E
l reciente fenómeno de la radicalización de adolescentes para las filas yihadistas dentro de países francófonos ha dado lugar a varias películas que conjugan dos aspectos esenciales:la adolescencia con su inseguridad y volatilidad por un lado, y por el otro la ilusión de esperanzay sentido a la vida que el fanatismo religioso suele ofrecer a las mentes impresionables. El espectro ha ido desde una ilustración cuasididáctica producto del cine de industria francés, que busca advertir con seriedad y quizá cierto alarmismo en Le Ciel Attendra de Marie-Castille Mention-Schaar, hasta la sensual exhibición del terrorismo de Bertrand Bonello donde los extremos de la frivolidad y del anarquismo parecieran tocarse en Nocturama. Este año tocó el turno a los hermanos Dardenne para que con su empático y a la vez frío ojo para el drama juvenilexploren el tema, en el que siempre surge la misma pregunta como base: ¿qué lleva a un adolescente común y corriente a cometer un acto terrorista? Algo que en El Joven Ahmed no encuentra una verdadera respuesta, y es que los Dardenne terminan por crear una película que dentro de su tradición se siente ya vista, y para el temaque trata, un tanto deficiente, aunque no por ello poco atrapante. El cine de Jean-Pierre y Luc Dardenne siempre ha gozado la admiración que solo puede dar su alto grado de realismo y verosimilitud, aun cuando esto significa sacrificar explicaciones. La vida no se explica tanto como en Le Fils no se nos dice qué ocurre en el corazón de un adolescente recién salido de un reformatorio por matar accidentalmente a un niño pequeño, sin embargo la hábil austeridad de su puesta en escena nos da las claves suficientes. En toda la filmografía dardenniana hay las mismas fórmulas; conocemos a los personajes a través de
sus actos, de esos rápidos movimientos que en sus detalles revelan mucho y en los que nos sumergimos gracias a esa cámara de estrecho campo que no nos muestra más que lo esencial y nos hace acompañar a los personajes a centímetros de distancia. Pero mientras en otras entregas lo cinematográfico es forma y fondo, en su más reciente película se acude al menos imaginativo recurso de hacer que los personajes hablen y den claramente el planteamiento que el espectador necesita. Acaso el hecho de que en esta ocasión el tema a tratar no se sea un conflicto tan común e identificable como aquellos que suelen aquejar a los niños y jóvenes en el cine de los Dardenne, sea lo que motive esta decisión, de cualquier forma el resultado es un planteamiento que no provoca la angustiante seducción que surge de ver a un silencioso personaje sorteando vicisitudes. En cambio se nos revela rápidamente que Ahmed es un adolescente belga, musulmán, sin padre, cuyo primo murió en la causa yihadista y que ahora se encuentra bajo un proceso de adoctrinamiento por parte de un iman para hacerlo miembro de una próxima generación de mártires del profeta. El conflicto viene cuando una profesora local desea enseñar a hablar el árabe a musulmanes francoparlantes, lo cual el iman considera una herejía pues lo hace utilizando canciones, lo que significa una profanación a la lengua de Mahoma. Quizá el mayor problema de la película es que el desarrollo del personaje principal parece ser demasiado claro en las acciones y argumentos, pero poco en las emociones. Y aunque esto pareciera una ingenua apreciación para unos directores distinguidos precisamente por tal estilo, no deja de ser un problema cuando lo que se quiere es
tratar un tema tan complicado. Es así que aquella básica pregunta no solo no intenta responderse a cabalidad sino que no es vista como un fin, sino como un medio para la construcción típica que los hermanos hacen de sus historias para provocar la empatía hacia seres que, aun dentro de la complicada problemática en que están inmersos, no dejan de parecer vulnerables. Esta vulnerabilidad no es del todo apreciada en Ahmed. Su primer acto “terrorista” consiste en soltar un chisme públicamente para dañar la imagen de la herética profesora. Eso que parece ser la semilla de un impulso que más tarde se convertirá en algo mucho más grave, no encuentra su conexión con algún conflicto psicológico en el joven que nos permita comprender su camino a la oscuridad. Ciertamente no todas las preguntas tienen respuesta –el mismo Ahmed se enfrenta al enigma implícito de “qué es ser un verdadero musulmán”–, y su bien se muestra que hay claros factores estresantes para generar en Ahmed el descontento y el rechazo a la realidad, ese punto de debilidad de carácter se encierra en un enigma. En la visión de Bonello por ejemplo, no solo se elude la razón,sino que de esa evasiva se hace una respuesta negativa: quizá no se puede explicar, y sin embargo no hay drama más desolador que el de ver a una madre preguntándose qué hizo mal cuando crio a un terrorista. Es aquí donde esa añeja preocupación de los Dardenne por los niños puede encontrar contrapunto. Tal vez son sus ojos cercanos, intimistas y diáfanos los que necesitamos para ver lo que otros ignoraron, para apreciar en la superficie fría y llana aquello que el cine nos muestra como subtexto, y que en la realidad bien puede ser las respuestas que buscamos.
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iete años después de haber presentado su opera prima –la atípica y arriesgada comedia romántica Rezeta (2012)– en el Festival Internacional de Cine de Morelia, el director Fernando Frías de la Parra regresa a la capital michoacana para compartirnos una historia sobre dignidad y autenticidad a partir de una experiencia inmersiva del movimiento musical y contracultural denominado «Kolombia», nacido en Monterrey, Nuevo León, de donde Ulises, el adolescente de 17 años que protagoniza esta ficción, se ve obligado a huir luego de poner en peligro su vida y la de toda su ya fracturada familia al verse accidentalmente envuelto en una violenta guerra de pandillas del crimen organizado, y a refugiarse completamente solo en los Estados Unidos. Ya no estoy aquí tiene a la «cumbia rebajada» –estilo musical que ralentiza el ritmo de las cumbias tradicionales para extender así su duración a la vez que se busca que su conexión emocional sea también más duradera y profunda– como su columna vertebral, y partir de una narrativa fragmentada con saltos espacio-temporales entre el pasado de Ulises en las violentas y marginadas comunidades de Monterrey –la trama se ubica durante el sangriento sexenio de Felipe Calderón-, y el presente del adolescente sobreviviendo en las calles de Jackson Heights, en Queens, el director consigue un relato que es a la vez crudo y entrañable sobre la defensa de la identidad. El director acude a aquella época en la que los cárteles comenzaron a absorber a las pandillas juveniles hasta disolverlas por completo, para reflexionar sobre cómo la violencia también alcanza a lacerar los movimientos contraculturales y la identidad de toda una comunidad de jóvenes que necesitan
de medios y espacios para expresar su sentir sobre su realidad. El cineasta, además, se sirve de la ralentización de las cumbias como una metáfora de los anhelos juveniles de querer hacer eternos los mejores momentos de sus vidas. Y es que lo que antes brindaba a Ulises aceptación e identificación en su barrio, ahora es motivo de burlas, rechazo, discriminación y abuso al otro lado de la frontera. Tomemos como ejemplo el personaje de Lin, quien luego de parecer genuinamente interesada en Ulises como persona, finalmente se revela como una chica superficial y egoísta que utiliza a Ulises sólo como un vehículo para dar autenticidad a su imagen y poder pertenecer a un grupo de adolescentes ‘cool’ que, de otra manera, nunca la hubieran aceptado en su ‘selecto’ grupo social. Porque en un país donde los jóvenes son dejados de lado, a éstos les quedan pocas opciones: o ven cómo su ciudad se convierte en tierra de nadie y terminan por trabajar directa o indirectamente para el crimen organizado, o abandonan su hogar para escapar de la violencia e intentan adaptarse y subordinarse a una sociedad que les exige eliminar hasta el menor rastro de su verdadera identidad. De esta manera, Ya no estoy aquí supone un lamento que entabla diálogo con Esto no es Berlín –también en competencia en el 17° Festival Internacional de Cine de Morelia– donde un adolescente melancólicamente confiesa “ya no sé qué somos”. Ambas propuestas, desde sus respectivas trincheras, y sus propios recursos –por ejemplo aquí destaca la sobresaliente labor histriónica de Juan Daniel García Treviño “Derek”–, apuntan a la importancia de la fidelidad a uno mismo.
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e podría pensar que mezclar en una película el narcotráfico, misticismo indígena y los apoteósicos momentos del fin del mundo son una desproporción. Quizá lo es en la mayor parte del mundo pero no en México. En México familias son diariamente acosadas por grupos armados que criminalizan y castigan, son para colmo el grupo armado que debería protegerlos: el ejército. Su opción es no trabajar en lo único que saben y morir de hambre. Porque en el otro lado están sus jefes, los narcos, que son quienes les dan trabajo. Este es el peor de los mundos, un horror que hace a la tierra misma convulsionar, a los muertos pelear y a los vivos rezar. Un problema que se puede explicar de forma simple y cruda, en el lienzo de Joshua Gil se muestra hermético, profundo y épico, hasta hermoso, porque lo que ahí vemos no es la visión del espectador extraño, es la de quienes lo experimentan, los indígenas de la sierra mixe que sobreviven gracias a la siembra y el cultivo de marihuana, y que son las más injustas víctimas de este esperpéntico sistema. La cinta está casi en su totalidad hablada en mixe, e interpretada por indígenas que entre la poesía y el impresionismo que adquiere todo su entorno convulso, aportan gran veracidad a sus
papeles, los cuales son bivalentes: el lado del sencillo habitante y campesino, y el de heredero ancestral de un hogar que es la tierra. Esto se apoya en una cámara que ya sea captando un momento atroz con luz natural en la hora mágica, o serpenteando entre la neblina de la sierra, o aguardando el final en la cocina de un jacal con una angustiada pareja de ancianos, es siempre ambiciosa, buscando la alquimia visual que cimbra e hipnotiza. Sin embargo no siempre se logra. Algunos planos remiten al compatriota Carlos Reygadas, pero en su honesta expresividad recuerdan más bien al turco Nuri Bilge Ceylan, otros –donde en mi opinión es más efectivo, honesto y expresivo-, evocan a The Turin Horse, de Tarr, con su austera melancolía y su atmósfera fatídica. Pero hay también elementos de folklore que alcanzan iconografía propia, dando un brillo propio y consiguiendo no solo que se visibilice a las voces oprimidas, también que adquieran su propia narrativa, que sea su versión la que se imponga. Si bien Sanctorum puede al final saber excesiva de estilismo y poesía surreal, es loable que su lenguaje apele a cambiar los ojos con los que vemos el problema, a entender quienes lo padecen y quienes, verdaderamente, lo provocan.
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n su cuarto largometraje de ficción, el director Hari Sama recurre a sus propias experiencias de juventud para elaborar un relato sobre la construcción de la identidad con la movida underground mexicana durante la década de los 80 como telón de fondo. El adolescente protagonista, Carlos (Xabiani Ponce de León), funciona como el alter ego del cineasta y lo seguimos en su exploración fuera de su burbuja de conservadurismo de clase media y familia fracturada por un divorcio en Lomas Verdes para encontrarse, en el clandestino Aztec, con algo que para él resulta como una realidad alterna, una de revolución musical post punk, experimentación con sustancias, liberación sexual, expresión radical artística y lucha contracultural; además atestiguamos cómo se pone a prueba su relación con su mejor amigo Gera (José Antonio Toledano). En Esto no es Berlín, Sama explora la etapa en la que se hace consciente de que sólo uno mismo tiene el derecho y la capacidad de autodefinirse por completo… o de no hacerlo para nada. Y es que si bien deja claro que la identidad se encuentra en perpetua construcción, es en la adolescencia donde se va definiendo nuestro carácter y personalidad que será casi inalterable a través del tiempo. Y es aquí donde es pertinente el auto regalo que se ha-
ce Hari Sama a través de Esteban, el personaje del tío de Carlos que es interpretado por el mismo director; se trata de una entrañable presencia que responde al anhelo del cineasta por no haber contado con una figura paterna similar durante su etapa de formación personal. “No eres tus padres. No estás destinado a convertirte en ellos” son las consignas que se lanzan en un performance que encuentra eco y entabla diálogo con rebeldes propuestas como el de la cinta Leto (2018), de Kirill Serebrennikov. Melancolía y psicodelia delinean este filme de rabiosa y hormonal atmósfera que traza el viaje iniciático en el que Carlos es seducido y deslumbrado por la revelación de libertad sobre la construcción y deconstrucción de su persona a través del arte, a la vez que nos permite echar vistazos a la situación social de un país alienado con la fiesta futbolera del Mundial mientras aún respira por las heridas del mortal sismo de 1985. Aunque sin ofrecer nada realmente novedoso, Esto no es Berlín es una vibrante historia coming of age que destaca por su honestidad, autenticidad y capacidad evocadora de esa etapa de autodescubrimiento, de búsqueda de pertenencia y de necesidad de validación que representa la adolescencia.
U
n efecto esperable del clima angustiante que se vive en México a raíz de la violencia, es el escape. El cine que ofrece reductos de evasión a la realidad, más que valido, puede ser necesario. Un reflejo de esto era de esperarse en un festival de cine cuyo principal tema ha sido el de la violencia asociada al narco y sus efectos en núcleos sociales y en ser humanos. Es así que esta edición del Festival de Morelia incluye entre sus obras a concurso a una cinta que, sin borrar el horror del panorama, acude a las fantasías de adolescencia. No logra sin embargo, que esa adolescencia en su visión, supere del todo la inmadurez. Muerte al verano es la historia de Dante, un adolescente regiomontano y su grupo de amigos, que han formado una banda de heavy metal. La búsqueda de un nuevo vocalista introduce una tensión entre ellos, agravada por la llegada de una chica de quien Dante se enamora. El gran obstáculo es que ella, Lucy, es la novia de su hermano, quien se encuentra en coma sin esperanza de recuperación. No es ni por mucho una historia novedosa y de hecho, su arco narrativo va incrementando paulatinamente en previsibilidad y la evolución de sus personajes es superficial. Se adereza con referencias musicales, sesiones de juegos de cartas estilo Magic, y algún cómico infortunio relacionado con el sueño de la banda por conseguir un contrato discográfico. Todos estos, elementos que ofrecen un escape al deprimente contexto de violencia. En su entorno, cada día amanecen cadáveres en las esquinas, ya como parte de la decoración urbana. Resalta la manera en que esta violencia es retratada, ausente de la atención de los personajes, quienes, acostumbrados, caen en la anestesia. Considerando que la historia se narra en comedia y sus personajes irradian un cierto carisma, la problemática de fon-
do se antoja más bien recordada, antes que reflexionada. Es evidente que estamos ante una película que surge de la nostalgia; su director recrea su experiencia intentando sobrevivir con la violencia como fondo, pero sin mostrarnos de forma contundente sus efectos. El escape no solo llega a la evasión, sino que hace que la historia se regodee en aspectos como el amor imposible y, eventualmente, la obtención de la chica deseada. No por mucho el personaje femenino que carece de arco y anécdota propia, se muestra actuando en función del protagonista. En adición, Luci es desenfadada, canta en gutural y le gusta andar con chavitos. Todo un sueño. Todo esto termina convirtiendo a esta narración en una fantasía sexual, más que en un discurso emocional sobre el trauma de crecer en un ambiente infernal. Tampoco se consideraría un típico comming of age, género donde cierto crecimiento se da en los personajes. En Muerte al Verano, apenas se llega al recuento de una anécdota, sin aprendizajes o problematizaciones. Algunos elementos en el montaje hacen alguna compensación, al alternar entre las escenas los paisajes industriales y los marginales ambientes de una ciudad que no parece vivible, sino sobrevivible. Cabe resaltar que hay un buen manejo de cámaras y un excelente ritmo narrativo, si bien hay algunos regodeos en recursos como la cámara lenta en alta definición, introducida de forma no del todo orgánica. La conclusión de la historia muestra cómo el contexto complejo, aunque puede ser ignorado, termina por afectarnos. Sin embargo, el mecanismo de consuelo hace pensar en el tema como un mero ruido ambiental para un personaje (o un director) que se refugia en la inmadurez. La sensibilidad incel, curiosamente, también puede ser un bálsamo para el horror.
E
s indudable que en esta 17ª edición del Festival Internacional de Cine de Morelia, los temas por excelencia son los estragos de la desigualdad y el azote por la guerra contra el narcotráfico. En la cinta La Paloma y El Lobo, la violencia no solo lacera; deshumaniza, infecta. Y ante esto, nada sobrevive. La cinta de Carlos Lenin, egresado de la Escuela Nacional de Artes Cinematográficas de México, es un sentido lamento de post-guerra y de post-amor. Norteño, como su historia, intenta exponer un dolor hondo, un estrés del alma que en sus personajes se manifiesta como un invalidante ostracismo o como una patética disfuncionalidad. Nos muestra a Paloma, una joven trabajadora de una maquila, y a Lobo, un obrero cuyos recuerdos lo han dejado seco de emociones. Ambos se aman de la mejor manera que pueden, aun cuando los problemas laborales y su entorno miserable los opriman. Su patético entorno, compuesto de escenarios industriales corroídos, forma un correlativo con el fracaso personal de cada uno. Apacibles y largas secuencias nos muestran caricias cálidas y de fríos almacenes en ruinas. Observamos así que Lobo y Paloma no son solo desechos de la pobreza, son víctimas colaterales de un estado fallido. Un video viral en redes mostrando la crueldad de unos sicarios, recuerda a Lobo haber atestiguado ese preciso momento de infernal crueldad. El trauma los afecta a ambos. Su tragedia es la de un contexto que les ha robado el presente y el futuro.
La lentitud de su ritmo busca acentuar emociones antes que beneficiar una narrativa. Las meditaciones internas y los torpes diálogos que ambos se prodigan se reiteran a veces con demasiada monotonía. Su estilo no logra del todo hacernos ver esa fuerza imponente ante la cual los personajes parecen inermes. Su drama se aprecia más por sus efectos y los elementos que lo simbolizan. Pero La Paloma y El Lobo es más que el drama de una pareja, es el de toda la región del norte de México. El drama de un país donde las promesas de desarrollo industrial tanto como las historias de amor, han sido arrasadas por una realidad de violencia y miedo. Algo que se ve expuesto a través de la hostilidad con que actúan las personas que rodean a Paloma y Lobo. Aun los adolescentes parecen crueles, infectados por un mal ante el que, o se unen o se consumen. Sin embargo, la parsimonia tanto en sus planos estáticos como en sus travelings no siempre juega en favor del expresionismo que se pretende. Cuando la cámara sobrevuela por las represas donde los personajes se bañan, no se percibe el tiempo como expresión esencial de la vida, sino como minutos que pueden hacernos mirar el reloj. En la reflexión final, esa agua –quizá uno de los pocos espacios donde se experimenta un poco de libertad-, termina por ser el instintivo lugar de retorno, el amniótico refugio para el escape. La Paloma Y El Lobo, en sus homónimos animales, representan el triste estado de consciencia primitivizada por el terror.
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osé María Yazpik incursiona en la dirección para responder a sus inquietudes sobre las consecuencias de las decisiones que tomamos en nuestra vida. “¿Qué habría pasado si me hubiera quedado en San Ignacio?” es la pregunta que el reconocido actor confesó que ronda constantemente en su mente. Como una suerte de catarsis y auto exorcismo de sus obsesiones, toma a su pueblo natal como escenario de su opera prima, Polvo, e interpreta al protagonista del relato, ‘el Chato’, un hombre que, luego de una década de haber dejado atrás su idílico pueblo para probar suerte como actor en Hollywood, se ve obligado a regresar con una misión muy particular y que nada tiene que ver con la industria fílmica. La supuesta inquietud artística de ‘el Chato’ se revela como un pretexto para dejar atrás el hastío de ese pueblo donde no pasa nada y parecía no ofrecerle ningún futuro; ahora trabaja para uno de los carteles de la mafia de Tijuana y es encomendado a recuperar un cargamento de cocaína cuyos paquetes quedaron regados por todo San Ignacio cuando la avioneta que los transportaba sufrió una falla mecánica y terminó por estrellarse en las cercanías del pueblo. Bajo la amenaza de acabar con todos los habitantes de San Ignacio si no consigue recuperar el cargamento, ‘el Chato’ regresa y se reencuentra con su pasado y con la oportunidad de recuperar su vida pasada con el amor de su vida (Mariana Treviño) Inspirado por un hecho similar acontecido en Colombia, Yazpik utiliza un tono de comedia dramática como vehículo para reflexionar a partir del tópico
del ‘paraíso perdido’ –caracterizado por la nostalgia por la juventud y los tiempos y lugares mejores–, y decide ambientar su debut como cineasta en 1982 para que el aislamiento del pueblo tenga una mayor verosimilitud y pueda funcionar la ingenuidad de los habitantes del pueblo que se creen sin problema alguno el cuento de que el contenido de los paquetes es un compuesto químico que una importante compañía farmacéutica está intentando recuperar para la elaboración de un medicamento para la cura de la cirrosis. Yazpik toma la sabia decisión de no elaborar un relato violento y que gire en torno al narcotráfico y el crimen organizado, y busca por el contrario que lo que prime sea el viaje de un hombre roto y el reencuentro con su pasado. Aunque se trata de un guion sencillo que no toma riesgos formales y se apega a la narrativa más convencional que se resguarda en la seguridad que ofrece la comedia ligera, hay que reconocerle su atrevimiento al ofrecer una resolución que no busca complacer al público ávido de finales felices, pues el destino con el que marca a los personajes principales resulta agridulce y, quizá para muchos en el gran público, pueda parecerles muy poco justo. Polvo destaca por evadir las violentas narraciones de narcos que saturan las pantallas y por su honestidad a la hora de abordar un tema personal para el director a través de un héroe roto que habita un México que ya no existe y que, a diferencia de los relatos más comunes, no siempre gana.
L
upe y Manuel (Paulina Gaytán y José Pescina respectivamente) son una pareja que llevan tiempo buscando tener un hijo. Los resultados de los estudios a los que se han sometido han revelado que él es estéril, y esto ha comenzado a provocar fisuras en la relación. Entre las opciones para ser padres está la adopción o la inseminación artificial. La primera alternativa no resulta muy convincente para la machista ideología de Manuel, empecinado en procrear un hijo propio, sangre de sus sangre; se decantan por la segunda opción que acuden con un doctor especializado para que los oriente. La búsqueda de un donador de esperma vuelve a trastocar la psique de Manuel, pues ningún candidato parece ser el ideal para engendrad a «su hijo»; mientras tanto, la relación con Lupe se debilita aún más. Entonces Manuel toma la decisión de pedirle Ruben (Jorge A. Jiménez), el nuevo empleado que tiene a su mando en la empresa donde trabaja y que planea partir pronto a los Estados Unidos en busca de una vida mejor, que sea el donador para la inseminación de Lupe a cambio de quedarse una temporada con ellos hasta que junte el dinero para pasar la frontera. La vida gira. El embarazo sigue sin lograrse y la estadía de Rubén se alarga cada vez más. Con la premisa anterior, y cinco años después de presentar su opera prima en el Festival Internacional de Cine de Morelia –Hilda (2014)–, el director Andrés Clariond regresó a la fiesta fílmica
de la capital michoacana con el propósito de incomodar a las audiencias y mover a la reflexión sobre las fronteras de las relaciones de pareja a partir de un análisis de la masculinidad. Territorio es un ejercicio bastante lúdico con el que el cineasta mexicano cuestiona el significado de ser hombre a partir del arco narrativo del personaje de Manuel; este es un hombre ‘chapado a la antigua’, que se niega a asumirse como estéril y no duda en echarle la culpa a su mujer cuando no puede quedar embarazada porque seguramente hay algo malo con ella, o que piensa que puede arreglar todo con una escandalosa serenata en estado etílico. Al momento de examinar los temas de la defensa del territorio y los límites en la pareja que nacen de la fragilidad emocional del macho alfa, el cineasta traza una historia que rayan peligrosamente en las fronteras de lo absurdo; no obstante y al igual que en su opera prima, consigue que las probabilidades jueguen a su favor y, gracias al apoyo en excelentes interpretaciones del trío protagónico, en todo momento el relato se siente absolutamente probable y por completo verosímil. Con Territorio, el director reafirma su capacidad narrativo y refrenda su compromiso con el estudio de lo humano, en esta ocasión llevándolo a cabo mediante un enfrentamiento físico pero sobre todo psicológico de los instintos básicos de dos machos alfa, exponiendo con ello los complejos y las debilidades de la hombría. Imperdible.
L
uego de varios cortometrajes, y bajo el cobijo de Michel Franco como productor, David Zonana debuta en los largometrajes con Mano de Obra, una pieza fílmica muy particular que destaca por la manera inesperada de transformar su historia y a su personaje central: Francisco (Luis Alberti), un albañil que pierde a su hermano tras una mortal caída mientras ambos trabajaban en una lujosa construcción en una acomodada zona de la Ciudad de México, y los encargados de la construcción se niegan a pagarle a su viuda embarazada una pensión por accidente laboral. Francisco comienza a presionar para que su cuñada reciba la compensación económica que le corresponde. Así podríamos describir la premisa de Mano de Obra, pero cuando parece que la cinta seguirá un rumbo de crítica y justicia social, ésta da un giro sorpresivo y se transforma en un sugerente thriller donde las líneas éticas y morales del protagonista se van desdibujando. Francisco, que con sus manos construye las más sofisticadas casas, debe transportarse hasta una colonia marginal y una vivienda que, literalmente, se está cayendo a pedazos, decide no tolerar más su situación de desigualdad e injusticias, por lo que decide brincarse la barda de la obra durante las noches y habitarla durante las
noches. En uno de los tantos giros que toma la trama, a Francisco se le presenta una oportunidad única que no piensa desaprovechar. El halo de pesimismo que comúnmente envuelve cine de Michel Franco está presente también en Mano de Obra, sin embargo, afortunadamente aquí está ausente ese discurso aleccionador que, también comúnmente, caracteriza a su cine, y por el contrario, el debutante David Zonana consigue un relato amoral y un ejercicio que resulta sólido en todos los sentidos, desde la excelente dirección de actores –donde destaca un inmenso Luis Alberti que fue merecidamente reconocido en el Festival Internacional de Cine de Morelia con el premio a mejor actor y las interpretaciones convincentes del resto de los actores no profesionales– hasta su audaz forma de transformar un relato inicialmente presentado comp un justiciero drama social urbano en una calculada metáfora de la sociedad anclada en los códigos del thriller. La opera prima de David Zonana entabla un diálogos con obras como Los Albañiles (1976), del maestro Jorge Fons, y La Zona (2007), de Rodrigo Plá; y es que se trata de un notable ejercicio cinematográfico sobre la lucha de clases con el que se ratifica a un sobresaliente talento en ciernes al que no debemos perderle la pista.
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l Paraíso de la Serpiente nos introduce de golpe a una incierta carretera desértica donde un enigmático hombre despojado de la capacidad del habla (Ángel Garnica) es rescatado tras un accidente por un vaquero adoles-cente llamado Sky (Sky Zen Sanger-mani) y su abuelo Bernardo (Fabricio Vergara Espinosa); luego de cuidarlo por varios días hasta haberse recuperado, el abuelo encomienda a su nieto la tarea de deshacerse del hombre abandonándolo a su suerte en el desierto. Solo, el hombre deambula y llega a una caverna, donde una celestial niña le da el don del habla; el hombre emprende su camino de regreso al ejido donde fue cuidado por Sky y comienza a realizar milagros en la comunidad, siendo reconocido por los pobladores como un profeta. A la par que se gana la devoción de algunos pobladores; los feligreses de la iglesia católica del pueblo se muestran recelosos ante la llegada de este hombre que confronta con hechos su fe sostenida en plegarias al aire. Por su parte, Sky comienza a sentirse atraído por su misticismo y dotes curativas, convirtiéndose en una suerte de discípulo que va construyendo su propia identidad mientras busca respuestas sobre su propósito en el mundo. Con esta premisa el director Bernardo Arellano sorprendió –por decirlo de
alguna manera– en su tercer largometraje de ficción en la competencia del 17° Festival Internacional de Cine de Morelia luego de haberse consolidado en la industria con un par de títulos sólidos en su filmografía en la que destaca El comienzo del tiempo (2014), presentada cinco años atrás también en la competencia de la capital michoacana. Pero en esta ocasión la propuesta del director no llega a buen término; se trata de un trabajo débil en casi todos los sentidos. Y es que aunque la puesta en cámara bajo la lente de Damián Aguilar consigue una serie de hermosas postales monocromáticas y logra generar momentos de un ambiente genuinamente místico, no son lo suficientemente meritorios para poder sostener un filme con una pobre dirección de escénica en la que los actores realmente no son capaces de encontrar el tono adecuado e interpretar los textos, limitándose meramente a repetir las líneas que memorizaron para devolverlas luego ante la cámara. El Paraíso de la Serpiente es una propuesta que se queda en las aspiraciones, muy lejos está de lograr la atmósfera bucólica de Juan Rulfo, o presentar un discurso fijado en los dilemas éticos y morales relacionados con la fe y la religión como sí lo lograron los maestros Buñuel y Pasolini.
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n 2015, el director Robert Eggers acaparó los reflectores de la industria fílmica con el estreno en el Festival Internacional de Cine de Sundance de un clásico instantáneo del cine de terror, The Witch, un sólido ejercicio debut con el que reveló su absoluto conocimiento de los códigos del género, así como su capacidad para facturar un entramado narrativo con varias capas de lectura sobre las consecuencias del despertar sexual femenino en una comunidad fanáticamente religiosa de la primera mitad del siglo XVII. Ahora con The Lighthouse, el director nos ofrece un perturbador thriller psicológico con el que, a la vez que se reafirma como un talentoso narrador, también nos entrega una cuidadosa disección de la psique humana, pero ahora dedicada al análisis de la fragilidad masculina. Si en su opera prima Eggers aislaba a la familia protagonista en un remoto valle de la Nueva Inglaterra junto a un tenebroso bosque acechado por una misteriosa presencia, en este nuevo relato de época –ambientado a finales del siglo XIX– coloca a los dos marinos protagonistas, Ephraim Winslow y Thomas Wake (encarnados por Robert Patttinson y Willem Dafoe respectivamente), en una diminuta y remota isla de la Nueva Inglaterra azotada perpetuamente por un clima imbatible y en la que deben encargarse, durante el lapso de un mes, de que la luz del faro nunca se apague. A partir de la anécdota de la llegada del novato Ephraim a la isla con el veterano Thomas, el guion firmado por el mismo director junto a su hermano Max Eggers, echa mano de la soledad, la monotonía, el clima y la explotación laboral de Ephraim para construir lentamente y sostener
con audacia el suspenso y el desconcierto hasta llevarlo a un punto de delirio que terminará con una suerte de maniaco Prometeo que enfrenta a su superior en una descarnada lucha por el poder y la luz del conocimiento que se resguarda en la punta del faro. La fálica estructura que bautiza al filme no es más que la representación de la masculinidad que se debe alcanzar, poseer y dominar, y a partir de una propuesta visual en formato 4:3 y en contrastante monocromía, Eggers consigue una pesadillesca y surrealista atmósfera con potentes imágenes –tan hipnóticas como repugnantes– para disponer de la masculinidad de los personajes y, a través de alegorías y metáforas, exponerla con todos sus vicios a través de un juego psicológico que la evidencia como mera inmadurez que nace del miedo a la pérdida de poder y de lo que los distingue como machos alfa; un miedo que alcanza su clímax en esa comentada secuencia de tensión homoerótica entre los marineros borrachos. Sostenida por las altisonantes interpretaciones del siempre excepcional Willem Dafoe y de un cada vez más arriesgado y versátil Robert Pattinson, The Lighthouse es una pieza artística que, aunque no logra alcanzar el nivel de The Witch, se atreve a tomar más riesgos formales y conjura en pantalla elementos visuales y sonoros de Hitchcock, Bergman y Dreyer para conseguir una experiencia fílmica realmente angustiante que no ofrece concesión alguna al espectador. Sin duda alguna estamos frente a un nuevo gran clásico instantáneo del género horror fantástico que no tardará mucho en hacerse del merecidísimo título de filme de culto.
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uego de debutar en el cine angloparlante con Snowpiercer (2014) y hacerse cargo de la dirección de Okja (2017) bajo el cobijo de Netflix, el director Bong Joon-ho regresa a su natal Corea del Sur para filmar en su lengua materna un relato que, por su marcada identidad surcoreana y su vigencia temática, se ve emparentada con Burning, la obra maestra de su compatriota Lee Chang-dong que en 2018 se reveló como una de las mejores propuestas internacionales del año. Y como ya lo había hecho con la película de ciencia ficción postapocalíptica protagonizada por Chris Evans, Tilda Swinton, John Hurt y Song Kang-ho, el director nuevamente nos coloca en medio de una lucha de clases a partir del momento en el que el hijo mayor de la familia Kim, Ki-woo (Choi Woo-sik) consigue trabajo como profesor particular de la hija mayor de la inescrupulosamente acomodada familia Park. Cuando el chico conoce la casa de sus nuevos empleadores, pone en marcha un plan para que despidan a sus empleados y sean su hermana, su padre y su madre, quienes los reemplacen como psicoterapeuta artística, chofer privado y asistente del hogar, respectivamente. Ganadora del máximo galardón fílmico a nivel mundial –la Palma de Oro en el Festival de Cannes–, Parasite echa mano de los espacios como metáforas del estatus social y en mucho nos recuerda a la segmentación social de los vagones de Snowpiercer. Nótese aquí la casa de la familia Kim, una suerte de bunker con ventanas a ras de suelo donde mendigan la señal wi-fi del vecino, y el contraste que se crea con la opulenta mansión de la familia Park, ubicada en lo alto de una exclusiva colina y con una arquitectura diseñada con numerosas escaleras en su inte-
rior. La cinta de Joon-ho, al igual que lo hiciera algunos meses atrás el cineasta Jordan Peele, juega con la premisa de los invasores/suplantadores como alegoría de la lucha de clases y las injusticias sociales; pero la propuesta surcoreana toma derroteros distintos, y partiendo de una premisa anecdótica, construye un complejo entramado de enfrentamientos sociales. Ya en su tercer acto, aunque hay un violento giro que cambia completamente el rumbo del relato –esa lluvia torrencial como elemento de limpieza y purificación que se lleva las máscaras y el maquillaje para que las mentiras salgan a flote–, prima en todo momento el tono fársico y el director se niega a ser condescendiente; por el contrario, se atreve a llevar los hechos hasta las últimas consecuencias. Sin emitir juicios éticos o de valor, Joon-ho delinea y construye a sus personajes con respeto y cariño a pesar de estar sustentados en una serie de estereotipos de clase, desde los marginales y trepadores de la familia Kim, como los acomodados e hipócritas de la familia Park. Y es que el director se preocupa por presentar un retrato que trasciende su identidad surcoreana y se transforma en una oscuramente cómica fábula transcultural sobre el perpetuo enfrentamiento de clases sociales que no es más que uno más de los engranajes bien lubricados del voraz sistema capitalista, como ya bien lo había señalado en la revelación final de Snowpiercer. Al final, la pregunta se mantiene: ¿quiénes son los parásitos a los que alude el título? Porque los oportunistas de la familia Kim son tan parasitarios al adueñarse de los espacios de sus patrones, como los ingenuos de la familia Park al esclavizar a sus trabajadores y alimentarse gracias a su trabajo.
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n 2013 un reducido pero valeroso grupo de jóvenes georgianos que desfilaron en el primer desfile del orgullo gay en Tiflis (capital de Georgia) fueron atacados por miles de fervientes devotos de la iglesia ortodoxa, la cual domina la forma de pensar y actuar en los países balcánicos, quienes aun se resisten a abrir sus mentes y se rigen por sus costumbres tan extremistas. Como sabemos, esta zona de Europa está enfrentando una polémica mundial al ser acusada de terribles crímenes en contra de la comunidad LGBTQ, que por más que traten de mantenerse ocultos son una realidad y hace que el ser gay en aquellos países sea prácticamente una sentencia de muerte. Este hecho impactó mucho al director sueco de origen georgiano Levan Akin, quien sintió la necesidad de abordar el tema en su película And then we danced, que después de un gran recibimiento en la Quincena de Realizadores de Cannes se ha convertido en la representante de Suecia para la próxima entrega de los premios Oscar en la categoría de mejor película de habla no inglesa. El director sitúa su historia en el mundo de la danzas tradicionales georgianas, que son un gran símbolo nacional y en las que, a diferencia de otras partes del mundo donde está mal visto que un niño se dedique a la danza, en Georgia practicarla es motivo de orgullo, pues en sus coreografías llenas de fuerza son un reflejo de su identidad… del poderío, virilidad y orgullo de los varones georgianos. And then we danced narra la historia de Merab, (interpretado por el novato pero encantador Levan Gelbakhiani), un joven bailarín de la Compañía Nacional de baile Georgiano que junto con su hermano continúan con la tradición familiar, pues sus padres fueron parte del ballet y Merab ha soñado con bailar desde que era niño. El joven combina sus extenuantes ensayos con su trabajo de mesero, porque aunque está determinado en lograr sus metas, en ningún momento descuida su hogar. Merab cuenta con el cariño y apoyo incondicional de Mary (Ana Javakishvili), una especie de novia que ha sido su pareja de baile desde la niñez. Pero a pesar de su innegable talento que lo hacen uno
de los más destacados de la compañía, el chico no termina por convencer a su estricto profesor ni a sus compañeros varones, ya que su estilo para bailar es “diferente” en comparación del resto del cuerpo de baile. En pocas palabras, Merab no es lo suficiente masculino en sus movimientos al momento de interpretar las coreografias. La llegada un nuevo chico llamado Irakli (Bachi Valishvili) hace que el lugar y reconocimiento por el que tanto ha luchado Merab corra peligro, ya que aparte de su atractivo físico y talento, Irakli tiene ese estilo fuerte y varonil que la danza georgiana tanto demanda. Pero esto solo sirve de motivación para Merab, quien pide ayuda a Irakli para perfeccionar sus movimientos. La convivencia entre ambos va despertando nuevas sensaciones, nuevos sentimientos que no habían experimentado, lo que derivara en una gran amistad que se terminara convirtiendo en un inminente romance. La elección del actor protagonista no pudo ser más acertada. Gelbakhiani, quien es bailarín de ballet profesional, se preparó intensamente para aprender las danzas georgianas y curiosamente al igual que el personaje, tuvo que adaptar su acostumbrado estilo de danza más delicado a algo más “masculino”. Poseedor de un rostro bastante expresivo ,una mirada de inocencia y elevadas aptitudes para la danza le hizo el candidato ideal, y de verdad resulta increíble saber que este chico nunca haya actuado antes, pues logra transmitir fácilmente todo sentimiento. El resto de los personajes, igual interpretados en su mayoría por actores no profesionales, no están escritos y plasmados tan detalladamente como el de Merab, pero no por falta de importancia sino para dejar claro que él es el protagonista absoluto de esta historia. La cinta nos plantea una lucha constante entre dos distintas generaciones europeas que tienen dificultades para coexistir debido a sus grandes diferencias de pensamiento. Para plasmar los deseos liberales de la juventud contra las arraigadas e inflexibles tradiciones de aquel país, el director se apoya en varios aspectos técnicos para lograrlo, como la fotografía que luce suave y natural para reflejar la cotidianidad geor-
giana y en los momentos de los ensayos dancísticos, para después cambiar a algo mas psicodélico en las escenas de Merab y compañía divirtiéndose y viviendo al máximo su juventud. El soundtrack funciona de igual manera, presentando desde lo más moderno de la música sueca hasta las piezas clásicas y tradiconales de la region (como las usadas para las danzas y las de los cantos populares) pasando por la atemporal música de ABBA. La dirección y guion (escrito por el mismo Akin) nos adentra a la historia y vida de Merab, con momentos cotidianos íntimos y encantadores que logran atraparnos en la historia de la evidente situación de pobreza de nuestro protagonista, pero siempre enfrentada de manera esperanzadora por parte de él en un pueblo que se resiste a la modernidad anclando a su juventud, en un pasado que debe de dejarse atrás para así evolucionar. Hacia la mitad de la cinta, la trama se comienza a llenar de situaciones y subtramas melodramáticas que le restan impacto y peso al argumento inicial; pero este pequeño percance no dura mucho, pronto la historia retoma su rumbo y se vuelve a centrar en Merab y su búsqueda por su identidad y libertad. Porque aunque Merab conoce por primera vez el amor, la cinta no se puede catalogar como una película romántica, pues el romance solamente es un escalón más hacia su crecimiento personal. Teniendo como marco la danza, la cinta no podía quedarse corta en sus escenas de baile que son de lo mejor de la película; el director demuestra una gran habilidad para filmar exquisitas secuencias, donde vemos el esfuerzo y personalidad de los personajes, y donde vemos todas las emociones a flor de piel para culminar en una increíble secuencia final que sirve de metáfora de lo que pasa en la vida del protagonista, donde todo el dolor de Merab es convertido en arte puro y en un vehículo hacia su libertad. “And then we danced” es una propuesta sobresaliente sobre cómo tomar lo mejor de tus aprendizajes, alcanzar excelencia para finalmente hacerlos tuyos y vivir tu verdad, alejado de los convencionalismos.
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os discursos sociales, a veces mencionados como una moda en las tendencias cinematográficas, son en realidad una consecuencia de la realidad actual. Algunos directores prefieren no ser apreciados políticamente, como varios de los participantes en esta edición del Festival de Morelia, han dejado claro. Otros, como Kleber Mendoça o Karim Aïnouz, se entregan a la denuncia. El mexicano Guillermo Arriaga, busca la conciliación.
Mediometraje de Guillermo Arriaga, más conocido por su papel como guionista en cintas como Amores Perros, presenta en el festival una historia de encuentro y diálogo. Dos partes que hoy parecen más enemistadas que en mucho tiempo: los mexicanos y los estadounidenses, que son aquí puestos a dialogar con profunda sensibilidad y humanismo. El funeral de un soldado norteamericano con nacionalidad mexicana, lleva a sus compañeros a visitar un remoto pueblo coahuilense. Ahí, tienen no solo una despedida, sino un auténtico conocimiento de ese otro lado, el mexicano, borrando nacionalidades e igualando dolores. Dejando la política aparte, esta cinta busca reforzar los mecanismos de la empatía mediante la apertura y la sensibilidad que solo da el encontrarse en una situación vulnerable. Ante la pérdida, las defensas emocionales y las reacciones de rechazo caen, como una cortina que ocultaba al verdadero yo. Es claro sin embargo, que es una idea surgida de una necesidad de unir lo que hoy se quiere separar. Un trabajo que a decir de su director, ha de ser visto por los votantes de Donald Trump.
Siguiendo con la comprometida línea ideológica de otros varios realizadores de habla portuguesa, Kleber Mendonça Filho entrega una cinta con un marcado tinte político. Pero a diferencia de su anterior Aquarius, que sedujo con su impasible sutileza, en esta ocasión busca al gran público para taclearlo sin reservas. La cinta consiste en un futuro cercano posible, tendiendo a la distopía, en un tono que va desde la comedia costumbrista hasta la sátira de horror. Una historia que involucra a Estados Unidos y su enferma fascinación por la violencia y a su racismo, deja un claro mensaje: hay un problema sistémico que trasciende a un país. Trata de un pueblo de la provincia brasileña atormentado cuando un grupo de mercenarios llega con la consigna de hacer limpieza étnica. Las consecuencias dan una lectura de severa acusación a los gobiernos y a su olvido (o incluso, su abierta aversión) hacia las razas menos acordes al ideal occidental. Resalta la evolución de la narración, que en la primera media hora construye culturalmente a un pueblo miserable pero unido; después, a un despiadado colectivo dispuesto a la revolución. Es además descrito con una agilidad, un naturalismo y una viveza que podrían hacer de Mendonça un idóneo adaptador de 100 años de Soledad. Posteriormente vemos detalles más sutiles como la libertad del cuerpo usado como arma contra la imposición conservadora. Se trata de una cinta que reivindica a todo un sector poblacional, y anuncia lo que quizá con menos sangre y carnicería- podría ser muy pronto la realidad.
Si alguien no cree que Brasil viene con todo desde hace unos buenos años, solo hace falta escuchar algún discurso de su presidente. No es difícil suponer que el arte debe estar teniendo una fuerte reacción. Y así lo es. Karim Aïnouz vuelve con un drama ganador del premio Un Certain Regard en el Festival de Cannes, que trata sobre el extravío que provoca la separación. Es además sobre la opresión femenina, que se ejerce como medio de control. Trata sobre las hermanas Guida y Eurídice, que en su juventud toman caminos separados; una al huir con un novio extranjero, la otra al casarse, probablemente con previa anuencia de sus padres. Ambas mujeres encuentran infortunio y sus vidas se ven reducidas a funcionar en virtud del hombre al que pertenecen. Pero irónicamente, aquella más desafortunada encuentra en la soledad el empoderamiento, y en el sexo, la libre determinación que extiende a su vida. Mietras tanto la maternidad se problematiza con gran tacto. El tema de la separación remite a la previa Paraia do Futuro, pero ahora logra una veracidad mucho más nítida. Consigue así una fotografía más interesada por los personajes y sus pequeños encierros, que en explotar el espacio. Y aunque no hay verdaderos riesgos formales, más allá de algunos interesantes jump-cuts, la narrativa consigue con sus saltos de tiempo y su cauteloso acercamiento a los personajes, hacer que el angustioso devenir de las protagonistas progrese hasta un desgarrador final. Probablemente se trate de la mejor cinta presentada en esta edición del FICM.