f o t o g r a f í a
Desde el afecto Por Angélica Mercado
H
Para Diego y Emiliano
ubo una fotografía que vino de un lugar profundo de mi memoria. Era una imagen secreta. La hice solo para mí y la perdí. De repente, la olvidé. Así fue como comencé a fotografiar todo lo que no quiero olvidar, rincones para rastrear en el tiempo, cosas que no puedo llevar en el camino y todo tipo de cariñitos que acumulamos, sobre todo cuando se vive la aventura de ser mamá. Mis favoritos son los gestos. Siento que detonan las voces o sonidos que acompañan toda la escena. Y, por si mi memoria se entrega al tiempo, escribo datos que, honestamente, sé que puedo olvidar. Supongo que lo fotografío por desapego: cada disparo es como un desprendimiento; dejo ir parte de mí y parte del momento, para que otro día, esa experiencia acumulada regrese a mí. Tal vez sea una nostálgica empedernida, o solo estoy resguardando mi memoria. ¿Acaso no lo hacemos todos? El tiempo, sin duda, es cruel con sus cosas. Dicen que, a su paso, todo lo cura. Tarde o temprano, olvidas. Borges escribió que “estamos hechos de olvido”. Y aunque nuestra biología demuestra lo contrario, hoy en día vivimos en creciente olvido, padecemos el fenómeno de la desmemoria. Confiamos tanto en la fotografía para que nos recuerde el pasado, que registramos todo en todo momento, de tal manera que ya ni digerimos el presente. Mejor subimos fotos a las redes y que la función de “recuerdos” automáticamente nos recuerde qué pasó hace un año, dos, tres, cinco. Surge la inquietud de reflexionar sobre las consecuencias identitarias que tiene el desmesurado uso de imágenes que solo apilan recuerdos binarios y, sobre el valor efímero que le damos a las mismas. Pareciera que entramos en un bucle de tiempo, compartimos imágenes, las aplicaciones nos las recuerdan, las volvemos a compartir como recuerdo y así sucesivamente. Antes no era así, las fotografías se consi-
Mi beso. Angélica Mercado, 2002.
deraban herencia familiar. Recordemos cómo se pasaban las fotografías de generación en generación. Servían para conocer parte del clan o aclaraban las incómodas diferencias en los relatos de los parientes, describían lugares de tu origen o, lo más maravilloso, encontrabas en ellas a otros como tú. Ahora que tenemos la oportunidad de crear una memoria personal sin precedentes, la tendencia es producir gadgets de recuerdos. La memoria es una capacidad y es selectiva. Requiere de ser ejercitada continuamente para que funcione y para que un montón de neuronas sigan reaccionando a estímulos específicos, como, por ejemplo, a la fotografía de mi hijo mandando un beso. El significado de esa imagen puede ser tan personal como identitario, es decir, la memoria en una imagen puede ser individual, familiar y colectiva a la vez, ya que la fotografía tiene la cualidad de evocar, en este caso, otro beso almacenado en tus recuerdos. Así, “Mi beso” podría ser de todos. Siempre hay algo en la fotografía, propia o ajena, que nos conecta con momentos de significación especial para nuestra vida; una calle, unos zapatos, la sonrisa o pose de un extraño. Cualquier detalle es un estímulo que detona chispas en nuestro cerebro, mismas que imprimen imágenes que llamamos recuerdos. Así, la memoria crea y constituye un tipo de estructura en la vida de cada quien, misma que se actualiza cada que recordamos. Se ha comprobado que la memoria es lábil y, por lo tanto, puede alterarse. La evocación del pasado a través de fotografías puede reconstruir lo vivido; por eso, en algunas ocasiones, es utilizada para combatir la pérdida de memoria por shock. Parece irónico que nos ocupe más fotografiar para recordar, que disfrutar el momento y arriesgarse a olvidar. Sin embargo, nuestra memoria colectiva ya sabe que nada existe fuera del recuerdo. Es precisamente por eso que los preservamos. La fotografía se ha convertido en un excelente custodio de la memoria porque es ahí donde se guardan todas
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