Redundancias

Page 1


Redundancias

REDUNDANCIAS

SEGUNDA EDICIÓN AUMENTADA Y CORREGIDA.

PABLO D’AMATO

1


Redundancias

Diseño de tapas: Belén Asad ©2009 Pablo D’Amato www.anuk.com.ar Libros del autor: *Viejas nuevas palabras. *Nada no es lo mismo que. *Memorias del subt. *Mythos. *Redundancias. *En primera persona. *In pulverem reverteris. *Las increíbles peripecias del Pirata Ron Gilberto y otros tres relatos perplejos. *La presencia del bosque. *Rompecabezas *Memorias del olvido ANUK ALMACEN DE LIBROS EDICIONES REPUBLICA DE CASACARRANZA IMPRESO EN ARGENTINA PRÓLOGO

2


Redundancias

R

edundancia significa, según el diccionario Larousse, “repetición de la información contenida en un mensaje, no necesaria para la comunicación que favorece la captación pasiva y acrítica por parte del receptor”.

Cuando hace unos cuantos años llegó a mis manos una recopilación de cuentos que llevaba por título “Redundancias” (eran en ese entonces bastantes más que los que se compilan ahora en este volumen), me pregunté inmediatamente si acaso no resultaba justamente repetitivo llamar “Redundancias” a un libro que de alguna manera subrepticia y por momentos hasta poética, hablaba permanentemente de ello en una crítica violenta al funcionamiento de una sociedad que se caracteriza por ser precisamente redundante y acrítica, y cuyos problemas se repiten olvidando la propia memoria, día a día, año a año, milenio tras milenio. Concluí, cuando hube terminado mi primera lectura, que el titulo era no solo justo sino adecuado; diría perfecto, si no tuviera la palabra cierta fuerza que me excede, a mí y al texto. En fin, el “Redundancias” de aquel entonces provocaba, y el valor de la provocación consiste precisamente en incitar sensaciones, imágenes, 3


Redundancias

reflexiones, desde lo visceral, desde lo intrínsecamente orgánico, desde esa instancia metafísica en donde el lenguaje mismo es capaz de alterar el cuerpo, la percepción de sí mismo y la conjugación con la otredad, generando el llanto, la risa, el vómito o incluso la excitación. En aquella primera edición inédita -valga la contradicción- la redundancia, ese sentimiento tan típicamente kafkiano de la dificultad repetitiva que se vuelve insoportable hasta el hastío existencial, quedaba de manifiesto desde su esencia más íntima. Terminaba uno aquel libro hastiado, agotado, completamente redundado y eso era precisamente lo que el autor quería, y conseguía. Se trataba aquel, de un libro absolutamente manipulador. Soy consciente de que muchos no lo entendieron así, diría so riesgo de sonar soberbio, que esas personas no estuvieron a la altura de las circunstancias. Hay un viejo refrán que lo ilustraría pero que no sería prudente explicitar. Me consta que hubo quienes no quisieron penetrar la metáfora, aquellos que son incapaces de entender la provocación como un resultado positivo dentro de una obra que, evidentemente, pretende ser provocativa. Pero el juego de acidez e ironía no termina allí, porque son justamente esos tipos de 4


Redundancias

receptores, los que sin proponérselo favorecen una comunicación más pasiva y acrítica, o sería justo decir: más redundante. Básicamente necesitan un cartel en la primera hoja que diga: “esta obra pretende poner de manifiesto la redundancia del mundo y por eso se vale de ella como recurso estructural”. Una segunda edición, una vez más inédita ésta y solo para amigos y conocidos, vino con una advertencia similar. Aun así, muchos no lo entendieron. Cuando escucho comentarios de ese tipo me recuerdan a la clase media burguesa que se indigna ante las protestas sociales que se “entrometen” en su vida, dejando de manifiesto en ello que las protestas sociales en cuestión no se entrometen lo suficiente. Esta última (hasta el momento) y al mismo tiempo primera edición de “Redundancias”, poco tiene que ver con la segunda y nada con la primera -sería justo aclarar que lo único que conserva es el título. Los que supieron ver más allá las primeras veces, sabrán que miento. Se trata quizás de un nuevo juego que no vale poner en evidencia, de un nuevo chiste, una nueva burla, una nueva provocación.

5


Redundancias

Más allá de los argumentos, de las historias, las palabras bien empleadas, las oraciones construidas con belleza, más allá de las ideas manifiestas y las implícitas, la estructura se ríe siempre en nuestra propia cara y nos invita a reírnos con ella, o de lo contrario ser objeto de esa risa. El que ha frecuentado los escritos de D’Amato, sabe que es ante todo de una coherencia simbólica digna de los aparatos propagandísticos más deleznables de la historia. Cada parte habla del todo y el todo habla de cada una de las partes. Simplemente hay que saber buscar. Todo parece ser una pieza con capacidad de amoldarse a la forma que un rompecabezas aleatorio le dio por asignar, para conformar increíblemente una nueva imagen coherente. Las frases remiten muchas veces a otras de otros cuentos y los finales suelen ser también comienzos de otras historias. Casi todos los libros dicen, para el buen lector, más con lo que callan que con lo que evidencian. En este caso lo dicho se potencia por haber sido obsesivamente premeditado. Pistas por doquier llegan a hablar incluso de textos aun no escritos ofreciendo por tanto, diversas o infinitas posibilidades de lectura, tantas como

6


Redundancias

combinaciones seamos capaces de imaginar al mismo tiempo. Si lleg贸 hasta este punto y se tom贸 en serio las palabras anteriores, le recomiendo que lo reconsidere. Si tomo en seri贸 esta recomendaci贸n es entonces usted un caso perdido.

7


Redundancias

L

LOS AMANTES

a historia de Marcos y Ariadna, que es la que aquí me propongo narrar, tiene su comienzo en el barrio de Palermo.

Las calles exactas en donde se cruzaron por primera vez sus miradas, no podría precisarlas pero tampoco es importante. Marcos salía del trabajo, Ariadna volvía de la facultad. Fue casual (por llamarlo de algún modo) que a ella se le hubiese ocurrido volver caminando aquella noche, así como que a él se le diese por tomar una senda distinta de la habitual. Se chocaron y sin pedirse siquiera disculpas, cada uno siguió por su camino. Fue casual también, sin duda alguna, que a los pocos metros ambos voltearan, quién sabe exactamente porqué. Los ojos de Ariadna eran negros como la misma noche, los de él profundamente verdes. Sus miradas se enredaron como si una fuerza los controlara, como si una atracción mágica o por qué no de alguna índole física y mensurable, los hubiera sujetado para mantenerlos así, mirándose a través de las negruras.

8


Redundancias

Si no hubiese sido por Ariadna, seguro nada más hubiese sucedido entre ellos, ya que Marcos jamás hubiera tenido el valor de esbozar siquiera una palabra. Fue ella la que lentamente se dio vuelta para reanudar sus pasos hasta él y una vez ahí, sin darle tiempo a entender o ilusionarse siquiera, apoyarle un beso que de tan suave casi se le escapa. Marcos no supo que hacer, pero tampoco fue necesario que hiciera nada. Ella, con la misma suavidad, se desprendió de aquél beso antes de irse por donde había venido, con una enorme sonrisa adornándole la cara y le dejó en el bolsillo de la camisa su número de teléfono, anotado desprolijamente en un borde de servilleta. De qué manera Marcos se atrevió a llamarla, es una historia larga que no voy a detallar. Sólo diré que necesitó de la ayuda de parientes, amigos y amigas para juntar el coraje necesario. Ariadna esperó paciente, sentada a lado del teléfono, leyendo algún libro de Cortázar, seguramente tomando café con una gota de leche y escuchando algún disco de Piazzolla. Él se comió las uñas, todas ellas; se olvidó de todo lo demás y por fin luego de tomarse un 9


Redundancias

whisky bien cargado, respirar hondo y suspirar con pesadez, descolgó el tubo del teléfono y marcó los números con la punta de una lapicera. Desde el cuarto contiguo, que era la cocina, la 5ta de Beethoven le llegaba revoloteando por el aire desde la radio y a unas quince cuadras de ahí, Ariadna oía un aullido de teléfono. Lo dejó sonar 3 veces (por cábala), tomó el tubo con la mano izquierda, a pesar de ser ella diestra, lo acomodó entre el hombro y la cabeza, y dejando caer su cabello negro y enrulado sobre un costado, lo atendió. Marcos tardó en responder y cuando por fin lo hizo, todos sus miedos se disiparon. Hablaron durante media hora, más o menos, y convinieron encontrarse en un café cerca del obelisco donde, según él, pasaban buen jazz. Cuando ella llegó él ya estaba ahí con un impecable traje negro y el largo pelo oscuro cayéndole sobre la espalda. Ella pasó entre las mesas con tanta gracia que parecía flotar. Llevaba puesto un vestido rojo opaco y un rubio entre los labios. Se acercó sin que él lo notara y lo besó en la frente. El corazón de Marcos se rindió al suyo definitivamente.

10


Redundancias

Charlaron durante toda la noche, ella alternó cafés con Bloody Marys; él solo tomó capuchinos. Ella le contó de su familia, de sus sueños y sus estudios. Él le contó de sus amigos, de sus miedos y de sus proyectos. Ella le habló de Borges, Cortázar, Quiroga y Benedetti; él de Nietzsche, Freud, Beethoven y Dalí. Seguían charlando, totalmente suspendidos, cuando el mozo les dijo que eran las seis y que el bar cerraba; él quiso pagar todo y ella no lo dejó. Continuaron la charla en una plaza y ahí también se besaron con pasión. Él la acompañó hasta el subte y le compró una rosa, ella se despidió en francés y le guiñó un ojo. Se encontraron, a partir de ese día, todos los demás. -Fue amor a primera vista- dijeron los amigos de él y las amigas de ella. -Fue mucho más que eso- retrucaban ellos dos. Los “te amo” no tardaron en llegar y fueron tantos que no podrían haber sido contados. Compartieron música, libros, sueños y miedos. 11


Redundancias

Él le mostró lo que pintaba y ella se enamoró aún más. Ella le mostró lo que escribía y él no pudo resistirse. Compartieron horas de charla y otras tantas de cama. Ella era fogosa como el mismo infierno, él tan tranquilo como la eternidad. Compartieron salidas y noches de televisión, compartieron tristezas y compartieron alegrías. Él nunca le levantó la voz, ella nunca trato de cambiarlo; él le siguió regalando rosas, ella le siguió regalando sonrisas. Dos años después de haberse cruzado aquella noche en una esquina oscura de Palermo, se casaron. Alquilaron un departamentito en San Telmo, y a pesar de lo que la mayoría imaginaba, se siguieron llevando tan bien, e inclusive mejor, que cuando eran novios. Él consiguió un mejor trabajo y ella pudo dedicarse de lleno a la universidad. A medida que los meses fueron pasando cada vez más se conocieron y más se conectaron. Más se sedujeron y más vicisitudes compartieron. Llegado un punto, ya no necesitaron ni siquiera hablar, puesto que pudieron leerse el 12


Redundancias

pensamiento y participarse los sentimientos. Un solo gesto o un sutil movimiento de alguna parte del cuerpo, alcanzaba para que se entendieran. Él podía adivinar los sueños de ella sin que ella se los contara. Ella podía adivinar las ideas que él tenía para sus cuadros antes de verlos pintados. Ella leía libros y era como si él también los hubiese leído. En el desayuno podían comentarlos, claro está, sin necesitar pronunciar siquiera una palabra. El tiempo transcurrió, los años se sucedieron y a cada segundo fueron más semejantes, más equivalentes, más conjugados. El amor creció también con cada segundo y de igual manera fueron creciendo los celos. El comenzó a sentir celos de la lluvia, que rozaba la piel de ella, celos de la oscuridad que la acariciaba en las noches, celos del aire que respiraba. A ella le pasó lo mismo, los celos se desarrollaban proporcionalmente al amor, y el amor era tal que se volvía incomprensible para aquellos que los conocían. Sus amigos y amigas pasaron a ser dispensables, a ser tan sólo personajes de un mundo creado para ellos dos. Los años siguieron pasando en su extraña normalidad hasta que un viernes 23 de Junio,

13


Redundancias

cuando él se levantó, ella no estaba a su lado en la cama. A la desesperación inicial, sobrevino una angustia incontrolable. La buscó en todas aquellas partes que estaba seguro la encontraría y se horrorizó al no dar con ella. Llamó a sus amigas que hacía años que nada sabían, llamó a sus familiares que corrían la misma suerte, llamó a todo el mundo, recorrió cada lugar que ella había pisado, cada azulejo, cada charco. Revisó cada recuerdo pero ya nunca pudo encontrarla. A veces podía sentirla tan cerca que la piel se le encrespaba, podía oír su voz llamándolo por las noches pero entonces despertaba transpirando y se encontraba con una realidad ajena, una realidad que no registraba suya, una realidad que no le correspondía. Las lágrimas dejaron lugar a los llantos secos y desconsolados, la cama vacía por las noches se tornó insoportable y el dolor al despertar por las mañanas lo fue matando. Ya nada le pareció interesante, ya nada tuvo sentido; y así, con la calma con que las sombras acarician la soledad, se fue muriendo de tristeza, de dolor y de vacío.

14


Redundancias

Una semana exacta después de la desaparición de Ariadna, Marcos murió solo en su cama, doblado sobre sí mismo, con las piernas encogidas, la cabeza gacha y los brazos firmemente sujetos alrededor de su propio cuerpo. Nadie de todos aquellos amigos y parientes que no supieron comprender su amor sobrenatural, acudió al entierro, tan solo una llovizna egoísta y una brisa helada estuvieron ahí para acompañar su cuerpo en la última despedida. Veintiséis años después, cuando las lluvias torrenciales de agosto inundaron el cementerio de Chacarita y desenterraron su ataúd, nadie dio mayor importancia al hecho de que entre sus huesos estuvieran mezclados también, los de una mujer.

15


Redundancias

HAGAMOSLO OTRA VEZ

S

uenan pesados los pasos debajo de sus pies cansados. La humedad lo invade, lo quema, la siente dentro de él; lo posee, lo consume, lo agobia. Puede sentir su propio hedor putrefacto subirle por entre las piernas. Las ropas se adhieren a una piel empapada y cercenan llagas sobre las llagas, redundando dolores. El sudor recorre su rostro hirviente y lo quiebra. Camina lento, cada paso duele un poco más que el anterior. Las ampollas se retuercen con cada movimiento, las botas retienen el calor insoportable. El sol pica inclemente y arde. El pelo, completamente mojado, es ya una sola masa húmeda que cuelga cruda sobre su semblante. La cabeza late, todo pesa y lo empuja hacia sí mismo. Puede sentir la barba, las uñas, la lengua; es consciente de cada parte de su cuerpo. A su lado, la gente trascurre como si fueran fantasmas, sombras de sí mismos, como irónicos reflejos de su tragedia. Ve como lo miran de reojo y como se repugnan ante su hedor, ante su apariencia. Ve como se apartan de su camino. Se mueve lenta y dolorosamente, la fiebre no le permite hacerlo de otra manera. El sudor sigue 16


Redundancias

resbalando, los vendajes de la rodilla llenos de pus y de sangre, le pesan. Un bastón improvisado lo ayuda a desplazarse pero no le resulta suficiente. Todo a su alrededor parece transcurrir en cámara lenta. No soporta el ruido, lo aplasta el calor, el murmullo, la humedad, la gente. Tiene que llegar a la sombra, las miradas lo persiguen, siente vergüenza, siente odio, siente asco. El gentío pasa, cada uno absorto en su mundo, seguramente abandonan un segundo su ensimismamiento al pasar a su lado, para sentir una lástima que los redima de culpa. Algunos ríen, otros apartan sus miradas, otros la clavan sin piedad. Oye sus voces, siente su miedo, su aversión. Las cosas le resultan borrosas, los ojos le duelen, el sol lo persigue. El mundo parece querer complotar contra él, todo parece querer aplastarlo continuamente. La gente, si pudiese o si no mediaría el miedo a la ley, lo haría sin dudarlo, nadie gusta de los seres como él pues saben recordarles que el mundo no es tan hermoso como quieren enseñarles a sus hijos, les recuerdan que hay un pantano hediondo más allá de su burbuja. Sin embargo, lo olvidan tan pronto como cruzan la calle. Sopla una brisa, da gracias a Dios; sabe que no existe porque si así fuera, ya lo hubiera 17


Redundancias

matado. Igual le agradece. -Si existiese -piensa- lo hubiera destruido sin misericordia y con sus propias manos sedientas de venganza; hubiera clavado su mirada enferma en la suya y lo hubiera lastimado tanto como le fuera posible, descargando sobre su egoísmo cada miseria vivida. Por eso está tan seguro de que no existe. Tiene que hacer algo urgente, antes de que ellos lo hagan primero. Sabe lo que piensan, sabe que perturba su hermosura artificial, sabe que quieren eliminarlo, quieren limpiar su paraíso de la lepra que representa. Entonces, todo se detiene. El calor, el dolor, incluso la sed y el hambre. La ve pasar a su lado. 12 años parece tener. Libre de pecado, rubia, ojos claros. La mira de reojo y con desprecio. Puede sentir el perfume limpio de su sexo virgen mezclarse con la colonia de mamá. Menea las caderas y camina colocando una pierna delante de otra en perfecta línea recta, el cuello erguido señala el andar indiferente perfectamente calculado. Él siente odio hacia su perfección, hacia sus facciones delicadas. Se mueve con gracia y él siente deseos de destruir su hermosura, su inocencia lo enferma. Desea arrancar esa perfección, pudrir aquella 18


Redundancias

frivolidad. Sabe que nunca podrá tener una hembra así. Siente deseos de lastimarla, de destruirla, de lamerla, de tocarla, de romper su ingenuidad. Ella representa todo lo que nunca podrá alcanzar. Ella representa la gente que lo convirtió en lo que es. Puede imaginar cómo grita desesperada mientras la golpea y la penetra una y otra vez. Siente hambre de ella, siente que se le impregna su inmundicia, aquello lo insulta, lo rebaja. Desea profanarla, que sufra sus miserias, el mundo le ha negado ya tanto...le pertenece... es suya... su sexo le corresponde. La sujeta por el pelo, tan limpio y tan puro. No grita, la muy puta está paralizada de miedo. Eso le agrada, solo si le temen lo respetan. Coloca la mano en su boca. Ya es suya, no puede gritar, no puede defenderse, nadie puede verlo entonces, son tan solo ella y él. No le importa el dolor, camina con rapidez y la arrastra consigo. Las vías del tren son un buen lugar. Puede ver el pánico en sus ojos mojados. Puede ver la mueca de horror en su rostro. Llegan. Nadie puede descubrirlo, es una vía muerta solo habitada por sombras de nada. No resiste la 19


Redundancias

excitación, las manos le tiemblan, desgarra sus ropas con furia, toca sus pequeños pechos, los lame, los muerde con fuerza... sabe que la lastima, siente el gusto de la sangre en su boca y eso, como a un perro, lo excita aún más. Desliza su mano dentro de aquel pantalón ajustado de puta. Ella vomita. Entierra sus dedos... uno, dos, tres, cuatro, la mano entera. Siente como se desgarra. Llora, y él se excita con cada lágrima. Se descuida un momento y la pequeña zorra intenta huir, la golpea con fuerza en su rostro de ángel. Ahora todo es sangre, cae al suelo e intenta gatear, grita como un gato herido. La patea y siente el ruido de sus costillas al quebrarse; se desmaya, pero no quiere que muera, no todavía. Rompe sus pantalones, los arranca con desesperación, acaricia sus nalgas que aún están tibias, tiene que aprovechar... Destruye su ropa interior. La pija ya no cabe dentro de sus calzones, el glande palpita con furia. La penetra con fuerza, tanto como puede, siente como se rompe su pequeña vagina, siente la humedad de la sangre, dentro de su ano lampiño.

20


Redundancias

La rasguña, la muerde, el corazón le late rápidamente. Puede ver los moretones, sabe que no es su culpa, ella es suya e intentó escapar... no está mal lo que hace. Ella lo sedujo. Ella lo invitó. Sigue penetrándola, mientras la ahorca y la golpea. Siente la eyaculación subir por el miembro, la saca de su culo y acaba sobre sus pechos, sobre sus labios, sobre toda su cara. La mira, está totalmente pálida, totalmente helada... ahora si está muerta, completamente muerta, quizás ahogada con su propio vómito. La penetra una vez más. El hecho de que esta ya sin vida resulta tan solo un detalle, ya estaba muerta cuando paso a su lado, ella y los de su clase. -Yo mando- se repite, ahora es su mundo, él pone las reglas. Acaba dentro de ella. Siente que la ama, ella también lo ama. La abraza, le acaricia el pelo y le susurra palabras dulces al oído. Ahora no es más que un pedazo de carne podrida a un costado de la vía, ahora es como él, ahora es libre, -yo limpié su alma podrida- se jacta en silencio sabiendo que podrá cuidarla para siempre.

21


Redundancias

Es el mensajero de Dios, el espíritu santo, puede sentirlo, puede sentir la presencia en sí mismo... Ella es su María, tan pura, tan frágil y perdida. Ya está. Se despide y le besa los labios con suavidad. Sabe que debe apurarse pues quedan allí afuera muchas almas por salvar.

22


Redundancias

UN CUENTO

L

a vida de Maitén solía ser absolutamente repetitiva. El largo invierno había comenzado hacía apenas unas semanas, la noche se alzaba temprano y el frío que se colaba por las paredes chocaba contra el calor de los troncos que ardían en el hogar de ladrillos promediando la temperatura.

A eso de las siete de la mañana la mamá la despertaba para ir al colegio. Cursaba el cuarto año del secundario en un edificio que quedaba a poco menos de dos kilómetros de su casa. Por esas épocas del año, si no se tenía una buena camioneta había que ir a pie, porque las persistentes nevadas y las heladas posteriores hacían de la ruta un camino demasiado peligroso para un auto común y corriente, y las máquinas de la municipalidad no ayudaban demasiado a despejar la nieve. Las clases comenzaban a las nueve y terminaban poco después del mediodía. Para cuando Maitén volvía, sus padres estaban aún en sus respectivos trabajos y como no tenía más amigos que los libros que su abuelo le había ido regalando a lo largo de la vida, era con ellos con quienes solía pasar la tarde. 23


Redundancias

A través de los libros Maitén se embriagaba de historias y lugares, personajes y fantasías. Recostada sobre su cama se dejaba arrastrar por aquellas palabras que le permitían aventurarse más allá del Río Negro que era para ella el límite de lo conocido. Sin embargo y a pesar de que su biblioteca era su más preciado tesoro, no podía dejar de sentir un sabor artificial, convencida de que aquellas palabras que se hilvanaban una atrás de otra, generando uno o varios sentidos, dando vida al lenguaje que así mismo daba vida a la vida misma, no lograban más que enjaular entre hojas cosas que de tan infinitas y ramificadas apenas sí podían figurarse. Lo mismo le sucedía en la escuela durante las clases de matemáticas, siempre la maravillaba ver cómo los números se hilaban hasta lo metafísico y lograban dar forma a los cimientos mismos de la realidad de la que formamos parte. Se quedaba pasmada al percibir aquella relación que se repetía a sí misma y moldeaba todo lo demás y sin embargo sentía que no era suficiente, que era una maravillosa representación, pero que de tan ajena apenas sí valía tenerla en cuenta. Nada podían decirle los números ni las palabras de aquello que sus sentidos en conjunción llegaban a esbozarle. Era 24


Redundancias

como construir una montaña de tierra con el convencimiento de que se estaba cavando en busca de las raíces. Todo eso, Maitén lo sabía muy bien. Recostada sobre su pupitre y pegada contra la ventana ensombrecida, veía como el cielo de tan bajito que estaba parecía amarrarse a la tierra. Cuando nevaba, todo se volvía uno e incluso los sonidos se apagaban logrando que el entorno perceptible se trasformase en una gran burbuja. Los copos cayendo por miles y acumulándose unos sobre otros trasformaban el panorama en un viaje estanco, y por minutos, horas e incluso días, daba la sensación de estar preso dentro de un sueño albino. El profesor, varios metros delante de ella, no paraba de hablar, movía las manos agitándolas por el aire y regurgitaba palabras unas sobre las otras. Pero para Maitén el silencio era absoluto e inmutable. Plegada dentro de su propia conciencia, que había logrado clausurar momentáneamente al resto de los sentidos, intentaba hilvanar aquellas medias ideas que le venían dando vueltas desde hacía tiempo y transformarlas en una: la palabra es demasiado pobre como para traducir aquello que nos rodea. Si uno remite al viento helado que sopla en las 25


Redundancias

mañanas, que lo envuelve todo y lo trasforma en parte de sí mismo, sin dudas no está ya hablando del mismo viento que siente todas las mañanas, porque aquellas ráfagas que zanjan el aire como filos sonámbulos, que rajan la piel y riegan las pupilas reduciendo el cuerpo a un hálito tembloroso, son solo una parte de algo que se siente por entero y que es a su vez parte de un todo. El hecho de enunciarlo significa partirlo, separarlo y quitarle entonces su sentido. -La estepa patagónica no se puede separar, sin perder en ello su esencia- se retaba Maitén a si misma mientras recordaba sus intentos fallidos de lograrlo. -La palabra es finita -se decía- la palabra es cronológica, la palabra sirve para nombrar tal vez, a los universales aristotélicos que no existen más allá de su simbólica enunciación, pero apenas se las arreglan para aprehender a un hombre, a su ser, a su estar, a su acontecer y a su propiedad. Maitén solía pasar varias horas del día, y a veces de la noche, clavada contra la ventana mientras afuera la nieve hacía lo suyo, perdida en sus propias ideas e intentando desenredarlas, rastreándolas hasta los orígenes descarnados.

26


Redundancias

-Alguna manera debe haber -se repetía una y otra vez- de capturar aquella infinidad sin caer presa de sus ramificaciones. Y el día que alguien lo logre -pensabaseguro algo terrible o maravilloso sucederá. Lo único que se figuraba con seguridad irrevocable era que nada volvería a ser lo mismo. -El día que alguien lo lograse, al seguir el lector las líneas tintas con sus pupilas sentiría, sin poder diferenciarlo de la realidad, al viento helado soplar sobre su rostro y como el viento solo no puede ser, sentiría también las cumbres nevadas, la estepa reseca, el vacilar murmurante de los Cohiues y el impetuoso correr del río Limay. Ni las palabras, ni los signos, ni siquiera los conceptos me alcanzan por supuesto para describir aquello que Maitén imaginaba que sucedería si acaso alguien lograra representar lo que ante ella se manifestaba tan vivamente mientras aquellos pensamientos la tenían. Ni siquiera el chillido histérico del timbre anunciando el fin de las clases, logró extirparla de su orbe. Se incorporó, recogió sus cosas empujadas por la inercia que controlaba su cuerpo 27


Redundancias

y recorrió la salida del colegio sin ser verdaderamente consciente de lo que sucedía de sus ojos para afuera. Una media sonrisa en el centro de su rostro reseñaba la convicción de haber descubierto la pieza del rompecabezas que da sentido a todas lo demás. Algunas veces había escuchado de su profesor una definición que de tan esclarecedora y concisa lograba llenar un vacío de sentido a algo que sin embargo, ya se venía amagando en su cabeza. Pero esta vez le resultaba incluso más extraordinario, pues a ella misma se le había ocurrido la solución. Una solución que podía sentirse físicamente, - porque es distinto entender la explicación de algo -se decía constantemente- que poder sentirla como un hecho en cada segmento de la propia carne. Caminó la vuelta a casa inmersa en símbolos fugaces, enfrascada en su propia naturaleza de impresiones. Le tiritaban las piernas y el pecho le palpitaba más a prisa que nunca antes. A su alrededor, todo se le figuraba ajeno a pesar de haber visto cada porción de aquel panorama todos los días de su vida. A un par de cientos de metros de ella, el lago enorme y obstinado. Detrás de él, los picos 28


Redundancias

nevados y confundiéndose con éstos, incalculables nubes grises. Más cercanas a ella, las viejas casas de madera conviviendo con modernos edificios, y muchedumbre tras muchedumbre enredándosele en el paso, el viento frío y constante trayendo consigo el aroma cautivante de alguna comida en preparación y zamarreando sin piedad árboles y carteles. El sonido de autos y personas unificándose hasta ser un lenguaje indistinguible. Todo le resultaba repetitivo pero nuevo. Recorrió las veredas con la vista clavada al piso asombrándose con las formas que se creaban en las piedras lajas y refugiándose lo más posible dentro de su abrigo. Su mente, como si se tratara de una entidad por momentos separada de la propia conciencia de sí, reconstruía sin pedirle permiso el camino más corto hasta la librería del pueblo, al mismo tiempo que establecía que era una buena idea visitarla en busca de la solución a sus problemas. Unos renglones más tarde, cuando estuvo frente a la puerta de entrada, la empujó con las dos manos y sintió el aire caliente que la abrazaba tironeándola desde adentro. El ruido de las campanillas pareció darle la bienvenida.

29


Redundancias

-Suenan más contentas cuando entrás vosla saludó Gerardo, el dueño, contento de tenerla entre sus clientes. Maitén se sonrojó y replegada sobre su mismidad, saludó haciendo un leve ademán con la mano. La librería era pequeña y acogedora, se levantaba unos dos metros y medio por sobre el piso y se sostenía sobre grandes vigas de madera de ciprés. El interior estaba repleto de estanterías y muebles construidos con troncos, todos ellos atiborrados por libros de todos los tipos, tamaños, formas y colores. Gerardo solía acompañar a sus clientes en la entusiasmada exploración de los anaqueles ofreciendo charlas amenas y algún que otro mate caliente; era un hombre amable y apasionado, y su almacén de libros podía reflejarlo en cada centímetro de sí mismo. Maitén se acercó a la mesa de ofertas y empezó a revolverla nerviosa. -¿Puedo ayudarte en algo? -se aventuró Gerardo asomándose por encima del mostrador, con la pipa humeante colgando del labio inferior y el grueso bigote tapándole la mitad del superior.

30


Redundancias

-Es que no estoy buscando ningún libro en particular -respondió Maitén- cualquier libro que describa lugares podría servirme -agregó presurosa. El librero la miró pensativo y la apuró a sabiendas que lo que Maitén se traía entre ideas no era para nada ordinario. -¿Lo necesitás para el colegio? Maitén no respondió inmediatamente. Miró a Gerardo a los ojos mientras masticaba la respuesta y después de unos segundos de silencioso vacilar, reconoció que buscaba un libro capaz de trasportarla incluso más allá de la misma realidad palpable. -Hay buenos libros de filosofía capaces de hacerlo -le sugirió Gerardo. Pero a Maitén la sugerencia no parecía convencerla. -Necesito una historia que me demuestre que yo misma existo. Gerardo frunció el espeso acarició su enmarañado bigote.

entrecejo

y

-San Agustín, Descartes, Nagarjuna, Maturana, por solo nombrar a los más conocidos, podrían darte una mano con eso. 31


Redundancias

Maitén comenzaba a desesperar, movía velozmente la cabeza de un lado hacia el otro. -No -señaló rotundamente- Lo que yo necesito tiene que ayudarme a entender que existo más allá de ser una idea. -¿Qué es lo que andará dando vueltas por su cabecita?- se preguntó Gerardo para sus adentros acostumbrado a oír de Maitén extrañas confusiones- quizás se refiera al mundo eidéticose sugirió, sin encontrar una decodificación certera para lo que acababa de oír. Entonces Maitén se volvió a adelantar. -Estuve pensando, y estoy casi convencida de que somos personajes de un cuento. El rostro de Gerardo se contrajo sobre sí. ¿Cómo? -alcanzó a preguntar antes de que Maitén, que lo miraba con la cabeza alzada, siguiera explicándole emocionada. -Hace mucho que estoy pensando sobre eso y hoy en el colegio se me ocurrió que si somos personajes y en este momento nos están escribiendo o por ahí leyendo, entonces tiene que haber una manera de comunicarse con nuestro escritor. 32


Redundancias

- Pará, pará, pará… -la interrumpió Gerardo desconcertado- ¿qué te hace pensar que somos personajes? - Primero empecé a darme cuenta de que las cosas a nuestro alrededor tienen sentido porque nosotros le damos ese sentido. -Sí…- Y si nosotros le damos ese sentido, entonces no podemos siquiera imaginar cómo es que son en serio. O sea, todo lo que son para nosotros tiene que ver con el sentido que nosotros le damos. ¡Pero Maitén! Las cosas existen independientemente de que las pensemos e incluso las pensamos como las pensamos influenciados por siglos de tradiciones y culturas. - Sí, pero lo que yo quiero decir es otra cosa… - A ver… - Que incluso, si las cosas existen antes de nosotros, no sabemos ni siquiera de lo que estamos hablando, porque la manera en que las vemos e interpretamos es hundidos en ese mundo de significados. 33


Redundancias

- ¿Y cómo deriva eso en que alguien nos esté escribiendo? - Que todo es como un lenguaje que nos empapa, como si hubiera un lenguaje del cual no podemos salir y del cual somos parte y desde el cual vemos y entendemos todo lo que vemos y entendemos. - Sigo sin ver la relación. - Que las cosas existen en el sentido que son desde el momento en que podemos pensarlas y conocerlas, si es que no es lo mismo que si no existieran. Todo lo que puede tener sentido, incluso esto mismo que te digo, es porque está y estamos dentro del lenguaje, todo pareciera indicar que en última instancia, el ser mismo es lenguaje. Pero lo que yo digo es que alguien tiene que haber creado ese lenguaje mediante el cual todo se relaciona. - El lenguaje lo creamos nosotros mismos… ¿Vos estás buscando a Dios? - No se trata de Dios, se trata de que somos personajes como los de cualquiera de estos libros que nos rodean. ¡No es ninguna metáfora barata! Estamos escritos, somos tinta sobre papel.

34


Redundancias

- ¿Y vos pensás que ese supuesto escritor es el inventor del lenguaje? - No, creo que también él es prisionero. - ¿Y cómo es que pensás descubrirlo? - No estoy segura pero creo que hay que escribir el libro perfecto. - ¿Cómo sería eso? - Hay que escribir un libro que cuente la historia de él cuando escribió esto y de esa manera, se convertiría en nuestro personaje. - Entonces es fácil, sobre todo para vos que escribís tan bien. - Es que tiene que ser un libro inverso. - ¿Un libro inverso? nunca antes había escuchado ese término. - Lo inventé yo. Es un libro que hace el camino al revés… - Interesante…. ¿Y cómo sería eso? - Tiene que ir de las palabras a la realidad y no de la realidad a las palabras, o sea si existe un escritor, él no nos ve como nos vemos nosotros 35


Redundancias

sino que nos ve como caracteres sobre su hoja, como letras, palabras, oraciones y demás, quizás ni siquiera sabe que somos más que simples personajes. - Lo primero me suena posible, me gusta la idea del libro inverso y concuerdo con que hay que trasformar las palabras en su significado. Pero lo segundo tiene un error: si estamos siendo escritos entonces, Maitén querida, nuestro escritor no solo sabe perfectamente todo lo que pasa por acá sino que aparte nos debe estar dictando cada palabra que decimos. - Entonces debe saber que quiero hacer un libro inverso… - Si existe, debe saberlo. - Pero puede ser que él no pueda controlar lo que escribe. - En ese caso debe darle bastante miedo lo que está pasando. - Sí... ¿y qué pasa con el que lo lee? ¿Ahora nos estarán escribiendo o leyendo? - Es exactamente lo mismo. - ¿Lo mismo? 36


Redundancias

- Sí…si lo pensás, si estamos sujetos a una voluntad externa, el que nos lee nos da tanto sentido como el que nos escribió, según tu teoría del lenguaje. - Sería como estar existiendo infinitas veces al mismo tiempo, en el mismo lugar y en todos los demás. - Aparte no solo tendríamos una existencia circular, sino que cada vez que la órbita termina, no guardaríamos recuerdo de ella. - En ese caso no existiríamos realmente en el papel sino, en la cabeza de nuestro escritor. - Y en la de nuestro lector. - Entonces la manera de tomar las riendas de nuestro destino, no sería escribiendo un libro sobre las aventuras de nuestro escritor y convertirlo en nuestro personaje sino, tratar de influenciarlo para que escriba lo que nosotros necesitamos. - No te olvides, que en todo caso él sabe que lo que estamos planeando. - Entonces lo que hay que hacer es lograr que él se olvide de que nos escribió… 37


Redundancias

- Si pudiéramos hacer eso, todavía cabe la posibilidad de que alguien nos lea, eso suponiendo que el hecho de que el escritor nos olvide no signifique que desaparezcamos. - Bueno, pero suponiendo que logremos hacer que se olvide de nosotros y no desaparezcamos, tendríamos que convencer al lector de que nos ayude y que no vaya corriendo a avisarle. - Pará pará… Para mí, tenemos que juntar las dos ideas. Por un lado lograr que el escritor se olvide de nosotros y por el otro, confeccionar un libro inverso para capturar al lector… - Podemos escribir un libro sobre un escritor que nos escribe y muchos lectores que nos leen. - ¿Qué ganaríamos con eso? Lo que tenemos que hacer es convencer al escritor de que él nos sigue escribiendo por propia voluntad. - O mejor esperar que el escritor nos termine de escribir y después simplemente dedicarnos a convencer a los lectores de que en este mismo instante no están leyendo más que pura ficción. - Libro inverso mediante… -Sí obvio. 38


Redundancias

Maitén no llegó a soñar. Despertó enajenada pocos minutos después de haberse dormido. Estaba acurrucada dentro de su cama y cubierta por dos grandes frazadas rojas que la protegían del frío. Miró por sobre su cabeza y encontró una ventana, detrás de ella el cielo completamente diáfano. El silencio fue absoluto y ni siquiera el mutismo mismo se atrevió a interrumpirse. Aún un poco aturdida, estiró la mano y prendió el velador. Se refregó los ojos con fuerza e intentó clarificar en palabras la sensación que le recorría el cuerpo. Imaginó distintos sentidos que se extinguían antes de ser tales, y para cuando comenzó a aferrar una evidencia concreta, ésta se fue borrando por detrás mucho más rápido hasta desembocar en la ausencia. Entonces Maitén miró a su alrededor y supo que estaba en su cuarto, reconoció los afiches clavados a la pared y el techo a dos aguas construido con troncos. Cada noche se quedaba imaginando formas en las estrías de la madera hasta que el sueño la reclamaba. Miró un poco más allá y vio la puerta entreabierta. Todo trascurría normalmente. Mientras se hundía en un profundo bostezo, Maitén se sentó sobre la cama y apoyó las manos lentamente. Bajó su cara para quedarse mirando un agujero en el aire. 39


Redundancias

Pasados unos minutos, un segundo bostezo más intenso y profundo la devolvió al entorno, entonces con la mirada extraviada y el entrecejo fruncido, escudriñó cada rincón del cuarto hasta que sus ojos se toparon con la mesa de luz y sobre ella un cuaderno color rojo. Lo tomó entre las manos mientras pensaba que no recordaba haberlo dejado allí. Lo abrió al azar por el medio y se encontró con una hoja completamente albina, ausente de todo. Extrañada, a esa altura decididamente asustada, volvió a recorrer el libro para hallar tan solo la estructura blanca vacante de sentido. Estremecida, aun confundida por el sueño, retrocedió hasta el comienzo y un poco más aliviada se topó con la primera hoja del cuento escrito la noche anterior, lo había titulado simplemente “Un cuento”. Sintiéndose un poco torpe por el terror que circunstancialmente se había apoderado de ella, comenzó a releerlo sosteniendo el texto con una mano mientras con la otra se rascaba la cabeza. Leyó las primeras líneas y aquellas notas que la noche anterior le habían parecido una revelación digna de transformarse en cuento, le pareció confuso y hasta aburrido.

40


Redundancias

La idea en su mente seguía cambiando de forma sin asentarse, “si existe un afuera y un adentro, y el afuera solo podemos pensarlo desde adentro, y el adentro depende en buena medida del afuera… ¿cuánto se pierde o cuanto se gana en las sucesivas traducciones?” Maitén avanzó un par de renglones más, y convencida de que aquel cuento no lograba explicar aquello que le sucedía, dejó caer el cuaderno dentro de la papelera que había al lado de su cama. Enredada y un tanto desilusionada, apagó la luz y volvió a cobijarse bajo las frazadas sin siquiera sospechar que a su pequeño cuento le seguían unas cuantas hojas que ella nunca había escrito. Afuera, el viento sopló fuerte como siempre y las montañas se erigieron ajenas y vigentes, propias y ausentes, como una letra después de otra cubriendo la superficie de una hoja en blanco.

41


Redundancias

LA HISTORIA DEL ARBOL

A

nalía solía despertarse temprano, cuando el sol todavía no salía y los gallos aun dormían.

Caminaba descalza tratando de no hacer ruido sobre los pasos que separaban su cama de la ventana, corría las cortinas azules y se quedaba parada perdida en la penumbra, con las pupilas amarrándose a la estepa helada e interminable hasta que las primeras lenguas rojas lamían el horizonte. La monotonía entonces se volvía de un gris apagado, salvo por aquel árbol nudoso e intensamente verde que se erguía solitario justo frente de su ventana, rodeado solamente por kilómetros de verdosa hierba, algunos corrales descalabrados mucho más lejos las primeras colinas, los montes pedregosos que se levantaban estériles y detrás de ellos, primero los altozanos prósperos de pastizales para el pastoreo y luego los picos de montaña completamente albinos y vírgenes. La madre de Analía, Doña Julia, una mujer joven de piel oscura y rasgos marcados, plantó aquel árbol el mismo día en que sintió estar

42


Redundancias

embarazada de ella. Hacía de aquello poco más de 6 años. El árbol, se elevaba en un grueso tronco tan marrón que parecía negro y sobre él, nacía un follaje que de tan frondoso apenas sí cabía sobre las ramas que lo sujetaban. Todos los días al promediar la madrugada, Analía se levantaba para poder mirar lo que a sus ojitos pequeños significaba un acontecimiento casi mágico. El sol ardiendo en su seno comenzaba a elevarse sobre el horizonte mientras sus rayos se prolongaban cuesta abajo, consumiéndose en su esencia para volverse a juntar sobre el árbol creando una suerte de senda carmesí y un último fuego completamente negro. Unos segundos después, la luz era una y como si todo estuviera sincronizado, Analía escuchaba el sonido de sus padres en el cuarto contiguo al despertarse y corría hacía la habitación para zambullirse entre las mantas aún tibias y poder juguetear un rato con ellos antes de ir a desayunar. Doña julia estaba casada con Don Herminio. Se habían casado de apuro luego de que ella quedara embarazada. 43


Redundancias

Él, desde joven había trabajado como peón de la estancia “Los tres”, donde también tenía su hogar. Julia lo había conocido a los dieciocho años y un año y medio después, estaba yéndose a vivir con él. La modesta casilla constaba de dos cuartos y una cocina que hacía también las veces de sala de estar. Tenía una estufa de querosén y la letrina a escasos metros de la puerta. Con la llegada de Analía, todo se había vuelto más difícil. Herminio se levantaba a la madrugada y comenzaba su recorrido por el campo, arreglaba los alambrados y el establo, y al mediodía subía a controlar las vacas que estaban arriba en el monte donde los pastos eran más abundantes y frescos, para bajar recién cuando el ocaso era ya un hecho, con lo que Julia debía hacerse cargo de la casa, de la nena, de darle de comer a las gallinas que de tan flacas parecían ser puro hueso, y atender la quintita que tenían atrás del rancho. La plata cada vez alcanzaba menos y el patrón de la estancia no era persona justa y mucho menos generosa. “Si usted decidió tener un crió es su problema”, solía gritonear cuando Herminio le pedía un aumento o un préstamo 44


Redundancias

porque no llegaba a fin de mes. A pesar de todas las complicaciones habían logrado sobrellevarlo bastante bien. Analía ayudaba entusiasmada a su mamá en todo lo que podía durante la mañana, imaginando que algún día ella misma sería grande y capaz de llevar a cabo sola aquellas “proezas”. Hacía pocas semanas, había aprendido a ir a la escuela en bicicleta, con lo cual Doña Julia ganaba tiempo para cortar la leña para la noche e ir al pueblo a vender los dulces que ella misma preparaba. Era verano y como las temporadas de lluvia habían sido buenas, el campo entero florecía en una danza renovada. Los pájaros cantaban y los arroyos corrían sin detenerse jamás. Aquellos perros que no acompañaban a Herminio en sus faenas, jugueteaban de un lado para el otro, correteándose o correteando al Narizota, un gato obeso y malhumorado que a veces se aventuraba hasta el galpón en busca de alguna laucha desprevenida. El patrón era un hombre ya entrado en años, mezquino y antipático que había heredado el 45


Redundancias

campo, así como a sus trabajadores, de su padre que lo había heredado del suyo, un inmigrante italiano que había llegado al país a comienzos del siglo XX y que había trabajado varios años en el puerto de Buenos Aires hasta que un día el gobierno le otorgó unas tierras expropiadas a los indígenas para que cultivase. En pocos años y gracias a créditos y facilidades que se otorgaban en la época, había logrado pasar de la miseria casi total a ser un terrateniente poderoso y dueño de varios frigoríficos. Con las encadenadas sucesiones, su tierra se había ido dividiendo primero entre sus hijos, luego entre sus nietos y por último entre sus bisnietos, los cuales aún tenían suficiente tierra y dinero como para seguir repartiendo entre su descendencia por varios años más. El actual dueño de “Los tres” era uno de los últimos de la segunda generación y poco le importaban las tierras más allá del dinero que le proveían. Tenía una casa que raras veces usaba, a unos trescientos metros de la tranquera, pero pasaba la mayor parte del año en una ciudad cercana donde ocupaba un cargo político en el partido oficialista. Aquel día, todo habría de cambiar por siempre. Como todos los demás, Herminio había 46


Redundancias

subido a la veranada y Analía estaba en la escuela aprovechando los días de verano para recuperar las clases perdidas durante las crudas nevadas que en invierno azotan la estepa patagónica. Julia había hachado algo de leña para poder encender el horno desvencijado y había recogido un par de buenos huevos que utilizaría para preparar la comida de la noche. Había dado de comer a las gallinas y había cosechado algunas verduras. Todo sucedía según lo corriente. El sol brillaba furibundo en lo alto y allí afuera, el árbol se erguía imponente proyectando un camino de sombras contra el lateral de la caseta. Antes de partir hacia el pueblo, Julia siempre se tomaba unos minutos para acercarse al árbol y al pie de sus raíces contemplarlo en silencio y rezarle a su “diosito”, una suerte de cruza entre el mito católico que le habían impuesto durante su juventud y los viejos dioses aborígenes en los que había aprendido a creer desde pequeña cuando su abuelo la sentaba en su falda y le contaba increíbles historias empapadas de antiguas tradiciones. Julia pedía por su hijita, por poder sacarla adelante, porque pudiera tener la educación que ni ella ni Herminio habían podido tener, y porque no tuviera que pasar el resto de su vida trabajando en el campo la tierra de otros. 47


Redundancias

Luego pedía por su marido y también por el patrón, besaba con ternura aquel árbol que la hacía una con su hija, la Pachamama y el mismo dios y por último arrojaba sobre el tronco unas gotas de agua a modo de profundo agradecimiento. Luego se marchaba al mercado. Como siempre lo hacía, ese día Julia anduvo el sendero que cortaba camino pasando por sobre un arroyo y salía directamente a la ruta sin tener que rodear los corrales. Más o menos a mitad de camino, notó con enorme extrañeza una nube de tierra que se alzaba varios metros delante de ella. Fue el asombro de quien se acostumbra a vivir sus días con total redundancia, el que la mantuvo inmóvil, rígida como una roca y recogida en su propio aturdimiento. No llegó siquiera a verla. La vieja camioneta F100 que rodaba desbocada envuelta en aquella corona de polvo, la golpeó en seco a la altura del pecho y lanzó su cuerpo varios metros hacia delante. Julia cayó con la cabeza sobre las rocas que circundaban el arroyuelo y la camioneta logró frenar su masa luego de derrapar en el barro y chocar con todo su lateral contra los postes que sostenían el rústico puente sobre el agua.

48


Redundancias

Dentro de la cabina, zumbó primero un silencio furioso que pareció zanjar el aire con su confusión y luego, un pánico mudo que se devoró a sí mismo. Los dos hombres se miraron con emulación exacta, sin poder ocultar en sus rostros las muecas nerviosas que los sometían El patrón y un socio del estudio habían llegado hacía escasos treinta minutos al casco de estancia para probar en campo abierto el motor nuevo de la máquina. Y en eso estaban, dando vueltas al costado del camino, acelerando y frenando, cuando vieron a Julia cruzar el puentecito. -Esa negrita, es la esposa del peón- informó el patrón a su compañero. Y ante la sonrisa de éste, aceleró la camioneta con la intención de darle un buen susto frenándole justo en las narices. Estos indios le tienen terror a las máquinasalcanzó a decir justo antes de escuchar el sonido seco del cuerpo al chocar contra el capot y darse cuenta de que su broma había ido demasiado lejos. Poco pudieron hacer para salvar la vida de Julia. En el pueblo apenas sí había un sanatorio y la ciudad más cercana estaba a varias horas de viaje. 49


Redundancias

A la tarde, cuando Analía volvió del colegio, se encontró la casa vacía y supuso que su madre se había retrasado en el mercado, como no tenía una llave de la casa y el día seguía siendo hermoso, se quedó jugando alrededor del árbol que era su lugar preferido en todo el mundo. El tiempo se consumió como si no hubiera tiempo y cuando la tarde comenzaba a dejar paso a la negrura, justo cuando Herminio y su caballo se recortaban cuesta abajo en el horizonte recibieron la visita de la policía. Esperaron que el viejo gaucho llegase al casco y le dieron la noticia. Julia había muerto, asesinada a mano de cuatreros. El patrón era un político importante embarcado en medio de una campaña para ser intendente de la provincia, y tenía demasiado en juego como para permitirse ensuciar su nombre y reputación. Un par de promesas sobre favores futuros habían alcanzado para que los médicos confirmasen su versión de la historia. La policía, por supuesto, tampoco dudó de la afirmación del prestigioso terrateniente de quien, si todo seguía su curso normal, muy pronto serían empleados incondicionales.

50


Redundancias

Pocos días más tarde, Julia fue enterrada al pie del joven árbol tal como ella misma hubiese deseado. Don Herminio apenas tuvo tiempo para llorarla. Él era un hombre de campo curtido a base de helados vientos secos y nevadas interminables, y el patrón no quería “haraganes” en su tierra. Apenas un día más tarde, tuvo que dejar a Analía sola en la casa y subir a la veranada. Analía apenas concebía lo que había sucedido. Su mamá ya no estaba y no podía entenderlo. ¿Cuándo vuelve mamá?, se preguntaba para sus adentros extrañándola cada segundo más. Pasado un tiempo, comprendió que ya nunca volvería y que tan solo quedaba el recuerdo. Y el llanto se volvió una constante junto al violento vacío que su padre no supo cómo llenar. Era hombre de trabajo, no de palabras, y aunque sentía su propio corazón resquebrajarse y cada tanto el viento de las cumbres le servía de excusa y le arrancaba las lágrimas, no pudo más que aislarse en medio del campo donde sus tareas lo abstraían de la realidad dejando a su hija librada a su propia suerte. Los días se hicieron más largos y Analía los pasaba en total soledad. Dejó de ir a la escuela y 51


Redundancias

comenzó a encerrase en un mutismo casi absoluto. Pasaba horas enteras encerrada en la casa con la vista clavada en el techo. Herminio trataba de convencerla para que saliese a jugar pero ella se negaba. “Extraño a mamá” repetía entre llantos desconsolados una y otra vez, y se enrollaba sobre sí misma, abrazando las rodillas a la altura del pecho. Pasaron varias semanas hasta que Analía se animó a salir de la casa. Con el cuerpito temblando se acercó hasta la tumba de su mamá, la contempló en silencio y sintió como la piel le tiritaba. En la escuela le habían enseñado que las plantas y los árboles crecían alimentados por la tierra y Analía imaginó que si su mamá se había convertido en tierra, como había oído decir por el pueblo, entonces aquel árbol tenía que ser parte de su mama. A partir de ese momento, Analía se apegó al árbol cada vez con más intensidad. Su madre no se había muerto del todo. Lo pasó en adelante, jugando sobre el árbol, llevándole adornos que colgaba entre sus ramas, abrazándole y a veces hasta susurrándole cosas y riendo. 52


Redundancias

Era su único compañero. No importaba si llovía o si el sol ardía más de lo normal. No importaba si era noche cerrada o pleno día, Analía siempre estaba junto al árbol que cada vez crecía más y pronto comenzó a llamarlo “mami”. Don Herminio apenas sí veía a su hija por la mañana y por la noche, pero ni siquiera podía reconocerla, le hubiese gustado poder hacer algo pero, “tenía que trabajar” y su hija estaba cada vez más lejos y más ausente. Cuando Analía sentía ganas de llorar lo hacía al pie del árbol, cuando se resentía la soledad y el desamparo allí encontraba su refugio, cuando no podía dormirse corría a cobijarse entre las ramas y allí, a pesar del fresco, lograba conciliar el sueño. A él le contaba sus secretos, sus temores y sus alegrías y en él depositaba, toda su confianza. No tardó mucho en comenzar a desvariar. Afirmaba que el árbol le contestaba y que le hacía mimos. A veces se quedaba horas en silencio y otras, repetía palabras o frases sin sentido o simplemente aseguraba que su madre la llamaba y corría a encontrarse nuevamente con el árbol.

53


Redundancias

Herminio creyó entonces que su hija enloquecía. Pensó seriamente en dejarla al cuidado de algún familiar, pero ninguno quiso hacerse cargo atemorizados por las extrañas actitudes de la niña. Herminio comenzó a desesperar y no supo qué hacer. El campo estaba requiriendo más cuidados que nunca, pues los pastos y las plantas habían comenzado a secarse y los animales estaban cada día más débiles y enfermos. A todo esto, el patrón había ganado las elecciones y se disponía a ofrecer un Gran festejo en su casa, que necesitaba de varios arreglos. Pasaron las semanas y el campo se siguió arruinando. Los animales empezaron a morirse y donde antes había amplias extensiones de pastos para el pastoreo, hubo entonces tan solo tierra reseca. Solo el árbol, que apenas tenía 6 años y parecía de 50, seguía creciendo cada día más fuerte. Por fin llego el día del Gran festejo. Multitud de personajes políticos con su caravana de sirvientes asistieron a la velada. Abundaron las bebidas caras y las mujeres elegantes. Abundaron los comentarios aduladores y los servilismos roñosos. Entre los invitados muchos notaron lo 54


Redundancias

venida a menos que estaban las tierras del nuevo gobernador, así como la extraña luminiscencia de aquel árbol que podía verse a lo lejos. Pero eso no resultaba importante, estaban allí para divertirse, beber y comer gratis y en el mejor de los casos, hacer buenos contactos. Los festejos se prolongaron hasta altas horas de la madrugada. Herminio fue el encargado de preparar el asado y de que todo estuviera en orden, y también fue el único testigo de lo que sucedió. Comenzó como una luz enceguecedora y rojiza formando un círculo alrededor del árbol, expandiéndose hacia afuera y pronto fue un infierno absoluto que mordió todo a su alrededor. Las lenguas de fuego tardaron apenas unos segundos en envolver la casa y con ella a todos los comensales. Herminio intentó correr y avisar a los demás, pero todo fue demasiado rápido. En pocos minutos el campo entero, con todas sus construcciones había sido reducido a las más absolutas cenizas. Todo, menos el árbol, que había permanecido intacto en medio de un desierto carbonizado. Analía había visto el fuego desde su casa mucho antes de que lo vieran en la del 55


Redundancias

gobernador, lo había visto brotar desde los montes y bajar raudamente devorando todo a su paso. Había corrido entonces a protegerse bajo el árbol y allí se había quedado viendo como el alrededor se trasformaba en un torbellino de humo ardiente. Herminio, en su desesperación por salvar a su hija, había llegado hasta el margen del arroyuelo que cruzaba el camino y allí había logrado protegerse. Lo último que pudo ver fue al árbol circundado por las llamas y a su hija parada al lado de él. Cuando despuntó el alba, lo hizo con el cielo completamente cubierto por enormes nubes grises y una lluvia torrencial que extinguió el fuego con la misma rapidez que este se había extendido. Un silencio tan sepulcral, que lograba enmudecer al mismo silencio, completó la escena que no tenía ya testigos. Durante las semanas que siguieron, los medios se hicieron un festín con lo sucedido: setenta y ocho muertos incluyendo al flamante gobernador, una menor desaparecida y un único sobreviviente que murió en el hospital a los pocos días murmurando algo acerca de un árbol que se había comido a su hija.

56


Redundancias

Durante los años que siguieron, nada creció en aquellas tierras más allá de aquel extraño árbol en medio de la aridez, y poco a poco perdieron su valor. Fueron por fin donadas a una tribu de aborígenes parientes de los primeros pobladores, que en poco tiempo lograron recuperar la tierra. La primera generación llegó a verla ya cubierta de florestas y arboledas, así como de porciones prosperas para el cultivo, llegaron a verla caminada por diversos animales y personas. El árbol, siguió creciendo hacia arriba y así mismo, se hinchó en su tronco un enorme nudo. Los viejos-nuevos habitantes vivieron a su lado por mucho tiempo y vieron en él un símbolo de su renacer, conocedores de que nada puede morir realmente, pues vuelve a formar parte de la Pachamama una vez que se extingue su soplo en el mundo. Tampoco sufrieron al ver que poco a poco el árbol se secaba. Al día de hoy, cualquier viajero que pase por la ruta podrá distinguir entre todo lo demás, un enorme árbol seco con el tronco quebrado por su peso que se mantiene erguido en medio del monte. Y si acaso este viajero decide acercarse hasta el pie de aquella enorme mole, advertirá que en uno de 57


Redundancias

los laterales al tronco le crece un bulto perfectamente oval. Sin embargo nada de aquello podrĂ­a prepararlo para lo que verĂ­a si decidiese asomarse por las grietas de la parte quebrada y mirar hacia el interior. Como si hubiera sido tallado desde adentro, profundamente sobre la misma madera del nudo, descansa la figura de una pequeĂąa niĂąa encogida sobre si misma con las rodillas abrazadas a la altura del pecho.

58


Redundancias

EL CÍRCULO PERFECTO

A

nna surgió, sintió un soplo cálido que le acariciaba el rostro y abrió los ojos. Se encontró a sí misma tumbada en el suelo rodeada por altos pastizales ambarinos que se extendían hasta un lejano horizonte de montículos rocosos. El cielo sobre ella, intensamente azul y homogéneo, parecía haber sido pintado de una sola y segura pincelada. El aire, cargaba consigo un aroma apenas perceptible pero que le resultaba profundamente sugestivo y no se oía sonido alguno excepto el del propio correr de la brisa a través de la hierba, que se estremecía lentamente. Tenía miedo sin saber a qué, pero intuía que al miedo mismo, y eso era de lo único que creía estar segura. Ignoraba por completo que su pelo era largo y tan rubio como la paja que la ceñía. Ignoraba que sus ojos eran más negros que la noche misma y que su nariz estaba cubierta por pequeñísimas manchas castañas. Desconocía por completo su nombre, su edad y menos que menos podía recordar cómo y por qué había llegado a tal situación. Instintivamente miró por sobre sus hombros en busca de algún signo que le indicase por donde había llegado, pero nada había allá atrás más que una infinidad de pastos 59


Redundancias

secos. Se preguntó a sí misma si estaba muerta y concluyó que no; no recordaba una historia que la precediera y tal cosa era lo mismo que haber nacido en ese preciso instante. ¿Cuál sería el primer recuerdo del que guardaba memoria? Anna caminó algunos pasos y recién entonces se percató del extenso manto níveo que cubría su delgado cuerpo. La tela la envolvía como abrazándola y remarcaba sus formas. De un solo tirón arranco la parte inferior de la túnica, que se le enredaba en los herbajes dejando al descubierto sus piernas de un blanco total. Todo lo que sus sentidos captaban se sucedía con tal pausa que amagaba con rendirse en el intento. Las brisas sobre su cara, el rozar de las espinas cobrizas que entonces le cortaba las piernas, el sonido de sus pasos sobre la tierra levemente húmeda, todo, absolutamente todo parecía hallarse entre paréntesis, e incluso creyó percibir que los sucesos se articulaban uno detrás de otro sin que mediara entre ellos una separación abrupta. Anna comenzó a caminar, hacia delante pues así sentía que debía hacerlo. Caminó un tiempo indefinido e identificó a lo lejos un solitario y pequeño árbol oculto entre los pastos, y más a lo lejos, pudo divisar con claridad las colinas 60


Redundancias

rocosas. Sin dudarlo se dirigió hacia el árbol, quizás por simple curiosidad o quizás porque era lo único distinto que había visto en toda su corta vida. Comprobó que a sus pies nacía un rió, y en esas aguas adormiladas pudo ver su propio reflejo y por un instante reconocerse. Una extraña sensación le recorrió entonces el cuerpo, como si algo dentro de ella luchara por escapar, pero fue un aliento efímero que agonizó en su propio ensayo de regeneración. Anna permaneció un largo rato mirando su doble sobre la superficie pulida y cuando supo que esas eran aguas seguras decidió bañarse en ellas. Se sumergió en las negras profundidades que traslucieron y ciñeron aún más el fino manto que la envolvía. Su cuerpo albino era de una gracia casi diabólica, poseía pechos pequeños y firmes, y sus pezones aún más pequeños y profundamente oscuros se erguían dé tal manera que parecían a punto de estallar. Su cuerpo era largo y enjuto, su piel blanquecina parecía ser tan suave como el agua que entonces la mojaba, el poco vello que cubría su pubis era también, intensamente blanco. Anna jugueteó con el agua olvidando todo lo demás, paradójicamente su memoria comenzaba a aclararse y las cosas a su alrededor se empezaban a figurar acompañadas de borrosos significados.

61


Redundancias

Sus manos pequeñas y sus largos dedos continuaban empujando la líquida oscuridad y regodeándose en ella, cuando Anna notó casi sin darse cuenta, que la piel inmaculada de una de sus manos comenzaba a levantarse. Sobre la palma blanca se abrió la carne dejando lugar a un oscuro símbolo oval cruzado por tres estrías también absolutamente negras. Verlo, despertó en su mente una avalancha de medias memorias que no terminaban jamás de apuntalarse y que sugerían en su misma fugacidad otra vorágine de recuerdos que hacían lo propio. De las incalculables ideas que pasaron, tan solo dos pudieron subsistir: Anna supo que eso mismo ya había sucedido con anterioridad, supo que pasaba seguidamente y que la mayor parte de las veces, entre las reminiscencias que se sucedían sempiternas y que asimismo se escapaban, estaba aquella que remitía a lo que sucedía en ese mismo momento. Anna percibió que de alguna manera y por alguna razón, ella no comprendía pero podía intuir haber logrado hacerse de ese recuerdo que era de gran importancia. Lo segundo que recordó fue que aquel símbolo en su mano representaba a la misma agua que lo había descubierto y que estaba trazado en caracteres que solo ella podía comprender. Del mismo modo, sintió que con cada recuerdo se estremecía su cuerpo como atravesado 62


Redundancias

por mil filosas espadas y supo que debía averiguar que había detrás, o adelante, de todo eso. Allí permaneció Anna sumergida en las aguas, ensimismada e intentando entrelazar esas memorias que se le conformaban tan dispersas cuando sintió un perfume especialmente pulcro que le venía de a fuertes ráfagas heladas. El cielo comenzó a cubrirse por espesos nubarrones arremolinados. Las primeras gotas que la salpicaron vinieron acompañadas por gruñidos que hicieron temblar hasta las entrañas de la tierra y el cielo, que en un solo soplido ensombreció todo lo que había por debajo de él. A lo lejos sobre los cerros, Anna pudo ver las dagas de fuego cortar el aire y el terror se apoderó de ella. Salió del agua tiritando de frió y de miedo, con el cuerpo encogido abrazándose a sí mismo. La piel mojada brillaba en medio del gris perpetuo en el que se había convertido la estepa que cada vez parecía más alejada del cielo. Se cubrió nuevamente con la túnica y notó que aquel segmento que le hubiera arrancado en la mañana se encontraba nuevamente en su lugar sin preguntarse por qué, se cobijó el rostro con la capucha y sus pelos enrulados fueron entonces totalmente lacios, cayeron sobre su rostro ocultándolo casi por completo. Solo aquellas 63


Redundancias

pupilas negras refulgentes lograron superar al sin color que teñía los alrededores. Anna recordó entonces a aquella tormenta. Evocó al cielo exageradamente alto y en él varias nubes fuliginosas tranzando una danza póstuma. Se acordó de ella misma huyendo y resintió el terror que hubo sujetado su cuerpo. No supo de qué huía pero supo que venía con la tempestad. Un ruido sordo la extirpó de sus pensamientos, una de las dagas refulgentes azotó el árbol que estaba entonces ya a bastante distancia y lo trasformó en una flama ardiente que chispeaba por doquier. Unos segundos después se oyó un bramido victorioso desde las alturas, casi al mismo tiempo que Anna podía sentir el arisco hedor de la madera humeante y oír el áspero ronquido del fuego que crepitaba insaciable. Las lenguas rojizas comenzaron a extenderse sometiendo al impávido diluvio y pronto la sabana áurea fue de un escarlata furioso bajo un gris melancólico. Anna corrió hacia adelante, corrió intentado escapar del fuego que devoraba todo a su paso con lenguas que se levantaban por sobre ella hasta fundirse con las mismos nimbos marchitos. Corrió sin detenerse jamás, ni siquiera para mirar por sobre sus hombros, pero su tranco nunca podría 64


Redundancias

haber sido más rápido que la bestia de fuego y su apetito insaciable. Primero sintió el aire calentarse hasta que las mismas gotas de lluvia se evaporaban antes de tocar las llamas, luego sintió los latigazos ardientes rasguñar sus ropas, el humo áspero que se le metía en la garganta y en los ojos y los recuerdos que regresaban cada vez con más facilidad. Anna supo que por sobre todas las cosas no debía sacrificarse y sabiendo que no era el momento para pensar entendió por qué. Se dio media vuelta ocultando todo su cuerpo bajo la manta que parecía haber crecido de tamaño como para poder arrebujarla por completo, y extendió la palma de la mano con el signo enfrentando a las llamas. Éstas, como reaccionando con saña, se abalanzaron sobre ella y apenas tocaron la carne impresa se extinguieron acompañadas por un silbido de ira y enormes nubes de vapor. Antes que la última llama ardiente se ahogara por completo como una última exhalación, Anna sumergió su otra mano en ella, y tal como esperaba, pudo ver cómo bajo su carne blanca se figuraba un nuevo símbolo que constaba de cuatro trazos curvos y finos cruzados por uno de mayor grosor. El alud de remembranzas fue furioso. Recordó que ella misma hubo grabado esos símbolos de poder elemental en su cuerpo, 65


Redundancias

valiéndose de antiguas y prohibidas magias arcanas. Evocó haber aprendido esas magias por propia cuenta y haber jugado con fuerzas demasiado poderosas y trastornadas. Refrescó que lo hizo para ocultar un secreto grandioso pero tan espantoso como extraordinario, y comprendió que el terror al que escapaba no la seguía por detrás. Inmediatamente vislumbró en aquel hallazgo la llave para conocer su historia. Recordaba cada vez más haberse encontrado antes en una situación similar, preguntándose por su pasado, por su memoria y descubriendo de a poco que lo que hubo sido era lo mismo que le sucedía. Percibió una conexión que negaba cualquier posibilidad de imprevisión y supo sin lugar a ninguna incertidumbre, que aún faltaban dos insignias. A los develamientos le sucedieron nuevas cavilaciones que se insinuaron y asimismo desaparecieron. Sabía que tenía suficientes rastros como para presagiar dónde conseguir los dos caracteres que le faltaban, pero también sabía que no contaba con el recuerdo que hiciesen completamente coherentes los rastros de las acciones. Anna comenzó a caminar con rumbo marcado hacia los altozanos pedregosos que había visto al despertar un tiempo atrás; no sabía que 66


Redundancias

podía esperarla más allá de los altos picos, pero sabía que era mejor que un pastizal ausente. La cuesta resultó empinada y la caminata fue lenta y forzosa. Los eriales chamuscados fueron quedando cada vez más lejos y poco a poco fueron surgiendo primero, pequeñas arboledas y luego cientos de árboles robustos hasta que Anna se halló caminando por medio de un frondoso bosque, completamente enmarañado, que se cerraba muy alto por sobre su cabeza formando una profunda noche sin estrellas. Con cada paso que daba podía sentir que unos ojos ciegos la seguían en las penumbras, susurrando en su oído el lánguido sollozo del silencio más helado. El olor a humedad era tan denso que a Anna le pareció que le abrazaba el cuerpo. Encrespada por los escalofríos, extendió la mano que había hundido en el fuego y una pequeña llama se encendió en medio del símbolo sobre su palma, destellando un albor tenue que fue impregnando todo alrededor hasta que los árboles parecieron tener una propia y leve luminiscencia. Fue como si en un segundo todos los árboles que la rodeaban se hubiesen movido. Como si en la oscuridad todos ellos se hubieran encorvado con sus rostros inexpresivos sobre su cuerpo, siguiéndola, casi rozándola, respirándole sobre la cara y como si ante el primer 67


Redundancias

brillo se hubieran alejado, aterrados de un solo e invisible salto. Anna se encontró parada en medio del único claro de una floresta perpetua, estaba en medio de un círculo perfectamente iluminado y el árbol más cercano estaba a una distancia más que prudente. El suelo suave bajo sus pies, le pareció el lugar que tanto había estado buscando y sobre él posó su mano izquierda. Al primer tacto comenzó a fluir de ella el agua más transparente que Anna hubiese visto en todas sus vida y en contacto con la tierra, se trasformó en barro. El tercer elemental, según había recordado. En aquel charco de barro fue a hundir su delicado pié y vio entonces cómo emergían rompiendo su piel, varias líneas rectas una debajo de la otra. Una de ellas, más larga que las demás, se unía con un círculo pequeño. Anna cayó arrodillada sobre el suelo, pues el dolor sobre su espalda se hizo insoportable, sintió las espadas hundirse nuevamente en su carne y entendió que esos dolores eran consecuencia de una encantamiento que bordaba en su cuerpo todo aquello que debía recordar. Cada suceso que su memoria debía conservar se marcaba profundamente en la carne, bajo la blanca e 68


Redundancias

inmaculada piel. Era la única manera de reconstruir su historia: marcar en su propia entidad, aquello que iba descubriendo e incluso aquello que iba recordando que descubría. Anna comenzó a reconstruir su memoria más completa de lo que nunca lo había hecho; estaba condenada a repetir, a morir y renacer, dormir, despertar y olvidar lo que le había sucedido. Recordó que al principio era mucho más difícil y con el tiempo cada recuerdo abarcaba más posibilidades que a veces pasaban sin detenerse, pero alcanzaban para que lograra rescatar alguna sensación. Por ello había imaginado que debía escribir su cuerpo, y sabiendo que lo olvidaría, había creado un sortilegio que lo hiciese por ella aun sin que ella fuese consciente. Pero había olvidado incluso esto, hacía ya innumerables infinitos, porque siempre olvidaba y siempre surgía nuevamente, siempre intentando luchar contra la ausencia de no ser. Los recuerdos comenzaban a formar una conjunción y Anna lo sintió como un trago de agua en medio del desierto. Le quedaba un solo signo por descifrar y solo los vientos helados de las cumbres de darían la respuesta. Hasta allí subió, concentrada en repasos huidizos y preguntándose por los sentidos de lo que le sucedía. A medida que fue llegando a la 69


Redundancias

cima, el frió se fue haciendo más intenso y la nieve comenzó a transformarlo todo en un blanco absoluto al punto que su propia piel se confundía y mimetizaba con el paisaje. El cielo contrastaba con su negrura impávida aun cubierto por estrellas. La nieve se engullía los sonidos y el eco del silencio se prolongaba más allá de los vértices de los cerros que formaban una muralla de roca alrededor de Anna. Los vientos comenzaron a soplar con furia, y el último tatuaje se dio a conocer. Surgió más violento que los demás, escupiendo sangre y carne a su paso y se mostró orgulloso: un rectángulo de un negro brillante y sobre él un triángulo del mismo color, solo visible por su relieve Anna sintió entonces que las espadas se abrían paso pero de adentro hacia afuera. Su cuerpo comenzó a llagarse, la piel a desprenderse y bajo ésta, aparecieron incontables palabras que le surcaban las extremidades, el torso y el pecho. Con las escrituras manifiestas, Anna pudo comprender toda su historia, escrita por ella misma en la profundidad de su propia carne. Sus pupilas oscuras persiguieron las runas con persistencia histérica y descubrió, horrorizándose hasta la locura, que estaba dormida siendo el sueño de ella misma y condenada a despertar 70


Redundancias

siempre en una pesadilla más terrible que la anterior. En su vanidad había procurado ser consciente dentro del mundo del sueño para poder controlar el infinito, más su magia rudimentaria nada pudo hacer contra el hombre de la arena que enfurecido la condenó a vagar sin recuerdo sufriendo por todas las eternidades, mucho más de lo que su propia conciencia atormentada pudiera resistir. Siempre estaba a punto de descubrir el engaño y era ese precisamente el más sádico de los castigos. Al dormirse o agonizar olvidaba todo lo que había aprendido, y solo lo recobraba a modo de convulsiones fugitivas, todo discurría irrefrenablemente, como un río salvaje. No existía un solo punto de apoyo. Pero Anna había logrado burlar al guardián, había concebido los poderes elementales, dentro del mismo sueño y había forjado una memoria paralela que le hiciese de guía. Había esperado eones, inenarrables pesadillas una adentro de otra. pero por fin se acercaba a su libertad, podría despertar por fin o al menos morir definitivamente, cualquier cosa era mejor que ser cautivo en el infierno de ese sueño alucinante donde los terrores más innombrables se multiplicaban a sí mismos y se regodeaban en una claustrofobia primigenia. Anna caminó los pasos que la separaban de un 71


Redundancias

santuario de loza negra que se levantaba a poca distancia de la parte más alta de la montaña. Pasó por sobre un acantilado con la tranquilidad que le proporcionaba la tierra que se generaba por debajo de sus pies y los vientos arremolinados que la sostenían con fuerza. Sintió el repiqueteo de lo que parecían ser unos timbales sonando incansables una música que aparentaba engullirse todo lo que hubiera por debajo de la estructura parda. La superficie del santuario alternaba rectángulos quemados donde se reflejaba, y blancos donde solo proyectaba su sombra. En cada uno de sus extremos se levantaba una columna grabada y en cada muralla había cantidad de espejos que centuplicaban la situación. En medio de la sala se levantaba un sagrario de forma circular, hecho de un mármol tan profundamente negro que parecía devorar todo vestigio de luz a su alrededor. Representaba un reloj que marcaba las veintitrés y sobre ella se vino a posar para dormir su último sueño. Anna forjó entonces una daga, utilizando los cuatro elementos que ahora controlaba y con ella se abrió el vientre. La sangre le brotó a raudales, comenzó a escurrir por los flancos y poco a poco fue manchando todo de un violento rojo carmesí que se confundió con el horizonte que comenzaba a arder en su esencia. Cerró los ojos y sintió que el pecho se le partía. Llamado por la 72


Redundancias

sangre tibia irrumpió un imprevisto quinto signo que ocupaba todo su torso. Eran varios cuadrados uno adentro de otro y en medio un espiral que parecía jamás terminar y seguía siempre cerrándose sobre sí mismo. A punto de desangrarse por completo, Anna recordó que la capa la protegería en el mundo onírico de olvidar lo inolvidable: de olvidar su propio olvido. Sollozó entonces el último hálito de tibieza y sobre aquel perfecto círculo numérico de mármol negro recordó haber recordado ya, el olvido de su recuerdo.

73


Redundancias

L

LA MUERTE DEL POETA ADALMACIO GUTIÉRREZ

a primera noche de la última semana de su vida, el poeta Adalmacio Gutiérrez soñó con una biblioteca que era tan grande como el universo mismo. Los bibliotecarios de la misma, eran matemáticos y astrónomos, y para hallar los libros que los visitantes les requerían, echaban mano de fórmulas complejísimas pues los libros se hallaban ocultos como partes de ese universo en el cual las cosas eran la explicación de sí mismas. Admirado ante aquella realidad, Gutiérrez preguntaba cómo podían saber cuántos libros tenían en aquella infinitud, y el bibliotecario riendo con simpatía le respondía: - Eso es muy sencillo, seno por coseno dividido el radio. Según consta en sus anotaciones, Adalmacio dedicó todo el día siguiente a buscar una solución que explicara la relación de aquella fórmula con la biblioteca. Llegó a averiguar que la expresión matemática alude a una función ondulante centrada en cero, donde presenta en principio un valor indefinido, pero resuelta la indeterminación, da uno y tiende a 74


Redundancias

cero en el infinito. Algo así como el rebote de una pelota que se deja de caer desde una cierta altura. Si se graficara la altura con respecto al tiempo, resultaría un dibujo de ese tipo. Halló también la etimología de la palabra biblioteca (del griego βιβλιοθήκη donde biblion significa libro y thekes, caja) y cuatro referencias literarias que le resultaron lo suficientemente importantes como para apuntarlas: “Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca” dicha por el escritor argentino Jorge Luis Borges. “El gran libro de la naturaleza está escrito en símbolos matemáticos” escrita por el astrónomo Galileo Galilei. “En algunos libros las notas marginales o los comentarios de algún lector son más interesantes que el texto. El mundo es uno de estos libros” enunciada por Jorge Ruiz de Santayan, ensayista hispano- estadounidense. Y por último, otra frase del escritor argentino que le hizo revolver las entrañas y dudar de su propia búsqueda, y quizás por ello decidió tacharla después de anotarla -aunque sin lugar a dudas lo hubiera conducido hacia un destino más favorable-. No obstante, entre las líneas tachadas se logra distinguir:

75


Redundancias

“Es supersticiosa y vana la costumbre de buscar sentido en los libros, equiparable a buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de las manos”. Esa misma noche antes de acostarse, el poeta Adalmacio Gutiérrez escribió en su diario: “Ya veremos quién es más y quien es menos al llegar mi voz al seno de ese octavo despertar, mientras espero sin remedio que tu palabra sea la que persista y al morir todos los cielos en el frió más extremo, se convierta en aire el miedo y se vuelva mudo el verbo obligándote a desertar. Son todos los nombres del olvido, que son memoria y son silencio en las torpes ansias del estío. Son la gloria y el comienzo o son la grieta del destino y esa ajena identidad”, refiriéndose con tales palabras, según anotaciones posteriores, a su convencimiento del carácter metafísico de las palabras respecto de su poder creacionista y el sentido de los sueños como resúmenes del poder del pensamiento. La segunda noche de la última semana de su vida el poeta Adalmacio Gutiérrez se soñó a si mismo enterrado hasta el cuello en la fría arena, frente a un océano azul furioso que bramaba sin cesar. En el cielo colmado de radiantes luminarias 76


Redundancias

veía, como si estuviera recortada y pegada, la figura de un helicóptero gigantesco que lo asechaba desde la más absoluta inmovilidad. Entonces, en el límite de la desesperación oía el galopar de los cascos de un caballo. A lo lejos distinguía la estampa de un jinete en su negra y brillante armadura arremeter sin temor contra el helicóptero, que se desplomaba sobre la superficie marítima donde rebotaba una y otra vez hasta que finalmente se hundía lentamente hacia los abismos. Vencido el enemigo, el heroico caballero desmontaba con aires de suficiencia, se le acercaba hasta el rostro sobresaliente del poeta y lo pisaba con fuerza enterrándolo rumbo al despertar. El día que siguió lo pasó Adalmacio Gutiérrez sentado frente a un escritorio, encerrado en la biblioteca. De aspecto nervioso, pálido y paranoico, según testimonios, consultó una docena de libros sobre San Jorge o Jorge de Capadocia y una enciclopedia que devolvió con los siguientes párrafos subrayados con énfasis obsesivo. “Soldado romano, mártir y más tarde santo cristiano, su popularidad en la Edad Media le ha llevado a ser uno de los santos más venerados en las diferentes 77


Redundancias

creencias cristianas e incluso —en un fenómeno de sincretismo — en el mundo musulmán y en las religiones afro americanas. (…) Rodeado de toda suerte de mitos, entre los cuales se le adjudica la heroica muerte de un dragón en pos del rescate de una princesa, hecho que ha inspirado a innumerables artistas. (…) Símbolo de varias órdenes militares, San Jorge es también invocado como protector de los animales domésticos”. Entre otros libros consulto “El héroe de las mil caras” de Campbell, “El mito del eterno retorno” de Eliade y otros epitomes del género. Los registros muestran que también extrajo un libro sobre la historia de la aviación, del cual transcribió el siguiente párrafo a su cuaderno de notas: “Volar ha sido, desde las más antiguas eras, una fantasía perseguida ávidamente por el hombre. Los relatos y leyendas más arcaicas de las diversas culturas del globo, narran cómo diversos héroes lograban alzarse por sobre el suelo cumpliendo ese sueño milenario.

78


Redundancias

Por nombrar algunos pocos, dentro de la mitología griega tenemos a Hermes, el mensajero de los dioses con alas en sus pies; Pegaso, el caballo alado; Dédalo, que erigió para él y su hijo Ícaro unas alas con las cuales escapar de un laberinto. Entretanto, los chinos tienen al emperador Yuang-Fu, cuyo trono impulsado montó vuelo propulsado por cohetes; y los Persas, al Rey Kabus, que hizo lo propio valiéndose de una barquilla arrastrada por sendas águilas. Si nos atañimos a la realidad documentada, los Pitagóricos hicieron numerosos tanteos aritméticos para solucionar la aplicación del movimiento alado al hombre, mientras que Archytas de Torento construyó el modelo inicial de un pájaro que se remontaba mediante la propulsión del vapor que empujaba desde unos orificios recortados en la cola. Más de trescientos años más tarde, Herón de Alejandría inventaría un juguete que consistía en una esfera que rota, una vez más gracias a la labor del vapor de agua que sube por una serie de agujeros ubicados en la superficie. Quinientos años en adelante, se halla el 79


Redundancias

primer antecedente directo del helicóptero, expertos chinos bosquejaron e hicieron realidad un trompo volante. Un artefacto lúdico constituido por un palo con una hélice ajustada a un extremo que, al girar, salía remontando vuelo.” Debajo de esto, entre paréntesis, asentó: “La civilización china era ya versada en el arte de utilizar cometas para sus mensajes”. A esa búsqueda le siguieron al menos tres sobre dragones, de las cuales transcribió al margen de lo anterior: “El simbolismo alrededor del dragón es esencialmente el de la lucha. La lucha entre el dragón y un héroe o un dios, tiene, sin embargo, distintos significados. En estos míticos combates el dragón asume dos papeles, el de devorador y el de guardián, que tienen finalmente una sola raíz: el de un ser cósmico en espera, cuya acción implica la muerte -o el nacimiento- de un orden universal.” La tercera noche de la última semana de su vida, el poeta Adalmacio Gutiérrez no durmió

80


Redundancias

según evidencia una diversidad de llamados telefónicos a horas inusuales. Entre las personas con las que conversó, aquellos cuyos testimonios resultan relevantes son: una ex novia, su madre y un viejo compañero, profesor de filosofía. A su pareja de años atrás, le confesó sentir que experimentaba sensaciones proféticas, haciendo hincapié en que alguien o algo buscaba comunicarse con él a través de sus sueños. A su madre le hizo preguntas variadas acerca de su infancia y las pesadillas que solían asaltarle cuando era niño. Le insinuó también creer que había recibido un mensaje del futuro y le comentó que pasaría la noche releyendo unos libros que había sacado de la biblioteca que podían contener pistas que le ayudarían a dilucidar el mensaje en cuestión. Al profesor y amigo fue al que más tiempo le dedicó. Según el mismo, el poeta Adalmacio Gutiérrez se encontraba más que encandilado ante la posibilidad que veía factible a todas las luces, de hallarse frente a un descubrimiento de características reveladoras. Creía haber hallado en sus sueños una formula encubierta que aún no lograba desenmascarar y que según creía con devoción, una vez correctamente interpretada revelaría la forma de viajar en el tiempo.

81


Redundancias

Al día siguiente El poeta Adalmacio Gutiérrez, compró los siguientes libros en un pequeño almacén de libros: “Mito y metafísica” de George Gusdorf, “Los bibliocastas” de Gerard Haddad y un volumen de Trigonometría para principiante, del cual transcribió lo siguiente a su cuaderno: “El seno (abreviado como sen, o sin por llamarse ‘sinus’ en latín) es la razón entre el cateto opuesto sobre la hipotenusa. El coseno (abreviado como cos) es la razón entre el cateto adyacente sobre la hipotenusa. La tangente (abreviado como tan o tg) es la razón entre el cateto opuesto sobre el cateto adyacente”. A continuación realizó una sucesión de gráficos con eje x-y utilizando diversos colores y colocando al lado de cada numeración una correspondencia de orden onírico que terminó por tachar enérgicamente llegando a agujerear la hoja. Debajo de aquello escribió: “Los acantilados febriles de suave y cálida arena se escurren entre los dedos y se rinden al desgaste del tiempo, sueños abstractos, manifestaciones apocalípticas y un cuerpo tibio que tiembla ante la contemplación pavorosa de un 82


Redundancias

espejo fracturado que a todos nos refleja por igual en una única repetición. Muertos estacados como cadáveres incinerados a la espera inminente del final anticipado. Los árboles, los ríos, los pájaros, y la brisa helada del invierno pausados en ese segundo atroz que nos precedió. Las risa de los niños congelada en esa mueca irreal forzada hasta lo morboso y allí en el horizonte, el sol inmutable tornando su máscara carmesí regando la falda de colinas ennegrecidas”. Resulta evidente que el poeta se sentía allí embargado por sensaciones místicas de tipo apocalíptico, seguramente influenciado por los libros adquiridos recientemente que acrecentaban su ya compleja paranoia, y buscaba en la interpretación de sus sueños el modo de predecir su futuro próximo abrumado por el temor y la soledad. Durante la noche que siguió, la cuarta, el poeta también evitó el sueño echando mano de variedad de medicaciones y en su cuaderno realizó un sin número de gráficos y formulaciones procurando establecer una relación concreta entre los siguientes conceptos: biblioteca, universo, héroe, dragón, tiempo y escalera, que fueron aquellos que creyó más relevantes y 83


Redundancias

representativos de lo soñado. Estableció la noción ‘biblioteca’ como conjunto universal que incluye a los conjuntos libros de x tema y sus respectivos subconjuntos, y al subconjunto ‘sueños’, y dado que en su sueño todas las cosas eran libros creó el conjunto vacío de cosas que no son libros, en el que se vio obligado a incluir el conjunto universal biblioteca, que al ser un conjunto, claramente no es un libro. Tras largas páginas llenas de borrones dándole vuelta a la cuestión, el poeta llegó a admitir que su notación caía constantemente en la conocida como “Paradoja del conjunto de todos los conjuntos” descrita por Bertrand Russell, y debía ser desechada ya que las posible soluciones sugeridas se le hacían meras excusas que no abordaban una verdadera solución. Exhausto, deprimido y profundamente nervioso, según sus propias palabras, el poeta Adalmacio Gutiérrez tomó cantidades poco recomendables de barbitúricos y se acostó a cavilar sobre sus confundidas ideas. Como es de suponer, pronto se durmió por efecto de los sedantes. La quinta noche de la última semana de su vida, el poeta Adalmacio Gutiérrez soñó que en un futuro cercano era el encargado de llevar a la luna un cajón de archivos que constaba con las 84


Redundancias

descripciones de los descubrimientos científicos de vanguardia. Los mismos serían añadidos a un registro existente en el satélite, cuya función era precisamente la de guardar una memoria virtual de la raza humana y sus progresos para que la misma pudiera trascender a la extinción. En su sueño, el poeta no podía hacer caso omiso a la curiosidad que le ordenaba echar un vistazo a los archivos y en ellos descubría por una observación casual que las palabras, como si se tratara de un caballo de Troya, constituían una trampa terrible. Siendo cada letra una unidad, la numeración adjudicada mediante una tabla llevaba a constituir, una vez correctamente graficadas, los planos para la construcción de un artefacto de gran poder destructivo. El poeta despertó pasado el mediodía y escribió la siguiente frase: “El sentido todo es uno y uno es todo el sentido”. No debería extrañar el giro místico que allí se advierte, tanto en el significado como en la construcción capicúa de la frase, dada la educación profundamente religiosa que el poeta recibió durante su niñez y las numerosas lecturas de textos sagrados de diversas culturas y épocas, de las cuales se jactaba a menudo y hacía referencia en sus publicaciones. 85


Redundancias

Aquella tarde, El poeta Adalmacio Gutiérrez visitó la sinagoga y charló largamente con el rabino. En su cuaderno se hace manifiesto que consultó la Kabbalah: “La Kabbalah (del hebreo ‫הלבק‬, cabalá «recibir») es una ciencia judía que busca en la Torá es decir, los primeros cinco libros de la Biblia conocido como el Pentateuco, el sentido del mundo y la verdad. Según los místicos judíos, la Torá, numerada según la progresión de Fibonacci, abarca todos los textos, todas las posibles combinaciones capaces para crear o “nombrar” otros mundos y otras realidades. Los cabalistas sostienen que el nombre del creador está constituido por todas las letras que forman el alfabeto y que éste nombre, por ende, tiene múltiples y diversas representaciones. Como es sabido, en el principio fue el verbo, es decir, Dios se sirvió de las letras para crear el universo a través de sus emanaciones. El nuevo significado extraído de una palabra surge transponiendo las letras con las que esta se halla constituida, o separándolas de modo que establezcan palabras distintas. Asimismo, cada letra como unidad compositora del universo, posee asignado un número, lo que le confiere al texto

86


Redundancias

significados profundas.”

y

lecturas

aún

más

crípticas

y

A partir de tales anotaciones, que se hallan enredadas con círculos flechas y colores, los gráficos del poeta se ven asiduamente combinados con cantidad de simbología hebrea y se vuelve imposible distinguir las notaciones matemáticas de las religiosas. Aproximadamente a las ocho de la noche del día sexto de la semana, el poeta Adalmacio Gutiérrez se encerró en la biblioteca de la universidad y consultó amplia bibliografía del padre del psicoanálisis Sigmund Freud, y varios libros de los llamados “de divulgación científica” sobre el fenómeno conocido como ‘Agujeros de gusano’ o ‘puente de Einstein-Rosen’. “Es una hipotética característica topológica del espacio-tiempo, descrita por las ecuaciones de la relatividad general, la cual es esencialmente un atajo a través del espacio y el tiempo. Un agujero de gusano tiene por lo menos dos extremos, conectados a una única garganta, pudiendo la materia viajar de un extremo a otro pasando a través de ésta”, anota en su cuaderno debajo de un dibujo explicativo.

87


Redundancias

A partir de entonces, sus observaciones se vuelven erráticas sucesiones de formúlelos y simbologías superpuestas. Trazos y desprolijas transcripciones de su diario. Finalmente, en letra mayúscula y apresurada, el poeta dice haber encontrado “la fórmula de la interpelación de sus desplazamientos oníricos y a partir de ella, como había supuesto desde un principio, el secreto para manipular las puertas que separan los diversos mundos o universos, y el modo de trascender el tiempo”. Unos renglones más abajo con desprolija caligrafía afirma: “nunca hubiera imaginado que era tan fácil”, y algo más adelante: “Entre las letras, igual que entre las personas, las últimas son las primeras”. La muerte que segundos después de su última anotación alcanzó al poeta enterrándolo debajo de una montaña de libros, sigue siendo un misterio para algunos que procuran darle mayor importancia a los delirios místicos de un opiómano. Por mi parte, creo poder asegurar lo que a mi juicio se desprende de una evidencia más que contundente. Cuando escribió sus últimas líneas, el poeta se encontraba en la punta de la escalera de la biblioteca, donde buscaba en los estantes más altos algún tratado sobre una teoría física de 88


Redundancias

dudosos fundamentos llamada “De las cuerdas”, que hubiera sido de utilidad para dar fuerza a las justificaciones de su propio desatino, cuando excitado por lo que creía la conclusión de aquello que se había convertido en una solución con la cual tapar todos los vicios y vacíos que hacían naufragar su vida personal, piso en falso y se resbaló. Ante el riesgo de precipitarse al suelo, como es natural, el poeta intentó sostenerse de aquello que más a mano tenía, es decir, la misma estantería. Como es de suponer, la solución fue peor que la enfermedad y junto al él, se desplomó la biblioteca de cinco metros de alto, que sin llegar a precipitarse se bamboleó lo suficiente para regar sobre el cuerpo del poeta, ya de por si duramente castigado por la caída, una lluvia de libros que lo apalearon violentamente y terminaron por sepultarlo hasta la muerte. De ese modo lo hallé yo, a la mañana siguiente luego de que un llamado de la bibliotecaria alertara a la policía. A su lado, hallé un pequeño cuaderno forrado en cuero que resultaría la evidencia de la demencia que venía tomando forma en la mente del poeta durante aquella última semana de vida. Como enemigo declarado que soy de las supersticiones y las teorías extrañas que atentan contra la lógica, no dejó de llamarme la atención lo irónico del 89


Redundancias

hecho, que una caída de la escalera haya sido la primera explicación anotada por el poeta en su libreta, aunque hablara allí de una pelota y no de un ser humano. También reparé en la curiosa figura de un dragón tallado en el dintel de la biblioteca, y en el hecho de que si bien era en arena, el poeta se había soñado muriendo enterrado. Desde ya que atribuyo a la mera casualidad estas coincidencias. Frente a las acusaciones de asesinato e intentos por ocultar sus descubrimientos que no tardaron en llegar por parte de sus admiradores, yo antepongo la cautela, y sin negar el genio de un gran poeta que sin duda formara por siempre parte de nuestra historia cultural, considero que debería haber prestado mayor atención a la frase que en un comienzo decidió tachar y así salvar su vida. No niego que los estímulos se conjugan en gran medida a nivel inconsciente, siendo los sueños el escenario ideal para esta labor y esas conclusiones que adoptan formas de epifanías o corazonadas son de gran utilidad para nuestra vida, pero en el caso del poeta sostuve por mucho tiempo que halló la muerte en sus sueños como una suerte de profecía auto cumplida. Pero sucedió que durante algunas noches, años más tarde, fui víctima de una seguidilla de 90


Redundancias

sueños profundamente angustiantes en los que el poeta mismo se me aparecía repitiendo una y otra vez una serie de cifras seguidas de letras. Tras mucho darle vueltas a la cuestión y vencer el recelo que me caracteriza, resolví anotarlas en un cuaderno. Durante varios días, antes de irme a dormir miraba las cifras y las letras, diciéndome a mí mismo que no significaban más que el desvarió de una mente cansada, pero sintiendo en el fuero íntimo un silbido o rumor mudo que me advertía que en aquellas anotaciones existía un sentido oculto. Luego de mucho ordenar y reordenar los caracteres di con una secuencia cuya constitución me resultaba extraordinariamente familiar. Finalmente, cuando ya había perdido toda esperanza, mientras tomaba una taza de té frente a la ventana perdido en las gotas de la lluvia que caían, vino a mí una inspiración (como si un pequeño mono me hubiera hablado desde dentro de mi propia cabeza) y pude darme cuenta que las letras eran las iniciales de las palabras con las que comenzaba cada hoja de los últimos días de vida del diario del poeta. Esto lo pude corroborar pues, a modo de recuerdo, había tenido yo la precaución de fotocopiarlo antes de devolverlo definitivamente al departamento de policía (y que 91


Redundancias

según he oído será publicado por sus parientes como obra póstuma antes de fin de año). Había pasado tanto tiempo obsesionado con el caso que no me parecía improbable que mi mente tuviera en su archivo hasta los detalles más mínimos que a mi conciencia pasaban desparecidos. Faltaban los números. Luego de mucho cavilar repasando una y otra vez el texto, consideré que los números que seguían a las letras indicaban un orden dentro de la página y que referían a un párrafo específico para cada ocasión. Pero una vez que discriminé los párrafos elegidos, no hallé entre ellos ni uniéndolos en diversos modos ni explorándolos por separado, ninguna pista que los conectara. Intenté de todo sin éxito alguno y me hallé en un desesperante callejón sin salida que a punto estuvo de hacerme abandonar la búsqueda, cuando entre sueños se me ocurrió, siguiendo la lógica del poeta, procurarle un sentido al otro extremo de aquel acertijo: la última letra de cada uno de los párrafos elegidos. Con una tabla de traslación, adjudiqué a cada letra el número correspondiente. El resultado fue: 8211342823. El número permaneció durante muchos meses escrito sobre un papel amarillo pinchado en 92


Redundancias

un corcho en la cocina. Todas las mañanas al despertar lo miraba y me preguntaba lleno de rabia que carajo significaría si es que aquello significaba algo y no lo había inventado yo, sentido donde no había más que desvarío. Si todo lo demás tenía una relación, me dije finalmente un día mientras con la mirada clavada en el corcho tragaba un café negro y amargo, esto también debía tenerlo. Hice memoria y recordé el primer sueño del poeta. Había una biblioteca y una pregunta sobre los libros, la cantidad, la ubicación, el orden en definitiva.... Entonces caí en cuenta de la solución. Sentí que la idea encastraba como la pieza de un rompecabezas hábilmente tallada: CDU. Era la única clave que se me ocurría. Había oído de ella hacía años durante mi cursada en la universidad y no le había prestado mayor atención pero algo me dijo entonces que allí hallaría el sentido de mi número. Recurrí a la Enciclopedia para refrescar la memoria e instruirme. La CDU o Clasificación Decimal Universal es un método para la sistematización del saber nacido en 1876 de la mano del bibliotecario del Amherst College, el señor Melvil Dewey, para solucionar la urgente necesidad de dar orden y clasificar las obras en las bibliotecas. La CDU está basada en la organización del conocimiento a través de dígitos. 93


Redundancias

A un conjunto primordial se le asigna un número del 0 al 9, y a cada nivel que sea preciso crear dentro del grupo se le agrega un dígito haciendo uso de una serie de reglas y marcadores para operaciones más complejas. Así 1 significa Filosofía y 159,9 remite a la psicología, y nuestro número que aplicándole las separaciones del caso deviene en 821.134. 282-3, significa nada más y nada menos que “Literatura Argentina. Novela y Cuento”. Extasiado hasta la locura corrí sin detenerme a la biblioteca y sin saludar siquiera, fui hasta la sección que correspondía a la clave recién descubierta, y no me amedrente al ver lo amplia que era. Supuse de entrada que para que un libro o lo que fuera que buscaba, pudiera ser identificable dentro de un espacio tan amplio repleto de libros fichados bajo el mismo código debía el mismo ser precisamente diferente, ser aquel que no encajaba con la definición. Durante un lapso de varias horas revolví todas las estanterías hasta que entrado el crepúsculo di con un libro más bien grande, de tapa dura color negro y con rebordes dorados. Sonreí creyendo comprenderlo todo, en letras amplias y doradas anunciaba que se trataba de La Biblia y debajo del título aseguraba tratarse de una edición bilingüe en hebreo y castellano. 94


Redundancias

Empujado por un frenético entusiasmo, bajé la escalera que necesité para llegar hasta los estantes más altos. Y sentado en el suelo con las piernas cruzadas, sacudiéndome y transpirando de la emoción como un novato a punto de resolver su primer caso comencé a ojear el libro vislumbrando el final de mi búsqueda. Esperaba encontrar un mensaje, una nota quizás, algún subrayado. Pero allí no había nada de ello, Se trataba de una Biblia común y corriente, incluía el antiguo testamento y el nuevo, y tenía algunas bellas ilustraciones. ¿Podía ser que la última voluntad del poeta Adalmacio Gutiérrez, que había sabido llevar una vida licenciosa por excelencia, fuera recordarnos la palabra del señor o cualquier cosa que de ella pudiera desprenderse? Algo no cerraba. Es verdad que sus delirios místicos se habían vuelto excesivos, pero una profusa obra poética dedicada a las putas, las bebidas espirituosas y la filosofía del Carpe-diem y no precisamente en el sentido de no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy- me decían que no podía ser ese el final del camino. Estiré las arrugas de mi rostro tratando de calmar la angustia y el nerviosismo, y por enésima vez me replanteé la seriedad de mi búsqueda que a esta altura –y era plenamente consciente de ellosuperaba la obsesión del mismo poeta. 95


Redundancias

Con las manos aun temblando, guardé el libro en el bolsillo interno de mi abrigo y me largué de allí. A pesar de la lluvia, di un largo rodeo tratando de calmarme y aclarar mis ideas. Repasé mentalmente el diario y a esa altura me resultaba evidente que el poeta Adalmacio Gutiérrez nunca había procurado encontrar un secreto sino construir uno, dejando constancia en sus anotaciones de aquella arquitectura y en las mismas las instrucciones para descubrirlo. Pensé ¿qué tema le quedaba aún sin resolver? ¿Qué elemento del conjunto no tiene aún su correspondiente? Y vino a mi mente su breve incursión en los principios físicos de la astronomía. ¿Qué pista de las allí expuestas era aún invisible para mi razonamiento?: Agujeros de gusano. Túneles en el plano espacio-temporal. Atajos capaces de burlar la velocidad de la luz. ¿Qué podía tener que ver eso con la Biblia? Caminé muchas cuadras sin encontrar respuesta. Paré en una confitería Havanna, pedí un café para llevar y emprendí el regreso mientras la lluvia comenzaba a amainar. Pensé acerca de la ventaja del agujero de gusano, que hipotéticamente podría conducirte desde un punto al punto contrario del universo sin necesidad de darle un rodeo técnicamente 96


Redundancias

imposible. Según el mismo razonamiento, esta Biblia debería conducirme a otro sitio. A un sitió detrás de ella. Intenté imaginarme conceptos que remitieran a ese espacio metafísico y desfilaron por mi cabeza una cantidad innumerable de ideas, doctrinas y filosofías que postulaban principios contrarios a los contenidos por el libro de Dios. Entonces recapacité: el poeta Adalmacio Gutiérrez no había sido precisamente un santo, pero tampoco un sádico ni un satanista, y luego me pregunté ¿Dónde debería buscar si no se trataba de una concepción abstracta sino de un lugar tangible y absolutamente físico? La respuesta acudió de inmediato y me refrescó como un trago de agua en medio del desierto. Caminé apurando el paso, nuevamente rumbo a la biblioteca, al sitio donde había encontrado la Biblia. Identifiqué el espacio vació en los anaqueles y hasta allí subí. Introduje mi brazo en el hueco y tuve que estirarme al máximo para alcanzar el lado opuesto de las estanterías. Con las puntas de los dedos alcancé a rozar el lomo de la cubierta. Tras varios intentos logré voltearlo hacia mí y entonces tiré de él hasta lograr tenerlo entre mis manos. Se trataba de una encuadernación en cuero titulada con letras labradas y que con la misma técnica anunciaba 97


Redundancias

como autor al poeta fallecido, “Adalmacio Gutiérrez”. Sin poder creerlo me senté serenamente en la punta de la escalera, casi invadido por el llanto de tanta satisfacción y convencido de que finalmente había llegado al final del laberinto. Una y mil veces repasé las hojas escasas de aquel compendio, examinándolo en todos los sentidos y órdenes, pero no hallé en él el más que una colección de hojas completamente en blanco y ni una sola marca que pudiera indicar una señal oculta salvo el título de la misma que rezaba: “Nada no es lo mismo que”. Repleto de dicha comprendí el juego del que formaba parte y la genialidad del poeta Adalmacio Gutiérrez, que escribió su última parábola empleando para ello la propia vida y la ocultó como el preciado tesoro de algún pirata de épocas remotas. Sintiendo en cada centímetro del cuerpo el regocijo y el sosiego de haber sido el primero en hallarlo, volví a colocar los dos libros en su lugar a sabiendas de que la próxima publicación del diario -sin dudas intuida por el poeta- pondría las pistas y su póstumo mensaje, al alcance de cualquiera lo suficientemente atento como para descubrirlas. 98


Redundancias

Con el trabajo consumado y la cabeza finalmente despejada me marchĂŠ sonriente con la Ăşnica intenciĂłn de dormir una larga, merecida y reparadora siesta.

99


Redundancias

INDICE HAGAMOSLO OTRA VEZ .................................................. 16 LA HISTORIA DEL ARBOL................................................. 42 EL CÍRCULO PERFECTO ................................................... 59 LA MUERTE DEL POETA ADALMACIO GUTIÉRREZ74

100


Redundancias

ANUK ALMACEN DE LIBROS EDICIONES REPUBLICA DE CASACARRANZA WWW.ANUK.COM.AR IMPRESO EN ARGENTINA

101



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.