Libertad, Igualdad, Fraternidad, y Democracia. Casa del Pueblo Montserrat
15/03/2010
Seminario dictado por el filósofo catalán Antoni Doménech Introducción: Jorge Tula Anexo: … y Fraternidad* *Texto escrito en enero de 1992. Publicado en Revista Isegoría, Nº 7, 1993, pp 49-78.
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Jorge Tula: -¡Hola, compañeros! Con (Antoni) Domènech tenemos un amigo común, Carlos Suárez, esa amistad compartida me ha permitido conocerlo a Domènech. Del cual había leído pocas cosas, por cierto. Últimamente lo frecuento más, porque me llega a través de la generosidad de Carlos una revista que ellos editan y les recomiendo a todos leer, que sacan a través de Internet y se llama Sin Permiso. Quiero decir dos palabras sobre eso, porque creo que vale la pena. Sin Permiso es una revista que tiene una virtud tal vez, entre otras, que es capaz de seleccionar entre sus páginas, una serie de artículos que generalmente son todos de interés para quienes como nosotros nos instalamos dentro de esa franja que se llama izquierda. Y que es capaz de tener, de acuerdo a los artículos seleccionados por ellos, artículos que tienen diverso origen, diversas nacionalidades, de diversos actores, diversos intelectuales, etc. Eso permite tener un formidable panorama de lo que se está discutiendo en el mundo. Nosotros que estamos en el culo del mundo, para aquellos que no ingresaron a ver la página, les recomiendo que lo hagan porque les va a servir de utilidad. Hay un tema que efectivamente se aborda, con dedicación, porque es un tema importante, un pensamiento fuerte, porque forma parte de las reflexiones de la gente y que ha visitado esta revista, una cosa que a nosotros no nos puede dejar de interesar, que es el tema del republicanismo. Jean Jaures decía “el Socialismo es la Republica llevada hasta sus ultimas consecuencia”. Una frase interesante y vale la pena que reflexionemos sobre esto, porque yo particularmente creo, sobre esto Domènech tiene algunas reflexiones me parece, acabo de mirar por arriba, porque no tuve tiempo de hacerlo detenidamente, un reportaje que le hicieron en México donde habla del “iluminismo”. Los socialistas creemos ser los herederos del iluminismo, o tradujimos el iluminismo al mundo de la política, no lo sé muy bien; un reportaje que habla de esto y es un tema que vale la pena discutir en un momento donde creo yo, no sé si Doménech estará de acuerdo, que no solamente la política está en crisis. Los partidos políticos lo están. No solamente la democracia está en crisis, sino que cierta propuesta del socialismo, yo diría la propuesta socialdemócrata está en crisis. Reflexionar sobre estos temas que cortan como un hilo transversal todas estas creencias mías, reflexionar sobre esto en un momento que es de desconcierto, por lo menos sino hay crisis hay desconcierto. Yo me pregunto ¿Qué es ser de izquierda en estos días? ¿En estos momentos de la marcha del mundo, es lo mismo ser de izquierda
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en Europa que en América latina? Debería ser, tengo la tentación de decir, este continente América Latina sobre el cual muchas veces las miradas de otros lados nos han dado una lectura que es discutible. Por ejemplo la de (Carlos) Marx cuando escribe sobre Bolívar (Bolívar y Ponte. 1857-1858, New American Cyclopaedia), que a veces sorprende. No quiero caer sobre eso de que hay ciertas categorías que sirven para ciertos lugares del mundo y para otras no, pero hay ciertas peculiaridades en América Latina que hacen que la política transite por determinados derroteros y que a veces ciertas categorías no llegan a aprehenderla, como a uno le gustaría, porque algunos temas son o parecen confusos. ¡Y que bueno que haya venido Domènech, y que bueno que nos hable de estos temas, porque yo particularmente también estoy confuso! Y veo que otros también están confusos, y ni siquiera se lo han planteado, pero creo que es necesario plantearse estos problemas para ver si salimos de la confusión. Es un tema complicado, yo creo que de la resolución de esos temas depende un poco el futuro de la izquierda, futuro de la izquierda que también está en crisis. Veo con dolor, las vicisitudes de la izquierda europea, advierto desde esta parte del mundo, que la izquierda europea es cada vez menos izquierda y cada vez más centro. Veo a Tony Blair, veo a los socialistas franceses, veo al Partido Democrático de Italia, veo a una serie de nuevas expresiones de la política que están lejos de plantearse eso que una vez la izquierda se planteó, y que es la necesidad de trasformar el mundo. Ahora parece ser que solo pretenden administrar un poco más honestamente, gobernar, no transformar los estados cuando ellos ganan una elección. Domènech me parece que piensa de otra manera, Domènech tiene claro ciertas cosas. Tal vez las tenga suficientemente clara como para que nos pueda responder algunos interrogantes que al menos yo tengo, y que los planteo porque creo que son interrogantes que muchos tenemos. ¡Que bueno que esté acá, tengo la certeza, pero uno nunca lo sabe, de que nos responderá algunos! Es un placer además recibirlo en esta casa, la casa de un partido (Unidad Socialista para la Victoria), que está tratando de salir de las cenizas como el Ave Fénix, porque hemos sido un gran partido en algún momento (Partido Socialista Argentino), y ahora estamos tratando de avanzar en la búsqueda de una mayor presencia en la vida política de la argentina. ¡Gracias Domènech por estar acá! Antoni Domènech: Muchas gracias por esta invitación. Como diría mi admirado torero el Gallito (José Gómez Ortega) “se hará lo que se pueda”.
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Tengo que advertir de entrada que no es mi mejor día en la vida. Tuve un viaje muy agotador desde México, y me voy a España en tres días. Tener la perspectiva de pasar 15 horas enlatado en un avión me desasosiega, y me hace menos lucido todavía de lo que habitualmente soy, pero como decía el Gallito, se hará lo que se pueda. El amigo, y colega, que me ha presentado ha empezado hablado de “la crisis del socialismo”, y particularmente de “la crisis del socialismo europeo”. Efectivamente el socialismo europeo y el socialismo moderno, como todos sabemos, está en una especie de crisis que algunos llaman interminable. El amigo se ha referido a la fundación del Partido Demócrata Italiano que ha acelerado la visión de la crisis en el socialismo, que en Europa es terminal, o no, y eso ha sido porque la formación del PDI, que es básicamente una especie de gran arreglo que se ha producido en los últimos años entre gente procedente del viejo Partido Comunista Italiano (PCI) y gente procedente de la vieja Democracia Cristiana (DC), se planteó por parte de los ex comunistas como algo muy natural al integrarse dentro del Partido Socialista Europeo, y como decía otro torero “ahí fue Troya”. Parece claro que no se han puesto de acuerdo, y parece que no se va a integrar ese partido dentro del Partido Socialista Europeo (PSE), se ha producido una comezón y de grandes lamentaciones por parte de los socialistas europeos. Pero la cosa se ha ido complicando y haciendo a la vez más interesante desde el punto de vista de politólogo cínico que simplemente trata de ver cuan complicada son las cosas. Con la creciente evolución del Partido Socialista Francés (PSF), en las últimas elecciones presidenciales francesas se dio la curiosa circunstancia de que la candidata del PS, la señora Ségolène Royal, fue activamente boicoteada por los varones del ala derecha de su propio partido, que se inventaron a un figurón pobre hombre, un verdadero mentecato. El tal (François) Bayrou (Unión por la Democracia Francesa), lo inventaron para arruinarle las elecciones a la candidata socialista. Ségolène Royal, se ha visto ahora, que dejada a su suerte en las elecciones parlamentarias de ayer (14/03/2010), no consigue llegar ni a un tres por ciento, bueno los varones del ala derecha del PSF tienen unos antecedentes personales y políticos tan pesados como (Dominique) Strauss-Kahn, uno de los “agentes del sionismo en Europa”, o Michel Rocard. Pues estos parecerían hacer algo parecido al invento del PDI. Hay toda una corriente dentro de la derecha de la Socialdemocracia europea, y toda una constelación de pensamiento centrista en Europa que vienen a decir algo así: esto del socialismo y del movimiento obrero europeo -y cuando hablo de socialismo, no hablo ahora sólo de
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socialdemocracia, sino que hablo de socialismo en el viejo y ancho sentido decimonónico de la palabra, es decir un fenómeno que abarca desde el viejo laborismo británico, a la derecha, hasta la extrema izquierda del anarco sindicalismo revolucionario catalán, pasando por todas las socialdemocracias y todos los comunismos que han existido en el mundo que han sido muchos- eso del socialismo en el amplio sentido decimonónico del término, habría sido un gran error y lo que debería ser Europa políticamente es volver antes de 1914. ¿Y antes de 1914 qué había? Había una especie de monarquías constitucionalmente embridadas que por supuesto no eran monarquías absolutas, solo que estaban embridadas constitucionalmente, con parlamentos que no contaban mucho y con dos grandes partidos que eran los liberales y los conservadores. Hay mucha gente que piensa que en Europa se trata de eso. De retroceder el reloj de la historia hasta antes de 1914 y hacer un gran partido liberal, como los que existieron en Europa antes de 1918. Es decir antes de que en Europa conocieran la democracia con sufragio universal, etc., y frente a eso un partido conservador. A eso a veces los más cínicos, o los más guasones, lo llaman el “modelo polaco”. Como lo que pasó en Polonia, en donde desapareció todo lo que tenga que ver con el movimiento obrero, y quedan estos dos oligofrénicos de los hermanos (Jaroslaw y Lech) Kaczyński. Frente a ellos una especie de partido liberal, y es liberal sólo porque va a misa dos o tres veces menos al año que los conservadores. Esa es una realidad con la que hay que contar. Hay mucha gente que piensa que el futuro político de Europa debe resolverse así, y mucha gente que esta dentro de los partidos socialistas, que es el ala derecha de los partidos socialistas. En Francia ya lo he dicho. En España, en el Partido Socialista (Obrero) Español (PSOE), hay un ala derecha muy pesada que le amarga la vida a (José Luis Rodríguez) Zapatero, más o menos como los varones socialistas le amargaron la vida hace una semana a Ségolène Royal. Piensan que el socialismo del movimiento obrero es perro muerto, que es una historia de la que hay que descartarse, reconstruyendo la vida política en Europa volviendo a lo de antes, más o menos, de la Primera Guerra Mundial. A eso lo llaman la “modernidad americana”, porque parece que los americanos tuvieron la suerte de no haber tenido un moviendo obrero con inspiración socialista. Lo cual no es cierto, pero no nos vamos a meter ahí, es cierto que no lo tiene desde 1920. Naturalmente, a esa nueva crisis del socialismo europeo, se añade al hecho de la crisis del “socialismo real” de los Partidos Comunistas. Tenemos en Europa el hecho de que el PC más grande de occidente y más importante, el PCI, se hiciera el harakiri o se
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suicidara. Yo creo que lo vemos en el hecho del PCF, que otrora ha sido el gran bastión de la clase obrera, hoy es un grupúsculo con menos votos y menos diputados que alguno de los tres grupúsculos trotskistas que también candidatearon en las elecciones (francesas). Así que estamos autorizados a hablar de crisis del socialismo en Europa. Cuando hablamos de crisis del socialismo en Europa podemos decir que esto es algo muy grave porque el socialismo moderno, hijo o fruto del movimiento obrero industrial, pues es algo que nació en Europa. En esa situación de crisis tan práctica, tan inmediata, que se puede visualizar o palpar en cosas tan cotidianas que están en la prensa de cada día, como las elecciones francesas, o en España, etc. En esas, digamos, crisis tal vez valga la pena tratar de desconfundirnos, como decía el compañero, al menos de verle un hilo. Y un hilo se le puede ver de varias maneras. Una de ellas seria tratar de decir cuales son las causas de que hayamos llegado aquí, de que estemos tan mal y de que todo sea tan horroroso, etc. Esta es una posibilidad. Pero otra posibilidad es la que yo había pensado hablar un rato con ustedes en esta tarde, es mas bien hablar de valores. El socialismo históricamente ha sido una tradición, y en cierta forma sigue siendo una tradición. No hay que suicidarse antes de tiempo. ¿En qué tradición más larga está el socialismo, y que valores defendió? Quizás alguna discusión de estas, será alguna discusión que tenga algún interés. Al menos para saber quienes somos, quienes hemos sido, quienes pretendemos seguir siendo. Digo esto porque tal vez alguna de las cosas que más ha dañado a la tradición socialista, o al menos a muchas de las tradiciones dentro del socialismo, ha sido el sectarismo. El sectarismo tiene una definición muy precisa que dio precisamente (Carlos) Marx. Marx dijo una vez criticando a (Ferdinand) Lasalle, y a la Socialdemocracia alemana inicial, que era un sectario, porque creía ser el fundador de una doctrina y de un movimiento completamente original, completamente nuevo y sin antecedente y, dijo Marx, “quien pretende ser el iniciador radicalmente nuevo de algo es un sectario”, es el iniciador de una secta, pero no el iniciador de un movimiento social, o de un combate político. Marx nunca pretendió eso, aunque muchos de los que posteriormente se han llamado marxistas creyeron que Marx fue el fundador de una secta. Lo canonizaron con unas cuantas palabras, por lo general mal entendidas, y tienen la escolástica de frases y términos que ocasionalmente Marx utilizó alguna u otra vez. Pero si leemos a Marx como merece ser leído, es decir como un clásico. Como alguien, digamos, que es el continuador por un lado, e inspirador por otro, de una tradición en la que uno ha crecido, nos damos cuenta de que Marx no pensaba haber creado nada radicalmente
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original, ni siquiera medianamente original. Marx se sabía en una tradición muy larga, en una tradición de lucha política y moral, si se quiere decir así, y en una tradición científica muy larga que arrancó mucho antes que él. Luego trataré de precisar cuán antes que él, y que iba a seguir. Yo digo, o tengo la esperanza, de que si vemos al socialismo así, no como algo que apareció como una especie de hongo de verano a mediados de siglo XIX vaya ud. a saber porque, sino como algo que esta en una tradición política mas larga, podemos sacar dos beneficios de ello: el primero, digamos, librarnos de los curas y de la clerigalla, como decimos los masones, los anticlericales españoles de toda la vida, en fin, el dejar de pensar que esto del socialismo es una religión y verlo como lo que ha sido, como una tradición laica y de pensamiento racional creíble, en la medida que está corroborado por los hechos, y sostenible en la medida en que se puede seguir sosteniendo con argumentos. Por otro lado, además de librarnos de la clerigalla, que va siempre con el sectarismo, lo que podemos es ver que el socialismo ha sido un momento en una tradición muy larga y que precisamente como esta tradición es muy larga, es muy improbable que se extinga y, tal vez, podemos adivinar como puede seguir. Esto es lo que me propongo, haciendo una breve reflexión sobre cuatro palabras: Libertad, Igualdad, Fraternidad y Democracia. La Democracia es un término mucho más antiguo que el socialismo, por supuesto. Pero mucho más antiguo que el capitalismo también. La democracia es una palabra que tiene de historia escrita, que tengamos constancia de ella, más de 2600 años de historia. La democracia no es lo que en general la mayor parte de los socialistas del siglo XIX o, sobretodo los del siglo XX han dicho que era. Marx lo sabía y la prueba de que Marx lo sabía es que si se toman la molestia de releer un obrita, que se lee en una tarde que uno tenga perdida, el Manifiesto Comunista, Marx nunca habló, por ejemplo, de “Democracia burguesa”. Tuvimos que esperar al siglo XX para que llegaran unos genios (Max Weber y Rosa Luxemburgo) que hablaran de eso. Pero en el Manifiesto Comunista Marx dice por ejemplo, algo que ahora parece ininteligible, que el comunismo y el socialismo “son un ala de la Democracia”. Marx todavía esta usando la palabra Democracia en el sentido tradicional, por ejemplo en el sentido en el que lo utilizó Aristóteles y ese es un sentido, se mantuvo prácticamente impertérrito durante toda la historia de occidente. Durante más de 24 siglos hasta más o menos 1848 que empezó a cambiar de significado.
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No sé si han dicho mis presentadores que mi formación académica inicial, esto lo digo no como un alardón, sino para pedir disculpas, porque mi formación académica inicial es helenista. Así que todos los días, sobretodo si estoy cansado como hoy, me pongo pesado con lo que es lo mió, porque es lo que mas sé, el griego y la historia del mundo antiguo. Pero la primera vez que se utilizó esta palabra Democracia, en griego, fue por Heródoto en el siglo VI a.c. Democracia en griego clásico no significa, como se piensa ahora, gobierno de la mayoría, ni siquiera significaba gobierno de los pobres, sino que significaba literalmente “gobierno de los trabajadores manuales”. La palabra demos, en griego clásico, en griego moderno es otra cosa… la mejor traducción castellana de demos, la mas castiza, sería, “los que viven por sus manos”. Democracia significó “el gobierno de los que viven por sus manos”. ¡La Democracia significaba una cosa terrible! No tuvo ningún partidario en el mundo antiguo. Es decir tuvo muchos partidarios, claro, pero esos partidarios que tuvo ni siquiera sabían leer ni escribir. Otros, como Demócrito, todos sus escritos a favor de la democracia fueron quemados y saqueados, porque no se crean ustedes que esto de la “derecha cafre (brutal)” es una cosa del siglo XX. No, es milenario, el mundo antiguo tuvo una derecha terrible. Prácticamente quemado todo documento a favor de la democracia, lo poco que sabemos sobre la Democracia, aparte de la investigación epigráfica moderna, lo poco que sabemos es por tipos enemigos de la Democracia, pero que eran espíritus que dieron su vida, y que son científicos interesantes como Aristóteles. Aristóteles, por ejemplo, dice claramente en La Política, -que después veremos que los liberales y los marxistas poco inteligentes lo han olvidado, o no lo han querido saber- que “Democracia es el gobierno de los pobres libres”, que son trabajadores asalariados, pequeños comerciantes, artesanos y jornaleros campesinos. Cuando mandan estos es Democracia. Claro, dice que estos normalmente son la mayoría, pero si fueran la minoría, y la mayoría fueran los ricos, también llamaríamos Democracia al gobierno de la minoría. Democracia quiere decir “el gobierno de los pobres” y toda la filosofía política desde Platón, enemigo encarnizado de la democracia, pasando por Aristóteles, hasta prácticamente el siglo XVIII, democracia fue una palabra evitada. Era como un insulto decirle a alguien que era demócrata, porque quería decir que era un partidario de la tiranía de los pobres, de los ignorantes, de los analfabetos. Es la gran leyenda que se construyó en el mundo antiguo sobre la Democracia. Esa Democracia era el régimen peor, era el régimen en que dominaban los demagogos.
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Demagogo quiere decir “el esclavo que pasea al pueblo pobre”. Igual que pedagogo quiere decir “el esclavo que pasea a los niños”, es buena definición de un pedagogo. Esto conviene saberlo, la palabra Democracia sonaba tan mal, era tan terrible, que nadie, nadie decente y presentable, desde que se acabo con la “Democracia plebeya radical de Ática (periferia de Grecia)” en el 221 (a.c.) cuando el imperio macedonio acabó con la libertad democrática, en el oriente mediterráneo nunca mas nadie se atrevió a decir que era un demócrata, un loco egregio (ilustre). Conocido por los hispanos (Baruch) Spinoza dijo que era demócrata, y parecía que se hundía el mundo. Ningún farmer americano se atrevió a decir de si mismo que era demócrata, ni siquiera el que más o menos lo fue que era (Thomas) Jefferson. Fundó el Partido Republicano, pero dudo en llamar a eso demócrata, para que no lo llamaran jacobino. Es muy interesante, sobre todo para los jóvenes, saber que no hay en ningún documento oficial que diga que los EEUU es una Democracia, porque para todos los fábulas, o sea para los que redactaron la constitución, actualmente dirigentes en EEUU, en la “Convención de Filadelfia” (convención constituyente) de 1787 Democracia era un insulto, y la constitución de los EEUU fue concebida y diseñada como una constitución expresamente antidemocrática. Y si uno ve la discusión se puede ver que escribieron en 1787, se ve con que inteligencia, con que clarividencia, determinados padres fundadores, particularmente (Alexander) Hamilton -a mi me parece el verdadero creador de los EEUU, el verdadero diseñador institucional de lo que iban a ser los EEUU- con que clarividencia argumentó que lo que hay que evitar en una república, es “el peligro de la democracia”. Pensar en cómo es la constitución de los EEUU, la constitución es una constitución en la cual inicialmente tiene que haber: un presidente que viene a ser como una especie de “monarca electo” que tiene todo tipo de poderes; con un senado que está pensado inicialmente para que sea vitalicio y sólo formado por tipos riquísimos; con un congreso en el cual hay una discusión si es por sufragio universal o no; pero sobre todo, con una corte suprema con capacidad absoluta de revisión judicial de todas las posibles leyes que el senado o el congreso puedan aprobar. Si comparamos, por ejemplo, esta constitución con la primera constitución de la República francesa (1791), que es la primera constitución democrática en el mundo moderno y contemporáneo -hay algunos que dicen que se puede parecer a la constitución de Atenas de Ephialtes y de Pericles- nos damos cuenta que la constitución de EEUU estaba concientemente pensada para evitar el peligro de la democracia. Con
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una división de poderes concebida para impedir que el pueblo pudiera hacer algún desmán, con una corte constitucional, con una presidencia y un senado, concebidos para defender los derechos de propiedad, como dijo Hamilton “en contra de las pasiones del pueblo”, y eso en un momento en el que todavía no se pensaba en el sufragio universal muy amplio. He dicho una cosa sobre democracia, muy general, que es la soberanía popular, y el ejercicio de esa soberanía por parte del pueblo llano, y que eso da el poder a los que son pobres. Ahora, el compañero, ha citado una frase que es muy linda de Jean Jaurès que decía “el Socialismo es república hasta sus últimas consecuencias”. Esa frase es verdadera, o a mi me parece verdadera, si por república se entiende la República democrática, porque el mundo ha estado lleno de repúblicas que han sido oligárquicas, o plutocráticas. La república de los EEUU hoy, y desde sus comienzos, ha sido concebida como una república plutocrática. La república de Venecia fue expresamente una república plutocrática. ¿Qué puede querer decir una República democrática? ¿Y por qué a mi me parece verdad que si una república es democrática “el socialismo es la república llevada hasta sus últimas consecuencias”? Pero una república está fundada en una cosa muy clara, y eso nos lleva a uno de los tres primeros conceptos que he dicho que exploraría, que es el concepto de la libertad. La república está fundada en la “libertad republicana”. Luego diré un poco más de la libertad republicana. Pero en la libertad republicana, a diferencia de la “libertad liberal”, que luego diré que es, no hay oposición entre lo que es libertad e igualdad. Si tú eres libre republicanamente y yo soy libre republicanamente necesariamente tenemos que ser iguales, cosa que no es lo mismo con la libertad liberal. ¿Qué es la libertad republicana? bueno, la libertad liberal, que es la más trivial, está basada en el que si yo soy libre, si estoy lo menos interferido posible, esto lo sabemos todos porque es un concepto que maneja (Mariano) Grondona y todos los editorialistas de la prensa, y las señoras que escriben para las revistas del corazón, y ese es un concepto muy nuevo de libertad, no conocido antes del siglo XIX. El concepto tradicional de libertad era que, yo soy libre si nadie puede interferir arbitrariamente en mi vida. Parece lo mismo, pero no lo es. Imaginemos que yo soy, voy a utilizarte como conejillo de indias (por uno de los participantes)… Imaginemos que tú eres mi esclavo. Que sea mi esclavo quiere decir que si a mi me diera la gana yo podría hacer lo que quisiera con él, venderlo, castrarlo, matarlo, eso es lo que quiere decir esclavo, De iure (de derecho). Ahora, imagínense que yo soy un buen amo, o sea, por algún motivo le tengo aprecio, me cae bien, y dejo que haga su
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vida como si no fuera mi esclavo. Desde el punto de vista liberal eres libre, a pesar de ser esclavo, eso porque no interfiero directamente en tu vida. En cambio desde un punto de vista republicano, uno es libre sólo si nadie incondicionalmente puede interferir en su vida de una forma arbitraria. Ahora desde el punto de vista liberal, el esclavo mío, es libre, desde el punto de vista republicano no lo eres, sólo tiene la suerte de que yo soy un buen amo, porque por una cuestión de carácter me cae bien y no interfiero, pero es mi esclavo porque sabe que puedo hacer con él lo que me diera la gana. Esto parece una distinción filosófica sin importancia, pero hay que decir que establecer esta distinción ocupó a nueve generaciones de juristas republicanos romanos. Porque esta distinción tiene otra cara tal vez un poco menos trivial, que para un republicano no toda interferencia es mala. Hay interferencias que favorecen la libertad, porque si bien para todo liberal toda interferencia es mala, para todo republicano no solo algunas interferencias son buenas, sino que algunas son deseables, no son solo males menores, sino que son fundamentales para la libertad. Por ejemplo como en todos los estados de derecho modernos, tienen una matriz jurídica republicana, en todos ellos, incluida la Argentina, están prohibidos los contratos de compra y venta de esclavos. Quiere decir que si ahora, por ejemplo, ante un escribano él firmara un papel diciendo que a cambio que le de un millón de euros a su madre se vende como esclavo de por vida ante mi, aparte de que este contrato, firmado en plenitud de tus facultades mentales, sería nulo de pleno derecho, sería un delito el haberlo firmado, seríamos perseguidos por un fiscal. En cambio, desde el punto de vista de la libertad liberal, esa sería una interferencia inadmisible del Estado, en un negocio privado entre él y yo, por qué tiene que interferir el Estado y decir que es un delito que firmemos ese contrato si él está de acuerdo. En la vieja tradición de la libertad republicana, la libertad es algo muy serio, no es una fantochada como la libertad liberal, es algo muy serio porque exige que se forme un núcleo muy duro de “derechos individuales personales”, no instrumentales, sino constitutivos de la persona. La mayoría de los derechos que nosotros tenemos son instrumentales, en el sentido de que podemos comprar y vender nuestro gato o hipotecar nuestra casa o cosas así, pero hay un núcleo duro de derechos que como nos constituyen como personas libres son inalienables e inacumulables, nadie puede inalienar su libertad, ni venderla, ni regalarla, ni nada parecido. Nadie puede comprar o vender su ciudadanía, sino habría un tráfico de pasaportes. Si yo sacara mi pasaporte español y lo subastara, seguramente me llenaría de oro, eso está prohibido. No se puede comprar y vender sufragios, eso está prohibido, es un delito. En las ultimas elecciones de los
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EEUU hubo una empresa que trato de hacer una subasta de sufragios a favor de Bush, claro, pero tuvieron que instalarse en las islas Caimán porque era un delito en los EEUU, que por más que sea una república plutocrática, todavía es una república, y que es una república quiere decir que lo ciudadanos de una república están protegidos por un conjunto de derechos no instrumentales que son constitutivos de las personas, y esos derechos son inalienables e inacumulables, eso es incompatible con la libertad liberal. Ese punto de vista de la concepción liberal de la libertad que apareció a partir del siglo XIX es paternalismo absurdo, el que un juez o un político interfiera en una relación contractual entre este señor y yo, si él quiere vendérseme como esclavo. O por ejemplo yo puedo ser un millonario, caprichoso, muy aficionado a la caza, y harto de haber cazado todo tipo de elefante y de especies en extinción, lo que quiero cazar ahora es individuos de la especie homo sapiens que, como todos saben, son particularmente inteligentes, puedo tratar de firmar un contrato con él a cambio de un millón de dólares, durante un año me das permiso para que te mate. Durante ese año tú te escondes y yo te persigo, puede ser un juego fabuloso para millonarios ociosos un poco perversos. Eso está prohibido, claro, aunque yo tenga un contrato autorizándome a ello y aunque haya depositado un millón de dólares en un banco suizo, si yo le mato me perseguirán de oficio como asesino. Los antiguos pensaban, y los socialistas son la única corriente política contemporánea que heredó ese concepto y siguió pensando como los antiguos. Los que cambiaron fueron los liberales, los antiguos pensaban que esa cosa maravillosa que es la garantía absoluta de que nadie, ni un particular, ni el Estado, podrá interferir en tus planes y en tu vida personal sin tu acuerdo de una forma arbitraria o caprichosa y que tu vida privada va a estar protegida por un conjunto de derechos exigibles. Esa idea que viene del mundo antiguo, que viene de los griegos y que luego fue formidablemente esculpida por el derecho civil romano. Digo esto, lo que inventaron los liberales victorianos, porque es una majadería, (esas garantías son) una cosa que viene del mediterráneo antiguo. Esta idea venía además reforzada porque sólo podían gozar de este status de ciudadanos con derechos constitutivos blindados aquellos que no tuvieran que “pedir permiso a otro para vivir”. Para que tu puedas de verdad ser un ciudadano libre, con derechos constitutivos garantizados y desarrollar tu personalidad, y tus planes de vida, armoniosamente en el espacio fantástico que te dan estos derechos constitutivos de tu persona, es necesario que no te veas obligado a tener que pedir permiso a otro para trabajar y para vivir. Por eso en el derecho romano, y antes en la democracia antigua, el trabajo asalariado era considerado indigno de una persona libre, y en los Oficios Cicerón
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dice, repitiendo un viejo dicho de Aristóteles, “el trabajador asalariado es un esclavo de tiempo parcial”. O sea que necesita pedir permiso a otro para vivir y ponerse a su arbitrio durante el tiempo que dure el contrato del salario. Toda la artillería retórica del socialismo moderno de que el trabajo asalariado es la esclavitud moderna viene directamente de Cicerón. Marx era un helenista, un clasicista, el conocía muy bien esa literatura. Los socialistas no inventaron nada nuevo, que el trabajador asalariado es un esclavo a tiempo parcial lo dice Aristóteles, lo repite el derecho romano, y es patrimonio común del pensamiento republicano hasta Marx, solo que Marx saca las consecuencias del pensamiento republicano. Bueno, eso es la libertad en el modo antiguo. La igualdad no era muy importante en la tradición republicana. Y si se fijan, no es muy importante en Marx. Marx no es un pensador igualitarista obsesionado con la igualdad. La igualdad en la tradición republicana quiere decir que si dos personas son iguales, quiere decir que son igualmente libres y que tienen reciprocidad en la libertad. Si él, que es mi conejillo de indias esta noche, es mi esclavo, simplemente no es libre. No es libre porque no tiene derechos constitutivos, yo, su amo, puedo invadir arbitrariamente su vida como me de la gana, si él, en cambio, es un ciudadano libre somos iguales en el sentido de que somos igualmente libres y tenemos libertad recíproca. Eso es todo lo que quiere decir igualdad en la tradición republicana, que la gente es igualmente libre. No tiene nada que ver con el nivel de ingresos. La fórmula de no tener que pedir permiso a nadie para vivir es una vieja formula del derecho romano, que reaparece misteriosa y maravillosamente en la Critica del programa de Gotha, porque Marx está en esa tradición. Aunque los marxistas del siglo XX lo olvidaron, como olvidaron lo que significaba democracia y esas cosas. La igualdad no es muy importante, Marx ha hablado con gran desprecio, por ejemplo, por lo que él llamó “los comunistas crudos”, refiriéndose con cierta injusticia a (François) Babeuf. La igualdad no era muy importante, lo que era importante era la igualdad en la libertad. Ahora, nosotros podríamos decir “la libertad es una cosa maravillosa, y todos deberían tenerla, pero no todos pueden ser libres”. De hecho así pensaba el mundo antiguo, incluso los demócratas más radicales. El Robespierre del mundo antiguo, que fue Ephialtes, quien puso las bases para la democracia radicalmente plebeya ateniense, ni siquiera a Ephialtes se le ocurrió que los esclavos pudieran ser plenamente libres. Ephialtes hizo una cosa grandiosa, que fue darles “libertad de palabra en el Ágora” (isegoría) a los esclavos. Ese era el gran escándalo del mundo antiguo, pero no se le
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ocurrió que los esclavos pudieran ser también candidatos al dicasterio o alguna magistratura, que pudieran “depositar su nombre en un saquito para obtener algún cargo público” (insaculación), no se le ocurrió. De Jefferson se dice con razón, por ejemplo, que la gran batalla electoral que ganó en 1800 cuando consiguió ser el tercer presidente de los EEUU, que fue una batalla formidable y que se movilizaron todos los granjeros pobres de Virginia y de Pennsylvania, y todos los trabajadores asalariados de las colonias del norte, volcados a favor de Jefferson, como representante de los pobres, fue una gran victoria. Pero a Jefferson no se le ocurrió que los esclavos tuvieran derecho al voto, él mismo tenía esclavos y si van alguna vez como turistas a Virginia y ven su maravillosa finca en Monticello verán, como curiosidad, unos galpones en donde estaban hacinados sus esclavos. Jefferson era un demócrata a la antigua, menos radical incluso que Ephialtes o Pericles, no se le hubiese ocurrido como a Ephialtes darles libertad de palabra a los esclavos, y a las mujeres, en el Ágora. El primer demócrata que quiso abolir la esclavitud fue (Maximilien) Robespierre y por eso, 215 años después de su asesinato, todavía no se le ha perdonado. Es el político más difamado de la historia de la humanidad, más que Cleón (de Atenas), más que (Lucio Sergio) Catilina. Tuvo la desgracia, o la suerte, Catilina de que su difamador fuera (Marco Tulio) Cicerón. Si te difamaba Cicerón estarás perdido para siempre, no hay quien pueda con esa retórica hermosa, pero sí (Robespierre) fue el político más difamado de la historia, hasta muchos socialistas creen que fue un terrorista, un mesiánico. Tuvo dos buenas ideas que no le fueron perdonadas, y que aún hoy no le son perdonadas. La primera era que él incorporara el sufragio universal a todos los trabajadores de Francia, y ponerlo por obra, eso fue la Primera República francesa. El sufragio universal masculino se consigue por primera vez con Robespierre, a la cabeza de la Primera República francesa y la constitución de 1793. Ahora podríamos discutir qué tipo de política tuvo con las mujeres, no crean en las feministas norteamericanas que no saben nada de Revolución francesa. Fue bueno con las mujeres, pero no vamos a discutir eso ahora. Lo que le costó realmente la vida fue querer libertar a los esclavos en las colonias francesas. Ese fue su famoso grito “perezcan las colonias antes que los principios”. Eso fue lo que le costó la cabeza, porque la Gironda eran todos los propietarios de esclavos bordeleses. Robespierre fue el primer demócrata revolucionario moderno en sentido serio, porque a diferencia de Pericles, de Ephialtes, o de Jefferson del otro lado del atlántico, se propuso en serio liberar a los esclavos de las colonias, y
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liberar a los “esclavos de tiempo parcial” que eran los trabajadores asalariados de París. Y en ese sentido, a justo término, se puede decir, parafraseando a Jean Jaurès, que “Robespierre fue el primer socialista moderno”. Precisamente porque fue el primer “demócrata revolucionario” moderno. Democracia para Robespierre, y tal como la entendemos nosotros hoy, como discípulos suyos, quiere decir: la universalización a todos de la libertad y de la igualdad republicana. Quiere decir algo tan sencillo como que “nadie tenga que pedir permiso cotidianamente a otro para trabajar o para vivir” y eso quiere decir la abolición de la esclavitud, también de la esclavitud a tiempo parcial que es el trabajo asalariado. ¿Y eso como es posible? El socialismo de mediados del siglo XIX pensó, en parte con razón, y en parte equivocadamente… es muy interesante aprender la razón que tuvo el socialismo en enmendar a Robespierre, y aquello en que se equivocó al enmendar a Robespierre. Los socialistas del siglo XIX… Marx conocía perfectamente a Robespierre. Marx había sido educado desde su más tierna infancia en el “robespierrismo militante”. Su suegro, el barón (Johann Ludwin) Von Westphalen, era un pequeño funcionario prusiano en Renania absolutamente convencido de las bondades de la democracia robespierriana. En toda Europa a comienzos del siglo XIX Democracia quería decir Robespierre y Robespierre quería decir Democracia. Los socialistas no inquietaban a nadie, eran una pandilla de utópicos bien pensados, pero lo terrible y lo que ponía los pelos de punta a las clases medias y altas era la palabra Democracia y era la palabra Robespierre. El socialismo eran utopías tontas. Pero el suegro de Marx, que lo conocía de niño, estaba enamorado de ese niño por eso fabricó el matrimonio con su hija. El suegro de Marx convenció al pequeño de que Robespierre llevaba razón pero había cometido un fallo, y el fallo era no haber previsto la Revolución Industrial. Robespierre llevaba razón en todo, en la necesidad de universalizar la libertad republicana, en la Democracia, en acabar con el aparato burocrático de las monarquías absolutas, en todo. Sólo que no había previsto la Revolución Industrial, y después de la Revolución Industrial no era posible seguir pensando que la “base económica” de la democracia republicana era la “universalización de la pequeña propiedad agraria”, y que para pensar como un robespierriano en el siglo XIX había que tener en cuenta a Saint Simón, y había que pensar que la forma de garantizar esa universalización de la libertad no podía ser la pequeña industria, la pequeña propiedad agraria, o artesana, fundada en el trabajo personal, sino que tenia que ser la “apropiación colectiva de los frutos de la gran industria”, para aprovechar sus “economías de escala”.
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Así que, en contra de este filósofo francés que fue muy famoso cuando era joven, (Louis) Althusser, los que tengan mi edad se acordarán de la “ruptura epistemológica” y del “Marx joven”, y de todas esas tonterías. Marx fue marxista desde que tenía 9 años, porque se lo enseño su suegro. A veces la historia es más sencilla. El marxismo es esto, y lo aprendió de su suegro. ¿En qué se equivocó el suegro de Marx, y por lo tanto Marx? en pocas cosas pero una sí, Robespierre no era tan ingenuo. Jefferson sí pensó en universalizar la libertad republicana sobre la base de la universalización de la pequeña propiedad, es el “sueño de Jefferson”, y la causa de todos sus errores políticos de vejez, que fueron muchos y fueron terroríficos, porque pobre hombre murió amargado. Fue la idea de pensar que podía construirse una republica continental con un economía muy distinta de la economía tiránica del capitalismo europeo, que podía construirse una republica continental como una gran democracia sin fronteras en la que todos los nuevos llegados podían tener su terruño y fundar en él su libertad personal, por eso hizo la locura de comprar la Luisiana, esas son las cosas que se cuentan del viejo Jefferson. Pero Robespierre no cometió ese error. Robespierre comprendió muy bien lo que él mismo llamó genialmente “economía tiránica desposesora del capitalismo”. Robespierre entendió perfectamente que el capitalismo es un cáncer, la “cultura económica” capitalista es un cáncer que le sale a la sociedad y la corroe, y desposee, y expropia todas esas cosas que contó maravillosamente Marx en el famoso capítulo (de El Capital) “La acumulación originaria”. Todas esas cosas las sabía Robespierre, y muchos otros, porque el debate del siglo XVIII fue un debate muy importante entre gente muy inteligente, gente muy lúcida. (William) Marbury, por ejemplo, si los jóvenes que estudian (Ciencia) Política algún día tienen la ocasión de leer la crítica que hizo Marbury a la constitución americana de 1787 (“Caso Marbury contra Madison” –control de constitucionalidad de las leyes-), se darán cuenta que esos no eran unos niños de pecho, lo vio todo, lo vio venir todo; en 1790, en Washington, el ejemplar de crítica de Marbury de la constitución americana fue quemado. Robespierre no fue un niño de pecho, vio venir eso que él llamo “economía política tiránica”. Es mejor nombre, que llamarle capitalismo a eso, pero ya no tiene remedio. Y opuso a eso un programa que el llamo un “programa democrático de economía política popular”. Claro, el murió muy joven, lo mataron a los 39 años. Pero en su último discurso él muestra cómo, para oponerse al progreso expropiador de la economía tiránica del capitalismo incipiente, eso que aún no había visto las fábricas de
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Manchester, para oponerse a esto era necesario un programa público de la República francesa que garantizara a todos lo que él llamó, y fue el primero en utilizar la palabra, un “derecho de existencia”. Quien lo desarrolló un poco más, después, fue Thomas Paine. Si leen las biografías, que se publican en EEUU, de Paine nos dirán que fue un enemigo terrible de Robespierre, y es verdad porque el pobre Paine apenas hablaba francés cuando estuvo allí, y fue terriblemente engañado por los termidorianos, pero meses después… era un hombre muy inteligente. Paine se dio cabalmente cuenta de lo que había sido la “contrarrevolución de Termidor”, se volvió un robespierriano convencido y publicó un panfleto, dos años después del asesinato de Robespierre, que se llama Justicia Agraria y en esa Justicia Agraria se introdujo por vez primera en la historia la idea de lo que ahora debatimos en México, o Argentina, con el nombre de Ingreso Ciudadano Universal, o incondicional, en España como Renta Básica. El argumento de Paine era: una economía expropiadora como esta que es un cáncer que le ha salido a la sociedad, que constantemente destruye la pequeña propiedad fundada en el trabajo personal, a lo mejor trae mucho beneficios, pero trae mas desgracias que beneficios, propongo que grabemos fiscalmente esos beneficios, para crear, lo que él llamó, “un fondo de pensión nacional”, que otorgue 10 libras Esterlinas a todos los ingleses para compensarles la expropiación del avance de la economía tiránica. Todas esas son, como habrán visto, viejas cosas de alguien que tiene más edad que la necesaria para hablar en estos foros de jóvenes, y que además tiene una formación de helenista, así que se enrolla mucho con cosas muy viejas. ¿Pero de toda esta historia qué podemos aprender? que el socialismo del movimiento obrero tal como lo hemos conocido ha sido en el peor de los casos un experimento más, un experimento interesante, en el que hemos aprendido muchas cosas. Pero un experimento más en una tradición que es muy larga y que va a durar, y en la que podemos orientarnos si tenemos claros cuáles son sus valores. Sus valores son muy sencillos: la universalización de la libertad republicana. El vivir en sociedades, y en mundos, en los cuales nadie tenga la necesidad de pedir permiso a otro para vivir. El “socialismo clásico”, en sus experimentos positivos, se equivocó en su apuesta por el industrialismo; se equivocó, por ejemplo, piensen en lo que fue el estalinismo no como una aventura de un criminal loco, que también lo fue quizás, no le traté, pero sí traté con gente que le conoció y dicen que fue un tipo bastante razonable personalmente. Pero el estalinismo visto sin psicología, que es como me parecen que se deben ver mejor las cosas en política, fue todo lo contrario del proyecto socialista. Si entendemos por
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proyecto socialista una idea que arraiga en la democracia fraternal de Robespiere, el socialismo fue un despotismo industrializador y desposeedor, bueno, eso es lo que no queremos. ¿Por qué no pensar en formas de socialismo para el siglo XXI, que combinen todas estas cosas que se han dado, que combinen la necesidad de nacionalizar y socializar democráticamente las gran industria con economías de escala, con el respeto a la pequeña propiedad privada, fundada en el trabajo artesanal, con amplias fuentes de la vida social desmercantilizadas y reguladas? ¿O pensar con algo así, como la herencia para el siglo XXI del fondo de pensiones en el que pensó Thomas Paine, y ahora piensan todos los que están con lo de la Renta Básica? Se pueden imaginar, me parece, formas distintas de hacer “ingeniería social” si se tienen en claro los valores fundamentales, y los valores fundamentales del socialismo tienen una raíz muy clara, y muy antigua. Y esa raíz es la “democracia revolucionaria moderna”. Otro día hablaremos de Fraternidad. Gracias
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... y fraternidad* Por Antoni Domènech (Universidad de Barcelona) La fraternidad es el pariente pobre de la tríada democrático-republicana moderna. No sólo políticamente. También filosóficamente: mientras que los conceptos de “igualdad” y “libertad” han sido concienzudamente explorados, “fraternidad”, sigue pareciendo una noción amorfa. Este artículo presenta una reivindicación política, a la altura de finales del siglo xx, de la fraternidad, e intenta dibujar filosóficamente, tras un preámbulo histórico, un concepto algo preciso y proteico de ella. Toute institution, toute doctrine qui consolé et quí éleve les ames doit éter accuelli; rejetez toutes celles qui tendent a les dégrader et a les corrompre. Ranímez, exaltez tous les sentiments généreux et toutes les grandes idées morales qúon a voulu éteindre; rapprochez par le charme de l'arnitié et par le líen de la vertu les hornmes qu'on a vouIu dívíser [...] Le veritable prétre de l'Étre suprérne, c'est la Nature: son temple, l'univers; son culte, la vertu; ses fétes, la joie d'un grand peuple rassern-blé sous ses yeux pour resserrer les doux noeuds de la fraterníté univer-selle et pour lui présenter l'hommage des coeurs sensibles et purs [Robespierre, Floreal, año II]. La fratemité, c'est le droit par-dessus le droit [...] pour étre freres, il faut étre [Jules Michelet, Joumal]. Pariente pobre de la tríada republicano-revolucionaria moderna, cenicienta de los valores emblemáticos fundacionales de la tradición democrática en la que -mal que bien- seguimos orientándonos, ¿qué puede aún prometernos la fraternidad que no nos hayan prometido ya -y no siempre cumplido-- la libertad y la igualdad? ¿A qué molestarse hoy en ocuparse de ella? No figura como voz en ningún diccionario de ciencia política, en ningún diccionario de filosofía, ni siquiera en la mayoría de diccionarios de la Revolución francesa (1). Apenas hay bibliografía monográficamente consagrada a ella (2). A diferencia de sus compañeras, la libertad y la igualdad, ni siquiera está plenamente recogida como tal por las sucesivas declaraciones de los derechos humanos que fue adoptando la Revolución (3). Tampoco quienes se han interesado por la fraternidad consiguen ponerse de acuerdo ni en el papel que desempeñó durante la Revolución, ni en lo que constituía su legado a la democracia social y al socialismo del siglo XIX, por no hablar de las discrepancias sobre su significado doctrinal y filosófico. Por otra parte, si los conceptos aparentemente perfilados y distintos de «libertad» e «igualdad» han dado de sí la muchedumbre de disputas sobradamente conocidas, ¿qué no habría de ocurrir con cualquier intento de redignificación de un concepto manifiestamente amorfo como el de «fraternidad»? Es más: si puede haber dudas razonables sobre la posibilidad de encontrar formulaciones de los conceptos de «libertad» e «igualdad» que los hagan compatibles buscando un compromiso no irénico entre ellos, ¿no es razonable pensar que la reviviscencia de la noción de «fraternidad» tiene por fuerza que añadir más confusión a este asunto, hacer más difícil el compromiso entre la libertad y la igualdad? E incluso si esto no fuera así, en el supuesto de que consiguiéramos construir e investir de dignidad filosófica a un concepto de «fraternidad» que no estorbara, sino que ayudara a aunar dos conceptos interesantes de «libertad» e «igualdad», incluso en ese caso, ¿qué habríamos ganado con ello?
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¿Qué relevancia política y práctica podría tener para nuestro mundo de 1992 la reelaboración ético-filosófica de un concepto de «fraternidad» que contribuyera a la mutua simpatía de los conceptos de «libertad» e «igualdad»? La libertad -un determinado concepto de ella- parece hoy el valor central, el que se ha impuesto rotundamente a los otros dos, señaladamente a la igualdad -o a determinados conceptos de ella-: ¿no es sospechoso, pues, que, precisamente ahora, nos pongamos a hablar de la fraternidad? ¿Cómo no ver en ello una forma taimada de que los igualitaristas denostados -es decir, los partidarios de algún tipo de compromiso entre igualdad y libertad- reintroduzcamos bajo otra divisa y de contrabando las ideas iliberales que el tribunal de la historia (o de la Historia, con mayúscula fukuyamesca) ha condenado para siempre? Me propongo en esta conferencia proporcionar algunos argumentos para contestar por la negativa los interrogantes que acabo de plantear retóricamente. Trataré, pues, de pleitear pro fraternitate del siguiente modo: primero, mostrando que puede construirse un concepto no amorfo de «fraternidad» y que ese concepto podría llegar a tener tanto interés y profundidad filosófica como cualquier concepto perfilado de «libertad» e «igualdad»; en segundo lugar, sugiriendo -sólo sugerir: argüir en un tema tan complejo, rebasarla por completo los límites de esta conferencia-, que un buen concepto de «fraternidad» -el que aquí se defenderá- tiene consecuencias positivas para cualquier intento de compromiso entre conceptos de «libertad» e «igualdad»; y en tercer lugar, mostrando la relevancia y la pertinencia políticas del concepto de «fraternidad» para enfrentarse a algunos de los fenómenos más inquietantes del mundo en que vivimos, es decir, para poner a la tradición democrática heredera del año I (1793) a la altura de los tiempos del año cc (1992). I. Utilidad de un perfil histórico del concepto Un concepto proteico puede comenzar a perfilarse de muchos modos, hay siempre mil ángulos desde los que atacarlo. Puesto que se trata de un concepto históricamente radicado, me parece que lo mejor es empezar preguntándose qué podían tener en mente los revolucionarios que introdujeron la noción de «fraternidad» en la escena política desde el comienzo, desde 1789. Y la respuesta es aparentemente sencilla; la da, por ejemplo, la cita de Robespierre con que va encabezado este trabajo: la fraternidad cumple la tarea de unir a los individuos, de ligarles o vincularles a otros, de acercarles o unirles afectivamente par la charme de l'amitié o por sus doux noeuds. La libertad o la igualdad no presuponen vínculo afectivo positivo alguno entre los individuos; tampoco presuponen necesariamente lo contrario; son neutrales o indiferentes al respecto. Dos individuos pueden ser libres o iguales en algún respecto entre sí sin necesidad de ser amigos o de sentir el mínimo aprecio mutuo. Se ha dicho a veces que la fraternidad intentaba mitigar el individualismo de la libertad y de la igualdad (4); pero se acerca más a la verdad -por ahora- decir que la fraternidad se proponía como cemento o nexo necesario o privilegiado de una sociedad de individuos libres e iguales. Y ese nexo o cemento social era revolucionario (y por lo tanto, al menos en principio, no antiindividualista) en el sentido de que se proponía para reemplazar o complementar los nexos o lazos sociales espontáneos recibidos de la tradición: las normas sociales, los hábitos de conducta heredados de los mayores, las mores de los súbditos. Dicho esto, salta sin dilación la pregunta cuya respuesta nos llevará derechamente al núcleo de nuestro asunto. La pregunta, obvia, dice: ¿cómo es posible que la fraternidad se proponga como alternativa o complemento revolucionario a los nexos y vínculos sociales tradicionales?
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¿Acaso la inventaron Mirabeau y Fauchet, Roederer y Camille Desmoulíns, Robespierre y los sans-culottes? ¿No es la de fraternidad una idea evangélica, cristiana, y por consecuencia, tradicional por excelencia? Sí y no, y en el matiz que se dé a esta respuesta ambigua va empeñada la viabilidad de un concepto no ambiguo y filosóficamente solvente de «fraternidad», Sí, por lo pronto: el primer uso políticamente efectivo de la idea de fraternidad acontece en las ceremonias federativas y de la mano, sobre todo, de sermones de curas «constitucionales» o «patriotas», como Fauchet y Lamourette. Pero no: la fraternidad alcanza su apogeo con el gobierno del partido de la Montaña, en plena ofensiva «descristianizadora» o repaganizadora jacobina, en 1793, año I, con las iglesias de París convertidas en templos republicanos, con las fiestas mensuales «decadarias» y con el culto a la Razón y al Ser Supremo deísta (5) Podría pensarse que hay dos conceptos de «fraternidad» en la Revolución, uno, el federativo y girondino, cristiano, y otro, el de los montagnards y la sans-culotterie, pagano. Pero el deísmo montagnard es una excrecencia de la doctrina cristiana; y no puede decirse que los dirigentes girondinos tuvieran poco aprecio por la cultura moral pagana clásica. Quizá la idea girondina de la fraternidad sea distinta de la jacobina, pero es incierto que el criterio adecuado para distinguirlas sea la dicotomía fraternidad cristiana / fraternidad pagana. Una mezcla de ambas está en los dos partidos revolucionarios. Pero como aquí no estamos haciendo historia de la Revolución, sino intentando clarificar filosóficamente un concepto, dejaremos de lado lo que pueda separar y distinguir la fraternidad jacobina de la girondina, para prestar atención a lo que ambas mezclan y confunden, es decir, a las diferencias que podría haber entre un concepto clásico (“pagano”) y un concepto cristiano de «fraternidad». Los revolucionarios, herederos de la ilustración, pretenden la reviviscencia del éthos republicano antiguo en ruptura más o menos abierta con la doctrina cristiana. Comprender bien lo que distingue a ambas culturas morales puede ayudar de paso también a entender por qué los dirigentes conventuales no estuvieron a la altura de su pretensión. II. «Éros» y «philía» La relación fraternal entre individuos es, como ya se ha dicho, una relación afectiva. Por lo tanto, la concepción que se tenga de ella dimana de la idea filosófica más genérica de la naturaleza de las relaciones o de las disposiciones afectivas, es decir, del amor. La noción clave del amor en el sentido de la filosofía antigua es el éros de ascendencia platónica. Y éros es la aspiración del hombre al bien supremo, a la buena vida, y presupone al menos tres cosas: a) que el hombre es capaz de divisar o conocer ese bien; b) que el hombre es capaz de querer orientar su vida de acuerdo con ese bien; y c) en estrecha conexión con el punto anterior, que el hombre es capaz de vivir efectivamente una vida buena porque es capaz -hasta cierto punto- de elegirse a sí propio y modelarse a sí mismo en consecuencia. Los avatares de ese concepto erótico del amor como amor al bien en la evolución de la filosofía antigua son, como puede suponerse, muy complejos y enrevesados. Pero, para lo que nos interesa aquí, pueden resumirse en cuatro estadios del modo que sigue: 1) En el primer estadio se plantea el problema de que la vida buena del sabio que ha conseguido autoelegirse y automodelarse es una vida «autárquica», es decir, autosuficiente. ¿Para qué entonces buscar la relación con los demás, para qué los amigos? Si el sabio es autárquico no necesita nada, tampoco amigos. El éros parece no ya desvinculado, sino conceptualmente incompatible con la philía. (Este es el problema que plantea y no resuelve -siquiera incoativamente- el Lýsis de Platón.)
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2) En el segundo estadio se plantea el problema, por decirlo así, de la «unidad de las almas distintas», de si el amor erótico -la aspiración al bien- no significa aspiración a una especie de unidad total perdida con otras almas, de si no es ese amor expresión de cierta nostalgia de esa unidad. (Este es el problema del Banquete.) 3) En el tercer estadio se plantea el problema de la «amistad perfecta» (téleia philía) elaborado por Aristóteles de un modo que aún resulta impresionante y conmovedor para quien lo lea sin prejuicios. Puesto que las ideas aristotélicas sobre la amistad tienen -a diferencia de las nociones platónicas que acabamos de mencionar- implicaciones éticosociales directas, vale la pena describirlas con detenimiento. Por lo pronto, para Aristóteles, la amistad es lo que mantiene unidas (synechein) a las ciudades (E. N., 1.155 a). Pero esa unión entre los hombres que proporciona la amistad no es vista a la manera del Banquete como unión mística total de las almas, sino de una manera mucho más problemática, compleja y articulada -también socialmente articulada-. De hecho, puede decirse que la teoría de la unión amistosa es el núcleo de la filosofía moral y política del Estagirita. La amistad entre dos hombres puede ser, para Aristóteles, utilitaria (si los hombres buscan sólo satisfacer con ella el mutuo interés o la mutua ventaja), placentera (si buscan el placer a través de ella), o «perfecta» o «completa» si la relación con otro se hace «por el otro mismo», y no por alguna ventaja instrumental que se espere obtener de él. Los problemas de «unidad» interesantes se plantean a propósito de esta última, y a ellos prestaremos ahora atención. Toda teoría de la amistad que quiera justificar la idea de que queremos a alguien «por sí mismo», y no por alguna ventaja de cualquier tipo que podamos obtener de él o encontrar en él, parece irremisiblemente confrontada al siguiente dilema: o bien tiene que ser capaz de ofrecer una descripción completa del individuo objeto del amor -de su identidad, o de su «esencia», si así quiere expresarse-, lo que parece muy difícil; o bien, tiene que intentar dibujar un conjunto de rasgos que basten para justificar el amor suscitado, pero entonces parece muy improbable que pueda ser resistido el reproche de que el objeto amado no es amado «por sí mismo», sino por los rasgos resaltados en el dibujo, por la excelencia o los méritos de esos rasgos, y no «por sí mismo». -Que esos rasgos no tengan utilidad para, o no generen placer al sujeto que los ama sólo añadiría misterio a esa relación amistosa, y no sería una solución del dilema.Es instructivo entender la teoría aristotélica de la amistad como una negativa desafiante a dejarse atrapar en ese dilema: pues Aristóteles lo coge por los dos cuernos, propone una respuesta que le permite escapar por sus dos lados a la vez. La doctrina de la téleia philía contiene una noción bastante precisa de la identidad de los sujetos, y además, fundándose precisamente en esa noción, hace compatible el aprecio de las excelencias del amigo con el amor hacia ese amigo “por él mismo”. La solución aristotélica consiste básicamente en sostener: 1º- Que la identidad de los sujetos está en gran parte contenida en su carácter, y que ese carácter es en gran medida resultado de las acciones de los individuos. (Hay que reparar bien en este punto porque contiene una brillante idea muy alejada de la sensibilidad psicológica cristiana y moderna: el punto [1º] equivale a sostener no sólo que el hombre es el padre de sus acciones, noción tópicamente admitida por la cultura cristiana y moderna, sino también, y sobre todo, que el hombre es, por decirlo con don Quijote, «el hijo de sus obras», o por expresarlo con Aristóteles mismo, que el hombre existe o es merced a su actuar y a su obra [E.N., 1.168 a].) 2°- Que ese carácter es, por lo tanto, (auto)modelable, es decir, que es, al menos parcialmente, (auto)elegible, en lo que consiste precisamente la virtud o excelencia personal (la areté)(6). 3° Que aunque no todas las acciones de los individuos son resultado de elecciones deliberadas y meditadas, en cambio, sólo las acciones resultantes de elecciones deliberadas pueden contribuir a la automodelación eficaz, por lo pronto dotando al individuo de una unidad. Pues ocurre 4°- que el hombre
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incapaz de deliberar sobre los deseos que le conducen a la acción no elige su acción, sino que ésta es resultado sin más de sus deseos espontáneos, y éstos ni son constantes ni están de acuerdo entre sí: en cambio, el hombre virtuoso capaz de deliberar sobre los motivos de su acción, es decir, sobre sus deseos, eligiéndolos, educándolos y, por así decirlo, filtrándolos, ese hombre consigue el acuerdo en sus deseos, y sólo de él puede decirse propiamente que es «uno e indivisible», mientras que el hombre acrático, incontinente o perverso «no es uno, sino múltiple, y en el mismo día es otra persona e inconstante» (E.E., 1.240 b). De aquí que el hombre vicioso no pueda realizarse, actualizarse o definirse unitariamente como persona en sus acciones: sus obras meramente reflejan y prolongan la trama inconsistente de su existencia actuando a su vez retroactivamente sobre ella -y definiéndola- en un sentido crecientemente desagregador. Esto lleva al hombre vicioso a enfrentarse a sí mismo, pues al estar disociados sus deseos y sentimientos se hace posible «que un hombre sea su propio enemigo» (E.E, Ibíd.), Es el caso entonces 5°- que, puesto que “la disposición que uno tiene para consigo lo tiene también para el amigo” (E.N., 1.771 b), o para el otro, los viciosos no puedan realizar en su relación con los demás unidad de ningún tipo, lo que acarrea la paradoja de que sujetos cuya existencia o modo de ser no es unitario, sino «divisible», indefinido y disoluto, precisamente por ello se encastillen, en su relación con los demás, en posiciones o disposiciones separadas y más o menos hostiles unos respecto de otros (7). Mientras 6°- que, en cambio, el hombre virtuoso, cuya existencia o modo de ser puede hasta cierto punto identificarse con sus obras (8) está unitariamente integrado y por eso mismo puede hallar la unidad con otros individuos virtuosos: pues las acciones y la vida misma que se gozan en compartir (sýzen), contribuyen a definir su ser, y así, a unir sus existencias, a fundir sus personas. Por eso puede salir elegantemente Aristóteles del segundo cuerno del dilema filosófico en que se ve acorralada toda teoría de la amistad desinteresada sosteniendo finalmente 7°- que querer a otro «por sí mismo» equivale a quererle por su excelencia, pues el «sí mismo», su identidad, está definida por su carácter excelente, por su virtud, y por las acciones y elecciones que de ella fluyen: «De aquí que sin inteligencia y sin reflexión y sin disposición ética no haya elección. [...] la elección es o inteligencia deseosa o deseo inteligente, y tal principio es el hombre» (E.N., 1.139 a-b). Hasta aquí debería quedar claro que Aristóteles consiguió desarrollar una brillante y potente teoría del amor o de la amistad no instrumental. Pero eso no basta para dar respuesta al viejo problema planteado por Platón en el Lýsis: la amistad no instrumental entre hombres virtuosos es posible, pero ¿es necesaria? ¿Para qué necesita el sabio autárquico y autosuficiente, que se basta a sí mismo para ser feliz, de la amistad? Aristóteles ha abordado en varias ocasiones este problema desde el punto de vista de su teoría de la «amistad perfecta» y no siempre lo ha solventado del mismo modo. Pero no le haremos injusticia demasiado grave si resumirnos así el tenor general de sus varios argumentos: Quizá los dioses puedan prescindir de los otros, pero en el mundo sublunar en el que viven las limitadas criaturas que somos los humanos, la philía es necesaria porque es prácticamente imposible llegar a la virtud, a la buena vida, es decir, a la felicidad, y acercarse a la autarquía, sin el concurso de los otros. El otro nos puede ayudar en dos sentidos decisivos: primero, porque para automodelarse y autoelegirse es necesario autoconocerse, y dadas las dificultades que entraña la empresa de conocerse a sí propio, la capacidad de autoengaño que tenemos, etc., el amigo puede venir en nuestro auxilio desde el inicio de esa espinosa senda: el amigo es nuestro heterós autós, nuestro alter ego, es una suerte de espejo, sólo a través del cual podemos saber cómo es nuestra propia faz. -Este es el argumento principal en la Ética eudemia.- Por otra parte, y este es el argumento que me parece fundamental para nuestros propósitos, las relaciones entre los individuos contribuyen decisivamente al mutuo troquelamiento de su carácter (y, por
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lo tanto, en gran parte, a la configuración de su identidad o modo de existencia). Al modelarse mutuamente los individuos, las fronteras de su identidad espontánea, de su «peor yo», se diluyen decisivamente: no sólo es el amigo heterós autós, el «otro yo», sino que, merced al mutuo troquelamiento, las fronteras entre los dos «yoes» se alteran, fijándose, por un lado -al integrarse «unitariamente» la personalidad de los hombres-, y superponiéndose, por el otro -al «compartir» la vida- (E.N., 1.772 a). Evidentemente los hombres no sólo se modelan mutuamente en el buen sentido, por así decirlo, sino también en el malo: una amistad utilitaria o meramente instrumental, y por supuesto una abierta enemistad, modela también a los individuos que la sostienen. Pero el punto crucial de la «amistad perfecta» es, en mi opinión, éste: en la relación de amistad perfecta lo que está en juego es la aspiración (erótica) de los individuos a la excelencia, y por lo tanto, el mutuo modelamiento consciente de los individuos en la dirección y en el sentido de esa aspiración. Los individuos enzarzados en una relación de amistad no interesada aspiran a su excelencia, y con ella, a su unidad como individuos, a modelarse como personas «unas e indivisibles», «ejercitándose y corrigiéndonos mutuamente». Paradójicamente, al conseguirlo, al acercarse a la unidad consigo mismo, el hombre virtuoso funde o une (más o menos completamente) su persona con la del amigo excelente al compartir con él (más o menos parcialmente) las acciones virtuosas -es decir, todas las acciones hechas “por ellas mismas”-. También los viciosos se hacen semejantes por mutuo troquelamiento, pero como su modo de existencia no es uno e indivisible, precisamente al hacerse semejantes, aparece la división entre ellos, y sus vidas y modos de existencia divergen y se separan. Hay que apresurarse a decir, sin embargo, que esa unidad entre los amigos (que Aristóteles ha expresado repetidamente con fórmulas muy conocidas, tales como «una sola alma (psyché)» (E.E., 1.240 b; E.N., 1.168 b), o el amigo como el «otro yo» (E.E., 1.245 a; E.N., 1.166 a, 1.170 b), no debe confundirse con la unidad mística que Platón desarrolla en el Banquete. Por lo pronto, la unidad con el otro de la amistad perfecta no necesita -ni puede- ser total: «El amigo quiere ser [...] otro yo. Sin embargo, existe una separación, y es difícil que surja la unidad. Pero, según la naturaleza, la semejanza es muy estrecha [...]», de modo que los amigos pueden realizar la unión parcialmente, en determinados rasgos, compartiendo determinadas acciones, o pensamientos, o sensaciones, pero no otras (E.E., 1.245 a). Por eso puede decir Aristóteles (en aparente contradicción con su propia doctrina) que «con todo, y pese a ella, un amigo desea existir como un yo separado» (Ibíd.). La aspiración (erótica) a la unidad total con el otro (y por lo tanto a mi extinción como yo, a mi conversión en una persona sin yo, aspiración explícita o implícitamente común a varias sabidurías)(9) es coextensiva con una aspiración (erótica) a la unidad de mí mismo como persona, pero esa aspiración sólo puede cumplirse para Aristóteles imperfectamente, no perfectamente (no conseguimos nunca llegar a ser «unos e indivisibles», ni tampoco conseguimos nunca ser una sola alma con nuestros amigos), y parcialmente, no completamente (sólo conseguimos la unidad con «partes» de nuestros amigos [E.E., 1.245 a 34-35])(10). (Observemos al paso cuán confundente resulta traducir télela philía por «amistad perfecta» o, a veces, por «amistad completa», pues precisamente la amistad entre humanos no puede llegar a ser nunca para Aristóteles ni «perfecta» ni «completa».) Ahora bien, esa «imperfección» e «incompletitud» de la amistad «perfecta» o «completa» aristotélica tiene consecuencias muy importantes para su ética social (o para su filosofía política, o para su teoría de la justicia, según quiera cada uno rotular la cosa). Si su amistad perfecta fuera «perfecta», quedaría socialmente reducida al minúsculo puñado de individuos que gozaran del ocio y tuvieran el talento suficiente como para dedicar su vida entera al autoconocimiento, a la meditación y al automodelamiento, es decir, a la «franja lunática» que fue en la Atenas clásica su patriciado fértilmente contemplativo. Que Aristóteles pueda presentar la amistad como
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aquello que «mantiene unidas a las ciudades» (E.N., 1.155 a) es, en cambio, consecuencia del hecho de que la téleia philía se da entre los hombres en partes y en grados muy distintos, no sólo del hecho de que, junto a la amistad perfecta o desinteresada, se den también relaciones de amistad instrumental entre los hombres. No me parece ahora necesario vincular expresamente ese carácter «imperfecto» de la téleia philía con el resto de la ética social aristotélica. Más adelante tendremos ocasión de decir algo al respecto. Podemos pasar ya, pues, al cuarto y último estadio de la reflexión antigua sobre el amor. 4) Los filósofos del período clásico no usaron éticamente el término «fraternidad». Ni en Platón ni en Aristóteles puede encontrarse el menor indicio de que la philadelphía, el amor entre hermanos, la fraternidad, tenga relevancia filosófica alguna. La philadelphía como concepto ético-social aparece en el período helenístico de la mano de la Stoa junto a otros conceptos de connotaciones semejantes, como por ejemplo, el de philantropía. Lo que más nos interesa aquí retener es que ese amor fílico que la Stoa nos pide para con nuestros hermanos -los hombres en general- no es ya, a diferencia del amor aristotélico por los amigos, un amor erótico. No es que en las filosofías helenísticas, en general-y en la Stoa, en particular-, no haya lugar para el amor erótico como aspiración al bien; al contrario, hay un refinamiento progresivo y evidente de la elaboración de ese problema. Pero la Stoa regresa en cierto sentido al estadio del Lýsis. Derrumbada la pólis, destruida la cultura republicana clásica, en el mundo cosmopolita imperial de las monarquías postalejandrinas, no hay lugar para una philía erótica. Sólo queda espacio, o bien para la aspiración erótica solitaria a la sabiduría entendida como autarquía o autosuficiencia strictu sensu, o bien para una afirmación muelle e incolora del amor indiscriminado (es decir, no erótico, independiente de la aspiración automodeladora al bien) por el género humano. Y la Stoa ocupa precisamente esos dos espacios disponibles. La fraternidad estoica escinde, así, ética (entendida como cura de sí propio, como epiméleia tes psychés socrática) y política (entendida como ética social). El mandato estoico de amar a todos los otros hombres sin distinción de raza, credo o pertenencia étnica ha tenido una influencia inmensa en la posteridad, como veremos a continuación, pero no sin antes repetir una vez más que el amor instanciado por ella no es un amor erótico, un amor que aspira a la excelencia y que, por eso mismo, ama la excelencia (11). Y si ese amor es, como sostienen los filósofos estoicos, desinteresado, entonces se enfrentará al terrible dilema filosófico del que tan airosamente hemos visto salir hace un momento a la téleia philía aristotélica. III. Ágape cristiano y «philadelphía» helenística Ese dilema consistía, como se recordará, en que el defensor del amor desinteresado parece obligado, ya a definir descriptivamente de un modo completo la identidad del objeto al que se ama «por sí mismo» (cosa harto difícil), o bien, en caso alternativo, a definir algunos rasgos sobresalientes del objeto amado (cosa que produce la legítima sospecha de que ese objeto no es amado «por sí mismo», sino por esos rasgos más o menos arbitrariamente resaltados en nuestra descripción). El concepto cristiano del amor propone una salida de ese dilema muy distinta de la aristotélica, y de esa salida vamos a ocuparnos ahora con algún detenimiento. El amor cristiano por excelencia no es el éros; es el ágape. El paradigma del amor agápico es el amor gratuito que profesa Dios a todas sus criaturas independientemente de sus méritos o excelencias. Dios quiere al virtuoso y al vicioso por igual, y por eso, como dijo Agustín en una formulación llamada a ejercer un inextinguible influjo en la posteridad, distribuye gratuita o caprichosamente la gracia que permite la salvación de los hombres (gratia gratis data). Y es el reflejo de ese amor agápico con que Dios ama a los hombres lo que permite a éstos amar a Dios, por un lado, y la philía entre ellos, por
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el otro. Este último punto es crucial y explica la particular tensión conceptual que el ágape cristiano mantiene con el éros clásico. Pues, según la visión antropológica del cristianismo, que procede fundamentalmente de las epístolas paulinas, el hombre es por sí propio incapaz de aspirar al bien, el hombre es una naturaleza «caída», y todo lo bueno que pudiera haber en él (incluida la aspiración al bien) le ha sido gratuitamente regalado, sin mérito alguno de su parte, por el amor agápico divino. O bien entonces no hay amor erótico posible al alcance de la naturaleza humana (pretender lo contrario sería hýbris, soberbia pagana), o bien, si hay algo parecido a él, no es sino un reflejo del amor agápico que Dios nos profesa. El cristianismo medieval optará por la segunda respuesta forjando un compromiso irénico y conceptualmente insostenible entre éros y ágape. Ese compromiso es la caritas: los cristianos pueden aspirar (erótícamente) al bien gracias a la semilla agápicamente depositada en sus almas por el Espíritu Santo. Lutero, y tras él, todo el cristianismo reformado, renunciará a esa síntesis precariamente filosófica restaurando el verdadero espíritu paulino-agustiniano expresado en la primera solución: el éros clásico es incompatible con el ágape evangélico (12). Teniendo esto presente, se puede averiguar el modo por el que intenta eludir la cultura moral cristiana el dilema filosófico de los amores desinteresados. La respuesta cristiana a ese dilema consiste en escapar de él por su primer cuerno, apuntando a una noción de individuo que debería operar como definición completa del mismo. Puesto que esa noción es un dogma, no puede ser filosóficamente discutida, y así se cierra el problema: o se acepta el dogma (y entonces es posible concebir el amor fílico agápico como amor desinteresado) o no se acepta. El dogma es que los individuos han sido creados por Dios a su imagen y semejanza, y que en el acto mismo de la creación queda completamente definida su identidad. Esto se puede llevar lo suficientemente lejos como para afirmar -a la manera agustiniana, recuperada por el cristianismo protestante-la predestinación de los individuos: desde el momento mismo de la creación de su alma los individuos están predestinados a salvarse o condenarse; nada de lo que piensen, sientan o hagan por sí mismos tiene la menor posibilidad de influir causalmente en su salvación o en la configuraci6n de su propia identidad como persona, sino que su salvación -y su misma identidad existencial- es el resultado de la distribución gratuita y caprichosa (agápica) de la gracia divina. La identidad de los individuos está, pues, fijada y preestablecida por Dios ab initio et ante saecula (13). Piénsese lo que se quiera de esa «solución» al dilema de los amores desinteresados, lo cierto es que el nudo gordiano de esta guisa cortado por la teología moral cristiana ha tenido una influencia histórica inmensa en la configuración de la cultura europea moderna. Por lo pronto, para quitar relevancia o interés filosófico al problema del amor: que un autor tan hostil a la doctrina cristiana como Voltaire haya podido declarar en su Diccionario filosófico que «el amor es una materia poco filosófica» habla por sí mismo de esa influencia. Pero, especulación filosófica aparte, también puede rastrearse esa influencia en elaboraciones éticas prácticas. En otro autor no menos hostil que Voltaire a la cultura moral cristiana, en Marx, podemos legítimamente sospechar la influencia de la solución agápica: es difícil -aunque no imposible- (14) rechazar la idea de que la asociación de hombres libres que es el comunismo marxiano, en la que se tomará de cada uno según sus capacidades y se dará a cada uno según sus necesidades (e independientemente de sus excelencias), es una realización laica del amor agápico evangélico. Y en Nietzsche, que es un Voltaire elevado al cubo en punto a anticristianismo, podemos encontrar el apotegma siguiente, cuya discusión nos llevará un poco más lejos en la apreciación de las consecuencias, para la ética social, del ágape cristiano: Más elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano y al que está por venir; más elevado aún que el amor a los hombres es el amor a las cosas y a los fantasmas (15).
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Nietzsche juega aquí con el hecho de que el adjetivo sustantivado «prójimo» se expresa en alemán como un superlativo (der Nächste: el más próximo); y así, al más próximo puede contraponérsele «el más lejano» (der Fernste) en el espacio y en el tiempo, en el género y en la diferencia (el alejado, el que está por venir, y aun las «cosas» y los «fantasmas»). Pero si prescindimos de este juego de lenguaje propiamente intraducible, la idea que Nietzsche expresa como crítica al amor cristiano al prójimo no puede ser más candorosamente cristiana: pues el amor agápico, precisamente por ser gratuito, no tiene dificultad alguna en extenderse por el espacio y por el tiempo: a los más alejados y aun a los por venir. Porque el «prójimo» cristiano es cualquiera. Cualquiera es nuestro hermano: criaturas, hijos de Dios padre, todos somos hermanos (y estamos hermanados en y por Dios Hijo) en el reino de la gracia, y podemos querer al Padre y a nuestros hermanos sólo merced a la gracia con que (agápica, gratuitamente), nos ha obsequiado el Espíritu Santo. Así recupera agápicamente el cristianismo la philadelphía, la fraternitas, estoica, la cual le había preparado ya el terreno al desvincular la philía (es decir, el aprecio o el afecto por otros) del éros (es decir, de la aspiración del hombre virtuoso al bien supremo). El amor agápico al prójimo es el núcleo de la fraternidad cristiana. Y podemos amar agápicamente al prójimo, al otro, a cualquier otro, de una forma desinteresada, «por él mismo», porque se cumplen estos dos requisitos: 1. El otro está definido ab integro en su identidad existencial, como nosotros en la nuestra; nuestras respectivas existencias están, pues, configuradas independientemente de nuestras acciones y elecciones (no somos hijos de nuestras obras, sino sólo, y como mucho, padres de ellas)(16); y por consecuencia, son existencias monádicas, condenadas a (o bendecidas por) un eterno existir separado (17). Amar a otro “por él mismo”, significa, pues, para el cristianismo, amarle como criatura de Dios. Llamaremos a este primer requisito el «dogma de la existencia ante saecula de los individuos». 2. El segundo requisito del amor fílico agápico hacia el otro es que, puesto que ese amor no es sino un pálido reflejo del amor agápico divino hacia nosotros mismos, debe estar subordinado al amor a Dios. Una relación filica entre hombres que pase por delante del amor a Dios, o que sea meramente independiente de él, no puede ser una relación buena, desinteresada. Pues, si se prescinde de la fuerza que nos da el amor agápico divino, no hay la menor posibilidad de querer desinteresadamente al otro. Este es el sentido que debe extraer un cristiano de la terrible condena bíblica a la philía no mediada por la devoción a Dios: «Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Dios. Pues será como la retama en el desierto, y no verá cuando viniere el bien; sino que morará en las securas, en el desierto, en tierra despoblada y deshabitada. Bendito el varón que se fía en Dios, y cuya confianza es Dios» (Jeremías, 17, 5-7) (18). Llamaremos a este segundo requisito el «dogma» del origen agápico-divino del amor desinteresado hacia el otro». De los dos requisitos dogmáticos, el más importante es el primero. Pues es perfectamente concebible que un ateo substituya el dogma del origen agápico-divino del amor desinteresado por un dogma de fe en la bondad de la naturaleza humana o en cualquier otro equivalente funcional de ella. En cambio, ese mismo ateo no podría prescindir, para fundar agápicamente el amor desinteresado, del dogma de la existencia ante saecula de los individuos. Tal como he presentado el asunto, y sobre todo, después de haber visto la compacidad filosófica del tratamiento aristotélico de nuestro problema, puede maravillamos el hecho de que un ateo, o un agnóstico, o hasta un moralista laico, se resista a abandonar el dogma de la existencia ante saecula de los individuos. Pero precisamente: del enorme e insospechado embrujo ejercido por el ágape evangélico sobre la posteridad da un buen indicio la negativa del pensamiento laico moderno -aun del más radical- a emanciparse de ese dogma en el que en gran medida sigue basándose
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el tipo de individualismo más característico de nuestra cultura moral y política contemporánea. Pues sólo la fundación en éros de la philía desinteresada estaría en condiciones de -y conceptualmente obligada a- emanciparse de él (19). IV. ¿Es posible una fraternidad erótica? A diferencia de la philía erótica aristotélica, la philía agápica cristiana (incluida su philadelphía, la fraternidad evangélica) no desempeña ningún papel en la ética social o en la justicia terrenales. Leibniz no pudo ser más consecuente al excluir la «justicia completa» (que para Aristóteles va indisociablemente unida a la amistad, a la téleia philía; y para Leibniz -que la llama iustitia universalis-, al cristiano amor al prójimo) del reino de la naturaleza, desplazándola al reino de la gracia, es decir, aplazándola hasta las calendas de la ciudad de Dios ultraterrena. (Porque la tierra toda, como el hombre mismo, es naturaleza «caída»: no hay propiamente lugar en ella para una institucionalización puramente humana del amor fílico agápico) (20). Leibniz, como en general todo el pensamiento político moderno, reduce, pues, la justicia -o la ética sociala lo que para Aristóteles no es sino «justicia parcial»: la justicia conmutativa o correctiva y la justicia distributiva. Eso quiere decir que la ética social queda totalmente desvinculada del problema del amor fílico (sea erótico o agápico), y por supuesto también de todos los problemas de la ética privada relacionados con las virtudes y la buena vida de los individuos; o, si se prefiere, que el mandato evangélico de la fraternidad es expulsado de la ética pública para ser recluido en el asilo de la ética privada: el ágape transciende a la justicia social, y por lo tanto, queda fuera del ámbito de aplicación de ésta (21). Y quiere decir también que la ética social se desentiende del problema de «mantener unidas» las póleis, del problema de los «nexos» sociales, del problema, en una palabra, de la homonoia, de la concordia o unidad de la sociedad. Venimos así a un punto importante que nos devuelve a la Revolución francesa: la aparición de una noción de fraternidad en la escena política a partir de 1789 es una novedad radical en el sentido de que reintroduce en la dimensión pública o social de la ética lo que el pensamiento cristiano moderno había mandado al exilio de la vida privada y particular de los hombres: el amor fílico entre ellos, por un lado, y, por el otro, la cuestión de los lazos o nexos que deben unir a los individuos en sociedad. Es verdad: ese amor fílico que la consigna de fraternité desenvuelve al ámbito de la vida pública está impregnado de ágape cristiano, como ya hemos tenido ocasión de comentar. Pero no es menos cierto que presenta rasgos inequívocamente eróticos (22). El más importante de los cuales es la insistencia con que sus abogados ligan la fraternidad al concepto -central para la República revolucionada- de la «virtud» ciudadana: la «charme de la amistad», el «lazo de la virtud» y los «dulces» -es decir, contagiosos-(23) «nudos de la fraternidad universal» van de consuno. La fraternidad estoica -el antecedente helenístico de la fraternidad evangélica- no estaba vinculada a la virtud, al esfuerzo erótico de automodelación del sabio, sino ínsita en la natural sociabilidad del hombre (la célebre oikeíosis). Y en esa natural sociabilidad -totalmente independiente del laborioso cultivo de la virtud- basaba la Stoa su esperanza de aproximar a los hombres en la cosmópolis (mientras que, como se recordará, Aristóteles esperaba de la «amistad perfecta» erótico-virtuosa el ligamen o la concordia de la pólis). La Revolución francesa es cosmopolita, y se entiende a sí misma como tal (sobre todo su ala izquierda, el partido de la Montaña); no como emancipación de un pueblo, de una pólis, de una nación, sino como el comienzo de la liberación de la humanidad entera: se comprende, pues, que haya recuperado el ideal cosmopolita de la fraternidad universal (24) (Los «árboles de la fraternidad» se plantaban en las fronteras -para resaltar la pretensión universalizadora, no nacionalista, de la Revolución-; Robespierre instruye en 1793 su famosa causa contra el Comité de la Constitución «por haberse limitado a
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reflexionar para un puñado de criaturas humanas ubicado en un rincón del globo»; Roederer quiso consagrar la «fraternidad de los colores» buscando por todo París un negro al que integrar como miembro del jurado del tribunal del departamento parisino junto a los católicos, protestantes y judíos que ya encarnaban en él la “fraternidad independiente del culto religioso profesado”) Pero la Revolución entiende también esa liberación republicanamente, es decir, como la constitución de los hombres en sociedad bajo un régimen en el que todos sus ciudadanos «gobiernan y son gobernados»: se comprende, pues, que haya recuperado el ideal de la virtud ciudadana de las Repúblicas antiguas. (A partir de 1791 se populariza el hábito de saludarse como «hermanos y amigos»: por lo tanto, como hermanos en tanto que «amigos», en tanto que conciudadanos virtuosos) (25). ¿Son esos dos ideales compatibles? ¿Es posible una fraternidad virtuosa, no fundada en un ágape filosóficamente problemático, y en cualquier caso, terrenalmente impracticable, ni en una no menos amorfa y problemática disposición humana natural hacia la sociabilidad, sino en la amistad erótica entre los hombres? (26) Ese es el verdadero problema filosófico-político que se le planteó a la fraternidad republicana en 1792 y en cuya solución fracasaron los revolucionarios, como nos da a entender el indicio incontrovertible de ese fracaso que es la progresiva desaparición de la idea de fraternidad del escenario político posterior a la primera mitad del siglo XIX; libertad e igualdad la desplazan por entero. Las causas históricas de ese fracaso no nos interesan aquí. En cambio, conviene darse cuenta de que los ingredientes agápicos de la fraternité la condenaban a un conflicto conceptualmente insolventable con cualquier noción seria de libertad e igualdad republicanas. Pues en cuanto se abandona o se debilita la idea de que la «charme de la amistad», el «lazo de la virtud ciudadana» y los «dulces nudos de la fraternidad universal» son eróticos, es decir, tienen fuerza ética motivacional propia, y que por lo tanto, pueden promoverse socialmente de un modo indirecto -mediante la instrucción pública gratuita y obligatoria, por ejemplo, como hizo la propia Revolución-, pero no incentivarse exógenamente -mediante recompensas utilitarias o instrumentales de algún tipo-, y menos imponerse por la fuerza administrativa a los sujetos; cuando se debilita esa idea, entonces aparece el ágape en su más siniestra faceta: la santa inquisición que va a forzar a los hombres a ser libres, a ser morales, a amarse los unos a los otros, y a lo que haga falta. El amor erótico es esencialmente endógeno en los individuos, por eso tiene fuerza motivacional propia, por eso no puede advenir nunca de esa suerte; pero quien cree en el amor agápico y en su origen exógeno-divino está siempre tentado por la impiedad de suplantar milagrosamente a Dios en la tarea de infundir capacidad amatoria en las almas de sus criaturas con el primer medio expeditivo que halle al alcance -incluidos, por supuesto, el potro dominico de tortura y la guillotina jacobina-. ¿Y qué decir hoy, a las puertas del siglo XXI, de este asunto? ¿Cómo no ver la actualidad de muchos de los problemas que planteó y dejó sin resolver la fraternidad revolucionaria? ¿Acaso no es hoy para nosotros un problema el racismo xenófobo en el Occidente fundado en un determinado concepto de libertad menospreciador de los otros dos valores republicanos modernos? ¿No es hoy un problema la aparición de inmensas bolsas de pobreza en el corazón de unos países ricos cuyas poblaciones parecen alimentar crecientemente, y en nombre de ese mismo determinado concepto de libertad, la idea de que no tenemos obligaciones morales positivas con nuestros semejantes, que nuestros semejantes son «otros», radicalmente «otros»? ¿No levanta de nuevo, amenazador, su vuelo el narcisismo prefascista de los nacionalismos particularistas en el Este que abrazó un determinado concepto de igualdad menospreciador de los otros dos valores republicanos modernos? ¿Y qué decir del tercer mundo abandonado a su suerte por los pueblos supuestamente libres y autosatisfechos del hemisferio norte de la Tierra? ¿Qué decir del resurgir allí de fundamentalismos fanáticos tras el fracaso de las
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promesas hechas en nombre de la libertad y de la igualdad? ¿No están llamando a gritos esos problemas a un replanteamiento, a la altura de los tiempos presentes, de la idea de fraternidad universal como una de las dimensiones de la ética pública? ¿Y no están urgiendo también a la reconsideración de esa dimensión problemas específicamente nuevos, ignorados por los revolucionarios de 1792, como la explotación inmisericorde de la naturaleza y la consiguiente amenaza ecológica de nuestros días? ¿No plantea esto el problema de la responsabilidad para con las generaciones futuras, es decir, el problema de una fraternidad «universalísima» que se extiende hasta nuestros bisnietos y hasta los bisnietos de nuestros bisnietos? (27) Sí la respuesta a todas esas preguntas es, como yo creo, afirmativa, entonces tenemos que enfrentarnos a dos cuestiones: la primera tiene que ver con la posibilidad política o ético-social de arraigar plenamente la fraternidad en el suelo de éros, evitando los cortocircuitos jacobinos; la segunda, estrechamente vinculada a la primera, con la “composibilidad” de libertad, igualdad y fraternidad. En lo que sigue me limitaré básicamente a elucidar la primera cuestión, pero de un modo tal que dará alguna pista tanto sobre cómo puede estar la fraternidad erótica en armonía con las otras dos dimensiones de la ética pública republicana, cuanto sobre el perfil que deberían tener una igualdad y una libertad compatibles con el concepto de fraternidad aquí defendido. V. «Isegoría» y derechos de existencia Queda dicho: la promoción social de la philía erótica no puede servirse ni de los incentivos instrumentales exógenos, ni menos de la fuerza, por muy «legítima» que ésta sea. (Venir en su auxilio por esos medios es una imposibilidad conceptual, no meramente física o moral.) ¿Qué puede entonces hacerse por ella con medios políticosociales? ¿Qué medios político-sociales que no sean incentivos o coacción políticoadministrativa directa tenemos a nuestra disposición? Una respuesta obvia es: los derechos de los hombres y de los ciudadanos. Amparándose precisamente en la universalidad de éstos -que es la universalidad por la ley- podría acaso la fraternidad erótica conseguir lo que para ella -por no ser gratuita- es mucho más difícil que para la fraternidad agápica, su universalización. Y ciertamente la Revolución los usó para promover algunos avances sociales que afectan más o menos remotamente a la disposición fílica de los individuos, como por ejemplo el ya mencionado derecho a la instrucción pública gratuita. Pero este tipo de derechos sólo muy indirectamente afectan a la fraternidad. Y la fraternidad, como tal, no aparece directamente aludida como derecho u obligación en ninguna de las Declaraciones de derechos del período revolucionario. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo puede ser la fraternidad un derecho? Evidentemente de ninguna manera. La libertad y la igualdad sí, porque pueden acoplarse a genitivos: libertad de reunión, libertad de expresión, igualdad de oportunidades, etc. Pero la fraternidad va sola; no puede refugiarse en un genitivo para buscar su tutela jurídica. Mas eso solo no bastaría para obstruir la protección jurídica de la fraternidad por otras vías menos expeditivas pero quizá no menos directas. La verdadera dificultad, la dificultad filosóficamente interesante y pertinente es esta: parece que las garantías jurídicas tienen inevitablemente la forma siguiente: el «individuo X tiene derecho a Y (a reunirse con quien quiera, o a expresarse como quiera, o a tener las mismas oportunidades de acceder a un cargo público que cualquiera, o a hacer con su propiedad lo que le dé la gana, etc.)». El problema de esa forma es que presupone sin más la existencia del individuo X y se limita a definir con precisión su derecho Y. Pero la existencia del individuo X es precisamente un problema interesante -y que no puede presuponerse sin más- para la philía erótica, y por consecuencia, para el concepto de fraternidad que estamos defendiendo aquí. Hay una tensión aparentemente insalvable
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entre el derecho y la virtud, entre la ley y la philía erótica: pues el derecho parece adicto al dogma de la existencia ante saecula de los individuos. La justicia, el derecho, sería prescindible si todos los hombres fueran plenamente virtuosos -un tema recurrente en el pensamiento antiguo y en la ética social republicana moderna (basta pensar en Rousseau)-; la virtud, llevada al límite, haría innecesario el derecho; y tal parece como si el derecho quisiera defender su propia existencia dejando a la virtud sin tutela. Pero no hay que precipitarse. El derecho no es, por lo pronto, un invento cristianomoderno; nuestra tradición jurídica es heredera directa de la greco-romana. ¿Y cómo va a estar un producto de la cultura antigua inextricablemente ligado al dogma cristianomoderno de la existencia ante saecula de los individuos? Precisamente la república democrática ateniense arranca, tras la revolución plebeya que la alumbró en el 461 a.n.e., con la proclamación de dos derechos que revisten mucho interés para nuestro asunto porque ilustran sobre el modo de liberar la interpretación del derecho de supuestos ontológico-existenciales absurdos. Esos dos derechos con que inaugura el partido de los pobres libres la democracia ateniense son la isegoría y la akolasía. La esclavitud puede entenderse como muerte social del individuo esclavizado; la sociedad le condena a su inexistencia como tal individuo a todos los efectos del trámite social, según la feliz formulación de Orlando Patterson en su gran estudio histórico-antropológico sobre la esclavitud (28). Pues bien: la democracia ateniense revoca legalmente esa situación, no aboliendo la esclavitud, pero sí concediendo dos derechos de existencia social a los esclavos: la igual libertad de palabra en el ágora (isegoría) y la protección absoluta frente a los castigos físicos por parte de sus propietarios (akolasía). Pero tan importante como lo anterior es que la isegoría redefine también los derechos de existencia social de los libres: redefine la identidad de las mujeres dándoles entrada al ágora y concediéndoles también a ellas, ya que no el derecho a voto, si el derecho a la palabra, redefine la existencia social de los adýnatoi, de los libres pobres, no dándoles entrada al ágora o libertad de palabra, que ya la tenían, sino garantizándoles igual uso de la palabra que los ricos (por ejemplo, asegurando que el tiempo de uso de la palabra sea igual para todos, o, más radicalmente aún, liberando con dinero público del trabajo a los candidatos políticos plebeyos para que puedan dedicarse a la vida política con la misma intensidad que los ricos); y por último, y esto es bien interesante, redefine en cierto modo la existencia social de los ricos libres exponiéndoles a la actividad modelatoria que es el uso de la palabra por los esclavos, las mujeres y los plebeyos. La isegoría indignó al patriciado ático enemigo de la democracia, el cual se libró a una campaña difamatoria cuyo orquestador más brillante fue el comediógrafo Aristófanes, quien degradó la isegoría a huera parresía -cotilleo y bla bla bla- de esclavos y mujeres. En Platón encontramos la misma hostilidad aristofanesca a la supuesta locuacidad parrésica de la isegoría democrática (29). Hay que esperar a la ecuanimidad y magnanimidad intelectuales de Aristóteles -no precisamente amigo de la democraciapara ver reconocida la eficacia fílica y modeladora de la isegoría democrática. [...] pero no hay amistad respecto de lo inanimado, ni tampoco justicia. No es posible tenerla tampoco con un caballo o con un buey, o con un esclavo en cuanto esclavo, porque no se tiene nada en común con ellos. El esclavo es, en efecto, un instrumento animado, y el instrumento, un esclavo inanimado. En cuanto esclavo, pues, no es posible la amistad hacia él, si bien lo es en cuanto hombre, porque parece existir una especie de justicia entre todo hombre y todo el que puede participar con él de una ley o convenio, y por tanto, también una especie de amistad, en cuanto el segundo es hombre. Por eso se dan en mínima (micrón) medida en las tiranías las amistades y la
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justicia, y en la medida mayor (pleíon) en las democracias, donde los habitantes de la ciudad (pollà), siendo iguales, tienen muchas cosas en común [E.N., 1.161 b 1-10] (30). Nótese bien: Aristóteles está diciendo aquí que la democracia ha dado existencia humana -no instrumental- a los esclavos al dejarles participar en las tareas deliberativas del ágora, es decir, en actividades no utilitarias, que se hacen «por sí mismas», y por lo tanto, virtuosas. Eso abre la posibilidad de la «amistad perfecta» con ellos (y con las mujeres, habría que añadir), y por implicación de su propia doctrina, la posibilidad de la mutua modelación en la excelencia, de la mutua redefinición de la identidad existencial. Con lo que podemos concluir, llevando ya evidentemente el agua a nuestro molino, que, así entendida, la isegoría de la Atenas democrática reúne en un solo derecho la tutela de una cierta libertad (de expresión), de una cierta igualdad de oportunidades (igualdad en la oportunidad de usar públicamente la palabra) y de una cierta fraternidad erótica (al darles a los hombres la oportunidad de compartir actividades virtuosas, hechas por sí mismas, y de modelarse mutuamente a través de ellas). La isegoría de la democracia ática puede parecer hoy poca cosa sólo a los aficionados a recorrer impacientemente la historia con botas de siete leguas (que suelen ser también los más acomodaticios y satisfechos con el presente). Recordémosles, para empezar, que en la Constitución esclavista dieciochesca del Estado norteamericano de Virginia, redactada por el muy ilustrado y liberal Locke, los esclavos negros seguían condenados a la inexistencia social total. Recordémosles también que hasta finales del siglo XIX la mayoría de los países europeos civilizados y liberales mantuvieron el sufragio censitario que excluía a los pobres radicalmente de la vida pública. Recordémosles que hasta bien entrado el siglo xx tampoco la mayoría de los países europeos civilizados reconocían a las mujeres el derecho a la palabra y al voto políticos. Recordémosles que todavía hoy, a finales del siglo xx, ninguna democracia reconoce plenamente el derecho a la participación política de nuestros metekos, los trabajadores inmigrados procedentes en su mayoría del tercer mundo. Y finalmente, recordémosles lo más importante: que todavía hoy, a finales del siglo xx, ninguna democracia reconoce el derecho isegórico ático a la igualdad en el uso de la palabra. Pues libertad de expresión no es isegoría. La isegoría intentaba garantizar jurídicamente la igualdad de oportunidades de todos los habitantes de la ciudad (incluidos los esclavos, los metekos, las mujeres y los pobres) para hacer uso de la palabra en la deliberación política pública, dándoles así a todos la misma oportunidad de influirse mutuamente, de modelar mutuamente la configuración de sus existencias e identidades como habitantes de Atenas. En cambio, la libertad de expresión se limita a tutelar el derecho negativo de todos los individuos a no ser perseguidos por intentar influir y modelar a otros mediante la manifestación de las propias opiniones, pero no ampara jurídicamente la igualdad de oportunidades de los ciudadanos para hacer oír su voz y para influir en otros. Hay una obvia asimetría entre mis oportunidades para influir con mis opiniones políticas a los editorialistas de El País, o a los propietarios de Antena 3, pongamos por caso, y las oportunidades que ellos tienen para modelar mis opiniones y configurar, de algún modo, la identidad de mi modesta existencia política como súbdito de la Monarquía española. Hay una obvia asimetría entre mis oportunidades para influir a los consumidores de sprays hidroclorofluorados con mis opiniones acerca del daño que causan a la capa de ozono y las oportunidades que tienen las grandes empresas que los fabrican para moldear las opiniones y los deseos de los consumidores con su publicidad televisiva y configurar así su identidad existencial como consumidores. Vivimos en un mundo lleno de asimetrías informativas de este tipo, las cuales, desde el punto de vista que aquí nos interesa, pueden compendiarse diciendo que unos pocos disponen de inmensas capacidades manipulatorias para modelar las opiniones de los
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más y configurar sus identidades existenciales como ciudadanos políticos, como consumidores, como trabajadores, etc. El que esas asimetrías terroríficas no parezcan prima facie incompatibles con la idea de democracia que tenemos actualmente; en nuestro ejemplo: el que la mera libertad de expresión nos parezca ya democrática, se debe en gran medida a la interpretación, natural en nuestra cultura cristiano-moderna, de los derechos básicos como derechos que suponen sin más la existencia ante saecula de los miembros de la sociedad, pero nunca como derechos que podrían tutelar y amparar precisamente las oportunidades de los sujetos para configurar su propia existencia y contribuir a configurar (fílicamente) la existencia de los demás. La posibilidad de derechos que definan ámbitos de configuración de existencias parece fuera del alcance de la ley. Y sin embargo, no es así. Ni lo fue en la antigüedad clásica, como hemos visto, ni lo es ahora. No puedo tratar aquí este complejo asunto de la manera sistemática que merecería, de modo que me limitaré a enfocarlo alusivamente, de forma similar a como he tratado la isegoría ática, discutiendo algunos ejemplos que me parecen especialmente ilustrativos: Cuando se abolió legalmente la esclavitud en América, la democracia americana dio un paso hacia el reconocimiento de la existencia de los individuos esclavizados, los constituyó en miembros de la sociedad. Lo mismo que la isegoría de la democracia ática, el triunfo del abolicionismo canceló la «muerte social» de los esclavos. Pero, lo mismo también que la isegoría, la existencia social con que les dotó no fue plena o satisfactoria mírese como se mire. La isegoría no les liberó totalmente como esclavos; pero el abolicionismo, que les liberó como esclavos, ni siquiera les garantizó el pan que requería una existencia mínima de hombres libres. (De aquí que muchos quisieran volver a las antiguas haciendas esclavistas, retornar a su condición de esclavos.) La abolición jurídica de la esclavitud puede, pues, entenderse como la proclamación de un derecho de existencia, y precisamente si lo miramos como tal, la abolición de la esclavitud aparece como una conquista innegable, pero no como una conquista radical y esencialmente superior a la conquista que fue la isegoría (31). Otro ejemplo, que enlaza históricamente con el anterior: Es conocido el problema que supone aún hoy para los descendientes de aquellos esclavos, los negros norteamericanos, encontrar un empresario blanco que les contrate. El racismo latente en la sociedad americana, sobre todo en el sur, lleva a que, a igualdad de exigencia salarial, los empresarios tiendan a contratar a trabajadores blancos. Eso hace que los trabajadores negros acaben trabajando a cambio de salarios más modestos que los blancos, lo que es manifiestamente injusto. El poder público puede inhibirse del asunto y no intervenir para contrarrestar esa injusticia (es la solución predilecta de los liberal-conservadores). O puede intervenir, ya fijando mínimos salariales, ya protegiendo jurídicamente el principio «a igual trabajo, igual salario» (es la solución predilecta de la izquierda igualitarista americana). Pero entonces tendrá que enfrentarse al efecto perverso siguiente: crecerá el paro de la población negra porque los empresarios racistas contratarán sólo a blancos, lo que no puede sino dar fuelle y argumentos a la hipócrita retórica liberal-conservadora para presentarse no como racista, sino como astuta previsora de ese efecto perverso de las políticas laborales igualitaristas. Para evitar que esto último ocurra son necesarias disposiciones legales dimanantes de un derecho de existencia que ampare la existencia social plena de la comunidad negra, o de las otras comunidades -étnicas, o de otro tipo- socialmente discriminadas, es decir, de comunidades a cuyos miembros la sociedad -o los poderes civiles institucionalizados-, por una u otra causa, niega o limita su existencia social por el mero hecho de pertenecer a ellas. Lo importante de este punto que acabo de establecer es que el derecho de existencia no se vincula aquí a individuos biológicos, lo que aún podría dar pábulo a que los creyentes en el dogma de la existencia ante saecula de los individuos interpreten el derecho de existencia al modo tradicional, como derecho del sujeto X a Y; sino que se
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vincula a una comunidad entera. Y no puede proceder de otro modo, pues los individuos de raza negra, o india, o amarilla, o las mujeres, o los homosexuales, etc., no son discriminados socialmente qua individuos, sino por el hecho de que su existencia como individuos está socialmente identificada por su pertenencia al unicum sui generis que es su comunidad. Por eso el poder público que quiera luchar de verdad contra la discriminación racial, sexual, confesional, o del tipo que sea no tendrá más remedio que proceder a disposiciones legales que partan de un derecho de existencia de la comunidad discriminada: por ejemplo, disposiciones que establezcan cuotas; en el caso concreto que hemos discutido al comienzo de este ejemplo, el del paro entre la comunidad negra, cuotas obligatorias de empleo de negros en las empresas, cuotas que pueden ser más o menos proporcionales al peso demográfico de esa comunidad según la radicalidad con que se esté dispuesto a enfrentar el asunto del racismo en el mercado de trabajo. El problema de las cuotas de participación de las mujeres en la vida de los partidos políticos, que tanto revuelo levantó en España hace unos pocos años, es exactamente el mismo: establecer unas cuotas obligatorias de participación de las mujeres en los cargos de responsabilidad política más o menos proporcional a su peso demográfico. Estar dispuesto a establecer esas cuotas, por moderadas que sean, es estar implícitamente dispuesto a reconocer un derecho de existencia a la comunidad de mujeres, un derecho que la consagra jurídicamente como tal, que la ampara como tal y como tal la defiende de la discriminación social. Es instructivo darse cuenta de que los miembros de esas comunidades a las que acabamos de aludir, que son discriminados en virtud de la identificación social de su existencia como miembros de esas comunidades, pueden pertenecer simultáneamente a otras comunidades, de modo que tienen, por así decirlo, varias identidades existenciales socialmente definidas: hay mujeres ricas y mujeres pobres, mujeres protestantes, católicas, judías, musulmanas, homosexuales, heterosexuales, blancas, negras, amarillas, pielrojas, gitanas; y hay negros ricos y negros pobrísimos, negros protestantes, católicos, judíos, musulmanes, homosexuales, heterosexuales, negros varones y negros mujeres, etc. ¿Qué significa eso? Sencillamente lo siguiente: que sí estamos dispuestos a conceder derechos de existencia a esas comunidades, los individuos biológicos que son sus miembros tenderán a quedar configurados ontológico-jurídicamente, por así decirlo, como puntos de intersección de las diferentes comunidades a las que se han concedido derechos de existencia. ¿Suena eso raro? Sólo si estamos atrapados en el dogma de la existencia ante saecula de los individuos. Sólo si nos negamos a mirar la realidad social y a nosotros mismos cara a cara reconociendo lo que ya a finales del siglo XIX, mucho antes de que empezara a hablarse de «derechos de tercera generación», había observado, con la agudeza psicológica y la profundidad sociológica que siempre le caracterizaron, el filósofo alemán Georg Simmel: Globalmente considerada, la creencia en el yo absoluto, en el alma substancialmente unitaria, permite que -también en la ética- surja de una manera más áspera de lo que realmente es el caso la contraposición entre el interés propio y el altruista. Pero en cuanto aquella idea metafísica del alma se disuelve merced al progreso del conocimiento que supone la comprensión de la unidad del alma como suma de representaciones sueltas e inconexas, entonces el paso siguiente sólo puede consistir en reconocer que el yo, también en esa forma, no es sino el punto de intersección de círculos sociales, el resultado de movimientos sociales (32). Aceptado eso, podemos sin embargo sentimos incómodos con una aparente tensión conceptual entre la consideración del «yo» como una entidad existencialmente escindida y problemática y la aspiración erótica clásico-antigua (en la que se fundaba, como
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hemos visto, la téleia philía aristotélica) a la unidad del hombre virtuoso. Podría pensarse que esa tensión viene del hecho de que la reflexión ética clásica estaba hincada en una pólis relativamente homogénea, y en cualquier caso, sin el menor asomo de la «diferenciación social» (un concepto central en la sociología de Simmel) característica de la complejidad de nuestras sociedades «cosmopolitas» contemporáneas. Y así, volvería a aparecemos el problema de la fraternidad revolucionada de 1792: ¿cómo fundar una philía erótica «cosmopolita»? Pero la tensión es, en efecto, sólo aparente: es seguro que en la pólis ática los fenómenos de diferenciación social eran infinitamente menos relevantes que en nuestras sociedades. Pero también es seguro que los fenómenos de «diferenciación psicológica» eran muy parecidos: por eso a ningún filósofo clásico -tampoco a Aristóteles- se le ocurrió jamás partir como de un dato de la existencia de un yo unitario ante saecula (33). Al contrario, es esencial para la comprensión erótico-racional de la ética el partir del hombre escindido, con «múltiples yoes», que aspira (eróticamente) a la unidad consigo mismo y a la unidad -mística, como en Platón; filica, como en Aristóteles- con los demás. Y lo mismo que el hombre que aspira a la eudaimonía virtuosa no puede sino partir de su escisión, también la democracia republicana -que aspira a fundarse en la virtud ciudadana- tiene que partir del reconocimiento de lo que hay, tampoco ella puede engañarse fingiendo que parte de aquello a lo que aspira. La democracia no puede, ciertamente, forzar esa unidad del hombre consigo mismo y con los demás -lo que sería una contradicción en los términos-; pero puede, mediante la promulgación de derechos negativos de existencia por el estilo de los mencionados en la discusión del ejemplo de las comunidades discriminadas, abrir los espacios de libertad necesarios para que los hombres mismos puedan perseguirla (34). La democracia no puede tampoco incentivar instrumental y selectivamente a los ciudadanos para que realicen esa unidad -también eso sería una contradicción en los términos-; pero puede, mediante la promulgación de derechos sociales positivos de igualdad, interpretados existencialmente al modo mencionado en la discusión de la libertad isegórica de expresión (35), abrir los espacios de igualdad necesarios para que los hombres puedan perseguirla (36). En una palabra: la democracia republicano-cosmopolita puede y debe, si quiere merecer ese nombre, crear espacios en los que los hombres configuren por ellos mismos el sentido de su existencia, adquieran su propio concepto de buena vida en la autodefinición de esa existencia, y lo realicen automodelándose y modelándose mutuamente en condiciones aceptables de libertad e igualdad, es decir: fraternalmente (37).
*** * Este artículo fue escrito en enero de 1992 con ocasión del acontecimiento académico mencionado en la nota 37. En los meses transcurridos desde entonces he tenido la fortuna de recibir numerosos comentarios críticos que han enriquecido mi propia visión del asunto. En el coloquio que siguió a la conferencia, Lidia Falcón sugirió hacer un tratamiento conceptual aparte de la «sororidad», es decir, introducir más explícitamente el feminismo en la reflexión sobre la fraternidad. En abril de 1992 fui invitado por Victoria Camps y Anna Estany a repetir la conferencia en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona. Los comentarios de las anfitrionas, así como unas sugerencias de Daniel Quesada y Salvador Gíner me resultaron muy útiles. El texto de la conferencia mereció también una epístola personal de mucho interés de Carlos Thíebaut. El estudiante de doctorado Jordí Mundó tampoco se quedó corto a la hora de criticar el texto. Casi ninguna de las
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críticas o sugerencias aludidas -y otras varias que sería prolijo mencionar- ha podido ser recogida aquí, por pertinente o atinada que a mí mismo me pareciera. Pues el escrito de enero de 1992 se ha convertido entre tanto en un manuscrito con dimensiones ya muy cercanas a las de un libro. Me parece que lo mejor es, entonces, seguir el consejo de Juan de Mairena, tener el valor de los propios defectos, y dar a la imprenta, con leves retoques, lo que ahora no me parece sino embrión insuficiente e imperfecto de un libro futuro sobre Justicia, amistad y compasión. Barcelona, noviembre de 1992.
*** NOTAS 1. La excepción es el Dictionnaire de la Révolution Française editado por François Furet y Mona Ozouf. De esta última es precisamente la voz «Fraternité», pp. 731-741. 2. David Marcel: Fraternité et Révolution française, París, Aubier, 1987, es una excepción importante. También el libro clásico de Albert Soboul sobre Les sansculottes hace interesantes aportaciones a la comprensión del uso y de la función política de la fraternidad a partir de 1792. 3. La Declaración de 1791 contiene una alusión a las fiestas nacionales que habrán de organizarse para «conservar el recuerdo de la Revolución francesa, mantener la fraternidad entre los ciudadanos y vincularles a la Constitución, a la Patria y a las leyes". (Véase la útil compilación de Guy Lagelée y Jean-Louis Vergnaud, La conquête des Droits de l'Homme. Textes fondamentaux, París, Le Cherche-Midi éd., 1988, p. 66.) 4. Esa fue la interpretación corriente entre los historiadores del siglo XIX, con la importante excepción de Jules Michelet, el historiador que más atención prestó a la fraternidad -hasta el punto de convertirla en el valor central de la Revolución-, y para quien, precisamente, la fraternidad no se contrapone al individualismo de la libertad y la igualdad, sino que lo supera-conservándolo (por decirlo con jerga hegeliana): la fraternidad es para él «un derecho por encima del derecho». Cf. Michelet, Journal (ed. establecida por Paul Víallaneix), 2 vols., París, Gallimard, 1959-1962. 5. El más profundo estudioso de la obra paganizadora de la Revolución y de sus conflictos con la Iglesia fue Albert Mathiez, Cf. sus investigaciones generales: La Révolution française; Lyon, La manufacture, 1989 (ed. orig, 1922); La vie chère et le mouvement social sous la Terreur, 2 vols., París, Payot, 1973 (ed. orig., 1927). Pero sobre todo la gran investigación de juventud que constituyó su tesis doctoral: La Théophilanthropie et le culte décadaire, París, Felix Alean, 1903 (reimpreso en Ginebra, Slatkine-Megariotis reprínts, 1975). 6. Aristóteles pone tres condiciones para la acción virtuosa: “las acciones de acuerdo con las virtudes no están hechas justa o morigeradamente si ellas mismas son de cierta manera, sino sí también el que las hace reúne ciertas condiciones al hacerlas: en primer lugar si las hace con conocimiento; después, eligiéndolas, y eligiéndolas por ellas mismas; y en tercer lugar, si las hace en una actitud firme e inconmovible” (E.N., 1.105 a 27-33). Podría decirse que al hacer las acciones cumpliendo las condiciones primera y segunda el individuo modela su carácter, de modo que le va poniendo en condiciones de cumplir la condición tercera. La virtud se convierte entonces en la «urdimbre del carácter», según la afortunada expresión de Nancy Sherman en su reciente estudio de la teoría aristotélica de la virtud (The Fabric of Character, Oxford, Clarendon Press,
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1989). También es útil el Cáp. 4 de A.W. Príce, Lave and Friendship in Plato and Aristotle, Oxford, Clarendon Press, 1989. 7. He tratado este problema en mi libro De la ética a la política. (De la razón erótica a la razón inerte), Barcelona, Crítica, 1989, presentando (en el Cáp. II, dedicado a la «tangente ática») la analogía estructural entre el juego del dilema del prisionero jugado contra uno mismo (contra los “yoes” futuros) y contra los demás. 8. Nótese que las acciones virtuosas, es decir, hechas “por ellas mismas”, no instrumentalmente, no tienen por qué estar limitadas a un conjunto irrelevante de obras hijas del ocio. Pues cualquier cosa puede hacerse por sí misma. Podemos emprender una acción como medio para conseguir otra cosa, de modo que desde este punto de vista, la acción es instrumental; pero si esa acción la ejecutamos con el suficiente esmero y atención, acabamos ejecutándola «por ella misma», independientemente de que tenga luego un valor instrumental para otra cosa. El cómo ejecutemos una acción (con el esmero del virtuoso, o con la desidia del chapucero) es lo que determina la calidad de la acción (su valor substantivo o meramente instrumental). El cómo la ejecutemos depende, pues, de nuestra disposición psicológica, de nuestro carácter; pero nuestro carácter depende también, a su vez y a la larga, de cómo ejecutemos nuestras acciones. (Observemos al paso que esta extensión del argumento aristotélico no sería aceptada por Aristóteles mismo. Pues es característico del sesgo patricio de su pensamiento el que se niegue a aceptar que las acciones técnicas o poiéticas, aunque se hagan por sí mismas, contribuyan a la automodelación virtuosa del actor. Hay que esperar a la glorificación postrenacentista del homo faber para que aparezca un aristotelismo -el de Shakespeare o el de Marx- que conciba el trabajo, también el trabajo manual, como fuente de «autocreación» humana -por decirlo con Hegel-.) 9. Aunque explícitamente sólo en el budismo. Cf. el gran estudio de Steve Collins, Selfless Persons. Imagery and Thought in Theravada Buddhism, Cambridge, Cambridge Univ. Press, 1982. Pero nótese que la idea está especialmente implicada por Aristóteles: si mi ser se realiza o actualiza a través de acciones virtuosas, que se hacen “por sí mismas”, y si es el compartir ese género de acciones lo que hace a la amistad, lo que une o funde a los amigos, entonces mi «yo» se «expande» (otra versión admisible de enérgeia) hasta un punto en que desaparece propiamente como tal y tiendo a convertirme en una «persona sin yo». Para una visión empírica, desde el punto de vista de la psicología contemporánea, de este problema de apariencia «metafísica», cf, M. Csikszentmihalyi, Beyond Boredom and Anxiety. The Experience of Play in Work and Games, San Francisco, Jossey-Bass, 1974; es útil también la colección de ensayos, editada por el mismo autor, Optimal Experience, Cambridge, Cambridge Unív. Press, 1989. 10. Podría plantearse aquí la objeción de que, si sólo coincidimos parcialmente con nuestros amigos, nada evitaría que llegáramos a tratarles instrumentalmente, igual que tratamos instrumentalmente a partes de nosotros mismos (p. ej., mi yo presente ahorra y se sacrifica para que mi yo futuro pueda cobrar una buena pensión). En el Cáp. IV del libro de Price, ya mencionado (Love and Friendship...), puede encontrarse una buena réplica a esta objeción. 11. En su célebre De fraternitate, Plutarco, tan pronto siempre a la polémica con los filósofos estoicos, apunta a una idea interesante desde varios puntos de vista. Plutarco entiende la fraternidad a la manera clásica, es decir, como asunto doméstico sin relevancia ético-social. Pretender extrapolar ese afecto doméstico a toda la sociedad es para Plutarco tanto como introducir el principio democrático de distribución igualitario, independientemente de la excelencia y de los méritos de los ciudadanos -principio que para Plutarco, como para Platón y para Aristóteles es injusto-. Plutarco vincula, pues, polémicamente la idea estoica cosmopolita de fraternidad a la «injusticia» del igualitarismo democrático, Y no es improbable que la idea de vincular fraternidad e
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igualdad, tan cara a Rousseau -un lector empedernido de Plutarco-, venga de este paso plutarquiano (De frat., 484 B-C). Más adelante tendremos, sin embargo, ocasión de mostrar que el igualitarismo de la democracia ateniense no estaba ni mucho menos tan alejado como pretende Plutarco del aprecio por la excelencia y la virtud ciudadana. 12. Heinrich Scholz, Eros und Caritas (Tubinga, Mohr, 1928) y Anders Nygren, Agape and Eros. A Study of the Christian Doctrine of Love (Chicago, Chicago Univ. Press, 1982 [primera edición sueca, 1930]) son los dos tratados clásicos, desde el punto de vista de la teología protestante. 13. Para las paradojas lógicas que esta comprensión de la relación entre Dios y sus criaturas racionales acarrea, cf. Domènech, De la ética a la política, op. cit., Cáp. I. 14. Cf. Domènech, De la ética... (op. cit., pp. 330 ss.) para la tesis de que hay un Marx republicano-clásico capaz de sortear esa imputación y un Marx liberal-moderno incapaz de hacerlo. También, Domènech, «Summum ius summa iniuria» (en Thiebaut, ed., La herencia ética de la Ilustración, Barcelona, Crítica, 1991) para la idea de que si, en la divisa comunista, «necesidades» y «capacidades» están conceptualmente desvinculadas -como es el caso en el Marx “liberal-moderno”-, entonces la idea del comunismo sólo puede entenderse agápicamente, como realización laica del reino de Dios en la tierra. 15. Also sprach Zarathustra, en Werke (ed. Schlechta), Francfort/Berlín/Viena, Ullsteín, vol. u, p. 598. 16. La máxima evangélica «por sus obras les conoceréis» no puede inducir aquí a confusión: sus obras permiten conocer la naturaleza -preexistente a ellas- del actor, revelándola, pero no configuran la personalidad del mismo. 17. Es instructivo darse cuenta de que el griego clásico carecía de un verbo especializado en expresar la idea de existencia. El verbo esti/einai/on, el verbo «ser», cumple, junto con las funciones predicativas y copulativas habituales, también las funciones existenciales. Pero en la semántica de ese verbo no está contenida la noción de un existir separado. Curiosamente -para desdicha de heideggerianos-, nuestro verbo «existir» viene del verbo griego existasthai, que no cumplía funciones existenciales porque se limitaba a significar -al menos en la época de Platón y Aristóteles- «estar separado de», incluso «estar de pie». Ese verbo pasó al latín (existere) con funciones existenciales y reteniendo la connotación griega originaria de «separación». (Cf. Russel M. Dancy, «Arístotle and Existence», en S. Knuuttila y H. Hintikka (eds.), The Logic of Being, Dordrecht, Reidel, 1986, pp. 50 ss.) Podemos imaginar lo que significó para los escritores filosóficos latino-cristianos encontrar en un mismo verbo juntos el ser (contenido en el radical latino sistere -consistir, insistir, resistir, etc.-), la función existencial y la connotación de separación a la hora de interpretar y defender una doctrina originariamente moldeada por el idioma hebreo. Véase, por otro lado, para los problemas de identificación existencial en hebreo, sobre todo para la correcta interpretación del “Yo soy el que soy” (Ex., 3, 1l-15), Arthur Gibson, Biblical Semantic Logic (Oxford, Blackwell, 1981, pp. 159 ss.). 18. Si el lector sigue leyendo (hasta Jer., 17, 10: «Yo Jehová, que escudriño el corazón, que pruebo los riñones, para dar a cada uno según el fruto de sus obras...» [Subrayado mío, A.D.; sigo, como siempre, la versión castellana de don Cipriano de Valera]), notará que el Dios del Antiguo Testamento no siempre es compatible con el amor agápico, Pues el amor agápico es un invento específicamente cristiano (evangélico), lo que le distingue crucialmente de religiones emparentadas como la judía y la islámica. Con razón ha podido afirmarse que la cristiana es la religión del amor por excelencia. Véase para este punto Irving Singer, The Nature of Love, vol. 1, From Plato to Luther, Chicago, Chicago Univ. Press, 1984. 19. La demolición filosófica más completa de ese dogma (o mejor dicho, del sentido común natural que lo puede alimentar) puede encontrarse en la tradición de pensamiento
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budista. (Cf. Steve Collins, Selfless Persons, op. cit.) Pero también algunos filósofos occidentales le han puesto reparos decisivos: Hume, cierto Kant, cierto Schopenhauer, cierto existencialismo ateo (quizá pueda interpretarse así la idea heideggeriana y sartriana del Mitsein que arranca del análisis fenomenológico de la conciencia contenido en la quinta meditación cartesiana de Husserl), Georg Simmel (cuya importante aportación a este tópico ha sido injustamente olvidada), Russell y, en nuestros días, filósofos morales como Dereck Parfít (Reasons and Persons, Oxford, Clarendon Press, 1984) y filósofos de la mente y científicos cognitivos como Francisco Varela, Evan Thompson o Eleanor Rosch (véase de estos últimos, The Embodied Mind, Cambridge, Mass., MIT Press, 1991, una fascinante reivindicación de los viejos insights budistas desde el punto de vista de la neurofisiología y de la psicología cognitiva más recientes.) 20. La institucionalización terrena de ese amor fílico agápico sólo puede ser la Iglesia. Por eso la fraternidad cristiana pierde en la tierra el predicado de «catolicidad»; no puede ser universal y transconfesional. 21. Piénsese, por ejemplo, en la parábola del hijo pródigo: el amor agápico del padre por su hijo pródigo no sólo transciende cualquier noción de justicia, sino que puede decirse incluso que tiene resultados abiertamente injustos para el hermano mayor que no abandonó el domicilio paterno ni dilapidó su mitad de la hacienda. 22. En cambio, para Marx, la fraternidad seria una excrecencia típicamente cristiana. Cf. la critica marxiana al socialismo “fraternal” de Louis Blanc (en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, trad. O.P. Safont, Barcelona, Ariel, 1968, p. 73), cuyo socialismo -que propuso a Blanc como ministro del trabajo después de la Revolución de 1848- no podía, según Marx, «comprender [...] cómo la burguesía se cierra a cal y canto contra él, ya gima sentimentalmente sobre los dolores de la humanidad, ya anuncie cristianamente el reino milenario y la fraternidad universal [...]». 23. Para la controversia sobre la «dulzura» en la Ilustración francesa, de Montesquieu a Rousseau, cf. A. Hirschman. Las pasiones y los intereses, México, FCE, 1980. 24. Recuérdese, sin embargo, lo dicho en la nota 20. 25. Cf. M. Vovelle, La mentalité révolutionaire, París, Messidor, 1989, pp. 99 ss. 26. O, dicho de otra forma: ¿es posible una philía no patriótica, es decir, una Patrie cosmopolita? 27. Este caso se puede explotar filosóficamente del modo que sigue. Por un lado, esa fraternidad universalísima hacia las generaciones futuras tiene consecuencias retroactivas sobre la fraternización en la generación presente: pues mis bisnietos compartirán mis genes con los genes de quién sabe qué individuos biológicos de mi generación. Por otro lado, esta fraternidad universalísima ilumina biológicamente de otro modo lo que barruntamos psicológicamente, a saber, que la identidad del yo a lo largo del espacio y el tiempo es ilusoria; pues, desde el punto de vista biológico, no somos sino fortalezas provisionales construidas por genes para mantenerse, reproducirse y perpetuarse. Cf. J. Maynard Smith, Evolution and the Theory of Games, Cambridge. Cambridge Univ, Press, 1982. Las ideas de Maynard Smith las divulgó eficazmente el best-seller de Dawkins, El gen egoísta, Barcelona, Salvar, 1986. 28. Slavery and Social Death: A Comparative Study, Cambridge, Mass., Harvard Univ. Press, 1982. 29. Para isegoría, akolasía y democracia ática, cf. Jaqueline Bordes, Politeía, París, Les belles lettres, 1982, sobre todo, pp. 152 ss. Para la vinculación entre isegoría y derechos de existencia me han sido muy útiles varias conversaciones con SergeChristophe Kolm. Véanse las breves -pero penetrantes-líneas que a este asunto dedica en «Free and Equal in Rights», Cahiers du C.E.R.A.S, École des Ponts et Chausées, nº 80, pp. 68-69.
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30. Me aparto en este paso de todas las traducciones que conozco en dos puntos que tienen cierta importancia: la versión habitual de pollà por «ciudadanos» no puede mantenerse en este paso, porque los esclavos no son ciudadanos; por eso prefiero traducir «habitantes de la ciudad». En segundo lugar, yo he traducido micrón y pleíon, como superlativos (“la medida mínima” y “la medida mayor”), cuando se trata gramaticalmente de un adjetivo calificativo y de un adjetivo comparativo. Pero Aristóteles está contraponiendo dos formas extremas o polares (en su propia clasificación) de régimen político, la tiranía (degeneración de la monarquía) y la democracia (degeneración de la timocracia). Y creo que los superlativos rinden mejor al castellano que los calificativos y los comparativos las connotaciones de polaridad de la tipología aristotélica. (En este último caso, sigo la vieja traducción decimonónica de Azcárate, que sabía sobradamente griego como para no confundir un comparativo con un superlativo, pero que probablemente quiso recoger también en su traducción la connotación tipológica mencionada.) 31. De hecho, por una ironía de la historia (o de la Historia), la diferencia consiste en que la antigua isegoría da derechos de existencia que no restringen la esfera de libertad del mercado (los esclavos protegidos por la isegoría y la akolasía siguen perteneciendo a la esfera del intercambio mercantil, pueden ser comprados y vendidos en cualquier momento). Mientras que la manumisión abolicionista moderna restringió la libertad mercantil de comprar y vender individuos pertenecientes a la especie homo sapiens. 32. Einleitung in die Moralwissenschaft, I, en Gesamtausgabe, vol. 3, Francfort, Suhrkamp, 1989, p. 164. Ya hemos tenido ocasión en la nota 19 de mencionar las aportaciones de Simmel a la consideración del «yo» como una «superstición» (Aberglaube): véase, por ejemplo, op cit., pp. 136 ss. 33. Sorprende en la actual disputa liberalismo versus comunitarismo, que atraviesa buena parte de la filosofía política anglosajona, la ingenuidad de las dos partes en este punto, Los «comunitaristas» (McIntyre, Sandel, Taylor) acusan a los “liberales” de mantener una concepción del individuo como totalmente desarraigado socialmente. En cambio, ellos sostendrían que el individuo está embebed en su comunidad. A partir de aquí uno podría esperar de los comunitaristas un análisis à la Simmel de la diferenciación sociológica y de la múltiple escisión del yo. Pero suele encontrarse, en cambio, por un lado, con la idea de que la comunidad define un yo más bien unitario; y por el otro, con la muy conservadora idea de que lo único que puede hacer el individuo es conocer, ayudado por los recursos que su tradición cultural pone a su alcance, en qué consiste ese yo que la comunidad le ha definido (pero en ningún caso autoelegirse o modelarse). Por su parte, el frente liberal de izquierda (Rawls, Dworkin) viene a responder que la protección de los vínculos comunitarios entre los individuos puede realizarse tratándolos como un bien público más -en el sentido técnico de esta expresión en la teoría económica-, es decir, sin necesidad de derechos como los que aquí hemos llamado de existencia. Pero ya hemos visto que no hay posibilidad seria de proteger esas comunidades sin el reconocimiento expreso de sus derechos de existencia. (Para el debate liberalismo/comunitarismo en este sentido es útil el artículo de Will Kymlicka «Liberalism and Communitarianism», en Canadian Journal of Philosophy, vol. 18, nº 2 [junio 1988], pp. 181-204, así como el libro de P. van Parijs, Qu'est-ce qu'une société juste?), París, Seuil, 1991, especialmente pp. 267 ss. Ambos autores se alinean en el frente liberal.) 34. Piénsese en lo que implicaría el reconocimiento del derecho subjetivo a la nacionalidad (por ponernos en el extremo: yo tengo derecho a ser turco y a educar como turcos a mis hijos aunque viva en Barcelona: la Generalitat debería poner entre paréntesis su discurso de «integración» y normalización y proteger ese derecho de existencia mío y de los míos). Desvincular la pertenencia étnica del principio de
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territorialidad es obligar a los nacionalismos a divorciarse del Blut und Boden nacionalsocialista. 35. Pienso en derechos sociales de segunda generación interpretados existencialmente. Eso abre las puertas a la consideración de la protección jurídica del trabajo no alienado, es decir, a la protección del ámbito no heterónomo de la vida económica (p. ej. sector público voluntario, non-profit organizations, asignación universal de recursos, etc.). 36. Michelet, “la fraterníté c'est un droit par-dessus le droit”: «pour être frères il faut être» (Journal, op. cit.). 37. Nota de agradecimientos aristotélicos. Este trabajo ha sido preparado para una intervención en el Ciclo de Humanidades en homenaje al prof. Aranguren de la Universidad Autónoma de Madrid (30-1-1992). Sin embargo, al hacerlo, he conseguido familiarizarme y divertirme lo suficiente con él como para que pueda decirse que lo he hecho “por él mismo”, independientemente del objetivo para el que estaba planeado. Carme Castells, Andrés de Francisco y Rafael Grasa me han proporcionado bibliografía importante de una manera totalmente desinteresada, por amor al tema mismo. Con el reconocido traductor de Aristóteles Miguel Candel he discutido en muchas ocasiones sobre varios de los asuntos aquí tratados por amor a la discusión misma y por amor a la filosofía clásica. Precisamente por eso creo que puedo decir, aristotélicamente, que después de haber escrito estas páginas mi amistad con los mencionados se ha robustecido y nuestras personas, en alguna medida, se han unido un poco más.
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