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El héroe y los mitos en el mundo moderno
Por Macarena Huicochea
Gracias a mi padre crecí en un mundo en el que la literatura, los clásicos y la mitología formaron parte de lo más memorable de mi infancia: un mundo en el que encontré más sentido que el que jamás he descubierto en la vida “real”.
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Y sí: me convertí en escritora de textos fantásticos y descubrí que los mitos, leyendas y personajes ancestrales permiten explorar aspectos de la existencia humana que parecen estar velados —a simple vista— en nuestra vida cotidiana… pero están ahí: escondidos, asomando las garras y dientes que poseen esas fuerzas vitales indómitas que nos habitan y que, atemorizados ante su poder, no sabemos reconocer y convertimos en edulcorados melodramas que resulten más aceptables y digeribles para nuestro (siempre herido) ego colectivo y personal.
He estudiado mitología e historia de las religiones con una fascinación que raya en lo religioso y he podido comprobar que los estudiosos del tema (incluidos algunos psicólogos como Jung 1 , el biólogo y filósofo Humberto Maturana 2 y el especialista en religiones comparadas y mitos Joseph Campbell) coinciden en que existe un lenguaje, una codificación psíquica ancestral que utiliza las palabras para contarnos acerca de esa interminable búsqueda del sentido y significado de la vida, una habilidad netamente humana que forma parte de nuestra biología.
Según dichos especialistas —independientemente del idioma, latitud o época—, existen códigos y símbolos recurrentes que repiten una y otra vez la historia de la humanidad, desde el instante en el que ésta tuvo conciencia de sí misma y comenzó a buscar el sentido del mundo y de la existencia.
Cada civilización narra esta historia a su manera, pero todas a través de similares procesos psicológicos y estructuras lingüísticas (que cambian de forma pero no de esencia), y nos enfrentan al mito de un origen común: un mundo único (idílico y perfecto) que se fractura en dos o más pedazos a raíz de la transgresión humana de una ley, lo cual nos hace perder “el paraíso” o la “inocencia” y explica el origen de la enfermedad, la muerte y el pecado.
Es así como cada palabra, símbolo y signo que usamos (y que hemos heredado de la familia o la cultura a la que pertenecemos) no solamente poseen en sí la historia (o las múltiples historias) del ser humano, de su manera de percibir y de narrar su recorrido vital e intentar explicar el porqué y para qué de su existencia, sino que estas palabras
se convierten (a través del mito) en una oportunidad de recuperar el diálogo y el vínculo con lo divino, con el “más allá” al cual ahora sólo se puede acceder a través de la palabra, la oración, el canto o los hechizos que nos impiden perder la memoria de nuestro “transcurrir en el mundo”.
Las leyendas tradicionales, los cuentos de hadas y los viejos mitos (en los cuales muchos aseguran no creer) siguen emocionándonos como a nuestros primeros ancestros, que se reunían alrededor del fuego a contar las historias de los dioses, las hazañas de los antepasados o las múltiples batallas de nuestra especie para lograr la supervivencia.
Y creo que, de algún modo, por ello seguimos atrapados (aun sin entender bien el porqué) frente a una pantalla de cine, un monitor o un dispositivo, tratando de recuperar esas historias que nos narran las películas, series o videojuegos de los que todos (de algún modo) somos protagonistas.
Es por ello que, en realidad, los mitos nunca se han ido: siempre han estado ahí, sólo que se disfrazan, cambian de forma, se actualizan y siguen seduciéndonos con la posibilidad de acceder al laberinto de nuestra existencia y vislumbrar, aunque sea fugazmente, los anhelos más profundos de nuestra especie.
Me atrevería a afirmar que una de las necesidades “ontológicas” más urgentes de los hombres y mujeres de los siglos XX y XXI, ha sido la de recuperar algo de esos mitos. Estos son algo así como una “brújula espiritual” que busca darnos un “sentido del SER”: la imperiosa necesidad de entender nuestro lugar en el mundo y nuestra responsabilidad para mantenerlo en equilibrio.
Muchas películas, videojuegos y comics modernos retoman el mito del héroe —o de un superhéroe (o muchos)— que sea capaz de hacer lo que nosotros quisiéramos pero que muchas veces no nos sentimos capaces de lograr: mejorar y cambiar el mundo en que vivimos. Porque eso es un héroe: alguien que se da cuenta de que las cosas no están bien y de que sus acciones pueden mejorar la realidad y convertirla en un espacio más habitable… pero para ello siempre hay que enfrentarse a uno o varios “enemigos” que siempre pretenden destruir “el orden” y esclavizarnos.
Todos los villanos, monstruos, extraterrestres o virus letales han sido una excelente metáfora de las múltiples cosas que ponen en riesgo nuestra supervivencia, pero también una forma de evidenciar nuestra tendencia hacia la autodestrucción y el afán por someter o burlar las leyes de la naturaleza.
Y es que los mitos sacan a flote nuestros temores, lo que nos cuesta trabajo enfrentar y todo aquello que nos ocultamos a nosotros mismos, temerosos de reconocer que detrás de la escenografía de ese mundo que nos han
ofrecido como ideal (el “american way of life”) existe realmente una batalla entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre la luz y la oscuridad, la cual se verifica, día con día, en nuestro interior… y de la cual pocas veces logramos salir victoriosos, pues ya no somos capaces de asumir conscientemente la elección de convertirnos en héroes o villanos de nuestra propia historia y de las historias de quienes nos rodean.
Porque los héroes parecen hablarnos de esas necesidades indispensables que hemos ido relegando, negando o postergando hacia lo ideal o imaginario; como si “hacer lo correcto” o respetar las reglas de convivencia y equilibrio natural y social pertenecieran al ámbito de lo irreal, sin darnos cuenta de que esas aspiraciones son comunes a la mayor parte de los seres humanos de todas las épocas.
El poder del mito del héroe es tan portentoso que (aunque disminuido) sigue apareciendo a través de personajes como Superman, Spiderman, Aquaman, Thor, Iron man y los Avengers y, por supuesto, en las sagas de la Guerra de las Galaxias y El Señor de los Anillos, cuyos guionistas (astutamente) han retomado las características de las viejas historias que contaban los druidas, los poetas y dramaturgos griegos, o los juglares medievales y renacentistas… e incluso de los mitos y héroes que se convirtieron en parte de las leyendas populares y los cuentos de hadas surgidos entre los siglos XVII y XIX.
Pocas son las personas que no caen bajo el encanto de la idea de “otros mundos” en donde el bien triunfa sobre el mal y el valor (o los valores) de un héroe permiten que se restablezca “el orden” y que la vida continúe su curso de una mejor manera. En todas nuestras historias se repite el mismo argumento: el mundo entra en crisis porque un villano pretende romper el “orden” y desequilibra o pone en riesgo la vida de la comunidad; o a veces (en las historias menos “míticas”) el protagonista tiene que arriesgar su vida para salvar a alguien más: su pareja, su familia, sus amigos… y tendrá que poner a prueba su “valor” y restablecer el equilibrio perdido.
Cientos de personas acuden al llamado de un estreno cinematográfico en el que se pone de manifiesto nuestra necesidad de soñar despiertos con un mundo en el que la justicia y el bien común logren triunfar, y esa catarsis nos da la esperanza de que “en la vida real” pudiera suceder algo semejante… y así podemos seguir enfrentando heroicamente las jornadas laborales exce
Hércules y el centauro. Jean Boulogne. Escultura (1600, (Loggia dei Lanzi (Florencia, Italia).
sivas, los malos salarios, los conflictos de pareja y las responsabilidades de familia que agobian a la mayor parte de las personas que vivimos en esta sociedad de consumo que ha sabido cómo “comercializarlo” todo: incluso nuestros anhelos más profundos.
El mito del héroe nos incita a ir más allá de nuestras propias limitaciones y a intentar (una y otra vez) vencer nuestros miedos, tomar las riendas de nuestra propia vida, y arriesgarnos a experimentarla como una aventura que nos reta a transformarnos en la mejor versión de nosotros mismos. Tropo
Macarena Huicochea. Estudió Letras, Psicología y Ciencias humanas. Autora de Blasfematorio (Colección Becarios del Centro Toluqueño de Escritores) y La Caricia de la Esfinge (Biblioteca del Bicentenario del Instituto Mexiquense de Cultura). Umbrales (Consejo Editorial del Estado de México) reúne sus dos libros anteriores y algunos cuentos publicados en revistas e incluso inéditos. En el IMC se desempeñó como Coordinadora de Difusión Cultural, jefe del Departamento Editorial, y subdirectora de la revista Castálida. Fundadora y directora de Casas de Cultura en el Estado de México. Se ha desempeñado como guionista, conductora y productora de programas de radio y televisión
1 El hombre y sus símbolos, Carl Gustav Jung, Editorial Paidós. 2 El árbol del conocimiento (las bases biológicas del entendimiento humano), Humberto Maturana y Francisco Varela, Ed. Lumen.