Domingo 30º t o ciclo c

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La misericordia humilde es mejor que la «rectitud» Ambientación: Con frecuencia, por el hecho de ser creyentes practicantes, corremos el peligro (o sufrimos la tentación) de creernos mejores que los demás. La Palabra de hoy, con la parábola evangélica del fariseo y el publicano, nos va a prevenir contra esta tentación. La palabra destaca el valor de la humildad para alcanzar el favor divino. Nos invita a ser sinceros y a pedir perdón, de corazón, a Dios.

1. PREPARACIÓN: INVOCACIÓN al Espíritu Santo Espíritu Santo, Señor y dador de vida, aviva en nosotros el don de la Oración constante, perseverante y humilde, que brote de un corazón arrepentido. Que reconozcamos con sinceridad y humildad. que hemos pecado y nos acojamos, con confianza filial, a la misericordia del Padre, que escucha el clamor del afligido. Danos fortaleza para superar las pruebas y fidelidad para manteneros en el seguimiento. del Señor, con humildad y sin creernos merecedores del favor divino. Que confiemos en la bondad misericordiosa de Dios y no en nuestros pretendidos méritos. Haznos dóciles para aceptar la Palabra que nos llama a la conversión. Amén. 2. LECTURA: ¿QUÉ DICE el texto? Sir. 35,12-14.16-18: «Los gritos del pobre atraviesan las nubes» El pasaje del Eclesiástico pertenece a un largo poema sobre la verdadera religión. Insiste en el valor del culto y en la rectitud moral, que identifica con la observancia de la ley. La idea de la imparcialidad de Dios aparece repetidas veces. Dios se manifiesta como el protector del pobre, del huérfano y de la viuda, ejemplos del desamparo. El orgullo y el dinero no engendran confianza en Dios. Frente a las injusticias humanas, el autor resalta la justicia divina, justicia que según la mentalidad judía, va más allá de lo puramente equitativo.


El texto sapiencial del mensaje del Eclesiástico recibe iluminación de la parábola evangélica sobre la oración del fariseo y del publicano. Así descubrimos qué significa, en la Sagrada Escritura, hablar de los «pobres» y de los «desvalidos». En la raíz de todo el razonamiento del Sabio está la profunda fe en la misericordia de Dios y su amor a los hombres.

Sal. 34(33): «Si el afligido invoca al Señor, El lo escucha» Es interesante advertir el total paralelismo existente entre la frase que sirve de título a la primera lectura y la antífona del salmo responsorial. Lo que el Sabio decía como afirmaciones, el salmo lo transforma en alabanza al Señor. Todo el conjunto no nos va llevando a delinear la situación espiritual del «pobre».

2Tm. 4, 6-8.16-18: «Ahora me aguarda la corona merecida» San Pablo prevé su muerte inminente, y piensa en su significado. Sus pensamientos son un buen criterio de la verdadera actitud hacia la muerte. Este texto nos enseña a morir como cristianos, es decir, como verdaderos seres humanos. Cuán distinta es la imagen de san Pablo en la lectura de la carta a Timoteo que hemos escuchado. Estoy a punto de ser sacrificado… he combatido… he corrido hasta la meta. Algún día lo dirá en sus cartas: No yo sino la gracia de Dios conmigo (1Co. 15. 10). Con este fragmento termina la lectura de las cartas de Pablo a Timoteo. Es un texto de una gran intensidad dramática, evocadora de la experiencia personal del apóstol, que se halla en una situación de extrema «pobreza»: «Todos me abandonaron». Y, no obstante, él verifica las afirmaciones del Sabio y del salmista: «Pero el Señor me ayudó y medio fuerzas...¡El me salvará...!» Pablo hace su confesión de «pobre» en el contexto de la primera lectura: todos le abandonaron, pero el Señor le ayudó y dio fuerzas y El le seguirá librando de todo mal. Ante la inminencia del fin, no se lamenta de los dolores sufridos, ni siente tristeza por la partida, aguarda el momento con gozo. Expresa dicha situación con los términos de libación (derraman algo sobre el sacrificio) y partida (barco que leva anclas o soldados que levantan las tiendas); como ministro del Evangelio siempre ha medido su actitud frente al único Juez, Cristo. El que habla en la segunda lectura de hoy es alguien que ha hecho experiencia de una vida entregada totalmente al servicio de la misión, una vida «sacrificial» como la de Jesucristo. La confianza serena se expresa con fuerza en esta vida.


Pero, en la segunda parte (vv. 16-18), se encuentran los acentos personales más directos: la vida del misionero no siempre encuentra el calor de los demás miembros de la comunidad cristiana («todos me abandonaron y nadie me asistió»). ¿No resuena hoy como una interpelación personal a nuestras asambleas, esta exclamación del Apóstol, puesta en labios de tantos hermanos y tantas hermanas que «anuncian el mensaje para que lo oigan los gentiles», a quienes nosotros, con facilidad, olvidamos, y dejamos de apoyar?

Lc. 18, 9-14: «El publicano bajó a su casa justificado; el fariseo, no» EVANGELIO DE JESUCRISTO SEGÚN SAN LUCAS R/. Gloria a Ti, Señor 9

A algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, les dijo esta parábola: 10 – «Dos hombres subieron al templo a orar: uno fariseo, otro publicano. 11 El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: – "Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. 12 Ayuno dos veces por semana, doy el dizmo de todas mis ganancias" 13 En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: –"¡Oh Dios! ¡Ten piedad de mí, que soy pecador!" 14 Les digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado». Palabra del Señor. R/. Gloria a Ti, Señor Jesús.


RE-LEAMOS la Palabra para interiorizarla: A- Ubicación en el ciclo C

B- Contexto: Viaje a Jerusalén: Final Lc. 9,51- 17,4-34 - 18,8. (9-14). 15 - 19,27 El contexto del tiempo de Jesús y de Lucas viene expresado en las dos frases introductivas que hablan de la «necesidad de orar siempre, sin cansarse» (Lc. 18,1) y de «algunos que presumían de ser justos y despreciaban a otros»” (Lc. 18,9). Estamos finalizando el largo viaje a Jerusalén. Y seguimos recibiendo las instrucciones de Jesús en la formación a los discípulos.

C- Comentario: v. 9: Los personajes mencionados en la introducción -que se debe de nuevo probablemente a la mano de Lucas-, contra los que se dirige la parábola -se puede traducir «a algunos» o «para algunos»-, son los fariseos. Ellos son quienes se imaginaban ser los únicos que pueden subsistir en la presencia de Dios y despreciaban a todos los demás, especialmente a los publicanos, como pecadores.

v. 10: La parábola es especialmente significativa precisamente por el hecho de que un fariseo y un publicano se dirigen, al mismo tiempo, al templo para hacer oración. Los judíos lo hacían a diario repetidamente. Para ellos era entrar en la presencia de Dios que conoce el corazón humano. Esas visitas hacían parte del ritmo de la vida. Los dos le hablan a Dios de su experiencia religiosa. Están ciertos de ser escuchados por él.


Las figuras de los dos hombres representan los dos extremos más contrarios y opuestos dentro del judaísmo. La enseñanza está bien enmarcada en el contexto religioso del Señor. Había dos categorías muy caracterizadas. Por una parte los que se sentían seguros de sí mismos en el ejercicio de su compromiso de fe. Eran los fariseos. Por otra parte, sin nombrarlos expresamente, están los pecadores, bien representados en el verdadero protagonista de la parábola: el publicano. A los ojos de Dios son pobres necesitados de la misericordia divina. El fariseo es el tipo de la completa entrega a la ley como la más alta norma de la fe y la moral judías. El publicano representa el más bajo estrato de la vida judía, el más alejado de los ideales religiosos y éticos de la nación. La oración en el templo estaba considerada como de una especial eficacia, por ser el templo también en manera especial

morada de la presencia y la gracia

divinas. El que va al templo, se pone ante la presencia de Dios. La oración del fariseo es tan auténtica y sincera como la del publicano, y nada de lo que en ella dice es falso. Al orar así representa además, de manera real y viva, el tipo del fariseo en general.

v. 11-12: Oración del fariseo: De esa actitud fundamental se sigue como consecuencia el trato de los demás: uno, el que se cree justo y bueno, desprecia a los demás. El otro en su silencio no juzga ni cuestiona a nadie. Se siente juzgado y cuestionado por Dios mismo. v. 11: La oración está en perfecta conformidad con el espíritu de una de las bendiciones judías prescritas en la oración cotidiana: «Bendito seas... porque no me has hecho un gentil... un siervo... una mujer»; muy distinta de la oración prescrita por nuestro Señor para sus discípulos, una oración que no hace comparaciones, sino que brota de un sentimiento de profunda necesidad. El fariseo, en su oración, como en su vida, da la impresión de autosuficiencia, vicio nacional combatido por San Pablo cuando evoca los designios verdaderos de la ley mosaica (cfr. Gal 3, 21-25; Rom 3, 20; 5, 20). Su actitud corporal, «en pie», corresponde a la postura normal para la oración en el judaísmo (cfr. 1Re. 8,55; Jr. 18,20; Mc. 11,25); no es, pues, una señal de orgullo y presunción religiosa; también el publicano ora de pie (v. 13). Era costumbre judía el murmurar en voz baja (Según el ejemplo de Ana, 1Sam 1,13) las plegarias privadas. El fariseo comienza, según el uso de la oración judía, con una gozosa acción de gracias a Dios, por todas las obras meritorias que ha logrado llevar a cabo, acción de gracias que, sin embargo, en el fondo, es sólo expresión de su orgullosa complacencia de sí mismo. Él sabe que es mejor que los otros, con los que empieza


a compararse a continuación, más aún, no encuentra en sí sino cosas buenas (cf. Flp. 3, 6b). Ninguna de las faltas con las que los pecadores provocan el desagrado divino puede reprocharse a sí mismo, y puede por ello mirar con desprecio a todos los demás. v. 12: No sólo se siente además libre de culpa, sino que puede también presentar ante Dios una serie de méritos especiales, que le tienen que ser acreditados en el haber

de su cuenta celestial; porque Dios, por ser justo, no puede en absoluto proceder de otra manera. Así, por medio de sus obras piadosas, convierte a Dios en Su deudor. Entre ellas se cuenta su ayuno voluntario dos veces por semana. El sentido de este ayuno privado, no practicado tampoco por todos los fariseos, sino sólo por los especialmente celosos, era el expiar por las graves culpas del pueblo. Él da a Dios con toda exactitud lo que le corresponde. En lugar del diezmo sólo de los frutos principales mencionados en la ley (Dt. 12, 17; 14, 22ss), entrega él el diezmo de todas sus ganancias (cfr también Lc. 11, 42 = Mt. 23 ,23). Perdón por sus pecados no necesita pedir ante Dios, porque, como justo, se siente libre de ellos. Con las palabras que pone aquí en boca del fariseo, no creó Jesús ninguna caricatura del fariseísmo, como prueba la oración del rabí Nehunyá ben Hakaná, perteneciente sólo a una generación posterior: «Yo te doy gracias, Señor, Dios mío, de que me has dado mi parte entre aquéllos que tienen su sede en la escuela, y no entre aquéllos que se asientan por las esquinas (los cambistas y los comerciantes callejeros). Yo me pongo en camino temprano y ellos se ponen en camino temprano. Yo me pongo en camino temprano para las palabras de la toráh (el estudio de la ley) y ellos se ponen en marcha temprano para cosas fútiles. Yo me afano y ellos se afanan. Yo me afano y recibo mi recompensa, y ellos se afanan y no reciben recompensa alguna. Yo corro y ellos corren. Yo corro por la vida del mundo futuro y ellos corren por el pozo de la fosa (la gehenna)» (Talmud babilónico, Berakot 28fr). El fariseo presenta su imagen, la que él tiene de sí mismo. Es una persona intachable a los ojos de Dios y de los demás. Así se ve él mismo. Incluso hace más de lo que la ley divina le pide en su relación con Dios. Es suficiente y soberbio. ¿Qué espera de Dios y de su amor misericordioso? Nada. Para él Dios es simplemente un testigo de una vida donde no hay asomo de mal. Espera no misericordia sino felicitación ¿Así lo mirará también Dios? El final de la parábola nos dirá que no. ¿Qué le faltó? Simplemente reconocer el papel importantísimo e imprescindible de Dios en la vida del hombre. Dios no es un espectador de nuestros procederes. Es el autor en definitiva del sentido religioso de nuestras acciones. Sin su gracia y su amor es imposible practicar lo que él quiere. Dios no busca sólo que el hombre sea honorable y correcto, sino que sea su hijo, abierto a su amor, humilde, capaz de reconocer la necesidad que tiene de él para vivir como hombre honrado, y como hermano solidario de los demás.


v. 13: Oración del publicano Luego se presenta el publicano, o sea, el pecador. Con el fuerte contraste característico de Lucas, el publicano aparece golpeándose repetidamente el pecho («etupten» imperfecto. con valor durativo: «se iba golpeando»); no hace ningún recuento de lo que Dios le debe, sino que declara hallarse en total necesidad de la misericordia divina. El publicano, al contrario del fariseo, no sabe ante Dios más que de la conciencia de su culpa, lo cual se expresa ya en la actitud exterior en que realiza su plegaria (cfr. Job. 11,15; 22,26; Esd. 9,6). Él no sabe ni gloriarse de nada bueno propio, ni se compara con otros hombres, que son mayores pecadores que él, sino que piensa sólo en su propia culpa, se golpea el pecho como sede del corazón, del que viene todo pecado (cfr. Mc. 7, 21) e invoca la misericordia benigna de Dios. Con ello hace todo lo que de su parte puede. El publicano sabe bien que esa es su realidad ante Dios y ante la sociedad. Sabe que ha sido injusto y duro con los demás. Que le ha faltado verdad a su vida. Ni lo pretende ocultar ni aporta excusas ni justificaciones. De su corazón, de lo más íntimo de su ser, brota una corta oración que todos debemos hacer nuestra. No hace la lista de sus pecados. Sabe bien que están claros ante Dios a quien busca con amor arrepentido. Por eso no se atreve ni a levantar su ojos al cielo. La palabra «cielo» es una forma respetuosa de hablar de Dios. Le avergüenza mirar cara a cara a Dios. Dice simplemente: «¡Oh Dios! ten compasión de este pecador». Sabe que la compasión es propia de Dios. La encarnación ha sido la máxima expresión de la compasión. Es la misma misericordia; son las entrañas divinas que se conmueven ante la situación del hombre.

v. 14a: Jesús nos dice cuál es la consecuencia de esa oración tan diversa: pronuncia el juicio divino sobre los dos orantes, juicio que está en contradicción directa con la opinión del fariseo. = «Éste (el pecador), bajó a su casa justificado». El pecador y sólo él se va «justificado», esto es absuelto, a su casa, por haberle Dios perdonado sus pecados por su espíritu de arrepentimiento (cf. Sal. 51(50),19). La justificación es el paso del pecado al amor de Dios, del desamor hacia Dios y hacia el prójimo a un amor filial a Dios, y fraterno a los hermanos. Ese paso no lo podemos dar nosotros mismos. Nos lo hace dar el Señor. A nosotros nos toca abrirnos a la acción divina con un corazón humilde que siente el vacío del verdadero amor y se abre para colmarlo de él. La justificación hace justos a los pecadores por obra de Dios. Es el lenguaje claro de la fe. Volver a la casa, bajar donde viven los hermanos, todos aquellos que comparten los afanes de la vida, es reintegrarse donde ellos pero distinto. Ha quedado atrás lo que se era,: pecador. Vuelve


donde ellos el hermano sensible a todas las necesidades que busca compartir, ayudar y perdonar. = La oración del fariseo, en cambio, no tuvo valor alguno ante Dios, por no haber hecho en ella más que contemplarse a sí mismo lleno de presunción y orgullo y recordar a Dios la paga que cree poder esperar y exigir de él. El fariseo soberbio, no salió del templo justificado. Siguió pleno de sí mismo, de lo que él cree ser su grandeza y no es más que su ridícula pequeñez, No se abrió al Dios de la misericordia. Tenía un corazón lleno de orgullo donde Dios mismo no puede entrar. Creyó orar y no lo hizo. Sus palabras vanidosas no son oración que Dios escucha. No están en la sintonía de su amor. Seguirá por el mundo haciendo ostentación de vanidad, despreciando a los demás, creyendo amar pero cerrado al amor de Dios que hace ser humilde y compasivo. A ello se añade, por otra parte, un defecto aún mayor, objeto sobre todo de la crítica de la parábola: el fariseo no tiene en absoluto conciencia de que, en medio de todo su celo religioso, es también, lo mismo que el otro, un pecador, por lo que está de hecho obligado y a merced de la gracia divina, debiendo hacer también suyas las mismas palabras del publicano. v. 14b: La sentencia aparece no sólo aquí, sino también en Lc. 14,11 y en Mt. 23,12. Por otra parte, en su contenido, va más allá de la situación concreta de los dos orantes, para atraer la atención sobre el juicio final, mientras que, por el contrario, el juicio de Jesús en el v. 14a se limita al momento concreto de entonces.

3. MEDITACIÓN: ¿Qué NOS DICE el texto? Fariseos y publicanos de ayer y de hoy - Está en favor de los pobres, condena a los soberbios y autosuficientes; justifica a humildes y menesterosos. - ¿Quién somos cada uno de nosotros, el fariseo o el publicano, cómo saberlo y en qué reconocerlos, los de ayer y los de hoy? - El fariseo: Élite muy cuidada, conocedora de la ley y la tradición; observantes del sábado, las purificaciones y diezmos; satisfechos de sí, seguros de su valía; segregacionistas, ponen etiquetas a cada uno (canonizan a unos, condenan a enemigos); se creen poseedores exclusivos de la verdad y se sirven de ella para juzgar a los demás; no se ven pecadores y se extrañan al comprobar que los demás son pecadores; prefieren la cautela de la ley a la aventura del amor; mantiene con Dios una relación servil, es esclavo de la ley... - El publicano: Oficio deshonroso, recaudar en nombre de los dominadores, abusando de la fuerza y la arbitrariedad. El del evangelio es un pobre hombre, hundido y desorientado, sin salida de justicia posible. No se justifica ni encuentra nada con qué justificarse. Pide simplemente perdón.


- Jesús quiere una religión en espíritu y en verdad, con un solo mandamiento, el del amor. Ante este programa, nos sentimos confundidos y pecadores, sin poder renunciar a arrepentimos y a corregirnos. El trato con Dios nos convence de nuestra miseria y el trato con los hermanos nos sensibiliza de nuestras faltas de amor, equivocaciones e insuficiencias. El modo de relacionarse con dios se funda en la relación consigo mismo: El fariseo se complace en sí mismo, de nada se avergüenza..., su miseria es no reconocer su miseria y limitación. El publicano, en cambio, reconoce su pecado, es más consciente.... El publicano se arrepiente y recibe de Dios la justicia como una gracia. La relación con los demás depende del modo de relación consigo mismo: El que se tiene por justo, desprecia, no comprende ni acoge... La comprensión, perdón, solidaridad, se puede esperar del que sabe que él necesita ser perdonado. Fariseos y publícanos al salir del templo se comportan diferentes: Dios humilla a los soberbios y ensalza a los humildes. Un pecador penitente es más agradable a Dios que un orgulloso que se cree justo. El historiador judío Flavio Josefo describe a los fariseos como «una secta de los judíos que se consideraban a sí mismos más religiosos que otros y creían que su interpretación de la ley era más exacta». Su verdadero nombre, perusim, «los separados», debía su origen al hecho de que constituían una clase aparte, y se les confirió originariamente tal nombre por razón de su verdadera piedad.

La verdadera piedad El fariseo típico, tal como nos lo presentan los Evangelios y los escritos judíos contemporáneos, se separaba él mismo de sus conciudadanos a causa de la convicción que tenía de su propia justicia, tan firme como para hacerle despreciar a todos aquellos a quienes miraba como incapaces de agradar a Dios, por ejemplo, a aquellos judíos que mostraban indiferencia respecto de las minucias de la observancia tradicional (cf. Jn. 7, 48-49) y, por supuesto, a aquéllos que eran gentiles de nacimiento. La parábola del fariseo y el publicano, que más bien es una narración ejemplar, tiene, al igual que la anterior (cfr. Domingo 29o Ordinario C: Lc. 18, 1-8: parábola del juez y la viuda), la oración como tema, pero su fin no es instruir sobre la manera recta o falsa de orar, sino sobre la piedad recta o falsa que se manifiesta en la oración, en el diálogo con Dios. La parábola es la justificación de la actitud de nuestro Señor para con los pecadores (cf. Lc. 15, 1), y termina con la repetición de la advertencia proferida cuando echó en cara a los fariseos su prurito de ocupar los primeros puestos, (cfr. Lc. 14, 11: Domingo 22o Ordinario C), aviso que no puede dejar de sugerirnos el espíritu que alienta en el Magníficat, (Lc.1, 47-54), y las bienaventuranzas, (Lc. 6, 20-22).


Este es el tema central de la parábola. Pueden verse dos tipos de justicia: la del hombre que se la concede a sí mismo por sus obras y la que Dios otorga al pecador que se convierte. En el relato se encuentran las bases del tema paulino de la justificación por la fe (cfr. Rom. 1, 9 y Ef. 2,8-10). . El recaudador de impuestos, «publicano», está al margen de toda ley y sin salida humana. Ante ese contraste profundo con el fariseo, Jesús se pronuncia contra la opinión del auditorio: Dios es el Dios de los desesperados y el hombre que recibe la “justicia” es quien no tiene ningún derecho a ella. Porque ¡esa JUSTICIA res DON DE DIOS!

Lecciones morales La parábola del recaudador de impuestos y del fariseo contiene para nosotros algunas lecciones morales que podemos sacar: Primero: Ser santo no es ser ritualmente perfecto y lleno de rectitud, sino amar a Dios y dejar que él nos ame. Segundo: La humildad es mejor que la perfección humana; Dios no puede resistirla. Tercero: La comparación con los demás es fútil. La única comparación sana es entre nosotros y Cristo. Compararnos con los demás es equivocación y nos deja complejos de «superioridad» (nos creemos mejores que ellos = lo que hizo el fariseo), o de «inferioridad» (nos creemos sin valor frente a ellos… Pero el publicano no hizo eso…). Cuarto: La religión no es en primer lugar lo que yo hago por Dios, sino lo que Dios ha hecho, hace y hará por mí. ¡El protagonista es DIOS!

4. ORACIÓN: ¿Qué LE DECIMOS NOSOTROS a Dios? Te damos gracias. Dios justo y misericordioso, queremos bendecirte con los humildes de esta tierra, con todos los que saben agradecer tu amor. Tú no te complaces en humillarnos, pero te complaces en la humildad. Cuando reconocemos con sinceridad y humildad nuestra limitación creaturas, estás ahí para llenar lo que nos falta con tu gracia. Tú escuchas la súplica del anciano y de huérfano, del abatido y del desorientado. Eres el Dios de los pobres, de los publicanos, el Dios del pueblo llano;


ese pueblo que no tiene bienes para pagar diezmos, que no tiene mucho de qué gloriarse, que sólo sabe pedir ayuda y perdón en pocas palabras. Tú conoces, Padre, la verdad de cada uno, Tú sabes quién saldrá justificado. Amén. 5. CONTEMPLACIÓN - ACCIÓN: ¿Qué NOS PIDE HACER la Palabra? ¿Cuál es nuestra actitud? Los dos personajes de la parábola evangélica habitan en cada uno de nosotros. Tenemos actitudes soberbias y orgullosas incluso ante Dios. Muchos hombres de hoy, enorgullecidos por sus conquistas, prescinden de Dios en sus vidas. Cantan triunfos que en el fondo llevan el sello de lo efímero. Pero hay otros muchos, silenciosos, esos que ignoran los medios de comunicación. Viven la verdadera pobreza evangélica que es reconocimiento de la necesidad de Dios y apertura a su amor y su gracia. Entregan sus vidas para construir la ciudad de Dios desde este mundo. A través de acciones generosas dejan ver al Dios misericordioso actuante en el mundo. No hacen pregón público de sus obras. Las viven simplemente como expresión del amor de Dios en el mundo. A nosotros, movidos por la gracia de Dios, nos toca ocupar el puesto que debemos ocupar, el del pecador que se abre a la acción transformante de Dios. Amén.

Relación con la Eucaristía En la celebración eucarística los cristianos experimentamos de manera privilegiada la justificación por medio de la fe en Jesús. La comunión en la Palabra y el Pan nos hace descubrir nuestra condición de pecadores ante el Dios que nos salva.

Algunas preguntas para pensar durante la semana: 1. ¿Lucho contra mi tendencia a compararme con otros? 2. ¿Confío en el amor de Dios, a pesar de mis pecados, errores y faltas? 3. ¿Es posible ser muy riguroso con uno y comprensivo con los demás? 4. Las buenas obras y su contabilización, ¿a qué tipo de piedad lleva?.

Carlos Pabón Cárdenas, CJM. Libro virtual: O:


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