con la mano. Primero, que dos se saquen las remeras y otros dos se las dejen puestas, así van a poder diferenciarse los 39
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equipos. Después, los cuatros sáquense las zapatillas que con esas vamos a armar arcos chiquitos de cuatro pasos de largo. Y ahora, todos se sacan las medias que con esas, enrolladas una adentro de otra, vamos a hacer la pelota. Durante todo lo que duró la tarde, Marcelo Jiménez, ex lateral derecho de River y la Selección, enseñó a aquellos pequeños a pasar la pelota, patear con precisión, correr, frenarse, pisarla, e incluso a trabar y a barrer. Les enseñó a gritar un gol con euforia, a gambetear y algunas sutilezas y picardías que nunca están de mas. Pero sobretodo les enseño el valor del compañerismo, el esfuerzo, la lealtad y lo mas importante de todo, les enseñó a divertirse. Con la cara manchada de barro, los chicos terminaron la tarde a las risotadas. Se despidieron del mendigo y se fueron juntos a comerse un sándwich. Aquella noche durmieron profundamente y todos ellos soñaron con la redonda. A partir de ese día, volvieron todos los demás a la plaza después del colegio para jugar su picadito. Poco a poco fueron convenciendo a sus compañeros de unírseles. Apenas un año después, habían armado su propio campeonato con cuatro equipos de cinco. Todos eran invitados a jugar sin importar sus habilidades. Había un único requisito enseñado por el mendigo y repetido por los cuatro niños, que cada vez tenían menos de niños: había que estar dispuestos a dejar todo en la cancha, nada de 40
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pechos fríos. Todas las tardes, la plaza, era una fiesta. Las malas lenguas comenzaron a comentar por las espaldas y pronto la noticia llego a profesores y directores del colegio que inmediatamente, como exigía la ordenanza número 58, elevaron un informe a las autoridades locales: “A través del presente, hacemos de vuestro conocimiento el surgimiento de una actividad desconocida, independiente y por tanto sediciosa, en el núcleo de la escuela. Practican después del horario de clases reunidos en clanes, una actividad física de fuerte fricción al aire libre. La actividad consiste en disputarse un balón, divididos en equipos que cooperan para lograr el objetivo de vencer mayor cantidad de veces el arco contrario y son los individuos de cada equipo incondicionales a este. No existe orden de castas, ni lideres admitidos. Todos poseen los mismos derechos y obligaciones. La fuerza de cada equipo se basa en el orgullo y la amistad. Luego de los enfrentamientos que alcanzan niveles altos de violencia, los participantes de los distintos equipos, en muchos casos, mantienen un lazo importante de compañerismo y amistad y comparten el alimento y las bebidas. Creemos importante considerar la influencia negativa que todo esto pudiera tener en la correcta adaptación de los niños al régimen y el potencial peligro que significa que la mencionada
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disciplina, sus códigos y enseñanzas, alcancen grado de difusión.” La burocracia oficial recibió el informe y lo colocó por orden de llegada en la lista de listas que indefectiblemente debían transitar a la cola de la lista de listas aptas y de allí a la de lista de listas examinadas, colocándose por último y antes de llegar a las autoridades, en la lista de listas en espera de consideración. Como sucedía en gran cantidad de oportunidades, el informe se extravió en lo profundo de un cajón y por suerte o por arte invisible de las providencias, nunca llegó a las manos de los jerarcas de turno. Gracias a tal desatino, los chicos pudieron seguir reuniéndose en la plaza a la que llamaban potrero o canchita, tal como el mendigo les había enseñado hacia ya bastante tiempo atrás. Fueron creciendo y junto a ellos creció aquella pasión, y poco a poco sus contiendas empezaron a verse rodeadas de público. Amigos, amigas, novias, padres e incluso algunos desconocidos asistían. A veces para ver de qué se trataba, otras para disfrutar de aquel despliegue de fuerza y habilidad y finalmente, para tomar parte del encuentro, hinchando por uno u otro equipo, otorgándoles con sus cantos poderíos impensados. Increíble es cómo el cuerpo entero se vuelve invencible ante las acometidas y la respiración no se acaba aunque no haya mas aire, cuando esos ojos femeninos persiguen atentos el desempeño o 42
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cuando el grito agresivo de los contrarios busca en vano quebrar la bravura y solo logra acrecentar el viril orgullo que nutre el pecho y lo desafía a dar lo mejor de si mismo. A pesar del informe traspapelado no pasaron desapercibidos sus juegos por demasiado tiempo a las autoridades, sobretodo a aquellas que acostumbraban a asistir al fastuoso teatro y con sus propios ojos tuvieron oportunidad de ver que en la plaza de enfrente un tumulto bullicioso vivaba entre cánticos y gritos a los vencedores y que todos juntos, vencidos incluidos, festejaban luego entre vino y carne asada el simple hecho de estar contentos. Finalmente la noticia llegó a las máximas autoridades que inmediatamente ordenaron una investigación exhaustiva. -No es bueno que el pueblo este contento porque entonces se da cuenta con más facilidad cuando algo afecta su felicidad- dijo uno de los jerarcas. - Tampoco es bueno que esté enojado- lo interrumpió otro y un tercero desempató: - Un pueblo feliz es demasiado fuerte y uno enojado está demasiado atento, uno triste no tiene fuerzas para trabajar, lo mejor es un pueblo apático y desinteresado. El cuarto de los jerarcas que había escuchado en silencio a sus compañeros habló finalmente: - ¡Basta ya de inútiles teorías! Tenemos un problema que resolver. Infructuoso sería enviarles a la policía. Si reprimiéramos sólo lograríamos mayor 43
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atención de los medios y lo que menos necesitamos es que este problema tenga difusión. Los tres jerarcas restantes asintieron. - Si tomara estado publico, podría generar otra crisis en los mercados financieros, no podemos permitir algo semejante- agregó el que primero había hecho uso de la palabra. - No debemos desesperar, ya hemos enfrentado en otras oportunidades actos sediciosos y los hemos solucionados. Si no puedes vencerlos úneteles, o en otras palabras, cómpralos. - Esa siempre es una buena idea. - Sin duda. Debemos ofrecerles participar en un espectáculo de entretiempo en el teatro, a cambio les daremos acciones del gobierno y les exigiremos que cambien algunas actitudes de esas que manifiestan cuando juegan. - ¡Si! No podemos permitir que exalten a los concurrentes. - Mejor aún, debemos enfrentarlos contra otro equipo y que su fracaso sea evidente y humillante de un modo tal que el publico pierda todo interés en ellos. - Esa parece una excelente propuesta. Busquen en los archivos y reúnan a once de los más bajos y pérfidos representantes que esta actividad haya tenido en el pasado. Mientras aquello tenía lugar, en la placita los chicos reunidos compartían la merienda, cuando detrás de unos ramajes apareció por primera vez desde aquella tarde, el mendigo enfundado en su 44
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raído capote seguido de su perro saltarín. Inmediatamente lo reconocieron y corrieron a abrazarlo, estaban ansiosos por mostrarle todo lo que habían aprendido en el tiempo transcurrido y hablaban todos juntos interrumpiéndose para conseguir la atención del viejo. - ¡A callar! - dijo el viejo haciendo un gesto severo con la mano y los niños enseguida se silenciaron a la espera de sus palabras. - He vuelto porque su entrenamiento ha concluido. Hace diez años fueron elegidos sin saberlo por sus cualidades humanas y recibieron un conocimiento divino. Durante los siguientes años se perfeccionaron por propia cuenta, aprendiendo nuevas técnicas y habilidades, perfeccionando su audacia y lealtad, enseñando a otros los valores sagrados que se les obsequiaron. He sido enviado para contarles la otra parte de la historia y prepararlos para el gran partido, predicho en las profecías. Los muchachos quedaron boquiabiertos mirando a su gurú sin dar crédito a lo que oían. - Escúchenme bien mis corajudos jóvenes, como lo hicieron hace diez años cuando eran solo unos niños y me aparecí ante ustedes para sembrar la semilla de lo que hoy cosechan. No podía referirles entonces lo que hoy les diré, pues era necesario que crecieran libres de temores y que aprendieran la venerable disciplina con la inocencia que sólo un niño puede poseer. Pero hoy han crecido y son los futuros herederos de la libertad y por eso les narraré la historia completa. 45
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Los jóvenes se fueron sentando poco a poco al rededor del viejo que había tomado debajo de su brazo una pelota de cuero que ellos mismo habían cosido. Los invitó a acomodarse para que todos, incluso los más pequeños, pudieran escucharlo. - Una vez hace mucho tiempo, tanto que ya ni siquiera la historia guarda recuerdo, los dioses decidieron dar un regalo a los hombres y tras mucho deliberar resolvieron que seria el fútbol. El fútbol era un juego que sólo ellos podían jugar y jugándolo es que habían creado al mundo. Era un conocimiento demasiado hermoso pero poderoso para dejarlo en manos de unos hijos tan jóvenes y caprichosos. Pero como era este juego su máxima alegría, como un padre que desea compartir con sus hijos su propio gozo, esperaron con paciencia y cuando juzgaron que ya habían alcanzado sus hijos la madurez, lo obsequiaron para su divertimento y aprendizaje. Los egipcios, los hindúes, los persas los chinos, los aztecas y los mayas, los romanos y los griegos, son solo ejemplos de las antiguos pueblos que recibieron y legaron este regalo del juego de pelota casi tan antiguo como el verbo, y entonces el mismo verbo se transformó en pelota, pues resultó de este juego el lenguaje universal que a todos los pueblos habría de unir en un amor incondicional, transformando las fronteras de las naciones en lugares de encuentro y no de división. Pero con el tiempo el espíritu del hombre se dejó vencer por el mal y utilizó este obsequio como 46
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arma en contra de aquellos a los que debería haber liberado. Lo manipularon para comerciar con él y controlar a las masas, para tapar aberraciones políticas y matanzas. Los representantes del mal comprendieron antes que nadie el poder del lenguaje y también el del balón. Convinieron controlarlos y así controlar al mundo. Poco a poco lo fueron convirtiendo en un entretenimiento vacío y malvado, destinado al dominio, sacándole todo aquello que tenia de heroico, hermoso y sincero. Aquellos que podrían haber hecho algo al respecto, prefirieron atacar la disciplina en vez de reclamar el legítimo derecho sobre ella. Y así les entregaron a los ruines el poder total de controlar el lenguaje de los hombres. Hoy la historia se repite. Han crecido y han aprendido a jugar el juego. Deberán defenderlo como hace muchos milenios, cuando la tierra apenas era un sueño y Hunahpú e Ixbalanqué vencieron a los de Xilbabá que intentaron engañarlos de múltiples y maliciosas maneras. Así como me aparecí ante ustedes bajo la apariencia de un linyera para enseñarles como jugar, hoy me aparezco nuevamente con este disfraz para enseñarles aquello que duerme detrás del juego. En el potrero, ese sagrado pedazo de tierra, el niño se convierte en hombre. Aprende del coraje y el compañerismo del esfuerzo y el orgullo. Aprende a defender a los suyos ante cualquier circunstancia, a inflar el pecho frente al adversario sin importar su poder, aprende que nada sirve la fe 47
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sin el esfuerzo ni el esfuerzo sin la fe y nada de eso sin la pasión y la alegría, y en esa libertad se equipara a los dioses. El fútbol es a veces un combate épico que enseña a ir siempre hacia adelante y a no quedarse inmóvil, a buscar la elegancia y la belleza sin olvidarse la rudeza y el sacrificio y otras veces es una exhibición de fraternidad donde se forja la unión y la reciprocidad. Es una metáfora sobre la vida misma que se manifiesta en el lúdico enfrentamiento y que hoy deberán enseñarle ustedes al mundo. Los jerarcas que manejan el mundo se han enterado de su juego y le temen. Han convocado a las fuerzas del maligno y planean destruirlos con sucias artimañas y humillarlos, para revindicar así a aquellos débiles de espíritu que eligen renegar antes que comprender, los poderosos que prefieren acaparar antes que compartir y la inocente mayoría que los siguen sin advertir el engaño. Pero no teman. Pues yo estaré ahí ayudándolos en cada momento. Esperen con tranquilidad pues esta misma noche vendrán a ofrecerles formar parte del gran espectáculo y deberán aceptar el reto pero sin dejarse engañar. Esperar descansados y hermanados para enfrentar el duelo. Dicho esto, el linyera sacó de su saco unas antiguas camisas cocidas, pantalones cortos, negrísimos botines de cuero y protecciones también de cuero, que repartió a sus aprendices.
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- Se han ganado el honor de utilizar estas antiquísimas armaduras construidas todas con partes pertenecientes a los jugadores más grandes de todas las eras. Por último, les obsequió una pelota antiquísima construida con raíces. En tanto ellos se probaban los pertrechos y practicaban con el pesado esférico, desapareció sin que nadie lo notara. Los jóvenes se miraron en silencio compartiendo el gran temor que les recorría el cuerpo de escalofríos. Pero las palabras del anciano habían hecho mella en sus corazones y habían aprendido con el transcurso de los años a enfrentar al miedo y mirar dentro de sus pupilas soportando la mirada. En eso reside la valentía y no en la farsante negación del mismo. Pusieron manos a la obra y organizándose rápidamente emprendieron un duro entrenamiento en vistas al próximo desenlace. Mientras tanto, en el ultimo piso de un gigantesco edificio espejado que tapaba el sol a todos lo demás a su alrededor, el jerarca máximo se cruzó de piernas y masticó nervioso su propio labio, sentado en su sillón giratorio frente a un gran ventanal oblicuo que daba al gran teatro-campo de juego. La puerta de su despacho se abrió y entró apresurado con la cabeza gacha, uno de los jerarcas secundarios. - Tenemos la lista señor - indicó sin levantar la mirada. 49
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- Excelente -exclamó el jerarca máximoQuiero a mis bravos guerreros listos para la revista en media hora. Daremos una lección a esos miserables que nunca olvidaran. Media hora después el jerarca máximo recibía en su oficina a su ejército de demonios resucitados, aquellos que en vida habían logrado destruir el fútbol y que recargados de malignos poderes, habían sido convocados para la batalla definitiva. El Gran jerarca se paseó por su despacho mirándoles las caras y así les arengó. - Mis compañeros, el deber nos llama hoy para defender nuestra gloriosa soberanía. Ustedes han sabido ser empresarios, directivos, periodistas y relatores, hombres de negocios de los medios y la política, que han hecho que aquel bárbaro deporte que los hombres llamaban fútbol, aquel emparentado con otros que jugaban todos los incivilizados indígenas en antiguas eras, se transforme en un espectáculo culto y refinado, digno del orden y el progreso que representamos. Los he despertado hoy del eterno sueño porque ha llegado el momento de la verdad. Estos miserables creen que ustedes son prescindibles, creen que el fútbol podría existir sin vuestra contribución, y que son la causa, sin ir más lejos, no de su gloria, sino de su decadencia. Del mismo modo que creen que la patria podría existir sin nuestro glorioso gobierno y anhelan en secreto despojarnos de nuestras funciones. Por eso hoy hemos de destruirlos sin misericordia alguna y enseñar así al
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mundo que no existe sobre esta tierra otro orgullo que aquel que nosotros representamos. Así habló el jerarca máximo a la formación de malignos espíritus que sus subordinados habían elegido como los mas idóneos para destruir el fútbol de una vez y para todas. En primera fila se retorcía el cadáver resucitado de aquel que llamaban “El Padrino”, una especie de momia perversa que nunca terminaba de morir y manejaba con su oscura mano los hilos de todos lo demás. A su lado formaba “Don Miembro”, una corrupta bola de cebo con forma de pene atrofiado que vomitaba semen y era secundado por el tragicómico “Marianaclás” que se arrastraba como un gusano procurando lamer sus aflujos. Era el demonio mas cornudo de todos, tenia la piel carbonizada repleta de supurantes tumores y a duras penas podía balbucear una palabra sin que la baba espesada por la leche se le chorrease por la comisura de los labios. Detrás de ellos serpenteaba otro ser siniestro que poseía dos cabezas, una la de un obeso y grasiento traicionero y la otra, la de un alfeñique inescrupuloso de un recortado vello público sobre el labio. Ambas codiciosas y putrefactas y de permanentes sonrisas fingidas, se regodeaban en un poder escabroso. “Macrilar” era su oscuro nombre. Dirigía a otros tan inmundos como ellos pero de menor rango y entre todos lideraban un ejército de rabiosos subhumanos muñidos con picas y armas de todo tipo, que esperaban las ordenes mientras se peleaban entre 51
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si como hienas abalanzándose sobre una montaña de blanca polvareda y verdes papiros que sus amos les proporcionaban a cambio de sus servicios. Esa misma noche, los jóvenes jugadores fueron debidamente invitados a través de una carta documento por los representantes del Estado, y fueron inducidos firmar un contrato con miles de tramposas cláusulas que no hubieran advertido de no estar sobre aviso pero que por tal razón, pudieron rechazar y reformular hasta por fin llegar a un acuerdo conveniente o al menos, no concluyentemente perjudicial. El espectáculo fue promocionado por la jerarquía haciendo uso de todos los sistemas comunicación y manipulación vigentes que eran muchos, profundamente refinados y de una masividad total. Todos quisieron presenciar aquel espectáculo que era presentado en todos los formatos como un enfrentamiento prehistórico de una era en la cual la razón aun debía competir contra la barbarie, donde fuerza y quimeras reemplazaban la sana y superior cultura del ciudadano ejemplar. El domingo siguiente, el teatro remodelado para tal fin estaba colmado. Se habían añadido numerosas bandejas y la capacidad ascendía a varios millones de espectadores cómodamente sentados y vestidos de riguroso atuendo, como obligaba la legislación. En múltiples pantallas gigantes, las publicidades se repetían incansablemente haciendo un fastuoso uso de la 52
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animación holográfica. La trasmisión del evento por otro lado alcanzaba a cada hogar del planeta donde todos los psico-espectadores aguardaban, en sus respectivas cápsulas de psico-proyección, el comienzo del cotejo, ansiosos pero seguros de ver cómo los representantes de la civilización daban escarmiento a aquellos terroristas culturales, como se los había llamado en varios medios. En los palcos preferenciales, los jerarcas de todas las secretarías aguardaban ansiosos el desarrollo de su plan. Por fin los reflectores sónicos anunciaron la salida de los equipos a la cancha y explicaron brevemente en que consistiría el juego. Ante un silencio tajante, salieron los equipos. Por un lado, los muchachos liderados por el viejo vestido con sus rústicas y épicas armaduras y por el otro, los aquileos mercenarios inflados con todo tipo de químicos y pertrechados con sus futuristas indumentarias de vanguardia constituidas con telas brillantes y exquisitas, revestidas por numerosos anuncios publicitarios seguidos por sus gusanosos adiestradores que ya habían comenzado a hacer su sucio juego fuera del la cancha. El padrino, desde su sillón, gobernaba y controlaba cada acción. Bastaba un gesto de su largo brazo de sombras para que todo tomara el retorcido rumbo por el elegido. Macrilar había enviado ya a sus matones a amenazar a los jugadores en el vestuario y ahora hacia lo propio con aquellos que se habían acercado con intención de darles aliento. El sodomita Don Miembro y el canceroso Marianaclás, como una tragicómica parodia de si mismos, se oponían 53
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permanentemente sin llegar nunca a decir nada mientras sus voces llegaban acompañando la imagen a cada hogar del planeta procurando torcer la balanza con desleales comentarios para la conveniencia de sus propios sombríos negociados. Mientras en el cielo las grises nubes se estrellaban explotando en un diluvio de proporciones bíblicas, debajo los contendientes se medían haciendo correr la bola sin arriesgar demasiado en ello. El árbitro encargado de impartir justicia, era un computador de una supuesta honestidad inquebrantable en pos de la objetividad, que sin embargo desde su construcción todos sus dictámenes habían sido fortuitamente convenientes a sus constructores y en esta oportunidad, para no ser menos, comenzó a favorecer al equipo oficial a través de sutiles fallos. El resultado pactado entre los jerarcas y el padrino era de un rotundo cero a cero, que dejaría en evidencia lo aburrido de aquel renaciente espectáculo ante todo el mundo para que tuviera después lugar un desempate a través de los medios tecnológicos novísimos y civilizados, que enterrara por fin cualquier tipo de duda o suspicacia al respecto y entonces si, una fiesta sin precedentes para festejar el triunfo sobre la barbarie. Siempre, claro, dentro de las normas del buen gusto y la ilustración, con el ingrediente de las apuestas arregladas y todos sus afines que darían a las arcas nuevos y bancarios nutrientes. En las gradas los asistentes comenzaban a inquietarse. El entretiempo fue la excusa para que unos cuantos se dieran a la fuga y para que los 54
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matones de Macrilar se colaran en los vestuarios y dieran un ultimátum a los asustados jóvenes: “0 a 0 o los matamos a todos ustedes y sus familias”. En vano buscaron al mendigo para pedirle consejo. Se había esfumado nuevamente como si la tierra se lo hubiera tragado. Salieron al campo de juego apichonados, con las piernas temblando y les pareció inmenso el graderío que se levantaba sobre ellos como un gigante monstruoso en cuya boca les tocaba danzar el ultimo baile. El rugir de los altoparlantes los ensordeció y las luces los encandilaron. Sonó el silbato, y el equipo contrario movió el balón. Jugaban siempre para atrás procurando dormir el juego. Ante cada choque permanecían tirados en el suelo el mayor tiempo posible y siempre que podían dejaban correr el tiempo antes de sacar una falta. Promediando la media hora, el árbitro expulsó indignamente a dos de los muchachos. A uno que por ir con fuerza a disputar una pelota yendo al suelo, barrió primero balón y luego jugador que se dejó caer como fulminado, y sin la más mínima vergüenza exigió al árbitro que hiciera uso de las tarjetas. En la jugada siguiente, un codazo en medio de la cara dejó en el suelo al diez del equipo del mendigo que insultó aireadamente desde el suelo y por eso fue también expulsado, apenas pudo ponerse de pie. El estadio inmutable observaba sin participar como explícitamente indicaban los folletos entregados al entrar. Sin embargo, en la segunda bandeja justo a las espaldas del arco de los 55
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muchachos, un grupo reducido de amigos que habían logrado eludir los controles y esquivar a los mercenarios, desplegaron una bandera y haciéndola flamear comenzaron a entonar cánticos de aliento. El murmullo fue creciendo y frente al silencio de todos los demás, se transformó poco a poco en un griterío ensordecedor. En el rectángulo, enseguida los jóvenes exhaustos y diezmados sintieron cómo un soplo de ánimo y valor les llenaba la sangre y comenzaba hacerla arder dentro de los cuerpos, como si un fuego sobrenatural le reconfortara los músculos cansados y les colmara a el pecho disipando todos los miedos y llamándolos a ser parte de un resurgir glorioso, de una gesta heroica capaz de trascender el instante y erguirse sobre el mar de los tiempos. Asimismo, el murmullo de aquellos pocos como una inevitable marea humana, comenzó a propagarse entre la tímida concurrencia, que sin entender demasiado como ni porqué, empezó a sentir que todo cambiaba una vez que hacían una sus voces. Luego de muchos años silenciado, El Verbo volvió a hacerse balón. Inútiles fueron los intentos de contención y castigo que enseguida llevaron a cabo los gendarmes dispuestos con precepto de mantener el orden y la calma. Como si de un virus contagioso de tratara, pronto todo el estadio cantaba al unísono participando de una fiesta hace tiempo olvidada. Vieron cómo en la cancha los jóvenes enseñaban los dientes y siendo menos, comenzaban a acorralar al equipo contrario completamente 56
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desorientado y asustado ante el poder del griterío general que hacia latir los cimientos de la cancha. La lluvia redobló su potencia y hundido en el barro, el partido se volvió rudo e inexacto cuando apenas unos minutos los separaban del final anticipadamente previsto. Una pelota bombeada empujada por el viento, obligó al arquero a lucirse, y elevándose como un pájaro descolgó el tiro que se metía por el ángulo. Sacó pateando alto y lejos, y saltaron los medio campistas a cabecear disputándose el balón en el aire. Cuando por fin el esférico tocó tierra, el equipo de los jerarcas la jugó hacia atrás y con toques largos intentaron un nuevo ataque aprovechando su superioridad numérica. Entonces el cinco de los jóvenes corrió como si diablo le pisara la sombra y saltando como un puma iracundo, trabó la pelota que defendía uno de los contrarios y hundido en un charco de barro, se irguió con ella entre los pies. Lanzó un pase largo hacia atrás que cruzó tangencialmente el campo y la pelota cayó en los pies del central, que avanzó unos metros con ella y la jugo corta con el lateral que enseguida la cambió de banda para evitar el acoso de los delanteros contrarios que, contagiados también del fragor de la tribuna, habían olvidado las órdenes venidas de arriba y jugaban con ambición. El cuatro con la pelota en los pies encabezó una veloz avanzada y al llegar un poco mas allá de la línea central, se la dejó al ocho que de un toque la pasó al once devolviéndola este también de un 57
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toque hacia el medio del campo donde el más pequeño de los chicos la esperaba erguido, con el rostro sucio y el cuerpo empapado. El empeine del pie sintió el balón hundirse contra él, amortiguarse diría, impregnarse seria propio reemplazar. Se juntaron como dos cuerpos o como el agua al mezclarse con la tierra y se juraron mutua lealtad. Giró el cuerpo ágil, enjuto y conciso sintiendo en cada pierna la fibras estirarse, los músculos hincharse y desinflarse, el correr de la sangre y un latido constante del cuerpo entero. De aquella sutileza daba la impresión que había ruedas en las suelas, el balón pasó de un pie al otro siendo barro y un toque sutil lo acompañó hacia delante, apenas un rasguño o mas justo sería una caricia, de esas que no alcanzan a tocar la piel sino que mueven al aire siendo éste el que concreta el dócil encargo. Rodó y el cuerpo que hacía apenas unos segundos le daba la espada, lo seguía como si siempre hubiera sido así, subiendo y bajando en un tranco similar al de un caballo brioso antes de la batalla. El espacio pareció abrirse a su alrededor, tomó aire, el pecho se le hinchaba y se vaciaba siguiendo el repiqueteo de los cascos contra el suelo. Levantó la vista que circunstancialmente había espiado el cuero. Delante del primer guardián, resoplaba en un instante de desconcierto y un segundo que había corrido en su auxilio, se encontraba entonces fuera de la contienda estacado contra el pasto donde instantes antes había una pelota. El joven guerrero percibió los caminos obstruidos 58
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delante de él y a su izquierda, y presintió que lo mismo sucedía a sus espaldas. Empujó la pelota hacía adelante por el único flanco desprotegido y detrás de ella se imaginó viento. Los dos guardianes tardaron en percibirlo e iniciaron una carrera fútil, mientras un tercero que efectivamente arribaba para cubrir la huida los siguió ya vencido. Al bamboleo del cuerpo que confundió definitivamente a quienes lo enfrentaban, se siguió un salto instintivo imitado a la perfección por el tesoro que protegía entre sus pies y que salvó su causa de la pierna rasante del único de aquellos últimos protectores que había entendido sus primeras intenciones. Una vez en el suelo reparó en la bestia impía que custodiaba el altar de su gracia y que salía a su encuentro extendido en toda su sombra. Un paso hacia adelante pasó por sobre el otro y un toque imperceptible, apenas un instante antes de que la sombra desbocada le envuelva el cuerpo, aterrada ante lo inexorable del héroe esférico que rueda con destino al rincón del marco blanco. La tribuna enardecía componiendo una marea oscilante que hacía flamear las estandartes, estalló en un bramido exorbitante que los compañeros, del que ahora corre con los brazos en alto y los músculos apretados a encontrarse con ellos en un festejo total, sienten como un soplo de sangre que fluye dentro del cuerpo agotado en el momento final de la contienda y lo renueva.
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El festejo se perpetúa. El partido termina un instante antes y el gol no se convalida. A nadie le importa. Desbordada, la gente viva a éstos que se abrazan en el campo y se abrazan también entre ellos sintiéndose parte y descubriendo en un vértigo alucinante una pasión largamente olvidada. Se preguntan secretamente qué pasaría si todos los días al despertar, encararan la vida con esa misma actitud festiva llena de brío y coraje, oponiéndose a los déspotas y abrazándose a los que como ellos, transitan la senda predispuesta para cambiar con sus propios cantos el acontecer. Aterrados, los jerarcas contemplan la multitud frenética y delirante. Una muchedumbre sólo sirve si marcha mansa bajo el yugo del miedo, sino significa una avalancha, un poder ilimitado que rompe como una ola gigantesca contra un muelle y lo arrastra junto a todo lo demás. En un acto desesperado teñido de miedo, ordenan reprimir y como escarmiento, ordenan fusilar a los osados jóvenes allí mismo, a la vista de todos. El padrino procura disuadirlos y convencerlos de usar a su favor aquella energía, ya ha sido utilizada antes, no puede dejarse en manos del pueblo, pero esos tiempos son olvido quizás por su propia torpe acción. Ante la incredulidad de todos se desnuda la maquinaria y los desobedientes jugadores son ajusticiados mientras las formaciones de gendarmes se disponen a contener a todos los demás. Don Miembro y Marianaclás procuran, en 60
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un último intento por salvar las papas, desvirtuar lo acontecido, pero ya es demasiado tarde. En todas las holo-pantallas del mundo los espectadores, habitantes de una era amedrentada y abúlica al punto de la glorificación de la mediocridad que postulan igualdad de incompetencia, acaban de recibir una lección de heroísmo explícito. Las mujeres miran a sus hombres sentados cómodamente frente al televisor y les exigen, con la mirada llena de naciente pasión, elevarse, abandonar ese transitar inocuo y convertirse en héroes para ellas y para el mundo. De igual modo las miran ellos y ambos se miran a si mismos sintiendo en el cuerpo el impulso de tomar el toro por las atas, de ser merecedor y constructor de la propia libertad que es propia en cuanto es común. Sienten vergüenza entonces todos los hombres y mujeres de su inacción y solo la vergüenza es genuino alimento del orgullo ese que insufla y exige esfuerzos dignos. Pronto toda la gente es la calle. Despertados de un sueño odioso, no piden, sino exigen y toman en muchos lenguajes que son una sola voz y muchas voces que articulan mil independencias pasadas y millones por venir. Yacen en el suelo los cuerpos ejecutados de los jóvenes que renacen en cada uno de aquellos cuyos ojos se abrieron y centellan la luz de la poética justicia y que juegan ahora su propio partido, el partido del pueblo contra sus tiranos, que por supuesto cuentan también con el favor del árbitro, pero que son insignificantes ante el poder 61
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que entonces los enfrenta, pues este pueblo es ahora la hinchada y también los jugadores.
Las Increíbles Peripecias del Pirata Ron Gilberto
El
jolgorio era total en la taberna. Las bebidas abandonaban con prisa los vasos que de inmediato se volvían a llenar. Los hombres entonaban cantos que hablaban de grandes hazañas pasadas y los acompañaban con la música de algunas cuerdas, mientras las mujeres, de moral escasa y amor infinito, se paseaban de regazo en regazo en busca de sus favores. Entre el gentío, algunos apostaban a los dados, otros discutían aireadamente para estallar luego en guturales carcajadas, y no faltaban los que yacían inconscientes ya sobre las mesas o tendidos en el suelo. Afuera llovía y el repiqueteo de las gotas sobre el techo sonaba como un persistente redoblo 62
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de tambor; las que llegaban a colarse por entre los maderos, encharcaban las mesas y chispeaban sobre las llamas de una hoguera central donde se asaban algunos alimentos. Los gruesos troncos que conformaban las paredes, resplandecían rojizos iluminados por su luz. El posadero vigilaba todo, acodado a un barral al lado del asador. Era tal vez el mas rudo entre todo aquel tropel de marinos, pequeños comerciantes, ladrones, granjeros y prostitutas. Debía serlo si quería mantener a raya las frecuentes riñas que allí tenía lugar. En una esquina, un joven de aspecto gallardo, se encuentra parado sobre una mesa rodeado por hombres y mujeres ebrios que lo escuchan con devoción. El joven, una suerte de poeta y bufón con aires de grandeza, atrae las miradas pues se mueve con gracia afeminada, hace reír con sus chistes, y embelesa con sus poemas. – ¡Canta la historia del pirata, trovador! – aúllan sus oyentes en medio de vítores y palmas mientras el joven sonríe. Es su momento de gloria. En cada celebración, cuando promedia la noche, el artista cuenta y actúa las andanzas del delincuente mas famoso de la isla, ajusticiado hace ya diez años y sobre cuyo destino se tejen innumerables mitos. Siente que la pasión le invade el pecho y lo iguala en grandeza con el legendario bucanero. Haciendo un ademán con su sombrero, comienza su cantar: – “Existió hace añares un hombre sin parangón, cuya bravura y coraje le valieron el 63
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apodo de “El Inmortal”. Pirata sanguinario del mar, el más osado capitán, poseía un secreto poderoso y sin igual, robado hacía tiempo a los antiguos soplos del mal. Siguiendo los vientos viajaba a toda vela su navío, persiguiendo sin dar tregua los tornados que ahuyentan a los marinos más bravíos. Y luego de marcar en la proa el correcto y malvado ritual, sin temor ni duda se adentraba al ojo del huracán. Y montado en las profundas corrientes que guían a las criaturas oriundas del mar, emergía su barco en cualquier lado del globo que pudiera calcular. Con ella, carta embrujada en su poder, robó y asaltó mas de mil puertos, haciendo riquezas sin fin y desapareciendo en un soplo de ciclón, sin que nadie pudiera explicar nunca el sentido de su acción, cómo y hacia dónde huía la salvaje y tripulación. Dedicase “El Inmortal” durante años, a invertir las riquezas de pillaje para armar la embarcación mas poderosa jamás imaginada, pues en su mente había urdido un plan: aquel más temerario. Y antes de emprender su último viaje, llegó a estas plácidas costas quien sabe en busca de qué, pues sólo encontraría su calvario. Castigado por sus crímenes y perversidades, fue condenado a la horca como ejemplo a todo mal, y colgando de la soga flameó como bandera sobre el mar, luego de ser torturado por la guardia de su majestad. Y allí colgó, colgó y colgó, hasta que murió aquel que en todo el mundo llamaban, El Pirata Inmortal… Y allí colgó, colgó y colgó, hasta que murió aquel que en todo el mundo llamaban El Pirata Inmortal”. 64
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Dicha la última estrofa, el joven trovador hizo una vehemente reverencia, mientras quienes le oían lo celebraban blandiendo sus jarras y repitiendo a coro la última estrofa de la canción. El ruido de la lluvia ya no se oía y el salón se había vaciado en gran medida, cuando al sonido de una tos ronca, siguió el de la puerta al abrirse con notoria rudeza. Voltearon aquellos que aún cantaban y bajo el dintel vieron la figura ajada de un marino sombrío totalmente empapado. – Buena velada cerdos vagabundos –saludó el extraño balbuceando– Soy el Capitán Gilberto y ando en busca de mi barco. – ¡Miren todos! – exclamó el bufón mientras bajaba de la improvisada tarima pegando un grácil saltito – ¡un capitán sin tripulación y sin barco!– agregó echándole una mirada examinadora a sus ropajes. El gentío rió sonoramente, mientras el capitán se sostenía con dificultad del marco de la puerta y daba un trago largo a su botella. – Y a juzgar por su equilibro– exclamó el joven insistente –parece que ni siquiera tiene dignidad. –Calla la bocota, jovenzuelo –gritó con severo tono el recién llegado y luego carraspeó– que he usado a mocosos como tú, como lustre de proa. El poeta, conocido por su lengua afilada, no estaba dispuesto a quedar como un zopenco frente al gentío que solía reverenciarlo y no tardó en contestar, haciendo gala de su soltura:
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–Será eso capitán porque, siendo un puerco borracho, no podría diferenciar ni siquiera a su madre de un plumero… El capitán rió y enseñó en ello una larga hilera de dientes podridos y unos cuantos agujeros reemplazados por oro sucio. – Quizás tú, hijo –replicó– te hayas confundido también y no hayas atendido a la diferencia entre una chacota y una real estupidez – A tiempo que esto decía, con tono grave y ronco, sacaba de su cinturón un largo trabuco de caño acampanado de bronce y culata de madera. –Veamos si estoy tan borracho como para confundirme tu cabezota hueca de palurdo, con ese sombrero de mujerzuela que llevas sobre ella –y dicho esto, soltó inmediatamente un disparo que hizo a todos saltar de sus asientos y que agujereó el sombrero de plumas portado por el escuálido joven, justo por el medio llegando a chamuscarle algunos pelos de su larga y dorada cabellera y dejando un largo rastro de humo y un insoportable olor a pólvora. El joven poeta temblando de miedo, se orinó en su pantalones y los alegres borrachines, que hasta apenas unos instantes le festejaban, comenzaron a burlarse a risotadas. Una de las plumas reventadas tras el impacto, describió una circunferencia en el aire y fue a aterrizar junto a las embarradas botas de Gilberto, que la recogió y atesoró sin disimulo. Pronto, adelantó apenas unos pasos y de un golpe cerró la puerta tras suyo. Se sentó con dificultad en
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la primera de las mesas que encontró y allí, frente a la estupefacta mirada de todos, apoyó su arma. – ¡Maldito seas pordiosero! no quiero mas basura en mi fonda– gritó enseguida el posadero mientras asía un largo fierro cuya punta ardía al rojo vivo. –Más te vale que desaparezcas, si no quieres terminar en la parrilla siendo el alimento de estos puercos– comentario que revolvió las tripas de más de un comensal. Entonces sonó una voz ronca desde el fondo de la taberna. Allí, un hombre encapotado de larga barba y semblante raído, comía un guisado hasta ese momento contemplando en silencio el espectáculo. –Yo conozco al capitán.... Servimos juntos a Brown en la escalada al Callao, defendiendo a la República del Río de la Plata. Era entonces yo un joven grumete, pero no olvidaría jamás a tan bravo soldado. Gilberto sonrío. –Viva la patria marino.... – exclamó. – Muerte a los sucios realistas– respondió el sujeto al tiempo que golpeaba la mesa con su jarro de vino y era cruzado por recelosas miradas españolas. El extraño se puso de pie, caminó hasta la mesa de Ron y le estrechó con firmeza la mano: – Permítame que me presente, Gastón Núñez, a su servicio –le dijo. Luego, se sentó a su lado y mientras lo hacía le susurró al oído: – Este no es buen lugar para hacer demostraciones de coraje amigo, los ánimos están un poco caldeados 67
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desde hace algún tiempo –y mirando al posadero ordenó: – ¡Una jarra de vino, para brindar con mi camarada, héroe de la revolución! El tabernero abandonó de inmediato su hostil talante y arrimó enseguida una vasija de oscuro vino y dos jarros, con la cabeza gacha y una mueca de vergüenza. El capitán permaneció en silencio con los ojos abiertos, escudriñando cada rincón de la posada, un gran salón de madera prácticamente vacío que pareció decepcionarlo. Núñez interrumpió sus meditaciones: –Todos lo dan por muerto Capitán, y por suerte para usted, nadie parece reconocerle. Ha pasado mucho tiempo ya desde la última vez. – ¿También tú, Gastón, creíste esas patrañas? – Nunca creí las excusas de esos rufianes, señor. Volvieron con los bolsillos cargados pero la mayoría por aquí y por el mundo, estaba convencida de que fuiste tu el colgado aquella madrugada, así que ni siquiera les llamó la atención y a los pocos que preguntamos dijeron que habían naufragado, fueron muchas las leyendas que se contaron mi amigo y entre los vapores del alcohol algunos estiraron su lengua mas de lo que hubieran querido. Jamás creí ni una palabra, pero para serte sincero, tampoco esperaba verte aparecer por estos pagos, tan entero como la última vez. – Los caminos del señor son impredecibles Núñez, y esos malditos me las van a pagar con 68
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creces. Brindemos ahora Fraile, brindemos por este encuentro. Ambos chocaron los jarros con sonoro estrépito y bebieron entre risas. – Dime una cosa Gilberto – apuró a preguntar Núñez – ¿qué sucedió cuando escapaste? – Me reencontré con mis hombres en la isla del Mono, donde teníamos nuestra guarida y allí zarpamos hacia las coordenadas descifradas. A los pocos días de viaje nos encontrábamos frente a la tromba, habíamos marcado los símbolos. Y fue ahí cuando revelé el plan a los muchachos. Fue demasiado para ellos. Se aterraron, se negaron a seguirme y ante mi insistencia, los malditos me abandonaron en una barcaza y se marcharon, dejándome solo frente al tornado. – ¡Malditos rufianes! ¿Y qué hiciste entonces? – ¿Qué podía hacer? Marqué nuevamente los símbolos sobre el suelo de mi bote y remé hacia la tromba cantando una vieja canción de mar. – Condenado viejo loco, no quiero saber más sobre tus sacrílegas andadas. – ¿Sabes lo que estoy buscando verdad Gastón? – Lamentablemente si, Ron, y sé que no lo hallarás en esta taberna. Paran en un claro alejado, al otro lado de la playa. – Muy bien Fraile, entonces hacia allí iré. – No te metas en problemas Gilberto, pues no podré ayudarte nuevamente.
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– No te preocupes Gastón, ningún problema que surja podrá ser más grande que aquel que ya me traigo entre manos. El Fraile se persignó resignado. El capitán se levantó pesadamente, robó con disimulo el vaso en el que había bebido y haciendo un ademán de saludo partió por donde hubo venido. Hecho una sombra, se perdió en la ribera. La sombra avanzó desarticulada, dando tumbos y delatándose con cada paso por toda la isla. Nadie se asombró de ello, no porque reconocieran al dueño de aquella proyección, sino porque estaban más que acostumbrados a ver a malandras violentos y alcoholizados cruzar por la playa con la mirada perdida vociferando en soledad, y habían aprendido a fuerza de cráneos rotos, que lo mejor era dejarlos en paz y no interrumpirles en sus desvaríos. Era una noche cálida y una brisa fresca agitaba cada tanto las palmeras más altas mezclando el animoso aroma de la marea con un olor húmedo del boscaje recién llovido y el podrido hedor del puerto. El cielo se abría despejado por completo y la luna, podía verse especialmente enorme y blanca, tanto que las estrellas que normalmente cubrían la altura por completo, apenas chispeaban opacadas por la esfera ciclópea. La figura ennegrecida irrumpió jadeando a un claro, dónde un grupo de hombres de negra y brillante piel, bebían y cantaban en festivo jolgorio haciendo sonar algunos tambores alrededor de una fogata. Lo vieron 70
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aparecer desde la espesura justo donde el sendero se perdía entre la hierba. Les pareció en un principio un marino común, que atraído por el aroma del pescado asado y el griterío se había arrimado añorando un trago de ginebra, pero inmediatamente notaron que aquel sujeto de vestimenta zaparrastrosa y tufo nauseabundo, no era tan sólo un peregrino ebrio en busca de problemas. A medida que se acercaba a la hoguera con paso torpe y lento, el fuego iluminó su figura y descubrió a un hombre de estatura media, más bien corpulento y que apenas podía sostenerse en pie. Arrastraba las pesadas botas de cuero sacudiendo la arena a cada paso, agitaba hacia todos lados una botella de ron a medio beber, traía una camisa que antaño debió de ser blanca, ahora teñida por el uso continuado y la falta de higiene y sobre ésta, un largo y deshecho sobretodo azul gastado cruzado sobre el pecho y un bolso de cuero negro emparchado por doquier. Se arrimó silbando por lo bajo una vieja y ya olvidada canción de de mar que al oírla, estremeció la parda piel de aquellos que lo contemplaban. – ¿Dónde has aprendido esa canción perro? – exclamó uno de ellos procurando mostrarse temerario y disimular el temblor que había comenzado a subirle por las piernas. El hombre acercó su rostro desfigurado por la borrachera a la lumbre que propiciaba la fogata y entre medio brillaron dos pupilas verdes encerradas en un mar de piel dura y arrugada. Los pelos grasientos se 71
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enmarañaban unos sobre otros y le llegaban entonces hasta los hombros, mientras que la barba apenas le cubría el rostro. Los hombres alrededor de ellos dos se habían arrimado nerviosamente unos a otros y comenzaban a murmurar. –Verás simio ignorante –dijo mientras escupía con cada palabra– Esa canción la aprendí del único hombre con suficientes agallas como para irrumpir en el infierno a saquear el botín del mismo lucifer. Dicho esto se irguió y dirigiéndose al gentío enmudecido exclamó: – ¿Alguna otra pregunta idiota que deba responder? –sólo el silencio acudió en su respuesta. – Bien– continuó gruñendo el sujeto – Seré yo entonces el que pregunte, ¿quiénes de todos ustedes, escorias pútridas sin principios, le es aun leal al Capitán Ron Gilberto? – Todos saben que el capitán Gilberto esta muerto ¿te burlas de nosotros viejo? – gruñó uno de los hombres más fornidos. –Su barco se fue a pique frente a las costas de las Islas de la Tortuga, cuando chocó contra un arrecife. Ron lanzó una carcajada ronca y profunda que luego interrumpió en seco, tragó aire y con la mirada fija y refulgente escupió el suelo a los pies del negro. – ¿Esa es la mejor excusa que se le ocurre contramaestre Edgardo Alan? Impávido, el negro retrocedió balbuceando: – ¿Cómo…? ¿Cómo es que conoce mi nombre?
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Ante el silencio impávido de la reunión, el desconocido mostró su dentadura desencajada, alzó su mano y haciendo un círculo imaginario que incluía a todos los allí presentes, gritó: – A todos ustedes, traidores miserables, les pregunto… ¿Es esa la mejor excusa que se les ha ocurrido? Al tiempo que estas palabras salían de su boca y que el silencio horrorizado ganaba lugar ante un montón de voces atragantadas, la fogata en el medio ascendía como respondiendo el llamado de algún antiguo conjuro. Los vértices del fuego se enredaban y se plegaban sobre si mismos formando un remolino de llamas. El hombre dio un paso hacia delante quedando en medio del incandescente cilindro ígneo. Los sujetos enfrente de él, solo atinaban a sollozar abrazados unos contra otros y paralizados por el terror. – ¡Claro que el capitán Ron Gilberto vive!... Escorias. Se necesita mucho más que un motín para derrocarme y mucho más que las llamas del averno para confinarme. Podrían al menos haber inventado una historia interesante sobre mi muerte… Buenos para nada. Al sonido de sus palabras siguió el de su espada al desenfundarse. Los pocos dientes que aun habitaban en aquellas bocas consumidas por el escorbuto, trepidaron cuando los ojos la vieron emerger mansa de su funda. Al mango oscuro y dorado, coronado por una magnifica figurilla con forma de cráneo, le seguía una hoja curva y mellada en cuya entera extensión refulgió el fuego de la hoguera antes de hundirse en la carne del 73
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primer cuerpo y envolverse con la tibia sangre del moreno. Antes de que el resto pudiera sacar a relucir sus aceros y prepararse para el combate, sobrevino una helada brisa que en un solo soplo apagó las llamas, sumiendo al campamento en la más oscura de las penumbras. Al eco sonoro de las hojas al cortejarse, lo acompañó los fugaces chispazos que encendían las siluetas de los rostros. Los cuerpos de los negros fueron apilándose unos sobre otros, hasta que solo quedo en pie el Contramaestre. Aferrado a una profunda herida en el abdomen y sosteniendo con la otra mano un cuchillo, retrocedía agazapado, resoplando y traspirando copiosamente. – Corre miserable –gritó el viejo capitán– Corre y cuenta a todos los demás que Gilberto está de vuelta…cuenta a todos aquellos que me abandonaron en esa barca frente al tifón del diablo, que he vuelto de las profundidades a reclamar lo que me pertenece. Diles que no intenten escapar si quieren conservar la cabeza en su lugar. Tengan lo que es mío, listo mañana al anochecer y no correrá mas sangre… de lo contrario…que dios se apiade de sus almas miserables. El negro asintió con la cabeza y corrió como diablo. Sosteniéndose las entrañas corrió sin detenerse hasta perderse en la espesura. Gilberto se irguió y respiro profundamente. Se secó el sudor del rostro y escudriñó la arena revuelta en busca de una botella de alcohol con el que remojar su garganta reseca, y sin llegar 74
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siquiera a encontrarla, con una oscura sonrisa de satisfacción gravada en el rostro, se desplomó inconsciente a un lado del extinto fogón. Al amanecer, cuando la roja esfera venerada en todos los puntos de la tierra rodó sobre el horizonte y sus ardientes lenguas le alcanzaron el rostro, Gilberto despertó y aún aletargado notó que portaba una resaca de mil demonios. Tragó saliva y expectoró una flema verde mezclada al hedor de un mono moribundo, saludando así al nuevo día. Acto seguido, aprovechó la luz del amanecer para hallar por fin la botella y darle un trago profundo. Con cierta dificultad se puso de pie, observó a su alrededor los cadáveres que se había cobrado en su incursión nocturna, arrugó el entrecejo, se acarició el mentón y recordó entonces quién era y qué hacia allí. Le tomó la primera parte de la mañana apilar los cuerpos uno sobre otro. A uno de ellos, le cortó Gilberto un dedo y lo guardó en un paño dentro de su alforja. Luego encendió una pira y ayudándose con una rama marco un círculo en la arena alrededor de la hoguera y apiló cuatro grupos de piedras, formando los puntos de una cruz imaginaria que atravesaba el fuego centrada en la circunferencia. Pronunció palabras enérgicas, breves y de una tosca melodía, y allí esperó luego en silencio mientras el humo se elevaba llevando consigo el aroma de la carne burbujeante. Cuando todo terminó, recogió Gilberto un puñado de la ceniza resultante y la conservó.
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Ya despreocupado, ojeó en circulo a su alrededor y notó que se encontraba en un pequeño claro dentro de la selva y que un camino angosto se abría apenas unos metros mas adelante. Observó que hacia el norte, se levantaban imponentes dos enormes volcanes cuyas laderas cubiertas de selva, evidenciaban una escasa actividad. En el más pequeño de ellos distinguió sobre la escarpada cumbre un conjunto de salientes que parecían formar un semblante maléfico. Supo de inmediato que era el lugar del que le habían hablado. Echó a andar con tranco lento hacia el camino, no sin antes tantearse el pecho corroborando que seguía allí un pequeño amuleto de piedra de forma circular y con un carácter cuneiforme grabado en el centro. Lo observó embelesado unos segundos, lo besó y apuró la marcha. Cruzó el sendero y divisó un poblado que se levantaba apenas unos cuantos metros tierra adentro y hacia allí se dirigió. Bajo primero a la playa y traspasó el puerto donde los pescadores echaban ya su barcaza al mar y las gaviotas revoloteaban a la espera del banquete venidero. Subió con dificultad por una angosta escalinata de piedra que circunvalaba el muelle de troncos donde dormían las naves. Alcanzó jadeante la muralla donde se hacía una con el rocoso despeñadero que se hundía en el mar inmortal y encarnado, que se abría rumbo el oeste. Hacia él apuntaban la batería de cañones que protegían la ciudad de los ataques piratas que, en épocas pasadas, habían asolado las costas. 76
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Apuntando al sur se alzaba la pintoresca ciudad colonial. Pasadas las construcciones más humildes levantadas con revoques de barro y bosta y techadas con paja, se ubicaban residencias más pudientes, también de gran sencillez, construidas en forma de U y coronadas por patios centrales donde normalmente se hallaban los aljibes. El cuerpo principal era flanqueado por galerías y pequeñas torres de no más de un piso sobre el acceso principal. Las calles del pueblo estaban casi todas prolijamente empedradas y daban la impresión de una ciudad próspera y época de bonanza. Una multitud vistosa que despertaba junto con el día, integraba un murmullo creciente que se colmaba con los aromas de los alimentos cocidos. En el centro de la ciudad se encontraba la plaza y sobre ella se desplegaba la iglesia, cuyo frente se extendía por todo el ancho cubriendo una manzana entera. Muros, columnas y contrafuertes combinaban el uso de la piedra, el ladrillo y el barro, y una elegante fachada era coronada por numerosos bajorrelieves de santos. A su alrededor se situaba la feria, donde los distintos mercaderes comenzaban a presentar los productos que venderían durante el día. Gilberto observó atónito una ciudad que recordaba como un pequeño y miserable poblado de pescadores y jesuitas, convertida en una urbe rica y llamativa. Con paso decidido, cruzó la explanada rumbo a las calles laterales donde se ubicaba el cabildo, sus aledaños edificios oficiales y los cuarteles. Hasta la puerta de éstos se acercó y una vez allí, 77
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cuidándose de que nadie le estuviera viendo, se colocó en cuclillas, sacó un cuchillo pequeño que llevaba en la bota y marcó en el pórtico de madera una figura. Luego sacó de su morral su pequeña bolsa rojiza y esparció las cenizas siguiendo el filo inferior de la puerta. Esperó unos segundos y una fina columna de humo negro brotó de las hendiduras de madera que chirriaron. El cerrojo cedió y la puerta se abrió. Un ligero vistazo hacia adentro, le bastó para saber que no había guardias ocultos en las sombras y entonces con tan solo un paso, se hizo uno con ellas. Tanteó la fría pared de roca, se le pegó de espaldas y aguardó a que los ojos se acostumbraran a la oscuridad. El pasaje se extendía apenas unos metros y terminaba en una serie de arcos que daban a un parque central por donde se colaban algunos haces de luz. Al final del corredor, había dos portones enfrentados y una escalinata que se perdía hacia abajo dónde se hallaban las barracas. Hasta el primer arco se deslizó Gilberto y desde allí, atravesó el parque en el que funcionaba el patio de entrenamiento. Hacia el fondo, reparó en una pared a medio construir en forma de L y en un alto mástil en cuya cima flameaba la bandera real de España. Siguió hasta la sucesiva Galería y se veló detrás de la primera columna. Todo parecía seguir en el mismo lugar que le dictaba su recuerdo y eso lo tranquilizó. A su izquierda, unos escalones se sumergían en los calabozos y a su derecha, se alzaba un
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grueso portón de doble hoja detrás del cual se encontraba el pañol de armas y los polvorines. Desde allí pudo distinguir las torres de vigilancia, cuatro en total con dos centinelas cada una, situadas en cada ángulo de la muralla rectangular que rodeaba al fuerte y un poco mas abajo, el segundo piso, cuyos arcos envolvían al parque central. Allí estaban situadas las oficinas del mando superior, que eran exactamente adonde Gilberto quería llegar. En el pueblo, la campana de la iglesia sonó ocho veces y supo el capitán que tenia escasos minutos antes de que todo el lugar estuviera repleto de soldados. Mimetizándose contra los muros y eludiendo las miradas esporádicas de los custodios, logró alcanzar un arco en el fondo del patio por el cual se podía ascender hasta la segunda planta. Allí, vio dos cañones colocados uno a cada flanco de la abertura y tuvo una idea previsora; cargó cada una de las bocas con un poco de la pólvora que había recogido y con varias piedras que se amontonaban al pie de la pared inconclusa que había visto y que ahora lo hacia invisible a los centinelas. Valiéndose de un pedazo de tela que rasgó de su propia camisa, improvisó una mecha que colocó disimuladamente, luego bebió de un sorbo las últimas gotas que le quedaban a su botella. Hecho esto, remontó las escaleras y gateó hasta la tercera puerta a la derecha. Cuando el eco de los pasos escalando desde las barracas absorbió todo a su
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alrededor, la abrió de un topetazo y con la misma prisa la cerró detrás de sí. Con el arcabuz en una mano y el sable en la otra volteó apresurado y bañado en sudor resopló aliviado al ver que se hallaba como suponía, en la pomposa oficina del comandante y que él mismo no había arribado aún. Echó un vistazo rápido. Era un cuarto amplio, había un escritorio de roble, a su lado un pequeño archivo y detrás de este, un ventanal con dos gruesos cortinajes color escarlata enrollados a sus bandas. A través de las ventanas se distinguían la iglesia y la plaza en general. Las paredes estaban cubiertas por varias vitrinas, bibliotecas colmadas de libros, algunas armas y un enorme planisferio. El centro de la habitación estaba ocupado por una mesa y sobre ella se amontonaban planos geográficos, una lámpara de aceite y otros objetos sin importancia. El techo era alto y estaba atravesado por varias vigas de madera y de la cruz central, colgaba una gran lámpara de candelabros de hierro forjado. Gilberto se arrimó primero hasta la mesa central y buscó entre los muchos planos hasta dar con un fino pellejo de cuero que tenía el contorno de la isla dibujado en tinta sobre la superficie y lo cotejó con un pergamino que exponía las cumbres y sus medidas. Tomó una pluma que había junto al tintero sobre el escritorio y reprodujo el primer mapa sobre un tercer pliego. Encerró la isla dentro de un triángulo y en cada ángulo de éste, trazó uno de los tres primeros símbolo del zodíaco. Ubicó 80
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luego, guiándose con el plano de alturas, cinco altozanos similares y a cada uno lo marcó con un símbolo astrológico distinto, que luego unió con líneas rectas formando la figura de una estrella. En el pentágono del centro dibujó una cruz y en cada vértice de ésta, uno de los cuatro símbolos restantes. Guardó el diseño en su cartera. Acto seguido, se acercó hasta el archivo y forzó una pequeña cerradura. Allí repasó las tarjetas ordenadas alfabéticamente de presos condenados y buscados, hasta que dio con su legajo. En ese instante, sintió un ruido detrás de la puerta y sin perder tiempo guardó el documento debajo de su capote y se ocultó entre una de las cortinas. Oyó la puerta abrirse y cerrarse violentamente y a dos hombres que entraban a la habitación discutiendo con vehemencia. – Dicen los informantes que llegó antes de ayer, navegando una canoa agujereada. Lo vieron algunos nativos del lado Oeste. – ¿Ya dispuso a sus hombres? – Si General, acabó de impartir ordenes de patrullar toda la ciudad y sus alrededores. – ¿Algún otro testigo? – El bardo de la taberna declaró haber oído al fraile proferir consignas sediciosas, y hablar amistosamente con el forajido. – Miserable, me cansé de sus juegos. Quiero que lo detengan y lo interroguen con todos los medios que sean necesarios.
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– Ordené que lo detengan General, pero intentó escapar cuando la patrulla quiso contenerlo. – ¿Y bien? – Tenían órdenes de no disparar, pero el idiota intentó defenderse y lo mataron, general. – ¡Son todos un montón de imbéciles empezando por usted maldito inútil! El monje era el único que podía llegar a indicarnos dónde encontrarlo. Desaparezca de mi vista y refuerce la guardia, quiero a todos los hombres buscando a este infeliz. – ¡Si señor! – Y escúcheme una cosa Coronel, lo quiero vivo. Y sepa que de ahora en más, usted pagará por la negligencia de sus subordinados. – ¡Si mi General! – Puede retirarse. Después de un silencio fugaz, Gilberto, que ardía de dolor y bronca detrás de las cortinas, oyó el ruido de la puerta cerrarse nuevamente y luego el cuerpo del general acomodándose pesadamente en el sillón delante de él. Se tomó al menos un minuto para guardar su arma de fuego en la cartera intercambiándola por otra que siempre llevaba consigo. Con la sangre hirviendo de odio pero con el sigilo de un zorro, desenvainó su cuchilla y emergiendo desde las profundidades del cortinaje carmesí, lo afirmó sobre el cuello del General.
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El militar permaneció inmóvil sintiendo el helado y agudo roce sobre su piel y de inmediato supo de qué se trataba. – Lo estaba aguardando Capitán, pero esperaba que al menos tuviera la decencia de presentarse por delante –indicó apaciblemente. – ¡Oh! mis disculpas –ironizó Gilberto mientras envainaba el filo– quería cerciorarme de estar a tono con los modales que se estilan en su casa. – Dígame Gilberto, ¿qué lo trae por estas tierras? No es buen lugar para un ex convicto. Si mal no recuerdo, la última vez que lo vi, se hallaba a punto de ser colgado en la plaza del pueblo. – Sabe a lo que vengo General. Si mal no recuerdo, se lo dije la última vez que nos vimos, antes de dejarlo en ridículo. – De escaparte como una rata de puerto, querrás decir. – Si es a mí a quien humilla el seguir con vida me pregunto, General, por qué a todos dijo que fui yo el pobre infeliz que colgó del madero aquella vez. El general masticó la rabia mientras Gilberto empuñando con firmeza su trabuco, le daba la vuelta hasta colocarse delante de sus narices, escritorio de por medio. – Verá General, yo creo que usted me quiere muerto porque no soporta ver que todo el pueblo cante de mis glorias. Usted envidia mi fama, mi coraje, mi historia, usted en el fondo quisiera ser mejor que yo, y como sabe que no puede, entonces quiere destruirme. 83
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– Yo tan solo quiero cumplir con la justicia de Dios y el estado y me importa una mierda su fama o la mía. Soy un servidor de la ley y no soporto que un apátrida como usted, negado de dios, sea alabado como un héroe. – Usted, General, es ante todo un cobarde y un mentiroso embustero con un disfraz de santo que nadie se cree. – Maldita escoria, no crea poder saber algo de mí, no existe nada que pueda asemejarnos. – ¿Sabe? usted y yo somos muy distintos, pero no porque yo sea un sanguinario asesino y usted un misericordioso pacificador, en eso es en lo que nos parecemos. Somos dos grandísimos hijos de puta dispuestos a conseguir lo que nos proponemos sea como sea. La diferencia reside en el hecho de que yo lo obtengo. Dicho esto, el capitán apoyó el arma sobre el mostrador, sacó el legajo que había guardado y lo desenrolló. – Aun recuerdo la vez que me arrestaron y me torturaron durante varios días. – Podrías haber hablado y evitado los tormentos y salvado tu vida, o al menos podrías haber tenido una muerte digna. – Es cierto, podría haber confesado todos mis crímenes ¿y que hubiera conseguido? Tan solo me hubieran dejado en paz cuando les dijera lo que ustedes querían que dijera, sin importar que fuera cierto, y por cierto aún sigo vivo. Gilberto comenzó a leer en voz alta el papel que tenia entre manos. 84
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– ¿Diez cargos por violación?.... ¡Que mentira mas infame! Jamás tomé una mujer por la fuerza... De hecho, hace tiempo que no disfruto una buena hembra.... a no ser, claro, que la puerca de su hermana cuente como una. El General gruño rabioso, observó el arma sobre la mesa y tragó saliva. – Ni lo piense General, le cortaría los dedos antes de que llegué siguiera a pescarla– advirtió Ron y siguió leyendo. – Veinte cargos por traición a la patria. Hace tiempo ya que no tengo otra patria que no sea la mar, por lo cual puedo limpiarme el culo con tu puto león si se me viene en gana... A ver que más tenemos, cincuenta cargos por pillaje a barcos Españoles. ¿Supongo que si ponemos en la balanza todo lo que la Corona se robó de estos lugares, lo mío puede considerarse un humilde rescate no? Varios asesinatos, robos, hundimientos, bueno eso tiene algo de cierto, pero la mayoría fueron en propia defensa, ya que sus hombres no perdían la oportunidad de cazarnos como animales. En fin, esto es pura mierda ¡podría ser su propio legajo! – concluyó revoleando el expediente sobre el escritorio. En ese instante, en un veloz arrebato, el general tomó el arma y esbozando su sonrisa más suficiente, apuntó directo a la cabeza de Gilberto que lo observó en silencio. – Cambia la suerte de sus cartas pirata de mala muerte –dijo el general incorporándose de su asiento– ¿qué debería decir para ser el suyo? Maldita escoria –agregó lanzando el legajo en el 85
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rostro de Gilberto– Tenemos todo el tiempo que usted quiera. Así que cuénteme en que ciénaga lo parieron, dado que apareció un día sin una historia ni un nombre, asoló las costas y se lo trago el mar cada vez que estuvimos a punto de alcanzarlo... escapó de la horca y se desvaneció hasta el día de hoy. ¡Dígame quien demonios es antes de que le vuele la jodida cabeza! Gilberto miró el suelo y mordió su propia lengua abrumado por la cólera. Nada puede generar más vértigo que echar un vistazo al abismo de la propia vida cuando el presente es una excusa permanentemente para olvidar el paso de una sombra que insiste con impregnarse en la memoria. Una angustia tibia le subió desde la boca del estomago desgarrándole las vísceras hasta anudársele en la garganta. – Estoy esperando rata– lo apuró el General – No me dejará con la duda esta vez. – A los diez años, el barco en el que mi familia volvía de Portugal, naufragó frente a las costras de Brasil. Todos se ahogaron. Floté en alta mar durante varios días aferrado a un tablón y finalmente fui rescatado por una fragata que iba rumbo a Buenos Aires. Allí me sanaron y alimentaron y una vez que hubimos llegado, me entregaron a una familia de irlandeses que me crió como su propio hijo. Me dieron una buena educación y nunca me faltó un plato de comida caliente. A los quince años me embarque como grumete a bordo de “La Hércules” a las ordenes de 86
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del patriota G. Brown, un nombre que intuyo le sonara conocido. Allí aprendí todo lo que debe saber un buen marino y soldado. Peleé innumerables batallas y recorrí el mundo atacando puertos españoles, llegando a bloquear el Callao y llevando la semilla de la revolución por toda América. Luego del asalto a la fortaleza de Guayaquil, la armada se separó y yo continúe a las órdenes del Bravo Bouchard que mandaba a bordo de “La consecuencia”, una embarcación épica que más tarde seria re bautizada como “La Argentina”. Cuando desembarqué, me establecí durante un tiempo en la tierra que llaman La Patagonia, cerca del estrecho de Magallanes por donde pasara Sr. Francis Drake, antes de circunvalar el mundo y claro antes de humillar a vuestra armada invencible. – No se pase de listo –interrumpió el General molesto pero visiblemente interesado. – Recuerde que tengo un arma apuntándole. Continúe. Ron sonrío son sorna, carraspeo y continuó. – La Patagonia es tierra inhóspita donde se acaba el mundo y ni el diablo se atreve a pasear su cola. Allí, pese a las inclemencias del tiempo, logre establecerme. Viví junto con los Tehuelches, nativos del sur, hombres rudos y alegres. Con una de sus mujeres forme mi familia, críe ovejas y fui feliz. La revolución seguía su curso irrefrenable y muchas veces me llamaron sin que quisiera yo volver a la guerra. Finalmente, el día del aniversario de la Independencia, volví a embarcarme bajo las 87
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órdenes del corsario Hipólito Bouchard. Combatimos el tráfico inglés de esclavos en Madagascar, luchamos contra piratas Filipinos y perseguimos a viejos traidores en las islas Sándwich. A medida que continuaba con su relato, Gilberto comenzó a ayudarse del enorme planisferio para indicar en el los lugares a los que refería. – En California hicimos flamear la bandera argentina durante seis días, nos apropiamos del ganado, quemamos el fuerte, el cuartel de los artilleros, la residencia del gobernador y las casas de los españoles junto a sus huertas y jardines, y en Monterrey la casa de un poderoso colaborador. Seguimos por San Blas, San Juan de Capistrano, El salvador y en todos los puertos tomamos naves enemigas y hundimos las que no pudimos llevarnos. El General interrumpió iracundo: – ¡Es usted un maldito salvaje! Sus crímenes exceden por mucho lo que puedo llegar a imaginar. Haré que todo esto conste en actas, y lo colgaré como un perro sarnoso. – Aun no he terminado ¿no querrá que su informe quede incompleto verdad General? – Continúe, por favor... la confesión de sus crímenes engrandecen la justicia de su castigo y a mi como su captor. Gilberto sonrió y continuó: – Al terminar la expedición, La Argentina rumbeó hacia Valparaíso, donde fue traicionada por un Corsario Chileno más preocupado por su 88
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notoriedad que por la revolución, que embargó las naves y robó las riquezas obtenidas durante los años de viaje. Allí nos separamos. Tiempo después, Bouchard escoltó las Tropas del Libertador San Martín llegadas desde Mendoza a través de los Andes hacia el Perú para pelear por su independencia. Para en ese entonces, yo había vuelto a las tolderías del Sur con los míos y allí permanecí en paz durante un tiempo hasta que fui nuevamente convocado para formar parte en la guerra contra el Brasil. Serví Bajo las ordenes de Tomás Espora a bordo de la “25 de Mayo”. "Solo los cobardes se rinden sin pelear, y aquí no reconozco sino argentinos y republicanos. Compañeros: arrimen las mechas y ¡Viva la Patria!" nos arengaba sin cesar. Durante tres largos años, batallamos al imperio y siendo menos en número comenzamos combatiendo en el Río de la Plata donde los vencimos por nuestro mayor coraje y tácticas, y en cúspide la bravura llegamos a cañonear sus propias costas. La campaña me condujo hasta la desembocadura del Río Negro, en Carmen de Patagones, donde junto a otros corsarios peleamos reciamente contra los esclavistas brasileños, que lograron doblegar nuestra resistencia y desembarcar para ser luego aniquilados por las milicias populares. Una vez que las Provincias Unidas hubieron disciplinado al invasor imperial, volví a mis tierras añorando finalmente sentar cabeza junto a mi amada familia, pero al llegar, encontré que todo mi pueblo había sido arrasado por la misma patria que yo había 89
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defendido. Mi mujer e hijos asesinados por su condición de indios, mi rancho quemado mis ovejas robadas, los sobrevivientes hechos prisioneros. Con el corazón desecho, traicionado por los cerdos que dicen representar la patria, solo en el mundo, vagué sin esperanza por los siguientes años. Hasta llegar nuevamente a Centro América. Viví allí largo tiempo junto a unos indígenas al margen de un serpenteante y angosto río, y cierto día el Chamán del pueblo se ofreció para guiarme en un viaje iniciático en busca de la percepción que me permitiría acceder a una comprensión reservada para hijos de la selva. Accedí y me interné con él en la espesura. Una vez que llegamos al corazón, me introdujo en lo que los indígenas llaman El Ayahuasca, una bebida religiosa antiquísima que se obtiene hirviendo la liana de los sueños con las hojas de otra planta silvestre logrando una infusión oscura y de amargo sabor. El efecto de la bebida, me advirtió el Chamán, hace posible la comunicación con los antepasados y me aseguró que bajo su influencia el alma del hombre puede abandonar el cuerpo y vagar libremente. Algunas mujeres la toman para comunicarse y recibir consejos de su diosa madre. Cuando la bebida hizo su efecto, nada volvió a ser lo mismo. La selva toda se hizo parte de mí, y el cosmos se abrió llamándome a secundarlo. El chamán se convirtió en jaguar y me condujo con los espíritus de la selva. Los demonios montaraces son poderosos y antiguos, algunos de ellos, resentidos con el hombre blanco, escaparon de las costas luego de la 90
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llegada de los exploradores y se ocultan en la insondable profundidad de la floresta. Con ellos conversé largo rato y referí mi historia así como hoy te la cuento a ti. Me permitieron observar brevemente a mi hija y a mi mujer perdidas en el otro mundo y allí mi alegría, así como mi congoja, se unieron en un deseo infinito de reencontrarlas. Comuniqué este deseo y los espíritus me hablaron de los antiguos secretos disimulados a la vista de todos y de conocimientos universales que guardan en lo profundo de la tierra, donde todas las raíces son una con el mundo. Y allí me otorgaron el conocimiento de los vientos, un mapa capaz de indicarme los vientos por venir y los atajos que guían a los propios vigores del mar. Me aconsejaron seguir adelante pues solo el céfiro de mi propia vida me daría la pericia para manejarlo. Inmediatamente, volví a la cercana ciudad y me hice a la mar en un bergantín mercante cerca de las costas de África, dónde una embarcación corsaria de bandera inglesa destruyó el barco, atacó a los sobrevivientes y nos vendió como cautivos a un negrero francés. Durante meses sobreviví apilado entre la mierda y los cuerpos muertos, y a fuerza de hambre y penurias, aprendí a hablar algunas palabras en los lenguajes de los otros esclavos. Poco a poco comencé a ganarme su confianza, a entenderlos y a hacerme entender. La mayoría de ellos eran de distintos pueblos agricultores de la costa africana, pero unos en especial pertenecían a una tribu de guerreros rudos y luego de largos días de negociación, accedieron a 91
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seguirme en un intento de motín. Bajo mi mando, en pocos días más nos hicimos con el control del barco. Ahorcamos a los oficiales y asaltamos y tomamos control del primer mercante que cruzamos. Incendiamos el negrero mandándolo a pique junto a todos los podridos cuerpos y sus fantasmas. Entrenar a los hombres en las tareas del mar resultó tarea ardua pero no difícil pues, su espíritu y destreza resultaron casi tan formidables como sus deseos de volver a casa. Pronto pude dejarlos a cargo de la nave con rumbo a su antigua vida. A esta altura el General no podía siquiera disimular su interés y fascinación por la historia que Ron Gilberto le narraba, y con los ojos abiertos de par en par lo oía maravillado. – El Ndembu es un culto agrícola del noroeste de Zambia que practicaban muchos de los prisioneros y en el cual me instruyeron los viejos durante aquellas largas semanas de encierro y sufrimiento. Bajo la luz de aquellos saberes y lenguajes arcanos capaces de conectarse con las ánimas naturales, comprendí el significado del conocimiento que los espíritus de la selva habían plantado en mi cuerpo. Este germinó y se hizo este sensible para mí. Cuando pasamos cerca de ciudad de El Cabo, remé hasta la costa y con mi parte del botín, compre un viejo barco. Lo armé, recluté algunos curtidos marinos y me hice nuevamente a la mar. Surqué los mares en busca de fortuna, 92
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ejercitándome y volviéndome mañoso en el manejo del poder ilimitado de los vientos que empujan las olas desde el cielo y las corrientes que lo hacen por debajo. Trazando los conjuros foráneos capaces de domar a Poseidón y engañando a la parca sombría, mis navíos fueron capaces de sumergirse dentro de tornados y remolinos, emergiendo sanos y salvos en un sitio seguro del globo. De ese modo, General, comerciando a punta de espada, negociamos con todas las costas del mundo y escapamos sin problema a vuestros continuos asedios. – ¡Oh! Pero que emotiva historia Capitán, ¿supongo que no pretenderá que me crea ese montón de basura verdad? – ironizó el General tratando de ocultar la envidia que le generaba semejante historia. – Para nada General, solo estaba ganando tiempo –apenas terminó de decirlo, el reloj de la plaza marcó las diez y en la torre las campanas sonaron estrepitosamente. El general nervioso, ojeó por sobre su hombro. Gilberto sonrió, acarició la empuñadura de su espada y dio un paso hacia delante. – ¡Retroceda maldito animal!– gritó el general y sostuvo el arcabuz con las dos manos, al tiempo que reculaba. Ron desenfundó mansamente haciendo aullar el acero y el General, frenético, al grito de “¡Atrás! ¡Atrás!” disparó. La culata, le explotó a la altura del hombro expulsando hacia atrás un fogonazo y parte del
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mecanismo. El estallido y el alarido quedaron sepultados por el sonido de los bronces. Gilberto se acercó despacio hasta el cuerpo tendido en el suelo en medio de un charco de negra sangre y observó al militar agonizante. – Nos veremos algún día en el infierno General. El militar, aturdido y mutilado balbuceó: – Asqueroso pirata, mi lugar será junto al señor, hacedor de justicia y no al lado de los criminales como tú. – Eso déjelo en mis manos, yo me ocuparé de que no tenga nada que envidiarme en el mas allá – respondió Ron, y sin perder tiempo lo sujetó por las solapas, le arrebató de los bolsillos un manojo de llaves de oscuro hierro y lo empujó con toda su fuerza contra el ventanal. Los vidrios reventaron y el cuerpo se precipito al vacío enredándose en el rojo telón para reventar unos segundos después en medio de la calle junto al eco de la última campanada. Gilberto arrancó de un tirón la voluminosa bandera ibérica de la pared y la hizo un bollo en su bolso. De inmediato, valiéndose de unas toscas cerillas que había adquirido en su último viaje al viejo continente y que desde entonces llevaba siempre encima, encendió con cuidado la lámpara de aceite y agradeció a la ciencia de los hombres poder prescindir de la piedra yesca que tantos infortunios le habían acarreado en situaciones desesperadas. Abrió la puerta de la oficina y salió al pasillo. En cuclillas y oculto detrás de la muralla de 94
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piedra bocha, se asomó hacia el parque central y espió la disposición de las cuadrillas que allí esperaban en formación mientras eran instruidas sobre sus ordenes inmediatas. Cuatro líneas de diez solados prolijamente uniformados, daban la espalda a la escalerilla. Frente a ellos cuatro oficiales de alto rango explicaban las maniobras futuras. Ron se arrimó hasta la escalera, atendió los banderines de las torres y con la maestría que los años en alta mar le habían otorgado, calculó el viento que soplaba y lo consideró favorable. En el momento justo en que las tropas se disponían a marchar, lanzó con fuerza la lámpara que describió una larga parábola y estalló sobre la mecha que había ensayado antes en el cañón empapándola de aceite encendido. En escasos segundos el fuego alcanzó la recámara. La mayor parte de la hueste no llego a oír el sonido de la lámpara al reventar y se dio por aludida ya demasiado tarde, cuando con una monstruosa explosión, el cañón arrojó una llamarada seguida de una descarga de escombros, acero y fuego directamente contra ellos. La contundencia de la explosión fue tal que abrió un gran boquete sobre la pared lateral del fuerte y la mayoría de los militares formados entre medio de la boca de fuego y el muro, murieron sin llegar a proferir siquiera un quejido. Los que no fallecieron o fueron heridos de muerte permanecieron en un estado total de confusión y ese desconcierto aprovechó Gilberto para lanzarse hacia abajo en furibunda carrera, cruzar el parque ultimando con 95
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golpes de espada a aquellos que se le cruzaban en el camino, y alcanzar los escalones laterales que conducían hacia los calabozos. Llegó con facilidad hasta el piso más profundo, donde las húmedas mazmorras acogían a los reos peligrosos. Unas pocas antorchas alumbraban los pasillos, pero entre las penumbras, un grupo de presos que amontonados contra el fondo de una celda jugaban a los dados haciendo caso omiso al estruendo que había hecho temblar la estructura toda del edificio horrorizando a los demás, reconocieron aquella figura robusta y desaliñada, y mas aún, al vozarrón que cantando la única vieja canción que podía recordar, colmó el silencio del encierro transformándolo en el recuerdo de las furiosas olas de alta mar lanzándolos de un lado a otro y el viento agitando las largas barbas. – Me alegro de volver a verlos, mi leal tripulación, la mejor y mas temida que haya surcado las negras aguas de los océanos –exclamó Gilberto mientras, uno a uno, los presos se iban poniendo de pie entre incrédulos y extasiados. – ¿Qué pasa perros, es que las ratas les han comido la lengua? –se burló Ron ante el impávido silencio y en respuesta, un griterío jubiloso emergió rotundo por primera vez en muchos años, de aquellas bocas que habían olvidado ya la sonrisa en los incontables días de oscura reclusión. Haciendo uso de las llaves, abrió la celda y liberó a los pocos marinos que lo habían apoyado, cuando una vez en la isla todos ellos habían sido 96
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entregados a la justicia por los traidores a cambio de indulgencia y un trato permisivo. Pronto tuvo frente a si a quince veteranos guerreros dispuestos a seguirle hasta el mismo infierno. En un breve intercambio de gritos relató Ron sus malogradas aventuras, poniendo al tanto a sus hombres de las nuevas circunstancias y corroborando su inquebrantable lealtad y predisposición a seguir sus órdenes. Prometiéndoles nuevas glorias y riquezas, les entregó entonces la llave de la armería y de las demás celdas y también los mapas que hubo trazado y encontrado, y los instó a acompañarlo en el plan que les expuso del único modo que sabía hacerlo: sin mencionar razones ni porqués. Al revés que en la mayoría de las embarcaciones piratas donde las decisiones resultaban de la discusión y sufragio y el posterior dictamen de la mayoría, Gilberto poseía una bravura que excedía por mucho lo conocido y exigía a sus hombres fidelidad en igual medida. No sometía sus decisiones a discusión, simplemente las comunicaba y sus hombres lo seguían confiando en él como si de un salvador se tratara, amparados en la fe ciega que les transmitían los botines cuantiosos arrancados por medio de sus planes absurdos e intentos dignos de un desequilibrado. Una vez bien provistos de municiones y armas, debían liberar a los demás presos poniéndolos a sus órdenes. Tal cosa no habría de resultarles difícil pues tanto era su ardor y temeridad, que en aquellos años de encierro se 97
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habían convertido en indiscutidos cabecillas entre los prisioneros. Valiéndose de los mapas debían perpetrar las marcas paganas en los lugares por él indicados y encender grandes fogatas en cada emplazamiento. Por último debían, a través del convencimiento o la fuerza, guiar a todos los pobladores hacia las viejas catacumbas de la ciudad ubicadas debajo de la iglesia, que en otras eras habían servido para ocultar niños y mujeres durante los ataques piratas. Allí, ocultos, aguardarían hasta el amanecer del próximo día, dejando en la superficie solo a los traidores ya instados por él a devolverle el inmortal navío, terror de los mares y de los realistas. No palidecieron aquellos curtidos hombres a pesar de lo arriesgado de aquellos mandatos, pues sabían de sobra que su viejo Capitán daría las explicaciones llegado el momento indicado, y no esperaban de sus resoluciones más que la honra y la fortuna máxima. Hechos uno en un ardoroso bramido, vivaron a Gilberto y emprendieron la operación. El capitán detuvo su impetuosa carrera por primera vez y caminó tranquilo respirando una bocanada de aire, sintiendo como entraba en su cuerpo agitado y bañado en sudor, refrescándolo, tranquilizándole la maquinaria y aclarándole el pensamiento. Sus hombres corrían de un lado otro apoderándose del polvorín, ultimando a los refuerzos de la guardia que comenzaban a llegar y a
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organizarse y sumando a sus filas el resto de los presidiarios. – ¿Quién de todos estos malditos es Guybrush Trepwood? – interrogó manso a su tripulación. Pero no fue necesario que nadie le contestara. – Ese es mi nombre –indicó dando un paso al frente un hombre de espaldas escuálidas franqueadas por varias cicatrices y larga melena pajiza que se le aunaba con la barba. Entre medio de las espesas cejas, ardían dos pupilas endemoniadas. – Traigo palabras para ti de aquel al que llamaron “Conrado el Rengo”, azote de los mares del sur. – ¿El rengo? ¡Maldito loco! El Rengo es comida de los peces hace ya demasiados años... ¡tu mismo lo enviaste al fondo a cañonazos! – Verá señor Guybrush, cuando llegó a mis oídos que el Rengo poseía un objeto que mis planes requerían, resolví ir tras él sin vacilar. – Eso es imposible, el barco reposa debajo del océano ¿como logró tal cosa? – Debe saber que llevo un archivo con las coordenadas de todos mis hundimientos. Ayudado por los buscadores de perlas de las islas del norte nos sumergimos en las negras aguas para recatarlo del naufragio. – Admirable capitán. ¿Y qué resultó de esa locura? – Tres semanas mas tarde, aun no habíamos logrado dar con nada más que madera podrida, 99
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pero entre los tablones rescatados advertí arcanos símbolos quemados sobre el casco de proa. Resultaron ser símbolos vudú, un ritual de un significado aterrador. – ¿Y cuál era el secreto? – Indicaba que el rengo se hallaba en el mismo infierno. – Vaya novedad... el Rengo se ganó el infierno el mismo día que nació. Dicen que mató a su madre apenas tuvo dientes para morder con suficiente fuerza. – Eso no es todo.... ¿Por qué crees que en el barco no quedaba ni un miserable doblón? – Tú dímelo. – Con aquellas fórmulas, el Rengo había encomendado su alma al maligno. Se había llevado consigo todo su tesoro para poder con éste comprar su libertad. – Maldito codicioso... – Empeñado en encontrarlo, decidí perseguirlo al destino más monstruoso con el que un hombre puede soñar: la helada morada de la muerte. Siguiendo al sol en su recorrida hacia las penumbras, llegué a las mismas puertas del submundo y allí tras forjar los rituales correctos, me encontré con el espectro de tu viejo amigo que yace en un estado ambiguo. Su destino no es el que hubiera imaginado, ha recibido a cambio de su oro un encierro claustrofóbico y nunca ve el mar, viviendo una pesadilla dentro de otra, en la que oye a su propio barco hundirse y nada puede hacer al respecto. El diablo siempre engaña a quienes tratan 100
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con él. Le pedí lo que buscaba y me explicó que no la llevaba consigo cuando el barco se hundió, que permanecía oculto en la ladera del volcán. Yo juré liberarlo a cambió de esa pieza de su tesoro. Me dio tu nombre y dijo que podrías conducirme. – No se como esperas que crea ese montón de patrañas. – No necesito que me creas, sólo que me conduzcas hasta el escondite. – Y si acaso fuera cierto, necesitamos la llave capaz de abrir el sello. Me extraña que el Rengo no te lo haya mencionado nada sobre eso... ¿será que te inventaste toda esta fábula? Gilberto se limitó a abrir su camisa dejando el pecho al descubierto y sobre el, el circulo de piedra marcado. Al verlo, Guybrush se sobresaltó. – Parece que si hallaste al viejo Rengo después de todo. – Necesitaré que emprendamos esta expedición de inmediato. – No te apresures.... ¿y que ganaré yo de todo esto? Supongo que no pretenderás que robe a los muertos solo por darte el gusto. – ¿La libertad no te resulta suficiente, inmundo desagradecido? – Cuando se trata de meterse con los espíritus, deberá disculparme Gilberto, pero ninguna recompensa es suficiente. – No seas supersticioso perro. Te dejaré recoger todo lo que puedas cargar así te olvidas de los cuentos de fantasmas. Yo solo conservaré una tablilla de barro seco. 101
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– Usted está demente capitán... pero no me incumben sus razones si recibo mi paga. – Andando entonces. Los dos hombres dejaron atrás las murallas de la ciudad donde la vieja tripulación comenzaba ya a tomarla bajo su poder. Debieron trepar una escarpada colina y cruzar unos pastizales, para luego internarse en el bosque. Caminaron durante algunas horas a través de la cerrada floresta abriéndose paso a golpes de acero y siguiendo el margen de un arroyuelo para no extraviarse. Emergieron llegando casi a la cumbre donde el afluente se transformaba en un cenagoso pantano que a los pocos metros de allí se precipitaba a un despeñadero de gran profundidad, formando una catarata pequeña pero de gran empuje donde pudieron refrescarse y recargar sus cantimploras. Luego, para cruzarla debieron hacerlo por un precario puente de maderos podridos que pendía sobre el precipicio y que les significó más de un susto bien justificado. Una vez del otro lado, emplearon gran cantidad de tiempo y esfuerzo en bordear el filo de la elevación cuyos barrancos de roca suelta se desprendían continuamente generando constantes avalanchas que se perdían en una estrecha grieta, algunos cientos de metros mas abajo. Luego de mucho andar, alcanzaron un paso de piedra firme, dónde pudieron detenerse a comer algo y descansar. Desde allí, pudieron también contemplar una gran columna de humo que ascendía desde el puerto, 102
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donde siguiendo las indicativas de Gilberto, los grandes barcos Españoles estarían siendo incendiados para evitar que cualquiera pudiera escapar. Una vez descansados, continuaron en el ascenso vertical hasta un pasaje entre dos picos, al que siguió un interminable caracol de tierra seca por el cual arribaron finalmente a una enorme pared maciza de piedra negra. – Es ahí –indicó Trepwood señalando una gran roca saliente en medio de la pared por encima de la cual ya nada se elevaba. En los contornos que delimitaban la piedra pudo apreciar Gilberto un gran número de grabados, algunos de los cuales estuvo seguro de haberlos visto con anterioridad. Sin perder tiempo, tanteó la pared en busca de algunas salientes de las que pudieran sujetarse para a subir y luego de fracasar en varios intentos decidió escuchar las sugerencias de Guybrush que consistían en circunvalar la montaña hasta el lado oeste desde donde podrían hacer cumbre con mayor facilidad y una vez allí, valiéndose de sogas, descender hasta el peñón que tapaba la entrada. Así lo hicieron y una vez en la cumbre pudieron apreciar la isla en toda su circunferencia y el mar infinito que la rodeaba, pudieron incluso contemplar unas nubes fuliginosas y fulminantes que avanzaban sin dar tregua desde el sur a medida que el sol se recostaba sobre el horizonte tiñéndolo todo de un rojo suave y perverso.
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Gilberto se alegró y dándose prisa se dispuso a deslizarse cuesta abajo mientras Guybrush lo sujetaba. Una vez que tuvo enfrente la silueta de símbolos, pudo apoyar sus pies sobre una prominencia y allí detectó en medio de estos una pequeña muesca circular. – ¡Utilice al amuleto! – Le grito Trepwood. Y para entonces Ron ya lo había hecho sin que nada sucediera. Sin desesperarse, desembolsó el dedo que había extirpado a uno de los traidores en la mañana y lo raspó contra la piedra hasta que la sangre coagulada volvió a correr. Alrededor de donde entonces muesca y amuleto se acoplaban, esbozó una marca y sobre ésta espolvoreó los restos de ceniza de huesos. En pocos instantes, la roca cedió escupiendo un humo rojizo dejando al descubierto la oscura entrada de la gruta. Ayudó Ron a que Guybrush descendiera hasta el acceso y valiéndose de un trapo empapado en aceite y un madero, encendieron una antorcha rudimentaria y con ella iluminaron el camino a medida que irrumpían al angosto túnel. Con la espada en mano y talante leonino, hicieron caso omiso a los diseños que cubrían el techo y las paredes de la galería, advertencias de una explícita perversidad capaces de amedrentar a ejércitos míticos y bien probados. A medida que penetraban en las entrañas mismas de la montaña, los serpenteantes pasajes se ensancharon y pronto la luz de la pequeña antorcha no llegó a iluminar el enorme ambiente 104
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que los circundaba. A tientas alcanzaron una abertura de piedra trabajada, y al traspasarla accedieron a una suerte de balcón o mirador desde donde contemplaron el soberbio espectáculo de una ciudadela construida para albergar los más vericuetos tesoros. Al asomarse, fueron recibidos por el brillo cegador de una inmensidad de dorados caudales que se elevaban hasta el techo de cada estancia. Cofres, monedas, joyas, ropajes, armamento, muebles y objetos traídos de todos los rincones del mundo, se amontonaban unos sobre otros como si se tratara de la guarida del fiero dragón muerto por Sigfrido, el bravo Nibelungo o la hermosa ciudadela Kishkindhya, morada de Hanumat, el tigre de los simios. Una escalinata tallada en la dura roca, descendía en caracol hasta la estancia central y a través de ella arribaron al nivel del suelo. Recorrieron en silencio y anonadados, las calles doradas de aquella ciudad de piedra, que en su único objeto de ser la voluptuosa guarida de una fortuna mas cuantiosa que aquella que conquistara el Cid campeador y sus secuaces, se trasformaba en si misma en un tesoro de talla inigualable. Una vez sobrepuesto de la fascinación inicial, Gilberto recuperó la calma y recorrió las estancias laberínticas con orden y raciocinio en busca de aquello que lo competía. No era la primera vez que asistía a una obscena colección de capitales y había aprendido en sus viajes y experiencias que solo los hombres a quienes el oro no obnubila, son capaces de poseerlo para derrocharlo luego a sus anchas, 105
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pues de otro modo, será el vil metal el que posea las alma de los pobres infelices que a sus designios se sometan. Tal es el caso de Trepwood que deslumbrado por el brillo y la grandeza posó sus ojos sobre un cajón de madera con grandes herrajes negros, que en sus fantasías prometía un contenido de riqueza sin igual. Al abalanzarse desesperado, no reparó en la espada de acero ennegrecido que yacía semienterrada entre una pila de pieles, copas y cacharros de todo tipo. De nada le hubiera sabido saber que se trataba del arma con la cual el sajón Beowulf ultimó al monstruoso Grendel en las costas de Dinamarca en épocas remotas. Cuando el filo le atravesó el cuerpo, apenas un gemido ahogado escapó de su garganta antes de sucumbir maldiciendo su propia suerte. Ron, se limitó a fruncir el entrecejo, menear la cabeza y comenzar a preguntarse cómo haría para salir de aquel sitio. Sin perder tiempo se dio a la tarea se requisar el cavernoso laberinto donde convivían piezas aztecas, mayas e incas, robadas a las naves españolas, y que bastaban para sumar -acorde al refrán- mas de mil millones de años de perdón. Buscó con empeño hasta hallar una estancia repleta de objetos lujosos, planisferios y libros. Tal como el rengo le había descrito, en una esquina sobre una fastuosa alfombra de coloridos diseños chinos, había un cofre de madera y bronce y dentro de éste, una tablilla de barro seco, fragmentada y cruzada por varios caracteres cuneiformes ordenados en líneas horizontales. La observó 106
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fascinado, dejándose llevar por una quimera oscura y primigenia, absorbiéndose en el vértigo sobrenatural que solo una inscripción arcana como aquella -más antigua que las pirámides egipcias y que la misma Biblia- puede generar. Imaginó a aquellos hombres arcaicos solos frente a un mundo hostil, refugiados bajo un cielo sempiterno y recibiendo de las monstruosas divinidades que sembraron la vida, la mágica ofrenda del verbo. Tomó la tabla con cuidado con las manos temblorosas y heladas, y la guardó en su bolso. No le fue sencillo dar con la salida. Deambuló sin pausa por los pasadizos de la gruta hasta que la desesperación comenzó a cobrar fuerza dentro de su cabeza y las voces de la derrota le susurraron malignos designios al oído. Pero su destino no seria el de los Vukum ulù que en una caverna helada hallaron su perdición. Ron, tozudo como era, hizo caso omiso a los ecos y con una sola idea machacándole la cabeza y haciéndole latir el músculo, continuó recorriendo aquel laberinto que nada tenia que envidiarle al que levantara el Rey Minos, para encerrar al monstruoso fruto de su desobediencia y la fogosidad adultera de su mujer. Trazó un mapa en su cabeza. Doblando a la izquierda en cada pasaje, pudo comenzar a hacerse una idea del sitio donde se hallaba. Aguzando los sentidos al máximo, percibió el olor de aire fresco y siguiéndolo halló a unos pequeños monos selváticos que jugueteaban con los miles de objetos apilados sintiéndose sus majestades simiescas. Escondido, los espió durante largo rato y los persiguió hasta 107
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dar con un pequeño ventanuco por el cual se colaban. Sin embargo, la ventana de hallaba demasiado alta. Haciendo rebotar la luz con uno de los muchos bronces que se apilaban y al cual previamente sacó lustre con su propia camisa, atrajo la atención de uno de los monos más ágiles y confiado, y una vez que éste se le acercó curioso, lo capturó, le ató la soga en uno de los pies y lo dejó escapar. Pero cuando el mono se sintió a salvo en vez de huir, soberbios como son, se paró sobre una alta viga para burlarse de su captor. Este momento aprovecho Gilberto para lanzarle un peñasco y voltearlo, logrando así un agarre perfecto sujeto a la viga. Subió por ésta rogando que le soportara el peso y luego sin problema se desplazó hasta el ventanuco. Una vez allí, liberó al mono que huyó aterrado profiriendo toda clase de chillidos para internarse en la selva. Frente a él observó un escarpadísimo despeñadero de piedra suelta que se precipitaba hacia abajo por toda la ladera de la montaña. Sentado en la ventana, Gilberto encendió su pipa y tranquilizándose comenzó a idear la forma de poder desplazarse cuesta abajo sin dejar en ello su vida. Utilizando la soga subió un baúl vació y tres maderos que desenterró de entre los bártulos y desperdicios que se amontonaban a cada paso. Con la espada le hizo un hueco a la tapa del baúl y allí introdujo el madero mas largo que haría las veces de mástil. A éste le cruzó el otro palo, que ató con la soga que ya no necesitaría. Desplegó entonces la 108
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bandera española que se había guardado y la amarró con los sobrantes de la cuerda al improvisado mástil en cruz adquiriendo una vela colorida y resistente. Sobre ésta y a modo de vanidosa decoración, sujetó un pequeño trapo negro con la insignia pirata pintada en él. Se acomodó en cuclillas sobre el baúl y haciendo palanca con el tercer madero a modo de remo, se empujó desde la ventana hacia el barranco, encomendándose a todo lo que en aquel momento cruzó por su memoria para no llegar al fondo del desfiladero hecho papilla. El barril tocó suelo apenas unos metros debajo enterrándose apenas en la roca suelta, levantó una polvareda que lo rodeó por completo, e inmediatamente la vela se infló en toda su figura, los maderos crujieron, y pronto su precaria construcción se encontró en una carrera desbocada, generando una avalancha de rocas tras de sí. Un ducho movimiento con su remo y pronto su barcaza de tierra, se halló cabalgando sobre la misma ola de piedras rumbo al poniente. Disfrutando del viento en el rostro, Gilberto se irguió sujeto con fuerza al mástil y con los ojos entrecerrados por el polvo echó un grito al aire mientras zamarreaba su sombrero con la mano y se dejaba llevar hacia su siguiente destino como arrastrado por las providencias. El baúl fue perdiendo velocidad a medida que el suelo se volvía horizontal y la avalancha se debilitaba. Pero no fue hasta ya entrada en las 109
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dunas que morían en la orilla del océano que se detuvo, cuando Ron posó su bota ajetreada sobre una piedra saliente y haciendo una reverencia, saludó a las aguas que se abrían infinitas y revueltas por delante. En el horizonte, las nubes se revolvían y amontonaban en un cúmulo lánguido que refulgía en estampidas capaces de incendiar todo el cielo que reclamaba ya para sí, los dominios de una noche que comenzaba a cerrarse y anudarse sobre si misma presagiando con sus soplos crecientes el horror de las islas del trópico. Lo primero que hizo Gilberto fue ubicarse. Para ello oteó los montes y contó las piras que en ellos ardían, tal como había indicado a sus hombres que efectuaran. Haciendo uso de una brújula veterana enseguida reconoció su paradero y se puso en marcha bordeando las aguas que mansamente comenzaban a retirarse. A algunos cuantos metros del camino empedrado que llevaba hasta la ciudad, Gilberto se detuvo exhausto. El viento comenzaba a soplar con furia, y en el puerto, tal como había ordenado, un solo barco se mantenía a flote con todas sus velas listas. Pocas cosas regocijaban tanto a Ron Gilberto como ver que sus mandatos eran cumplidos en tiempo y forma, y advertir cómo los eslabones de sus planes se encadenaban perfectamente prediciendo una victoria perfecta. Aquellos brazos fuertes que secundaban sus dictamines sin ponerlos en duda, eran una maquinaria invencible capaz de doblegar al destino, a la muerte e incluso 110
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a Dios que se había repetido innumerables veces durante las noches de bebida y contemplación. Una tripulación imbatible es aquella en donde la convicción absoluta en una idea supera cualquier individualidad. Cualquier idea llevada hasta el final con total resolución es una buena idea o por lo menos terminaría siéndolo a la fuerza. Lo importante no es el qué, ni siquiera el cómo o el quién. Lo único que importa -se convencía a cada momento- es que sea llevado hasta el fondo, sin contemplaciones y con absoluta fe. Para eso algunos debían obedecer y solo uno mandar. No significaba una cuestión de sumisión al hombre, sino a la idea, y el modo más directo para llevarla a cabo. Por supuesto que en sus conjeturas, jamás había dudado que representaba él mismo -en cuerpo y alma, fuerza y espíritu, si acaso correspondiera a esta altura una separación semejante- el líder por excelencia y la encarnación misma de la idea, y aunque pudiera parecer ridículo o improbable, había logrado convencer con la fibra de su palabra a la gran mayoría de los hombre con los que se había cruzado. Los que no sucumbían a su furiosa oratoria ya fuera por propias y violentas convicciones o por falta total de ellas que devenía en una envidia ciega, a menudo se habían convertido en sus mayores enemigos. Un soplo entrecortado le acercó el olor profundo de la marea, que se retraía como si el líquido elemento quisiera encogerse hasta sus entrañas más profundas. Gilberto se apartó del camino calculando mentalmente y tratando de recordar 111
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mientras lo hacia, la progresiva cuenta de pasos, que luego de algunos intentos fallidos lo ubicarían de frente a un bosquecillo sombrío de vegetación achaparrada. En él se internó resuelto enterrando las botas en el fango hediondo a medida que adelantaba. Apartando las ramas con el filo de su espada, siguió contando con total concentración, incluso cuando la oscuridad fue total y tan solo la cortante fricción de las madera sobre su cuerpo daban cuenta del alrededor. Cuando el mallín llegó a cubrirle el pecho y los insectos ávidos de sangre que apenas lograban picarlo, caían borrachos, percibió una luz tenue entre el ramaje que comenzaba a abrirse delante de él y sin dejarse seducir por la aparente salida , cerró los ojos fuertemente y continuó susurrando números de pasos y direcciones. Cuando hubo terminado la secuencia, abrió lentamente los párpados y se encontró en un pequeño montículo de tierra húmeda, rodeado de fango. Delante de él observó un puente de piedras semi sumergido en el barro, una cerca circular de ramas y dos largos troncos clavados profundamente en la tierra y cruzados por una viga que indicaban la entrada. Del tirante que hacía las veces de dintel, colgaban cráneos y otros huesos de distintos animales, y un poco más adelante donde la tierra se aplanaba, se alzaba una choza de aspecto precario y lúgubre. Gilberto avanzó con paso resuelto y a medida que lo hacía sobre los laterales, comenzaron a encenderse unas antorchas que alumbraron el 112
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camino de un tinte glauco y arrojaron intensos aromas de incienso. Abrió la puerta y penetró en la choza. Se halló en un cuarto con estanterías en todas sus paredes, en ellas, abundaban recipientes de todas las formas, libros y objetos que le resultaban incomprensibles. El suelo estaba por completo cubierto de paja. De un listón que cruzaba la habitación colgaban algunos pollos desplumados. Contra una de las paredes había una mesa y sobre ella, una gruesa vela derretida sobre el cráneo de algún pobre infeliz que brindaba toda la iluminación del lugar. Distinguió varios utensilios, algunos animales disecados y más allá de la paja, un círculo de piedras relleno de brasas, y sobre éste una estructura de hierro y un caldero humeante. Un poco mas allá, una litera, con varias pieles sobre ella y una silla de piedra y madera, también recubierta de pellejos. Un hedor dulzón parecía estar impregnado en cada segmento de aquel lugar. Ron giró sobre sí mismo hachando un vistazo a todo el lugar, escudriñando los rincones y conteniendo el aliento. – ¿Es que nadie va a recibirme o los modales han cambiado aquí durante mi ausencia? –exclamó fijando la mirada en una sombra voluptuosa sobre una de las tapias. La sombra se movió enseguida dando algunos rodeos al refugio y del caldero comenzó a brotar un tizne negruzco y etéreo, y en menos de lo que un gallo saluda el amanecer, el aire se volvió 113
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completamente sofocante e invisible. Con la misma presteza el humo se disipó. Gilberto contempló frente a él a una mujer sonriente sentada en el sillón, de piel blanquecina caderas anchas, voluptuosas carnes, larga cabellera azabache, y dos llameantes pupilas aceitunadas. Vestía una larga y holgada túnica y llevaba varios colgantes alrededor del cuello. – ¡Vaya aparición Madame! Los años no han hecho mella en su belleza. Es un gusto volver a verla –saludó Gilberto sacándose el sombrero y ensayando una reverencia. – Ron Gilberto, el mítico... guarda tus lisonjas para tus perras, la última vez que te vi partías con harina y ambrosia, para poder llegar a las puerta del infierno y, como el mismo Ulises, reencontrarte con los muertos que moran mas allá del Hades. – ¡Oh! Madame, si supiera los sufrimientos que padecí y los que hoy enfrento a causa de aquel desatino. – Conserva tus lamentos, eres un hombre afortunado. Debes estar agradecido de no ser un frío cadáver, no son muchos los que pueden ufanarse de haber bajado al mundo de ultratumba y volver a ver el brillo del sol. Hace apenas diez años la horca parecía un destino inexorable y sin embargo pudiste escapar con la ayuda del Fraile que a estas horas estará encontrándose con su Dios. La multitud te escupió, te lanzó fruta podrida y entonces tú juraste que enviarías toda la condenada isla al infierno. Si mi percepción no me falla, has vuelto a cumplir tu juramento.... 114
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Gilberto Sonrió admirado siempre de las habilidades de adivinación y conjetura de aquella mujer. – Mis problemas son grandes mi Señora. El Diablo que guarda las infernales catacumbas descubrió mi treta y a través de un engaño, como es su costumbre, me capturó. Durante todo este tiempo estuve bajo su poder, obligado a servirle, pero un día logré convencerlo de que me dejara volver por un día apostándole que podría traerle a las puertas del infierno una isla repleta de almas a cambio de la mía. Pero sé que no puedo escapar a esa promesa. Aunque la cumpla, es un diablo, siempre encontrará la forma de volver a engañarme. –Ahorra tus palabras Gilberto. Ya me han contado esa parte. Quiero saber cuál es ese desquiciado plan que has urdido para engañar al diablo. Espero que estés seguro de lo que haces. Al diablo solo hay dos maneras de vencerlo. Ignorándolo, y para eso ya es tarde, o siendo mas astuto que el. ¿Crees que puedas ser más astuto que el diablo, Ron Gilberto? –Planeo llevar la isla completa dentro de un tornado gigantesco que a medianoche chocará contra la isla. He hecho trazar los símbolos llameantes correspondientes en los cinco puntos y también los símbolos del zodiaco. He liberado a mis leales y les he ordenado que protejan a la gente en las catacumbas. Luego escaparé rumbo a mi destino y devolveré la isla a su sitio colmada de riquezas... Pero dígame una cosa Madame, tengo todo planeado pero ¿cómo puedo lograr que el 115
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diablo, ofuscado por mi engaño, no rompa su promesa? – Tranquilo Gilberto, has hecho bien. El diablo no puede romper una promesa, por eso nunca promete algo de lo que no pueda sacar una ventaja. Allí están los opuestos, cambie al diablo de código, llévelo al pensamiento lógico, hágalo sentir que gana aunque en realidad pierde. Si logras tu objetivo final lo que gana el diablo es cero. – No comprendo Señora, volvamos al principio. – Tal vez esto es lo que debas hacer: volver al inicio para dar vuelta todo. Desarmar, deshacer y que el diablo crea que en realidad está haciendo. – ¿Al diablo se le ocurriría pensar que él está retrocediendo cuando hace? – Entonces si desarma y el diablo no lo advierte, el origen de la acción se engaña todo el tiempo. – Mi lugar esta detrás de los vientos del tiempo, allí donde sólo las recetas de los dioses conjurados pueden permitirme llegar. – El diablo estará planeando ganar sobre un presente y usted está retrocediendo. – Recuerde que el diablo era un ángel y se transformó en diablo por el poder y la ambición. Usted retrocede para avanzar en el tablero. La renuncia lo redime, a la inversa del diablo. – ¿Cómo puedes estar tan segura de ello? – Terciopelos del alma el diablo que no desconoce la bruja. Por bruja y por mujer.
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– Basta de palabrerío, me confunde en vez de ayudarme. – Recuerde que puedo traicionarlo. Esté alerta, puede que el diablo me haya prometido el Eros eterno. Sospeche de mí, no se confíe de todas las brujas. – No comprendo sus palabras señora, pero le creo y me hace sentir lleno de fuerza. – Eso es lo más importante Gilberto. Lo más importante. Dime una cosa ¿Qué planeas hacer una vez que hayas cumplido tu plan? ¿Qué te traes entre manos? A Gilberto se le iluminó el rostro pues era el momento que tanto había estado esperando. – Planeo hacer uso de esto para escapar –dijo sacando de su bolso dos tablillas y apoyándolas sobre la mesa– He venido para que usted me ayude a comprender su poder. La mujer no pudo contener una mueca de fascinación sobrenatural al ver aquello. – ¿Dónde conseguiste esos objetos de magia sin tiempo Gilberto? cuéntame una buena historia y quizás decida ayudarte –prometió extasiada. Sólo dos cosas habían guiado todos los actos del viejo capitán: el anhelo y placer por la aventura y sobre todo, un orgullo irrefrenable que le invadía el pecho cada vez que alguien le pedía que contara sus peripecias. Él, al igual que todos, estaba al servicio de la idea y no era la vanidad lo que lo impulsaba, sino el inconmensurable deleite por 117
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revivir cada una de aquellas travesías transformándolas en palabras, para que trasciendan el tiempo y venzan a la muerte y a su infame lacayo, el olvido. – Escuche con atención Madame. Hace ya mucho tiempo en uno de nuestros viajes llegamos a Oriente, cuna de los dioses, del hombre, de la magia y de las ciencias que rigen el mundo. Una noche, en que la bóveda cubierta de estrellas parecía desplomarse sobre nosotros, asaltamos una caravana. Luego de varios días de perseguirla sigilosamente le caímos encima mientras dormían. Seguíamos el rastro de un pirata egipcio, Salah Reis, y su tesoro que había pasado por muchas manos antes y después de él, como una mujer de poca valía. Lo poseyó Aruch el de la barba roja, y su hermano Jeireddin. También cayó en manos de Pedro Navarro el español y del mismo Sultán Suelyman pero ninguno de ellos supo apreciar el verdadero y mítico valor de aquella fortuna. Matamos a todos aquellos comerciantes judíos. No llevaban el caudal con ellos, pero capturamos a su guía, un Beduino que no tenia de estúpido ni el pelo de un camello, que inmediatamente aceptó ante nuestras ofertas y amenazas, conducirnos al lugar donde se hallaban las riquezas de las que hablaban las leyendas. Caminamos días enteros por el desierto sofocante y por fin al amanecer del quinto llegamos a la guarida. Hallamos el tesoro y resultó que ya había sido saqueado en gran medida y poco quedaba del legendario, pero era suficiente 118
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para calmar la sed codiciosa de la tripulación, esos perros habían peleado con bravura y se lo habían ganado, así que ordené que tomaran todo lo que pudiesen cargar. Yo sólo me lleve el diario del egipcio y una pequeña tablilla de arcilla cruzada por muchos caracteres hechos con cuña. Pensé que podría servirme como adorno en mi camarote o como un recuerdo de viaje. Durante muchos años la mantuve guardada en mi arcón sin prestarle mayor atención. Nunca imaginé en aquel entonces que aquella tabla habría de fundir mi destino y obsequiarme la más maravillosa de las oportunidades. En sus escritos, el egipcio aseguraba que le había sido pagado en tributo por unos comerciantes fenicios. Procedía de una antiquísimo pueblo que existía entre los ríos Eufrates y Tigris, antes incluso que Babilonia. – Gilberto, incluso tú, en tu enajenación te quedas corto ante lo sublime de aquello que mencionas. Fue forjado por aquellos que inventaron la escritura para poder, como los dioses, volverse inmortales. Proviene de una antigüedad sin nombre y encierra entre sus símbolos un secreto poderoso, pues ellos mismos la recibieron junto a otros secretos en tiempos inmemoriales en que los padres del mundo trajeron consigo desde los cielos conocimientos como la agricultura, la arquitectura e incluso las leyes. – Escuche Madame, escuche… De vuelta por las Américas en uno de mis viajes, mostré la tablilla a un conocido mío, un jesuita afecto a los conocimientos antiguos casi tanto como al vino. El 119
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jesuita la estudió con detenimiento y éxtasis, y a cambio de regalos que le obsequié para su misión, ofreció contactarme con un anciano descendiente de los antiguos Mayas, que trabajaba traduciendo escritos para el libro llamado “Chilam Balam”. Los jesuitas buscaban recuperar algo de la historia y el conocimiento destruido por Cortés. Al verla, el anciano se apasionó muchísimo. Dijo que estaba escrita en el lenguaje de los antiguos dioses que tiempo atrás habían obsequiado también a sus antepasados el conocimiento del cultivo y la construcción. Un lenguaje perdido y sólo conocido por algunos sacerdotes. Según me explicó, su abuelo le había enseñado de niño el lenguaje con el cual los hombres pueden comunicarse con los venidos de las estrellas. Pasé una larga estadía con aquel hombre y una vez que me hube ganado su confianza, me condujo una noche hasta las ruinas de una arcaica urbe en medio de la selva. Allí me enseñó las inscripciones en la fría piedra iluminando solo con la llama de una antorcha. Aquellos dibujos me crisparon todo el cuerpo. No podía comprenderlos pero sí sentir su oscuro y remoto poder. Yo solo poseía un fragmento del mensaje original. El otro había sido conservado por los reyes Mayas durante muchas generaciones y sólo las dos mitades en conjunción advertían una de sus profecías y darían al poseedor el conocimiento del viaje a través de la desconocida trama que componen las estrellas y los mares del tiempo. En aquel momento decidí que haría todo lo necesario para dar con ella. Pensé que sería una 120
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tarea sencilla pero cuando procuré averiguar su paradero entre los más renombrados ancianos de la ciudad, me dijeron que aquella reliquia sagrada había sido robada hace largo tiempo por los conquistadores españoles. Seguí entonces el rastro hasta una universidad jesuita y allí, tras mucho indagar y sobornar, me dijeron que el pirata Conrado el Rengo había trocado aquel objeto por especias y armas. Maldije entonces mi condenada suerte, pues sabía de sobrada cuenta que yo mismo había echado a pique al nefasto Conrado cerca de las costas de Jamaica. – Bien Gilberto, ya me has dicho todo lo que precisaba y como ya imaginarás, conozco el resto de la historia. Ahora no podemos perder más tiempo. Debemos traducir esos escritos con urgencia. Ron colocó las dos tablillas sobre las manos extendidas de la hechicera y enseguida ella las apoyó sobre un pedestal de piedra blanca. Allí, haciendo uso del carbón y una fina tela, calcó los caracteres de ambos escritos y los observó con detenimiento. – Están escritos en un idioma demasiado antiguo y oscuro, un dialecto cuya sola pronunciación resulta compleja al más versado. Nos hallamos ante palabras poderosas, capaces de intervenir el tejido de la existencia y el flujo de la vida. No podré traducirlo sencillamente y existe un libro, y solo uno, capaz de ayudarnos en este menester. ¡Gilberto! reúne conjuros e invocaciones, 121
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fórmulas y recetas de los cuatro puntos de la tierra y el mar, redactado en el idioma primigenio del cual todos los demás nacieron en una era sombría de la que ya nadie guarda memoria. Un libro sin nombre y sin autor, inocuo para el mortal corriente que podría pasar a su lado sin advertirlo siquiera, pero tan tentador como aterrador para aquel capaz de comprender aunque sea una parte de lo que de él brota como la tibia sangre de un moribundo. De aquello que entre sus hojas interminables germina, nutriéndose de los propios miedos de quien lo lee. Imposible es abrir dos veces el tratado en la misma hoja, e imposible es resistirse a sus dictamines decadentes. El conocimiento atroz que encierra podría devorar no solo tu cordura, transformándote en un idiota babeante, sino también confinarte a la opresión de un sufrimiento sin precedentes que significaría despertar a cada instante en una nueva e insoportable pesadilla, sintiendo a cada instante como se desvanece de entre tus recuerdos la historia que te ata a ese último soplo de esperanza e identidad. Gilberto miró fijamente el rostro despavorido de la gitana mientras su voz se volvía más y más grave, y su cadencia más y más lenta, cuando apenas un reflejo rojizo de la llama que ardía entre las rocas del centro, le cruzaba el rostro y le iluminaba las pupilas. Por unos segundos recordó atemorizado los bailes desenfrenados que efectuaban los indígenas 122
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alcoholizados o drogados, mientras invocaban a sus ancestros para que los cuidaran de los espíritus malignos que los acosaban, y que él había presenciado en los distintos confines del mundo. Luego comenzó a reír, hasta que su risa, sobre el propio eco de esta en los desfiladeros que los rodeaban, se transformó en un rugido ensordecedor y desafiante. – Maldita bruja.... No esperes asustarme con tus palabras colmadas de temor y recelo. He trabado combate con piratas españoles y corsarios ingleses, he reducido e humillado a soldados de las coronas de toda Europa. Me he ganado el respeto del bravo Araucano, he robado al judío y engañado al mismo Lucifer.... No esperes que tema a las hojas resecas de un libro por muy antiguo que sea… La vieja gitana sonrió nerviosa y temblaron las palabras al salir de su boca. – Oh Gilberto, la prudencia nunca fue una de tus virtudes. No deberías ignorar los peligros que asechan donde no alcanzan a percibir tus sentidos mortales, podrías ofender a seres capaces de aniquilarte con solo soñarlo. – Mi querida, nos conocemos desde hace ya muchos años. No pretendas convencerme, encárgate tú de los espíritus incorpóreos y sus influencias, que yo me ocuparé con mi acero de engrosar la lista de aspirantes. – Los espíritus que pueblan el mundo son innumerables y de todos debes ganar su favor si quieres concluir tu empresa con éxito. Cada árbol, cada montaña, cada río y cada viento, el mar 123
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infinito y las estrellas, llevan en sí la voluntad de algún un antiguo espíritu al que debes respetar si quieres su misericordia. – Sólo reconozco a un Dios, anciana, y el dios en el que creo no conoce de misericordia ni de comprensión, tan solo recompensa el coraje de los hombres y la obediencia de las mujeres. Todos los demás espíritus son sus vasallos y le deben respeto. – Sea como sea, sin el libro no podremos descifrar los símbolos. – ¿Y dónde se encuentra el condenado libro? – Aquí, allí y en todos lados donde mires. Pero no vayas a creer que es un libro sencillo de estudiar. Sólo entre las alucinaciones del sueño puede un hombre hallar aquello que desea, y solo si es lo suficientemente fuerte como para no sucumbir a sus influjos. – He dicho que no me atemoriza hechicería alguna. Comencemos ya con los rituales pertinentes, pues siento como si fuera una pica hundiéndose sobre mi espalda a la tempestad que se arrima desde el horizonte. – Muy bien. Recuéstate sobre aquel montón de paja y cierra los ojos –indicó la bruja– Recuerda, al abrirlos nuevamente, que todo a tu alrededor es obra de tu alma y que del control que poseas sobre tu sueño, depende que puedas despertar de nuevo para emprender tu designio o que permanezcas por siempre encerrado en la aciaga soledad de tus espantos.
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Dicho esto, la anciana encendió un amargo sahumerio y esparció el humo por todo el recinto. Encendió luego tres velas negras que colocó a los pies y a los costados de Ron y una roja que ubicó detrás de su cabeza. Cuando la cera comenzó a derretirse, roció un aceite de amable aroma sobre el apesadumbrado rostro de Gilberto que poco a poco empezó a aflojarse y a dejarse llevar por los susurros musicales que la bruja canturreaba. – Abra los ojos – oyó que le indicaba una voz dulce. Sentía los ojos pesados como si dos anclas colgaran de ellos– Abra los ojos capitán. Sintió entonces un sacudón y los ojos se le abrieron solos. Vio el firmamento nocturno completamente despejado y cubierto de estrellas. De inmediato reconoció entre el montón al cinturón del cazador Orión. Se incorporó y reconoció a su alrededor el mar interminable planchado por completo, como si fuera una pileta. Las estrellas se duplicaban sobre la superficie y también lo hacia la insondable profundidad del cosmos. Sobre una pequeña barca de madera surcaba lentamente el líquido elemento dejando apenas una fina estela a su paso. Imaginó cómo los puntos luminosos en el cielo se unían con su reflejo en el mar, generando una red refulgente que todo lo contenía. Se desplazó la barca lentamente entre el tejido de ángulos. Gilberto fascinado, traspasaba sus manos por entre los ases de luz viendo cómo estos se curvaban 125
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al hacerlo. Por debajo de la superficie, la transparencia era tal que podía distinguir las criaturas pequeñas y gigantescas desplazándose por debajo de él, las profundas fosas e incluso las corrientes encapsuladas que le habían servido de atajo todos esos años. Se preguntó si allá arriba habría también atajos para trascender las distancias que un marino bien dispuesto y valeroso pudiera navegar y controlar. Una manada de cachalotes pasó nadando a su lado y como si fuera su mas natural instinto, emergieron próximas a la barca y se remontaron hacia el firmamento donde continuaron su sereno desplazamiento. Gilberto no daba crédito a lo que sus ojos veían y anhelaba poseer un par de mas que lo ayudaran a contemplar las magnificencias que lo envolvían. Henchido de asombro, se asomó por la borda y tanteo el agua con los dedos. La sintió agradable, casi tibia y entonces advirtió un deseo irrefrenable de sumergirse en la trama de estrellas. El tejido del tiempo -pensó- aquí tiene sus secretos, el hilado que une las profundidades del mar con la infinita distancia de las estrellas. Los navegantes surcan las distancias aprovechando los vientos y las corrientes guiándose por los astros, pero solo utilizan aquellos que brillan en la bóveda. Las criaturas del zodiaco adquieren aquí un significado diferente -pensó mientras nadaba hacia las profundidades sin caer en cuenta de que no tenia dificultad alguna para respirar-. Oyó entonces una voz, que se le sugirió similar al canto que de las ballenas francas que había tenido oportunidad de 126
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oír en el Atlántico Sur. Miró hacia todos lados sin encontrar quién la generaba e imaginó a la mar entera, el cielo y las incontables estrellas fundidas en una unidad tejida como uno de esos ponchos que con insuperable esmero entrelazaban las viejas araucanas. Las estrellas, sus dobles y las rectas que las unían, comenzaron a describir movimientos acelerados reacomodándose, conformando figuras alegóricas de todo tipo y concibiendo con ellas la impresión de un teatro continuo. Sucedió que mansamente la voz comenzó a tornarse mas audible resonando como un eco sosegado en todo el alrededor. – El lucero y el sol danzan sin tregua y Orión se postra ante ellos en una reverencia sincera. La cruz apunta el sendero que los antiguos criadores recorrieron para regresar a sus moradas una vez que hubieron enseñado sus secretos, y por fin cuando el astro rey se zambulle, emerge incandescente la más hermosa de sus esposas, llamada Icoquih por los Quiche de Centro América y que en su lengua significa la que lleva a cuestas el sol. Revela con su resplandor ayudada por la Luna, el punto exacto en donde convergen la costuras del tiempo y la distancia. Hebra sobre hebra, vibran cada una su justo ciclo, ejecutando la música de la que se constituye el infinito y conducen con su ritmo la danza interminable de los dioses. Toda cuerda se puede estirar, todo entramado puede ser curvado, pero solo aquel que 127
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conoce la profundidad de sus puntadas puede abrigar esperanza de transportarse entre medio de los vacíos que exceden al espacio de lo que es. Con esta última palabra se apagaron también todos los puntos en el cielo y la negrura fue total. Gilberto comenzó a sentir que toda el agua del océano comenzaba a colarse por su garganta y ya a punto de sucumbir recordando las palabras de la bruja, se imaginó agua y en ella se convirtió. Mansamente se dejo arrastrar por la corriente y una vez allí comprendió el significado profundo de la superposición que conforma aquello que llamamos tiempo, y vislumbró el modo sutil de controlarlo. Pasado, presente y futuro se volvieron entonces tan solo señales en su cabeza con las cuales acceder a su propio registro de recuerdos. No se trata de un soporte -se dijo- y mucho menos de un carro de transporte, sino de un transcurrir transversal que excede por completo la cronología, esa burda maqueta que los sentidos del hombre conciben creyéndola preliminar y la atraviesa del mismo modo que lo hace dios con la creación. Ron abrió los ojos sobresaltado. Transpiraba copiosamente y todo se le apareció confuso y nebuloso. Fijas en la retina, aún creyó ver las sombras de los dioses adorados en cada confín de la tierra. Los apartó con la mano al tiempo que procuraba ponerse de pie. Las piernas dormidas no respondieron a su imperiosa voluntad y cayó de rodillas al suelo, al pie del montón de paja que le había servido de 128
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lecho. Oyó el sonido de la lluvia y sintió sobre su rostro el viento frenético. Un filtro amarillento parecía cubrir cada cosa a su alrededor y le dio la impresión de que todo se había detenido como una maquinaria defectuosa que comenzaba a moverse mucho mas despacio hasta descomponerse por completo.... ¡y explotar! -pensó recordando los recientes barcos a vapor, que desde hacia un tiempo habían reclamado el señorío de los mares. Volvió a echar un vistazo en círculo en busca de la bruja, pero solo halló sus objetos esparcido por doquier. Entre ellos se distinguía, al pie del catre, un nervudo ramillete de hierbas que de inmediato reconoció como Satanis Imbocousi, pues ya había hecho uso de ellas en otra oportunidad y como entonces, lo recolectó y guardó con prudencia. No le sorprendió aquel desvanecimiento, conocía a aquella vieja gitana desde hacía añares y si existía una palabra propicia para describirla era “misterio”. Se puso de pie y con la seguridad que brinda el conocimiento mecánico se valió del fuego que, aunque zamarreado por la brisa, aun ardía entre las rocas para proyectar la sombra de una de las tablas sobre la otra. En un primer momento nada sucedió, pero tras girarla en todos los sentidos posibles, advirtió que la luz que se filtraba a través de los caracteres agujereados y generaba, uniéndolos a las letras de la otra tabla, una tercera serie de símbolos que sin embargo no supo reconocer.
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Quizá por mera casualidad -o tal vez por la intuición que precede al reconocimiento de nuestras propias ideas al sentir de un cuerpo del que la percepción inteligente de si mismo les es solo una herramienta mas de la cual valerse- creyó propicia la idea de colocar a la tableta maciza en un recipiente repleto de agua antes de volver a ensayar la experiencia de las sombras. El resultado fue asombroso. Los haces de luz penetraron entre las hendiduras de las representaciones y al toparse contra la superficie del agua corrigieron su curso y empequeñeciéndose, formaron sobre la segunda tablilla un montón de reflejos fantasmagóricos antes inimaginables. Gilberto sintió que no cabía en su propia embriaguez al descubrir que aquella conjunción de caracteres, unos sobre otros, empujados por el fulgor ígneo de un lado y recibido por la fría agua del otro, se transformaban en una pequeña reproducción del fenómeno que acababa de soñar. – ¡Una carta de navegación entre las estrellas marinas! – exclamó deslumbrado al tiempo que una ráfaga furiosa llegada desde la costa, revolvía de un golpe los libros y hojas con anotaciones que lo rodeaban, apagando las velas, los sahumerios e incluso la fogata moribunda. Sin perder la calma, Ron Gilberto guardó las tabletas en su bolso, se acomodó el sombrero y con paso ligero y firme se apresuró rumbo al puerto, donde los traidores sobrevivientes estibaban y aparejaban su barco y aguardaban encrespados frente a la mar iracunda el arribo del Capitán de 130
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quien, entre aterrados y avergonzados, no se atrevían a pronunciar siquiera el nombre. Cubriéndose el rostro de la arenisca, avanzó a contraviento. Al llegar junto a las amarras, Gilberto encendió su pipa y durante unos minutos observó embalsado el casco de proa, brillante como nunca, las velas recogidas con prolijidad, los cabos atados firmemente y en la cima del carajo, la vieja bandera negra que flameaba nuevamente azotándose de un lado a otro como impaciente por zarpar. Por todos lados, los fornidos hombres se apresuraban a terminar de disponer la nave para la inminente partida concertando fuerza y maña a la perfección. Cuando uno de los viejos traidores lo reconoció, apostado entre las penumbras vigilando su esmerada labor, se quedo mirándolo mudo y presa de un silencio perturbado que de inmediato se contagió entre los demás hombres. El aire se tensó de tal modo que pareció detenerse el viento que hasta momentos antes, parecía capaz de tumbar la fortaleza entera y hundir la isla por completo. Así permanecieron hasta que uno de los hombres se lanzó a los pies de Gilberto y lo abrazó gimoteando: – Perdónanos capitán –exclamó entre lagrimas– el contramaestre nos convenció que la muerte era inminente. El hambre no nos dejaba pensar y aterrados lo seguimos. Hoy no existe modo de quitarnos el olor hediondo de la humillación que arrastramos como leprosos. Tenga misericordia, pues no merecemos ni siquiera su perdón.
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Gilberto lo apartó a un lado propinándole un puntapié. – Nada merece un perro capaz de arrastrarse de este modo. Lo hecho, hecho está, y el perdón solo uno puede conseguirlo. Dios no es justo ni misericordioso, menos lo seré yo. Díganme una cosa, pobres diablos, pues me carcome la duda, ¿qué hicieron luego del motín, una vez que vieron mi barca sucumbir dentro del remolino? El silencio fue total. Sólo uno de aquellos marinos, el mas joven y quizás por ello el mas sincero, se animó a dar un paso adelante y hablar con la cabeza gacha y la mirada clavada en la propia punta de sus botas. – Intentamos encontrar el mapa señor. El contramaestre nos ordenó requisar el barco, pero nunca hallamos nada. Gilberto sonrió rebosante de inocencia recordando quizá su propia juventud. Con movimientos sencillos, dejó su bolso sobre la arena se desprendió de su pesado tapado y arrancó la sucia camisa que le cubría el cuerpo. Extendió los brazos exhibiendo el cuero poderoso recubierto de cicatrícese curtido por los años, el viento, la sal, el sol y la vida misma. Luego dio una vuelta sobre si mismo y enseñó su titánica espalda revelando en ello el gigantesco diseño que la cubría por completo. Constituida por gruesos trazos de tinta negra una imponente rosa de los vientos apuntando los dieciséis rumbos posibles, se movía como si estuviera viva sobre su piel. Alrededor de ella, en
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grises tonos, se agitaban los diseños de vientos y corrientes. – Es en mi propio cuerpo que siento la llamada furiosa de los vientos y distingo los pasajes que componen. Podrían haberme despellejado vivo que de nada les hubiera servido, sin el conocimiento de los oscuros conjuros capaces de moldear la naturaleza. Los marinos temblaron de horror y admiración al ver aquellas figuras estremecerse. – Allí– indicó Gilberto apuntando con su dedo índice hacia el Noroeste donde sujeto entre el cielo negro y el desierto de agua completamente desbocado, un tornado de dimensiones nunca antes visto, se enmarañaba vertiginosamente acometiendo hacia ellos… –tan pronto aquel monstruo roce nuestras costas, el mar se devorará entera esta rocosa isla. Puedo sentir a aquel gigante arrimándose amenazador en mi propia carne desde hace mucho tiempo. Las pieles pardas de aquellos hombres que tanto habían vivido, se estremecieron como gallinas ante las palabras oraculares de Gilberto, que se satisfacía de volver a tenerlos frente a él, mansos y contemplando su figura con el respeto y la admiración que un pequeño siente por su padre. – ¡Pero no deben hoy temer a la ira del océano! Aquellas piras que arden en los picos de los montes, atan la suerte del arrecife a la de este viejo lobo de mar. ¡Prepárese tripulación! Suelten las amarras, canten con fuerza y alegría tan alto que puedan oírlos hasta los fantasmas. Iremos a 133
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un lugar más terrible que la muerte, donde ni siquiera la esperanza es una posibilidad y sólo nuestras voces podrán recordarnos que somos hombres. ¡Esta es su oportunidad de redención! No dejen que nada se las arrebate. Ante aquellas palabras, los morenos ardieron de orgullo contenido. Sintiendo la sangre nuevamente fluir caliente por el cuerpo y al corazón latir con la fuerza de una estampida de toros debajo del pecho, sin perder tiempo y a los gritos, escalaron el barco y tomaron cada uno sus posiciones. Gilberto hizo lo propio y se ubicó en el entrepuente, donde comenzó a gritar sus órdenes: – ¡Icen anclas! ¡Aferren el trinquete y aflojen foque y mayor! Establezcan la vela escandalosa: ¡Navegaremos a barlovento que el bauprés afronte al Leviatán de viento! Y recemos para que la arboladura soporte su embestida. Sujétense con fuerza a la escala de vientos y cantemos fuerte mis sucios lobos de mar, ¡que la tormenta se asuste de nuestras voces! Mientras la tripulación arrebatada comenzó a entonar un canto desafiante, la Goleta engalanada con todas sus banderas y gallardetes, abandonó lentamente la escollera y siguiendo la ribera comenzó a navegar velozmente con todo su aparejo a vela llena dirigiéndose en línea recta hacia ojo del huracán.
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Gilberto proyectó cuatro marcas de Carbón, a proa, popa, babor y estribor y luego se hizo cargo del timón. – Ha llegado la hora de la verdad –se dijo para si mismo reteniendo la respiración. Apenas unos segundos después embestían la ciclópea masa gris que arrollaba exhalando un gruñido pavoroso, mientras las tinieblas de una noche ya cerrada por completo, asimilaban todo en rededor. Crujieron todas las ataduras al unísono y antes de que tuvieran tiempo de exhalar el aliento contenido, todo fue blanco sosiego y armonía celestial. Entonces Gilberto ordenó que de la despensa le trajeran un saco de harina y un cabrito. Con la harina trazó un denso círculo sobre la cubierta y en el centro del mismo, sacrificó al macho cabrío hundiéndole una daga en la garganta y dejando que la tibia sangre fluyera hasta cubrir por completo las delimitaciones de la molienda. Susurró las palabras “omnia mutantur, nihil interit” y en pocos segundos, sobre la sangre que comenzaba a cuajar entre el rejunte de hierbas que antes había encendido, un denso humo encantador se colaba por cada hendidura de la barca y uno a uno todos los hombres, incluidos el capitán, fueron sucumbiendo al peso de sus propios párpados. Mientras la nave irrumpía nuevamente en un curso desbocado de giros concéntricos, tan solo un sonido se articulaba como un voz en eco constante, como un ultimo sueño consciente detrás del entrecejo de Ron Gilberto: “Lasciante ognia esperanza voi que entrate...” 135
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– Buenos día Capitán, despierta usted justo a tiempo– dijo una voz seseante precedida por un insoportable olor a azufre. Gilberto se incorporó sintiendo una fuerte resaca y se halló en su propio camarote sin saber como había llegado hasta allí. Al lado de su camastro había varias botellas vacías rotas en el suelo. Miró alrededor y halló en la sombra de un ser delgado y dilatado sobre la pared laminada, al dueño de la voz. La proyección poseía largos brazos que llegaban hasta el suelo y un rabo que se enredaba sobre si mismo sobre toda la espalda. – ¿A tiempo de qué, Belcebú? demonio cobarde que se esconde tras las paredes. – A tiempo para ver a tus marinos, rudos en sus modos pero débiles en su voluntad, sucumbir ante las primeras tentadoras promesas de este servidor. – No me sorprende. Es un fin previsible para esas escorias infieles. Han nacido débiles y han zanjado su propia condena a base de deslealtades. Mándales mis sinceros saludos la próxima vez que los veas. – No dudes que lo haré gustoso. Sin dejar pasar un segundo, Gilberto extrajo de su bolso un pergamino arrugado y lo expuso ante la sombra cornuda. – Me comprometía por el presente, a traer a cambio de mi alma condenada el peso de mil. He traído muchas más, por lo cual creo justo exigir algunos favores. 136
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La sombra, se encarnó perezosamente haciendo ruido de huesos rotos y piel desgarrada. Sin perder en ello la figura desnutrida y su negrísima ausencia de color, delineó una media perversa sonrisa que dejó al descubierto varias filas de dientes y una larga y babosa lengua bífida con la que relamió su propio rostro y su único ojo completamente blanco. Se movió con dificultad estirando dos largas zancas peludas hasta la litera y arrimó su enjuto semblante similar al de un perro despellejado hasta que su aliento y el de Gilberto fueron uno solo. – No tan rápido Capitán – protestó Belcebú. Ron tragó saliva y procuró disimular los escalofríos que le controlaban el cuerpo y con su mejor mueca de soberbia replicó: – No intentes confundirme infeliz, conozco tus tretas. El contrato es claro: regresé antes de que el nuevo día se cumpliera y como puede ver tu mismo ojo, he traído conmigo una isla completa. El diablo jadeó y volvió a pasarse la lengua por el rostro. – Disfrutaré devorando hasta el último trozo de sus carnes mientras aun vivan y sufran, antes de quedarme con sus almas para siempre. – Por mi puedes hacer lo que te venga en gana, quiero mi alma de vuelta y que al amanecer la isla vuelva a su lugar con todas sus costas cubiertas de riquezas... Hasta entonces cada persona en la superficie de esa isla te pertenece.
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– Un trato justo para mi Capitán... Pues de todos modos su alma consumida me pertenecerá tarde o temprano. Ron extendió su mano y la sombra la estrechó con una garra de largos dedos huesudos sellando en ello el nuevo contrato. El documento que Gilberto exhibía en la mano se vio reducido en seguida a cenizas y en su lugar se conformó, escrito en bellas letras góticas, el recién pactado convenio. Absoluta fue la sorpresa de Belcebú, cuando se convirtió también este en cenizas antes de llegar a concretarse. Comprendió indignado enseguida la artimaña pero era ya demasiado tarde para poder hacer cualquier cosa, pues el poder del diablo se vale del chantaje y el engaño, y no tenía ya nada con qué extorsionar. Montó primero en cólera y tomó la forma de todas las criaturas pavorosas que pueblan la tierra y la imaginación de los hombres, procurando aterrorizar a Ron Gilberto. Probó enseguida con amenazas de las más variadas y malignas incluyendo torturas inimaginables y muertes espantosas. Siguió con tentadoras y perspicaces ofertas de oro, poder y mujeres, y por último con sollozos, lamentos y ruegos de misericordia. Pero ninguna de sus ardides logró quebrar el pecho del viejo y curtido Capitán, ni su gesto seco e irreverente que hacía oídos sordos a sus pérfidas palabras y cerraba los ojos para no enloquecer ante aquellas figuras monstruosas. Así transcurrió la noche hasta que el alba comenzó a
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encender en el horizonte la silueta solar de un rojo sanguíneo. Entonces, agotado enfurecido y humillado, Belcebú desapareció y regresó vencido a sus moradas infernales. También la isla desapareció, retornando a su lugar de origen sin que nadie notara el desplazamiento. En cuanto los primeros rayos del sol lamieron las costas reflejándose por mil sobre las montañas de oro ganado al diablo que allí yacían, los leales de Gilberto, cumpliendo estrictamente con sus órdenes liberaron sanos y salvos a todos los hombres y mujeres que sin entender porque habían permanecido encerrados hasta entonces. La algarabía de la libertad se tornó en regocijo sin nombre cuando descubrieron las incontables riquezas que se resplandecían rutilantes. Al modo estilado entre los piratas de antaño, de dividió el botín en partes iguales, y para celebrarlo se organizaron numerosos y libertinos festejos que duraron semanas enteras y que se perpetuaron para la posteridad como la festividad del Capitán. En sus aposentos Belcebú caminaba de un lado a otro enfurecido. – ¡Lo castigaré sin misericordia! –Gritaba– ¡No descansaré hasta hacerle pagar este ultraje! Todos mis días, de aquí en mas, tendrán por fin su sufrimiento– exclamó Belcebú sin poder contener la ira que lo invadía. Por detrás de él, con sutiles y sensuales movimientos apareció la bruja devenida en una hermosa mujer de piel firme y morena y curvas 139
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pronunciadas. Le rodeó la cintura con el brazo y le susurro al oído: – Tranquilo mi amor, deberías estar orgulloso. Tú nunca puedes perder del todo y ha sido un digno rival e hijo, ¿el mejor en dieciocho siglos quizás? y además... lo ha hecho todo por una mujer. Belcebú se sorprendió: – ¿Todo esto por una mujer? Imaginé que con ese poder en sus manos intentaría reunir la tropa de piratas mas aterradora de todos los tiempos o al menos saquear los tesoros antiguos de la humanidad ¡Con ese ímpetu sería capaz de entrar a saquear el reino de los cielos! – No subestimes el papel que jugamos en todo esto Belcebú.... Si no existieran las mujeres, mi amor, no existirían los soñadores y sin soñadores, aunque sean estos sucios, alcohólicos y tramposos, no existirían los héroes. Esos sueños erigen y destruyen civilizaciones. La ambigua necesidad que da sentido a la vida de los hombres y que se cruza sin verse. La mujer.... ella descubrió, alguna vez hace miles de años, que ese pequeño hijo que hizo crecer, que sacó con desgarro de entre sus piernas y miró tratando de conocerlo suyo, se siente hombre cuando ella lo invita a ser héroe. Las mujeres son las creadoras de los grandes ejércitos, los arman con su propia sangre y luego los entierran con sus manos viejas. Engendra al héroe y después vuelve a reclamarlo. Siempre se cobrará la cuota por haberlo traído a la vida. La deuda es inexorable. 140
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– ¿Tú crees que este miserable me ha vencido? No puedo dejar que esto quede así –gruñó nuevamente Belcebú. – Deja de refunfuñar diablo viejo y malhumorado, y ven conmigo que la cama se siente fría –le secreteó la bruja apretándolo contra sus pechos turgentes y haciéndole sentir el dulce aroma de sus perfumes. Ante aquello Belcebú, como haría cualquiera, dio una inmediata media vuelta y la estrechó con sus fuertes brazos sintiendo que el enojo se desvanecía y se volvía en una fogosidad irrefrenable. Transcurrió el día entero y cuando el astro rey comenzó a ocultarse bajo el horizonte, de pie y silbando una vieja canción Ron -que hasta entonces había permanecido en su barco descansando al sol y disfrutando de la victoria ahogándose en ginebra- montó un pequeño esquife al que cubrió de símbolos arcanos y velas encendidas. Remó surcando las espumosas y refulgentes olas rumbo al poniente y siguió a sol en su recorrida hasta verlo sumergirse por completo en el desierto azul. Sobre él la bóveda se tornó de una negrísima profundidad y se cubrió por completo de brillantes y antiguos astros distantes que se repitieron debajo de él. Gilberto sonrío sin ironía ni malicia por primera vez en muchos años y el gesto recio se ablandó en su rostro. Oteó el horizonte con el catalejo e imaginó su propio tiempo fuera del 141
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tiempo. Diez años atrás, al sur de los mares, aún aguardaban por él su mujer e hija, únicas almas frente a las cuales el indómito león había sido capaz de guardar sus zarpas asesinas para transformarlas en las dóciles caricias de un padre y los fogosos roces de un amante. Entonces Gilberto cerró los ojos con fuerza. Sintió una ráfaga de tibia brisa acariciarle el rostro y la barca se encendió en una violenta llamarada de colores variadísimos, como si una aurora boreal se revelara justo delante de sus narices, y tras arder unos instantes en un fuego imposible, desapareció lentamente bajo las negras aguas dejando tras de si una larga estela de verde fosforescencia.
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Corazón de Motor -El génesis-
Un viejo se bambolea suavemente en su
pesada silla mecedora de caña. Un gorro de paja le cubre la mitad del rostro, la barba se le enrula más allá del pecho. Del cogote, le cuelga un collar lleno de dientes. Lleva pantalones jardineros arremangados y los pies descalzos. Mastica un largo pasto y saca filo a una rama con su navaja. El sol comienza a ponerse en el horizonte, cuatro niños llegan corriendo y haciendo gran alboroto. - ¡Abuelo, abuelo! ¡Cuéntanos de nuevo la historia del viejo Kayn y su novia! - exclaman. El viejo sonrió y se hamacó suavemente estirando las piernas que crujieron junto a todo su cuerpo, podía sentir que estaba viejo y no le importaba, aún sentía el cuerpo fuerte y vigoroso, y la cabeza mas sensata que nunca . Estaba orgulloso de su edad. Pensó en esos borregos de ciudad, que anhelaban parecerse a sus ídolos de rock, flacuchentos, enfermizos y debiluchos en plena juventud y que sin embargo se aterraban ante la perspectiva de envejecer percibiendo invariablemente la vejez como sinónimo de decadencia. Si, sin duda estaba orgulloso de ser un anciano fornido, con cojones bien puestos, una vida llena de buenas anécdotas y la habilidad para contarlas. - Si eso es- se repitió envanecido, cruzando los brazos detrás de la espalda- Tener muchos hijos, ser capaz de defenderlos de los otros tantos 143
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hijos de puta que andan dando vuelta por ahí, no meterse en más problema de los necesarios y dejarles una buena historia. Que se encarguen los hijos luego, de agrandar la familia y la historia. - Cuéntanos, cuéntanos- gritaban los muchachos excitados. - Acomódense aquí - dijo el viejo haciendo con el dedo un pequeño circulo a su alrededor. Había contado aquella historia tantas veces que podía recordar cada palabra de memoria. No era la única, claro. Tenía un sinnúmero de anécdotas capaces de amenizar una comida alrededor del fogón, una borrachera en el bar o como hacía ahora, un atardecer de calida brisa en el porche de su rancho junto a sus nietos. Generalmente, gustaba de acompañar sus palabras con el sonido dócil de su mandolina, pensaba que daba clima y fuerza a los relatos y que lo hacia atractivo para las mujeres. Así que hizo a un lado el palo, lanzándolo suavemente para que clavara en el verde césped, acunó el instrumento, comenzó a sacarle algunas calidas notas y a relatar sobre ellas con la voz recia que los años de cigarros le habían otorgado. - Kayn despertó cuando los rallos del sol entraron por la ventana y le pegaron en el rostro. Sentía la leve resaca de costumbre y un rancio gusto a tabaco en la boca. Dio una vuelta sobre si mismo, tragó saliva y se desperezó dejando salir un gruñido ronco como el aullido de un oso pardo.
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Tenía dos brazos grandes y bien formados, el torso y las espaldas eran anchas y macizas como árboles longevos, resultado evidente del duro trabajo de montaraz. El largo y grasiento pelo era negro y se le enmarañaba sobre el rostro; de talante recio, nariz grande, quijada concreta, ojos negros y barba de algunos días. Kayn soltó un pedo, se rascó los testículos, se estiro hasta alcanzar una botella de ginebra y le dio un trago largo. A su lado, sobre la almohada se hundía una hermosa cabellera rubia, seguida por un cuello largo y un cuerpo ancho y curvilíneo cubierto debajo de las sábanas. Susan, su novia de hacía ya muchos años, era probablemente la mas hermosa de toda la comarca, la redondez de sus pechos y el tamaño de su trasero despertaban los suspiros de mas de un campesino, y éstos los celos iracundos de Kayn, hombre de poca paciencia y siempre dispuesto a la violencia, que mas de una vez había terminado tras las rejas, por romperle la cabeza a algún desprevenido piropeador. Sobre los pies de ellos dos dormía su pequeña mascota, un extraño espécimen de chihuahua peludo de nombre Jazmín. Kayn se sentó lentamente en la cama, apartó al perro con la mano y luego de bostezar encendió un cigarrillo marca 4370. Recordó a su abuelo materno, fontanero de profesión y domador de caballos. Él solía decir que dos cosas diferencian a un hombre de un maldito maricón: el color de sus cigarrillos y la graduación de su bebida. Kayn 145
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asintió en silencio frunciendo el rostro y dando una profunda calada al cigarro. Se acomodó el pelo sobre la espalda, descubriendo un bello colgante de plata con la estrella de David en él, así como una rotunda cruz esvástica tatuada en su vigoroso hombro derecho. A su lado, su novia se acomodó la almohada sobre la cabeza y aun medio dormida le preguntó la hora. - Aún es temprano primor, sigue durmiendo. Yo debo ir al pueblo a buscar algunas cosas, volveré pronto- Respondió Kayn mientras se ponía de pie. - No olvides el listado que dejé pegado en la nevera- lo sermoneó Susan - He dicho que te duermas- respondió Kayn visiblemente molesto mirando para otro sitio. Se colocó unos jeans agujereados, un cinturón de ancha hebilla con la forma de una cabeza de toro, sus botas negras, una musculosa blanca y sucia, y sobre ella una remera negra. Cogió una camisa a cuadros negros y rojos que se echó sobre el hombro. Salió del cuarto bostezando y se dirigió a la cocina. Una vez allí calentó café, lo bebió de un sorbo y escupió sobre la bacha llena de platos sucios. Al lado de un secadero colmado de ropa colgada había un canasto con ropa sucia, tomo una bombacha de encaje roja y la olio hondamente. Luego abrió la heladera, sacó un pedazo de carne en estado de descomposición y al cerrarla reparó en la nota con el listado de compras que estaba adherida en la 146
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puerta con un imán en forma pelota de fútbol y la arrancó. Tomó unas llaves y una gorra visera de la mesa y salió con paso apurado. Cerró la puerta tras de sí, escupió el suelo y se puso la gorra. La casa era una vieja cabaña de troncos venida a menos, rodeada de altos pastos con una gran calavera de vaca clavada sobre el dintel y un cartel de “cuidado con el perro”. Kayn se dirigió hasta la puerta de alambre tejido de un pequeño cobertizo ubicado a unos cuantos metros de la casa y allí agitó el jugoso cacho de carne. Desde las sombras, gruñendo y balbuceando saltó pesadamente un nene de cuerpo agigantado y rostro regordete con evidentes rasgos de mongoloide, solo vestido con un pañal, y enseguida apiño la cara desesperado contras los maderos que cruzaban el alambre mientras se masturbaba compulsivamente. Kayn sonrió orgulloso y le entregó la carne que el mongoloide devoró famélico. - Buen chico. Buen chico. Cuida bien la casa muchacho y te traeré algo sabroso para la noche prometió y se dirigió hasta su vieja y oxidada camioneta negra f100, del año 82, que había adquirido luego de timar a unos rusos en un asunto que tenía de legal tanto como los Argentinos fama de honestos. Cargó en la caja una motosierra Husqvana modelo 136 que había dejado clavada sobre un tronco y se subió. Una vez dentro corroboró que debajo del asiento se encontraba su vieja y querida escopeta Holland & Holland de dos cañones 147
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paralelos y una hermosa culata Pistolet de lustrosa madera de nogal. Puso en marcha la camioneta y abrió la ventanilla. Luego se colocó los anteojos espejados que conservaba desde que su abuelo paterno había hecho el servicio militar en la marina. Prendió la radio y al ritmo satánico de Olfa Meocorde salió arando con rumbo al pueblo. Colgando del espejo retrovisor, había una cruz de hierro con un cristo gastado en ella y la inscripción 1939 y en el guarda-documentos, una foto de Susan en ropa interior y pose sugestiva. Manejó por un camino de tierra entre paisajes boscosos de montaña, hasta llegar a un cruce de caminos, allí empalmó con la ruta y aceleró bruscamente. Algunos metros mas adelante divisó un cartel despintado que se columpiaba con el viento, con la palabra GASOLINA pintada en él. Kayn se mezó la barba y escupió por la ventanilla. Luego, con un brusco giro de volante, se aparcó en la antigua estación de servicio del pueblo que literalmente, se caía a pedazos. Enfrente de los expendedores se alzaba un pequeño mercado multirubro, un poco más allá una confitería de mala muerte con un explicito cartel sobre el lateral que anunciaba que la misma hacia las veces de restaurante familiar de día y bar prostíbulo durante la noche. Apenas unos metros adentro, se encontraba una capilla de aspecto descuidado casi abandonado. - Lléname el tanque -le dijo al playero apenas hubo bajado y le lanzó las llaves sin mirarlo- Y 148
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también éstas - agregó indicándole tres botellas de ginebra vacías que tenía en la parte trasera de la camioneta. Se acomodó los pantalones y se dirigió al baño mientras liaba y encendía un cigarrillo. Al abrir la puerta se encontró con una cueva sucia y hedionda, olía a orín y a excrementos, medio inundada y alumbrada por un foquito titilante de luz blanca. Tirado contra una pared que pintada con aerosol tenía la leyenda “San Martín, Rosas Perón, Menem Conducción”, un mendigo pedía para comer. - Una moneda para comprar un sánguche por el amor de dios -rogó el linyera mientras Kayn meaba en el mingitorio. Torciéndole el rostro el rudo montañés le respondió: - No blasfemes miserable, dios no ama a los perezosos, si quieres su amor o mi dinero tendrás que dar algo a cambio - y dicho esto sacudió el pito sobre él. Al instante, ante la mirada impávida y asustada del mendigo, dio una calada profunda a su cigarro y colocándose las manos en la cintura le indicó: - Dejaría que me la mames a cambio de unas monedas, pero la lógica indica que si soy yo el que te da de comer, tu debes ser quien pague y no al revés. - Estas son malas épocas para mendigar, ya nadie respeta a los olvidados de dios -se quejó el mendigo. 149
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- Deja ya de invocar el nombre del señor en vano, yo he vivido en la calle también pero al menos robaba lo que necesitaba en vez de suplicarlo. - Robaría, pero no tengo dinero para un arma… si pudieras darme unas monedas…. - Ni lo pienses, conozco a los de tu clase, lo primero que harías seria usarla contra mí. - En estos tiempos, si no estas mutilado ni tienes sida o alguna horrible deformidad la gente no te da ni la hora. - ¡Ya basta de lloriquear, me haces emocionar idiota! te traeré tu maldito sánguche. Kayn se secó una lágrima naciente con la mano, abrió la puerta de una patada y se largó. Cruzó sin prisa la playa de estacionamiento, pasó de largo una maquina expendedora de gaseosas y abrió la puerta del multirubro. Tres grandes paneles de cristal transparentaban el interior y permitían que la luz del sol lo iluminase la mayor parte del día ahorrándose una chorrera de dinero en electricidad. Unas campanitas sonaron sobre el dintel. Kayn se encontró frente a un damero de escaparates repletos de objetos coloridos y se sintió algo mareado. Desde un mostrador largo, el encargado lo saludó con un leve movimiento de cabeza sin apartar su vista de una revista de historietas. Kayn chupó el cigarro, que le supo a trapo de piso sucio y lanzó una bocanada de humo, negra y hedionda, arrojó la colilla al suelo y la apagó con el taco de su bota. Sin dejar pasar un instante 150
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encendió otro y comenzó a recorrer los pasillos de estanterías mientras miraba la lista de compras y la leía en voz alta: - Shampoo, crema de enjuague, tampones, maquinitas de afeitar - enseguida la hizo un bollo y lo tiró al suelo mientras refunfuñaba- ¡Maldita zorra egoísta! A algunos kilómetros de allí, Susan dio una nueva vuelta en la cama y se desperezó. Llevaba una camiseta blanca que le trasparentaba los pezones e insinuaba los generosos pechos detrás de ellos. Se levantó de la cama y mientras de dirigía al baño se saco el hilo de la tanga del trasero, bostezó y comenzó a tararear una canción de los Beatles con voz rasposa y viril. Llegó enfrente del inodoro, se sacudió la larga y rubia cabellera, y debiendo utilizar las dos manos para sostenerla, saco de adentro de su bombacha, una polla monstruosamente grande. Orinó sin dejar de cantar y se lavó luego los dientes. Salió del baño, dando saltitos y tratando de bailar dulcemente sin el más mínimo éxito. Su sueño frustrado siempre había sido el de ser la conductora de un programa de juegos infantiles. Se dirigió a la cocina, cogió un bowl, lo llenó con leche y cereales acartonados y se dirigió al pequeño estar. Allí se dejó caer en un destartalado sofá verde cubierto con una manta de rombos rojos. Detrás de ella saltó Jazmín y se acomodó a sus pies. Susan prendió una TV de aspecto añejo y la imagen llovida mostró enseguida un Culebrón centroamericano. 151
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- Oh Ruperto Ignacio… tengo miedo de estar embarazada - decía la protagonista. - No debes preocuparte -respondía el galánte cuidaré y te amaré pase lo que pase, siempre estaré a tu lado y nunca te faltará nada. - No es eso Ruperto Ignacio… es que quizás…. - Dime lo que debas decirme Amalia Luciana, que no te gane el temor. - Es que el hijo que llevo en mi cuerpo no es tuyo Ruperto… es de tu padre… - ¡Maldita ramera!… ya has tenido un hijo con mi hermano y otro con mi abuelo… no puedo seguir tolerando esto…. - ¡Perdóname Ruperto Ignacio por favor… perdóname! - No puedo perdonarte Amalia Luciana… yo también tengo un secreto que confesarte…. Dicho esto, el galán y personaje principal abría su camisa, arrancando todos los botones y dejaba al descubierto sus inflados y velludos pectorales. Justo en el medio, la piel se le arrugaba hacia ambos lados en cuatro pliegues como una vagina humedecida, y en el centro de la babosa hendidura, una pupila se movía desorbitada. A cada costado, sobre las costillas, cuatro extensos y venosos tentáculos serpentearon ante los aterrorizados ojos de Amalia Luciana. Susan emocionada con los ojos llenos de lágrimas y la mirada fija en la TV, comía compulsivamente de su desayuno cuando de un solo chispazo se apago toda la luz de la casa. 152
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- ¡Puta que lo parió! -exclamó dejando el bowl sobre una pequeña mesa ratona. Se puso de pie y caminó rumbo al pasillo de salida. Sobre el perchero que había al lado de la puerta, abrió una pequeña puerta de metal. Dentro de ésta se hallaban los tapones eléctricos. Levantó uno de ellos y enseguida volvió la luz. - ¡Jodido generador! –gritó, y cuando ya se disponía a volver a echarse en el sillón, reparó en una pequeña mochila que colgaba del perchero. Tenia la forma de esos monigotes de las series animadas, todo negro con un caparazón rojo a pintitas blancas y antenas en la cabeza. - Que carajo es esta…- dijo y sin completar la frase descolgó la mochila y corrió la cremallera sobre lo que seria la espalda del muñeco. Comenzó a revolver el interior y una a una a saco de allí un montón de calzoncillos manchados que por el tamaño pertenecían a niños de no más de una decena de años. - Maldito Kayn…- murmuró - ¡En qué te has estado metiendo, jodido cabrón! Siguió revolviendo y sacó unas fotografías de niños sometidos y estallando en llanto las miró detenidamente. - Me has estado engañando todo este tiempo... hijo de puta…. con niños….en nuestro propio sótano… ¿que puede tener un niño que no tenga yo? -murmuró con la voz entrecortada y sollozante mientras apoyaba la espalda contra la pared y se deslizaba hasta hacerse un bollo en el suelo y esconder el rostro entre las rodillas. 153
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Así estuvo un rato refunfuñando hasta que ya no le quedó nada que sacar fuera. Estornudó, se secó los ojos y los mocos con la manga, y frunció el entrecejo comenzando a hablarle a la pared gesticulando con sus dos grandes brazos. - Me cansé de tus juegos, maldito bruto ¿te crees muy machote por cogerte unos cuantos infantes? …Idiota. Vamos a ver que piensa el señor rudo, cuando vuelva y encuentre a sus amiguitos hechos ceniza. Y dicho esto, enfurecida, Susan abrió la puerta y se dirigió sin detenerse hasta una puerta trampa de madera en el patio trasero. Intentó abrirla a la fuerza pero el enorme y oxidado candado y la gruesa cadena no se dieron por aludidos. Entonces cogió un rastrillo e intentó hacer palanca, pero la herramienta se rompió y ella terminó enterrando su gran trasero en un charco de barro. Enfurecida, rompió nuevamente en llanto y sin perder un segundo, volvió rauda hasta la casa. Se munió con un Rifle Anchutz cal 22 magnun, la cargó, regresó hasta la puertilla, disparó contra el candado y la puerta entera se deshizo ante el impacto. Apenas se disipó la nube de astillas y el rancio olor a pólvora, Susan vió frente a ella los escalones de cemento que se perdían en la oscuridad. De un clavo en la pared colgaba una linterna, la prendió y bajó las escaleras mientras comenzaba a oír los sollozos y gemidos de un montón de niños. Las paredes estaban todas 154
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cubiertas de extraños símbolos y dibujos religiosos. Bajo un marco de cruces y estrellas de cinco puntas, un cristo con cuernos empalaba con su miembro a María que apoyada sobre sus rodillas le practicaba sexo oral a un burro. Susan siguió bajando hasta llegar al sótano y se encontró con la aterradora imagen de un altar lleno de velas. Varias herramientas de tortura y algunos juguetes sexuales colgaban de la pared y en el fondo, dentro de una jaula, un montón de niños y niñas se apiñaban desesperados los unos a otros. - ¡Basuras! -los increpó apenas los vio tomándose el rostro con las manos- ¡Deberían conseguirse su propio marido! ¡Asquerosos pervertidos!- les gritó apuntándoles con el dedo índice. - Ahora verán que les sucede a las putas que quieren robarme a mi hombre. De inmediato, por donde hubo venido, se encaminó hasta la leñera que quedaba a unos cuantos metros de la casa y acopió unos cuantos leños medianos sobre una carretilla naranja. Con cierto esfuerzo la dirigió hasta la entrada del sótano y sobre ésta la descargó. Los maderos caían rodando por la escalera y Susan partía en busca de una nueva carga sin parar de hablar sola y a los gritos. -Voy a prender fuego a todos esos malditos y cuando vuelvas, maldito rufián, te cortaré las bolas con una tenaza…. ¡oh asqueroso perro engreído, será la ultima vez que me engañes!
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Mientras tanto, apenas uno metros mas allá, escondidos entre la espesura, media docena de ojos espiaban corriendo las hojas de las plantas con manos peludas y regordetas. - Es el momento indicado Ralph -dijo uno con voz delicada. - Si, aprovechemos que el grandote no esta en casa y que ella esta distraída -indicó otro de voz aflautada. - Se me hace agua la boca de solo imaginarla desnuda y sometida- respondió el primero. - Basta de cháchara… -indicó una tercera voz de sonido nasal- ¡Procedamos! Apenas unos momentos después, un grito de mujer hacía eco en todas las escarpadas de alrededor. Kayn llegó hasta el mostrador con una cesta de rejas de metal y comenzó a descargarla sobre el mismo. Una muchacha de aspecto espantoso, mirada bizca, grandes anteojos negros con los marcos pegado con cinta scotch, pecas en todo el rostro, pelo grasiento y enrulado, dos enormes paletas que asomaban hacia afuera de la boca, cuerpo menudito y un vestido a cuadros celestes, lo miraba con gesto libidinoso sentada sobre una silla de ruedas construida con un extraño diseño, que mas parecía una bella maquinaria tuneada para el amor que un horrible periférico de ortopedia. La muchacha tomó cada uno de los objetos y comenzó a meterlos en una bolsa de papel, al tiempo que los nombraba. 156
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- Manteca, fritolín, una tira de caramelos fizz, un ibuevanol, depileidi, tampones, un pancho pero solo con condimentos y sin la salchicha, un paquete de mentitas y un pollo de goma con polea en el medio. El tendero, sin sacar su vista de la historieta, marcó los códigos en la registradora y emitió el ticket. - 45 pesos con 30 centavos- dijo. Kayn lo miró durante un rato y lanzándole el humo del cigarro en el rostro le preguntó. - ¿Qué lees ñoñato? - Superman, un capitulo inédito -contestó el tendero aún sin mirarlo. - Escucha ñoño, ¿no sabes acaso que no debes leer esa basura americana? El tendero apartó la vista de su cómics, miró a Kayn a los ojos y haciendo énfasis en cada palabra le dijo: - Dudo que alguien incapaz de leer el cartel de prohibido fumar, deba aconsejarme sobre que literatura es la mejor para mi. - ¿De qué la vas maricón de mierda? ¿Te crees mucha cosa verdad? -retrucó Kayn enseguida. Y el tendero, estallando en ira le espetó: - Te diré una cosa, inútil saco de estiércol, tengo un Winchester aquí mismo y como no des media vuelta y te marches de mi tienda, tendré que hacerte un nuevo agujero en el culo. Kayn se fregó la barba y sin mediar más palabra escupió al tendero en el rostro y en cuanto 157
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éste se hubo llevado las manos a los ojos, lo tomó del pelo y le golpeó la cabeza contra el mostrador, dejándolo con la lengua afuera y el rostro hundido en medio de un charco de lustrosa sangre. Mientras lo sostenía con una mano, con la otra escudriñó dentro de su bolsillo trasero hasta dar con un largo tornillo. Lo colocó sobre la lengua del tendero y de un golpe seco hundió el tornillo sobre el mostrador. Luego, mientras le apagaba el cigarrillo en la lengua extendida, con voz tranquila y pausada comenzó a decirle: - Escucha ñoñita, no quiero que te quedes con una mala imagen de mí. Cierto conocido mío, hace ya algún tiempo, acudió al médico con un horrible forúnculo en el culo y un sufrimiento casi tan insoportable como el hedor que despedía. Los médicos le reventaron el grano, y enseguida comenzó a fluir un inmundo e interminable río de pus y mierda. Un jodido microorganismo le había hecho un hueco desde el intestino, perforándole una nalga y abriéndole al pobre un nuevo y doloroso agujero de culo. Tú, me has hecho acordar a aquello y no tenía ganas de recordarlo en lo más mínimo. Por eso es que te he escarmentado. Aprenderás así a no burlarte de los desafortunados. La vocecilla insoportable de la muchacha interrumpió su palabrerío: - Dime grandulón, aquello que has hecho a mi novio me ha puesto ardiente… ¿Quisieras darme duro con eso que se marca en tus pantalones? - Eres una cerda….una cerda paralítica ¿es que acaso tu madre no te dio educación? 158
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- Oh vamos, me gusta la forma ruda que tienes, hazme sentir mujer… - Si quieres sentirte mujer lo mejor será que vayas a la cocina y comiences por lavar los platos. - ¡Vamos! un calor me sube por aquellas parte del cuerpo que aún puedo sentir, quiero tenerte adentro mío cariño… - ¿Acaso crees que estoy enfermo muñeca? Jamás cometería tamaña aberración…eres solo una niña… - Oh, por favor…. Al menos déjame chupártela. - Te seré sincero primor… no es que no me parezcas bonita, pero cuando te veo a los ojos algo me dice que no eres digna de confianza, tal vez sea ese jodido defecto que tienes. Tu globo ocular gira hacia todos lados. Me miras y no me doy cuenta, y eso me pone muy mal. - ¡Asqueroso idiota! ¿Quien te crees que eres?… - ¡Verás, debería romperte la nariz por maleducada, pero me da la impresión que eso podría excitarte maldita paralítica! … Te diré dos consejos que aprendí de mi padre y que quizás puedan ayudarte. Existen dos tipos de mujeres: la gran mayoría, que fingen sus orgasmos y te echan la culpa de su frigidez y el resto, un tropel putas fiesteras que querrán tirarse al primer tío pijudo que se les cruce. Tú, eres del segundo tipo y si sigues así, lograrás que nadie te tome en serio y terminarás tirada en una zanja picándote kerosene en las venas. 159
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- Oh ya basta de sermones, maricón engreído, ¿cuál es el segundo? - Eh ¿el segundo qué? - ¡El segundo consejo imbécil….! - Oh cierto. El segundo… es la más importante de las cosas que deberás recordar en tu aburrida vida de lisiada: un enano sin manteca no vale dos pavos. Dicho esto con todo tipo de ademanes, Kayn se dio media vuelta, cogió la bolsa de papel y caminó hacía la puerta, no sin antes pescar la historieta de superman y guardarla en su bolsillo trasero. La muchacha alcanzó a gritarle: - ¡Púdrete, mal nacido! -y Kayn sin darse vuelta, levantó su dedo del medio y se marchó. Kayn se dirigió hasta la camioneta con paso tranquilo. Sacó el pancho de la bolsa y dejó el resto en la caja. Luego tomó la motosierra y sin apurarse, se encaminó hacia el baño. Abrió la puerta con el pie y una vez adentro, le lanzó el pancho al mendigo. - Ahí tienes tus alimentos, vago - le dijo. - Oiga… ¡esto no tiene salchicha!- exclamó el linyera indignado dándole vueltas al pan y mirándolo asombrado. - Eres bastante pretencioso para ser un mugriento vagabundo que duerme sobre los orines de tipos como yo- le respondió Kayn apuntándole con la espada de la motosierra. Apenas hubo 160
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terminado de decirlo, la encendió haciendo un ruido de mil demonios. Frunciendo el ceño y la boca, ante el rostro aterrado del pordiosero, le afirmó lentamente la sierra a la altura del hombro y despedazando carne, nervios, piel y hueso, se lo amputó. - Ahora ya no puedes quejarte vago, si sana la hemorragia tendrás mas razones para limosnear. El vagabundo gritó desesperado sosteniéndose el muñón sangrante y procurando refugiarse contra la esquina donde estaba echado. - Supongo que ya no necesitaras esto- dijo Kayn al tiempo que guardaba el brazo amputado. Sabrás comprender, tengo una mascota que alimentar- agregó. Antes de irse, levantó el pan con condimentos del suelo, le sacudió la sangre y se lo comió. Una vez afuera, Kayn se desperezó. - Tanto esfuerzo me ha dado sed, iré a beberme un trago. Todavía es temprano para que abra la iglesia- dijo para si mismo mirando su reloj. El bar era una covacha inmunda. Apestaba a whisky malo, cerveza y cigarro. Algunas prostitutas viejas se paseaban entre las mesas y los lugareños bebían, charlaban sin pausa y jugaban truco o póker, mientras algunas familias desayunaban y sus críos correteaban por ahí. Detrás de la barra, el barman limpiaba algunos vasos y miraba sin demasiado entusiasmo las escasas botellas de bebida que conformaban su reserva de alcohol. En 161
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la pared, que se caía a pedazos, había cinco láminas: una de Moria Casan en pelotas, otra del River campeón del 94, una tercera de Perón levantando sus brazos al lado de uno de San Cayetano, y otro del grupo metalero pesado Almafuerte. En un televisor sujeto en una esquina por una estructura de hierro, pasaban un videoclip de una adolescente con traje de colegiala. Sobre una tarima de madera cubierta por una alfombra roja, un conjunto de folclore ofrecía su espectáculo monótono y aburrido cuya música era tapada por el sonido de la caja boba. Sobre una de las paredes había dos mesas de pool ubicadas del modo mas incomodo posible, dónde los jugadores debían hacer extraños movimientos para poder golpear la bola con algo de decencia. En una mesa cercana a la puerta, dos hombres de aspecto rudo y campechano, bebían ginebra y charlaban aireadamente. - ¿Sabes lo que imagino cada vez que veo una colegiala como aquella de la tele con su pollera a cuadros y sus trencitas? - Tú dímelo. - Imagino que la pongo de rodillas sobre un pupitre y le meto una botella Bourbon barato en el culo. Ella gime un poco, pero le gusta y yo veo como poco a poco se vacía la botella haciendo burbujas. Glup glup glup glup… - A veces me haces pensar que no es una idea tan mala aquella del gobernador y que, a la gente de tu calaña, habría que cortarle las bolas y
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colgarlas con un clavo a la entrada del pueblo para que sirvan de advertencia. - Oh vamos, era una broma…. - A mi no me resulta gracioso. Hay muchos depravados dando vueltas por ahí, uno ya no sabe en quién puede confiar y en la gran ciudad, la locura es mucho peor… - La televisión te está haciendo creer todas esas historias para asustarte y para que votes por los pacifistas. - Veras, te contaré una historia, para que veas lo jodido que está todo…. Mi hermana esta internada hace semanas. Un depravado la interceptó en una discoteca y la invitó a irse con él a su casa. Ella no quiso, pero como el joven era bien parecido, accedió a tomarse unos tragos con él y luego de platicar y reír un rato se besaron. Cambiaron teléfonos, y se fueron cada uno por su lado. Algunos días después, comenzó a dolerle la cabeza y notó que su boca y la mitad de su cara se habían llenado de un inmundo sarpullido y comenzaban a asomarle algunas horribles llagas. Fue al médico, dónde después de revisarla, llamaron a la policía que acudió enseguida. Imaginate el miedo que tenia, allí sola e indefensa con la cara cayéndosele a pedazos. Los polis la interrogaron sin decirle que pasaba y finalmente llegó a contarles lo de aquel sujeto. Parece que encajaba con las descripciones que tenían de un sospechoso de otros casos y enseguida le pidieron que lo llamara y concretara una cita en su casa. Así
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lo hizo y los polis fueron con ella. ¿Sabes que encontraron cuando entraron? - Dímelo. No puedo esperar… - Encontraron… tres fríos cadáveres de mujeres pudriéndose en el estar. El maldito era necrófilo…se tiraba a los muertos. Las seducía, las violaba, las mataba y volvía a violarlas. - Y tu hermana…. - Mi hermana estuvo a punto de ser una de esas desgraciadas. Todavía esta internada y la infección sigue avanzando sobre su rostro, es una bacteria que vive en los cadáveres y que le contagió el trastornado cuando la besó. - ¡Por dios! De ese mismo modo es que la gente de la ciudad se contagia el sida. - Es verdad. Dicen que si te agarra el bicho, te vuelves homosexual… - Mm… eso ya no lo creo… Según he escuchado, sólo puede agarrarte si ya eres homosexual. También le agarra a los que se tiran a sus puercos. - ¡Estas loco! ¡Nadie puede enfermarse por hacerle unos mimos a sus puercos! - Así como lo oyes, puedes volverte un maricotas importante si te encariñas con ellos. - Que no lo creo. - Como decía el viejo D’Amato: “Todos en este pueblo asqueroso se creen mucha cosa y no son mas que unos miserables vagabundos mentirosos enamorados de sus chanchos”. - ¿Y quién diablos es ese D’Amato para hablar tanta basura? 164
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- ¿No conoces a D’Amato? Escribía en el periódico local… - Pues yo no he leído nada que no sea la Biblia y el prospecto de mi pomada para la urticaria. - Pues, era un viejo alcohólico que vivía en un tanque de agua abandonado y que llegó a vender órganos de un amigo moribundo para irse de putas. - ¡Maldito sádico! ¿Se los vendió a algún pobre enfermo desesperado? - A un vendedor ambulante de sánguches que se había quedado sin fiambres. - Qué asco… ¿y de que la va este D’Amato? - Cuando ganó su primera pasta como escritor se mudó del tanque de agua a un tanque militar desechado por el ejército, y maldito sea el día en que aprendió como ponerlo en marcha. El hijo de puta irrumpió en la granja montado a esa maquinaria endemoniada cantando a grito pelado. Arrasó todo lo que se le cruzó por el camino: vacas, chanchos, caballos y hasta a la hija deficiente de Tom y su pequeño perro. - Maldito desquiciado… - Odiaba a Tom porque de pequeño lo había echado a tiros de su huerta por holgazanear durante el trabajo. - No es para menos, ese sucio negro es más mal llevado que el diablo… - Y no termina ahí. Aparentemente, lo que intentaba era disparar sobre la granja y volarla a pedazos. Dio un rodeo, llegó al establo, apuntó el largo cañón y…. desapareció. 165
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- ¿Desapareció? Te lo estas inventando… - Te lo juro, se esfumó como si se lo hubiera tragado el jodido cielo, sin dejar ni siquiera una huella en la tierra. - No me lo creo…. - Lo encontraron a la semana con tanque y todo en el fondo de la laguna. Nunca olvidaré cuando los bomberos lo sacaron… tenia el rostro congelado en una mueca de terror espeluznante. Los ojos se le había salido para afuera y la quijada parecía desgarrada de tanto que la había abierto para gritar. Tuvieron que taparle la cara con una bolsa de consorcio para que los agentes de policía pararan de vomitar. - ¿Pero cómo demonios pudo haber llegado allí? - La pequeña hija de Tom… sobrevivió. Y no son pocos los que creen que ella misma envió al viejo borracho al fondo del estanque y que lo asustó de forma tan aterradora - Nunca me fié de los deficientes y tampoco deberías hacerlo tú. Te miran fijo sin decir nada quien sabe qué poderes ocultan detrás de esa cara de idiota. - Ya sabes lo que dicen de los discapacitados: son señalados de Dios. - El diablo mismo los habita, nada tiene Dios que ver con esas criaturas. - Que no te escuche Tom hablando así de su hija, tal vez decida darte una buena golpiza. - Tom debería dejar de andar por ahí pavoneándose, porque algún día no estaré de 166
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humor para aguantar sus órdenes y aires de patrón, y se la daré por el culo. Además debería saber que no nos gustan los negros por aquí… - Cierra tu estúpida bocota… Si alguien llega a escucharte y Tom se entera de lo que has estado diciendo, te mandará a sus gitanos y te darán una buena paliza, y yo la cobraré por ser el idiota que hablaba contigo… - ¿Sabes? No creo que esos grasientos gitanos sean tan peligrosos, a fin de cuenta son igual de sucios que los judíos, que desde el día en que su dios los puso en esta tierra no han parado de llorar y robar. - No te equivoques, el pueblo gitano es más castigado que el judío y no son unos llorones comemierda, tienen huevos grandes y sabrían como callarte la boca de un tajazo sin pedirle ayuda a nadie. - Te diré una cosa… en eso los alemanes se llevan el gran premio… Sólo una cosa tengo para criticarle a los nazis, no creas que tengo nada contra sus métodos pero por dios… los muy putos se rindieron… eso no es de hombres. - Claro que no. Deberían haber tenido la bomba y cuando los tenían acorralados: ¡Boom! Y volar a todos con ellos. Como esos árabes que siempre se cargan a las nenazas yanquis e israelitas. - Ni que lo digas, si se trata de ver quien tiene la poronga más grande, los árabes no tienen quien los pase.
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- Te vuelves a equivocar, la mas cojonuda raza de todo este planeta es la de…. En ese mismo instante la puerta se abrió de un topetazo y entró Kayn arrastrando los pies e inflando el pecho. Varios lugareños incómodos, voltearon a verle con una ojeada censuradora. Kayn se sentó en una mesa al lado de donde charlaban lo dos hombres, pidió un trago al cantinero y cruzó las botas sobre ésta. Apagó el cigarro y de inmediato lío uno nuevo. Los dos hombres de la mesa contigua se quedaron mirándole asombrados. - Oye tío. Ese si que es un duro, un macho como los de antes- le susurro uno al oído al otro. - Sí, he oído que lo enanos de la montaña se la tienen jurada. - ¿Los gnomos? Sabía de la policía, de los ejércitos de varios países y de un sinnúmero de organizaciones ecologistas y de derechos humanos, pero ¿por qué los gnomos lo andan buscando? - Parece que el tío, cuando era joven, tenía la costumbre de ponerse como manga de tanta pala que se metía en la nariz. - ¡Venga hombre! ¡Conozco a unos cuantos que gustan de empolvarse la nariz y no por eso los gnomos del bosque quieren cargárselos! - Es que este tipo, cuando se ponía mas duro que la estatua de la libertad, le daba por los desenfrenos sexuales y sus victimas preferidas eran los enanos. Enfundado en sus pantalones jardineros y con su sombrero de tirolés, los corría 168
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por el bosque con un cuchillo de untar en la mano y un pan de manteca en el otro y cuando les daba caza, los violaba sin compasión. - ¡Que me lleve el diablo dos veces! Ese tipo si que es un jodido. - Ni que lo digas. - Te apuesto una cerveza a que no te atreves a desafiarle una partida de billar. - ¡Estás loco! He escuchado demasiadas historias hermano, demasiadas historias de tipos que se atrevieron a enfrentarlo y ninguna de ellas termina bien. Los dos hombres continuaron cuchicheando en silencio mientras Kayn bebía y miraba el televisor donde entonces pasaban un noticiero. En un programa de rumores, entrevistaban a un acusado de violación que hacia su descargo. - Vamos a poner las cosas en claro – explicaba- La violación, hoy por hoy, es un circo mediático. ¿Qué es la violación? Nada tan grave como parece. La virginidad prácticamente no existe. La violación más que un delito masculino, es histeria femenina. Yo doy por supuesto que todas las mujeres quieren tener sexo conmigo, de hecho ella no opuso resistencia alguna. Por otro lado, no tenía once años como se anda diciendo por ahí, sino trece. Los trece ya es una edad para debutar... Yo a los trece ya me masturbaba, y se supone que la mujer se desarrolla más rápido que el hombre. Yo creo que la justicia me va a dar la razón, y si no me la da, me iré del país. No estoy preocupado.
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Absolutamente espantada la conductora procuraba disimular su indignación y temblando, se llevaba el micrófono a la boca y le preguntaba: - Usted admite sin tapujos que hubo contacto sexual y en varias ocasiones ha definido ideológicamente el modo violento de sometimiento como “un derecho natural del fuerte sobre el débil”. ¿Cómo piensa lograr que la justicia considere estos dos puntos como argumentos a su favor? El acusado de violación se acariciaba la barbilla y fruncía la frente con gesto pensativo. Luego respondía poniendo voz de sofisticado intelectual. - Recuerdo que en la última entrevista que di hablé del tema. Me cago en la justicia. Yo tengo más poder que la justicia. La justicia es una artimaña de la oligarquía burguesa para proteger a los más débiles y atrofiar la raza. Tamara, así como hoy es menor de edad, mañana va a ser mayor de edad y va a tener relaciones. Y eso no va a ser considerado delito. ¿Por qué esto sí? Es sólo una cuestión de tiempo. Ya está, tiene catorce años, ¿a los catorce años quién no debutó? ¡Vamos muchachos! La violación es un giro idiomático. Kayn apartó la vista del televisor, meneando el cabeza indignado. - Ya nadie respeta a los artistas -dijo para si mismo- El capitalismo destruye todas las libertades. Una de las mujerzuelas ligera de ropas, aspecto anciano y enfermo, pasó cerca de su mesa 170
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rozándole la larga cabellera con los dedos y le susurró: - Adiós guapetón. - A Dios me lo cojo- respondió Kayn gruñendo y agarrándose las pelotas. La mujer río histéricamente, dio un rodeo a la mesa y se sentó frente a Kayn cruzando las piernas. - Siempre el mismo malhumorado eh…- le dijo mirándolo a los ojos inflando los labios rojísimos de rouge pastoso. - Tú siempre apestando a colonia baratacontestó Kayn y escupió el suelo. - ¿Qué ha sido de tu vida? Hacía rato que no venías por el pueblo, ya comenzábamos a pensar que algo grave te había pasado. - Ya sabes… el pueblo me pone nervioso… la gente es muy violenta por aquí… - Es cierto lo que dices. Debes tener cuidado donde pones el pie. Entre los gitanos, los inmigrantes y los drogadictos cada día esta más peligroso, no puedes salir a la calle sin miedo a que te corten la garganta. - El miedo es un buen sentimiento Mayra, nos recuerda que estamos vivos y lo mucho que queremos seguir estándolo. Tal vez deberías conseguirte un arma y aprender a usarla. - Ayer me robaron la tercera arma en dos semanas. Los mismos tíos que las venden son los que las roban y así con todo. En este pueblo todos son como víboras traicioneras.
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- Muy cierto. Oye ahora que lo mencionas…. ¿Qué fue de aquella serpiente bebé que encontraste al costado de la ruta? era un reptil prometedor… - No me hagas acordar Kayn… Era hermosa, una anaconda bebé. Estaba herida, la llevé a casa, la cuidé y la alimenté. Comenzó a crecer grande y fuerte. Pero algo me llamaba la atención… - ¿Engordaba ya con forma de cartera? - No seas bruto Kayn. Lo que me llamaba la atención era que dormía estirada. Durante dos meses durmió estirada a mi lado en un colchón en el suelo. Siempre había oído que los ofidios dormían enrollados en su propio cuerpo, así que finalmente vencida por la curiosidad me acerque hasta el veterinario del pueblo y le expliqué esto mismo que ahora te cuento. ¿Sabes lo que me respondió? Kayn meneó la cabeza y aspiró una profunda bocanada de humo. - Me dijo que la anaconda dormía así porque me estaba midiendo. Estaba esperando a alcanzar mi altura para comerme. - Paciencia de gourmet Mayra, paciencia de gourmet. - Inmediatamente llamé al zoológico para que se la llevaran. - ¡Oh maldición! Yo que justo necesitaba unas botas nuevas. - Eres insoportable Kayn… Adiós. -Adiós muñeca…. Kayn acomodó el culo en la silla, dio un trago a su cerveza y echó un vistazo al televisor. Pasaban el resumen un partido de fútbol. 172
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- ¡Eh, cantinero! páseme el control remoto, esto es una porquería- dijo, y el cantinero se lo lanzó desde la barra. El artilugio se elevó describiendo una parábola en el aire y cayó justo en medio de la mano extendida del montañés. Kayn comenzó a cambiar los canales hasta llegar a uno donde pasaban un espectáculo de ballet clásico, Dejo el control sobre la mesa y se quedó mirando la pantalla destellante con una enorme sonrisa de complacencia en el rostro. - ¡Oye!- exclamó de inmediato uno de los parroquianos- Saca a ese inmundo afeminado de la pantalla… me da ganas de vomitar. Kayn sin moverse de su sitio ni hacer ademán alguno, respondió con tranquilidad: - Tu ignorancia no conoce límites, rata de albañal ¿crees que el tipo es un mamavergas solo porque danza como una nena? - ¿Y tú qué crees imbécil? Si fuera suficientemente hombre estaría jugando al fútbol, peleándose con alguien o cazando osos en algún bosque. - Deberías saber que al tío le gustan las mujeres tanto como a cualquiera, pero sucede que tiene una sensibilidad especial. - ¡Sensibilidad especial tendrá la concha de Dios! ¡Cambia ya esa porquería de canal! ¿O es que acaso tu también eres un traga leche? Al decir esto último, el parroquiano se irguió furioso de su silla, tirando en ello los dos vasos de vino y la botella que había sobre la mesa y 173
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desenfundó su facón que relució en la oscura taberna. Kayn se levantó también. Echó una mirada penetrante y escupió el suelo a los pies de su contrincante. - Eres un sucio nazi pendejo- dijo, y sin esperar a que el otro reaccionara sacó del cinto su viejo revolver Smith&Wesson calibre 38, lo amartilló con la velocidad de un rayo y le disparó un tiro en medio de la frente que le abrió un boquete de lado a lado de la cabeza, dejando un reguero de sangre y sesos desparramado a su alrededor. El parroquiano de desplomó ante la mirada estupefacta de todos y Kayn volvió a sentarse cómodamente en su silla. - Otra cerveza cantinero- ordenó. Descansó el revolver humeante sobre mesa, cruzó las botas y fijó la vista en el televisor. A varios kilómetros de allí, un hombrecillo regordete de no más de un metro de altura, larga barba y un parche en el ojo derecho, avanzaba con dificultad por entre la roca resbaladiza de la ladera de una montaña. Detrás de él otros tres enanos barbados, con sus cabezas ridículamente grandes y sus cuerpos pequeños vestidos tan solo con una especie de taparrabos de piel, custodiaban a Susan que caminaba semidesnuda, sucia y malherida amarrada por una larga soga que le sujetaba las manos.
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Los pequeños la picaban con palos puntiagudos y reían. Susan gritaba desaforadamente y los enanos se burlaban. - Guarda tus gritos para cuando te violemos preciosura -dijo uno- O para cuando te matemos agregó otro- O para cuando te comamos… -¿Sabes preciosura? aún no hemos decidido en qué orden haremos todo eso ¿tú que nos sugieres? -remató el tercero. Y todos los otros estallaron en grotescas carcajadas. - Cuando Kayn sepa de esto, los empalara y dejará que los caranchos se los coman mientras aun viven- dijo Susan. - A callar mujer- respondió el del parche en el ojo con gesto severo. - Ya nos ocuparemos del hijo de puta de tu novio… tu eres solo una inmunda carnada. Para él tenemos preparado algo muy especial. - Si - agregó uno de los tres que iban detrás nos pagará con creces todas las vejaciones a las que nos sometió. - ¡Oh, enanos cobardes! Miren como tiemblan cuando hablan… saben que Kayn vendrá y se los cargará una vez mas. Los colgará cabeza para abajo, con sus pequeños testículos de enano enganchados en la alambrada de púa, traerá al viejo burro del establo y se sentará a beber su cerveza mientras el viejo burro, señoritas, las hace suyas una por una. Uno de los enanos, recordando los antiguos y violentos abusos, comenzó a gemir y susurró lloriqueando: 175
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- ¡No quiero seguir con esto! Hemos ido demasiado lejos... es una terrible profanación, solíamos venerar a esta mujer como diosa de la fertilidad, nada bueno puede salir de este sacrilegio. El capataz que iba delante, frenó en seco y zurró al llorica con el rebenque que llevaba al cinto. - Cállate maldito infeliz…. No quiero nenas lloronas en mi grupo ¿oíste bien? El castigado, asintió temblando. - Espero que así sea- le indicó el capataz apuntándolo con el dedo. Y luego se dirigió a Susan. - Y tú, maldita zorra ¿te crees muy especial verdad? No nos engañas más con tu belleza, sé que no eres más que un asqueroso aborto de la naturaleza… un travesti, un monstruo repugnante por propia elección ¿sabes? Nunca serás una mujer de verdad...pero no te preocupes por ello… quizás podamos encargarnos de que te parezcas un poco mas, removiéndote lo que cuelga de entre tus piernas ¿sabes? Quizá decida ser muy malo si tú te pones malita… Susan se mantuvo en silencio, tratando inútilmente de no mostrar el miedo, que le subía como un nudo ácido desde el estómago a la garganta y la estrangulaba. Podía sentir el hedor rancio del aliento del enano pegársele en el rostro. El sol picaba duro completamente ardiente en el cielo despejado. El calor era agobiante, el sudor comenzaba a empastarle el cuerpo y ella empezaba a dudar realmente si Kayn vendría a rescatarla, si acaso notara su ausencia. Quizás decidiera 176
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quedarse emborrachándose con sus amigos hasta quedar inconciente ¿Qué estaba diciendo? Kayn no tenía amigos. Ella lo sabía muy bien. Todo el mundo odiaba a su novio, era un salvaje violento. A veces eso la excitaba, pero a la mayoría de los vecinos les provocaba una mezcla de miedo y asco, salvando quizás algunas golfas baratas del centro acostumbradas a recibir azotes duros de vez en cuando. Bien, eso no le impediría quedar inconciente en soledad o tal vez a esa altura ya se había metido en problemas y estaba tras las rejas. - Deja ya de pensar Susan- se dijo. Hizo un esfuerzo para no rumiar en aquello sin que sirviera para una jodida mierda. La cabeza le funcionaba sola. Los enanos retomaron la marcha redoblando el paso y sin decir una palabra. Luego de dos largas horas llegaron a la entrada de una gruta, al pie de una filosa pendiente. - Acamparemos aquí y esperaremos -indicó el líder- Ustedes, levanten las tiendas y busquen leños para encender una fogata, y tú amarra a la prisionera a aquel árbol seco - ordenó. Luego hizo sonar su cuello y sus nudillos, se sentó contra una roca y comenzó a cargar su pipa con tabaco. - Cuando todo esté listo, dispondremos las trampas, comeremos y luego nos divertiremos un poco con esta putita barata. Los otros enanos echaron unos gritos de júbilo como chiquillos excitados ante la promesa de
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una salida a la heladería y pusieron manos a la obra. Kayn terminó su quinta cerveza y eructó sonoramente. - Cárgalo a la cuenta del señor “pendejo muerto con un agujero en la frente”. Aún tiene una billetera abultada en los pantalones… -dijo- y quédate el cambio chico -agregó guiñándole el ojo. Se acompasó el pelambre, se colocó nuevamente su desgastado sombrero de visera, se calzó los lentes y acomodando el revolver como si estuviera amasando su propia verga, se largó ante las miradas de desprecio de aquel antro que apestaba a cobardía y resentimiento contenido. Se dirigió mansamente hasta la capilla. Podía ver algunas luces y eso significaba que ya habían abierto. Se sentía un poco mareado y el calor empezaba a ser insoportable. Sabía que al volver a casa le aguardaba una jornada dura de trabajo y podía intuir también, pese a los vapores alcohólicos momentáneos y la crónica estupidez, que se había metido en algunos problemas complicados. Según le había enseñado su padre, una vez que uno había metido la pata profundamente en el pozo de mierda, había solo una manera de salir airoso: zambullirse por completo. Había seguido siempre esa filosofía y hasta entonces había logrado eludir los problemas que su andar improvisado e irritable temperamento, le habían acarreado. Había cumplido un par de condenas en prisión, claro, allí había conocido a Susan y le había prometido que 178
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una vez fuera, irían a vivir a la montaña. Durante mucho tiempo había sido una cuenta pendiente. El había nacido y vivido en un pequeño pueblo rural de montaña y luego de la crisis del treinta, su familia se había visto obligada a emigrar a la ciudad. Allí habían echado todo a perder. Aun recordaba que su madre nunca le había perdonado a su padre el tener que abandonar el viejo poblado y lo culpaba constantemente de la ruina de su hijo que deambulada de aquí para allá aprendiendo la vida del malandraje. Él, de alguna forma, sentía que estaba cumpliendo el sueño de ambos y reivindicándose. Sin embargo, más de una noche se había despertado sudando copiosamente con la necesidad de descubrirse y sintiendo aquel extraño vértigo que solo había logrado explicar como un deseo profundo e irrefrenable de volver a estar encerrado tras aquellos barrotes ganándose la vida a los cuchillazos. Habían deambulado con Susan de pueblo en pueblo sin que lograra adaptarse hasta que luego de mucho andar, y unos cuantos problemas con la ley, había llegado a este pueblo de mala muerte. A partir de allí, todo había cambiado para mejor. El principio había sido duro. La vida de campo no es para cualquiera, pero él era un hombre rudo y orgulloso que había logrado salir adelante. Con el tiempo se hizo popular y logró que el alcalde lo contratara como su custodio personal. A cambio de esto, además de una buena pasta, se
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había ganado cierta inmunidad diplomática de entre casa. Aquello ya era historia pasada, pero todavía podía sentir que le temían y le respetaban. Cada tanto bajaba al pueblo y hacia de las suyas. A veces prefería no volver por un tiempo y esperar que se calmaran las aguas, era un sitio naturalmente violento y la gente tendía a olvidar rápidamente o a hacerse la desentendida. Pero sentía que esta vez había ido un poco lejos. Aquel sujeto en el bar era un hombre conocido, con algunos contactos poderosos. Debería largarse de allí pronto. Golpeó con fuerza la puerta de la iglesia. Esperó un momento y oyó unos pasos que se acercaban y el graznido del pestillo al correrse. Se asomó un sujeto pelado cubierto por una sotana y lo miró de arriba abajo. - El casino es por la otra puerta -le dijo rápidamente y atinó a cerrar. Kayn interpuso su enorme brazo y lo miró a los ojos sin decir nada. El cura le sonrío amablemente. - El prostíbulo también… por favor, por la otra puerta -le dijo. - No busco apuestas ni prostituyentes, vengo solo por negocios… El cura lo escudriñó desconfiado. - Dios sólo atiende en horario comercial -le respondió tratando de hacerse el gracioso.
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Kayn tardó menos de lo que tarda un eyaculador precoz en perder a su nueva chica, en encañonar al cura debajo de la garganta. - Oye idiota, no quiero tener que repetírtelo ¡Abre esa maldita puerta! - Soo soo tranquilo, veo que conoces la contraseña, baja ya ese arma muchacho. No es necesario que te sulfures…- lo tranquilizó el cura dejándolo pasar. Kayn avanzó rápidamente. El ala central estaba iluminada sólo por algunas velas y los vitrales semi-tapiados hacían que todo aquello pareciera la entrada del mismo infierno. Detrás del altar debajo de una gran cruz, el capellán lo esperaba en silencio mientras leía un libro de Stephen King. Hasta allí se arrimó Kayn y lo saludó. El capellán levanto la vista, se quito los lentes y se restregó los ojos. - ¡Kayn! -exclamó- Qué gusto verte por aquí… Mostrándole la tapa del libro que tenía entre manos le pregunto - ¿has leído a este sujeto? Kayn meneó la cabeza. - ¡Deberías! ¡El maldito si que sabe como entrarte un buen susto! - No me gusta leer, pienso que es algo de maricas. El capellán se sonrió y con tono paternal le dijo: - ¿Kayn, nunca cambiarás verdad? Piensas que la vida es solo ir por ahí armando broncas. - Para eso me pagan….- contestó secamente.
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- Eso está bien, pero no estaría mal que intentaras disfrutar tu trabajo. Hablando de trabajo ¿has logrado convencer a aquellos tipejos que se creían demasiado importantes para contribuir con la casa del buen dios? - Esos capullos no fueron problema, se mearían solo de ver un par de buenas tetas. Han prometido que no volverán a olvidar sus deberes espirituales. Puede que el pequeño hijo de Jimi no vuelva a caminar… no quise hacerle daño pero se entrometió. - Descuida hijo -lo calmó el capellán, persignándose y besándolo en la frente- Son gajes del oficio… el santo padre sabrá comprender y el alcalde estará contento. Sabes que no le gusta que los contribuyentes se limiten a sus obligaciones cívicas, el desea un pueblo pujante con espíritu de auto superación. - Bueno amigo, basta de rollo. Quiero mi paga. Quisiera volver al monte cuanto antes, este pueblo inmundo me da mareos. - Veras, estamos un poco jugados con el dinero ¿sí? -dijo el obeso sacerdote poniendo cara de pobre inocente- Pero si no tienes problema puedo ofrecerte algo a cambio de este trabajillo ¿si? Tenemos unos monaguillos muy monos, sin un solo pelo y bastante serviciales, si prefieres puedo ofrecerte algo de cocaína boliviana y si eso no fuera de tu interés, tengo algunas armas que seguro serán de tu agrado ¿si? - Necesito el dinero.
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- No te pongas latoso ¿si? Te he dicho que no lo tenemos. Kayn masticó su bronca. Odiaba que lo contradijeran y mucho mas que lo mandonearan como a un maldito crío, pero también sabia que no podía joder en aquel sitio. La iglesia era propiedad del alcalde y dueño del pueblo. Debía tomar lo suyo y largarse sin hacer demasiada historia. - Me quedaré con las armas ¿qué tienes? -dijo resignándose. El capellán hizo un gesto con la mano y el cura que había abierto la puerta se acercó arrastrando una caja de madera que abrió delante de ellos con una barreta de metal. Con total naturalidad, sacó de entre la goma espuma apelmazada un mítico fusil de asalto AK 47 Kalashnikov. A Kayn se le iluminaron los ojos como a un crío con juguete nuevo en navidad. - Estos rusos si que sabían como enamorar a un hombre -murmulló deslumbrado, casi emocionado, tomando el fusil entre sus manos y acariciándolo. - Es suyo…- dijo satisfecho el capellánPuedes llevar esto también -agregó mostrándole una pistola plateada calibre 45. Kayn la recibió feliz, siempre se sentía feliz de empuñar un arma nueva, sentir su peso y el poder instantáneo que le confería. Sin embargo sabía que estaba siendo timado. Y la sangre le hervía por dentro. Aquel sabelotodo con sotana, lame botas del Alcalde, había ofrecido un precio realmente bueno 183
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por el ejemplar escarmiento de unos recién llegados, que no aportaban el “diezmo” sugerido y algunos otros trabajillos de similar bajeza. Tentado por el monto, Kayn había decidido abandonar su rancho en la montaña y la paz de su granja, para volver a las viejas andadas. Ahora, si bien su sonrisa brillaba incontenible ante la visión de aquellas hermosas armas, en su fuero mas intimo sentía una indignación creciente. - No hagas algo de lo que después te vayas a arrepentir -se dijo varias veces, pero el impulso violento le contraía los músculos, le aceleraba el corazón y le secaba la garganta. No era ni jamás había sido una persona medida. Sus acciones eran básicas e impulsivas como las de un animal salvaje, podía darse cuenta de ello, sentirlas venir, invadirle la maquinaria y manipularlo a su antojo, como si un espíritu o demonio llegara de repente para poseerlo. Sus emociones se limitaban al deseo y al odio, al hambre y a un irrefrenable impulso de poder, que ante la imposibilidad de contener a ese invasor invisible que irrumpía susurrándole ordenes humillantes y confundiéndolo, se manifestaba sobre el prójimo. - No hagas algo de lo que te vayas a arrepentir, viejo zorro- se volvió a decir. Mientras ya sin sentirse dueño de sus acciones jalaba la corredera de la semiautomática. - Está descargada…- le advirtió el capellán atemorizándose ante el cambio grotesco que experimentaba el rostro de Kayn.
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- Si, me he dado cuenta. Voy a necesitar munición para esta y para la rusita -respondió serenándose de golpe y tendiéndole la mano. - Como siempre, fue un placer hacer negocios con usted, dijo el capellán aceptándole el saludo notoriamente mas relajado ¿ha venido con su camioneta? - Si, la tengo aparcada enfrente, en la gasolinera. Luego echó una mirada fulminante al cura, haciéndole un gesto que Kayn llegó a percibir de reojo y le ordenó llevar las cosas hasta el vehículo. Mientras, con la piel erizada cual pollo recién sacrificado, pensaba lo cerca que se había sentido de que el sicario lo llenara de plomo sin que Kraus, el cura encargado de cubrirle las espaldas, hubiera atinado a defenderlo. Kayn y Kraus abandonaron la iglesia dejando atrás el eco de sus pasos bajo la bóveda pintada con una imitación barata de la capilla Sixtina, y al capellán que, sin perder tiempo, parado al lado del púlpito recibía a un sacristán sediento de carne bajo su sotana. - Has logrado controlarte -pensó rebosante de orgullo- La violencia es un recurso que se aprovecha mucho mejor con la mente fría, tanto como la venganza se disfruta. Y Kayn acababa de aprender la lección. Llegaron hasta la camioneta y allí descargaron la caja con el fusil y las municiones. Se saludaron con cordialidad, pero en vez de irse cada uno por su lado, se quedaron inmóviles mirándose 185
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a los ojos. Ambos podían adivinarse las intenciones y ninguno daría al otro la oportunidad a que lo agujerearan por la espalda. El sol en su cenit ardía feroz, habían pasado algunos minutos y el sudor les cubría los rostros. El cura podía verse reflejado en los voluminosos y cuadrados lentes de Kayn, y esto lo ponía nervioso. Kayn lo sabía, podía ver a través de los vidrios los ojos azulados de Kraus moviéndose de su reflejo al cinto de la sotana donde seguramente guardaba un arma y luego de vuelta a aquel reflejo que solo podían devolverle su propia y frenética cara de pavor. - El juego del gato y el ratón -pensó Kayn- no somos dos cazadores disputando una presa. Yo no tengo miedo a morir, el sí, y ese miedo es ahora su peor enemigo, no sabe ni siquiera que mi revolver ya no tiene balas, ni que estaría dispuesto a perdonarlo solo por el gusto de verle humillarse. Pero esta aterrado, no se da cuenta de que su destino depende de sus acciones. Espera dando por hecho mi grandeza y en ese mismo instante se trasforma en la escoria que creía ser de antemano. Corre ratoncito, corre y salva tu vida. No lo hará, no se moverá hasta que yo lo haga y entonces será demasiado tarde. Inmovilizado y bañado en transpiración el cura había comenzado a temblar. Entonces Kayn se corrió los lentes lentamente y clavó sus pupilas inyectadas en las de él. Dejó que se empapara de terror unos segundos y súbitamente dio un paso hacia delante al grito de - ¡Bu!186
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El cura se quedó petrificado. Atinó a rozar la empuñadura de una nueve milímetros pero antes de que llegara siquiera a cerrar los dedos sobre ella, el corazón que le venia latiendo vertiginosamente se le detuvo en seco. Sintió un fuerte dolor, como si un calambre le hubiera carcomido todo el cuerpo y completamente pálido se desplomo sujetándose el pecho y mordiéndose los labios rabiosamente. Antes de que la vida le abandonara el cuerpo, Kraus alcanzó a echar una última mirada avergonzada, de esas a las que ineludiblemente están condenados, muy a su pesar, aquellos hombres débiles que miran el mundo con los ojos desalentados de un pobre diablo. Kayn miró el cadáver tendido en la greba y meneó la cabeza. Entonces recordó su plan y supo en ese instante, que estaba emprendiendo un camino sin retorno. Se sentía levemente disgustado pero estaba en paz, como si por fin las pasiones que solían controlarlo se hubieran apagado. En una especie de visión premonitoria, creyó saber todo lo que sucedería estando al tanto que él mismo lo estaba generando. Ciertas palabras largamente olvidadas que pronunciaría su padre, volvieron a sonar fuertes y claras en su cabeza: - La suerte hijo mío, existe claro, no sólo existe sino que es contagiosa e incluso se multiplica. La suerte llama a la suerte, pero solo uno es dueño de su destino, como si fuera una yegua salvaje o por que no, una mujer queriendo ser domada.
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-La mala suerte también es acumulativapensó imaginando un largo espiral descendente. Tomó una de las botellas de ginebra llena de nafta y le dio un trago largo. En ese mismo instante, el dependiente de la gasolinera salió de su oficina fumando un rubio y se acercó acomodándose la visera azul y diciéndole casi gritando: - Eh amigo…a usted lo andaba buscando. No desaparezca de tal modo ¿está usted loco? Con todo el tema del terrorismo no pueden quedar autos estacionados en las estaciones de servicio… tuve que llamar a la grúa…. Kayn rezongó malhumorado, haciendo un sonido similar al de un chancho en celo y le escupió el buche de nafta sobre el rostro. Sorprendido, el dependiente apenas atinó a llevarse las manos a la cara. Cuando la primera gota rozó el cigarrillo, la mezcla hizo combustión instantáneamente sobre la cabeza. Los pelos y el rostro se le prendieron fuego. - Largo de aquí blandengue - dijo Kayn masticando las palabras y torciendo el labio. El joven aulló de espanto al ver la masa flameante en la que se había convertido. Trató en vano de sacudírsela y viendo que esto resultaba imposible, corrió desesperado y se sumergió de un salto en el abrevadero para caballos. Algunos equinos que hasta entonces bebían tranquilos se espantaron al verlo chapotear como un enajenado, corcovearon nerviosos y arrancaron sus ataduras para darse a una huida alborotada levantando una nube de tierra a su paso. 188
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Enseguida, la puerta del bar se abrió de par en par y salieron de allí cuatro hombres innegablemente disgustados, sin duda los dueños de los caballos. Uno de ellos, ultimó de un tiro al dependiente agonizante. - Has ido demasiado lejos Kayn- gritó el más alto apuntándolo con el dedo. La respuesta fue tan simple y concisa como un disparo de la pistola recientemente adquirida y cargada en medio de la entrepierna, que estalló en un festival de sangre y pequeños trozos de carne quemada. Los tres sujetos restantes desenfundaron de inmediato y comenzaron a disparar contra Kayn, profiriendo toda clase de maldiciones. Las balas comenzaron a impactar contra la camioneta. Agujereándola por todos lados y detrás de la gruesa carrocería se agachó Kayn para protegerse de la balacera. Cuando los sujetos cesaron los disparos para recargar sus armas, Kayn aprovechó para erguirse y sacar rápidamente la caja con el fusil de asalto y las botellas de nafta. Se desplazó hasta la cabina y de allí logró sacar el Winchester antes que las balas recomenzaran a llover sobre la camioneta. Refugiado en cuclillas detrás de la llanta trasera, Kayn cargó su escopeta y en cuanto tuvo oportunidad, se asomó y efectúo un disparo certero que abrió por el medio del pecho a uno de uno de sus adversarios. A esta altura, el escándalo había atraído a algunos otros pistoleros que comenzaban a tomar posiciones alrededor de la taberna. Kayn, viéndose en franca desventaja numérica, se aprestó a amunicionar el 189
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semiautomático ruso. Luego, rasgó las mangas de su propia camisa, las empapó con nafta y las introdujo dentro de las botellas. Apenas unos metros mas allá, ocho hombres apuntaban armas de todo tipo listos para hacer desaparecer a tiros cualquier cosas que se les interpusiera, y cualquier cosa quería decir en realidad una sola, el viejo y mal llevado Kayn. Durante demasiado tiempo habían soportado sus atropellos y ahora por fin habían decidido darle un justo escarmiento. Pero apenas un instante antes de que los dedos se tensaran unísonos sobre los gatillos, las ráfagas comenzaron a cruzar nuevamente el aire. Kayn encendió la tela con su encendedor y arrojó la molotov al medio de la muchedumbre. La botella estalló a los pies de los pistoleros y en un santiamén todo fue un infierno. El fuego de esparció aferrándose a todo el piso de madera y prendió en los ropajes de los tipejos que soltaron sus armas entre medio de un griterío despavorido y que comenzaron revolcarse sobre la tierra procurando apagar las llamas que les picaban la carne. En ese momento, Kayn se enderezó portando entre sus brazos la noble arma soviética y comenzó su carnicería disparando sin detenerse de un extremo a otro del cobertizo, hasta que el cargador quedó completamente vacío. Tres veces repitió la operación, efectuando en total noventa disparos. Noventa balas de 7,62 x 39 mm. Noventa humeantes agujeros. Cincuenta de ellos sobre la 190
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blanda y frágil carne humana. El Automat Kalashnikova, el fusil de asaltos que más vidas se ha cobrado alrededor del globo, había cumplido disciplinadamente una vez más con su insigne deber. Cuando Kayn se secó el sudor del rostro e insertó un cuarto cargador, la taberna ardía por completo en un espectáculo frente al cual, el infierno de dante asemejaba una inocente historia para niños retardados. El hedor de los cuerpos quemados se hizo uno junto al olor dulzón del alcohol en la sangre. El sonido trepidante de las llamas y los maderos al quebrarse, apagaron los chillidos desesperados de los moribundos y el humo negro se elevó en una enroscada columna cubriendo el cielo como si el final del mundo estuviera en puerta. Unos cuantos metros detrás, la iglesia reblandecía como último bastión frente al Apocalipsis, pero no lo haría por mucho tiempo. Kayn tomó la botella restante, dio algunos pasos hasta conseguir un buen ángulo y la lanzó con todas sus fuerzas contra uno de los vitrales. Pocos segundos más tarde la iglesia participaba de los ardientes espectáculos. - Hubiera preferido no tener que quemar la taberna, tenia un whisky bastante aceptablesusurró Kayn mientras pateaba el polvo rumbo a la camioneta con las manos en los bolsillos- Ahora si que me he metido en un verdadero problema, pero basta de lamentaciones, ellos armaron la bronca… Calavera no chilla.
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Al llegar al pie de su vieja y querida F100, notó lo obvio. La camioneta era lo más parecido que había visto en su vida a un colador gigante y a no ser que tuviera pensado propinarse un banquete de pasta sobre desarrollada con salsa boloñesa, no le valdría de una soberana mierda. - La recalcada concha de la lora- exclamó y tras pensarlo unos segundos, trotó rumbo al edificio sagrado en llamas y lo rodeó. Allí se entretuvo unos segundos. Apareció montado en una salvaje Moto BMW R1200 CRUSER de 2 cilindros, negra y plateada con un sidecar acoplado. Precedido por el rugido satánico del motor 1170CM3 de envergadura y 256 Kgm de peso, surgieron fantasmales rajando la tierra y echando su aliento por el largo y plateado caño de escape. Kayn aceleró la maquinaria y frenó al lado de la camioneta haciendo colear la moto y dejando un surco en el polvo. Cargó el fusil y la escopeta en el sidecar y aceleró hasta conectar la carretera, emitiendo un gruñido maldito y levantando a ambos lados una sombra de tierra que se mezcló con el rojizo humo de la hoguera. A sus espaldas, el fuego alcanzaba la gasolinera y una gigantesca y ensordecedora explosión anudaba los tres focos incandescentes en un solo e inmenso Leviatán ígneo que parecía querer unirse en el cielo al luminoso padre del fuego. 120 Km. por hora de velocidad le entraron en el cuerpo como un soplo bendito. El motor ronroneaba y el aire se abría a su paso. Kayn se sintió uno con la máquina e imaginó que la ruta se 192
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plegaba y subía al cielo montado en dos gruesas y vertiginosas ruedas. Entonces, apreciando que los músculos aflojaban, que el enojo cedía y que la vista ya no parecía la de un depredador debajo del agua, se dio cuenta que tenía un profundo ardor en el abdomen y la camisa empapada. De un tirón la arrancó y lo que tanto temía se hizo visible a sus ojos. Un manchón de sangre le cubría la remera desde la ingle hasta el pecho. - Me la pusieron- pensó justo antes de oír las primeras sirenas a sus espaldas. Miró por sobre su hombro y vio algunos destellos rojos y azules a lo lejos. Aceleró y sintiendo la adrenalina que volvía a ganarle el cuerpo, empalmó el empinado trayecto de montaña que atravesaba el bosque rumbo a su rancho. Al llegar supo que algo no andaba bien. La puerta estaba abierta y en el suelo embarrado frente al pórtico, yacía Jazmín hecha un peludo bollo rojo y blanco. Kayn bajó de la moto, pistola en mano, y se llegó hasta el cuerpo del perro. Lo tomó con sus manos y gimió de tristeza al comprobar que estaba muerto. Lo dejó cuidadosamente y se apresuró hasta la puerta donde gritó el nombre de su novia sin que acudiera ninguna respuesta. Alterado, se sentó en el los escalones de la entrada y se revolvió el pelo. Allí volvió a sentir una puntada que le atravesaba el abdomen y recordó la herida. Se sacó la remera y la tiró al un lado.
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La lesión no se veía nada bien. Un punto negro y supurante indicaba donde había entrado el proyectil y estaba rodeado de una zona rojiza claramente infectada. Sin embargo, no resultaba una herida mortal, la bala había mordido la carne en el costado y había seguido su curso sin perforar ningún órgano vital. Kayn se puso de pie y se dirigió hasta el canil, abrió la puerta y chifló poniéndose los dedos en los labios. Enseguida el mogólico se acercó corriendo en cuatro patas con un hilo de baba chorreándole de la boca y se postró a sus pies. - ¿Qué coños ha pasado acá muchacho?- dijo Kayn y le ofreció el brazo sangrante del mendigo que había enrollado en la revista de historietas. El mogólico lo devoró con avidez y hundiendo el hocico en la tierra se desplazó torpemente hasta el leñero siguiendo un rastro. Kayn lo siguió y allí descubrió las pequeñas pisadas marcadas profundamente en la tierra y algunas señales de pelea. - ¿Así que estas deformidades mal nacidas han decidió pasearse por el rancho de Kayn y llevarse a su mujer? -preguntó Kayn para sí mismo. El mogólico se irguió en dos patas sosteniéndose en cuclillas y con un pegajoso gimoteo asintió moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo. - Buen trabajo chico, si quieren jugar rudo, eligieron el peor día para animarse -dijo Kayn subiendo raudamente a la BMW, dispuesto a seguir aquellos peludos enanos hasta el confín mismo del 194
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mundo, si así fuera necesario. El idiota se acomodó de un brinco en el Sidecar. Arrancaron arando y sin perder tiempo se internaron en lo profundo del bosque. A lo lejos en la pendiente oyeron las sirenas acercándose. Los enanos estaban preparados hacía rato cuando lo vieron llegar. A decir verdad, habían oído el sonido de la moto mucho antes de siquiera distinguirla en el horizonte. Habían preparado infinidad de trampas en el camino, pero Kayn conocía el bosque como la palma de su propia mano curtida por el trabajo y las había eludido con suma facilidad. Los enanos son gente malvada por naturaleza. Eran concientes de que aquello podía suceder, pues su mente ladina estaba acostumbrada a prevenir y pergeñar malevolencias, y no habían reducido a aquellas simples trampas sus intentos por vencer al montañés. Kayn surgió volando sobre una lomada como una sombra espeluznante cuando el sol comenzaba su lento descenso a las entrañas de la tierra. Con las largas crenchas negras al viento y su cuerpo unido a la máquina como una estampa fuliginosa recortada sobre el horizonte bañado de rojo, proyectándose cuesta abajo por las laderas y lamiendo los bosques, las escarpadas, los valles, las laderas y generando a su paso una senda fueguina que se le reflejaba en los anteojos, aterró a los enanos que hubieran huido cobardemente de no ser por las fieras arengas de su líder. Tocó tierra la rueda trasera primero y luego la de adelante, 195
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hundiéndose mansamente y volviendo a levantarse lanzando un bramido de guerra. Susan, desnuda, con el cuerpo cruzado por largas heridas lacerantes, se hallaba desvanecida atada con cadenas en medio de un claro semidesierto. Una gran cantidad de punzantes anzuelos le atravesaban las carnes de los pechos, las nalgas y el enorme miembro mutilado sosteniéndola suspendida en el aire. Levantó el cuello con descomunal esfuerzo y con los ojos vidriosos miró a Kayn directo a las pupilas. Con la voz entrecortada alcanzó a advertirle que todo era una trampa. Pero fue demasiado tarde. Instados por el grito del enano que llevaba el ojo emparchado, el resto de los pequeños deformes tiraron con fuerza de los extremos de una cadena inteligentemente camuflada debajo del polvo, y la misma se elevó apenas unos centímetros del suelo, lo suficiente como para engancharse en la rueda del vehiculo que avanzaba desbocado. Kayn oyó ambos gritos casi instantáneamente y sintió un tirón brusco que lo catapultó por los aires varios metros para adelante. Se precipitó de espaldas sobre la dura tierra y rodó algunas veces. Permaneció sin poder moverse algunos segundos y luego, mareado y maltrecho, logró ponerse de pie. Aún no lograba componerse cuando oyó el desgarrador grito de uno de los barbados, que empuñando una tosca lanza de madera, avanzaba corriendo con la ineptitud natural de su raza.
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Moviéndose con dificultad, procuró dar un paso al costado y logró eludir el primer embate. Pero enseguida, el pequeño engendro giró su cabeza desproporcionada y embistió nuevamente, asestándole la pica en medio de la espalda. Sintió el sonido de la madera al quebrarse e instintivamente lanzó un manotazo de revés, que impactó sobre el rostro del enano reduciéndolo prácticamente a una masa indistinguible de carne y sangre y lanzó su menudito cuerpo deforme varios metros hacia atrás, donde cayó inerte sobre la polvareda. Los dos hermanos del enano profirieron chillidos de espanto y declarando amenazantes juramentos corrieron asiendo sus astas. Kayn aún no lograba reponerse del golpe y respiraba con dificultad. Observó a los enanos correr desencajados uno por cada flanco y los aguardó procurando concentrarse. La primera de las picas se le ensartó profundamente en la pierna y la segunda apenas le rozó el abdomen arrancándole un jirón de carne. Kayn cayó al suelo de rodillas, quedando su cabeza apenas un poco por sobre la altura de los grotescos hombrecillos que habían quedado desarmados. Apenas unos metros mas atrás, el líder empuñaba una jabalina de aspecto poderoso y se aprestaba a lanzar para ultimar al viejo montañés. Kayn esperó en silencio y con paciencia, y cuando oyó el silbar del arma acercarse directo hacia su nuca, se echó al suelo y rodó hacia un costado. La jabalina fue a hundirse en medio del ojo de uno de los enanos desarmados, 197
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traspasándolo por completo y clavándose en el suelo, quedando el menudo cuerpo flameando como una bandera enganchada a un mástil. Sin perder tiempo Kayn arrancó la madera de su propia pierna y esgrimiéndola como un garrote, golpeó al enano más cercano en medio en las piernas partiéndole las rodillas con un estrépito horripilante. Con apuro se volvió, quedando frente a frente con el líder separado por apenas unos metros de distancia. Kayn Levantó el dedo el dedo índice y lo apuntó. - ¿Qué cosa en tu tonta cabeza de gnomo te hizo creer, inmundo monstruo, que podrías vencerme? -le dijo resoplando. El enano guardó silencio y lo recorrió con mirada retadora mientras secretamente preparaba su golpe maestro. - Te crees gran cosa Kayn -dijo finalmente¿Piensas que puedes humillar y masacrar a mis hermanos y salir impune? ¿Piensas que nadie te puede vencer verdad? Eres sin embargo un pobre diablo. Crees que no tenemos dignidad pero yo te demostrare… Kayn lo interrumpió bruscamente. - ¡Por el amor de dios, enano! ¿Es que nunca te viste al espejo? ¿De qué dignidad me estas hablando? ¿La de poder chupármela sin necesidad de agacharte? - Búrlate, búrlate, mientras aun puedas abrir la boca idiota - contestó el enano con una sonrisa fingida de superación. Y ejecutando un movimiento 198
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rapidísimo, cortó una soga atada a aun árbol al lado de él. Entre la espesura brotó un gigantesco tronco suspendido por otra sogas a dos árboles que le hacían de cuña y se desplazó por el aire hasta impactar de lleno en medio de la estupefacta cara de Kayn. Volaron algunos dientes junto a un montón de saliva y sangre. Y Kayn se derrumbó una vez más al suelo, esta vuelta al lado de la moto estrellada donde quedo retorciéndose de dolor. El enano rió a carcajadas jactándose de su triunfo, y preparándose para darle una muerte lenta y dolorosa, avanzó con paso resuelto. Pero entonces el mogólico, que hasta entonces había permanecido hecho una bola temblorosa oculto en del sidecar que había colisionado junto con la moto, se irguió inflando el pecho y corrió apenas unos pasos gimiendo enajenado y ensalivando todo a su alrededor, y se lanzó como una fiera salvaje a defender a su amo. Atacó al enano enfurecido y le deshizo la entrepierna a dentelladas. Cuando ya su boca alcanzaba al intestino y el pequeño engendro aun gritaba desesperado un disparo experto en medio del la cadera lo fulminó. Sobre la colina se parapetaban varios patrulleros con sus sirenas ululantes. Detrás de ellos, varios policías esperaban rodilla al suelo, armados con escopetas, una de las cuales -la culpable del disparo- humeaba una delgada línea gris. El comisario dio un paso adelante y haciendo uso de un megáfono gritó:
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- ¡Kayn, estás detenido por tus múltiples crímenes y aberraciones! Se te acusa de varios asesinatos, pedofilia, necrofilia, zoofilia homosexualidad, judaísmo, antisemitismo y un centenar de causas…. Tu prontuario es imperdonable… entrégate o nos veremos obligados a disparar. Kayn intentó arrastrarse unos centímetros para refugiarse detrás del sidecar y un disparo le perforó la pierna. Un segundo le impactó en el hombro justo antes de quedar protegido. Allí estaba el arma soviética esperándolo, salvadora. Adolorido y sintiéndose desfallecer, Kayn espió por entre las rendijas y contó los objetivos. Sabía que casi no tenía oportunidad, pero sabía también que no se iría al mundo del buen Dios, sin llevarse a unos cuantos uniformados consigo. No había chance de eliminar individualmente a todos aquellos policías. Debía pensar pronto en una forma de cargárselos a todos juntos. Entonces distinguió a lo lejos lo que supuso un guiño del señor. Se besó la estrella de David en sincero agradecimiento mientras susurraba “Heil Hitler” Gatilló una ráfaga de bala directo a una colmena que colgaba en un árbol apenas unos metros sobre los patrulleros haciéndola estallar y enfurecer a sus habitantes, que emergieron raudos para castigar con dureza a todo aquello que se cruzara en su camino. Pensó que aquellos pequeños insectos comunistas le salvarían, esta vez, la vida y que si bien siempre había admirado 200
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las bondades del comunismo y admirado a Stalin y a algunos guerrilleros sudamericanos especialmente sádicos, nunca había reparado realmente en las virtudes belicosas del comunismo. - La próxima vez que me sienta enojado con el sistema y quiera revancha, debería probar con poner una bomba en algún antro guevarista y esperar a que ellos tomen las represalias por si solos contra todo lo que los rodea, es mas barato que pagarle a unos paqueros para que maten y hagan desmanes - pensó gozoso de su idea. Los policías comenzaron a correr de un lado a otro, algunos lograban lanzarse dentro de las patrullas solo para comprobar que hasta allí los habían seguido los insectos. Otros, sumidos en la histeria, disparaban torpemente sus armas y de ese proceder tres cabos resultaron fatalmente heridos. El comisario procurando protegerse, intentaba también poner a su tropa desbandada en orden, pidiéndoles que se calmaran. Kayn aprovechó la confusión para correr encorvado y con el fusil colgando en la espalda, hasta la estaca de donde pendía su novia. En la carrera, pisó de lleno el rostro del enano al que le había roto los huesos de las piernas y lo hundió muerto y con la mandíbula partida bajo el barro. Cuando llegó se apresuro a desatar cuidadosamente a Susan y acomodarla sobre su hombro. - Yo te sacaré de aquí mi amor, no temas -le susurró mientras corría para ponerse a salvo en una posición mas favorable. Pero ella ya no podía 201
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oírlo. En el cielo de los travestis, Dios la recibía con los brazos abiertos y un billete de baja denominación en el bolsillo. Para cuando las abejas se dispersaron, aterradas por las sirenas que el comisario había tenido el tino de encender, Kayn se hallaba ya a la sombra de un viejo roble apenas unos metros de altura por sobre la columna de patrulleros en una posición de ventaja absoluta. Apoyó a su novia sobre la hierba y le acarició el rostro cubierto de sangre y suciedad. Notó instintivamente que su cuerpo ya no tenía vida. Y derramando una lagrima, mordió con fuerza los dientes. Cargó el Fusil AK 47 con una mano y la pistola semiautomática con la otra, se asomó por la escarpada para comprobar las posiciones y ardiendo de despecho y dolor brincó para caerles justo por detrás. Los policías oyeron el sonido a sus espaldas pero no llegaron jamás a darse vuelta. De haberlo hecho hubieran presenciado el espectáculo aterrador de Kayn con los ojos enrojecidos, el rostro de un loco enajenado con los pelos tapándosela y la boca en un gesto indescriptible de odio sobrenatural. Enseguida comenzó el traqueteo de los casquillos al explotar y el olor rancio de la pólvora se juntó con el de la carne y todo se trasformó en la función final de un macabro baile de muerte. Ríos de sangre corrieron por las pendientes, mientras el alarido inhumano de Kayn se prologaba como un eco surgido del mismo infierno y se repetía entre las montañas distantes. 202
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Uno a uno fueron cayendo los cuerpos de los policías hasta sumar una veintena de cadáveres con las tripas reventadas apilados como un montón de milanesas recién preparadas. Aun después de que todos hubieran dejado el mundo de los hombres y se hubieran convertido en albóndigas, Kayn continuó disparando enloquecido. Entonces cayó rendido y jadeante sobre la hierba teñida de rojo. Pensó que probamente ya nadie quedaría vivo en aquellos alrededores y se equivocó. Oyó un ruido sordo al costado del camino y supo que algún vehiculo se acercaba. Al rato lo vio aparecer, un camión Mercedes modelo 19.22 con una grúa Pathfinder de cuatro prolongadas hidráulicas, montada detrás de la caja basculante. Kayn pensó que siempre había querido tener una de esas, con la única intención de poder elevarse por sobre las copas de los árboles y observar el bosque, el valle, los ríos y las montañas como lo hacen los pájaros, pero empapándose las manos de sangre que manaba incontenible de las heridas pensó que quizás ya nunca podría hacerlo. El camión se detuvo y de él bajó un hombre mayor, no muy alto, mascando un pasto y empuñando una escopeta de cacería. - ¡Por las barbas de Satanás! -exclamó sorprendido a ver el tendal de cadáveres- ¿qué es toda esta carnicería? Desde el suelo, Kayn pidió por un trago de agua y el recién llegado se acercó y le convidó un sorbo de su cantimplora.
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- Parece que has quedado en medio de la jodedera -dijo el viejo apuntando con su mano la pila de muertos… no deberías estar metiéndote en problemas, con tipos tan violentos. - Yo provoque la jodida jodedera -afirmó orgulloso Kayn con la voz un poco atragantada y golpeándose el pecho con el puño. - Válgame dios, eres un cabronazo de la vieja escuela -exclamó el anciano- Hoy en día ya nadie resuelve sus problemas como un verdadero hombre. - Anciano, guarda ya tu cotorreo y ayúdame a ponerme de pie - rezongó Kayn extendiéndole el brazo. El viejo dio un paso hacia atrás y soltó un carcajeo. - ¡Ja! Ni lo sueñes tiernazo, parece que atrás de todo esto hay una buena historia. Vamos a oír de qué se trata. Kayn rezongó y volvió a acomodarse, sintiendo un dolor profundo en todo el cuerpo. - Cabrón, estoy herido. Creo que voy a morir, ayúdame y te daré tu estúpido cuento. El viejo volvió a reír y le apoyó la pesada bota sobre el pecho. - Si me dieran una moneda por cada vez que he oído una promesa de este tipo, estaría forrado. Ahora escúchame bien, me caes bien, pareces un tipo rudo, pero no abuses de tu suerte. Larga el rollo. Quiero saber qué carajo pasó acá y si te lo mereces te tenderé una mano ¿entendido? Kayn sabía que el viejo no jugaba. Se fregó el rostro contrariado. Y asintió con la cabeza. 204
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- Te escucho, lo apuró el viejo sin sacarle la bota de encima. Y Kayn no tuvo otro remedio que relatar con lujo de detalles la historia que ahora, ustedes han escuchado. Al concluir, el viejo que no podía ocultar sus lágrimas emocionado ante tamañas proezas, se sintió tentado de abrazarlo. - Eso es lo que yo llamo una buena historia amigo -le dijo, mientras le mojaba los labios resecos con un nuevo trago de agua- De esas que merecen trascender. Kayn lo escuchaba exhausto y profundamente dolorido, respiraba cada vez con más dificultad y sentía a la parca deambular a su lado. - Déjame contarte un secreto, ya que tú me has contado tu historia. Ese tal D’Amato del que hablaban los parroquianos mientras fumabas en la puerta... pues no ha muerto. Kayn hizo un esfuerzo para contestarle. - Dijeron que lo encontraron con la cabeza hinchada como el culo de un puto con hemorroides. - Recuerda que no eran más que unos borrachos presumiendo. Por otro lado, yo me encargué de todos creyeran ese cuento. Yo soy D’Amato y aquí me ves, vivito y coleando, pues aprendí la lección y ya no bebo mas que algún trago de vino para acompañar la carne asada. Cuando aquella maldita bruja deficiente que el viejo Tom 205
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tenía por hija, me envió al fondo de la laguna, logré escapar nadando. Sabía que tarde o temprano encontrarían el vehículo, así que decidí cargarme a un turista desprevenido para ponerlo en mi lugar. Quiso la suerte que sea un norteamericano de la colectividad y eso me puso feliz, ya sabes por eso de que se creen la jodida raza elegida y andan por ahí bombardeando a los demás, y también porque suelen venir a recorrer el sur de nuestro país dándose aires vaya a saber de qué los muy mierdas. Se trataba un hebreo joven y algo fornido, bastante amanerado para mi forma de ver las cosas. Su piel aceitunada y nariz aguileña me hicieron saber que no era un sujeto demasiado perspicaz y lo engañé con facilidad, haciéndole creer que también yo tenía el pito recortado. El sujeto pertenecía a la oligarquía yanqui, la peor escoria de este maligno mundo y eso lo hizo sentir justificado. Le di un buen susto al maldito, hubieras visto como le quedó la cara. Me atrevo a decir que nunca nadie dio tan buen uso a un destornillador eléctrico como yo aquel día. En fin, volví a sumergirme, deposité el cadáver dentro del tanque y me largué. Todos pensaron que yo era el muerto y pude seguir tranquilo mi vida en las montañas. Así que ya ves Kayn, no somos tan diferentes. Exceptuando que a mi me calientan las mujeres hermosas y a tu los niños, los enanos, los engendros y las armas de grueso calibre. Kayn sonrió. - Tu también tienes lo tuyo eh… -le dijoSupongo que ahora podrás llevarme a un doctor… 206
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El viejo meneó la cabeza con gesto decepcionado. - Esto es una carnicería amigo, pronto llegaran mas policías o tal vez el ejército ¿sabes? Yo he visto todo, me has contado tu historia, soy el único testigo. No quiero tener problemas. - Oye… oye -interrumpió Kayn- No te pido que te involucres. Ya estas aquí, solo cárgame en tu camión y llévame hasta algún jodido sanatorio. - Amigo ¿acaso crees que soy idiota? Si tu quedaras vivo, yo seria el único que podría inculparte, aunque deje mi boca cerrada como una maldita lápida vendrías a buscarme y me pondrías un tiro en la cabeza mientras duermo… debes admitirlo, está en tu naturaleza… no puedo dejar que eso pase. Kayn entrecerró lo ojos y puso los labios hacia adentro. - Parece que tienes razón…- admitió tímidamente. - ¡Vamos! -lo animó D’Amato- Así es como mueren los valientes. No debes preocuparte, tu historia no acabará contigo. Yo me encargaré de contarla una y otra vez para que nadie te olvide. Kayn sonrió sonrojándose. - Oye, debes hacerte cargo de mi mascota y de los pequeños que viven en el sótano de mi casa le advirtió Kayn arrugando las cejas. - No te preocupes -prometió el viejo- Llevaré al mongoloide a la veterinaria y cuidaré de los niños como si fueran mis nietos. Les contaré tu historia y te admiraran. 207
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D’Amato quebró su rifle de caza y lo cargó. - ¿Estás listo muchacho?Kayn consintió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza. - Espero que no te moleste que me lleve alguno de tus dientes de recuerdo, de ese modo será mas fácil que tus chicos crean la historia. - Hazlo, pero antes dame un cigarrillo- dijo Kayn y el viejo encendió uno y se lo alcanzó. Ambos esperaron en silencio hasta que el montañés terminó de fumar y entonces D’Amato le dijo: - No debes preocuparte por tus dientes, tengo una buena tenaza en el carro, trataré de no desfigurarte demasiado. Kayn resignado, volvió a batir la cabeza. El sonido del disparo fue débil pero el efecto fue eficaz. Nadie más lo oyó en aquel páramo frondoso. El viejo se persignó algo apenado y tocándole la frente, con la voz quebrada le dijo: - Adiós amigo, vete en paz, así es como mueren los hombres, así es como nacen lo héroes. Transcurrió mucho tiempo hasta el día en que abrió nuevamente los ojos. Miró asustado alrededor. -Necesito un cigarrillo -fue lo primero que pensó. Estaba en la sala de algún sanatorio de mala muerte. El ambiente apestaba, algunas moscas revoloteaban de aquí para allá y el calor era insoportable. 208
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- ¿Esto es el jodido cielo? Imaginaba algo un poco más…tropical - fue lo segundo que pensó. La cabeza le daba vueltas como si estuviera sufriendo la peor cruda de su vida, y pensó que quizás la noche anterior se habría quedado inconciente por la bebida. Pero un almanaque colgado sobre la pared, con el dibujo de un caballo tan flaco que se le notaban las costillas, le hizo caer en cuenta de la fecha. Calculó contando con sus dedos: - ¿12 años? - se dijo balbuciente- 12 años en coma -concluyó. Recordaba haber oído de sujetos que despertaban luego de pasar una pila de años dormidos como una jodida marmota aulladora hibernando. Mientras intentaba incorporarse y sentarse en la cama observó que estaba conectado a un sachet de suero y se preguntó si tantos años sin probar ni una gota de whisky lo habrían vuelto homosexual. Miró alrededor y vio otras camas con personas en ellas. Intentó ponerse de pie, pero las rodillas le flaquearon y cayó al suelo. Maldijo, pues las buenas costumbres no se pierden ni aun medio muerto, y sosteniéndose de unos barrales volvió a ponerse de pie. Se arrimó hasta uno de los catres donde yacía una anciana. Tanteó debajo de las sabanas hasta dar con la entrepierna, le corrió los pañales y le coló algunos dedos. La anciana, que agonizaba victima de alguna horrible y dolorosa enfermedad terminal, lanzó un 209
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quejido leve. Kayn notó el aparato hinchándose debajo de su bata y respiró aliviado. La peste rosa no se le había pegado. Agarrándose de lo que podía, caminó hasta la cama y se sentó nuevamente. Entonces en el suelo, descubrió al mongoloide durmiendo y hecho un bollo a los pies de su cama. Le resultó conocido. Con algo de dificultad le aplicó un puntapié. - ¿Qué eres tú?- le preguntó. Y la vieja mascota que había esperado por él todos esos años postrado a su lado, se le abrazó a las piernas profiriendo toda clase de babosos balbuceos. - Pareces bueno -dijo- Te llamaré Hen Hish Kang. Luego con gran esfuerzo volvió a pararse. Caminó hasta la ventana y miró hacía afuera, la estepa se extendía hasta donde llegaba su vista y el paisaje era monótono, de tierra seca, partida, algunos cactus y apenas interrumpido por algún humilde caserío. - Estoy en medio de algún jodido desierto -se dijo mientras comenzaba a sentir que la sangre volvía a correrle por el cuerpo y sobre todo por las piernas. - Cómo carajo llegué acá- se preguntó. Y a su mente sólo acudieron un montón de imágenes y sonidos confusos e incomprensibles. Se tanteó el cuerpo y descubrió algunas cicatrices. Inmediatamente se percató de que le faltaban unos cuantos dientes en la boca. - Espero que los hijos de puta que hayan hecho esto estén bien muertos- pensó. Entonces se 210
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percató de que no recordaba su propio nombre ni un sólo suceso de la historia que lo precedía. Cada vez que intentaba recordar, sus reminiscencias se limitaban a los pechos pegajosos de una mujer especialmente gauchita, una botella de Jack Daniels vacía, el gol de Maradona a los ingleses y el cañón de un rifle apoyado contra su pecho. - Tengo que averiguar que me pasó, como llegué acá, y quien carajo soy -se dijo enfurecido. Podía sentir el pálpito del corazón acelerado y recordaba lo que esa sensación significaba. No podía darle un nombre, pero podía reconocerla: los músculos tensos, la quijada contracturada y los deseos de estrangular a alguien. Aquello le sonaba conocido, como si fuera parte de su propio ser, pero sin embargó algo le decía que aquel latido enérgico y perfectamente rítmico era esencialmente extraño. Kayn pasó la mano por el pecho y notó una larga y arrugada cicatriz cocida que lo cruzaba transversalmente y de inmediato supo que lo habían operado. Vagó por la habitación durante un tiempo buscando respuestas y revisando todo lo que estaba a su alcance, incluido las pertenecías de los otros hospitalizados. Robó algo de ropa y un paquete de Phillip Morris. Al pie de la cama, halló una plaqueta de aluminio que sostenía una pizarra y que en letras grandes indicaba: Paciente Anónimo. Continuó hurgando y por fin en el cuarto contiguo, dentro de un cajón, halló una libreta manuscrita cuya tapa llevaba escrito también: Paciente Anónimo. 211
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Sin poder dar crédito a lo que allí dentro decía, leyó en voz alta: - “El paciente anónimo fue abandonado a las puertas del hospital en estado de coma profundo. Los primeros análisis arrojan un estado crítico de difícil tratamiento, sino imposible. Su cuerpo parece un colador. El paciente anónimo requiere un urgente transplante de corazón. El suyo apenas puede distinguirse de la masa deformada que es su torso. Ante la ausencia de donantes, la muerte del paciente anónimo es inminente. Frente a tal situación, pediremos autorización para realizar ensayos. No creemos que tengamos problemas pues se trata de un vagabundo N.N. Hemos recibido permiso para experimentar en el paciente anónimo un transplante de tipo mecánico. Ante la ausencia de prótesis de corazón artificial, hemos procurado llevar a cabo un reemplazo radical con pocas posibilidades de éxito. Luego de drenar la caja torácica hemos introducido un viejo motor V8 recompuesto y hemos logrado que haga ignición. El estado aun es crítico y las chances de supervivencia son mínimas. Increíblemente, el paciente comienza a recuperarse. Lejos de rechazar el transplante, parece haberlo recibido con absoluta compatibilidad. Sólo el tiempo dirá si hemos creado un monstruo o estamos ante un milagro de la ciencia.”
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Kayn sonrió con suficiencia. Se golpeó el pecho un par de veces, se quitó la bata y se puso la ropa robada. Vestido con una remera batik, unos pantaloncitos de futbol de Estudiantes de La Plata y unas ojotas de cuero salió al pasillo del hospital y caminó hasta la recepción. - Me voy –exclamó, y el enfermero encargado que miraba televisión con las piernas sobre el mostrador, le respondió: - Espere un segundo, debe decirme su nombre, nadie puede irse sin que anote su nombre. Kayn lo pensó apenas unos segundos. - Sólo llámeme Corazón de Motor -respondió gruñendo mientras se encendía un cigarrillo. Se marchó de allí rengueando, con el rastrero mogólico siguiéndolo en cuatro patas y una sola cosa machacándole la cabeza como un cáncer oscuro que no lo dejaba en paz. No sabía por qué, ni contra quién, ni cómo, ni dónde, pero sentía con una seguridad resentida que le ahorcaba el alma, que debía buscar a quien lo hubiera jodido y cobrarse una violenta, lenta y brutal venganza. Continuará…
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Índice ElVigía………………………………………………4 El partido definitivo……………………………32 Las increibles peripecias …………………….63 Corazón de Motor…………………………….145
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