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MYTHOS SEGUNDA EDICIÓN AUMENTADA Y CORREGIDA.

PABLO D’AMATO

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©2009 Pablo D’Amato www.anuk.com.ar Libros del autor: Viejas nuevas palabras. Nada no es lo mismo que. Memorias del subt. Mythos. Redundancias. En primera persona. In pulverem reverteris. Las increíbles Peripecias del Pirata Ron Gilberto y otros tres relatos inciertos. La presencia del bosque. Rompecabezas. ANUK ALMACEN DE LIBROS EDICIONES REPUBLICA DE CASACARRANZA IMPRESO EN ARGENTINA

PRÓLOGO

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osotros (los seres humanos) tan sólo somos (y me refiero con Ser, al hecho de poseer una conciencia limitada y efímera de nuestro restringido porvenir y de nuestra efímera circunstancia) porque cientos de seres de los que dan cuenta las mitologías, fábulas, cuentos e historias (como Caperucita Roja, los Tres Chanchitos, Ulises, Jesús, los Elfos, los canguros, los dragones, las ninfas, Zeus, los bomberos, los judíos etc, etc, etc) concibieron en un pasado remoto una raza de seres insignificantes (los humanos) e imaginaron la absurda idea de que llegaran éstos a creer en sí mismos, en la unidad del yo sin llegar nunca a estar completamente seguros de la propia existencia. Conjeturaron también, que los entendiesen a ellos (los creadores primordiales) como meras quimeras de su imaginación. De esta manera, los altísimos primigenios aseguraron su memoria eterna y su perennidad divina. Los amos eternales nos observan permanentemente desde su palacio de mármol negro, que se encuentra en los sinfónicos abismos de Daythoss, más allá de las columnas de Hércules, en algún lugar del mediterráneo. El enorme palacio descansa sobre el lomo de un topo gigante, adornado con bijou de un metal precioso que nosotros desconocemos. El topo está parado sobre 3


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ocho topos más pequeños, cada uno de los cuales se sostiene sobre ocho tortugas, que a su vez son soportadas cada una por una bandeja de plata, que ocho simios vestidos de sirvientes marroquíes se ocupan de mantener en alto. Debajo de los simios están los ochenta y siete cielos posibles, a los cuales según los Altísimos decidan (mediante juegos de azar en general), irán las almas de los mortales una vez que el último soplo nos haya abandonado. Todas las noches en el palacio de mármol negro, se organizan magníficas fiestas que duran hasta el amanecer. En estas reuniones de juerga, los Altísimos se burlan de nuestra arrogancia y deciden el destino de la humanidad. Los señores creadores comen y beben hasta el hartazgo, generalmente se embriagan y montan orgías brutales, donde ninguna posibilidad sexual es discriminada. Una vez que los deseos carnales son satisfechos, juegan un juego de apuestas donde las piezas somos precisamente nosotros y el tablero, el mundo que creemos conocer. Habitualmente estas partidas culminan con trifulcas feroces y son el fin de la celebración. Las consecuencias de esas disputas aquí en la tierra, suelen ser nefastas.

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Existen otros tipos de dioses que no acostumbran asistir a las fiestas excesivas de sus hermanos, pero no por ello se privan de la satisfacción de interceder en nuestro mundo de manera maligna (ni tampoco de beber en demasía por cuenta propia). En general todos ellos, los llanamente desenfrenados y los engañosamente medidos, se divierten haciéndonos la vida imposible, poniendo obstáculos incongruentes, que a duras penas podemos comprender (por ejemplo, levantarse un domingo todavía borracho y encontrar el piso cubierto totalmente de plumas y a nuestro perro sumergido en medio de una duna plumífera mirándonos con cara de “esto no es lo que parece”). La mayoría de las catástrofes naturales son producidas por ellos (no los perros, sino por los dioses), aunque no por enojo ya que estos poderosísimos seres carecen de la capacidad de enfadarse con nosotros, (les parecemos demasiado insignificantes como para provocarles tales molestias) sino tan solo por diversión. Suelen ser los mentores de las personas más malignas del planeta (Walt Disney, Bill Gates, George Bush Cohelo, Cerati y el Sr. Coca-cola son sus retoños predilectos), ya que les causa suma gracia ver a la gente desesperada, muriendo de 5


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hambre y de frío o asesinada por algún ejército, peleando alguna guerra inútil (como puede ser la guerra contra la celulitis). Demás está decir que no necesitan intervenir en demasía para que nuestra raza sea completamente tragicómica ya que con la absurdez (¿existe ya esa palabra?) natural que ostentamos, alcanzará para hacerlos reír por el resto de la eternidad terrena y celeste.

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UNA DE HÉROES

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l guerrero oteó hacia ambos lados girando el recio cogote con dificultad evidente. La nieve lo revestía todo con su manto albino. Hacía semanas que así sucedía. Tan solo paraba por la noche, cuando el frío intenso se tornaba en helada y la blanda masa blanquecina se trasformaba en roca. Cada noche sucedía de igual modo, poco a poco el cielo comenzaba despejarse, las nubes negras y enredadas se desataban hasta transformarse en fugaces tiznes huidizos. La distancia entre el suelo y el cielo se tornaba cada vez más amplia y el negro cada vez más brillante. Clara e intangible la luna rodaba desde atrás de los picos más alejados, primero inmensa, inmediata y teñida de un rojo sanguinolento, luego con el correr de las horas, distante y tan lechosa como la superficie; recién entonces las estrellas se permitían el brillo propio y comenzaban a poblar el firmamento. El guerrero, oteó una vez más en círculo. Escuchó atentamente el correr del viento y el crujir de la noche y cuando estuvo seguro que nadie en rededor se encontraba lo bastante cerca como para ser más veloz que su mano nudosa en busca de su arma, dejó caer sus trastos escasos a los pies de un 7


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tronco macizo de profundas raíces. El ruido fue sordo; absorbido por la nieve aún húmeda. Apoyó con cuidado el filo de su hacha contra el suelo y el mástil contra el mismo árbol. Los gruesos brazos se movieron despacio, exhaustos y malheridos formando un arco alrededor de su cabeza. Sonó su propio cuello y trabajosamente se acomodó al pie del árbol envolviéndose aún más entre las pieles que lo abrigaban. El aspecto del guerrero era el de un hombre embrutecido por los años y las experiencias. Su mirada era fría y calculadora, sus gestos escuetos y sus movimientos lentos y medidos. Tenía un rostro duro, la quijada enjuta, una nariz ancha y los ojos añiles, cercados por incontables arrugas. Llevaba una barba negra, espesa y tupida, que le caía enrulada hasta el medio del pecho y sobre la cabeza, una melena igualmente oscura y crinada en largas trenzas que alcanzaban a cobijarle la espalda titánica. El estómago hacía ya un par de días que reclamaba alimento así como abrigo el cuerpo, pero encender un fuego que lo evidenciase no era un lujo que podía permitirse. Se acomodó nervioso, con la mirada incrustada en el horizonte. Las manos de piel curtida, recorrieron una vez más el soporte del arma y reconocieron cada hendidura, cada desnivel, cada detalle de aquella prolongación se su propio brazo. El albor esférico destellaba contra el suelo transformándolo todo en una senda desértica 8


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de luz blanca y él, conocedor de montes y montañas, diestro como ningún otro entre los caminos pedregosos y los picos nevados, sabía sobremanera que no eran signos de un buen augur las noches silenciosas e iluminadas por demás. Sabía también que sus posibilidades de sobrevivir eran demasiado escasas como para dejar algún detalle librado al azar, deidad impredecible y esquizofrénica si las hay. Habían transcurrido ya dos días desde que el guerrero cruzara el punto muerto. El territorio por el cual regresar, resultaba más peligroso que seguir hacia adelante. Tan solo quedaba encomendarse a los dioses, a aquellos pocos que aún le eran indulgentes. Los ojos se fueron cerrando ajenos a la voluntad del maestro. El sueño envolvió el cuerpo y aisló los sentidos del exterior. El pecho palpitó más lento y el frío se mimetizó con el recuerdo efímero de la sustancia misma. Los músculos se aflojaron junto a la respiración. La mente permaneció abierta de par en par. La mente jamás descansa, siempre reconociendo imágenes y sonidos, aromas y texturas, fusionándolos con ideas y significados, generando entonces realidades capaces de girar sobre si mismas hasta el punto de envolverse y regenerarse tan nuevas, tan únicas que todo en la 9


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tierra, el mar y el cielo era capaz de fulgurar con aquella luz como si siempre lo hubiera hecho del mismo modo. Se durmió. Sintió la humedad helada de la lengua recorrerle el rostro petrificado. El aliento cálido le bastó para saber de quien se trataba. Abrió los ojos y sonrió tembloroso, vio un hocico alargado y dos pupilas enormes redondas hundidas fijas en las suyas. -Wenchuleroexclamó el guerrero, y las montañas que los rodeaban lo repitieron mil veces. Apenas percibió la voz, el animal agitó su cola peluda abalanzándose sobre su pecho con la patas. -Creí que ya no nos volveríamos a ver jamás- dijo el hombre sofocado al tiempo que lo envolvía con sus dos enormes brazos y apoyaba la cara contra la boca del animal haciendo que los respectivos vapores se trasformaran en una sola columna cenicienta. Así permanecieron largo rato, compartiendo el calor de sus cuerpos y la hermandad que los unía. -Es bueno verte otra vezmurmuró y el can lo miró con adherencia. El guerrero sonrió unánime. Sabía que aquel animal no podía entender sus palabras, que más allá de los sonidos, referían a ideas, construcciones abstractas, significados y conceptos. Pero sabía también, pues así le habían enseñado sus maestros y corroborado la experiencia, que podían percibir en 10


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las facciones de su cuerpo, en el sutil movimiento de los labios, en las líneas de su rostro, el sentido último y desprovisto, o porque no sobresalido, de aquello que se quería decir. Gestos imperceptibles para él y para todos los hombres y mujeres, muecas que se manifestaban fuera del control de la voluntad cada vez que sentía lo que luego se veía obligado a traducir a través de una palabra. Sabía que siempre que hallaba la palabra justa para explicar aquello que podía sentir en todo su cuerpo a modo de certeza, con una acumulación infinita de distintas sensaciones que lo abordaban, Wenchulero, al igual que el resto de los suyos, ya había percibido qué era lo que pasaba. Luego simplemente se acostumbraba a oír el sonido cuando aquellos olores, gestos, movimientos y temperaturas se manifestaban. El perro sacudió el rabo y el guerrero entendió que había comprendido lo que aún no había dicho y de todas maneras lo expresó: -Vamos Wenchulero, no tengo intención de transformarme en una estatua de hielo, para que las muchachas y los poetas mariquitas se meen encima emocionados con el recuerdo de nuestra historia. Dicho esto, los compañeros se pusieron que en marcha. Caminaron sin tardanza siguiendo el estéril y desolado sendero blanco que se repetía 11


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inacabadamente. El guerrero llevaba un tranco pesado, sus pasos se hundían profundo en la nieve e iban dejando tras de sí una larga y serpenteante huella que rendía cuenta de la travesía. Wenchulero se movía por sobre la nevada y sus patas apenas llegaban a marcarla. Se adelantaba unos cuantos metros olfateando la superficie desprovista por completo de reseñas que pudieran guiarlo, y desubicado por la inutilidad del sentido que habitualmente mejor le configuraba el alrededor, retornaba al lado de su compañero temeroso de extraviarse. El tiempo, esa idea a la que los humanos han cimentado como soporte del acontecer y cuyas herramientas dan errática e incompleta cuenta, transcurrió su curso inquebrantable sin que nada ni nadie cruzara el camino de nuestros bravos aventureros. El albor de la madrugada los encontró rodeando un desfiladero. La helada alcanzaba entonces su instancia más irritante y desde los abismos las contracciones del hielo contra sí mismo tronaron a su paso. El sol trepó con pereza y la penumbra apenas irradiada por detrás de las cumbres se prolongó hasta ya entrado el día cuando el astro se precipitó hasta alcanzar la cima de su recorrido. Decidieron entonces los aguerridos compañeros, que era buena hora para descansar el cuerpo fatigado a resguardo de la luz y 12


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aprovechando un poco el calor del mediodía, y así lo hicieron. Se echaron sobre una roca con los cuerpos enrollados y rápidamente se quedaron dormidos. La tregua duró en su sueño más de una eternidad. Sus maestros le habían enseñado las artes arcanas para pausar el paso del tiempo y prolongar el descanso. Detrás, en el mundo que le tocaba compartir, los relojes apenas vertieron una parte intrascendente de su arena. Lo despertó un sacudón fuerte, no sobre su cuerpo pues jamás se hubiera permitido semejante proximidad, sino sobre las montañas que coronaban el horizonte. Abrió los ojos de par en par y antes de hacerlo, aferraba ya el hacha sedienta entre sus manos. Distinguió a lo lejos la sombra futura de la noche estallar en remolinos sobre la nieve y a las rocas remontarse a su paso y supo de inmediato lo que ello significaba. Blandió el arma y el aire amputado sangró un aullido aterrador al que siguió un bramido de guerra ya olvidado por los hombres pero inmemorial y espeluznante para los dioses. Wenchulero acompañó el estruendo con uno aún más desgarrador. Los pelos de todo el cuerpo se le erizaron y la saliva en la boca se volvió más espesa. Las encías rojas, se replegaron al igual que el hocico, dejando al descubierto dos hileras de largos

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colmillos que se removieron junto al resto del cuerpo. La avalancha se detuvo en seco y sonó una voz bronca y desencajada: - ¿Quién crees que eres, miserable desperdicio humano, para atreverte a volver por estos parajes impropios para los de tu raza? El guerrero lanzó una carcajada mostrando sus dientes podridos y hediondos. Luego se golpeó el pecho con dureza. - Son estos los parajes de un asesino cobarde y afeminado que se hacer llamar Dios y yo, Anhaük hijo de Malehn y Edüdham de las tierras del sur, he vuelto para vengar el asesinato de una mujer así como una vez vine para poseerla. La montaña rugió enfurecida en un odio sin precedentes, abriéndose en grietas por todos sus flancos, estallando aludes, vomitando lava, aullando abominaciones, gruñendo injurias y revolviéndose sobre sí misma. El guerrero permaneció inmutable con su sonrisa putrefacta adornándole el rostro. Y el dios gritó desquiciado: -¿Te atreves a defender a esa ramera, basura repulsiva? Te consignaré a lo más profundo de la

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tierra, junto a ella y el hijo indebido que nacía en su cuerpo. - Acá te espero afeminado- gruño Anhaük Me cargaré tu vida con la misma facilidad con que te arrebaté a tu mujer. El dios despojado y humillado se arrojó energúmeno sobre el guerrero, acompañado por sus huestes armadas que surgieron a su lado empuñando largas lanzas y montadas en negras criaturas similares a los caballos pero con largos colmillos curvos en sus bocas. El abordaje devino rápidamente en cobarde huida. Las dentelladas posesas de Wenchulero recibieron las piernas de las primeras filas zanjando el aire, arrancando carne, partiendo huesos y fueron coreadas por el retumbo de los cráneos al estallar bajo el peso del hacha, que danzó aquella noche su más perfecto baile de muerte. En pocos segundos la blanca nieve maciza se tornó en un tibio rojo encarnado y el campo de batalla en una riada de cadáveres y miembros destrozados. La ofensiva duro cinco días y cinco noches. Anhaük blandió su arma con tanta fuerza y destreza que aún hoy hay quienes aseguran que recibió favor de algún dios que se apiadó de él. Lo 15


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cierto es que en aquel desierto albino, un solo hombre acompañado por su hacha y su perro mató, desmembró, empaló y por último quemó a una tropa de veinte dioses menores y a sus viciadas bestias de carga. Con el cuerpo mutilado, surcado por heridas que hubieran servido para matar a un ejército entero, Anhaük se puso en marcha en busca del dios de la montaña que en medio de la batalla había huido hacia los picos más altos. A su lado Wenchulero lo escoltaba inconmovible, con el cuerpo teñido de un escarlata ardiente y degustando aún el sabor de la sangre en la boca. Entre los vértices de las cumbres aún resonaba como un murmullo persistente, el eco de los gritos y los aceros. Continuaron los dos compañeros andando entre la nieve hasta toparse con un murallón de roca infranqueable que se alzaba aún más alto que las nubes más alejadas. Comenzaron a bordearlo, Wenchulero se movía nervioso con el hocico pegado al suelo húmedo. Seguía algún rastro difuso lindero al altozano. Anhaük guardaba un silencio sepulcral como presagiando lo inminente; se movía despacio tratando de soportar los dolores y atemorizado por lo bajorrelieves y grabados que cubrían la pared de roca. Sin duda databan de eras inmemoriales en las que los dioses, orgullosos de su casta, narraban sus leyendas por 16


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todas partes procurando dejar constancia de su grandeza. Aquellos tiempos eran ya muy lejanos, y los hombres habían comenzado a contar sus propias historias. La roca sólida, fría e impenetrable había sido intervenida y convertida en un libro titánico. Sólo había sobrevivido el recuerdo desgastado y corroído por el tiempo y la decadencia. Divisaron sobre el horizonte una hendidura en la roca, hendidura que debió haber sido el frente de un palacio suntuoso y magnifico tallado dentro de la misma piedra y del que apenas si guardaba una memoria conjetural. Poco antes de llegar oyeron ambos, animal y hombre, un sonido estrepitoso proveniente de las entrañas de la montaña y vieron una sombra enorme emerger de ella, también profundamente herida. No hizo falta mediar palabra, el guerrero alzó su arma y el can mostró sus colmillos. La sombra, lo único que quedaba de aquel viejo dios derrotado, desenvainó una larga hoja que centelló por sí misma hartando alrededor de una fosforescencia rojiza. -¡Al suelo Wenchulero! es este un combate de a dos- ordenó Anhaük. Y antes de que lo hiciera, Wenchulero se echaba al suelo con la mirada desengañada de quien no comparte una decisión 17


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que se ve obligado a acatar. El guerrero dio un paso largo hacia adelante. Hombre y Dios cruzaron miradas absortas aguardando el paso en falso, el movimiento equivoco, el error involuntario. Rumiaron los pies sobre el suelo y temblaron los cuerpos nerviosos. En la distancia, las crestas más altas se cubrieron de nubes atroces y fulguraron cientos de pupilas llameantes desde cada profundidad. Dioses y semidioses se amontonaban atónitos para ser testigos de aquella cruzada inconcebible. El aire zumbó una armonía errática, Anhaük corrió el sudor de su rostro con la mano y tragó la saliva largamente acumulada. La sombra tiritó y se aferró con fuerza a su cimitarra. Se recorrieron por última vez las miradas y ceñidos a una tempestad de ciego frenesí, se precipitaron el uno contra el otro acompañado solo por un mutismo repentino y absoluto. Se besaron los filos y se confrontaron las fuerzas formidables. Todos los incontables cerros de alrededor parecieron elevarse repentinamente, doblando su propio tamaño y multiplicando el sonido único de las armas y los cuerpos jadeantes. Los aceros se lamieron sin darse respiro en un combate extraordinario, las musculaturas se inflaban y desinflaban y las piernas daban sus pasos perfectos como siguiendo una coreografía. El cansancio no daba tregua siquiera a los propios resoplidos, y sin embargo los cuerpos extenuados no dejaban ni por 18


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un segundo de moverse presos de una danza soberbia. Parecía una confrontación destinada a prolongarse por la eternidad toda o incluso más, pero extrañas son las vicisitudes que rigen el temperamento de los dioses y mucho más incógnitas son sus últimas razones, la red de redes que solo ellos saben interpretar. Jugó la montaña su pieza, movimiento desleal e injusto cabría decir, si acaso tales adjetivos no fueran de por sí intrínsecos a las providencias. Pérfidamente, esgrimida por una mano ajena e invisible, rodó cuesta abajo una roca de gran tamaño y agudos vértices para dar de lleno en la espalda del guerrero abriéndola de par en par. Se arqueó este, sobrecogido por el dolor y el desconcierto y bastó ese segundo de distracción premeditada para que la sombra le hundiese su filo en el pecho. Penetró la hoja en la carne con obediencia, tocó fondo y emergió profanada por la bajeza. Anhaük cayó al suelo de rodillas. Sintió todo el peso de su propio cuerpo aplastándolo. Se tambaleó aturdido y luego se desplomó como un gran árbol que ha sido hachado. El viento helado le sopló en el rostro tiñéndole la barba de blanco y congelándole las lágrimas y la sangre; la honra se mantuvo intacta, la mirada altiva, el pecho inflado y el rostro levantado. La sombra dio un paso atrás para contemplarlo y 19


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pareció encogerse, lo observó despojada de la grandeza que corresponde al vencedor, lo miró ardiendo de envidia y deshonra. Levantó la espada por sobre la propia cabeza, con aquellos dos largos y escuálidos brazos, presta para ultimar al bravo guerrero, que yacía desangrándose frente a ella. Todos los dioses que habían llenado las montañas para presenciar aquel acontecimiento único en la joven historia del mundo, y que desde un principio habían juzgado la insolencia de aquel humano que se atrevía a desafiarlos como una falta de obediencia imperdonable, merecedora de múltiples castigos, sintieron entonces secretamente pero de un modo inocultable, una vergüenza ignominiosa. Ninguno de ellos había reparado en Wenchulero que inmediatamente que Anhaük se hubo desmoronado, inició su carrera furibunda. Con los brazos levantados en el punto más alto poco pudo hacer la sombra. Cuando joven, una de las primeras cosas que Anhaük hubo aprendido sobre el arte del combate, era que el instante anterior a descargar un golpe de muerte es también el momento más desamparado en donde el cuerpo queda totalmente expuesto. No hubo para Wenchulero maestros sabios en las artes de la guerra que lo instruyeran, pero 20


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igualmente supo que era el momento preciso. Arremetió directamente a la garganta sin dar tiempo siquiera a la conciencia del propio terror, y allí hundió sus dientes. Cerró sus fauces hasta que los colmillos de arriba se encontraron con sus gemelos inferiores y entonces simplemente echó el cogote para atrás con toda la fuerza de la que su musculatura era capaz. Lo hizo una y otra vez. Desde el suelo Anhaük sonreía satisfecho. Por fin el cuerpo amputado de la sombra cayó de espaldas con Wenchulero aún prendido a él. Incluso los dioses más ancianos y orgullosos quedaron estupefactos y admiraron calladamente a aquella pareja de guerreros. Wenchulero desencajó la mandíbula de una última sacudida, y volteó hacia su camarada, se sentó a su lado y le lamió el rostro. Los párpados de Anhaük se cerraban incapaces ya de soportar siquiera la luz etérea del crepúsculo invernal. - El círculo se ha cerrado, amigo - murmuró y sintió una tos que en espasmos sanguíneos le subía desde las entrañas devastadas de su cuerpo. -No hay más tiempo en este cuerpo marchito. La muerte pronto vendrá a exigirme para el último juicio-. Pronunciando estas palabras comenzó el guerrero a acomodarse para la partida.

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El can se recostó completamente exhausto. Los ojos líquidos e irritados enseñaban la angustia de la pérdida próxima. La montaña, antes de un blanco inmaculado, continuaba tiñéndose de la sangre ennegrecida que brotaba interminable. Haciendo uso de sus fuerzas finales, Anhaük abrazó a su perro y apoyándole la boca entre las orejas peludas le susurro sus últimas voces: - No hay posibilidad de que sobrevivas, si no consigues alimento - dijo - y nada hay en estos páramos que no esté corrupto - agregó. Sopló entonces un silencio mímico de esos capaz de soslayar lo redundante y descollar lo imprescindible. En un esfuerzo titánico, el guerrero volvió a abrir sus párpados para contemplar una vez más a su hermano. No necesitó de más palabras pues como ya ha sido dicho, los animales saben leer en el cuerpo las ideas de los hombres. Sonrió Anhaük y se iluminaron sus viejas y rústicas facciones: - Hazlo antes de que sea demasiado tarde perro tonto pensó - no hay tiempo de esperar a que muera - los ojos abiertos de par en par se fueron absorbiendo en una nebulosa de inocencia. Wenchulero se estremeció ebrio de sensaciones encontradas, lo miró indeciso y por fin comenzó a tragar pedazo por pedazo el cuerpo aún 22


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tibio de su amigo. El guerrero llegó a sentir el aliento sobre su piel mientras el mundo todo se fundía lechoso transformándolo en parte de sí mismo y supo, aún sin cavilar, de lo que se trataba. Distinguió la figura sublime de su amada iluminándole y poco a poco con el pecho radiante se fue quedando dormido. El perro emprendió el regreso aquella misma noche. No volvió al pueblo de donde hubo partido tras el rastro de su amo, sino a los bosques del norte a reencontrarse con sus ancestros. Allí se refugió y descansó hasta el fin de sus días respetado por congéneres extraños y por todos aquellos a cuyos oídos llego la memoria de su bravura. No es raro oír aún hoy a los moradores de las montañas asegurar que desde que hombre y perro fueron uno en la noche de los tiempos, estas dos razas unidas por las vicisitudes de la vida, se hermanaron en cuerpo y alma siendo que por cada ser chiquillo que llega al mundo, nace también en algún lado, un cachorro habiente de la mitad de su espíritu.

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EL CRIADOR

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l anciano despertó como siempre al despuntar el alba. El viejo gallo de su propiedad hacía años ya que no cacareaba, y eran los primeros rayos solares colándose entre la negrura, los que lo desvelaban cada mañana. A un desayuno escaso, tan solo compuesto por mate y tortas fritas frías de la noche anterior, seguían los primeros trabajos mañaneros. El frío calaba los huesos profundamente, pero más allá de su edad, el anciano era un hombre fornido, acostumbrado al trabajo duro y al clima impiadoso de la Patagonia. Afuera, el olor a humedad se mezclaba con el vapor del aliento al respirar, y los perros correteaban alrededor de su amo incomodando su trabajo. Sin embargo el anciano era impasible, su rostro curtido y apagado escondía entre la piel reseca y las arrugas vacías dos profundas pupilas de un azul intenso que se mantenían inconmovibles y chispeaban lacrimosa e incansablemente más allá del tiempo, más allá del frío, más allá de la soledad. Hacía ya 5 años que el anciano había perdido a su esposa y se había quedado completamente solo. El destino quiso que no tuviera descendencia que lo ayudase en sus faenas y le acompañase en 24


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su vejez. Y entonces cuando la muerte se paseaba sin más por la tranquera de su rancho, la ausencia resultaba su única y más miserable compañía. El cuerpo se volvía endeble con los años, y la enfermedad que embestía su memoria se extendía con rapidez. Pero de pequeño, había aprendido a trabajar con firmeza y sin quejarse. Descendía el anciano de una lugareña mapuche y un inmigrante alemán, que al enfermar los dos por la viruela, lo entregaron teniendo doce años al cuidado de su abuelo; un viejo mapuche que falleció al tiempo de recibirlo, poco después que sus padres. A su esposa la conoció a la edad de veintiún años durante un franco en el servicio militar. Cuando sus obligaciones castrenses acabaron, pasados seis meses, se casaron y vivieron juntos sin mayores sobresaltos, en la estancia que el abuelo les había heredado antes de morir. Ahora, ya sin su compañera, el anciano tan sólo existía por inercia, por consecuencia indiferente de existencia previa. Las noches le resultaban heladas sin la compañía del cuerpo de su amada, sin la compañía de su mirada complaciente. Las mañanas se habían tornado vacías sin su ternura, el mate 25


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sabía mucho más amargo que lo normal, y el rancho acusaba su exilio, tanto como el corazón enfermo. Pero el anciano era un hombre fuerte, y más allá de la angustia y el desconsuelo, seguía levantándose cada mañana, seguía recogiendo la leña para caldear la casilla, trabajando la tierra y cuidando a los bichos, tanto como las fuerzas alcanzaban y todo como si no terminara de comprenderlo, con aquellas pupilas infinitas clavadas en la nada, recorriendo con persistencia punzante la eternidad del llano. En una hondonada que se cortaba más allá de la arboleda del casco de estancia hacia el norte de la casa, yacía apenas unos metros por debajo de la superficie, el cuerpo muerto de su amada. Una tumba precaria, erigida por él mismo con piedras y maderas, hacía las veces de altar para sus lágrimas y para el recuerdo crudo y desgarrado. Todas las tardes invariablemente, cuando el sol comenzaba su lenta escapada y el cielo se teñía carmesí centelleando rabillos de fuego sobre las laderas de los cerros nevados, el anciano emprendía su lento ascenso hasta la cima del erial de atrás de su casa, para una vez arribado, descender por la cuesta opuesta hasta el bolsón donde su amada yacía. 26


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Los árboles denunciaban la llegada inminente del otoño, las hojas se amontonaban amarillentas y resecas cubriendo el suelo, trazando un colchón pajizo que disimulaba la superficie rocosa de la quebrada. A medida que avanzaba su ceguera, más le costaba al anciano dar con la efigie de roca y distinguirla entre el mantón ambarino que todo lo envolvía. Esa tarde, el frío era especialmente penetrante y el viento bufaba como cuchillas que cortan el aire helado con su roce. Sumido en pensamientos superfluos, el anciano ascendió la colina sin reparar que la noche comenzaba ya a cerrarse por sobre él. Los perros lo habían acompañado hasta la mitad del trayecto, que era hasta donde les permitía hacerlo antes de molerlos a bastonazos. Descendió hacia la hondonada esquivando troncos caídos y cuidándose de no caer en las trampas que la tierra húmeda y las hojas que la cubrían podían tenderle. Cuando llegó al claro en donde había construido el recordatorio a su amada, se percató que el albor de la tarde no era ya más que una fugaz reminiscencia y que, difícilmente hallaría entre el suelo enfundado y la cerrazón inescrutable,

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las piedras que marcaban el sitio donde su esposa se hallaba. Desesperado, tanteó el anciano en la noche algún indicio que le indicase el camino de retorno, y tan solo encontró la omisión como respuesta a sus intentos. Por primera vez en años sintió miedo. Su cuerpo marchito se había tornado inmune a las impresiones sensitivas y era tal vez eso, lo único que lo había mantenido con vida durante tanto tiempo. Las presiones heladas recorrieron su carne vieja, sus ojos azules escaparon de la propia introspectiva y escrutaron los alrededores. El chillido del viento otoñal se filtraba por entre los árboles y las rocas, y parecía querer duplicar el sollozo que el viejo profesaba tendido de rodillas sobre el suelo. Viejos temores resucitaron entonces en aquel cuerpo ajado. El cielo se abría perpetuo sobre la cabeza y una pupila ciclópea lo esclavizaba a su contemplación. Imaginó entonces cosas terribles que le hicieron flaquear y lo obligaron a correr sin rumbo, ignorando el dolor de sus piernas y olvidando el viejo cayado que le hacía de apoyo. El frío húmedo se colaba entre sus ropas y violaba incesablemente su cuerpo astroso, pero el anciano no se detenía, tan solo corría ausente de sí y completamente 28


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enloquecido, como percibiendo en la espesura un acecho persistente que se movía redundante. El corazón latía con prisa temible y la respiración se superponía a ella misma. En la boca, la saliva se tornaba pastosa. En la cabeza, sobre la nariz y entre los ojos, una puntada profunda repercutía como un doloroso eco en las sienes, en la quijada y en la nuca. Por fin, los ojos acusaron la pérdida de referencia y vencido por el vértigo, el anciano cayó desmayándose con el golpe. Su cuerpo quedó tendido en la negrura, abandonado entre la frondosidad accidentada. La noche se sucedió con presteza; en el suelo, el cuerpo del anciano se mantenía inerte. A su alrededor el entorno comenzaba a aclarar y junto con el alba, sobrevino también la primera nevada del año. Todo empezó a velarse tras el manto albino; primero las copas resecas de los árboles y luego el suelo rocoso cubierto por hojas. El anciano despertó de sus pesadillas y se sintió muerto, de hecho creyó que lo estaba. La fiebre le producía alucinaciones y los dolores, tanto como el frío y el hambre, se tornaban insoportables. Todo el cuerpo le temblaba y apenas podía moverlo con voluntad.

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Se reincorporó ayudándose de un montículo pétreo que se alzaba a su lado. Una vez que estuvo de pie, el anciano avizoró aterrorizado los alrededores. No sabía dónde estaba. Poco a poco, recordó lo sucedido la noche anterior, pero lo hizo sin poder distinguir la realidad de las pesadillas que lo devoraron luego. Todo comenzó como una manera de explicarse los sucesos derivados en alucinaciones por el miedo. Poco a poco las excusas didácticas se fueron transformando en verdades dogmáticas e irrefutables. La mente del anciano no funcionaba del todo bien y tampoco su vista. Se convenció a sí mismo que monstruosos individuos lo habían visitado por la noche y confundió a la luna y a las sombras; confundió todo aquello que pasó frente a él con estos seres que poblaron sus quijotescas pesadillas. Reparó entonces en la forma inhumana del montículo que le habría ayudado a alzarse. Lo primero que le llamó la atención fue su color blanquecino, que de tan albino, sobre él la nieve parecía oscura. También reparó en los caracteres que surcaban las paredes del “monolito”. Creyó leer en ellos palabras divinas y estableció que era el monolito, seguramente, la representación terrenal de Dios. Que su influencia divina era lo que le 30


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había permitido sobrevivir aquella noche de espanto. Entonces el anciano olvidó el frío y el hambre, olvidó los dolores y se entregó de lleno a la adoración del monolito. Se preguntó por qué no había advertido antes su presencia, teniendo en cuenta la cercanía con su morada, y encontró la respuesta en las providencias sagradas que no le era lícito cuestionar. Comenzó, a partir de aquel día, un derroque vertiginoso en lo que atañó a la vida del anciano. Éste abandonó las tareas del hogar, desatendió la huerta, los bichos, e inclusive la memoria de su esposa muerta. A partir de aquel día, cada mañana y cada tarde sin importar el clima, visitó el monolito; le oró y le dedicó plegarias. Desde ese entonces, el anciano no tomó una sola decisión sin antes interpretar los escritos santos sobre las paredes del monumento de roca y no se explicó un solo acontecimiento, sin conferir la responsabilidad de éste a la voluntad irrebatible de su nuevo Dios. Imaginó incluso, maneras de corresponderle respeto, y luego de imaginarlas las creyó perennes y anteriores a él... el monolito, así lo testificaba. Con cada día que transcurría, crecía el miedo y el respeto que el anciano le profesaba a su Dios, erigió en su nombre nuevos monumentos. Para ello destruyó el establo y también los corrales; una vez 31


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que lo hubo hecho, construyó con los sobrantes pequeños santuarios que distribuyó alrededor de la propiedad. Comenzó también en alguna oportunidad, a imaginar la historia del mundo según su Dios “se la contaba en sueños”, y luego la transcribió. Pasó el tiempo y el anciano cada día se perdió más a sí mismo. El terror que secretamente le provocaba su dios le obligaba a rendirte tributo permanentemente, y por ello abandonó las costumbres que le eran propias y las reemplazó por unas nuevas que no incomodasen al magnánimo. Comenzó entonces el anciano a despreciar todo aquello que lo rodeaba, sentía que todo era de alguna manera una burla o una insolencia a su admirada deidad, y poco a poco una exaltación enfermiza se fue apoderando de su existencia, devorándole la mente y sometiendo sus actos. El anciano empezó en aquel tiempo a sacrificar a aquellas criaturas de su pertenencia a la voluntad de su señor. El primero en fenecer, cortado por una fría cuchilla sobre un tosco altar de roca, fue el gallo. Le siguieron las gallinas, los perros, el caballo y por último la vaca. Así, ya sin animales que le ayudasen en el trabajo o que le proveyesen de alimento, el anciano comenzó a enfermar más deprisa y las visitas al santuario se 32


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volvieron por ende más dificultosas y atormentadas. Entonces se culpó el anciano a sí mismo y a su falta de esmero en la devoción a su Dios, y concluyó que en castigo a su vida errática, sacrificaría su propio cuerpo a la memoria de su Creador. Se despidió correspondientemente de su pago, y emprendió la última visita al monolito de piedra. Una vez allí, con el mismo cuchillo con que había matado a sus animales, rasgó su abdomen. La sangre manó incontenible y tiñó la hierba bajo él de un brillo escarlata. Mientras se sentía sucumbir, el anciano entonó cánticos místicos y abrazó entre lágrimas, el monolito albino delante de él. Las sombras lo cubrieron aplastando su cuerpo moribundo. Lentamente se derrumbó, ya no pudiendo soportar el propio peso. Y en su último soplo de existencia recordó su vida, que pasó en un instante por delante sus ojos. Entre los recuerdos, que por primera vez en años acudían con firmeza, se distinguió a sí mismo, a la tierna edad de quince años, construyendo con sus propias manos el monolito al que ahora se aferraba con demencia, y grabando sobre él los caracteres absurdos que luego creyó interpretar. Entonces el anciano enfureció y en su último suspiro escupió el monolito, como si tuviera éste alguna culpa. Quizás en algún futuro, un caminante desprevenido 33


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se tope con el sepulcro de mi amada y funde por él una nueva religión pensó, y murió luego abrazado a un bloque de piedra común, flojamente erigido, y aún más, perezosamente tallado. A lo lejos, un nieve comenzó a siempre las ruinas por la sombra de su

pájaro profirió un chillido y la desplomarse, cubriendo por de otro hombre, exterminado propio engendro.

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DE ESPEJOS Y DE SOMBRAS

H

ace eternidades ya que acaeció lo que a continuación mencionaré.

Los compendios hieráticos escritos en estrías pétreas y runas etéreas, dan cuenta de lo que ocurrió cuando el hombre no era siquiera un efímero divague en la mente de los dioses primeros.

Más allá de las ocho capitales santuario, prorrumpió en aquellas épocas caóticas la primera dinastía de dioses sexuados. Lo hicieron a partir de los sueños de un excelso erudito que, hastiado de su transcurrir estático, se expió a sí mismo yaciendo indefinidamente y concibiendo en sueños, nuevas existencias y nuevos infinitos. Las guerras cíclicas habían quedado ya ocultas en el olvido, y el caos empezaba a resurgir. Las ocho ciudades capitales albergaban en su seno, ocho llaves monstruosas cada una. Celosamente custodiadas por 23 demonios ígneos. Una vez ensambladas, las 64 llaves convergían en una y conseguían agrietar los sellos que encerraban el cuerpo eternamente dormido, pero nunca muerto, de la abominación primera. La prisión fue concebida en tiempos de guerra, para frustrar la coalición que la hueste del orden 35


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retrógrado buscaba obtener acrecentar la revuelta.

en

función

de

Los dioses sexuados, fueron conocidos bajo el nombre de “Wirlanhs” que en el dialecto primigenio significó algo así como “los iniciales ostentosos”. Los Wirlanhs brotaron como una raza neutra y se adaptaron con facilidad a las hondonadas donde se originaron. Se destacaron en la construcción de lujosos palacios, erigieron titánicos alcázares y enaltecieron sublimes obeliscos. Fueron los creadores de las bellas artes, la música y la gramática; en sus entelequias oníricas, la escultura y la destreza teatral encuentran sus primeros indicios. Millones de eones más tarde, cuando el orden perverso de los primigenios conjurados oprimió el universo tras una conquista sangrienta, los Wirlanhs fueron perseguidos y exterminados, y sus ciclópeos monumentos convertidos en polvo. De todas maneras en aquellos tiempos, tanto la sexualidad como la destreza artística no eran ya su exclusivo patrimonio, pues una extensa cuantía de castas divinas las había aprendido en sus gloriosas escuelas. La historia que narro ocurre poco antes del resurgimiento del Orden perverso, en una ciudad 36


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de nombre Rull-niá, ubicada al este del reducto amurallado de la última ciudad capital. Hacía ya eones que la raza Wirlanhs había erigido los solemnes palacios de mármol quemado, y hacía muchos también que el amor era una práctica común entre los hijos de la ciudad. Cuenta esta leyenda que he logrado descifrar de las láminas maltrechas de los pocos epítomes sobrevivientes a la gran quema de bibliotecas, que existió un laberinto de extensiones inacabables y profundidades insondables. Este laberinto monstruoso, que siglos más tarde fue utilizado como prisión para los dioses caídos, había sido constituido en un inicio con la función de encerrar en sus entrañas al amado de la diosa-reina Shilvnira, cuando ésta se vio impedida de permanecer a su lado. Cuentan que eran tantos los ardores que encadenaban a Shilvnira, que no podía soportar el hecho de que otros ojos miraran a su amado durante su ausencia. Por eso mandó a construir un enorme laberinto de muros perpetuos y encrucijadas inexpugnables. En el centro del laberinto, en una habitación custodiada por conjuros poderosos, encadenó el cuerpo de su amado y lo cubrió de pétalos oscuros y sangrantes para aliviarle el dolor de su ausencia. Por cada lágrima que éste derramase en su recuerdo, más cerca estarían de la fusión final, que es el último 37


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estadio en el que dos dioses que se aman se funden en un mismo cuerpo y conforman un solo espíritu perenne e inalterable. Los muros de la fortificación fueron cubiertos por innumerables espejos en pos de confundir a los posibles visitantes, dioses y diosas envidiosos que deseaban para sí el bello cuerpo del joven Zeraýsh. Son sin embargo los espejos, objetos malignos y peligrosos. Sus rostros helados y mudos repiten incansablemente lo que ven, y a veces influidos por alquimias atroces, pueden ser mucho más monstruosos. Durante los primeros años, todo sucedió con aparente naturalidad. Shilvnira se ausentaba por breves lapsos, lo poco que podía soportar sin la compañía de su hombre, y cuando volvía se encerraba junto a él en las honduras del laberinto. Cuenta la leyenda que las vibraciones de sus cuerpos al unirse, podían ser sentidas a siglos de distancia. Transcurrieron eternidades, y todo aconteció según lo planeado. Se acercaban ya al último estadio, cuando una guerra en las tierras del norte, requirió la urgente presencia de Shilvnira. 38


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La diosa partió entonces dejando una vez más a su amado encadenado, a salvo de manos resentidas que pudiesen usurparlo. Sin embargo su vuelta se hizo esperar, pues lo que en un inicio pareció una escaramuza menor resultó ser el principio del levantamiento que más tarde daría inicio a las guerras de Orhión. Cuando Shilvnira regresó, tras abrir las puertas del laberinto no pudo hallar en él al cuerpo de Zeraýsh. Se trastornó, pues los millones de espejos que cubrían las paredes del presidio, guardaban recelosos la imagen helada de él. Todas las magias fueron procuradas en pos de la liberación, sin lograr resultados satisfactorios. La reina enferma de amor, enloqueció y pronto fue destituida del cargo. Se concluyó que todos los espejos eran el mismo espejo, un ojo terrible que todo lo veía y todo lo despojaba. Se concluyó que no eran sanos sus imperios, y se iniciaron los estudios que darían a descubrir, en épocas posteriores, los terribles mundos que se ocultaban tras el ojo cíclope y aberrante. Shilvnira, antes de abandonar su reinado poseída por la pesadumbre, ordenó fundir todos los espejos del laberinto en uno solo y lo confinó junto a su propio cuerpo en un nuevo laberinto 39


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imaginado. Éste, a diferencia del primero, no poseyó muros ni puertas, tan solo ella y el espejo, con todos los reflejos de Zeraýsh alojados en su gélido rostro que fueron partícipes de una nada ahogada. La diosa reina consagró entonces su cuerpo, y se alojó en forma de sombra junto a la silueta reflejada de Zeraýsh. Desde ese momento coexisten encerrados en su laberinto de ausencia, abandonados a la eterna evocación. El fragmento de un poema fue descubierto hace poco más de dos años en una gruta al norte de la ciudad hindú de Nueva Delhi. Se trata de una tablilla de barro seco cruzada por caracteres cuneiforme, donde a cada concepto universal le corresponde un número de notación decimal. El total de los conceptos a lo largo de los versos se relacionan entre sí matemáticamente alcanzando una amplia cantidad de fórmulas y resultados proposicionales de una precisión admirable. Afirma la estrofa final que deviene el hombre, o al menos su esencia inmortal que lo hace uno y todos, del producto interpolado de la raíz entre sombra y reflejo y la división entre Shilvnira y Zeraýsh, de cuyos nombres se desconoce el valor exacto pero se sabe que se trata no de números sino de funciones intuitivamente reproducibles por 40


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todos los hombres y mujeres pero de una razĂłn Ăşltima hermĂŠtica e incognoscible.

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UNA FÁBULA SURREALISTA

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a sombra atravesó el círculo de luces como si se hubiera generado allí mismo sin que nada ni nadie le hiciese de proyector. Pasados unos segundos después de la primera impresión, pude ver que correspondía a una persona. La vi atravesar el parque sorteando los postes que había a los laterales, y detenerse a unos metros de la fuente que había en el centro. Las palabras se sucedían unas a otras de manera atolondrada. Marcos reposaba de frente recostado sobre un sillón, con los brazos cruzados a la altura de la cintura y los pies apoyados en el suelo. Siempre repetía el mismo monólogo y lo acompañaba cada vez con gestos similares. A medida que se fue acercado, pude comenzar a distinguir detalles. Se movía despacio, con paso seguro pero pesado. Llevaba las manos en los bolsillos y un cigarrillo apretado entre los labios. El sujeto estaba bien abrigado, traía una bufanda que le cubría el pecho y el resto del cuerpo lo refugiaba bajo un capote de pieles. Marcos detuvo en seco la maratón de palabras y miró por sobre su hombro. Estaba sentado sobre un banco color verde óxido y a su 42


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lado se levantaba una hilera de estatuas grises. A sus espaldas había un extenso parque verde. Estiró el cuello lo más que pudo y escuchó el sonido de los pasos que se acercaban. El sujeto se movía de una manera difícil de describir, como si todo a su alrededor fuera parte de sí mismo. Parecía desplazarse de aquel modo, como si flotara a milímetros del suelo. Pasó a mi lado y ni siquiera me vio, espié por sobre mi hombro y pude sentir que estaban aún ahí afuera. - Deben ser ellos -vociferó el hombre que le oía, sentado a no más de uno o dos metros. -¿Ellos? -preguntó Marcos asombrado- No sabía que esperábamos “visita” -agregó nervioso. - No se preocupe, no tiene nada que temer apenas poseen la fuerza para sostener su propia sombra. En el centro, a algunos pasos del banco, Marcos miraba aterrado lo que tenía delante de sí. No podía verlo pero si sentirlo en cada poro de la piel. -Es el fin -dijo- nunca voy a poder lograrlo. Contemplé apenas lo que debería haber memorizado un dos de agosto hace no más de cuatro años. 43


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Marcos miraba todo desde la esquina, el acontecer se le proyectaba insidioso y colmado de ambigüedades. No es bueno que un espejo refleje más de una posibilidad y mucho menos que guarde memoria del tiempo y sus emergencias. -¿No era acaso eso último parte de lo mismo?- Preguntó en un susurro que a duras penas lograba diferenciarse de un silencio. - Le llaman metalenguaje - respondió haciendo gala de su degenerada erudición. Las palabras finales no recuerdo haberlas dicho, y mucho menos escrito. Recuerdo si, una sombra ennegrecida y un piso sudoroso, una plaza desierta y dos personas mirándome asombradas un día como hoy pero veinte años atrás. -Todos somos sombras, Marcos, todos somos fragmentos de este gran rompecabezas. La mujer giró sobre sí misma y se sentó en el banco. El pelo rubio y enrulado se agitó en el aire y se le durmió luego sobre los hombros y sobre aquellos pechos rotundos e invariables. Un beso definitivo los convirtió en una sombra única y un gemido los compartió categóricamente al punto de acabar junto a ellos esta fábula minúscula, sonrisa de por medio y sueño de bandoneón. 44


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LA ASCENSIÓN

L

as cuatro cuerdas de cerda tejida sonaron con suavidad inusitada y se perdió su eco por llamarlo de alguna manera- entre el susurro del aire y el repiqueteo constante de los insectos nocturnos. De ojos grandes y negros, una frente amplia, nariz prominente y quijada poderosa, la figura del animal resultaba la mayor parte de las veces inconfundible, para aquel que había tenido ya la desgracia de haberlo cruzado y aterradora, para el que lo enfrentaba por primera vez. Los dedos se movieron rápido, rebasándose unos a otros bestialmente sin perder por ello cierta sutileza etérea, casi infantil. La altura era por completo cenicienta y no había luces que pudieran hacer algo al respecto, solo brillaba el cielo cubierto por algunas nubes refulgentes, que no eran tantas ni tan visible el astro como para hacer del animal más que una sombra entre sombras. El animal no se sabía animal, de la misma manera que la planta se ignora planta. Son palabras, signos que remiten a una idea que remite

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a otras que las significan como palabras que significan. El animal sintió una inquietud incomprensible. Una incomodidad que no tenía una causa sensible posible de rastrear. Se sentía violento y asustado, tenía los músculos tensos y la piel erizada. Caminó unos pasos hacia la orilla y comenzó a sumergirse en el agua inmóvil y helada, su reflejo en la superficie no le expresaba un algo concreto, pero múltiples e inquietas sensaciones se manifestaban cada vez que aquello se le aparecía delante. Terminó de sumergirse. Sintió una ráfaga fría que vino del este y supo que llovería. No se preguntó por qué, nunca se había preguntado nada, simplemente supo que pronto el agua fría comenzaría a caer y que debía buscar refugio. Sumergió su cuerpo completo por última vez y gimió cuando el sol redondo, anaranjado y gigantesco se desnudó por detrás de unos nubarrones grises que el viento había arrastrado iluminando la negrura líquida en la que se empapaba. El azul fue intenso y los árboles de alrededor compartieron sus sombras surcadas por planos de luz entrecortados. Entonces el animal se sintió en paz. No consideró una palabra ni un significado que avalase un tendal de características 47


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generándolas desde el vamos, comportándose como si fueran en sí mismo aquello a lo que procuraban remitir. Simplemente de repente su cuerpo aflojó, sus músculos descomprimieron, el corazón comenzó a latirle cada vez más lento, los párpados a pesarle y el aire a sentirse más propio. Entonces a él le gustó lo que sentía. Una serie de reminiscencias sensibles acudieron y se desvanecieron con la misma rapidez. Nadó pesadamente hasta la orilla y salió chorreando de la laguna. En aquel momento lo vio. Llevaba camisa floreada y ardía en su propio hedor a alcohol. El hombre prorrumpió vociferando: -Lucyyyyyyyyy, Lucyyyyyyyy…

¡¿dónde

estás?!

Y entonces el animal supo que lo buscaban. El sonido que más desesperación podía provocarle, eran esas cuatro letras, una seguida de la otra, pronunciadas por aquella voz amarga. Cada vez que las oía sucedían cosas, cosas imprevisibles siempre distintas. Sabía que ese era el sonido que le correspondía y podía sentir que esta vez como muchas otras, el eco era más grave, más áspero. No supo por qué. Pero el corazón se le aceleró de inmediato, las piernas le temblaron y sintió un

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ardor que le inundaba el pecho como abrazándola con violencia. Una vez más acudieron recuerdos sensibles, unos llamaban a los otros y como un dominó de estremecimientos primero sobrevino el terror, luego el ardor de viejas palizas y al sonido del cinturón abriendo la piel le siguió el olor de la sangre y de la carne quemada por la fricción. Lucy se defecó encima. Algunos de sus impulsos le ordenaron correr, huir lejos del captor, pero no pudo más que quedarse amarrada al suelo y hacerse un bollo sobre sí misma. El amo asomó entre la maleza y con una larga varilla de madera le asestó un golpe sobre el lomo, luego le rodeo el cuello con una gruesa cadena de acero y le propinó un puntapié. -¡Entupido mono maricón! -gritó enfurecido, a lo que Lucy solo atinó a encogerse y sollozar por lo bajo. El dolor le ardía bajo la piel, la carne e incluso los mismos músculos, pero sabía que debía callar o de lo contrario la paliza sería insoportable. El amo la arrastró unos metros sobre la orilla y se sentó sobre una roca. -Ahora vas a ver, puta arrastrada -le dijo agarrándola de pelos- ahora me la vas a chupar,

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deforme de mierda, me la vas a chupar y te vas a tragar todo lo que dé para tragar. Habiendo dejado a un lado la botella semivacía y la vara con una mano, el hombre la sujetó con fuerza y con la otra comenzó a desabrocharse el cierre del pantalón. Sacó su miembro erecto, que palpitaba furioso y hedía incluso peor que el resto de su cuerpo, que es de por sí bastante decir, y obligó a Lucy a que se lo lamiera. Era mediodía, el sol ardía arrogante y en el cielo siquiera una nube se atrevía a entorpecer su predominio. El perro dio dos vueltas sobre el colchón de paja, primero hacia un lado y luego hacia el otro y emitió un ladrido seco. Tenía alrededor del cuello un largo lazo que lo sujetaba a un gancho sobre una pared de concreto. Un niño pequeño lo miraba desde lejos. -Mira el perrito -gritó a su madre que lo sujetaba con firmeza de la mano. -No lo mires que se va a enojar -le respondió ella. -¿Por qué lo tienen atado mami? -preguntó el niño. Y la madre aún sin mirarlo contestó: -Porque es un perro que se porta mal Matías. 50


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-¿Por qué se porta mal? -insistió el niño. -Porque no le hace caso a sus dueños. -¿Pero por qué tiene que hacerles caso mamá? -¿Vos no me prestas atención? -se enfadó la madre- Porque son sus dueños te dije. -¿Pero por qué son los dueños? -Son los dueños y listo, no importa por qué. ¿Vos queres que vayamos al circo o no? -Sí que quiero. -Entonces callate la boca y no hagas más preguntas. El niño calló pero mientras la mamá lo arrastraba hacia la boletería entre medio de una conglomeración monumental de personas, continuó con el rostro vuelto, mirando perplejo a aquel enorme can de pelos negros sobre el lomo y marrón clarito sobre el resto del cuerpo. Le llamaba la atención el hocico alargado, las orejas puntiagudas, aquel perfecto lunar redondo sobre el costado de la quijada, pero por sobre todo, lo que lo mantenía hipnotizado sin poder dejar de contemplarlo, eran aquellos ojos profundamente negros, traslucidos, tristes y alegres al mismo tiempo. El perro ladró 51


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quejosamente una vez más y Matías lo perdió de vista entre la multitud. -¡Bienvenidos al circo de los hermanos Keznievich! -vociferaba un grotesco payaso de rostro pálido, nariz roja y enrulado pelo azul, al tiempo que agitaba una campana con una de sus manos y con la otra repartía unos panfletos de papel amarillento, que la gente al pasar por su lado, recibía para tirarlos al suelo tan solo unos segundos después. -¡Bienvenidos, al circo de los hermanos Keznievich! -continuaba mientras madres y padres lo miraban de reojo y se alejaban recelosos. Un hombre vestido con un traje azul y galera exageradamente alta se acercó al payaso: -¿Dónde está mi hermano? -le preguntó con enfado evidente. El payaso lo miró frunciendo el ceño. -A la madrugada lo vi por última vez, había ido al bosque a buscar a Lucy porque se había escapado de nuevo. El hombre de la galera sonó su mandíbula y se acomodó el sombrero.

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-¡Esa estúpida, nunca deberíamos haberla traído, es demasiado idiota y desobediente incluso para ser un animal! El payaso lo miro atónito. -Señor Keznievich -le contestó con la voz entrecortada- Lucy es una buena persona, es verdad que su cabeza apenas si funciona pero no tiene maldad, además es pequeña, no sabe lo que… El hombre de traje lo interrumpió furioso, propiciándole un sonoro cachetazo. -¡Lucy no es una persona!- le gritó escupiéndolo en la cara- ¡Es un simio lleno de horribles pelos y debería estar agradecida de que le demos de comer, no puede hacer nada bien, debería haberla matado cuando la encontré! El payaso se sujetó el rostro disimulando la humillación y se encogió temeroso de recibir un nuevo golpe. -Ahora -dijo el hombre de traje sin dejar nunca de clavarle los ojos en la mirada- anda a buscar a mi hermano y a Lucy, si seguís queriendo tener un trabajo. A apenas unos metros, el enorme perro encadenado atestiguaba la situación con los pelos 53


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erizados y la boca llena de saliva. Sabía que aquella cadena lo retenía, aún sin saber que se trataba de una cadena, y al mismo tiempo sentía la sangre hervir dentro del cuerpo, y cuanto más impedido se sentía más hervía la sangre. Los humanos le hubieran llamado resentimiento, pero el perro no era humano y sentía su sangre hervir cada segundo un poco más, sin palabras de por medio. Fue un instante fugaz y efímero. ¿Quién puede decir con certeza que es lo que sucede adentro de una cabeza? ¿A qué responde aquello que llamamos voluntad? Nunca había pasado y de repente sucedió. Una nueva sensación, algo que le resultaba completamente desconocido comenzó a recorrerle el cuerpo, ese algo poco a poco se fue comiendo al miedo y lo fue trasformando. Nunca en la vida había percibido otra cosa y de repente simplemente supo que no debía seguir chupando, que no debía seguir tragando. Los humanos gustamos de llamarlo iluminación, aquellos que creen en Dios entienden que éste les otorga por un instante una capacidad superior a la que tenían y entonces se sienten iluminados por su gracia. Los que creemos en el hombre, pensamos que aquellas ideas sueltas en nuestra cabeza que flotan a la deriva, dan por encajar de repente como fichas de un rompecabezas y cuando sucede, nos sentimos 54


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suertudos o en el mejor de los casos, inteligentes. Lucy no creía en Dios ni en el hombre, Lucy ni siquiera tenía ideas vagando por su cabeza, pero sintió de repente que ya no tenía miedo, sintió que debía morder. Morder con fuerza y arrancar. El payaso oyó el grito del amo apenas un instante antes de poner un pié en el claro y asistir por completo a la secuencia. Lucy gruñía erguida sobre los cuartos traseros con el pedazo de carne sangrante aun tibio en su boca. El amo gritaba encogido en el suelo agarrándose la entrepierna sumergido era un mar carmesí. -Lu, lu, lu…cy -balbuceó tembloroso el payaso y ella lo miró a los ojos sin dejar nunca de gruñir- ¿Qué hiciste Lucy? -preguntó desesperado sin sacarle los ojos de encima y al tiempo que avanzaba un par de pasos hacia el cuerpo en el suelo. Lucy retrocedió cautelosa. -¿Dónde dejaste tu charango? -preguntó para hacer tiempo, mientras continuaba arrimándose. En un acto reflejo, Lucy miró hacia la rivera de la laguna donde había abandonado su instrumento, y entonces el payaso aprovechó para dar un paso más y recoger la vara del amo que ya siquiera se movía. Se arrodilló y sin correr nunca 55


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la vista del simio, apoyó los dedos en el cuello tratando de sentir el pulso. Nervioso como estaba, tardó lo que le pareció una eternidad en encontrar el sitio adecuado para corroborar que no había palpitación alguna. Para cuando alzó la cabeza, Lucy ya no estaba. El animal corrió tan rápido como sus cortas patas podían permitirle. Las ramas le golpeaban el cuerpo pero nada parecía importarle. Su mente nunca había generado nada, al menos nada de lo que ella hubiera sido capaz de comprender o al menos saber que no comprendía, y ahora las cosas parecían más claras, menos nebulosas y mucho más intensas. Sentía un ardor, que nacía en la nuca y se iba adhiriendo hacia arriba por el resto de la médula y comenzaba a ramificarse por toda su cabeza, cruzándole la frente y acabando sobre los ojos. Claro que no era sentirlo lo que la desesperaba sino que ese ardor, desconocido hasta entonces, se manifestaba en esbozos de eso que llamamos ideas. El mundo comenzaba a cambiar, todo le resultaba extraño, ajeno y al mismo tiempo significado. Sintió una punzada profunda en el estómago y frenó en seco. Otra punzada y vomitó. Se sentía mareada, como si todo a su contorno girara sobre el propio eje y al mismo tiempo alrededor de ella, como si la realidad misma de la que formaba parte se bambolease en un vaivén 56


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arrítmico e insoportable. El dolor era cada vez más intenso y cada punta de aquel calor ramificado se generaba en algo que lo excedía. Ese algo ya no podía sentirse aunque traía sus secuelas, se manifestaba de una manera nueva capaz de girar sobre sí misma. El pabellón estaba completo, todas las entradas adjudicadas, todas las butacas ocupadas e incluso había gente sentada en las escaleras a consecuencia de la sobreventa. En el medio la arena brillante, esplendorosa y engalanada con surtidos colores. Una banda compuesta por varios bufones hacía sonar música festiva a todo volumen, que se componía junto al murmullo inquieto del público. El animador en el centro de la carpa miraba nervioso a su alrededor. El gentío rugía ansioso. Entró entonces el payaso corriendo y empapado en su propio sudor, la pintura corrida, el rostro deformado del miedo y las excedidas carnes de su cuerpo obeso bamboleándose como una marea de manteca. Apenas irrumpió en la carpa el público no le prestó mayor atención, unos instantes después imaginaron colectivamente que se trataba del comienzo de la función y se fueron contagiando unos de las reacciones anímicas de los otros hasta convertirse en un conglomerado de imitadores 57


autómatas, aplaudir.

fuere

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como

fuere,

comenzaron

a

El payaso corrió con su tranco grotesco hasta el centro. El animador lo miraba furioso sin comprender el motivo de su vergonzosa interrupción. -¿Qué pasa payaso? -inquirió desencajado¿dónde está Keznievich? No podemos empezar hasta que aparezca. Payaso respiraba con dificultad dando resoplidos con las manos apoyadas sobre las piernas. Trataba de responder pero, cada vez que lo intentaba sobrevenía un nuevo ahogo. -Keznievich está muerto -balbuceó sin poder disimular el miedo que lo asfixiaba. -¿Muerto? -preguntó el animador ya sabiendo la respuesta de ante mano. -Sí, muerto -respondió el payaso a sabiendas de que el animador lo había comprendido perfectamente. Hubo un instante efímero, como todos los instantes, si es que tal cosa puede ser tratada precisamente y valga la contradicción de cosa, en que los dos, payaso y animador, se miraron a los 58


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ojos dudando ambos en expresar sus verdaderas sensaciones al respecto. Nunca llegaron a saberlo pero ambos desistieron de reír y festejar. Habían sido reclutados por el circo desde pequeños a través de engañosas promesas; tenían casi la misma edad cuando los hermanos Keznievich los habían atrapado. Con uno de los hermanos muertos, la libertad se sentía mucho más cercana. -¿Qué fue lo que le pasó? -preguntó el presentador procurando mostrarse serio e insensible. Payaso temblaba sin poder hacer nada al respecto. -Lu… Lu… Lu... Lucy lo ma…tó tartamudeaba el payaso sin poder parar. El animador levantó las manos y se tapó el rostro con ellas, mientras el cuerpo se empapaba de estremecimientos hipócritas, entre tanto el público comenzaba a batir palmas y a chiflar haciendo notar su nerviosismo. Lucy corría por el bosque. Sintió que el corazón se le salía del pecho. Tragó aire en bocanadas atolondradas y luego comenzó a tranquilizarse. El miedo le arremetía el cuerpo de a ráfagas fuertes pero breves. Se marchaba el terror culposo y brotaba la jactancia violenta, nunca antes sentida que arribaba en torbellinos de una 59


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emoción que le hacía temblar. Le generaba regocijo, satisfacción, euforia, confianza, certidumbres; los hombres le llaman libertad y en su nombre son capaces de hacer cualquier cosa, incluso traicionarla y corromperla. Volvió el miedo cuando imaginó el correctivo, pero inmediatamente una ecuación completamente nueva la sorprendió inflamándose desde la nuca: sin castigador no hay castigo. Se repitió la sensación de embriaguez y suficiencia. Quizás vinieran otros por ella, temió por apenas un segundo e inmediatamente una nueva ola de excitación le recorrió por dentro entibiándole la sangre y precipitándole las pulsaciones: Si acaso venían a castigarla, correrían entonces la misma suerte. Se plegó su rostro hacía la cabeza quedando al descubierto los dientes que clamaban por mas lugar para manifestarse, a medida que la boca se abría y la exaltación le arrebataba la claridad recientemente adquirida. Se sintió imbuida de inmunidad y sonrió cada vez más, rió a carcajadas y por último aulló desencajada. Experimentó el cuerpo tenso, las fibras rígidas y los músculos inflexibles. Oyó su propia voz, un sonido gutural, mezcla entre gruñido grotesco e intento ineficaz de construir palabras y lo amplificó hasta que la 60


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garganta ardiente se fue quedando sin la capacidad de continuar expulsando sonidos. Entonces sobrevino la segunda voz que desvelada en su cabeza le ordenó no huir más hacia delante y hacerlo en cambio, hacia las alturas. Lucy levantó el rostro, y distinguió las gruesas ramas sobre su cabeza. La voz le ordenó trepar. Se aferró con fuerza y pronto estuvo en la cima de la copa. Sujeta entre las ramas más finas de la cresta sintió el viento agitarla de un lado a otro, y superado el temor inicial le pareció divertido. Miró en círculo, vio primero el cielo inmenso de un azul penetrante y las pequeñas nubes esparcidas como manchas sobre una enorme tela. Inmediatamente percibió que estaba rodeada de árboles de características similares. Esa equivalencia le llamó la atención y continuó sonándole como un eco distante dentro del cráneo. Distinguió a lo lejos un llano color tierra, en medio de una enorme mancha multicolor del tamaño de un globo y germinando de la misma un sinnúmero de puntos de diversos matices amontonándose, caminándose unos por encima de otros. Nunca, secuencia de imágenes similares, habían habitado en su retina y sin embargo le resultaron ya conocidas. Tuvo lugar entonces un hecho fundamental: comprendió Lucy tras una breve cavilación -casi instantánea, sería legítimo agregar- que aquellos cuantiosos puntos coloridos que se movían serpenteantes, más parecidos a 61


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hormigas huyendo de una guarida recientemente agitada que a cualquier otra cosa, eran sin embargo el equivalente exacto a una secuencia de imágenes completamente diferente: la explanada donde el circo estacionaba y un sinnúmero de personas saliendo de la carpa. Cayó en la cuenta entonces de que no estaba siendo parte de una situación que solo reconocía como partícipe, y la confusión desanduvo el camino de ideas antes bosquejado hasta un punto mudo. Dudó unos instantes y apenas unos segundos después, catapultó las conclusiones nuevamente hacia adelante por sobre el sendero antes recorrido y ulteriormente reculado: las cosas sucedían más allá de su presencia. La sospecha quedó persistiendo en Lucy haciendo que sus ojos abiertos de par en par no vieran lo que había delante más que como una sombra ajena. La idea no permaneció inmóvil. Titiló sí, un largo rato ante la expectativa de ser abarcada por completo pero mientras lo hacía, a su alrededor fueron brotando senderos que se abrazaron entre sí como tentáculos, sujetándose unos a otros y haciendo lo propio con la idea que ahora se gestaba y con aquellas desde las cuales habían partido. A medida que varias de las prolongaciones se cuajaban, se volvían también mucho más elásticas y comenzaban a enredarse sin perder por eso la 62


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noción de sí y de sus hermanas. Una vez justamente enmarañadas se conformaban en una esfera concisa pero pulposa de donde emergían nuevos y largos tentáculos que de ser necesario recorrerían una trayectoria similar. El efecto fue aquello que se procura resumir a través de la palabra sustantiva -deducción- o su sinónima -inferencia- y que significa la acción de obtener una idea a partir de otra u otras. Está claro que Lucy no era conocedora de toda esta perorata que bien podría pasar por definición de diccionario, pero sabido es que desconocer la base teórica de un proceso no implica rehusar los resultados. La idea terminó por completarse y Lucy sintió en forma de rudimentario pensamiento que si los sucesos que sobrevenían a su alrededor lo hacían de modo ajeno a su propia presencia, entonces ella tenía la capacidad de interceder en tales sucesos. Acto seguido, bajó del árbol y ya sin residuo alguno del miedo que supo gobernarle el cuerpo y la mente, se encaminó hacía el circo. Cruzó las laderas boscosas que la separaban de la carpa a sabiendas del peligro que tal cosa implicaba. Desde allí, oculta detrás de una pequeña loma de hierba, espió a la muchedumbre saliendo apresurada de la carpa. Olfateó entonces en el aire un particular olor rancio que lo inundaba por 63


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doquier: otra vez el miedo. El miedo ajeno, en casi todas las criaturas, es catalizador instantáneo de dos efectos antónimos, ambos esenciales para la supervivencia: el miedo puede contagiarse como la más cruenta de las enfermedades, ayudando en muchos casos a prevenir un peligro o bien puede hacer que el cuerpo segregue gran cantidad de endorfinas y produzca adrenalina, ocasionando que el animal en cuestión se sienta hercúleo, invulnerable y vigoroso, amplificando los sentidos y redoblando el frenesí. La discrepancia frente a este fenómeno separará muchas veces a las presas de los cazadores. Lucy saboreó por primera vez el miedo en el aire como si fuera este un manjar apetitoso. El enorme ovejero alemán gruñía iracundo a la gente que pasaba a su lado. El pelo erizado, las orejas en punta y las patas que desgastaban el polvo de tanto cruzarse. Las personas marchaban en varias filas que se desarmaban a los pocos pasos. Un policía intentaba ordenar la salida mientras otro preparaba una larga cinta roja y delimitaba el paso. Apenas a unos metros de este último, estacionaban tres coches patrulleros cortando una calle angosta y sin pavimentar. En los alrededores, varios uniformados armados deambulaban ensimismados y agobiados por el calor. Lucy observó todo desde su escondrijo 64


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reparando en detalles y cohesionándolos. Había visto en otra oportunidad a hombres uniformados y a aquellos carros que brillaban y aullaban. Todas las semanas venían en busca del dinero que cobraban a los dueños para ignorar las prohibiciones que el circo permanentemente infringía. Esto último no tenía Lucy modo de saberlo, pero tampoco era importante que lo supiera. Sabía sí, que los hombres así vestidos acostumbraban a manejarse de manera violenta, con movimientos y palabras agresivas, que frecuentaban actitudes amenazantes y altaneras, y que más de una vez habían maltratado a otros que ella conocía. Sabía por ende, gracias a su capacidad recientemente adquirida y en evolución progresiva, que su presencia allí no auguraba nada de buenos tratos. Concibió en un principio la idea envuelta en sensaciones -si no es acaso una idea precisamente un montón de sensaciones entrelazadas conscientes de sí mismas y del nexo que las hermana con las demás- de escapar y de inmediato la reemplazó por la de liberar a otros animales de su cautiverio. Una extraña percepción mucho más intensa de las que hasta el momento le habían acaecido, le indicó que aquellos seres, muchos de ellos depredadores y por tanto enemigos naturales o simplemente ajenos a la interacción cotidiana, 65


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eran de algún modo que no terminaba de comprender, lo mismo que ella. El encierro y aprovechamiento del que eran víctimas, los ligaba más incluso que cualquier otra semejanza de características. Experimentó Lucy que la propia impresión de existir, de ser ella misma y de poder sentirlo como un todo transversal que la cubría o que más bien la conformaba, era extensiva a otras criaturas que intervenían de su propia sensación de yo, que la configuraban, la recorrían y la traspasaban con sus propios yoes como retro alimentándose en una simbiosis equivalente. Sin terminar de vislumbrar los por qué, se sorprendió abordada por una imagen que no encontraba en ningún sitio próximo a sus ojos y que sin embargo podía ver. Se trataba de un círculo que al pasar por el punto de partida se abría en una nueva órbita que envolvía a la anterior y que al cerrarse volvía a transitar el mismo punto de muerte y resurrección repitiéndose y superándose. La imagen le incomodó, no sabía ella de dónde procedía; la humanidad toda le debía su supervivencia a ese complejo intercambio químico que manifestaba en el lenguaje disyuntivo y metafórico que entonces Lucy experimentaba. Moviéndose lentamente y procurando producir el mínimo de sonidos posibles, se arrastró por entre los pastos hasta un remolque de color 66


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azul. Abrió la puerta con cautela y se impulsó hacía el interior. Recorrió con la vista las cuatro paredes metálicas que conformaban el rectángulo identificando los objetos con las funciones que normalmente estos desempeñan. No recordaba haberlo hecho nunca antes y de todos modos le resultaba sencillo, casi instantáneo. Algunos objetos le recordaban sensaciones intensas y resultaban más sencillos de establecer, un rebenque, un palo y otros diversos elementos de premio o castigo que se había visto obligada a experimentar sobre la propia carne. Para el resto debía acudir a la memoria, que por su parte indagaba viejos recuerdos ya arraigados desprovistos de relación y los reconstruía. Inmediatamente se preguntó, quizás primerizamente, por las razones de su acontecer inmediato. No había llegado a aquel sitió por el mero azar ni tampoco por alguna sucesión de pensamientos como de la que ahora formaba parte. Un impulso físico incontrolable sin relación abierta con la conciencia le había lanzado hacia el transporte, no era algo nuevo, siempre había sucedido de ese modo, la diferencia radicaba en que podía ser entonces testigo y no solo víctima, de un cuerpo que funcionaba ajeno al propio conocimiento de éste. Se sintió satisfecha con aquella respuesta descriptiva que acudió rauda y primitiva. Una vez saciada de explicaciones, vio las 67


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decenas de llaves colgando en la pared y recordó que aquellos pequeños objetos brillantes jugaban un papel primordial a la hora de abrir o cerrar las jaulas, recorrió Lucy el camino inverso y dotó entonces de sentido a aquella sensación. Aún sin saber cómo las manipularía, recogió una argolla de acero pulido que llevaba amarradas en sí el resto de las llaves y con la misma mesura con que hubo entrado, se deslizó hacía la intemperie. Miró hacía todos lados para hacerse una proyección de los peligros que la rodeaban y procurando eludirlos de la manera más conveniente, fue ocultando su cuerpo detrás de todo aquello que pudiera camuflarlo de la vista de los demás. Avanzó haciendo pequeñas escalas, con el lomo gacho y de ese modo alcanzó un montón de cajas apiladas que serían su último parapeto. Desde aquel punto hasta las jaulas, la separaba un trecho de campo descubierto, pero según creyó entonces, desierto también de personas. Las celdas se hallaban en la parte trasera del campamento alineadas dentro de una carpa secundaria que las protegía del violento sol del mediodía y de las heladas nocturnas. -¡Es ella!- exclamó el payaso sorprendiendo con su grito a Lucy en medio de la recorrida.

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Inmediatamente los policías comenzaron a marchar hacía el lugar. -¡Alto! -gritó otra voz, esta vez la del jefe de la policía- La van a espantar y la vamos a perder agregó de inmediato. Los uniformados frenaron en seco con las extremidades temblando por la excitación. Por su lado Keznievich, que lejos de entristecerse por la muerte de su hermano degustaba ya para sí el convertirse en único propietario del circo, había enrollado en su propia mano la cadena que sujetaba al enorme manto negro del que ya hemos dado cuenta, que ladraba furioso echando espuma por la boca. Parte del público, que esparcida la noticia del asesinato había decidido quedarse a ver lo que pasaba, se amontonaba dispuesto a presenciar el desenlace. -Alto ahí -gritó el capitán al tiempo que sacaba su arma y apuntaba hacia el simio el resto de sus subordinados imitaban el movimiento. Lucy lejos de quedarse quieta, avanzó de un salto los pocos pasos que la separaban de la entrada y desapareció dentro de la enorme estructura de tela. El capitán ejecutó un tiro al aire y con la mano desocupada indicó al resto que no debían imitarlo.

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-La tenemos encerrada -exclamó con un tono de exagerada suficiencia- rodeen la carpa -ordenó a continuación. Matías y su madre, al igual que la mayoría del público que había asistido a la función, salieron del circo siguiendo las indicativas de seguridad policiales en un ordenado cordón de evacuación. Es verdad que la situación no ameritaba tanto pero era un pueblo chico perdido en el medio del Sur Patagónico y el capitán de la policía, un hombre megalómano y enajenado, no quería perder la oportunidad de montar un operativo como los que veía todas las noches en películas y series norteamericanas. A los concurrentes se les avisó abruptamente que la función se suspendía por motivos de fuerza mayor y se les comunicó que el dinero sería devuelto al día siguiente entre diez de la mañana y el mediodía por las mismas ventanillas donde habían comprado la entrada. La presencia de la policía a la salida y la inercia natural del lenguaje que llamamos también chusmerío, advirtieron a la mayoría que lo que allí tenía lugar era un evento único en la historia del municipio, convirtiéndolos casi instantáneamente en público privilegiado para un nuevo y mejor espectáculo. El capitán de policía agradecido de que toda aquella gente presenciara su operativo, 70


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aferraba con fuerza su taza de café humeante y procuraba parecerse lo más posible a un comisario escuálido, imberbe, con sombrero tejano a pesar de ser él, obeso, bigotudo e indefectiblemente sudaca. -Mira mamá -exclamó Matías y apuntó con el dedo la figura grotesca de Keznievich- el perro -dijo señalando con su dedo el recorrido de la cadena desde el brazo hasta el cuello. -¿Qué pasa con rigurosamente la madre.

el

perro?

-cortó

-Está enojado. El enorme ovejero escarbaba nervioso con los pelos erizados. Los aromas se le presentaban multiplicados hasta la confusión y los sonidos amplificados y superpuestos. -Suelten a los perros -ordenó el capitán y cuatro perros adiestrados de la policía siguieron al enorme guardián del circo hasta la entrada de la carpa profiriendo gruñidos y ladridos, saboreando la sangre de antemano. -¡Quietos!- ordenó entonces el capitán mientras encendía un puro entre sus labios y los cuatros sabuesos frenaron en seco.

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-Detenga a su perro, Keznievich, que no entre en la carpa -gruñó impotente y enfurecido al notar que éste no obedecía a sus mandatos. El patrón trató en vano de detener la marcha del ovejero gritando su nombre una y mil veces, pero el odio ciego del animal habituado a las cadenas no respondía a órdenes. Una vez liberado, el resentimiento resultó más fuerte que el miedo que antes lo sometía. Lucy oyó los disparos y el ladrar de los perros como si todo ello hubiera sonado a la misma vez. Con torpeza y miedo intentó imaginar el modo en que aquellas puntas de metal podían trasformar las jaulas, que una al lado de las otras enfiladas y encimadas se ubicaban a lo largo y ancho de la carpa. La mayoría de los animales la miraban confundidos y unos monos gritaban histéricos, pues sabían cómo lograr que las llaves abriesen las cerraduras mas no sabían cómo comunicarlo. Cuando pasó delante de ellos le arrebataron el manojo y al instante se encontraron fuera de las rejas. Dejando las llaves tiradas en el suelo, nuevamente corrieron los cuatro monos hacia la salida y una vez que la hubieron cruzado se encontraron con los perros policía, o más bien con las fauces de estos, que los recibieron gustosos e insaciables.

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Los chillidos llegaron a tapar incluso el ruido de la carne al romperse y el gruñir de los canes. El payaso gimió, Keznievich comenzó a gritar enajenado que no mataran a sus caros animales y el público de ocasión se dividió entre gritos, llantos repentinos e incluso vómitos. Unos segundos después, al tiempo que Lucy advertía el mecanismo que le permitiría liberar al resto de los recluidos, se encontraba -con una fila de rejas de por medio- de frente a los ojos del ovejero que le pareció en aquel instante más gigantesco que nunca. El perro gruñó desesperado mirándole las pupilas, Lucy permaneció en silencio meditando con justeza los movimientos. No comprendió en primera instancia cómo aquel can, violento y aguerrido, al que había visto más de una vez humillado y bastardeado se enfrentaba a ella en vez de hacerlo contra sus amos. Pensó que si lograba poner a todos aquellos perros de su lado, convencerlos de que la ayudasen, o más bien de que eran ellos también víctimas de los patrones, sería mucho rápido liberar al resto de los animales. El manto negro se movió despacio calculando cada movimiento y sin apartar sus ojos de los de Lucy. -¡Alto perro!- susurró ésta, y el can reconociendo la orden pero ignorando la voz que se la impartía se mostró confuso y vaciló. Lo siguiente no puede ser descrito correctamente mediante las 73


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palabras, Lucy sabía que el gran perro podía comprender con mucha más facilidad los lenguajes gestuales y estuvo segura que si quería conseguir su apoyo debía hablarle en un idioma que él pudiera decodificar. Se le dirigió con suavidad soplando los sonidos. Se sentó en el suelo y le mostró sus manos desnudas, lo miró al rostro y le sonrió. El ovejero alemán, acostumbrado a las cadenas y a las palizas, sintió en su cuerpo una extraña mezcla de aguijones contrarios confrontando sin resolución. Ante la duda volvió a gruñir y a acercarse amenazante. Flanqueó las jaulas y llegó hasta los pies de Lucy. Allí se mantuvo tenso y ambiguo esperando cualquier arrebato para reaccionar. Lucy sabía sobremanera que debía evitar cualquier movimiento que el perro pudiera interpretar como una amenaza, lentamente se acostó en el suelo y comenzó a cantar, no una de las canciones del repertorio que todos los días debía repetir en el escenario. Eligió una melodía que a ella le gustaba y que debía cantar a escondidas para no ser castigada, era una música sencilla pero hermosa que generalmente Lucy acompañaba con su instrumento, deseó tenerlo con ella y se culpó por haberlo olvidado pero no por eso se desanimó, suspiró su canto y sin olvidar ser delicada comenzó a acompañar su copla con el movimiento suave de las manos.

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El perro aflojó sus músculos y escondió las encías, los ojos se le desviaron hacia el piso y luego todo el cuerpo se fue reblando voluntariamente hasta quedar completamente horizontal con la cabeza hundida entra las patas delanteras y las orejas atentas. Siguió un gemido ligero y entrecortado, se arrastró el metro que separaba los dos cuerpos y descubriendo su larga y rosada lengua le lamió la cara al mono. Le hubiera gustado a Lucy poder transferirle de algún modo aquellas capacidades que había ido adquiriendo durante el trascurso del día, sentía muy profundamente que cada vez más todo aquel caudal ramificado ganaba consistencia al punto de ser capaz de recapacitar sobre su propia reflexión. Sin dejar de cantar y tras un par de intentos fallidos, comenzó a abrir las jaulas. La mayoría de los animales aterrados se mantuvieron en su lugar o incluso procuraron enrollarse en la esquina más alejada de la puerta y algunos otros una vez liberados, comenzaron a pelear entre ellos. El can increíblemente había rehecho sus pasos hasta la puerta y enfrentaba allí a los demás perros de la policía que llamados por los sonidos estrepitosos de decenas de bichos desorientados procuraban entrar a todo costo. Afuera, los oficiales fusil en mano, sitiaban la carpa y trepidaban sobrecogidos al notar que allí adentro estaba teniendo lugar una fuga de 75


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animales. Cuando el rugido de un león retumbó desde adentro, gran parte de la multitud entró en pánico y comenzó a correr. Keznievich también aterrado pero por el costo que tendría el episodio para su negocio, se apresuró a tranquilizar a los oficiales aclarando que todos aquellos animales viejos y cobardes estaban agotados y eran inofensivos. El capitán, aun mascando su cigarro y torciendo el labio para hablar, sonrió displicente y ordenó a sus hombres preparar las escopetas y apuntar hacía el acceso. -Tenemos dardos tranquilizantes -se animó a interrumpir el payaso- no es necesario utilizar balas verdaderas. El capitán no lo escuchó siquiera, absorto como estaba, imaginando su foto en la primera plana de los diarios. Keznievich lo oyó perfectamente, lo miró furioso y en silencio, con el rostro desquiciado de quien se sabe acabado. -¡Quiero que abran fuego ni bien vean alguno de esos animales salir de la carpa! -gritó capitán haciendo girar su brazo en el aire falseando su pronunciación para que la voz sonara digna de la pantalla grande.

a el y le

-¡Los van a matar a todos! -exclamó afligido el niño que aún forcejeaba con su madre, quien 76


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intentaba en vano desde hacía varios minutos arrastrarlo fuera de la multitud. -Vamos Matías -le decía tironeándole del pelo- me estás haciendo enojar mucho. El niño lloraba desconsolado haciendo caso omiso al dolor de los coscorrones que recibía junto a advertencias susurradas para que no fueran por demás audibles. -Pendejo de mierda -exclamó por fin la madre y agarrándolo violentamente por el brazo lo cargó sobre sí. Matías aprovechó el instante en que trataba de acomodarlo para poder sujetarlo mejor y se desprendió tirando una pequeña patada. Una vez en el suelo, emprendió una carrera furibunda directo hacía la carpa. Justo en este instante se oían los primero disparos. Balas apresuradas que no encontraban su destino. Dos grandes zarpas arrastraron hacia el interior el cuerpo desesperado de uno de los policías y con apenas dos movimientos lo silenciaban para siempre. El capitán ordenó iracundo a sus hombres que retrocedieran sin dejar de apuntar y éstos como siempre, le obedecieron. Entre sus piernas pasó corriendo Matías antes de zambullirse de un salto adentro de la carpa.

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El capitán acababa de exigir que descargaran todas las armas de fuego directamente sobre el pabellón cuando se vio obligado a contradecirse. -¡Alto el fuego! -se apresuró a gritar ya completamente enardecido, gesticulando con los brazos y deformando el rostro. -¿De dónde salió ese pendejo? -exigió a sus subalternos y Keznievich que lo había visto todo, inmediatamente apuntó con su dedo tembloroso hacía una mujer en pleno ataque de histeria que estaba siendo ayudada por otros curiosos. Dentro del pabellón, las últimas jaulas eran abiertas y Lucy, parada sobre una, trataba de ordenar a sus compañeros cuando se percató de que ella misma no sabía de qué modo podrían escapar al asedio. Pensó primero en el modo de hacerlo sin presentar combate, pues sabía de sobradas cuentas que poco podrían hacer contra un montón de hombres armados que de ser necesario convocarían tantos refuerzos como juzgaran conveniente. Asimismo, sabía que no había modo de comunicarse con aquellos individuos. No eran aquellos capaces de razonar pues en tal incapacidad habían sido sólidamente entrenados y mucho menos eran competentes a la hora de percibir aquello que no puede ser traducido mediante palabras o variables lógicas, que encarna 78


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la entraña de la vida y es tan bien manifiesta por niños y animales. Claro está que todo eso no lo pensó Lucy repitiendo tales expresiones cual eco en su cabeza, sino que las sintió como un amasijo de apreciaciones instantáneas que antes de constituirse como tales, perspicuas y concisas, mudaban su piel de idea para continuar el camino desprovisto de la forma original. Comunicar y debatir tales dudas con sus colegas recién liberados no fue menos dificultoso. La mayoría de ellos experimentaba por primera vez la independencia de sus cuerpos, y el miedo a volver tras las rejas los conflictuaba más que el hecho de estar al borde de la muerte. En lo que respecta a sus cerebros primitivos, lejos estaban de experimentar algún tipo de emancipación de los propios instintos. El niño logró escabullirse sin que lo vieran, el olor penetrante de las heces y el encierro le resultaron bastante desagradables, lo mismo que la textura pastosa del suelo por donde se vio obligado a arrastrar. Observó a todos los animales sueltos procurando llegar a un acuerdo, gruñendo, rumiando, graznando, mugiendo, bufando, ladrando y maullando, en una suerte de torre babilónica animal sin lograr un entendimiento final. Entonces en un acto de verdadera bravura, el niño se puso de pie y exclamó:

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-¡Basta ya de discutir!

La impúber y chillona voz dejó a todos sorprendidos. Algunos cuadrúpedos se le acercaron amenazantes y otros retrocedieron asustados. Los menos comenzaron a emitir sonidos de lo más diversos procurando ahuyentarlo y Lucy creyó ver en él la salvación que desesperanzadamente aún anhelaba. Con un salto poderoso pasó por sobre las jaulas y lo levantó de las fauces abiertas de algunos carnívoros que lo deseaban. Trepó con él al mástil central que sostenía el tendal y allí, a través de un uso torpe y arrastrado de los vocablos, trató de dialogar con él. El niño logró comprender algunos de aquellos brutos intentos por formar oraciones y logró deducir el resto prestándole atención a los ojos de una manera que solo los niños son capaces. -Allá afuera está lleno de policías -le contestóla carpa está rodeada, no hay manera de escaparse. Lucy se rascó la cabeza y frunció su enorme nariz... Abajo los demás se debatían en un sinfín de incertidumbres. -¿Qué podemos hacer? -preguntó comenzando a desesperar y el niño la calmó apoyándole la mano sobre el hombro. 80


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-Tienen que usarme como rehén, lo vi en la tele, siempre funciona. -¿Y cómo vamos a convencer al resto de que salgan y no se defiendan? No vamos a poder salir todos. Las palabras se generaban en la garganta de Lucy como si hubieran estado siempre listas para emerger. Había sido capaz, desde que tenía memoria, de generar sonidos guturales y repetir palabras por mera imitación. Ahora las pronunciaba a sabiendas de que unas detrás de las otras eran capaces de hacerle sentir al otro aquello que vagabundeaba por la mente propia. Claro que no fue por haber adquirido la capacidad de ordenar sus sentimientos y desplegarlos en pensamientos que automáticamente pudo convertir estos en palabras, como si por arte de magia fueran unas el resultado inmediato de los otros, más allá de que sea el lenguaje un producto entre la conciencia y el pensamiento, y el nexo circular entre el yo y el nosotros. El lenguaje es la capacidad de comunicar al otro nuestras emociones y pensamientos, conscientes o no, y las palabras son un modo artificial y codificado de exteriorizarlo. Lucy no conocía las palabras, las recordaba por haberlas oído y había retenido aquellos sonidos, más allá de no haber poseído entonces la capacidad de darles un orden coherente y una correspondencia. Pero ahora volvían aquellos ecos y se exhibían como 81


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amarrando consigo la llave que permitía a los sentidos más compuestos escapar al encierro de sí misma. Las neuronas dejan de permutar información química exclusivamente entre el conjunto que constituyen y la idea reproduce su existencia biológica en una incógnita abstracta capaz de sortear el vacío entre dos cuerpos, un puente que conduce a intercambios mucho menos maniobrables pero infinitamente más fecundos. Afuera, el viento comenzaba a soplar más fuerte como presagiando lo inevitable. Los policías, cada vez en mayor número, sujetaban perturbados sus armas esperando las órdenes tajantes del capitán que sudaba la gota gorda a sabiendas de que la fragilidad de la situación lo colocaba al borde de la destitución. Las cámaras de televisión y los periodistas habían copado la escena montando su propio circo mediático, y como aves de rapiña procuraban arrebatar algo a lo que, una vez editado y tergiversado según intereses propios del canal al que servían, pudieran llamar información e incluir en el noticiero de las nueve. El resto de la gente se amontonaba formando un semicírculo detrás del operativo y respondían gustosos frente a las cámaras, extasiados ante el hecho inédito de poder ser parte de un mundo solo reservado a dioses y demonios. Una ambulancia destartalada estacionada en el descampado hacía sonar su 82


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sirena otorgando más espectacularidad al escenario y la madre del niño, apenas lograba controlar el corazón que amenazaba con salir expulsado de su cuerpo mientras era asistida por los médicos. Si la esencia de los momentos construida por el entorno y por la percepciones que de éste tienen aquellos que lo participan, pudiera ser capturada y exhibida en un museo, el sector destinado al instante antes descrito nos mostraría un aire irrespirable, espeso, casi pegajoso, cientos de rostros neurasténicos, de facciones redundantes y muecas incrédulas, y se determinaría especialmente por el hecho de que todos los factores coincidirían en alcanzar al unísono su punto máximo de tensión. La sala destinada a aquel instante nos mostraría una existencia a punto de explotar. Apenas un segundo después de alcanzado ese punto común, como si no hubiera nada que pudiera pasar, hubo un movimiento entre los pliegues que formaban la entrada a la carpa y de detrás de ellos emergió Lucy sujetando al niño entre sus brazos. Las armas la apuntaron con inmediatez, vale decir no las armas, sino los torpes que las manipulan, pues muchas veces se le echa la culpa a los ingenuos objetos inertes y no a sus dueños, aunque claro está, más de una vez, sobre todo tratándose de un arma y más aun tratándose de un uniforme, no queda bien claro cuál de los 83


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dos, si hombre u herramienta, es el más falto de inteligencia y libre albedrío. Desde adentro llegaban los distintos sonidos de los animales entremezclados, y hacían recordar a todos allí afuera lo que ya pocos ignoraban: que estaban sueltos y listos para conducirse a su antojo. El Señor Keznievich aprovechó la confusión para deslizarse en silencio y escapar con su auto rumbo al aeropuerto a sabiendas de todo lo que saldría a la luz por culpa del acontecimiento. -¡La concha de la lora! -se oyó exclamar al comisario- ¡bajen las armas!, no podemos disparar mientras tenga al niño. Aproximadamente una hora después, luego de intentos fallidos de comunicarse con el simio y convencerlo de que liberase al niño, se oyó un silbido sordo que cruzó el aire. Lucy sintió un ardor profundo en el abdomen y cayó al suelo. El niño gritó y miró el cuerpo del mono tendido mientras cerraba los ojos lentamente como aferrándose a ese último instante de vigilia. El mismo jefe de policía se encargó de correr espectacularmente cruzando el campo y sujetar al niño, para lanzarse luego al suelo como si en vez de un mono muerto hubiera una bomba lista para estallar. Las cámaras por supuesto registraron todo mientas los locutores se llenaban la boca con palabras acerca del heroísmo. 84


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Inmediatamente luego de que los flashes registrasen la escena, entregó al niño a los médicos que lo subieron a la ambulancia y partieron rumbo al pueblo, procurando escapar al acoso de los micrófonos. -Desalojen a toda la gente y a la televisión también -ordenó el comisario a un grupo de policías armados con largos bastones negros. La orden no se hizo esperar y en poco tiempo, con eficiencia y tosquedad, el cordón policial expulsaba del lugar a los curiosos que aún insistían con ser parte de las circunstancias. Veinte minutos más tarde solo quedaban en la explanada hombres de atuendo azul. El comisario juntó a su tropa y caminó frente a ellos chupando el aire negro de un nuevo puro. Luego ladró lo que sería la última orden de su carrera. -Entren a la carpa y maten todo lo que haya adentro, prendan fuego los cuerpos. Estos bichos de mierda me las van a pagar. Muchas horas más tarde Lucy abrió los ojos con dificultad, se sentía mareada y todo le daba vueltas adentro de su cabeza, miró a su alrededor y supo que estaba adentro de una jaula. A su lado,

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apenas separados por unos cuantos barrotes, pudo reconocer al payaso. -Perdoname Lucy -le decía entre lágrimastuve que dispararte, porque si no los policías lo hubieran hecho con balas de verdad. Lucy se movió penosamente, las palabras le sonaban como ecos indescifrables que lentamente iban cobrando significado. Alzó su pequeña mano y se aferró al brazo del payaso. -Hay unos científicos muy interesados en estudiarte. Acá te van a cuidar y proteger mejor que en cualquier otro lado. Los ojos de Lucy se fueron poniendo vidriosos y las lágrimas se le deslizaron por las mejillas. -Tengo algo que guardé para vos -dijo tembloroso el payaso y ante el gesto interrogativo del simio le entregó su viejo charango de madera gastada por entre las rejas. Enseguida Lucy lo tomó suavemente entre sus manos y como si nunca se hubieran alejado el uno del otro comenzó a hacerlo sonar. En la noche los noticiosos informaron sobre el perfecto desempeño del cuerpo local de la policía e hicieron énfasis en que tras haber salvado la vida 86


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del niño capturado, habían entrado a la carpa y allí en propia defensa, se habían visto obligados a cazar y dar muerte a todos los animales sueltos. Algunos ecologistas elevaron su queja al día siguiente y los acusaron de una matanza asesina. Algunos escépticos exaltaron la duda preguntando enérgicamente por qué los cuerpos de los animales nunca fueron hallados, y se les respondió que por razones sanitarias se había procedido a la quema total de todos los cadáveres apenas estos hubieron muerto. Unas cuantas horas antes, el ovejero alemán era el segundo en ver la luz detrás de los grandes roedores que había cavado el boquete. A sus espaldas, el resto de los animales fueron saliendo a un claro en medio del bosque ya muy lejos de la carpa que ardía ante los ojos atónitos de los oficiales de la ley. La mayoría de ellos logró escabullirse y alcanzó para siempre la libertad pero varios, sobre todos los más grandes y salvajes, fueron con el tiempo recapturados en los montes y reubicados en circos y zoológicos alrededor del mundo. El ovejero encontró su lugar en los mallines enmarañados del sur donde llevó una vida salvaje y aguerrida junto a otros perros que le siguieron. El niño fue dado de alta poco después de que las revisiones dictaminaron que no tenía daño 87


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alguno más allá de alguna marca, secuela de los cachetazos impartidos por su propia madre. Vivió y creció internado en un correccional infantil, recordando la experiencia del circo casi con obsesión y procurando conseguir un permiso que le permitiera volver a ver a Lucy. Tenía aproximadamente diez años cuando accedieron a que se reencontrara con el mono, que pasó toda su vida adulta siendo objeto de estudio en un laboratorio. Les dejaron compartir apenas unos minutos. Se comunicaron profundamente en silencio. Se abrazaron y entre lágrimas se despidieron radiantes a sabiendas de que más allá de sus malogrados destinos individuales, el germen de la sedición había echado raíces corpulentas e irreductibles. Cinco años más tarde de aquel encuentro, uno después de que Lucy muriera sin que pudieran los expertos sacar conclusiones que demostraran alguna anomalía con respecto al resto de los monos para justificar su supuesta inteligencia, y uno antes de que el niño, devenido entonces en adolescente, escapara para siempre del internado, el mundo entero se estremeció despavorido sin poder dar crédito a las imágenes que inundaban las pantallas: simultáneamente en varios zoológicos, granjas, mataderos y circos del mundo, estallaban 88


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violentas y feroces revueltas originadas y llevadas a cabo hasta las Ăşltimas consecuencias exclusivamente por animales.

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UNA LEYENDA MUY ANTIGUA

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emblando en la soledad de su estudio, sintiendo en la carne el vértigo avasallante de la antigüedad que respira en cada aliento, el arqueólogo Pablo Leopoldo Loreto leyó en voz alta la tabla de arcilla neolítica cuidadosamente acomodada frente a él: - “Nació en la víspera de las festividades que anuncian el comienzo de la estación estival, cuando la creación deviene en caos forjando una vez más el logos y perpetuando el círculo de la existencia. Nació en el antiguo poblado de Uruk situado a pocos kilómetros de El Obeid, primer asentamiento de la Mesopotamia, subiendo el curso serpenteante del Éufrates, tierra de los adoradores de Marduk. Aterrados y admirados por la belleza de su piel blanquecina, profundos ojos azules y cabello del color del sol, acostumbrados como estaban aquellos hombres a los rasgos primitivos y perezosos de su insigne raza, los sumerios la bautizaron Innana, como la misma diosa del amor, en honor a la estrella vespertina que aquella noche brilló más que nunca sobre el desierto helado. Hoy en día traduciríamos su nombre simplemente como Lucia, haciendo referencia al lucero y a la antigua tradición de asociar la estrella más brillante del cielo nocturno con el nombre de la deidad que

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simboliza la fertilidad, como Venus o Afrodita, Rembha o Issis. Y Pablo Leopoldo Loreto caviló animado. - Pero en aquel tiempo perdido en las profundidades de la memoria, tiempo en que las palabras poseían aun la fuerza palpitante de la carne y la sangre, junto al poder de dar forma a un mundo joven y virgen de sentido, aquel nombre significaba “la que muere y resucita todas las noches y todas las mañanas”. En un primer momento, el Rey de la ciudad amurallada quiso nombrar a la niña sacerdotisa de la diosa Nannar, reemplazando a su propia hija en tal menester, pues asombrado por su apariencia conjeturó que sin duda alguna debía ser hija de Enlil, creador del cielo y las tempestades. Pero sucedió que los sacerdotes de Enki, deidad de la fertilidad, el agua y la sabiduría, celosos de poder le advirtieron que no se precipitara; debía abandonar a la criatura en el desierto ya que el mismo An, el más anciano de los dioses padre de Enki y Enlil, la protegería si acaso la niña era verdaderamente de su divina descendencia. La mañana siguiente, tras un breve ritual con ofrendas y cánticos de rutina, la recién nacida era abandonada a su suerte en medio de las dunas. Allí mismo yació hasta que algunas horas más tarde fue hallada por una familia de nómadas 91


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que en caravana pasaban con lento rumbo hacia el Golfo. Al verla allí tendida, les llamó la atención que la pequeña no llorara y la creyeron muerta, pero al acercarse a ella vieron la luz radiante y azulina salir de sus pupilas, que se volvieron cenicientas al mismo tiempo que el cielo se cubría de grises nubes y comenzaba a derramar una llovizna refrescante que hacía meses les era negada. Enseguida los nómadas se postraron sabiéndose ante la presencia de una señal clara de las providencias. Hechos unos votos humildes pero sinceros, rescataron a la pequeña. En los años que siguieron, la criaron junto a ellos como a cualquiera de sus hijos, educándola en las tradiciones y otros menesteres. Pasó el tiempo e Innana creció. Entre los integrantes de la caravana se había hecho costumbre mirarle el color de los ojos para adivinar los tiempos por venir, y como era de suponer, la fama de sus aptitudes adivinatorias llegó hasta tribus distantes. Faltaba todavía mucho tiempo para que los babilonios castigaran a los pueblos renegados y para que el rey Hammurabi hiciera redactar la primera tabla juzgando a los hombres bajo una misma ley. Por eso mismo, las tribus dispersas de hebreos hacían entonces de la fuerza bruta y la 92


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cantidad su única regla moral, y al mismo tiempo que escucharon la leyenda de Innana quisieron poseer a la dueña de tan gloriosa perspicacia entre los suyos. Sin perder el tiempo enviaron a raptarla. Aquellos hombres malignos, precursores de Yisra, «el que lucha con Dios», de quien descenderían aquellos que se llamarían a sí mismos Israelitas y mucho tiempo después, ya en la decadencia del imperio Romano, exigirían la muerte de su rey, el propio hijo de Dios, llegaron hasta la caravana y no atendieron a las explicaciones ni a los ruegos de los padres adoptivos de Innana que una y otra vez aseguraban que la joven ya no vivía con ellos. Indignados y amparándose en las palabras de su dios Jehová que los azuzaba a cometer todo tipo de desatinos, quemaron la caravana y mataron a todos los que con ella viajaban. Lo cierto es que Innana no había abandonado a su familia. Lejos estaba de ser persona desagradecida, ayudaba con esmero y todas las noches rezaba a los dioses agradeciendo por la felicidad que hallamos en las cosas simples y cotidianas y por las contrariedades que nos otorgan fuerza y sabiduría. Veintitrés años habían pasado desde que Innana había sido abandonada a la amarga voluntad de los destinos.

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Hallábase entonces en víspera de su aniversario número veinticuatro, caminado rumbo a un oasis cercano en busca de agua, cuando se percató de que había perdido el rumbo. El desierto dorado, el laberinto sin muros, se extendía en todas direcciones hasta el horizonte y en lo alto el sol ardía furioso y lo lamía despacio como degustando en ello el sabor de lo inefable. Con algo de temor, pero sin perder por ello la calma, Innana procuró encontrar algún punto de referencia que pudiera guiarla de nuevo hasta el campamento y creyendo hallarlo en la prolongada sombra de un árbol solitario, comenzó a seguirle. Luego de mucho andar, sedienta y exhausta, al trepar una inmensa duna detrás de la cual el sol comenzaba a ponerse, se encontró de frente a una construcción inmensa que le sobrecogió el corazón, acostumbrada a la simpleza del desierto que se repite a si mismo constantemente. De planta rectangular y techo plano con forma de terrazas escalonadas de anchura descendente, la construcción se elevaba hasta rozar el cielo. Temerosa pero llena de curiosidad, Innana comenzó a subir y al llegar a la cima se sentó en el último peldaño desde donde pudo contemplar el inmenso desierto a su alrededor. Para ese momento el sol, terminaba de sumergirse en las entrañas de la tierra y el cielo 94


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negrísimo poco a poco comenzaba a cubrirse de estrellas que derramaron su luminiscencia sobre la superficie. Por el este, la luna había nacido inmensa, teñida con la sangre de los inocentes recién asesinados y ya rozaba las alturas regando de plata todo por debajo de ella. Innana notó que la luna comenzaba a cubrirse por un negro manto y permaneció de espaldas estacada al suelo temiendo que aquello fuera el fin del mundo que se aproximaba. Cuando la negra rueda cubrió por completo la esfera plateada, las estrellas se hicieron dueñas de un vigor monstruoso y brillaron como nunca lo habían hecho al punto de sentir Innana cómo le rozaban las pupilas. Abrumada por lo bello y sublime de aquello, olvidó el hecho inexplicable de que tanto el hambre como la sed y el agotamiento habían desaparecido y sin saber por qué, lloró por primera vez en su vida, sin que nada pudiera contener el torrente. Una brisa fresca cruzó silbando, trayendo consigo el dulce aroma del Tigris y arrebatándole las lágrimas de sus húmedas mejillas, arremolinándolas en el aire y haciéndolas ascender por entre la negrura rumbo al más brillante de los astros que titilaba en medio de una luz violácea. Innana sintió entonces un sueño profundo que la abrazaba y sin poder controlar el peso de los 95


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párpados, empezó a percibir como todo el alrededor se alejaba lentamente, como si se remontara hacia las alturas rumbo a una órbita lejana mientras ella permanecía inmóvil en el eje. Cuando el remolino alcanzó la estrella violeta, desde allí se proyectó un largo haz de luz hasta la superficie e Innana reconoció en aquel a Nammu, diosa creadora de todo, madre de Ki y de An. La diosa se figuró a su lado tomando la forma de un ave y le obsequió un brebaje al que llamo gan-zi-gun-na. Innana lo bebió y de inmediato le pareció que el alrededor se hallaba sumergido en el agua y el horizonte se movía lentamente. La diosa le habló y los sonidos se fundieron en imágenes, visiones coloridas una detrás de la otra, le empaparon las pupilas y el entendimiento. Sintió como si su propio ser se corporeizara en aquellas cosas en las que pensaba. Al principio Innana se sintió un poco mareada pero lentamente pudo darle un orden a sus perspectivas y así como sus ojos predecían los climas con exactitud, comenzaron a reflejar el porvenir de los tiempos. Las distantes tierras inimaginadas que se extendían más allá de las fronteras, se hicieron casi palpables. Vio la tierra en su totalidad y a los hombres que la habitaban, a los antiguos moradores de las cavernas y a las figuras enigmáticas que aquellos primeros dominadores del fuego pintaban sobre los muros de roca. Advirtió los bastones de hueso 96


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marcados que guiaron a los nómadas, conservándoles rastros y nociones sobre los animales y sus migraciones indispensables para subsistir. Luego fugazmente distinguió a los ganaderos y granjeros de las tierras altas más allá de su pueblo natal, inventores de la rueda. Entonces sus visiones dieron un salto. Percibió el nacimiento de los números y la astronomía. Vio los planetas y los conocimientos de los hombres del porvenir, sobre ellos y sobre el mundo, y sobre su propio espíritu. Vio que la memoria de todos ellos no alcanzaba para conservar tantas historias y sabiduría. Vio las formas de imágenes que pasaron a conformar conjuntos pictográficos por simplificación. Su mente no terminaba de comprender aquello, cuando a continuación vislumbró el florecer de los ideogramas y después de ellos, los signos que simbolizan los sonidos, todos procurando hablar desde la fría roca y la flexible arcilla cruda. De pronto el torbellino la arrastró hasta unas lejanas costas donde presenció al gran dragón utilizar la seda, el hueso y las escamas de pez como soporte para la memoria de los suyos escrita con largos pinceles curvos. Vio la tierra del valle del Indo, donde los hombres utilizaban hojas de palma seca para asentarse, vio a los habitantes de las tierras de los faraones dar uso a las tablillas de madera o marfil y reemplazarlos luego por rollos de 97


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papiro para fijar allí sus jeroglíficos. Sintió en su propia carne a los cananeos, hijos de Sem, inventar un alfabeto de veintidós consonantes con el fin de difundir sus intuiciones. Las primeras escrituras jeroglíficas, más allá del mar donde la selva se hace una con el hombre hecho de maíz y los dioses juegan al balompié. Observó fascinada cómo entonces los helenos sustituían progresivamente el papiro por el pergamino, conseguido a partir de piel de corderos, vacas, asnos y antílopes. Los vio adoptar el alfabeto de los fenicios e introducir la escritura alfabética de las vocales, alcanzando así la libertad de la divina creación de las ideas que pronto serían reprimidas. Los etruscos los copiarían y los latinos los copiarían a estos. El arameo se desenvolvía hacia el Este, llevando en sus formas la memoria del libro que los hebreos trascribirían, procurando ocultar siempre las huellas de la ascensión. Vio a un hombre justo sujeto en una cruz y al códice sustituir al volumen. El rollo continuo se transformaba en un conjunto de hojas cosidas y el hombre en la cruz hacía de su muerte la inmortalidad sellada en negros caracteres. Intuyó a Constantinopla y las tierras de occidente abatidas resistir la oscura nube de putrefacción que caía sobre ellas. Vio a muchos 98


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pueblos aguantar aferrados a un libro, y a la imprenta repetir ese libro por millones. Vio al libro volverse contra el hombre y empujarlo contra la ciénaga de la que pretendía emerger. Entonces vio al hombre renegar del libro. Vio muchas cosas indescifrables y entre ellas a todo aquel conocimiento condensado en una pequeña partícula del tamaño de un insecto. Vio al hombre surcar los cielos, pisar la luna, sumergirse en las profundidades del océano, controlar los secretos de las cosas y de la vida, controlar el fuego de las estrellas y el poder de las entrañas de la tierra. Y vio entonces que toda aquella sabiduría era una sola, uno solo también el hombre y el mundo, y uno solo su destino proyectándose más allá de un cuerpo. Vio también una sombra negra cernirse sobre sus espaldas soplando un aliento helado. Y al voltear vio que todo aquello que ella veía era visto también por otro miles de años más tarde, ahogada su mirada en una blanca hoja llena de símbolos negros devorándolos como si con ellos se entregara al placer carnal. Vio la contracara, al atroz verdugo encender la hoguera procurando matar al libro, a todos los libros, anhelando acabar con la idea misma, con la madre del libro que según el tiempo y el lugar, comunica al hombre verdades parciales. Vio a los 99


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mismos pueblos hijos del libro, procurando el sacrificio de las huellas de la propia palabra. En aquel momento sus ojos despertaron del sopor y el desierto fue infinito una vez más. Delante de ella con el cuerpo temblando, divisó el amanecer amagando su nacimiento y la estrella que nunca se oculta brillando intensamente un en el cielo. Innana guardó silencio, se sentía aturdida y extasiada. - ¿Cómo podrían los hombres conocer algún día todo aquello que solo les es reservado a los dioses? -preguntó finalmente, luego de mucho cavilarlo. - Los dioses conocen los secretos del mundo porque son ancianos, tan viejos como el universo mismo -respondió aquella voz suave que le vibraba sobre el cuerpo como si saliera desde adentro suyo. - ¿Existirá entonces algún día, un hombre capaz de vivir tanto como los dioses? -inquirió Innana confundida. - Los dioses viven desde siempre y por siempre lo harán -musitó la voz. - ¿Y algún hombre logrará hacerlo? -insistió Innana. - No de ese modo, la sabiduría del mundo permanecerá más allá del cuerpo que la muerte corrompe.

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- ¿Cómo será posible tal cosa? ¿Serán acaso los hombres capaces de recordar todas las historias narradas por sus ancestros alrededor del fuego y sus hijos todas ellas y aquellas por venir? - No será nunca el hombre capaz de guardar la sabiduría del mundo en su memoria, pero si de crear una memoria que sea la memoria de todos, que asegurará la permanencia de su espíritu más allá de la corrupción del cuerpo y el sentido. Innana permaneció boquiabierta, tratando de imaginar la extraña magia que le referían. La voz volvió a articularse. -En algún lado de estas tierras, el rey Gilgamesh ofuscado por la muerte de su amigo Eikidu, busca insistentemente el secreto de la inmortalidad. Pero el joven rey aun no comprende realmente la magnitud que ello significa. Huye rumbo al sur, Innana. Cruza el desierto hasta encontrar a este héroe sin igual y pídele que te cuente la historia de su vida. Una vez que lo haya hecho, toma una lonja de barro seco y valiéndote de una caña, deja constancia en ella dando forma a aquellas expresiones, tal como los comerciantes numeran su ganado y calculan su ganancia. -¿Cómo se supone que convierta en formas lo hablado? -A cada palabra le corresponderá un signo capaz de detener el paso del tiempo. Grábalos en columnas verticales sobre una tablilla, valiéndote 101


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de una caña. Aprende los signos observando el mundo que te rodea, nombra todas las cosas que puedas, y así como lo hicieron los dioses, las dotaras de vida. Enseña a otros a utilizarlos y honren a los dioses volviéndose inmortales. Gracias a ti, Gilgamesh hallará por fin el objeto de su preciada búsqueda, aquel capaz de vencer la muerte y el olvido. Pasaran miles de años, su piel y sus huesos no serán más que arena seca, pero su nombre y su leyenda seguirán vivos entre los hombres, alcanzando así la verdadera inmortalidad. Innana oyó aquellas palabras que fueron desvaneciéndose a medida que su mente volvía en sí y recobraba el equilibro. Caviló unos segundos en silencio procurando terminar de entender aquellos caminos que se abrirían al porvenir si la memoria de los hombres podía trascender la muerte y el olvido. Sin perder tiempo, se puso de pie. Para cuando la claridad del cielo ocultaba finalmente al brillante planeta, se hallaba cruzando la gran inmensidad de arena rumbo al emplazamiento donde los suyos habían montado el campamento. Desde lejos reparó en la humareda enroscándose entre las nubes e intuyó los fatídicos destinos que le aguardaban. Al llegar al claro lo confirmó, hallando tan solo un montón de ceniza donde antes había una caravana pintoresca, los cuerpos muertos apilados uno sobre el otro y 102


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las carpas saqueadas e incendiadas . Era lo único que quedaba de su familia. Innana dio rienda suelta a sus lágrimas, cerró los puños con tanta fuerza que brotó sangre de sus palmas y sobre ella juró dejar constancia del perverso acto, maldiciendo a los asesinos por los siglos de los siglos. - Serán por siempre recordados –susurró- y condenado su linaje al desprecio y escarnio del mundo más allá de los motivos. Acto seguido, infló el pecho haciendo fuerza del ardor y emprendió nuevamente el camino siguiendo las indicaciones de sus sueños. Durante días caminó sin sentir fatiga, ni hambre, ni sed, ni dolor. Todo le era indiferente salvo la directiva que le había sido encomendada. Marchó sin detenerse hasta que por fin, luego de mucho buscar, halló a un hombre llorando desamparado en la rivera de un río serpenteante. Innana le preguntó por la razón de su tristeza y el hombre le contestó: -Me ha sido arrebatada la raíz que era capaz de otorgarme la inmortalidad. Una serpiente me la ha robado y se la ha llevado consigo a las profundidades insondables, y tiemblo de solo pensar en el vacío helado y solitario que ahora me espera al final del camino, que habrá de llegarme como antes le llegó a mi joven amigo Eikidu.

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Innana reconoció entonces al poderoso rey oculto detrás de aquel llanto infantil del que había oído en sueños. Lo abrazó y procuró consolarlo. -Las raíces y las plantas tan solo permiten vislumbrar la inmortalidad de la que gozan los grandes creadores, puedes sentirte parte de ella por un instante, pero se desvanecen como las engañosas prominencias en la arena tras el soplido de una tormenta. Tú, que has vencido y sometido a hombres, animales y demonios, no debes flaquear ahora. He sido enviada por los dioses para otorgarte un don con el que trasponer las fronteras de la muerte y también del tiempo…” Allí el texto se interrumpía abruptamente. El arqueólogo Pablo Leopoldo Loreto leyó por trigésima novena vez la tabla de arcilla traduciéndola con paciencia y esmero, luego resopló temblándole el cuerpo. Ante la evidencia ya sometida a diversas pruebas, no se resignó a creer lo que sus ojos leían en aquella tabla de barro seco que parecía desafiar toda lógica y entendimiento. Una ardua formación universitaria y cuarenta años de comprometida experiencia de campo, no lo habían preparado para aquello que se insinuaba frente a él, en esos pequeños caracteres cuneiformes soportados por un fragmento de barro seco hallado en el desierto

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de Irak, algunos años luego de la homicida invasión norteamericana. Una amalgama de sensaciones se alojó profundamente en su vientre como un pesado amasijo de incredulidad y excitación que llegó a pesarle. El arqueólogo Pablo Leopoldo Loreto se puso de pie y como un animal enjaulado caminó en círculos por su despacho atestado de bibliotecas, libros y más libros, mapas ajados y toda clase de objetos antiguos amontonados como debe ser. Arriba de su escritorio, en los pocos espacios de pared vacíos y sobre los estantes, se acopiaban alargadas máscaras africanas, fósiles de moluscos y peces, improntas de hojas e insectos, huesos de diversos homínidos, antiguas monedas medievales, pequeños ídolos centroamericanos, manufacturas indígenas antediluvianas y variedad de chucherías semejantes. Pablo Leopoldo Loreto caminó lentamente con la mirada dilatada y el corazón vertiginoso. -Trasmisión -se dijo a si mismo. Pensó la palabra y la retorció una y otra vez degustando el sabor de cada letra. Su mente pasó de la farsa al prodigio, del júbilo al desaliento. Por un segundo, creyó estar frente al descubrimiento más revelador que hubiera afrontado su generación, sino la humanidad toda. Al siguiente segundo, pensó en un fraude sin parangón hábilmente perpetrado para dejarlo en ridículo y destruir su frondosa 105


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carrera. ¿Pero por quién? Ninguno de sus detractores caería tan bajo. De ser auténtico, se preguntó cuál sería la función de semejante reliquia, y qué fenómenos ignorados por la ciencia pondrían aquello de manifiesto. No podía parar. Si acaso publicara su descubrimiento… si acaso prefiriera cajonearlo…. Si decidiera consultar antes con otros colegas…. O escribiera un libro poniendo todo en evidencia. El arqueólogo Pablo Leopoldo Loreto sabía que aquella tabla había sido intervenida y que entre los caracteres originales se hallaban entrometidos otros, escritos por numerosas manos en diferentes épocas. Se hallaba frente a un libro de historia vivo cuyo primer carácter había sido tallado hacía más de cinco mil años atrás. Sintió primero rabia de aquellas intervenciones sucesivas que habían profanado la antigüedad invaluable. Luego recapacitó. -¿Por qué veo en aquello un objeto con el destino indiscutible de ser exhibido detrás de la vitrina de algún museo? ¿Por qué los agregados que durante el transcurso del tiempo le fueron confeccionados, deben parecerme una abominación y no un enriquecimiento de la obra? ¿O acaso no vale más un libro subrayado y anotado, transformado en un puente entre las eras, que un libro virgen y aséptico confinado al frió estante de

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una biblioteca decorativa como un simple y afligido adorno? La mente del Arqueólogo voló insaciable. ¿Cuántas manos habrían participado de aquel diálogo? ¿Cuántas mentes curiosas habrían contribuido a crear una obra que trascendía las longevas fechas e inmortalizaba en sí mismo los anhelos de los hombres? Entonces el arqueólogo respiró. Su mente de científico dejó paso a la de artista renunciando a hacerse preguntas inquisitivas sobre la naturaleza del objeto que tenía frente a sí. Consintió ser parte del torrente de la historia, se permitió cierta sinceridad y en ello se reconoció humilde participante, relegando el dudoso privilegio de jugar a ser juez amparado en sus estudios. Entonces en ese estado de relax, Pablo Leopoldo Loreto concibió una idea que en un principio se figuró aberrante, herética, inconfesable y que enseguida, nutrida por la sangre que bullía y ensanchaba el corazón del hombre convirtiéndolo en titán, se le apareció como reveladora. Agregaría sus propias notas al texto y lo guardaría en una caja fuerte que enterraría como un tesoro, para que un explorador del futuro volviera a descubrirla algún día. Apasionado a más no poder, Pablo Leopoldo Loreto se sentó nuevamente en su escritorio dirigiendo la luz de su lámpara hacia la tabla de 107


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barro. Se muñó de un pequeño cincel, procurando controlar su agitada respiración. Usando palabras en el idioma de su lengua materna, el español, comenzó a tallar en el reverso de la arcilla las palabras que leemos y las que siguen. El arqueólogo Loreto leyó a Gilgamesh y a Innana, fue testigo de un amor que nacía para legarle su historia al mundo y supo que aquellos dos eran reales, que estaban delante de sus propias narices entregándole un mensaje con milenios de antigüedad. Y entre dudas, miedos y esperanzas, éstos le alcanzaban el mensaje de todos los mensajes, lanzado al mar del tiempo como la botella de un náufrago que no pierde el anhelo de ser rescatado. “Pero yo soy también un náufrago” escribió uniendo cinco mil años en una simple línea- “y no poseo respuesta alguna, pues intuyo que soy también parte de esa pegunta que no termina aún de formularse a sí misma. Todos somos Gilgamesh y éste es el secreto de nuestra inmortalidad”.

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INDICE

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PRÓLOGO .......................................................... 2 UNA DE HÉROES .............................................. 7 EL CRIADOR.................................................... 24 DE ESPEJOS Y DE SOMBRAS ......................... 35 UNA FÁBULA SURREALISTA ........................... 42 LA ASCENSIÓN ................................................ 46 UNA LEYENDA MUY ANTIGUA ........................ 90

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ANUK ALMACEN DE LIBROS EDICIONES REPUBLICA DE CASACARRANZA WWW.ANUK.COM.AR IMPRESO EN ARGENTINA

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