Jesucristo., REY del universo Ambientación: A lo largo el año hemos vivido y celebrado: el tiempo de espera del Redentor (Adviento); el nacimiento del señor (Navidad); su camino de preparación hacia la Pascua (Cuaresma); su Pasión, Resurrección y Glorificación (Semana Santa, Pascua, Ascensión, Pentecostés). Hoy celebramos a Cristo «Señor y Rey del universo». No se trata de ninguna «forma política de gobierno», sino del Reino de Dios instaurado por Jesús y al que le da plenitud: que habita en nosotros, a pesar de que «no es de este mundo». A Jesús tenemos que bajarlo de todos los tronos para dejarlo solamente en la Cruz y en la Resurrección a una vida nueva.
1. INVOCACIÓN al Espíritu Santo Espíritu Santo, ven a nuestra mente y nuestro corazón para que, en actitud de discípulos, acojamos la Palabra que nos regala el Padre y las luces y gracias dadas a la Iglesia mediante ella. Que recibamos esta Palabra como principio de vida y tengamos, para recibirla, la disposición con que Jesucristo leyó al profeta Isaías en la sinagoga de Nazareth. Haz que, por la Palabra, Jesucristo viva y reine en nuestro corazón y en nuestra vida. Amén. 2. LECTURA: ¿QUÉ DICE el texto? 2Sm. 5,1-3: «Ungieron a David como rey de Israel ». En la primera lectura recordamos el acontecimiento de David ungido rey de Israel. Pero esta realeza es especial: de acuerdo a la palabra del Señor, David es sobre todo «pastor», jefe espiritual de Israel. Esto nos da una primera señal sobre la naturaleza dé la futura realeza de Cristo. Siglos atrás de Cristo, las tribus de Israel pidieron a David que fuera su rey. Saúl había muerto en una batalla en defensa de su pueblo. Querían un rey que los llevara, encabezando la batalla, a la victoria sobre los pueblos que las rodeaban. Le dijeron: Todavía en tiempos
de Saúl, tú dirigías las entras y salidas de Israel. El Señor te ha prometido: “Tú serás el pastor de mi pueblo, Israel, tú serás el jefe de Israel”. Su petición era todavía muy limitada a su país y a su tiempo. Dios mismo va a conducir esa historia a su plena realización al darnos a Jesús como el gran pastor de las ovejas (Hebreos 13, 20). David era apenas el pastor. Cristo es el gran Pastor, el que no sólo gana batallas pasajeras, sino el que conduce como rey y pastor a todo el rebaño, la humanidad entera, a través del tiempo, hasta su destinación última, el misterio de Dios. El texto explica el hecho de la unción de David como rey de Israel, después de haberlo sido sólo de Judá. Es la unción real, plena y universal, sobre todo el pueblo de Dios. Así se convierte en una imagen del que tenía que ser «hijo de David según la carne» (cfr. Ro. 13), ungido por el Espíritu Santo como rey de todo el universo, más allá del tiempo: Jesús, el Señor.
Salmo 122(121): «Qué alegría cuando me dijeron: "Vamos a la casa del Señor"» Jerusalén es la ciudad de David, conquistada por él como culminación de la posesión de la tierra prometida, elemento histórico de cohesión religiosa y política de las tribus de Israel... Y, principalmente, es la ciudad donde, sobre todas las cosas, domina la presencia del Señor. Por todo ello, Jerusalén es, para los cristianos, el gran símbolo de la Iglesia celestial, de la que, ya desde ahora, somos ciudadanos (cfr. Flp. 3,20).
Col. 1,12-20. «Nos ha trasladado al reino de su Hijo querido» La carta a los Colosenses, al conservarnos un himno de los primeros cristianos, nos entrega una sentida meditación sobre este misterio: Dios Padre nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, perdón de los pecados. Realeza de Cristo y su sangre derramada son inseparables. Y es así como se obra la redención. Ese perdón de los pecados va más allá del simple momento en que un pecador es absuelto de sus faltas. Es la remoción de ese obstáculo interpuesto entre Dios y el hombre que se llama el pecado cuando decimos un rotundo no a Dios. En Cristo crucificado, Rey salvador, Dios mismo nos hace pasar del dominio de las tinieblas a la herencia del pueblo santo en la luz. Este fragmento del Apóstol se lee en la solemnidad de Cristo Rey desde su institución, en el año 1925, por el Papa Pio XI. Y es que difícilmente podríamos encontrarnos un texto -un cántico- donde se expresase de un modo más total y entusiasta el sentido de la realeza de Cristo que hoy celebramos. Una realeza que no se queda en solitario, sino que, por la misericordia del Padre, todos nosotros participamos en ella. San Pablo agradece a Dios por pertenecer al reino de Cristo, plenamente presente en la Iglesia. Pertenecer a la Iglesia es tener a Cristo como rey. Así, hemos sido trasladados del pecado a la gracia, de la oscuridad a la luz, de la enemistad a la reconciliación.
Lo que el buen ladrón pedía en la cruz (cfr. Evangelio) es realmente lo que Dios quiere para todos nosotros: ¡que nos traslademos al Reino de su Hijo!
Lc. 23,35-43. «Señor, acuérdate de mí, cuando llegues a tu reino» EVANGELIO DE JESUCRISTO SEGÚN SAN LUCAS R/. Gloria a Ti, Señor. 35
Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: «A otros salvó; que se salve a sí mismo si es el Cristo de Dios, el Elegido. 36 También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre. 37 y le decían: «Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!». 38 Había encima de Él una inscripción: «Éste es el rey de los judíos» 39
Uno de los malhechores colgados lo insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotrosSálvate a ti y a nosotros». 40 Pero el otro lo inqurpó diciendo: «¿Es que no temes a Dios tú, que sufres la misma condena? 41 Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho». 42 Y añadió: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». 43 Jesús le dijo: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso». Palabra del Señor. R/. Gloria a Ti, Señor Jesús.
RE-LEAMOS la Palabra para interiorizarla: A- Contexto: Relatos de la pasión: Lc. 22 - 23 Este pasaje del evangelio de Lucas pertenece a los «relatos de la Pasión». Es una conclusión espléndida, que permite destacar dos cosas pedagógicamente interesantes: un texto estrictamente lucano (quiere decir que no tiene paralelo en los demás evangelios) y en cierto modo síntesis de teología lucana, y un texto
central del año:
leído en la celebración
la semana santa. (Esto sucede también en el ciclo B, con la perícopa clásica de Juan: «Soy rey»: Jn. 18,37).
solemnidad-conclusiónsolemnidad-celebración del misterio central de
Estas dos referencias iluminan la solemnidad como
resumen
y al mismo tiempo como Cristo: la redención (la segunda lectura es un cántico a Cristo Redentor).
B- Ubicación en el ciclo C:
C- Comentario: v. 35-38: ¿Qué esperaba de este rey crucificado el pueblo que lo rodeaba? «A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si es el Mesías, de Dios, el Elegido» (v. 35), le decían muchas voces, testigos de su ejecución. Y es precisamente lo que hacía Jesús en la cruz. No a la manera como ellos lo esperaban, con ostentación de poder y grandeza, sino con la entrega generosa de su vida, en sacrificio que consagra al Padre Dios, para alcanzar una salvación que va más allá de lo que pretendían los asistentes. No era una victoria que domina y hace esclavos a otros sino una acción liberadora que abre horizontes definitivos a todos en la historia. La salvación que él hacía en nombre de Dios no era limitada a un pueblo, a una época, a una situación transitoria, sino la posibilidad de alcanzar la realización definitiva del proyecto salvador de Dios ofrecido a toda la humanidad. Alrededor de la cruz se agrupan todos aquellos que han encontrado a Jesús en los tres años de su vida pública. Y aquí, frente a una Palabra clavada sobre el madero, se desvelan los secretos de los corazones. El pueblo que había escuchado y seguido al rabino de Galilea, que había visto los milagros y los prodigios, estaba allí sentado mirando: la perplejidad en las caras, mil preguntas en el corazón, la decepción y la percepción de que todo acaba allí. Los jefes hacen muecas y mientras dicen la verdad sobre la persona de Jesús: el Cristo de Dios, su elegido.
Ignoran la lógica de Dios aún siendo fieles observadores de la ley hebraica. Esta invitación que encierra tanto desprecio: Que se salve a si mismo… narra el final recóndito de todas sus acciones: la salvación se conquista de por sí, observando los mandamientos de Dios.
vv. 36-37. También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre 37 y le decían: «Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!»Los soldados que no tienen nada que perder en el campo religioso infieren sobre él. ¿Qué tienen en común con aquel hombre? ¿Qué han recibido de él? Nada. La posibilidad de ejercer, aunque sea por poco tiempo, el poder sobre alguien que no es posible dejar caer. El poder de la detención se enlaza con la maldad y se arrogan el derecho de la reírse de él. El otro, indefenso, se convierte en objeto de su propio goce.
v. 38. En la cruz donde moría por la salvación de todos fue clavada una inscripción que decía «Este es el Rey de los judíos». Para que nadie quedara sin saberlo se escribió en las tres lenguas habladas en la región: el hebreo, idioma propio del pueblo. Así se acreditaba su pertenencia al pueblo judío; en la lengua griega, vehículo de comunicación cultural en todo el mundo mediterráneo, y en la lengua latina, la propia del imperio que aprobó su condena. A pesar de que los jefes hayan tratado de aplastar la regalidad de Cristo como han podio, la verdad se inscribe sola: «Este es el rey de los Judíos». Este, y no otro. Una regalidad que atraviesa los siglos y que pide a las miradas de los transeúntes que se detengan con el pensamiento sobre la novedad del Evangelio. El hombre necesita de alguien que lo gobierne, y este alguien no puede ser que un hombre colgado de una cruz por amor, capaz de permanecer sobre el madero de la condena para dejarse encontrar vivo en la aurora del «primer día de la semana».. Un rey sin cetro, un rey capaz de ser considerado por todos como un malhechor con tal de no renegar su amor por el hombre.
v. 39. Y en ese mismo escenario se realiza la salvación. Lo acompañaban dos malhechores, crucificados como él. Uno tenía fuerzas para decirle: «Eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros». Su palabra sólo pedía ser bajado de la cruz para continuar la vida en este mundo, quizás en el mismo camino. En la cruz se puede estar por motivos diferente, como también por motivos distintos uno puede estar con Cristo. La proximidad con la cruz divide o acerca. Uno de los dos vecinos de Cristo, lo insulta, lo provoca, se ríe de él. A la salvación se la invoca como huida de la cruz. Una salvación estéril, sin vida, ya muerta en sí. Jesús está clavado en la cruz, este malhechor está colgado. Jesús es todo uno con el madero, porque la cruz es para él el rollo del libro que se abre para narrar los prodigios de la vida divina entregada sin condiciones. El otro está colgado como un fruto marchitado a causa del mal, y pronto a ser tirado.
v. 40. Pero el otro lee la situación que vive en una dimensión más verdadera. Decía a su compañero: «¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio?». Al estar cerca de Jesús, vuelve a adquirir el santo temor y hace discernimiento. Quien vive al lado de Cristo puede reprochar a quien está a dos pasos de la vida y no la ve, sigue gastándola hasta el final. Todo tiene un límite, y en este caso el límite no lo fija el Cristo que está allí, sino su compañero. Cristo no responde, responde el otro en su lugar, reconociendo sus responsabilidades y ayudando al otro para que lea el momento presente como una oportunidad de salvación.
v. 41. Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho.» El mal lleva a la cruz, la serpiente había guiado al fruto prohibido colgado del madero. Cristo es el fruto que cada hombre o mujer puede coger del árbol de la vida que está en medio del jardín del mundo, el justo que no cometió algún mal, y que sólo supo amar «hasta el extremo».
v. 42: Y decía a Jesús: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Lo confiesa como a Rey con una misión especial. Mira hacia el futuro donde están los sueños del hombre, y quiere entrar con Jesús en ese reino que él anunciaba y que en esas circunstancias parecía imposible. Una vida que llega a su plenitud y se encierra en una invocación increíblemente densa de significado. Un hombre, pecador, conciente de su pecado y de la justa condena, acoge el misterio de la cruz. A los pies de aquel trono de gloria pide ser recordado en el reino de Cristo. Ve a un inocente crucificado y reconoce y ve más allá de lo que aparece, la vida del reino eterno. ¡Qué reconocimiento! Los ojos de quien ha sabido en un instante captar la Vida que iba pasando y que transmitía un mensaje de salvación, aunque de forma sobrecogedora. Aquel reo de muerte, objeto de insultos y de escarnios por los que habían tenido la posibilidad de conocerle más de cerca y más largamente, acoge a su primer súbdito, su primera conquista.
v. 43: Jesús le dijo: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso». Ese «hoy» es la palabra única y desbordante de la Vida Nueva del Evangelio. Hoy la salvación se cumple, no hay que esperar a otro Mesías que salve al pueblo de sus pecados. Hoy la salvación está aquí, en la cruz. Cristo no entra solo en su reino, lleva consigo al primero de los salvados. Misma humanidad, mismo juicio, misma suerte, misma victoria. No es celoso Jesús de sus prerrogativas filiales, inmediatamente ha quitado de la lejanía de Dios y de la muerte a cuantos estaban a punto de sucumbir. Reino estupendo aquel que se inaugura sobre el Gólgota….
3. MEDITACIÓN: ¿Qué NOS DICE la Palabra? La realeza de Jesús, Salvador misericordioso y universal Jesús es el enviado del Padre, el Mesías esperado por el pueblo: El mismo se llama Rey ante Pilato; deja que le proclamen hijo de David y Rey de Israel al entrar en Jerusalén; por El se hizo todo cuanto existe (Jn. 1,); es el Redentor que libra de esclavitud; Señor y dominador de la muerte por su Resurrección y Ascensión y Señor al fin de los tiempos «cuando haya puesto todos los enemigos a sus pies».
Su realeza tiene sentido diferente a otros reyes y dominadores: ¡lo hace desde la cruz!, con un título nuevo y unas características especiales, de perdón, misericordia y servicio, que desafía todo dominio y poder que no esté al servicio.
Es Señor y rey siendo siervo, el último; perdiendo la vida, venciendo a la tentación de poder y de dominio; ofrece perdón e indulto, hace el bien y salva; convoca al pueblo, a los pobres, a los que sufren; es Rey por la Cruz, en la Cruz y desde la Cruz. El reino de Cristo es peculiar; no es como los reinos del mundo. El primado de Cristo en las imágenes de primogénito, cabeza y plenitud, en la mentalidad paulina, significan que la naturaleza humana de Cristo está al frente y en el origen de la humanidad regenerada y de la creación. El texto es más una profesión de fe que un enunciado doctrinal. Lo esencial en el mismo es el primado de Cristo contrapuesto a las discusiones gnósticas de las que Pablo toma el vocabulario. La conclusión del ciclo del evangelio de Lucas nos ofrece el testimonio de cómo entiende Jesús su Reino: como una plena realización de la misericordia del Padre (cfr. Las parábolas de la misericordia, en Lc. 15).
La plegaria del arrepentimiento «Señor, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino»: La figura del ladrón arrepentido es el símbolo real de todos los pecadores, que somos nosotros, y que tantas veces son protagonistas en el evangelio de Lucas (Buen Samaritano, el leproso samaritano agradecido, el publicano de la parábola, Zaqueo…) a) Se trata de una plegaria a Jesús-«Señor». El evangelio de Lucas es abundante en este punto: plegaria insistente, plegaría humilde, petición, alabanza, plegaria de Jesús... Únicamente por la plegaría (comunión con Dios) se realiza en verdad el Reino de Dios. Es la plegaria de la fe: «Señor». b) Es la plegaria de un «malhechor crucificado». En él se resumen todos los pecadores y marginados que son los grandes destinatarios de la misericordia de Dios
revelada en Jesús: «He venido para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar el año de gracia del Señor». También ellos están llamados al Reino de Dios, si acogen con fe a Jesús como Señor. También ellos entrarán en la fiesta, se sentarán a la mesa con Abrahán y los profetas... c) Es la plegaria memorial: «acuérdate de mí». La Iglesia entera se siente vinculada a esta invocación, porque la Iglesia ha recibido el «memorial» de Jesús, y cuando ora le pide que se «acuerde», es decir, que «actúe» en favor de nosotros. Cuando decimos que nosotros «recordamos» la redención, no decimos más que una parte: la necesidad de actuar en consecuencia con el hecho de la salvación. Pero cuando decimos al Señor «acuérdate», estamos confesando que la Redención nos viene de El y se nos ofrece definitivamente. De ahí que nos sintamos bien representados en la plegaria del buen ladrón. d) Es una plegaria de término: «cuando llegues a tu Reino». Aquí hay dos elementos lucanos interesantes: el camino de Jesús, que tiene como término su ascensión (Lc. 9, 51), y la formulación del don: reino-paraíso. El tema del camino se recoge espléndidamente: la cruz del Señor y la del «malhechor» es la puerta estrecha, el último puesto, la pobreza absoluta; pero más allá está el término: la mesa preparada, la proximidad del anfitrión, el Bien absoluto, el seno de Abrahán... El Reino es el paraíso del origen. Aquí resuena la universalidad tantas veces subrayada por Lucas. No se trata sólo de los israelitas, sino del hombre, de todo ser humano. Aquél que perdió el paraíso original es re-introducido en él por Cristo, Rey del universo. He aquí el sentido escatológico de la solemnidad.
Los dos ladrones Alguien ha dicho que el buen ladrón ha hecho el último robo de su vida, ha robado la salvación… ¡Y sea! ¡Para sonreír de quienes trafican las cosas de Dios! Cuanta verdad, por el contrario, contemplando el don que Cristo hace a su compañero de cruz. ¡Ningún robo! ¡Todo es don: la presencia de Dios no se regatea! Y menos aún el estar siempre con él. Es la fe que abre las portas del reino al buen ladrón. Bueno porque ha sabido dar el justo nombre a lo que había sido su existencia y ha visto en Cristo al Salvador. ¿El otro era malo? Ni más ni menos que el otro, quizás, pero se quedó más acá de la fe: buscaba al Dios fuerte y potente, al Señor potente en la batalla, a un Dios que pone las cosas en su sitio y no ha sabido reconocerle en los ojos de Cristo, se ha quedado en su impotencia.
Entrar en el Paraíso La palabra de Jesús es comprometida, que alcanza los límites de un juramento: «Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso». Llegar al paraíso no es entrar en un lugar de
goces como los de esta vida terrena. Es entrar en el misterio de Dios como meta última de la vida. Llegar a una experiencia de plenitud que desborda toda imaginación humana: «Lo que ojo nunca vio, ni oído escuchó: lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Co. 2, 9). El supremo acto de salvación de este Rey Mesías se cumple muriendo en la cruz en la cruz y pasando a la resurrección. En la cruz Cristo está como sacerdote y víctima, como rey y pastor. Es el punto culminante de su misión. Allí donde atrae a todos hacia él (Jn. 12, 32). La Iglesia primitiva hizo una teología de la cruz. Unió la realeza sacerdotal de Cristo con su sacrificio cruento y con su muerte.
Nuestro Rey En la fiesta de un rey todo esperaríamos menos que se nos proclamara su realeza desde el trono de una cruz donde se encuentra crucificado. La condición real de Jesús fue dada a conocer a todo el mundo. El hombre en su experiencia terrena busca y sueña con líderes que le traigan bienestar y libertad. Otras tantas veces quizás se siente defraudado. Sus jefes son débiles también como ellos. Sirviéndose de nuestro lenguaje, Dios mismo nos ha ofrecido un rey perfecto, intachable, capaz de llevarnos más allá de las simples fronteras de lo humano. No nos saca del mundo ni nos hace irresponsables en él. El mismo compartió nuestro tiempo y nuestro espacio, trabajando y dando realidad a un mundo nuevo que él abrió. Pero como los caminos de Dios no son nuestros caminos, ni sus planes son como nuestros planes (Is 55, 8) Dios nos ha dado un Rey, Jesucristo, no como los reyes de este mundo (Jn 18, 36) sino como Él mismo lo pensó: servidor, humilde, lleno de compasión en las entrañas, solidario de toda la condición humana, que no avasalla ni oprime sino que libera a través del propio sacrificio de la vida. El mismo se describió así cuando al despedirse de sus discípulos les dijo: Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos (Jn 15, 13). Este es el Rey que hoy celebramos y al que podemos entregar nuestra vida para hacernos con él activos constructores de su reino: «Reino de verdad y de vida, de santidad y gracia, de justicia, amor y paz» (Prefacio).
El señorío de la iglesia y del cristiano al servicio del mundo: - Cristo ejerce su realeza hoy en el mundo, a través de la Iglesia, por ser la cabeza del cuerpo. El cuerpo participa de la realeza de la cabeza y la debe de ejercer sobre el mundo y la sociedad, asumiendo esas realidades, promoviéndolas y haciéndolas servir para el bien de todos los hombres (G. et S. 76). La promoción del Reino es evangelizar y luchar por un mundo más justo, ordenado y pacífico. - El cristiano está llamado a promover los designios salvadores de Dios sobre el mundo y sobre todos los hombres, mediante el testimonio de su propia vida y por la acción, para que el hombre y la sociedad, alcancen la plena libertad al entrar en los planes salvadores
de Dios. Al final del Año Litúrgico: lo último y definitivo para un cristiano, no son las catástrofes del fin del mundo, sino JESUS, principio y fin, Señor de la muerte y del tiempo, centro de toda la creación. El modo de entender a Jesús condiciona nuestras vidas y la misma Iglesia. Somos un «Pueblo de Reyes»; podemos ser cada uno rey o esclavo… La Iglesia puede ser aficionada al poder, aliada de los poderosos… o servidora, comprometida con Las necesidades de los seres humanos, especialmente de los pobres, preocupada más de la humanidad que de sí misma.
4. ORACIÓN: ¿Qué LE DECIMOS NOSOTROS a Dios? Reconocemos y proclamamos hoy, Padre, la realeza única de Jesús. A su luz cobran un sentido distinto nuestras ideas de poder y de mando. El no domina desde arriba, como los gobernantes de este mundo, sino que se pone a la altura de los pobres y humildes, para elevarnos a todos, haciéndolos hijos de Dios. Agradecidos por tu Hijo y por el Reino que en El has preparado para todos, queremos dar a Cristo, nuestro Rey, y, con El a ti, su Padre y nuestro Padre, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor, bendición y gloria, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén. 5. CONTEMPLACIÓN - ACCIÓN: ¿Qué NOS PIDE HACER la Palabra? La investidura real de Jesús se realiza en la Cruz, que viene a ser su trono, la inscripción hace de fórmula y los testigos serían los dos ladrones. El ejercicio de la realeza es ofrecimiento de perdón, incluidos los enemigos. La mayoría de los contemporáneos de Jesús no entendieron el Reino de Cristo. Se aferraron a las ideas sobre un rey temporal, que recrearía la grandeza de Israel. En cuanto a
los romanos, despreciaron a Jesús como rey, como leemos en el Evangelio de hoy. Incluso pusieron una inscripción real en la cruz. Para los romanos, Cristo como rey había sido un fracaso. Pero sorprendentemente -fuera de María y varios otros discípulos- fue un ladrón, crucificado lado a lado con Jesús, el que recibe la gracia de entender qué era Reino de Jesús. Un Reino, no sobre la organización y la administración de este mundo, sino sobre los valores definitivos del ser humano. Un Reino que no iba a liberar al pueblo políticamente, sino del pecado, la muerte y toda forma de deshumanización. Al final, el «buen ladrón» pide ser recordado en el Reino de la gloria de Jesús. Y Jesús le concede mucho más: invita al hombre, sin tardanza («Hoy estarás conmigo...»), a compartir su Reino. El último «robo» del buen ladrón fue «robarse el Reino». ¿Será que nosotros hacemos lo mismo?
Relación con la Eucaristía Cristo aparece en la celebración como el mediador y Señor de la asamblea que él reúne y configura en torno al misterio de su vida, muerte y resurrección. Todos comenzamos a reconciliarnos y a ejercer el señorío regio de nuestra condición libre en la fe, sobre el mundo y la sociedad. La Iglesia de los santos-pecadores se re-crea constantemente en la Eucaristía, «memoria» actualizadora del misterio de Cristo, en la que El mismo se nos comunica, en tanto que «compartimos la herencia del pueblo santo en la luz» (segunda lectura).
Algunas preguntas para pensar durante la semana: 1. ¿Te sientes ya parte del Reino de Cristo? ¿Por qué? 2. ¿Qué aporta la Iglesia que ninguna otra institución lo haga? 3. La Iglesia no es un poder, ¿actuamos los cristianos como servicio o como poder?
Carlos Pabón Cárdenas, CJM.
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