A
ntes del amanecer es el título del filme que relata lo sucedido tras el casual encuentro en el tren y que se convirtió en un clásico del cine indie debido a la gran honestidad de su sencilla propuesta y a la autenticidad de su historia repleta de diálogos naturales con los que una generación quedó identificada. Filosofías de vida, miedos, deseos, sueños y expectativas fueron, entre otras cosas, los tópicos que marcaron la pauta de las largas conversaciones que, durante una tarde y una noche, sostuvieron los dos jóvenes idealistas; y fue tal vez ese idealismo lo que los llevó a tomar una decisión a la hora de la despedida: no intercambiar direcciones, ni teléfonos, vaya, ni siquiera su apellido. Sólo les bastó la promesa de volverse a ver seis meses después en la misma estación de Viena, dejando una sensación agridulce en el espectador que no pudo hacer otra cosa más que especular como había sido el reencuentro de los amantes seis meses después.
Nueve años tuvieron que pasar para que el público pudiera ver de nueva cuenta a la pareja y enterarse que el encuentro en Viena jamás ocurrió, que Jesse se había casado, había tenido un hijo, que se había convertido en escritor y que estaba en París para promocionar su primer libro, el cual giraba en torno a una chica con la que había pasado una sola noche muchos años atrás. Una pequeña librería parisina fue el escenario del reencuentro entre los ya no tan jóvenes y no tan idealistas protagonistas; un café, los callejones, el Sena y un 'waltz' con dedicatoria especial, fueron algunos de los elementos que acompañaron las conversaciones de la pareja que ahora giraban en torno al desencanto, a la frustración y el arrepentimiento por las malas decisiones; porque muchas de las cosas que quisieron ser ya no lo serán, lo cual sin duda, siempre acarrea un gran montón de impotencia. Aquí, en Antes del atardecer, acompañamos a Jesse y Celine por 90 minutos, tiempo en el cual se desarrolla la cinta en tiempo real y que, a pesar de estar rodada en París, se aleja de los clichés del cine romántico y da una creíble continuidad a una real historia de amor contemporáneo en donde no hay cabida para diálogos melosos ni cursilerías de ningún tipo; el final, volvió a dejarnos la vía libre para interpretaciones sobre el futuro de la pareja recién reencontrada.
Nueve años después, Jesse y Celine regresaron en la última parte de la trilogía: 'Antes de la Medianoche', en la que la pareja no ha podido escapar del paso del tiempo y de los estragos que este causa (monotonía, hastío, etc.). El filme abre con una secuencia donde vemos a Jesse despedirse de su hijo Hank, quien ha pasado con él las vacaciones de verano en Grecia pero debe regresar a los Estados Unidos junto a su madre. Tras la emotiva escena, Jesse se reúne en su auto con Celine fuera del aeropuerto, ahí descubrimos que ambos son ahora padres de unas adorables gemelas. La pareja se dirige hacia la región del Peloponeso para pasar juntos el último día de vacaciones antes de regresar a París; y es durante este día que la pareja se replantea su vida juntos tras las charlas con amigos o en solitario. ¿Es posible vivir enamorado para siempre? La respuesta, un rotundo 'No', parece ser unánime en la mesa donde se ha reunido la pareja con sus amigos de la región griega; pero así como todos concuerdan en la caducidad del amor, coinciden también en que sus parejas han sido lo mejor que les ha pasado en sus vidas y que para seguir con alguien (por el tiempo que sea) se requiere de un gran compromiso para mantener el enamoramiento en la pareja y que ésta siga viva.
Pero a veces el compromiso no es lo suficientemente fuerte, o si lo es, éste se ve opacado y minimizado por la rutina, los celos y la desconfianza, elementos que pueden provocar que en las discusiones de pareja a veces no se juegue limpio: "No eres ningún Henry Miller" advierte una histérica Celine al hastiado Jesse. "Si tan sólo invirtieras la mitad de la energía que gastas en quejarte e insultar, en otras cosas más importantes, todo sería muy distinto" responde Jesse ante las interminables quejas de Celine. Y así como estos diálogos lastiman a los personajes, también lo hacen a la audiencia, pues es imposible no sentirse conectados a ellos, a ambos, porque más allá del género, todos somos un poco Celine y un poco Jesse al mismo tiempo, pues todos somos humanos y hemos pasado por alguna relación igual o similar y sabemos lo que se siente. Y es así como también sabemos que los reproches y las discusiones de nivel monumental no siempre significan que el amor se haya terminado, sabemos que la gente en esencia no cambia y que si alguna vez Jesse enamoró a Celine por su personalidad, y viceversa, ese Jesse y esa Celine siguen siendo los mismos que se bajaron del tren en Viena, pero que las responsabilidades, los compromisos y la rutina han distorsionado la imagen de su pareja; el reto, según el artífice de la trilogía Richard Linklater, es encontrar ese vínculo que se estableció en su primer encuentro y que es indestructible.
C
on seis trabajos cortos previos, el director Ernesto Contreras presentó en 2007 su ópera prima de ficción: Párpados Azules, un tratado sobre la soledad en la Ciudad de México. Marina Farfán (Cecilia Suárez), empleada en una tienda de uniformes, recibe como premio en un sorteo, un paradisiaco viaje a Playa Salamandra. El viaje está diseñado para dos personas, pero se da cuenta que no tiene a nadie a quien invitar, ni siquiera a su hermana Lucía (Tiaré Scanda), quien al recibir la invitación de Marina para irse juntas al viaje de diez días, ésta le pide que se lo regale para irse con su esposo de vacaciones e intentar salvar su ya decadente matrimonio. Marina entonces decide invitar a Víctor Mina (Enrique Arreola), un ex compañero de la secundaria con el que se ha reencontrado recientemente y al que en realidad no recuerda en absoluto. Víctor decide aceptar la invitación de Marina, pero antes de emprender el viaje, deciden darse una oportunidad para conocerse mejor. La propuesta de Contreras con Párpados Azules es pesimista, desoladora y un tanto deprimente; aunque la premisa podría sonar a la clásica idea amorosa de 'chica conoce chico', la exploración que realiza el director en su primer trabajo de ficción sigue otro rumbo, uno que no comparte el punto de vista con la vieja sabiduría del proverbio que marca 'más vale solo que mal acompañado', sino que lo adecua a la realidad emocional de los habitantes de las grandes urbes como la ciudad de México: 'Más vale (¿mal?) acompañado que solo'. Tanto
Marina como Víctor son dos personajes con una soledad (tanto emocional como física) abismal, ambos encuentran (sin buscar) a alguien que los hace estar menos solos, siguen estando solos emocionalmente, pues ninguno cumple completamente con los deseos del otro, pero físicamente han encontrado un compañero para compartir su soledad y ninguno se atreve a renunciar para buscar algo mejor de lo que el otro les ofrece. El lenguaje cinematográfico del filme (pausado, aletargado) nos permite hacer observaciones más claras sobre los personajes (grises y rutinarios, entregados desde hace muchos años completamente a sus trabajos) que de pronto se descubren frente a un desconocido igual de triste y solitario con el que tienen todas las posibilidades de establecer algo, pero no saben cómo hacerlo, hay una imposibilidad del amor. Miradas (penosas), frecuentes movimientos de manos (ansiosas), sonrisas (nerviosas) y silencios (incómodos), plasmados de una manera casi suspendida en el tiempo y atinadamente musicalizadas (destacando This Strange Effect de Dave Berry y Where We Had Never Gone de Sébastian Schuller para cerrar el filme). Ganadora en el 22° Festival Internacional de Cine en Guadalajara (en 2007) en las categorías a Mejor Largometraje Iberoamericano de Ficción y Mejor Guión, Párpados Azules no es una historia de amor, aunque tampoco es de desamor, es una anécdota urbana sobre la imposibilidad de amar en esta época contemporánea de aislamiento sentimental.
C
onsiderada por muchos como la obra maestra del cineasta neoyorquino, la cinta acude al metalenguaje y sigue los pasos del neurótico cuarentón Alvy Singer (Allen, desde luego), quien además de trabajar como comediante en bares nocturnos, reflexiona sobre sus experiencias amorosas particularmente la que sostuvo con la Annie del título (la extraordinaria Diane Keaton)- llegando a una dolorosa conclusión: sus obsesiones y manías han sido causantes de derrumbar sus relaciones sentimentales.
J
oel y Clementine tienen una relación amorosa intensa y a la vez tóxica, hasta que optan por separarse. Joel trata de buscar a Clementine pero por alguna razón cada vez que la encuentra ella actúa como si no lo conociera, hasta que él descubre el motivo de tal indiferencia: Clementine, literalmente, lo ha borrado de su mente. Desconsolado y enfurecido, Joel acude a Lacuna Inc., donde se someterá al mismo tratamiento para borrarla de su memoria para siempre. Sin embargo, conforme va avanzando el procedimiento, va recorriendo los rincones de su psique y volviendo a vivir agridulces anécdotas de cuando eran pareja, por lo que Joel se arrepiente y trata de salvar a Clementine, ocultándola en lo más recóndito de sus recuerdos. Gracias al genio visual de Michel Gondry, el original guión Charlie Kaufman y la química y buenas actuaciones de Jim Carrey y Kate Winslet, la cinta nos lleva a un alucinante viaje dentro de la mente humana. "Eterno resplandor de una mente sin recuerdos" nos habla del amor y demuestra que todas las personas que marcan tu vida se quedan ahí por alguna razón, por más que trates de olvidarlas... o borrarlas.
B
asada en la novela de Christopher Frank -adaptada para el cine por él mismo-, "Lo importante es amar" sigue a Servais Mont (Fabio Testi), un fotógrafo freelance que trabaja sacando fotos comprometedoras para algunos gangsters, se cuela en el rodaje de una película pornográfica para tomar unas fotografías instantáneas de la actriz Nadine Chevalier (Romy Schneider); pero ella se percata de su presencia y le pide que no lo haga alegando ser una actriz seria y que hace eso por necesidad. A pesar de que Nadine está casada con el coleccionista de fotografías de cine Jacques Chevalier (Jacques Dutronc), Servais no consigue olvidarla, por lo que decide pedir dinero prestado a la mafia para financiar de manera secreta una obra de teatro que podría ser el espaldarazo a la carrera de Nadine.
L
os protagonistas del título se conocen en la universidad cuando, casualmente, ella se ofrece a llevarlo a él en su coche; durante el trayecto surgen tópicos comunes como la posibilidad de una amistad sincera entre un hombre una mujer. Harry dice que es completamente posible que exista este tipo de relaciones; pero Sally está completamente convencida que, en algún momento dado, uno de los dos involucrados comenzará a sentir algo más que una amistad. Bajo la batuta de Rob Reiner, y apenas un año antes de que la década ochentera llegara a su fin, hizo acto de presencia esta obra maestra de las relaciones contemporáneas llamada
L
a directora francesa Céline Sciama se traslada a los dramas de época para continuar con sus estudios sobre la feminidad, base principal sobre la que se sostienen sus primeros tres largometrajes: Naissance des pieuvres (2007); Tomboy (2011) y Bande de filles (2014). En Portrait de la Jeune Fille en feu, nos transporta a finales del siglo XVIII para acompañar a Marianne (Noémie Merlant), una talentosa pintora que es contratada por una Condesa (Valeria Golino) para viajar a una pequeña isla de la bretaña francesa con el fin de elaborar el retrato de bodas de su hija Héloïse (Adèle Haenel), una joven a la que han traído de regreso del convento en el que se encontraba para que cumpla con el destino de su hermana recién fallecida: unirse en un matrimonio por conveniencia con su prometido italiano. Habiéndose Héloïse negado a posar para todos los artistas que ha contratado su madre para pintar el retrato, Marianne no revela su verdadera tarea y debe cazar furtivamente las expresiones de la enigmática prometida para descifrarla como si de un acertijo se tratase y plasmar de memoria en el lienzo los trazos y colores con los que capturará perpetuamente su esencia; sin embargo, la convivencia entre ambas va auspiciando una cercanía cada vez más íntima hasta que deviene en un intenso romance. Aunque con no pocas semejanzas con Call me by your name (2017) –su
inicio anecdótico que da pie a una tormenta emocional, el escenario campestre, el/la visitante que llega a una gran casa contratado/a por el padre/la madre, el intenso pero fugaz romance sumergido en el mundo del arte, el miedo que termina por provocar la pérdida de tiempo valioso y retrasa la confesión de sentimientos que a su vez demora el inicio de la relación, el inevitable desenlace y por supuesto la temida incertidumbre ante el futuro–, Sciamma supera el trabajo de Guadagnino al explorar más en el crecimiento personal de las protagonistas ante este breve pero incandescente romance y además funciona como retrato histórico-social. Con el trágico mito de Orfeo y Eurídice –narrado en la pantalla por Marienne a Héloïse– funcionando como alegoría de este amor, Sciamma ofrece un sensual retrato de lo femenino principalmente a través de las pareja protagónica, aunque ocasionalmente también lo hace mediante la sirvienta Sophie (Luàna Bajrami) y la Condesa. Necesario es aquí subrayar la impecable labor histriónica de la dupla Merlant-Haenel, pues tanto juntas como en solitario ofrecen interpretaciones inmejorables y que llegan a un clímax en su última escena juntas y en la fenomenal secuencia final con una hipnotizante Haenel en uno de los mejores planos de la década. Entretejiendo una serie de anécdotas, la directora captura no solo la esencia de la feminidad sino de toda
una sociedad y una época en la que dominaba la culpa y la represión por sobre la razón. La búsqueda de libertad –o por lo menos pequeños trozos de ella– en el dominio patriarcal de la Francia de 1770, es capturada en este sublime y sensual ejercicio de estilo presentado como un extenso flashback –Marienne, como profesora de pintura, rememora su romance con Héloïse cuando una de sus alumnas saca del almacén del taller el cuadro que bautiza al filme. La directora francesa demuestra un dominio formal sofisticado, especialmente cuando se apoya en la fotografía de Claire Mathon cuyas postales sacan el mayor provecho del extraordinario diseño de arte y evocan a otros clásicos de época como La Edad de la inocencia (1993) y particularmente Barry Lyndon (1975) por el uso exclusivo de velas como iluminación en ambientes cerrados, y gracias a su notable conocimiento del lenguaje cinematográfico consigue evadir los clichés y plagar al filme de símbolos de ese imbatible fuego interno que se aviva con las ansias de emancipación del subyugante mundo masculino. Retrato de una Mujer en llamas es un nostálgico relato de (auto) descubrimiento y amor lésbico de incandescente belleza estética y magistral contención emocional con el que su directora refrenda su compromiso personal con la representación y visibilización de la mirada femenina en el cine internacional.
C
on la sensibilidad emocional y elegancia visual que caracteriza su obra, el cineasta Wong Kar Wai nos transporta hasta el Hong Kong de la década de los 60 para compartirnos una reflexiva historia sobre la amistad y el amor. La premisa tiene como protagonista a Chow, un redactor en jefe de un periódico local que se muda con su esposa a un edificio departamental donde los inquilinos son en su mayoría de Shanghai, y donde conoce a Li-zhen, una joven secretaria que también acaba de mudarse junto con su esposo. Sus respectivas parejas están por lo regular fuera de casa, por lo que se acompañan cada vez con mayor regularidad hasta entablar una amistad, pero pronto descubren un secreto sobre sus respectivos cónyuges: les han sido infieles. La pareja, entonces, transforman su relación en un romance.
E
l primer acto -un tanto caótico- de esta cinta parecía augurarnos un desafortunado trabajo fílmico, pero conforme la trama -una modelo nacida en Kósovo que llega a México y comienza una relación con Alex, un chavo rockero que se encarga de limpiar un tráiler en una de las filmaciones donde ella participa- avanza hacia el segundo acto, el director Luis Fernando Frías de la Parra dota al filme de una sorprendente frescura, una mezcla rara pero efectiva entre drama y comedia con la ayuda de diálogos y situaciones improvisadas, así como de las naturales actuaciones de sus protagonistas: Rezeta y Roger Mendoza. Además, el filme se atreve a elegir un desenlace muy alejado del "happy ending" que parecía evidente. Abordando el tema de los celos en la relación entre modelo y rockero, el director no sólo no entrega un final feliz, sino que ofrece dos cosas importantes: por un lado, una disección del cliché y los estereotipos de la modelo extranjera, exponiéndola como lo que es, una chica común y corriente; y por otra parte, a través del rockero protagonista, pone en evidencia al típico macho con mentalidad retrograda y una personalidad insegura, factores completamente decisivos para el malogrado romance.
E
l eterno neurótico cineasta neoyorquino utiliza la monocromática fotografía de Gordon Willias para escribir con imágenes elegantes y hermosas su carta de amor a su ciudad a través de la historia de Isaac Davis (encarnado por Allen), un hombre que quiere ser novelista y que se encuentra en plena crisis de la mediana edad con un empleo odioso -como guionista de televisión-, que tiene a una aspirante a actriz como novia -de 17 años, detalle menor- a la que no ama, y a una ex-esposa -lesbiana, otro detalle menor- a la que le gustaría ahorcar. La oportunidad de comenzar una nueva vida se presenta cuando conoce a Mary, la amante de su mejor amigo.
U
na mujer rubia en un abrigo de piel entra a una tienda departamental buscando una muñeca para regalo; deja su dirección para que se la envíen y se marcha. Esta sencilla anécdota sirvió de inspiración a la escritora Patricia Highsmith -quien vendía muñecas en el área de juguetes de un gran almacén durante la Navidad de 1948- para escribir su novela lésbica El precio de la sal (The Price of Salt, 1952) firmada bajo el pseudónimo de Claire Morgan debido a la temática de la obra considerada 'indecente' en aquella represiva época, y que fue reeditada en 1985 ya firmada con el nombre real de su autora y bajo el título de Carol, título con el que ahora llega su adaptación cinematográfica a cargo del sobresaliente director Todd Haynes. Carol (2015) es la historia de amor prohibido que surge entre Therese Belivet (una muy solvente Rooney Mara que se llevó el premio a Mejor Actriz en Cannes), una aspirante a fotógrafa que trabaja como empleada del departamento de juguetes en un gran almacén, y Carol Aird (Cate Blanchett en otro fenomenal ejercicio actoral), una sofisticada mujer en proceso de divorcio que busca una muñeca para regalarle a su hija Rindy. Su encuentro casual ante el aparador de la tienda genera una química instantánea y una atracción imparable; el accidental olvido de los guantes de Carol en el mostrador del establecimiento es la excusa perfecta para que días después las mujeres vuelvan a tener un contacto del que nace una relación de amistad que evoluciona hasta convertirse en una pasional relación. La pareja se complementa a la perfección a pesar de la clara diferencia social, pero deben mantener su relación en las sombras debido a la restrictiva sociedad neoyorquina de los años 50; además Carol se enfrenta al hostigamiento de su esposo Harge Aird para que regrese
con él y a la posterior demanda por conseguir la custodia total de su hija recurriendo a una clausura de conducta inmoral. Hay varias razones para considerar a Haynes como la opción obvia para contarnos esta historia -que originalmente iba a ser dirigida por John Crowley, responsable de Boy A y la reciente Brooklyn, y co protagonizada por Mia Wasikowska en el papel de Therese-, no únicamente por ser abiertamente homosexual -y por ende no ser ajeno a la temática- sino por estar ya familiarizado con las historias de la época en la que transcurre la trama de "Carol". Recordemos que entre su filmografía podemos encontrar la cinta de culto para la comunidad LGBT, Velvet Goldmine (1998), así como el espléndido drama -escrito por él mismoFar from heaven (2002), una película ambientada también en la moralmente inquisidora década de los 50 donde una ama de casa (Julianne Moore) descubre a su esposo (Dennis Quaid) siéndole infiel con otro hombre y encuentra refugio ante tal tragedia en los brazos de su jardinero afroamericano (Raymond Deagan). Como en la mayoría de sus producciones, el cuidado en el terreno formal que pone en Carol es asombroso. El diseño de arte, el vestuario y las texturas logradas son realmente impresionantes; la fotografía de Edward Lachman aprovecha la detallada y exquisita ambientación para ofrecernos sus acostumbradas excelentes composiciones visuales y generar esa atmósfera que captura con sensibilidad la feminidad de la época. No obstante la impecable producción del filme -que evidentemente lo hace más rico en interesante-, esta nunca se pone por encima del contenido y funciona cómo debe ser: siempre al servicio de la historia. En su momento, la novela causó un gran revuelo por el final alejado de la
tragedia -como tendría que terminar una relación homosexual, de acuerdo con los estándares morales de la época-, que si bien no era un final feliz dulzón, si se trataba indudablemente de un final esperanzador con la posibilidad de una pareja lésbica alcanzando la estabilidad amorosa, de un romance que desafía al entorno y se mantiene firme a pesar de estar condenado a colisionar constantemente contra los imbéciles prejuicios de la época. De la misma forma que la novela, la cinta es una declaración de principios que desafía los estereotipos de la homosexualidad femenina, un testimonio en la época de la cacería de brujas del macarthismo, la hipocresía social y la intolerancia sexual y racial. Y pese a que la cinta transcurre con un ritmo pausado al que las masas no están acostumbradas, la historia nunca languidece en su propuesta, ésta se mantiene intacta. Carol está muy lejos de ser sólo una cinta sobre la orientación sexual de una mujer, se trata de una declaración sobre el marginal estatus de la mujer en una sociedad injusta construida sobre un esquema de valores caducos; Haynes nos regala una película seductora y vibrante sobre el amor y la felicidad, sobre la culpa y las mentiras que interfieren entre la fidelidad a uno mismo y la búsqueda de la integridad, sobre hacer frente al rechazo y la represión en una época donde ser homosexual era un pecado y crimen sin perdón. Con uno de los mejores finales que se han podido ver este año -sutil, sin aspavientos ni pirotecnia, sino contenido y sugerente, como el encuentro de dos miradas y una sonrisa provocada por la esperanza de poder tocar la felicidad... pese a todo- Haynes pone broche de oro a una obra mayor dentro de su filmografía que por supuesto ya tiene el título de "imprescindible".
B
arry es un solitario hombre con problemas, asfixiado por sus posesivas hermanas y dedicado a su trabajo. Una mañana por casualidad conoce a una mujer, Lena, que lleva a reparar su auto al taller junto a su negocio, y que resulta ser amiga de una de sus hermanas. Barry lucha contra su timidez y se hace de valor e invita a salir a la chica, comenzando así una relación. "Embriagado de Amor" es una extravagante, surrealista y romántica cinta creada por el genio del cine norteamericano Paul Thomas Anderson ("Magnolia", "There will be blood", "Inherent Vice"), ganador a Mejor Director en el Festival de Cannes por esta película y el único capaz de hacer actuar de verdad a Adam Sandler.
U
nos jovencísimos Hugh Grant y Kristin Scott Thomas dan vida a la pareja estadounidense conformada por Nigel y Fiona, quienes deciden hacer un viaje en crucero de Estambul a la India para celebrar su séptimo aniversario como feliz matrimonio. A bordo de la gran embarcación conocen a la exuberante Mimi y a su lisiado esposo Oscar (interpretados respectivamente por Em-manuelle Seigner y Peter Coyote), un enigmático dúo que cambia drásticamente el rumbo de vida de la pareja cuando Oscar, al notar el evidente deseo que Nigel siente por su esposa, le propone que intente seducirla, pero antes debe escuchar la historia que relata cómo fue que se conocieron y cómo terminó él en silla de ruedas. Luna Amarga (Bitter Moon; 1992), adaptación de la novela de Pascal
Bruckner, es una interesante y sorprendente aproximación a la naturaleza humana a través de la sexualidad, es visitar un tétrico y recóndito universo en el que Roman Polanski nos embelesa con las eróticas imágenes y las situaciones de la historia que Oscar relata a Nigel, las cuales, a pesar de que para algunos puritanos e hipócritas persignados (como el personaje de Hugh Grant) pudieran parecer repugnantes, no podemos dejar de verlas. La obsesión y la lujuria se hacen presentes en todo el metraje de la cinta que nos sumerge a lo más profundo de la psique humana, de donde, en la noche del 31 de diciembre y con un mar agitado que ameniza la fiesta de bienvenida para el nuevo, surgen las más tenebrosas, retorcidas y co dependientes relaciones que envuelven a las dos parejas en un trágico destino.
E
l dicho popular reza: “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido". Este es el caso de Kumail, un cómico paquistaní que, aunque se ha adaptado a la forma de vida americana, sigue muy arraigado a sus raíces y a su familia, la cual es bastante conservadora y quiere continuar con sus tradiciones. A pesar de este apego, Kumail no deja a un lado su sueño de ser comediante, aunque sea la deshonra de la familia. Una de las costumbres familiares musulmanas más comunes es encontrarle pareja a los hijos. Y también es el caso de Kumail: cada vez que va a cenar a casa de sus padres es orillado a conocer a una chica diferente para que elija con quien casarse. Pero inesperadamente conoce a una chica americana blanca llamada Emily en uno de sus shows de stand up; comienzan a salir y eventualmente se convierten en novios. No obstante, cuando su relación comienza a formalizarse, Kumail empieza a preocuparse por lo que sus padres puedan pensar de Emily por no ser una chica paquistaní ni musulmana como dicta la tradición que debe ser su esposa. Emily no soporta estas Barreras culturales/raciales por lo que da terminada la relación; pero cuando ella contrae una extraña enfermedad que los médicos no logran descifrar, Kumail se involucra en el cuidado de ella y también comienza a tratar a sus padres (una pareja en plena crisis matrimonial), de quienes aprenderá más de lo que jamás hubiera imaginado. The big sick es dirigida por Michael Showalter, mientras que Kumail Nanjiani además de ser el protagonista tam-
bién es el responsable del guion escrito junto a su esposa Emily V. Gordon. Al conocer el nombre de los guionistas está demás decirles esta que la cinta se basa en experiencias personales que la pareja vivió antes de contraer matrimonio. Así que Kumail prácticamente se interpreta a sí mismo y la talentosa actriz Zoe Kazan a su esposa Emily. La película cuenta con todo el sello de las comedias americanas y ese toque irreverente y ácido de Judd Apatow, quien es productor de la cinta. Esta agridulce comedia gira alrededor de una situación dramática (la enfermedad y posterior coma de Emily), pero sin pretender restarle seriedad ni importancia al tema, a la vez la rodea de situaciones hilarantes y muy divertidas que ayudarán a reflexionar tanto a Kumail como al espectador sobre las relaciones amorosas y familiares. Una mención especial es justa para la actriz Holly Hunter, quien interpreta a la madre de Emily, y que gracias a su destacado histrionismo hace que su personaje secundario se vuelva memorable. Lo más maravilloso de The big sick es que es una muestra más de que una cinta de amor no necesariamente debe caer en lo meloso para tocar fibras sensibles en el espectador; las actuales historias de amor en cine son cada vez más como la tuya y la mía: lejos de convencionalismos románticos, son sobre seres imperfectos que cometen errores una y otra y otra vez, pero que en cada tropezón (uno más fuerte que el anterior) terminan por mostrarte la realidad de las cosas, a veces a tiempo y otras ya muy tarde.
L
a película La vida de Adele (La vie d'Adèle: Chapitre 1 & 2, 2013) del tunecino Abdellatif Kechiche, llega con la Palma de Oro en la mano y con centenares de elogios recibidos en cuanto festival o evento cinematográfico se ha presentado. La historia, adaptada de la novela gráfica "Le bleu est une couleur chaude" de Julie Maroh por el mismo Kechiche junto a Ghalia Lacroix, relata el despertar sexual (lésbico) de Adèle (aunque en el material fuente lleva por nombre Clémentine), interpretada por Adèle Exarchopoulos, una chica amante de la literatura que no está completamente segura de su orientación sexual y descubrirá en Emma, encarnada por Léa Seydoux, al primer amor de su vida. Adèle, de 16 años, vive en conflicto interno por no estar completamente definida en cuanto a sus gustos sexuales; además de ser presionada por su grupo de amigas (o por lo menos dicen serlo) para que salga con Thomas (Jérémie Laheurte), un chico que muestra un obvio interés hacia ella. Adèle, más a fuerza que de ganas, acepta salir con el chico, se conocen, y a pesar de tener muy poco en común (a él no le gusta leer y la música que escuchan es diametralmente opuesta), ella accede a dar el siguiente paso en la relación, pero descubre que los chicos definitivamente no son lo suyo, por lo que decide no seguir adelante con la incipiente relación. Un día, mientras camina por las concurridas calles parisinas, se cruza en su camino una joven de cabello azul con la que intercambia miradas, pero ninguna se detiene para dar pie a lo que, obviamente, fue una atracción a primera vista. Deprimida y aún más confundida, acepta ir a un antro gay para acompañar a su mejor amigo; ahí, se encuentra nuevamente con la chica del cabello teñido y estudiante de bellas artes, con la que entabla una plática que con el tiempo se convierte en una poderosa relación que tiene que sortear no sólo los conflictos típicos de cualquier pareja, sino también los obstáculos que suponen los prejuicios sociales de aquellos a quienes consideraba sus mejores amigas.
La cinta, que tiene tres horas de duración, cuenta con un sobresaliente, sólido y fluido guión con diálogos de gran frescura y honestidad; además, recurre frecuentemente al uso de close ups como parte de la propuesta visual de Sofian El Fani -que se ve decorada con una gran carga de tonalidades azules-. Las magistrales actuaciones de la pareja central (destacando Adèle Exarchopoulos, una joven que emana ingenuidad, inocencia, frescura y vitalidad, ofreciendo una interpretación avasalladora y resultando en un gran descubrimiento), sirven para que Kechiche ofrezca un retrato intimista del amanecer sexual de una joven, incluida esa larga secuencia de sexo explícito que supone el primer encuentro sexual de Adèle y Emma, una secuencia plagada de encuadres y long shots de una belleza sobresaliente que quedarán entre las mejores secuencias eróticas jamás filmadas. Desde la primera media hora del filme, donde se nos muestra la confusión, la angustia y los conflictos internos por los que atraviesa la protagonista, hasta la última media hora de la cinta, donde se abordan los no tan buenos resultados de los altibajos de la relación entre Adèle y Emma, la cámara somete a la pareja central al escrutinio del espectador para narrar, de manera contundente, la epopeya íntima y cruda sobre el primer amor en dos capítulos (esos a los que se hace referencia en el subtítulo original: Chapitre 1&2), y a los que corresponden las etapas por las que atraviesa la protagonista en la cinta: la primera, la de su iniciación en el mundo sexual lésbico; y la segunda, la de su aprendizaje en el terreno de las relaciones interpersonales. La Vida de Adèle es una trágica historia sobre el despertar sexual, así como de la búsqueda de nuestra libertad y felicidad en terceras personas, que sobresale por su magistral manufactura en todos los ámbitos: el guión, las interpretaciones y la dirección, cuya conjunción perfecta hacen de esta película (cuya premisa podría ser ordinaria) una obra maestra del cine contemporáneo muy alejada de un discurso pro gay.
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n sus primeros dos largometrajes, la cineasta Chloé Zhao se ha encargado de dilucidar el significado y el sentido de ser americano hoy en día. En “Songs my brothers thaught me” (2015) nos compartió un sencillo pero evocador retrato sobre el fuerte vínculo fraternal que se forja entre una niña y su hermano mayor en la reserva india de Pine Ridge, mientras ambos van construyendo su propia identidad y descubren cuál es el significado del concepto hogar, recorriendo cada uno sus respectivos caminos de vida personales. Durante el rodaje de su ya mencionada opera prima, la directora de ascendencia china conoció al joven jinete Brady Jandreau y éste le inspiró para dar forma a su segundo largometraje: “The Rider” (2017), un western contemporáneo que gira en torno a las caídas y ascensos de un vaquero moderno; todo un ejemplo de cine en estado puro en el que la realidad y la ficción se funden en una sola experiencia tan devastadora como inspiradora. La trilogía americana cierra ahora con “Nomadland”, un drama protagonizado por la gran Frances McDormand, quien en esta ocasión da vida a Fern, una mujer de mediana edad que lo pierde todo; primero su estabilidad económica por la terrible recesión que golpeó a su pequeña ciudad cuando la compañía más importante de una zona rural de Nevada cerró sus puertas tras la bancarrota, y luego con la muerte de su marido. Fern emprende entonces un viaje hacia el Oeste Americano para unirse a una caravana nómada, comenzando a manejarse bajo los preceptos de este estilo de vida comunitaria. A bordo de su camioneta, la mujer pone en marcha su misión de convertirse en una nómada moderna y explorar la vida fuera de los convencionalismos sociales en lo profundo de Norteamérica mientras sobrevive gracias a empleos provisionales como empacadora de Amazon o auxiliar en la cocina de un restaurante.frutable– que es muy difícil despegar los ojos de ella. “Nomadland” es una cinta crepuscular en más de un sentido: como película es el último capítulo de la trilogía de su artífice, y es también un relato sobre la resilencia ante la pérdida. Como ya lo hizo en sus dos anteriores largometrajes, por un lado retoma elementos del western y traslada parte de sus convenciones narrativas al contexto actual, y por el otro, realiza una mimetización de la ficción
con la realidad para conseguir una road movie con una belleza visual sobrecogedora que, aunque inicialmente parecería que la cinta tomaría el rumbo de crítica al sistema capitalista –o sobre “la tiranía del dólar”, según las propias palabras de uno de los personajes–, la película pronto deja claro que su discurso se encamina hacia la exploración de la soledad, pero no desde una perspectiva miserabilista o derrotista, sino que la aborda desde la empatía que permite realmente replantear el significado de la pérdida absoluta y encontrar en la dignidad el verdadero valor de uno mismo. No es gratuito que “Nomadland” sea, hasta este momento, la front runner en la carrera al Oscar en varias de las categorías principales como película, dirección, guion adaptado y actriz. La película, basada en el libro "Nomadland: Surviving America in the 21st Century" de Jessica Bruder, nos permite aproximarnos, con algo de nostalgia, a la extraordinaria y genuina camaradería que nace entre estos nómadas modernos que sólo se tienen a ellos mismos. Con respecto a Frances McDormand, estamos frente a la gran interpretación de su carrera: con gran sutileza y menos cinismo que con la también laureada interpretación en “Tres anuncios por un crimen”, la actriz hace de la resilencia de su personaje su principal herramienta para dilucidar sobre el significado y el sentido de ser americano con pulso, acidez y filo. Rodeando a la protagonista de actores no profesionales, es decir, de verdaderos nómadas contemporáneos como Linda May, Bob Wells y Swankie, quienes funcionan como sus camaradas y/o mentores que se abren emocionalmente ante la cámara de una manera sobrecogedora para compartir sus experiencias con base en la improvisación de escenas sin excesivos artificios melodramáticos. Y es que la película no critica ni idealiza el estilo de vida, sino que lo expone como una plausible vía de escape para no someterse a las ataduras sociales o familiares, para no rendirse ante lo preestablecido y dar un salto de fe hacia la incertidumbre, hacia una forma de vivir que no ofrece lujos pero sí brinda caminos directos hacia la verdad, que ofrece la posibilidad infinita de movimiento, pero no para huir como ya lo hizo a los 18 años cuando dejó el hogar de sus padres, sino para reencontrarse con uno mismo.
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e acuerdo con la tesis propuesta por el psiquiatra noruego Finn Skarderud, el ser humano posee un déficit de 0.05 de alcohol en la sangre, pero con una o dos copas de vino al día se le puede hacer frente a esta carencia; y es a partir de esta teoría clínica que el cineasta Thomas Vinterberg plantea la premisa de su más reciente cinta: “Otra ronda”, en la cual cuatro profesores de preparatoria llevan a cabo un experimento sociológico para comprobar dicha tesis y registrar los cambios presuntamente positivos que tendrán tanto en su vida laboral como profesional. Sin embargo, aunque originalmente buscaban motivación y alcanzar una mayor productividad, el experimento se sale de control cuando rebasan la dosis sugerida por el psiquiatra. El cineasta, junto con su coguionista Tobias Lindholm, aprovecha también los temas como las personalidades adictivas, la crisis de la mediana edad y las encrucijadas existenciales sobre nuestra verdadera vocación para dar forma a una reflexiva tesis sobre el consumo del alcohol, pero cuya lectura se puede extrapolar al consumo de cualquier otra sustancia. Protagonizada por Mads Mikkelsen, uno de los mejores actores de su generación, Vinterberg propone un relato que evade todo juicio moralino sobre el consumo del alcohol de forma recreativa, y aunque quizá podamos considerar a esta cinta como la más accesible y ligera de la su filmografía, no pierde ni un ápice de su espíritu contestatario. “Otra ronda” es un filme que, aunque sin originalidad pero sí con mucha frescura, lanza un discurso socialmente relevante y profundamente humanista que en ningún momento pretende ser aleccionador; la propuesta de Vinterberg no es ni libertina ni puritana, ni crítica ni demagógica, no toma bando alguno sino que se dedica a abrir el debate sobre el consumo responsable de sustancias, y lo logra lanzando incisivos e inteligentes comentarios sobre el tema.
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iguiendo con la comprometida línea ideológica de otros varios realizadores de habla portuguesa, Kleber Mendonça Filho entrega una cinta con un marcado tinte político. Pero a diferencia de su anterior Aquarius, que sedujo con su impasible sutileza, en esta ocasión busca al gran público para taclearlo sin reservas. La cinta consiste en un futuro cercano posible, tendiendo a la distopía, en un tono que va desde la comedia costumbrista hasta la sátira de horror. Una historia que involucra a Estados Unidos y su enferma fascinación por la violencia y a su racismo, deja un claro mensaje: hay un problema sistémico que trasciende a un país. Trata de un pueblo de la provincia brasileña atormentado cuando un grupo de mercenarios llega con la consigna de hacer limpieza étnica. Las consecuencias dan una lectura de severa acusación a los gobiernos y a su olvido (o incluso, su abierta aversión) hacia las razas menos acordes al ideal occidental. Resalta la evolución de la narración, que en la primera media hora construye culturalmente a un pueblo miserable pero unido; después, a un despiadado colectivo dispuesto a la revolución. Es además descrito con una agilidad, un naturalismo y una viveza que podrían hacer de Mendonça un idóneo adaptador de 100 años de Soledad. Posteriormente vemos detalles más sutiles como la
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s indudable que en esta 17ª edición del Festival Internacional de Cine de Morelia, los temas por excelencia son los estragos de la desigualdad y el azote por la guerra contra el narcotráfico. En la cinta La Paloma y El Lobo, la violencia no solo lacera; deshumaniza, infecta. Y ante esto, nada sobrevive. La cinta de Carlos Lenin, egresado de la Escuela Nacional de Artes Cinematográficas de México, es un sentido lamento de post-guerra y de post-amor. Norteño, como su historia, intenta exponer un dolor hondo, un estrés del alma que en sus personajes se manifiesta como un invalidante ostracismo o como una patética disfuncionalidad. Nos muestra a Paloma, una joven trabajadora de una maquila, y a Lobo, un obrero cuyos recuerdos lo han dejado seco de emociones. Ambos se aman de la mejor manera que pueden, aun cuando los problemas laborales y su entorno miserable los opriman. Su patético entorno, compuesto de escenarios industriales corroídos, forma un correlativo con el fracaso personal de cada uno.
Apacibles y largas secuencias nos muestran caricias cálidas y de fríos almacenes en ruinas. Observamos así que Lobo y Paloma no son solo desechos de la pobreza, son víctimas colaterales de un estado fallido. Un video viral en redes mostrando la crueldad de unos sicarios, recuerda a Lobo haber atestiguado ese preciso momento de infernal crueldad. El trauma los afecta a ambos. Su tragedia es la de un contexto que les ha robado el presente y el futuro. La lentitud de su ritmo busca acentuar emociones antes que beneficiar una narrativa. Las meditaciones internas y los torpes diálogos que ambos se prodigan se reiteran a veces con demasiada monotonía. Su estilo no logra del todo hacernos ver esa fuerza imponente ante la cual los personajes parecen inermes. Su drama se aprecia más por sus efectos y los elementos que lo simbolizan. Pero La Paloma y El Lobo es más que el drama de una pareja, es el de toda la región del norte de México. El drama de un país donde las promesas de desarrollo industrial tanto como las
historias de amor, han sido arrasadas por una realidad de violencia y miedo. Algo que se ve expuesto a través de la hostilidad con que actúan las personas que rodean a Paloma y Lobo. Aun los adolescentes parecen crueles, infectados por un mal ante el que, o se unen o se consumen. Sin embargo, la parsimonia tanto en sus planos estáticos como en sus travelings no siempre juega en favor del expresionismo que se pretende. Cuando la cámara sobrevuela por las represas donde los personajes se bañan, no se percibe el tiempo como expresión esencial de la vida, sino como minutos que pueden hacernos mirar el reloj. En la reflexión final, esa agua –quizá uno de los pocos espacios donde se experimenta un poco de libertad-, termina por ser el instintivo lugar de retorno, el amniótico refugio para el escape. La Paloma Y El Lobo, en sus homónimos animales, representan el triste estado de consciencia primitivizada por el terror.
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os Dyne son una familia muy poco convencional: Robert (Richard Jenkins) es un paranoico que, además de ver señales claras de una conspiración para la guerra del espionaje, se sabe conocedor de que un gran terremoto que acabará con la sociedad como la conocemos; Theresa (Debra Winger), su esposa, es una mujer fría con personalidad pragmática que vive para satisfacer las necesidades del patriarca. Juntos han criado a Old Dolio (Evan Rachel Wood), su extremadamente introvertida hija de 26 años que tiene una profunda relación de codependencia que podría llegar a niveles patológicos. Como familia solitaria y desapegada de los códigos sociales, se dedican a practicar estafas a empresas o negocios, suplantar identidades y cometer robos a la oficina de correo para obtener dinero y poder sobrevivir en la ciudad de Los Angeles; pero cuando están llevando a cabo un plan –ideado por Old Dolio– para reclamar el cobro de unas maletas perdidas en el aeropuerto, conocen a Melanie (Gina Rodriguez) una carismática chica que inesperadamente cambiará su vida para siempre. Bajo esta premisa se presenta Kajillionaire, la nueva película de la artista multidisciplinaria Miranda July, una de las voces más singulares del cine independiente
norteamericano. A partir de esta anécdota familiar, la estadounidense realiza una tesis sobre la necesidad de contacto físico y conexión emocional que es inherente al ser humano. Con la extravagancia que caracteriza sus propuestas, la directora presenta a un ser solitario que, por la naturaleza pragmática y cínica de su familia que vive bajo el lema «No tender feelings» (sin sentimientos de ternura), le ha sido negado durante toda su vida el acceso al afecto, al cariño o a cualquier tipo de emoción. Inscrita en la lista de sobresalientes comedias/dramas familiares/sociales que el cine nos ha obsequiado en los últimos años –como Un asunto de Familia de Hirokazu Koreeda y Parasite de Bong Joon-ho–, la película de July se distingue por centrarse en los muy marcados códigos sociales de los Estados Unidos, aunque por supuesto que eso no le resta la posibilidad de ser leído como un relato de corte universal. En Kajillionaire –como en todo el cine de su artífice–, existen paralelismos tanto estéticos como temáticos entre su propuesta cinematográfica y las de los cineastas como Spike Jonze, Wes Anderson o incluso con Noah Baumbach; pero el arte cinematográfico de Miranda July se distingue claramente y, como su protagonista, va encontrando identidad propia al momento de crear su
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universo fílmico personal. Lo que inicialmente parece que será una ácida crítica al materialismo y al estadounidense promedio obsesionado con el dinero, pronto da paso a una tesis sobre la naturaleza humana y su inherente necesidad de afecto y sentido de pertenencia. Rayando en el surrealismo –como por ejemplo con una espuma roja que rezuma la fábrica de jabón como una metáfora de los problemas que deben resolver juntos para no sucumbir a la realidad– el concepto de familia nuclear se ve desarticulado por unas figuras paternas que no son otra cosa que explotadores laborales de una hija a la que han despojado de su identidad. Las ideas que ya había expuesto en su opera prima Tu, yo y todos los demás (2005) y que había expandido en The Future (2011), son aquí pulidas y presentadas de una manera más asertiva: nos habla de la aceptación de uno mismo, y ante una imposibilidad de cambio en nuestra esencia, apartarnos del camino de nuestros seres queridos para no arrastrarlos a nuestro destino. Con una gran secuencia estelar dinamitada por uno de los tantos sismos que se presentan en la película, hay una muerte y un renacer metafórico de la protagonista, quien encontrará una salida a su ciclo de codependencia y reinterpretará el significado de «familia» y «amor».
a opera prima coescrita y dirigida por Tracey Deer revela un episodio oscuro y muy poco conocido de la historia reciente de Canadá. La cinta nos transporta tres décadas atrás cuando se enfrentaron, a principios de la década de los 90, las comunidades de la reserva Mohawk en Quebec contra las fuerzas del gobierno canadiense luego de una propuesta para expandir un campo de golf en la región de Oka –muy cerca de Montreal–, lo que tendría un efecto devastador no sólo para varias hectáreas del bosque sino también para el terreno donde se encuentra el cementerio de la comunidad. El conflicto es abordado desde la perspectiva de una preadolescente llamada Tekahentahkwa, quien a pesar de esta orgullosa de sus raíces, ha adoptado el sobrenombre de «Beans» para que incluso sus profesores puedan referirse a ella de manera más sencilla. Durante un fin de semana, e inspirada por una prima activista que es entrevistada en televisión, deciden viajar al campamento de los manifestantes y apoyar la causa; sin embargo, la violencia social se sale de control hasta llegar a niveles trágicos. A este contexto de violencia a causa de las injusticias sociales, debemos añadir que «Beans» se encuentra en la transición de la niñez a la adolescencia, emulando el carácter recio y la rebeldía otra niña un poco mayor que ella para poder encajar en su círculo social. Beans, estrenada en Toronto en septiembre pasado y que formó parte de la sección de competencia en el Festival Internacional de Cine de Los Cabos, es un drama social que exuda un carácter personal e íntimo para la realizadora, pues está inspirada en el episodio histórico conocido como «la crisis de Oka», el cual duró 78 días en los que la realizadora experimentó los conflictos y terribles confrontaciones cuando tenía tan sólo doce años; se trata de una historia de vida que ahora aborda con compromiso y sinceridad mediante este sobresaliente coming of age que narra la pérdida de la inocencia, la búsqueda de pertenencia y la construcción de la identidad de la protagonista en un entorno que se ha vuelto violento a causa de las injusticias sociales como la discriminación racial.
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n 2013 un reducido pero valeroso grupo de jóvenes georgianos que desfilaron en el primer desfile del orgullo gay en Tiflis (capital de Georgia) fueron atacados por miles de fervientes devotos de la iglesia ortodoxa, la cual domina la forma de pensar y actuar en los países balcánicos, quienes aun se resisten a abrir sus mentes y se rigen por sus costumbres tan extremistas. Como sabemos, esta zona de Europa está enfrentando una polémica mundial al ser acusada de terribles crímenes en contra de la comunidad LGBTQ, que por más que traten de mantenerse ocultos son una realidad y hace que el ser gay en aquellos países sea prácticamente una sentencia de muerte. Este hecho impactó mucho al director sueco de origen georgiano Levan Akin, quien sintió la necesidad de abordar el tema en su película And then we danced, que después de un gran recibimiento en la Quincena de Realizadores de Cannes se ha convertido en la representante de Suecia para la próxima entrega de los premios Oscar en la categoría de mejor película de habla no inglesa. El director sitúa su historia en el mundo de la danzas tradicionales georgianas, que son un gran símbolo nacional y en las que, a diferencia de otras partes del mundo donde está mal visto que un niño se dedique a la danza, en Georgia practicarla es motivo de orgullo, pues en sus coreografías llenas de fuerza son un reflejo de su identidad… del poderío, virilidad y orgullo de los varones georgianos. And then we danced narra la historia de Merab, (interpretado por el novato pero encantador Levan Gelbakhiani), un joven bailarín de la Compañía Nacional de baile Georgiano que junto con su hermano continúan con la tradición familiar, pues sus padres fueron parte del ballet y Merab ha soñado con bailar desde que era niño. El joven combina sus extenuantes ensayos con su trabajo de mesero, porque aunque está determinado en lograr sus metas, en ningún momento descuida su hogar. Merab cuenta con el cariño y apoyo incondicional de Mary (Ana Javakishvili), una especie de novia que ha sido su pareja de baile desde la niñez. Pero a pesar de su innegable talento que lo hacen uno
de los más destacados de la compañía, el chico no termina por convencer a su estricto profesor ni a sus compañeros varones, ya que su estilo para bailar es “diferente” en comparación del resto del cuerpo de baile. En pocas palabras, Merab no es lo suficiente masculino en sus movimientos al momento de interpretar las coreografias. La llegada un nuevo chico llamado Irakli (Bachi Valishvili) hace que el lugar y reconocimiento por el que tanto ha luchado Merab corra peligro, ya que aparte de su atractivo físico y talento, Irakli tiene ese estilo fuerte y varonil que la danza georgiana tanto demanda. Pero esto solo sirve de motivación para Merab, quien pide ayuda a Irakli para perfeccionar sus movimientos. La convivencia entre ambos va despertando nuevas sensaciones, nuevos sentimientos que no habían experimentado, lo que derivara en una gran amistad que se terminara convirtiendo en un inminente romance. La elección del actor protagonista no pudo ser más acertada. Gelbakhiani, quien es bailarín de ballet profesional, se preparó intensamente para aprender las danzas georgianas y curiosamente al igual que el personaje, tuvo que adaptar su acostumbrado estilo de danza más delicado a algo más “masculino”. Poseedor de un rostro bastante expresivo ,una mirada de inocencia y elevadas aptitudes para la danza le hizo el candidato ideal, y de verdad resulta increíble saber que este chico nunca haya actuado antes, pues logra transmitir fácilmente todo sentimiento. El resto de los personajes, igual interpretados en su mayoría por actores no profesionales, no están escritos y plasmados tan detalladamente como el de Merab, pero no por falta de importancia sino para dejar claro que él es el protagonista absoluto de esta historia. La cinta nos plantea una lucha constante entre dos distintas generaciones europeas que tienen dificultades para coexistir debido a sus grandes diferencias de pensamiento. Para plasmar los deseos liberales de la juventud contra las arraigadas e inflexibles tradiciones de aquel país, el director se apoya en varios aspectos técnicos para lograrlo, como la fotografía que luce suave y natural para reflejar la cotidianidad geor-
giana y en los momentos de los ensayos dancísticos, para después cambiar a algo mas psicodélico en las escenas de Merab y compañía divirtiéndose y viviendo al máximo su juventud. El soundtrack funciona de igual manera, presentando desde lo más moderno de la música sueca hasta las piezas clásicas y tradiconales de la region (como las usadas para las danzas y las de los cantos populares) pasando por la atemporal música de ABBA. La dirección y guion (escrito por el mismo Akin) nos adentra a la historia y vida de Merab, con momentos cotidianos íntimos y encantadores que logran atraparnos en la historia de la evidente situación de pobreza de nuestro protagonista, pero siempre enfrentada de manera esperanzadora por parte de él en un pueblo que se resiste a la modernidad anclando a su juventud, en un pasado que debe de dejarse atrás para así evolucionar. Hacia la mitad de la cinta, la trama se comienza a llenar de situaciones y subtramas melodramáticas que le restan impacto y peso al argumento inicial; pero este pequeño percance no dura mucho, pronto la historia retoma su rumbo y se vuelve a centrar en Merab y su búsqueda por su identidad y libertad. Porque aunque Merab conoce por primera vez el amor, la cinta no se puede catalogar como una película romántica, pues el romance solamente es un escalón más hacia su crecimiento personal. Teniendo como marco la danza, la cinta no podía quedarse corta en sus escenas de baile que son de lo mejor de la película; el director demuestra una gran habilidad para filmar exquisitas secuencias, donde vemos el esfuerzo y personalidad de los personajes, y donde vemos todas las emociones a flor de piel para culminar en una increíble secuencia final que sirve de metáfora de lo que pasa en la vida del protagonista, donde todo el dolor de Merab es convertido en arte puro y en un vehículo hacia su libertad. “And then we danced” es una propuesta sobresaliente sobre cómo tomar lo mejor de tus aprendizajes, alcanzar excelencia para finalmente hacerlos tuyos y vivir tu verdad, alejado de los convencionalismos.
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l director Brandon Cronenberg ha tenido que luchar con la presión de las comparaciones con su padre y soportar la pesada carga su apellido para hacerse de un lugar en la industria fílmica por méritos propios. Y es que resulta inevitable compararlo con su padre, pues el apellido y su legado pesan demasiado en el cine de culto de los últimos 40 años. Pero Brandon Cronenberg consiguió distinguirse desde su opera prima “Antiviral” (2012): una tesis sobre la condición humana y su obsesión con las celebridades que, en clave de psychothriller de ciencia ficción, sigue los pasos de en un empleado de una clínica dedicada a replicar enfermedades de famosos para que el público adorador de estas celebridades pueda consumir y padecer estos males. Ahora, ocho años después, nos confirma su talento con “Possessor: Controlador de Mentes”, un filme de ciencia ficción que, aunque comparte tanto constantes temáticas como estilísticas con el cine de su progenitor, consigue reafirmar y fortalecer su estilo personal. La película está ambientada en un futuro incierto aunque cercano a nuestra época en donde existen agentes contratados para adentrarse en la mente de las personas mediante implantes cerebrales y manipularlos a conveniencia; usualmente son utilizados para perpetrar asesinatos de empresarios y figuras importantes del mundo de la política para luego orillarlos al suicidio para no dejar cabos sueltos en el crimen. En su más reciente misión, la agente Tasya Vos (Andrea Riseborough) se adentra en la mente de Colin Tate (Christopher Abbot) con una misión concreta: asesinar a su prometida Ava Parse (Tuppence Middleton) y al padre de ésta, John Parse (Sen Bean), un magnate y presidente de una compañía de minería de datos. Sin embargo, algo en el procedimiento sale mal: Colin presenta una inusual resistencia a la posesión y manipulación de su mente y cuerpo, por lo que comienza a librarse un enfrentamiento cerebral para recuperar el control de su psique; la experimentada agente queda atrapada y a merced de la vorágine de violencia que resulta la psique de Colin. Esta es la premisa de la ambiciosa propuesta del joven director que se inspira en su cortometraje “Please Speak Continuously and Describe Your Experiences as They Come to You” (2019), el cual era protagonizado por una paciente
de un centro psiquiátrico experimental donde, gracias a un prototipo de implante cerebral, podía revivir sus sueños. Este minifilme contó con la fotografía de Karim Hussain y la música de Jim Williams, con quienes el cineasta vuelve a colaborar en “Possessor: Controlador de Mentes” para crear una enfermiza atmósfera y secuencias desquiciantes influenciadas evidente e inevitablemente por el trabajo de su padre, donde además encontramos elementos en común como la oscura ciencia ficción, el body horror y la perturbadora comunión simbiótica entre el hombre y la máquina. Aunque la historia escrita por el mismo realizador posee rasgos similares a las premisas y la tecnología presentada en clásicos instantáneos de la ciencia ficción reciente como “Matrix” (1999) de las hermanas Lana y Lilly Wachowski o “Inception” (2010), de Christopher Nolan, y que podemos considerarla también como una suerte de secuela espiritual de “eXistenZ: Mundo Virtual” (1999), aquel imprescindible clásico de culto que nos obsequió su padre en el último año del siglo pasado, “Possessor: Controlador de Mentes” es un título que se caracteriza por su originalidad y autenticidad. La construcción de la identidad, así como la identidad de género, son los temas en torno a los cuales gira la cinta, y aquí podemos encontrar un juego de espejos entre la lucha de identidades entre Tasya y Colin y la lucha del realizador por distinguirse de su padre y construir una identidad propia, es decir una metáfora de un hijo intentando distanciarse de la ominosa figura paterna para buscar forjar su propio legado. Además, la premisa de la cinta se puede leer como una alegoría de la actual extrema vigilancia capitalista con la avaricia de las empresas que las hacen pasan por encima de todo y todos. Violencia, sexo, carne y tecnología, comulgan en la ambiciosa propuesta que nos ofrece Brandon Cronenberg de manera auténtica a pesar de poseer similitudes estéticas con el cine de Panos Cosmatos y Nicolas Winding Refn. Ganadora del premio a la mejor película y mejor director en el Festival de SITGES, “Possessor: Controlador de Mentes” es un relato de sencillez argumental que se niega a ofrecer respuestas fáciles, y al que con su astucia y talento, Cronenberg eleva hasta convertirlo en la experiencia cinematográfica más alucinante del año.
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na sola línea basta para describir la premisa de la cinta Relic: una hija, una madre y una abuela son acosadas por un tipo de demencia que está consumiendo a la familia. Sin embargo, la opera prima de la directora Natalie Erika James va mucho más allá de la anecdótica sinopsis; se trata de un ejercicio que cocina a fuego lento una historia psicológicamente oscura que nos habla de los miedos atávicos del ser humano como la vejez y la soledad. Relic inicia con Kay (Emily Mortimer) y Sam (Bella Heathcote), madre e hija que visitan la casa de la abuela Edna (Robyn Nevin) en una apartada zona boscosa luego de reportarse su desaparición en extrañas circunstancias y tras presentar una serie de episodios de comportamiento errático. Poco tiempo después, la anciana aparece como si nada hubiera sucedido; sin embargo, además de percibir algo extraño en su personalidad, parecen estar siendo acechadas por una misteriosa presencia en la casa. El guion de Relic, coescrito junto a Christian White, presenta el miedo a los estragos causados por un fenómeno cotidiano como el inexorable paso del tiempo, pero los expone a partir de los códigos del cine de terror sobre maldiciones familiares, emparentándose así en más de un sentido con la extraordinaria cinta Hereditary (2018), de Ari Aster, con The Visit (2016), de M. Night Shyamalan y con The Babadook (2015), de Jennifer Kent. La fotografía de Charlie Sarrof consigue una atmósfera aprensiva y putrefacta donde se dan cita lo real con los fenómenos sobrenaturales; de esta manera da forma a una propuesta sobria y elegante que, en su aparentemente inicial drama generacional, nos habla sobre la importancia de los recuerdos y la memoria, para después transmutar a un filme de horror psicológico que en su secuencia final presenta uno de los desenlaces más poéticos, bellos y a la vez perturbadores de la historia del cine en años recientes.
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a literatura de autores como Richard Matheson, Neil Gaiman y Stephen King, quizá no sería tan reconocida hoy en día sin la fuerte influencia de Shirley Jackson, escritora estadounidense que principalmente se desarrolló en los géneros del terror y el suspenso con breves y macabros relatos como La Lotería y novelas como La Maldición de Hill House, esta última adaptada un par de años atrás por Mike Flanagan en la exitosa miniserie homónima producida por Netflix. Aunque Shirley Jackson no era para nada la imagen de una mujer sumisa, sí tuvo que lidiar –hasta su prematura muerte a los 48 años de edad a causa de un ataque al corazón provocado por su adicción al tabaco y a su sobrepeso– con un marido controlador, con un fuerte agobio por la idealización de la maternidad –tuvo dos hijos– y un mundo literario eminentemente masculino. La peculiar personalidad de la escritora encuentra perfecto complemento en la multidisciplinaria Josephine Decker, quien se encarga de dirigir este atípico biopic basado en un guion escrito por Sarah Gubbins a partir de la novela de Susan Scarf Merrell, quien realiza un ejercicio de ficción especulativa sobre las inspiraciones de Jackson para escribir su reconocida novela Hangsman. De acuerdo con la premisa propuesta en la novela y que es trasladada a la pantalla, Shirley (encarnada por una fenomenal Elisabeth Moss) se encontraba atravesando por una crisis creativa reforzada por su neurosis, depresión, agorafobia y los nada discretos romances que su esposo, el también escritor y profesor Stanley Hyman (Michael Stuhlbarg), sostenía con otras mujeres, incluyendo algunas estudiantes. En este contexto, donde además se dio la noticia de la muerte de una joven universitaria en condiciones inusuales, una joven pareja de recién casados llega para quedarse una
temporada en la apartada casa de los escritores: Fred (Logan Lerman), es un joven recién graduado que busca el apoyo de Stanley para hacerse de una plaza como profesor universitario; mientras tanto, Rose (Odessa Young) entabla una inicialmente turbulenta relación con Shirley, pero poco a poco su vínculo se volverá íntimo e impredecible. Con fuertes ecos de inspiración de ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who's Afraid of Virginia Woolf?; 1966) de Mike Nichols, Shirley propone una tesis sobre la manipulación psicológica y las retorcidas relaciones humanas en términos psicosexuales, y esto lo plasma en la pantalla a través de una propuesta audiovisual alejada de convencionalismos y que rehuye de las complacencias hacia el público hollywoodense acostumbrado al solemne cine biográfico. La directora Josephine Decker es también actriz y artista performática, por eso su forma de aproximarse al cine es más cercana a la creación artística que a la producción cinematográfica industrial; es por ello que, con la música de Tamar-Kali Brown y la fotografía de Sturla Brandt Grøvlen, realiza un ejercicio cinematográfico que huye de convencionalismos a la hora de compartirnos la mirada al abismo psicológico de una mente perturbada. La cineasta bordea los límites del lenguaje narrativo con un sorprendente ingenio visual para provocar y estimular al espectador mediante una experiencia cinematográfica fascinante sobre una mujer en cuya obra comulgaron sexo y muerte bajo la belleza de lo mórbido. Shirley es un drama psicológico que muestra a la inspiración como algo que puede tomar su fuerza de lo retorcido, del dolor, del erotismo, de la sumisión y de la toxicidad, a la vez que juega con un discurso sobre la insatisfacción femenina y su emancipación.
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ace 14 años, el actor y comediante Sacha Baron Cohen se hizo acompañar del director Larry Charles con el fin de exponer el racismo, la misoginia, la homofobia, el antisemitismo y la xenofobia que seguía vigente de forma velada en la sociedad estadounidense a través de “Borat: El segundo mejor reportero del glorioso país Kazajistán Viaja a América”, una suerte de mezcla de falso documental/performance cómico en el que el periodista del título se interna en el territorio de nuestro vecino país del norte con una pedagógica misión: realizar un documental en el que recogerá las mejores enseñanzas de la sociedad norteamericana con el fin de aprovecharlas por su país. En “Borat: Siguiente película documental” se nos revela el destino del periodista en su natal Kazajistán: es un preso condenado por avergonzar a su país con el documental original, pero que ahora tiene la oportunidad de restaurar la reputación de su país al ser enviado a los Estados Unidos con un regalo muy para el Vicepresidente Mike Pence; sin embargo, inesperadamente se ve acompañado por Tutar (Maria Bakalova), su adolescente hija de 15 años que los acompañará en este viaje de redención. Con algunos segmentos de la película filmados cuando recién comenzaba a golpear la pandemia provocada por el COVID-19 al territorio estadounidense, Sacha Baron Cohen se ve apoyado ahora por el director Jason Woliner y la revelación actoral de Maria Bakalova, con quienes realizan un experimento similar al de la cinta original pero del que sorprenden sus inesperados resultados, pues resulta muy interesante ver cómo las ideologías de ultraderecha, la discriminación y la violencia hacia las minorías están más vigentes que cuando este milenio iba comenzando.
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bsurda, irreverente y extremadamente sanguinolenta comedia negra que echa mano de la estética de los cómics, la narrativa de los videojuegos y hasta los homenajes a la lucha libre mexicana –ojo con los movimientos de la protagonista que imitan a los del legendario 'Huracán Ramírez'– para plantear una pandemia zombie como una alegoría del poder y la ambición de los políticos a expensas del bienestar y la salud de la población. La trama de “Get the hell out” sigue a Xiong, una parlamentaria que, luego de ver frustrados sus planes de derrocar al primer ministro por culpa de un inseguro guardia de seguridad llamado Wang, obliga a este a postularse como parlamentario y oponerse a la construcción de una planta de energía que podría provocar un feroz brote del virus de la rabia.
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on una mezcla de poesía, rap, sufrimiento y esperanza, el director mexicano Carlos López Estrada, hace un ensamble artístico en este fresco de la juventud desencantada de Los Ángeles. La cinta se presenta con un entramado narrativo que sigue la vida de veinticinco personajes que confluyen en un caluroso día por las calles angelinas; cada uno con sus personalidades bien delineadas y objetivos claros que van desde la búsqueda del éxito hasta encontrar su verdadera identidad, pasando por temas como la soledad, la salud mental, el feminismo, el desamor y el sentido de pertenencia. Se trata de un optimista ejercicio cinematográfico fotografiado por John Schmidt en el que mezcla tonos particulares de varios géneros como el cine documental y los musicales de Hollywood, pero lo hace con astucia y autenticidad hasta lograr una atípica feel-good movie con inspiradores alcances gracias a su honesto homenaje a una de las ciudades más diversas culturalmente en los Estados Unidos, pero sobre todo, a los que en ella habitan.
J
uana de Arco” es la segunda parte del díptico centrado en la figura de la líder francesa a la que ya se había aproximado en “Jeannette, l’enfance de Jean d’Arc” (2017). En esta ocasión, se centra en el episodio del punto álgido de la contienda bélica con la chica comandando al ejército en la defensa por el trono francés, hasta que esta es enfrentada por la Iglesia católica que espera condenarla a la ejecución en la hoguera bajo el crimen de herejía. Con un número mucho menor de musicales que en su antecesora, un tono más sombrío y narrativamente también mucho más convencional, “Juana de Arco” es una pieza artística tanto estética como conceptualmente subversiva: Por ejemplo, la doncella de Orleans que comanda al ejercito y posteriormente espera su juicio de manera estoica es encarnada por la jovencísima actriz Lise Leplat Prudhomme, mientras que las batallas entre los ejércitos son resueltas con ingenio mediante un impresionante ballet ecuestre. Con base en la obra de Charles Peguy, de la que hereda sus espíritu teatral, la propuesta radical de Bruno Dumont hace que su “Juana de Arco” se presente a contracorriente del canon del cine biográfico comercial y refrenda el valor de su artífice como uno de los cineastas más originales del cine europeo.
S
iguiendo con la comprometida línea ideológica de otros varios realizadores de habla portuguesa, Kleber Mendonça Filho entrega una cinta con un marcado tinte político. Pero a diferencia de su anterior Aquarius, que sedujo con su impasible sutileza, en esta ocasión busca al gran público para taclearlo sin reservas. La cinta consiste en un futuro cercano posible, tendiendo a la distopía, en un tono que va desde la comedia costumbrista hasta la sátira de horror. Una historia que involucra a Estados Unidos y su enferma fascinación por la violencia y a su racismo, deja un claro mensaje: hay un problema sistémico que trasciende a un país. Trata de un pueblo de la provincia brasileña atormentado cuando un grupo de mercenarios llega con la consigna de hacer limpieza étnica. Las consecuencias dan una lectura de severa acusación a los gobiernos y a su olvido (o incluso, su abierta aversión) hacia las razas menos acordes al ideal occidental. Resalta la evolución de la narración, que en la primera media hora construye culturalmente a un pueblo miserable pero unido; después, a un despiadado colectivo dispuesto a la revolución. Es además descrito con una agilidad, un naturalismo y una viveza que podrían hacer de Mendonça un idóneo adaptador de 100 años de Soledad. Posteriormente vemos detalles más sutiles como la
E
n 2018, el proyecto “OK, está bien...”, opera prima de la realizadora Gabriela Ivette Sandoval –egresada del CUEC–, ganó tres premios en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara (FICG) dentro de la sección “Guadalajara Construye”, dedicada a brindar apoyo a los títulos que requieren incentivos económicos para terminar su etapa de postproducción. Los premios obtenidos fueron: su inscripción en la sección Marché du Film dentro del reconocido Festival de Cannes, el trabajo de 120 horas en la edición de sonido y la realización del trailer de la cinta. Dos años después, “OK, está bien...” regresa al festival tapatío como película formal en la sección en competencia y confirmamos que se trata de una obra cinematográfica merecedora de los incentivos obtenidos. El filme, que cuenta con un guion firmado por Roberto Andrade Cerón, mejor conocido como el comediante standupero “Tío Rober” –quien además produce y protagoniza la cinta–, tiene como personaje principal a Mariano, un hombre de 30 años con problemas de obesidad, que todavía vive con su madre en un conjunto habitacional de Tlatelolco, y que luego de seis años de haberse graduado de la carrera de cine con especialización en guionismo cinematográfico, no se ha atrevido a escribir un sólo guion cinematográfico y se conforma con dar clases semanales de apreciación cinematográfica a un grupo de adultos mayores que le critican sus gustos artísticos y se interesan sólo ver «películas bonitas». Mariano vive sumido en una profunda frustración, incomodidad e inmadurez emocional que canaliza a través de comentarios irreverentes y sarcásticos con todo aquel que se le atraviesa en su camino... y por lo general la víctima es su resignada y consentidora madre (encarnada por una estupenda Gabriela de Corzo). La comodina y rutinaria existencia de Mariano se ve desequilibrada por la llegada de su primo lejano Ramiro (Ángel Alvarado), un atractivo quinceañero que viaja desde Querétaro a causa de problemas familiares con sus padres. Desde su llegada, Mariano comienza a jugar con su primo, burlándose y humillándolo para re valorarse a sí mismo frente a una realidad de frustración y soledad tanto profesional como emocional. Ramiro aguanta vara con las burlas, pero cuando su carácter fuerte sale a flote y demuestra ser, en varios sentidos, muy superior a Mariano –como en su atractivo y su confianza en sí mismo que le de la seguridad de invitar a casa a Mariali (Isabela Argudín), una chica de catorce años a la que conoció en un recorrido por el mercado del Chopo y que resulta ser una gran y apasionada cinéfila– las fricciones entre ambos se intensifican hasta llevarlos al enfrentamiento.
Es evidente el conocimiento y la pasión de Roberto Andrade Cerón en materia cinematográfica, encontrando en el talento como realizadora de la también evidentemente apasionada cinéfila Gabriela Ivette Sandoval el complemento ideal para dar forma a un proyecto fílmico que sobresale tanto en forma como en fondo. Pese a su limitado presupuesto, los involucrados en el proyecto consiguen gracias a la conjunción del estupendo trabajo del guion y el conocimiento de la gramática cinematográfica, una producción resuelta técnicamente con astucia y eficacia: su propuesta monocromática a cargo de Carlos Arriaga nos sumerge en una atmósfera evocadora y melancólica que nos transporta a esos momentos donde, por inseguridades o miedos, nos inventamos pretextos ante la vida porque no confiamos en nosotros mismos para poder lograr lo que siempre hemos anhelado, y envidiamos a aquellos que sí se arriesgan a luchar por lo que quieren. El humor con el que está recubierto el filme es oscuro y retorcidísimo pero está ejecutado de manera sofisticada –ojo con los divertidos comentarios que desliza sobre el sexo entre familiares y con menores de edad en la provincia mexicana–, y de esta manera se distancia radicalmente de las comedias genéricas nacionales que abarrotan las pantallas desde hace ya no pocos años replicando las fórmulas de la comedia televisiva. Y es que la propuesta de “OK, está bien...” pretende alcanzar otro objetivo: la película, que combina drama y comedia absurda, toma grandes riesgos al no pretender colocar como protagonista a un ser humano correcto y con una personalidad atractiva, sino todo lo contrario. Mariano es un patán y manipulador que, en su perpetua condescendencia hacia con el resto del mundo, se ve a la vez acorralado por su gravísima inmadurez emocional. Sin embargo, la película en ningún momento lo juzga y mucho menos lo enaltece. No toma partido por sus acciones ni tampoco lo recrimina o somete a un castigo moral o ético por sus actos; trata de un personaje con claroscuros muy marcados pero en ningún momento la balanza se decanta hacia la figura de un héroe o un antagonista. Lo muestra como es: un ser humano que ha tomado sus decisiones; cada quien las considerará como buenas o malas, pero finalmente son sus decisiones. Influenciado en más de un sentido por la obra cinematográfica de Woody Allen –no es gratuita la reinterpretación de la secuencia inicial de “Manhattan” (1979) con “Rhapsody in Blue” de George Gershwin como pista de fondo pero transportando la escena a la Ciudad de México–, “OK, está bien...” es un relato agridulce sobre todos aquellos que no se atreven a hacer lo que quieren.
A
Alexis Robin (Félix Lefebvre), el introvertido chico de 16 años que protagoniza la nueva película del cineasta François Ozon, lo conocemos al ser arrestado por la policía en una secuencia inicial que nos sugiere el fatal destino de David Gorman (Benjamin Voisin), el seductor chico de 18 años con el que sostuvo un romance adolescente durante la temporada vacacional a mediados de los 80. A partir de la novela “Dance on my grave” del escritor británico Aidan Chambers (publicada en 1982), el director francés adapta el relato a la gran pantalla cambiando la fecha y el lugar de los hechos narrados en papel para dar forma a un intenso coming-of-age en las costas de Normandía donde inicia el intenso romance gay que se ve alterado por la irrupción de una chica inglesa (Philipine Velge) y que terminará en tragedia. Al retratar el primer amor adolescente en la década de los 80 resulta inevitable que nos remita a “Call me by your name” (2017), de Luca Guadagnino; pero el triángulo amoroso veraniego –y que también está basada en una novela– es el único vínculo con la propuesta de Ozon, pues sus intenciones son completamente distintas: con la
creación literaria como parte esencial de la trama –elemento que ya había explorado en su prolífica filmografía y que había alcanzado su mejor exponente en “En la casa” (“Dans la Maison”; 2012), adaptación fílmica de la obra “El Chico de la Última Fila” del dramaturgo madrileño Juan Mayorga–, Ozon mezcla géneros como la comedia romántica y el thriller policiaco mientras juega con una narrativa fragmentada para sostener la ambigüedad sobre la posible responsabilidad de Alexis en la muerte de David. Hay algo en el tono del filme que no logra convencerme del todo. Hay sucesos dramáticos que se retratan con un tono demasiado rosa; y estoy absolutamente consciente que es una decisión deliberada por parte del cineasta, pero creo que un tono más cercano al de la ya mencionada “En la casa” hubiera resultado mejor para un relato de naturaleza trágica que marca el primer amor adolescente de Alexis. Quizá le falta la audacia y osadía de otros títulos de la prolífica filmografía de Ozon; sin embargo, “Verano del 85” consigue ser un ejercicio sólido que nos deja algunos de los primeros grandes momentos del cine LGBT de esta década.
T
ras diez años de ausencia en la cinematografía nacional, haber de-butado en Hollywood con La Princesita (A Little Princess; 1995) y consolidar su carrera en la industria fílmica estadounidense con Grandes Esperanzas (Great Expectations; 1999), Alfonso Cuarón regresó a México con una road movie en la que aborda, entre otros tópicos, la amistad, el amor/desamor y la lealtad en la adolescencia. Julio Zapata (Gael García Bernal) y Tenoch Iturbide (Diego Luna), son dos mejores amigos que, tras conocer en una boda a Luisa (Maribel Verdú), la guapa esposa española del primo de Tenoch, arman un viaje a la playa para intentar conquistarla; sorpresivamente, ella acepta la invitación de los 'charolastras' -título que les confiere su situación de hermandad- y los tres emprenden el viaje hacia 'Boca del Cielo', una inexistente playa virgen de Oaxaca que, según los jóvenes, nadie conoce, por lo que la tendrán a su entera disposición durante el fin de semana.
De esta manera, mientras recorren cientos de kilómetros de carreteras mexicanas y se acercan a su mítico destino, las pláticas de los amigos y su acompañante femenina sobre sus vidas, van resultando en una serie de confesiones que sirven como catalizador y como medio de conocimiento propio y ajeno. Con una situación política-social inestable como sutil contexto (el final del imperio priísta y la llegada de un nuevo partido al poder), nuevamente el lente de Lubezki se posa sobre los protagonistas del relato escrito por Carlos Cuarón (en el que sobresale la extraordinaria actuación de Maribel Verdú), pero ahora bajo un estilo casi documental, con secuencias con cámara en mano y edición con cortes directos que impregnan al filme una frescura y dinamismo, poco comunes en el cine mexicano. Y tú mamá también resultó en un desvergonzado y antimoralino retrato de la amistad y la sexualidad en la sociedad juvenil mexicana del nuevo milenio.
L
a carrera fílmica del director inglés Andrew Haigh ha dado un salto cuántico insospechado en los últimos años y con su nuevo drama –construido abrevando de obras autorales al estilo de Bergman sobre las relaciones de pareja, la amargura esencial del amor y el pasado como lastre en los personajes– nos entrega una obra maestra del género. En 45 años (45 Years, 2015) Haigh rompe con los límites de su zona de confort y se aleja de la temática que había marcado su cine. Tras haber realizado previamente sólo dos películas con temática sobre las relaciones de pareja gay –su ópera prima Greek Peter (2009) y la galardonada y ya clásico de culto queer Weekend (2011) – y haber dirigido varios de los episodios de la serie de HBO, Looking, que también tiene como foco la vida emocional y sexual de personajes homosexuales, ahora explora los avatares a los que se enfrenta un aparentemente estable matrimonio de septuagenarios heterosexuales. El detonante del filme –que tiene como punta de partida un relato corto de David Constantine y que es adaptado para la pantalla por el mismo Haigh– aparece de manera epistolar ante la pareja protagónica: Geoff y Kate Mancer. La carta anuncia que el cuerpo de Katya, el primer gran amor de Geoff, ha sido encontrado congelado e intacto después de varias décadas del accidente en el que perdió la vida en los
Alpes suizos al caer por una risco, haciendo imposible su rescate. La noticia es por demás abrumadora, pero en un inicio sólo parece que quedará es eso, en un informe lamentable para la pareja y que continuarán su vida de manera normal. Pero Kate comienza a desconfiar de Geoff, pues con el paso de los días éste parece estar cada vez más afectado con la noticia, llegando incluso a considerar viajar a Suiza para reconocer el cuerpo, ya que al momento del accidente Katya y él vivían ya como un matrimonio a pesar de no estar casados formalmente. La carta ha provocado que las grietas que se mantuvieron siempre imperceptibles para la pareja, se muestren ahora cada vez más evidentes y se va debilitando así la estructura matrimonial que se presumía inquebrantable a tan sólo unos cuantos días de celebrar la fiesta de su cuadragésimo quinto aniversario. En 45 Años, Haigh se revela como un cineasta mayor, no sólo como un gran narrador —el guión es impecable, sin cabos sueltos— sino también como un estupendo director tanto de escena como de actores, logrando un trabajo loable en todo sentido. Sorprende principalmente por la confianza con la que filma; la película se siente orgánica y natural, algo logrado en gran medida gracias a su primera colaboración con el director de fotografía Lol Crawley, quien con el uso de una paleta de colores neutros, el uso constante de tomas
fijas y movimientos de cámara mesurados y elegantes, modela al filme bajo una estética austera, casi minimalista, bajo la que retrata con gran verismo la cotidianidad e intimidad de una pareja de esta edad, magistralmente encarnada aquí por Charlotte Rampling y Tom Courtenay —ambos en estado de gracia y merecedores de todos los reconocimientos al histrionismo existentes. Pero a esta parsimoniosa cotidianidad de paseos en la campiña y tranquilas lecturas en casa hay algo que se contrapone en el fondo del relato, algo que ha venido a trastocar la vida del matrimonio y que este filoso drama muestra sin concesiones emocionales con el espectador a través de su brutal veredicto: no existe el amor conyugal perfecto y el reencuentro con el pasado es inevitable, su oscura sombra siempre estará al acecho, esperando ominosa e inmisericorde el momento de engullirnos. Kate lo sabe, lo aprende de la peor manera posible cuando se da cuenta de que ha vivido casi medio siglo con una presencia siempre invisible pero que ahora se manifiesta casi palpable y muy poderosa entre ella y su esposo. La sublime secuencia al final de la película deja muy claro que ella lo sabe... y no puede hacer nada al respecto. Su matrimonio, su castillo de naipes, ya ha caído.
L
uego de su estreno limitado en cines de Estados Unidos, España y México –donde se sigue proyectando en las pantallas de la Cineteca Nacional– la nueva cinta del director David Fincher, llegó a Netflix el pasado viernes 4 de diciembre. “Mank” es un biopic centrado en la figura del dramaturgo, crítico teatral y guionista Herman J. Mankiewicz que escribió el argumento de la célebre cinta “El Ciudadano Kane” (1941) de Orson Welles, quien con tan sólo 24 años entregó la que, hasta hoy en día, es considerada por muchos expertos como la mejor película de la historia, compitiendo por este título contra “Vertigo” (1958) de Alfred Hitchcock. La cinta narra principalmente los seis meses en los que Mank escribió el guion del ya mencionado clásico filme mientras convalecía a causa de un aparatoso accidente automovilístico en una apartada casa en el desierto de Mojave; pero a través de flashbacks, la película también explora la amarga relación del alcohólico guionista con la industria fílmica en general, y con importantes figuras en particular, como con el obsesivo productor David O. Selznick; los desencuentros con Louis B. Mayer, dueño de MGM que orquestó una campaña de desprestigio con spots políticos falsos contra el escritor Upton Sinclair cuando éste se postuló como candidato a la gubernatura de California compitiendo contra Frank Merriam; o los roces con el magnate, empresario y editor con aspiraciones políticas William Randolph Hearst (Charles Dance), quien serviría de inspiración para la historia del auge, decadencia y caída de Charles Foster Kane, personaje protagonista de la obra maestra de Welles. El guion original de “Mank”, escrito por el padre del cineasta, Jack Fincher, fallecido en el año 2003, estaba basado en el ensayo “Raising Kane” (1971) de Pauline Kael –reconocida crítica de cine de The New Yorker– en el que se asegura que la participación de Welles en la escritura del guion de “El ciudadano Kane” fue menos que mínima y pretende reivindicar a la figura de Mankiewicz como único autor del afamado argumento. Sin embargo, el cineasta realizó cambios sustanciales y transformó lo que originalmente era un estudio de personajes con la problemática relación Welles/Mankiewicz como línea principal, y por el contrario factura con él un personal e íntimo juego de espejos en el que Fincher exorciza rencores y desprecios por la industria fílmica que lo ha tratado de
manera amarga desde su debut cinematográfico con “Alien 3” (1988), una superproducción llena de intromisiones por parte del estudio que lo alejó casi por completo de sus intenciones artísticas, aunque logró impregnarla de su recurrente fatalidad. La cinta es un homenaje formal a “El ciudadano Kane”, pues retoma tanto la estética monocromática y las postales evocadoras al estilo del cinefotógrafo Gregg Toland pero ahora bajo el lente de Erik Messerschmidt, como la estructura narrativa del clásico filme con saltos temporales recurrentes que tanto le insistieron a Mankiewicz reconsiderar para ser más complacientes con la audiencia bajo la 'justificación' de que ellos saben más sobre qué quiere ver el público. En la parte sonora, sobresalen las partituras compuestas por Trent Reznor y Atticus Ros, y el diseño sonoro que 'maltrata' el audio para que dé la impresión de que se trata realmente de una cinta de la primera mitad del siglo XX. Con esta particular propuesta audiovisual, el director sacrifica su ya reconocible estilo en la pantalla para darle prioridad a la deconstrucción de una pretendida época dorada de Hollywood con el fin de exponerla como una industria que desprecia sistemáticamente a los guionistas, profesión a la que busca reivindicar no sólo desde lo argumental sino desde su propuesta narrativa, acudiendo al uso de rótulos en pantalla de los que hacen uso los guionistas para indicar, al inicio de cada escena, el tiempo y el lugar en donde se desarrollará la siguiente secuencia. Mank nos propone una mirada crítica y sin concesiones a una industria que se autoproclama como «la fábrica de sueños», pero que es en realidad una factoría de discriminación, desigualdad, explotación laboral y corrupción por parte de los productores sedientos de poder; se trata de una ácida, cínica y desencantada exploración de los claroscuros de la industria fílmica. Esquivando el homenaje nostálgico por los años dorados de Hollywood que comúnmente caracterizan a las «cartas de amor al cine», Fincher se decanta por escribir su carta con amorosa dedicatoria para sumergirnos en las negras aguas de la despiadada maquinaria de la meca del cine donde la creación artística sirve como una vía de liberación, pero también de despiadada venganza contra hipócritas productores y magnates con ambiciones políticas.
W
olfwalkers: Espíritu de Lobo, la producción animada del estudio irlandés Cartoon Saloon, se presentó en nuestro país en la selección del Festival Internacional de Cine de Los Cabos previo a su estreno en streaming el pasado 11 de diciembre en la plataforma Apple TV+. Ambientada a mediados del siglo XVII, la película nos transporta a Kilkenny, una comunidad irlandesa amurallada gobernada por el general inglés Oliver Cromwell, el Lord Protector de la región que está siendo invadida por los ingleses, y donde abundan las creencias supersticiosas sobre la magia y la hechicería; es a esta villa medieval a la que se han mudado Robyn y su padre Will Goodfellowe, dejando atrás Inglaterra luego de la muerte de la madre de la pequeña. Buscando ser aceptados en la comunidad, el padre de la heroína del filme aprovecha su experiencia como cazador y se pone a las órdenes de Lord Protector, quien comanda una campaña de dominación y explotación de la naturaleza que rodea la villa de acuerdo con una presunta voluntad divina y por supuesto también la voluntad de la corona británica que busca cambiar los bosques por terrenos agrícolas y obtener con ello valores económicos. Intentando ganarse el reconocimiento de su padre para que le permita acompañarlo en la cacería de los lobos en el bosque, la inquieta Robyn –en quien podemos encontrar rastros de personajes como Merida (Valiente; 2012) y Pocahontas (1995)– se pierde en el bosque y entabla una inesperada amistad con Mebh MacTire, una de las últimas
«wolfwalkers», seres ancestrales que tienen la misión de proteger a la naturaleza de la civilización y que poseen la capacidad de cambiar su forma: cuando duermen se transforman en lobos, mientras que cuando están despiertos tienen apariencia humana. Wolfwalkers: Espíritu de Lobo tiene implicaciones económicas, políticas y sociales muy adecuadas a nuestros tiempos, uniéndose así a lista de filmes animados con discurso de resistencia ambientalista, de empatía y de tolerancia en donde también se encuentra La Princesa Mononoke (1997), de Hayao Miyazaki. Con una imaginación desbordada y un sensacional diseño de arte que bordea lo estéticamente conceptual, la película sobresale por la calidez y belleza de su peculiar estilo, el cual provoca el efecto visual de vitrales cobrando vida mágicamente bajo el bellísimo ritmo de las composiciones celtas de Bruno Coulais, para compartirnos así la riqueza cultural de Irlanda en un entrañable drama familiar sobre las brechas generacionales, los marcados roles de género, la amistad y el miedo a lo desconocido. El director de las también estupendas El Secreto del Libro de Kells (2009) y La Canción del Mar (2014) –películas nominadas al Oscar y que también están inspiradas por el ancestral folklore irlandés–, codirige aquí junto a Ross Stewart una pieza cinematográfica que demuestra que la animación tradicional con espíritu artesanal puede ser más arriesgada y propositiva que la animación por computadora más sofisticada de Pixar o DreamWorks. Estamos sin duda alguna ante la mejor propuesta animada del año.
E
sta nueva producción original de Netflix se grabó en tan solo 29 días, además la actriz Vannesa Kirby preparó su personaje con base a las experiencias de perdida de madres reales, y si fuera poco el plano secuencia cobra un nuevo sentido de dolor en el cine. Dirigida por el cineasta húngaro Kornél Mundruczó, escrita por Kata Wéber y producida por Martin Scorsese. Esta cinta se estrenó en septiembre de 2020, siento aclamada por la critica en el Festival de Cine de Venecia, donde mismo la actriz Vannesa Kirby obtuvo la Copa Volpi por su magnífica actuación. Han sido innumerables cintas donde Hollywood nos quiere enseñar a los humanos a sobrellevar el dolor de una perdida de una manera “correcta”, y es ahí donde Fragmentos de una Mujer, se vuelve una reconstrucción del perdón a la vida misma. Primer fragmento, la perdida: El plano secuencia se ha usado en repetidas ocasiones con famosos directores de cine, este no es un recurso nuevo, pero gracias a esta cinta se puede asociar este plano como una herramienta definitiva para reflejar el dolor íntimo de un ser humano. En un aproximado de 24 minutos somos parte de un parto en casa que se complica y termina con una perdida de una bebé. Una buena reflexión para saber que ser mujer no es una tarea fácil. Segundo fragmento, las metáforas: Las metáforas siempre han permitido contar el dolor de una
persona de una forma más poética. Una de ellas es ese puente en construcción es la perfecta metáfora para describir la ruptura de una pareja que se consideraba un equipo perfecto se convierte en dos seres totalmente distanciados. ¿Cómo se compara la germinación de la manzana con un embarazo?, muy fácil, ambos son difíciles de lograr por la cuestión de cuidado y tiempo, he ahí donde este segundo fragmento cobra vida constantemente en la cotidianidad de nuestra protagonista, esas señales de postparto como el sangrado y la lactancia que se manifiesta en cada mujer después de la gestación son un pequeño recordatorio para nuestra protagonista, y si esto no fuera poco se nos presenta una madre que le importa más lo que piensa el mundo entero que su propia hija y un esposo en total decadencia. Este es un punto clave para recordarnos que no dejamos vivir a la mujer, el luto de forma propia, todo el mundo se vuelve experto en buscar soluciones para superar el primer fragmento. Al final del día, el duelo es eternamente propio. Tercer fragmento, la mujer: La mujer es el fragmento más roto de todos, es gracias a la actriz Vannesa Kirby que nos muestra la gama de emociones que puede vivir una mujer después de perder el fragmento más deseado de su vida para darnos la lección de que el perdón a la vida misma es el mejor luto de todos.
L
uego de debutar en el cine angloparlante con A bigger splash (2016), el director Luca Guadagnino, con la ayuda del guionista James Ivory, traslada a la pantalla grande la historia plasmada en las páginas de la novela Call me by your name, de André Aciman, la cual transcurre en algún punto de la riviera italiana donde se encuentra la casa vacacional de la familia Perlman, y donde surge una peculiar amistad que deviene en inesperada historia de amor durante el hormonalmente en ebullición verano de 1983 entre Elio Perlman (Timothée Chalamet), un joven adolescente de 17 años, y Oliver (Armie Hammer), un graduado de 24 años que ha sido invitado a la casa familiar para trabajar con el padre de Elio como parte de su formación profesional. El pulcro estilo visual mostrado ya por el cineasta italiano en I am Love (2009) –excelso largometraje en el que ya había diseccionado el concepto del amor– se ve aquí depurado con una fotografía elegante y un manejo de cámara que, con la ayuda de la música compuesta por Sufjan Stevens y la inclusión de éxitos ochenteros como “Love my way” de The Psychedelic Furs, “J'adore Venise” de Loredana Bertè y “Paris Latino” de Bandolero,
recrea una atmósfera de entrañable romanticismo ochentero que cubre a esta intempestiva historia del primer amor, aunque inicialmente surge como un juego de seducción en el que no se pueden dar señales claras de atracción, por lo que se envían mutuamente mensajes cifrados a través de música, citas literarias o tan sólo con datos aparentemente aleatorios pero que resultan reveladores de la personalidad y de las intenciones amorosas; un flirteo tan sensual como intelectual pocas veces visto en el cine contemporáneo. Call me by your name es una película que dinamita el concepto idealizado del amor con el que tanto se ha capitalizado en Hollywood; se trata de un relato emotivo sobre la llegada del primer amor y el inevitable dolor que lo acompaña, recurriendo para este fin a una pausada presentación de las características de sus personajes –sensacionalmente delineados con precisión y manifestándose de manera multidimensional hasta en los casos de los roles secundarios– para impulsar el relato en su segunda mitad, donde se da la mayor parte del conocimiento mutuo, el autodescubrimiento y la maduración de la pareja protagonista; el segundo acto es también donde más se plantean los cuestionamientos sobre el amor y la
(homo)sexualidad, y donde también se nos obsequia una de las secuencias más hermosas del cine de los últimos años: esa en la que el padre charla con Elio sobre el amor, la libertad y la juventud, y el desperdicio de vida que significa ceder ante el miedo a equivocarse y no arriesgarlo todo. Guadagnino ha logrado crear una gran pieza de arte cinematográfico basada en su sensibilidad al mostrar la pureza de los sentimientos; la propuesta del director se aleja completamente de otros dramas románticos homosexuales y no se centra en los prejuicios, por el contrario, toma como elemento central las vulnerabilidades de los protagonistas enfrentados a ese temor de acercarse y rendirse ante un deseo prohibido. Call me by your name, gracias a su prodigiosa narrativa, su poderosa carga erótica/poética tanto en lo visual como en el subtexto y la elegante formalidad con la que plasma una historia de iniciación, de rito de paso hacia el despertar sexual y del comienzo de la madurez emocional, se inscribe a la lista de los clásicos instantáneos del cine LGBT contemporáneo, y por supuesto, en la lista de lo mejor del año.
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ando continuidad de manera congruente a una carrera cinematográfica destacada por proyectos socialmente comprometidos con discursos sobre los problemas de la comunidad afroamericana, la actriz Regina King debuta tras las cámaras con un interesante ejercicio cinematográfico que toma como base la premisa de la obra escrita por el dramaturgo Kemp Powers: la narración especulativa de la reunión en un cuarto de hotel en Miami donde se dieron cita el activista Malcolm X, la superestrella del futbol americano Jim Brown, el reconocido cantante de soul Sam Cooke y el boxeador Cassius Clay, la misma noche en que éste último derrotó sobre el ring a Sonny Liston, arrebatándole así el campeonato mundial de los pesos pesado, el 24 de febrero de 1964. La propuesta de la debutante se filma casi por completo en un solo set, pero fácilmente supera las limitantes de un escenario casi teatral y demuestra con el resultado un sobresaliente conocimiento del lenguaje cinematográfico. La película propone un extraordinario aprovechamiento cada rincón del espacio y de las personalidades de los protagonistas para dar fuerza y dinamismo a una cinta que, en manos menos expertas, hubiera podido resultar un gran desastre en cuanto a su puesta en cámara. Pero más allá de sus grandes logros en cuanto a su forma, están sus no pocas virtudes en su fondo. Apoyándose en el estupendo guion adaptado por el propio Powers –también autor de Soul, la más reciente cinta animada de Disney/Pixar–, la opera prima de la protagonista de la estupenda miniserie Watchmen (2019) hace de esta mítica reunión una suerte de debate sobre los compromisos y contradicciones personales en la lucha contra la explotación y segregación racial, en la búsqueda de los derechos civiles; y todo ello lo consigue de una forma orgánica sin que la exposición de información e ideas se sienta didáctica o aleccionadora.
Desde las primeras secuencias de One night in Miami, donde se nos plantea los distintos contextos sociales en los que se desenvuelven cada uno de los protagonistas, Regina King propone una discusión sociopolítica urgentemente necesaria, y lo hace explorando la personalidad, el entorno y las circunstancias de estas grandes figuras afroamericanas; de esta manera, rinde cuenta no sólo de sus éxitos, sino también revela cómo, para haber obtenido éstos, han tenido que jugar bajo las reglas puestas por las corporaciones y la industria del entretenimiento, y por supuesto que ambas están dominadas por el hombre blanco. Ya sea por ceguera causada por la sed de fama o necesidad de aceptación, unos han tenido que «blanquear» su arte para ser consumidos por un público masivo, mientras que otros han tenido que afiliarse a una comunidad religiosa para acceder a un sentido de pertenencia; y por su parte, los deportistas alcanzaron el estrellato al servir como espectáculo para los blancos. One Night in Miami, que en más de un sentido nos recuerda al clásico Insignificancia (1985) –ese experimento a cargo de Nicolas Roeg en el que se intentó ingeniosamente establecer un juego de espejos entre el encuentro de cuatro personajes/celebridades de la década de los 50 y las consecuencias de la Guerra Fría en el estilo de vida de mediados de la década de los 80–, supera con creces la prueba de trasladar a la pantalla grande una historia creada para los escenarios, pues no se limita a una simple representación teatral filmada sino que aprovecha al máximo los recursos que brinda la gramática cinematográfica para lanzar un discurso relevante a nivel mundial.
L
a nueva película de la directora Eliza Hitman se une a la lista de películas conformada por títulos como El Secreto de Vera Drake (2005), 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007), de Cristian Mungiu y en la muy reciente Unpregnant (2020), la cuales giran en torno al tema del aborto. No obstante, la odisea que vive la protagonista de Never Rarely Sometimes Always para conseguir la interrupción de su embarazo no deseado de forma segura, va mucho más allá y sirve para exponer el dominio social masculino. Desde la primera secuencia del filme, las intenciones de la directora quedan claras: exponer el ambiente hostil al que se enfrentan las mujeres por parte de los hombres. Cuando la protagonista Autumn (Sidney Flanigan) se encuentra interpretando una canción en un acto escolar, uno de los chicos del auditorio le grita «¡Puta!». Las risas cómplices de algunos de sus compañeros y el silencio del resto del público son el reflejo de una sociedad que solapa los abusos hacia las mujeres día tras día. Sin embargo, en esta secuencia hay mucho más: luego de recomponerse la cara desencajada por el sorpresivo ataque verbal de su compañero, el tema que Autumn termina de interpretar con guitarra en mano es He's got the power” de The Exciters, una canción que se ve aquí transformada del himno religioso original para adoptar un significado distinto, pues se vuelve el grito desesperado de ayuda de una chica sometida al yugo masculino. Never Rarely Sometimes Always sigue los pasos de una adolescente de 17 años que debe viajar desde su natal Pennsylvania hasta Nueva York para poder practicarse un aborto legal y seguro, pues ni en su ciudad y ni siquiera en su estado, puede tener acceso a un procedimiento para interrumpir un embarazo no deseado. La chica es acompañada por su prima Skylar (Talla Ryder) con quien trabaja medio tiempo como cajera en un supermercado
donde deben soportar el acoso tanto de los clientes como del gerente de la tienda que les acaricia y besa sus manos cada vez que llega el momento del corte de caja. Presentada en festivales como Sundance, Berlin y San Sebastián, la tercera película de la cineasta se presentó en nuestro país en el Festival Internacional de Cine de Los Cabos. Never Rarely Sometimes Always y resultó una de las sopresas más gratas del año. Con ecos del cine de los hermanos Dardenne, evadiendo los clichés melodramáticos y economizando al máximo sus diálogos, la trama no se centra en argumentar contra las absurdas leyes prohibitivas para negar el aborto a las mujeres, sino que se enfoca en el viaje personal de la protagonista y su prima, aprovechando su travesía interestatal de la protagonista para exponer el acoso femenino sistemático en espacios como su casa, su escuela, en su trabajo, en el transporte público como el autobús en el que viajan a Nueva York y en el metro de dicha ciudad. La película deja incógnitas sin despejar, como por qué no se habla del padre del bebé. El estupendo guion del filme juega con la ambigüedad para dejar claro que no importa si la relación sexual –ya sea con un compañero de la escuela o con su propio padrastro– fue un acto forzado o consensuado; lo relevante aquí es la experiencia de la emancipación femenina oponiéndose a un sistema prohibitivo en cuanto a la salud pública. Una pesada maleta como una metáfora de lidiar en todo momento contra un mundo hecho por y para hombres, es tan solo uno de los simbolismos que la directora utiliza para hablar del dominio masculino; sin embargo, la realizadora nunca se olvida de la importancia de la mirada y de que en ocasiones se consigue transmitir toda la seguridad y confianza del mundo con tan solo estrecharse las manos la una a la otra como muestra de sororidad.
E
n un durísimo año para la industria fílmica a causa de pandemia provocada por el COVID-19, Warner Bros. apuesta por lanzar finalmente en cines la película “Mujer Maravilla 1984”, la secuela de la exitosa primera película en solitario del emblema femenino de DC Comics que regresa nuevamente con Patty Jenkins como directora y Gal Gadot como protagonista, generando nuevamente una gran dupla que lleva a buen puerto a una película de aventuras de espíritu ochentero pese a sus no pocos tropiezos en su desarrollo. Ambientada por supuesto en el año que señala el título, entre el consumismo desmedido del sueño americano y la constante amenaza de la Guerra Fría, acompañamos a Diana Prince quien ahora vive en Washington DC intentando llevar una existencia tranquila y con bajo perfil como directora de antropología del museo Smithsoniano, aunque con inevitables apariciones esporádicas como la superheroína Mujer Maravilla pero buscando dejar los menores registros posibles de su existencia, lo que ha causado que se gesten algunas leyendas urbanas sobre la hermosa justiciera anónima. Y precisamente en el Smithsoniano es contratada Barbara Minerva (encarnada por la sensacional Kristen Wiig), una tímida experta en geología, palentología y otras ciencias del estudio de la Tierra, que toda su vida ha sido víctima del rechazo; pero aquí, aunque sigue siendo rechazada por sus colegas e invisibilizada por algunos de sus superiores, gracias a sus conocimientos es inmediatamente comisionada para ayudar al FBI en la investigación de unas piezas arqueológicas recuperadas por la heroína protagonista tras una de sus apariciones en público en la que detiene a unos criminales que habían robado una joyería que era usada como fachada de un almacén usado por contrabandistas en el marcado negro de antigüedades. Por otra parte, entra en escena Maxwell Lord (Pedro Pascal), un empresario petrolero famoso por la carismática publicidad en televisión de su compañía Black Gold, la cual en realidad está a nada ser declarada en bancarrota y por ello se encuentra en una búsqueda desesperada de una reliquia con el mítico poder de conceder cualquier deseo. Es así como los caminos de Barbara y Maxwell se cruzarán, y el anhelo de ver cumplidos sus mayores deseos pondrán en peligro a toda la humanidad. Ambos villanos salen apenas bien librados en sus construcciones psicológicas y sus motivaciones, las cuales no quedan exploradas tan a fondo y rozan peligrosamente la caricatura. Barbara y su alter ego Cheetah, por ejemplo, está construida a partir del arquetipo que también dio forma a otras villanas de DC en el celuloide como Catwoman en la estupenda secuela “Batman Regresa” (1992), de Tim Burton, y Poison Ivy en la vergonzosa “Batman y Robin” (1998), de Joel Schumacher. La transformación de mujer ninguneada a femme fatale se da con credibilidad gracias al porte y el gran talento que tiene la siempre extraordinaria Kristen Wiig y al excelente diseño del personaje que, aun ya en su forma completamente híbrida, resulta bastante sobrio. Por su parte, aunque mantiene la linea argumental de una infancia y adolescencia difícil y se hace referencia a la historia del padre que quiere que su hijo se sienta orgulloso de él, el Maxwell Lord encarnado aquí por Pedro Pascal está alejado del personaje de los cómics y está más bien construido como una referencia al aún presidente megalómano de los Estados Unidos.
Tanto en su tono como en su estética, la película tiene como principal y más fuerte inspiración el espíritu de la serie de televisión protagonizada por la gran Lynda Carter de 1975 a 1979, y el de las series animadas de “Los Súper Amigos”, con distintas temporadas que van desde 1973 hasta 1985. Y aunque tiene un metraje de 151 minutos que podrían parecer excesivos, sus múltiples lineas narrativas mantienen la atención y permiten explorar –aunque sea superficialmente– temas como la amistad, la soledad, el rechazo, el acoso a las mujeres y los socialmente marcados roles de género. Su parte técnica destaca con el maridaje entre fotografía y banda sonora a cargo de Matthew Jensen y Hans Zimmer respectivamente. El primero consiguiendo fenomenales postales en movimiento que, con su vibrantes colores, potencian las secuencias de acción que, si bien son escasas, resultan visualmente espectaculares; mientras que el segundo reinterpreta el tema de la protagonista que ya habíamos escuchado desde su primera aparición en celuloide en “Batman v Superman” (2016) y en su primera aventura en solitario, pero que aquí añade instrumentación para adaptarla a la época y al lugar donde sucede la acción, como en el corazón de los Estados Unidos y en una espectacular secuencia de persecución por El Cairo. “Mujer Maravilla 1984” juega bien con la nostalgia e integra de manera ingeniosa elementos entrañables del personaje y su mitología, como darle más espacio al uso de su Lazo de la Verdad como arma principal, revelando el origen de su jet invisible y el regreso de su gran amor Steve Trevor (Chris Pine) que es resuelto de manera ingeniosa y que formará parte del crecimiento de la superheroína. Y es que más que una cinta de acción, es una cinta sobre el viaje personal de sus protagonistas. El combate final con Cheetah, aunque bien ejecutado a nivel técnico, se antoja precipitado y falto de impacto, sacrificando este encuentro –que se encontraba entre los más esperados por los fans– para dar mayor peso dramático al enfrentamiento con Maxwell Lord en el que Diana, mirando fijamente a los ojos del espectador, comparte el político discurso pacifista a un mundo deshumanizado, sumido en la enajenación y el egoísmo. Aunque con poca originalidad –su premisa es, a grandes rasgos, una reinterpretación de “La pata de mono” de W. W. Jacobs, a la que de hecho se hace referencia en el filme–, visitando lugares comunes del cine de super héroes y con falta de la frescura que tenía su predecesora, la cinta logra mantenerse a flote por el carisma de sus protagonistas, por la química que logran en pantalla, y por el espíritu ligero del cine ochentero al que consigue retratar entre el homenaje y la parodia, y a través del cual entrega un alentador mensaje de optimismo sobre la importancia de los actos y el poder de los sacrificios.
L
e pese a quien le pese, Christopher Nolan es uno de los grandes de la industria hollywoodense hoy en día. En sus ya once largometrajes ha construido una coherencia estilística y narrativa entre todos ellos, y ha ido depurando cada vez más su estilo con una impronta que se ha vuelto inconfundible particularmente por su autenticidad y en ocasiones incluso también por su originalidad; y esto va más allá de explorar distintos géneros como la ciencia ficción y los thrillers, pasando además por el cine de superhéroes en donde elaboró una de las mejores películas de este tan popular subgénero. Luego de su muy ambicioso blockbuster bélico en el que exploró el desastroso episodio histórico conocido como «El Milagro de Dunkerque» a través de una estructura fragmentada que jugaba con el transcurrir del tiempo, el director británico regresa a la ciencia ficción con el que quizá sea su más ambicioso y arriesgado proyecto hasta la fecha: “Tenet”, cuya trama sigue los pasos de un espía anónimo de la CIA que, luego de frustrar un golpe terrorista durante un concierto de ópera, es reclutado por la organización que dan nombre a la película, y que tiene la misión de prevenir la futura tercera guerra mundial, de la cual se cree que han sido encontrados vestigios en el presente a través de una tecnología que e capaz de invertir la entropía tanto en objetos como en personas. Así es como da inicio este juego de espías que refrescan el género combinando elementos de los thrillers contemporáneos como el de los filmes de James Bond encarnado por Daniel Craig, o el de las misiones del Jason Bourne de Matt Damon, pero añadiendo elementos de ciencia ficción y física cuántica entre los planes del villano en turno que toma la identidad del millonario ruso Andrei Sator, encarnado por el actor Kenneth Branagh, con quien Nolan vuelve a trabajar luego de su colaboración en “Dunkerque”. Robert Pattinson y Elizabeth Debicki completan el reparto como Neil y Kat, respectivamente, el primero es otro agente espía al que recurre el protagonista para llevar a cabo su misión, mientras que ella da vida a la esposa casi rehén del magnate antagonista. Christopher Nolan es un cineasta hábil que sabe conjugar el entretenimiento para las masas con una demanda y desafío intelectual para el espectador que es muy poco común en el cine industrializado; sin embargo, y pese a que aquí se repite esta tendencia, en este caso en particular el guion de la película es su talón de Aquiles. Y es que sin importarle la exactitud científica –algo que para nada es algo malo por si sólo–, el director se empeña en sobreexplicar las cosas bajo la lógica de su película con el aparente afán de hacer parecer mucho más complejo lo que ya guarda una complejidad inherente.
“No intentes comprenderlo”, le dice una científica rusa (interpretada por Clémence Poécy), al protagonista de “Tenet”, encarnado por John David Washington; sin embargo, este consejo que hace el mismo Nolan a la audiencia a través de la científica Barbara, no lo toma en consideración para él mismo y presenta, durante toda la película, una serie de diálogos redundantes que explican una y otra vez los conceptos, las posibilidades, los efectos y las consecuencias de la inversión de la entropía no sólo en la historia de la humanidad sino a nivel físico personal, y esto sólo hace que el desconcierto en el espectador sea aún mayor. Otro punto débil es la creación de sus personajes, pues ninguno de ellos resulta interesante por su falta de matices, pese a que los actores se entregan completamente; desde el virtuoso héroe intachable hasta el despreciable villano caricaturesco, todos toman decisiones de forma arbitraria que sólo funcionan para la lógica de la película y para que la trama llegue a los puntos que, a conveniencia, debe alcanzar durante el trayecto hacia su desenlace. Tan sólo por detrás de “Dunkerque”, estamos aquí frente al trabajo más simplista y elemental de Nolan en cuanto a desarrollo de personajes. No obstante estas fallas, que resultarán graves en mayor o menor medida dependiendo de cada espectador y lo que sea que busque en la película, no consiguen que su propuesta pierda ni un ápice de su capacidad de entretenimiento, pues sus dos horas y media de duración no se sienten pasar gracias a su habilidad para envolvernos en una experiencia de acción trepidante e intriga. Con el despliegue técnico más grande y complejo de su carrera que se refleja en la impecable elaboración de secuencias donde los tiempos fluyen hacia distintas direcciones al mismo tiempo –sobresaliendo la impresionante secuencia final con una batalla en el desierto–, Nolan consigue un filme bajo un estilo visual que resulta más sofisticado que nunca, un logro alcanzado con el apoyo en la fotografía de Hoyte van Hoytema y la extraordinaria música de Ludwig Göransson. Además, es justo señalar esa libertad argumental y narrativa que consigue ser equiparable a la de autores literarios como James Joyce o Marcel Proust, y con la cual lleva a su protagonista a una odisea personal equiparable a la del Ulises de Homero, a aventurarse en un viaje que, aunque navegará y se extraviará durante su travesía a través del tiempo y el espacio, alcanzará su ineludible destino.
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anadora del Premio Nacional de Novela Justo Sierra O’Reilly en 2011, la primera novela del mexicano Arturo J. Flores (Ciudad de México, 1978) nos embarca en el mismo viaje de Luke y Michelle, una pareja de universitarios que han dejado la escuela para perseguir su sueño: conocer al legendario Clint Eastwood para proponerle que dirija “Sexo, drogas y tú”, el guion escrito por Luke y que sería protagonizado por Michelle, quien busca convertirse en actriz. La búsqueda del legendario cineasta en la Meca del Cine se ve interrumpida cuando el dinero que Luke había heredado de su abuelo comienza a terminarse, por lo que la entrada a la industria pornográfica en la compañía Cyclope Films es la única solución para continuar sustentando su estancia en los Estados Unidos. Echando mano de algunos recursos del lenguaje cinematográfico que se usan desde la escritura de los guiones –como flashbacks, paneos, voz en off, close up, etc.–, y de títulos de emblemáticas canciones –principalmente de música rock– que nos dan la bienvenida a cada capítulo del libro, el autor se hace de un estilo propio y auténtico con el que nos sumerge en una atmósfera cargada de erotismo con una narrativa detallada, ligera y audaz. Sexo, cine y música son las constantes en las poco más de 200 páginas de la obra en la que acompañamos a esta joven pareja que busca conquistar su muy particular y personal sueño dorado en la tierra de las oportunidades y en la Meca del Cine, donde se ven seducidos por las mieles del éxito, pero también arrastrados por las consecuencias de sus excesos.
H
ijo de la leyenda viva de la literatura de terror, Stephen King, el escritor Joe Hill renuncia al apellido paterno para intentar labrar su propio camino en la literatura fantástica y de horror. Con “El mejor cuento de terror”, Hill echa mano del recurso del cuento dentro del cuento para ofrecernos una relectura de las convenciones del género literario a través del personaje protagónico, un cínico y desencantado crítico de literatura de género que asegura que el miedo en la literatura de terror ha muerto para siempre. Pero cuando a sus manos llega un texto llamado “Buttonboy: Una historia de Amor”, una extraña sensación que creía perdida permanentemente se adueña de él.
E
l escritor argentino homenajea a Lovecraft con un breve relato que emula la estructura narrativa del estadounidense pero con el estilo propio de construir el horror partiendo de la especulación metafísica que le caracteriza. La breve historia sigue los pasos de un hombre que recibe la noticia de la muerte de su tío en Lomas de Zamora, Argentina, y se entera que la conocida como Casa Colorada que pertenecía a su fallecido tío, ha sido comprada por un misterioso personaje que se hace llamar Max Preethorius. Luego de entrevistar a Alexander Muir, el arquitecto y diseñador de la famosa casona y que fue el mejor amigo de su finado tío, su sobrino busca indagar más sobre el nuevo dueño de la propiedad a la que todos los habitantes de la zona evitan a toda costa. Lo que descubre al interior de la residencia durante una noche de tormenta, es perturbador.